• Melilla La Vieja y los siete edificios más altos de Madrid (1 de 2)

    En 2015 me atreví, con más temeridad que conocimiento, a debutar en el Open de Madrid de Maratones en bici de montaña, XCM para los iniciados. De repente los recorridos de 30 kilómetros por pistas que realizaba hasta la fecha pasaron a ser calentamientos de pretemporada porque, sin saberlo, me había metido en un campeonato de nivel de un deporte duro.

    En este blog conté (“Cuando terminar no es suficiente”) penas, alegrías y dudas al respecto. Sobre todo dudas, las que surgen cuando el esfuerzo por alcanzar el objetivo genera más sufrimiento que la satisfacción que se obtiene al alcanzarlo. Había llegado a la meta en todas las carreras en las que me inscribí a cambio de grandes esfuerzos en las subidas de mayor pendiente y, debo confesarlo así, bastantes miedos en las bajadas trialeras. Descubrí que me encontraba cómodo en las pistas, especialmente si los desniveles no eran extremos, e incómodo en aquellos tramos complejos, precisamente los que distinguen las pruebas puntuables de las no puntuables.

    Más allá de todo esto había un logro tangible: el cambio de costumbres necesario para alcanzar el estado de forma tenía ventajas en mi salud. La mayoría de los días tomaba cinco comidas, todas ellas sanas y variadas, y el uso de los ascensores había pasado a ser anecdótico. Y por encima de esto, descubrí otros aprendizajes al correr maratones y su aplicación en el día a día. Porque en el entrenamiento y las carreras desarrollé habilidades como la autodisciplina, la planificación a medio plazo y la resistencia a la frustración.

    Y estaba en medio de esta mezcla de logros y fracasos, metas alcanzadas y otras aun lejanas, buscándole el sentido a los XCM en Madrid, cuando supe de la existencia de una carrera con aun menos sentido, tan poco sentido que era precisamente su ausencia lo que le daba encanto. Me explico.

    Madrid y sus alrededores reúnen escenarios variados para las bicis de montaña, desde trialeras estrechas en la sierra a pistas rápidas a la orilla de los ríos y en las vías pecuarias; entonces, ¿por qué irse hasta Melilla a montar en bici?

    La concentración de escenarios apropiados y afición ha creado un calendario de todo tipo de pruebas, con diferentes recorridos y durezas; entonces, ¿por qué inscribirse en una carrera tan larga, de 75 km?

    Y por último, si los escenarios y la afición han facilitado la existencia de profesionales que organizan carreras de bicis al lado de mi casa, ¿por qué irse al norte de Africa a sudar durante más de 75 kilómetros en una carrera organizada por el Tercio de la Legión?

    De modo que la conclusión a mis dudas del año pasado fue decidir firmemente que en 2016 participaría en la Carrera Africana de la Legión en Melilla.

    Se acababa de celebrar la tercera edición y los foros hablaban de lo bonito y a la vez duro del recorrido, y de una ciudad volcada en la carrera. Como africanófilo y amante de rarezas, la carrera me atrajo enormemente. Repasé vídeos en los que mi debilidad por la arquitectura se complació al ver pasar las bicis frente a algunas de las joyas modernistas de la ciudad y recorrer los últimos metros de la carrera por dentro de las murallas de Melilla La Vieja, cruzar la plaza de armas y salir por el puente levadizo al arco de meta.

    Al repasar las posibilidades de alojamiento descubrí que había un más allá sorprendente y peculiar, que quienes lo habían probado calificaban con elogios: la Legión habilita un pabellón en su cuartel para un número limitado de participantes que comparten instalaciones con los legionarios desde el viernes en que se llega a Melilla hasta la mañana del domingo, día posterior a la carrera.

    El plan estaba clarísimo: entrenarse, inscribirse, alojarse en el cuartel y, por supuesto, llegar a meta. El pasado octubre comenzó el trabajo que consistía no solo en hacer muchos kilómetros para estar en forma. Hasta ese momento utilizaba en la bici un ciclocomputador que simplemente medía distancia recorrida, velocidades máxima y media y ritmo cardiaco. Insuficiente para un entrenamiento serio, de modo que avancé varios pasos tecnológicos al hacerme con un Garmin Edge 810. Sentado frente a la pantalla del ordenador el día del estreno, viendo los resultados de la primera ruta grabada, me sentía como los ingenieros de un equipo de MotoGP en la reunión posterior a la carrera: velocidades instantáneas, perfil del recorrido relacionado con los desplazamientos marcados en Google Maps, y la posibilidad de estudiar secciones independientes eran algunas de las muchas posibilidades de análisis que ofrecía el sistema.

    Al repasar el recorrido de la Africana de años anteriores, comprobé que era más largo que mis rutas habituales, con tramos llanos y rápidos en el núcleo de la ciudad y sus alrededores, y bruscos desniveles al trepar por los cerros que separan Melilla de Marruecos. Me puse a buscar recorridos cercanos a mi casa que sirvieran como entrenamiento o que al menos representaran una dificultad equivalente, y descubrí el índice IBP (Interactive Bycicling Parameters index), que precisamente evalúa la dificultad de una ruta en ese sentido. Para calcular el IBP de una ruta no hay más que descargar su archivo en la página de Internet de IBP. El archivo puede ser el que se ha grabado en el navegador al realizar la ruta, en mi caso el Garmin, o uno que se encuentre en las páginas que los archivan, como Wikiloc. Así que empecé a cuantificar la dificultad a la que me enfrentaba: la Africana de 2015 había tenido un índice de 72, una de mis salidas de 40 km. se quedaba en 29, y el Rallye de Galapagar de 2015 que tanto esfuerzo me supuso solo llegaba a 59. Si pretendía acabar la Africana de 2016 y en menos de cinco horas, el desafío estaba cuantificado y tenía todos los medios para prepararme.

    Los viajes de trabajo hicieron que el entrenamiento con objetivo africano arrancara en Octubre en el gimnasio de un hotel de Viena. Unas semanas de esfuerzo después ya veía los primeros logros: una ruta de índice 62 había caído en menos de cuatro horas y media.

    El primer desafío duro de la pretemporada iba a ser la carrera inaugural del Open de Madrid de XCM 2016, con índice 60, y 59 km. de recorrido. (¡Qué cambio! Una carrera de ese campeonato era para mí un reto en 2015 y simplemente un entrenamiento en 2016). Hasta el kilómetro 30 había que aguantar la dura subida hasta el Cerro San Pedro, y desde ahí recuperar la velocidad media en el descenso. O al menos esa era la teoría. La realidad fue mejor al principio: llegué a mitad de carrera con una media prometedora de 14 km/h y no estaba tocado, y eso me animó de cara al resto. Pero las supuestas bajadas rápidas eran pedregales estrechos, trialeras complicadas o, directamente, descensos suicidas. Cualquiera de ellas suponía un ritmo bajo y un cansancio alto, lo que además repercutía en la concentración. Entre un fallo de concentración y una señalización no muy buena, me perdí más allá del km. 50, por lo que acumulé unos kilómetros de más, que incluían una subida francamente desagradable.

    Con el buen humor que me quedaba me reí en el kilómetro cincuenta y muchos: al final de un tramo plano me esperaban una señal de peligro y un miembro de Protección Civil para insistir en que tuviera cuidado con lo que había a continuación. Llegué al final del llano, me asomé, vi un descenso con una pendiente de las que te quitan el color de la cara y abajo, como esperando por si acaso, una ambulancia y la policía municipal. Unos minutos después, desbordado por las trialeras del final, llegué a meta muy cansado y rigurosamente último de los que acabamos. Lanzo esta puntualización para proteger mi autoestima. Eso sí, acabar en 4h 11’ 24” una carrera de índice 69 dejaba claro que el entrenamiento iba por buen camino.

    Esa tarde, dolorido en casa analizaba los resultados grabados en el Garmin y quería cuantificar el origen de mi cansancio. Lo grave no habían sido los casi sesenta kilómetros, que también, sino los 1.399 metros de desnivel acumulado. La Wikipedia reconfortó mis maltrechos músculos, porque esos metros equivalen a la altura acumulada de los siete edificios más altos de Madrid: Torre de Cristal (250 m.), Torre Cepsa (248 m.), Torre PwC (236 m.), Torre Espacio (224 m.), Torre Picasso (157 m.), la Torre de Madrid (142 m.) y Torre Europa (121 m.).

    No me lo pasé nada bien en la ruta de 30 km. del Maratón Sierra Oeste de Navalagamella unos días más tarde, porque el organizador, supongo que con la idea de mejorar sus resultados económicos, había admitido tantas inscripciones que las trialeras y los senderos parecían atascos madrileños.

    Sí que aprendí mucho en una ruta de 50 km. e índice 61 en Quijorna: con 37 provincias españolas en alerta por viento, lluvia, nieve y frío, no me quedaba duda alguna en la salida de que iba a ser una mañana intensa. Contra el viento no me quedaba más que resignación y apretar los dientes; no hay alternativa cuando se rueda con el pulsómetro disparado tirando de desarrollo corto en llano ¡a menos de 10 km/h! Lo del barro fue una buena lección comparativa, porque peleando por mantener a la vez el equilibrio y la dignidad, me di cuenta de que una bici de montaña se lleva igual en barro que el Land Cruiser en arena: desarrollo tirando a corto, siempre con tracción, y un derroche de delicadeza para cambiar o simplemente mantener la trayectoria.

    La trastienda de estos esfuerzos está muy lejos de ese montar en bici despreocupado y fácil de la infancia. Ya no es un transportarse y divertirse a la vez y sin más. Al contrario, es un agobiante despliegue de planificación y perfeccionamiento. Tras cada recorrido, solo después de los estiramientos y ansiando una ducha, anotaba escrupulosamente el trabajo a realizar en la bici antes de la siguiente salida: engrasar la cadena, subir una décima la presión del neumático delantero, un click más a extensión en el amortiguador trasero, repasar el desviador porque el plato grande entra despacio, … Me acordaba con cierto sonrojo de esa BH plegable de hace muchos años y no podía compararla con la Ghost actual porque pertenecen y pertenecemos a mundos distintos. Antes de cada entrenamiento hacía una puesta a punto, cargaba la mochila de agua con dos litros de Isostar, y llenaba su bolsillo con tantas barritas energéticas como paradas fuera a hacer en la siguiente ruta prevista y cronometrada, más una, por si acaso. Y a partir de cierto índice IBP, llenaba un bidón adicional con Isostar y lo sujetaba al cuadro de carbono. Repasaba en el ordenador la grabación de la última vez que había hecho la ruta prevista y cronometrada y me fijaba el objetivo. Luego sonreía satisfecho por dentro al recordar que en las 48 horas previas solo había comido lo que dicen las dietas: pasta, fruta, cereales, legumbres, …

    Si los preparativos eran para una carrera, aun añadía las consultas al pronóstico meteorológico en Internet para escoger con precisión la ropa. Y el análisis de la ruta en Wikiloc, y dibujarlo en un trozo de cinta de carrocero con rotuladores de colores, que luego pegaba al lado derecho del manillar, para que actuara más como un copiloto mudo que como un simple recordatorio.

    Luego llegaron rutas con salida en San Sebastián de los Reyes, Galapagar o Griñón. En esta última me inscribí porque su trazado, de pistas anchas y casi siempre planas, tenía parecido con tramos de la carrera de Melilla y podía ser un buen entrenamiento. Solo que las lluvias de los días anteriores los convirtieron en barrizales (¡otra vez!). De ese modo y siendo un maniático de las presiones de neumáticos, probé la desazonante sensación de ir pinchado de las dos ruedas, que es lo que parece al rodar sobre media cuarta de barro pegajoso apoyado en una pista de tierra dura. Había una cierta relación, no muy estrecha, entre girar el manillar y que la bici cambiara de dirección, y la rueda trasera deslizaba lateralmente, perdía tracción o todo a la vez. Aun así tuve tiempo de rodar deprisa por terrenos fáciles y el resultado no fue malo.

    El rallye de Galapagar me lo había arruinado un pinchazo, y tres semanas antes de la carrera africana otro pinchazo frustró un entrenamiento de fondo que prometía disparar mi autoestima. No quedaba otra posibilidad que pasarme a la eficacia contra los pinchazos de los neumáticos sin cámara. O, como se dice en la jerga, “tubelizarme”. Los Schwalbe Rocket Ron que montaba hasta el momento no eran válidos, así que me pasé a unos Maxxis Ardent Race 2,20 x 29” delante y Crossmark 2,10 x 29” detrás. Las pocas salidas que me quedaban hasta coger rumbo a Melilla las dediqué a hacerme con ellos. Son muy rodadores, y no terminaba de cogerle confianza al delantero a la entrada de las curvas ni de acertar con las presiones. Con los Schwalbe rodaba en invierno con 1,9 bar delante y 2,0 detrás, y se recomienda bajar una décima al pasarse a “tubeless”. Pero no me encontré cómodo hasta bajar a 1,7 y 1,8, respectivamente.

    Y ahora estoy en la salida de la Carrera Africana de la Legión en Melilla. Ayer salí de casa antes de las cinco de la mañana en coche, el barco zarpó de Motril a las once, y por la tarde recogí el dorsal y palpé el ambiente. Después de medio año de entrenamiento, más de mil kilómetros de pedaleo y doce meses de ilusión, ha llegado la hora.


  • El parque móvil en 2015

    El año 2015 se recordará en el parque móvil por ser el periodo en el que se fue el Toyota Celica Carlos Sáinz Réplica de principios de los ’90 y llegó el BMW M3 Cabrio de 2002. Me dio mucha pena dejar irse al Celica, un coche de coleccionista y un mito del Mundial de rallyes cunado no se llamaba WRC, pero soy consciente de que llego a poseedor temporal de coches, no a coleccionista. Además, el viaje por Marruecos que hicimos con él a finales de 2014 (ver “Celica to the Sahara” en este blog) le dio un significado al tiempo que lo tuve que le sobrevivirá.

    También se contaron en este blog (“Con 29 años de retraso”) la llegada del M3 y sus primeros meses en el garaje. Al final de esa entrada, el M3 estaba reparado de una avería inexistente y yo buscaba un cargador Pioneer de seis CDs. Como lo utilizaron varias marcas de coches y se caracterizaba por su baja fiabilidad, no fue difícil encontrar uno en el nutrido mercado de segunda mano en Internet. Temía que me vendieran un equipo tan defectuoso como el que tenía, de modo que desmonté el que fallaba y dejé todas las conexiones sueltas en el maletero, para que fuese sencillo probar, sobre el terreno y antes de pagarlo, el que encontrase. Acordé la cita con el vendedor a través de WhatsApp en un lugar que para mí era tan poco habitual como la plaza de toros de Parla, una ciudad del cinturón industrial de Madrid. Por centrar el asunto: los actuales propietarios de los M3 E46 se dividen en dos tipos. Unos son jovencitos aficionados al automóvil del género tunero, habitualmente con novia poligonera; otros son veteranos aficionados, casi siempre expilotos, y que peinan canas. Un miembro del primer grupo estaría en su salsa en el lugar de la cita; yo llegué con cierto reparo y los ojos muy abiertos. Y más que los abrí cuando vi llegar al vendedor: Skoda Octavia blanco cargado de años del que se baja un marroquí. Menos mal que el arranque de la conversación acabó con los prejuicios: era un chapista de Casablanca que, después de varios años desempeñando su profesión en España, se había quedado sin trabajo y explotaba un curioso nicho de mercado: al conocer los elementos electrónicos con mayor índice de fallo en las marcas Premium alemanas, recorría los desguaces desmontando esas piezas: unidades electrónicas de motor, transmisión y carrocería, navegadores y sus pantallas, motores de elevalunas y techos, unidades hidráulicas, cargadores de CDs, … El que sacó del maletero del Octavia era exactamente igual al de mi M3, y lo conectó con la soltura del que está acostumbrado a hacerlo. Y mientras me demostraba que el equipo cargaba y seleccionaba CDs, y que el clásico “Even in the quietest moments” sonaba de maravilla en el equipo Harman Kardon del M3, me ofrecía sus servicios: “Si te falla el techo plegable no te vuelvas loco, es la unidad hidráulica y yo te la consigo por la mitad de precio que la original. BMW te vende el conjunto del navegador y el equipo de sonido; yo te vendo la pantalla suelta si te hace falta”. Y así despiezó el M3 y sus posibles averías electrónicas.

    Ya con sonido de calidad a bordo, el resto del año ha visto cómo se disfruta con naturalidad un deportivo lujoso y descapotable. Salvo por la dureza del embrague, es cómodo en los atascos, y en el maletero se pueden transportar los regalos del día de Reyes camino de una reunión familiar.

    El mejor momento del M3 en 2015 fue una cita, entre gastronómica y rutera, con amigos propietarios de primos hermanos de mi coche. Los tres vehículos eran deportivos, lujosos y alemanes: un Mercedes SLK 55 AMG y un SL AMG, además de mi M3. Una vez establecida la similitud inicial, empiezan las diferencias. El SL es más un coupé de lujo que corre mucho que un deportivo. Por tamaño, tarados de suspensiones, tacto de dirección y entrega de potencia, te traslada con suavidad majestuosa a velocidades delictivas. Pero no le pidas maravillas si la carretera se estrecha y retuerce, porque no es ese su hábitat natural.

    El SLK está a mitad de camino entre ambos. Más pequeño y ligero que el SL, más potente que el M3, el V8 atmosférico le hace correr pero que mucho.

    Desde el volante del M3, los más de 200 kilómetros de curvas de aquella mañana fueron un desbordamiento de placer de conducción. El tacto de dirección y chasis permiten colocar las cuatro ruedas con precisión de láser, y la disponibilidad de potencia suave en un arco de casi cuatro mil vueltas genera una interacción con el conductor más que placentera. Salvo horquillas en que la segunda se quedaba larga, el M3 se movía con fluidez, con facilidad, dócil a los movimientos del volante. Con unos 24ºC, cielo azul y techo abierto, esa mañana por carreteras de Avila habituales en el Campeonato de España de Rallyes fue un placer intenso y suave a la vez, porque el motor es tan tratable y el chasis tan noble, que el conductor no se aturulla salvo error grave de conducción, a pesar de lo alto del ritmo.

    Para terminar la sesión, relajarse y hablar de coches, un festival gastronómico en el restaurante del Parador de Gredos, seguido de un café, solo y en taza pequeña, servido en la terraza de la fachada posterior, con vistas a pinares sin fin.

    Durante 2015 terminó su estancia en el garaje el Auris Touring Sport híbrido estrenado el año anterior. Los casi 25.000 km compartidos me reafirmaron en la creencia de que los híbridos son ideales en tráfico urbano y en los anillos de las grandes ciudades. La suavidad, el silencio y la agilidad son el antídoto ideal para los crecientes atascos de Madrid.

    En Noviembre le sustituyó la versión de 2015, lo que significa que viene equipado con las tecnologías que marcan la ruta hacia el coche autónomo: sistema de precolisión, aviso de cambio involuntario de carril, cambio automático de luces, y aparcamiento automático. El uso frecuente de un vehículo así (ya llevo más de 6.000 km) no genera las mismas sensaciones que una simple prueba en pista cerrada de esas tecnologías. Dedicaré una entrada exclusiva al asunto porque este equipamiento es el embrión nítido del coche autónomo, y la vida diaria con él genera curiosas reflexiones.

    El otro apartado que llama la atención al conducir un híbrido es que la obtención de un bajo consumo se convierte en una obsesión para el conductor. Queda claro que el objetivo real de los híbridos es reducir las emisiones, y reducir consumos no es más que una consecuencia. Pero el conductor se obsesiona, y se apoya con fervor peligrosamente cercano a la distracción en las cada vez más abundantes pantallas de información. Se pueden ver los flujos de energía, los consumos instantáneo, acumulado y desde el último arranque, así como el kilometraje desde el último repostaje y la autonomía remanente.

    Hasta tal punto es real esta obsesión que he decidido no comparar los consumos que obtengo con los híbridos con los que obtengo con los demás coches. Porque con los híbridos me apoyo en las inercias, redondeo las trazadas, abro con suavidad al salir de las curvas, me anticipo a los desniveles, levanto en los llanos, y mil trucos más para reducir el consumo. Mientras que ahora en el M3, y antes en el Celica, me limito a disfrutar.

    No recuerdo haber pisado a fondo en tráfico abierto un híbrido, al saber que hay una ganancia de velocidad inferior al aumento de consumo; pero qué festival de placer es, con los fluidos a temperatura de servicio y el agarre necesario, llevar hasta abajo el acelerador en el M3, y sentir la espalda pegada contra el respaldo del asiento mientras disfruto del sonido del seis en línea.

    El Land Cruiser HDJ80 de 1991 vivió dos episodios complicados, uno antes y otro después del viaje a Marruecos que se contó en este blog. Aproveché el repaso previo al viaje para reparar el aire acondicionado, que enfriaba poco. Afortunadamente se debía a una fisura en un tubo de aluminio que se pudo reparar, porque ya no hay recambio original.

    En Agosto, el paso anual por la misma ITV de siempre generó una gran sorpresa: esta vez al técnico se le ocurrió medir, y encontró una cantidad desmesurada de incumplimientos: altura total, altura del paragolpes trasero, peso, existencia de un cubrecárter, suspensiones modificadas, … No tenía mucho sentido discutir para no agravar la situación, así que me limité a preguntar por qué los años anteriores no se habían detectado incumplimientos y sí habían sellado la inspección. No hubo respuesta.

    Menos mal que un amigo que se dedica profesionalmente a estas lides me sacó del lodazal burocrático que supone el trance: pesamos el vehículo y medimos muchos de sus componentes, como el cubrecárter, las espiras de los muelles o el diámetro de los vástagos de los amortiguadores. Con eso se elaboró un proyecto, al que acompañaba un estudio técnico de un laboratorio autorizado, en este caso Idiada. Y todo ello abundantemente ilustrado con fotos y dibujos de llantas, neumáticos, separadores, más vistas de frente, de costado y de perfil, como si el pobre Land Cruiser fuera un concejal de Urbanismo presunto culpable de algo.

    Unos días después de entregar el cartapacio, comparecimos el Land Cruiser y yo en la ITV, donde se dedicaron durante casi dos horas a comprobar que las medidas consignadas en el proyecto y en el estudio coincidían con la realidad. Evito algunos detalles escabrosos y llego al final: vuelve a ser legal que ruede por vías públicas con un Land Cruiser que ahora sé que mide 2,02 m de alto y pesa 2.415 kg.

    Otra entrada en este blog narró la temporada de maratones en bici de montaña con la Ghost AMR 7 de 2015. Con 1.100 km recién cumplidos pasó por el taller de Cross Chicken para una revisión. Y salió con una cadena y unos cuantos retenes cambiados preventivamente en las suspensiones Fox. El neumático Schwalbe Rocket Ron trasero tenía 1 mm de profundidad, pero en un otoño anormalmente seco me había llevado algún susto y aproveché para cambiarlo. Al delantero aún le queda vida, quizá hasta más allá de la primavera.

    Los usuarios de vehículos con motor se guían mucho en la conducción por los ruidos que genera el coche o la moto. El motor, el cambio, las transmisiones, los frenos, el chasis o carrocería, hasta las suspensiones emiten sonidos que, correctamente interpretados, dan pistas válidas sobre el estado del vehículo, sus virtudes o defectos, o averías en ciernes. Y esos usuarios suelen criticar que las bicis son mudas a ese respecto. Pues siento decir que están confundidos.

    Sí es verdad que los sonidos son distintos, más sutiles y con muchos menos decibelios, pero igualmente esclarecedores. En una bici no emite el mismo ruido de arrastre una cadena recién lubricada, al iniciar una ruta, que una cadena poco engrasada o ya seca y sucia al final de un maratón. Y el desviador delantero o el cambio trasero hablan mucho de su estado de ajuste cada vez que se cambia de marcha. Cuando están limpios y engrasados, cada cambio suena como un disparo seco, un sonido nítido y rotundo. Una sesión de barro cambia el sonido a arrastrado y dubitativo, preludio de una marcha que no entra.

    También el sonido de rodadura de los neumáticos tiene su significado. Si es limpio y fino dice que las presiones son correctas; si la carcasa se deforma por falta de presión el ruido es más grave y arrastrado. Y si ese tono se escucha en un giro, es que hay insuficiente presión, el neumático necesita jubilarse, ¡o vas demasiado deprisa!


  • ¿Por qué nos gusta ir a Marruecos en los Land Cruisers?

    Porque le sacamos partido a los coches, les buscamos las cosquillas, nos las buscamos a nosotros, nos desplazamos no entre vallas y señales sino entre incertidumbres e improvisación, con GPS, brújula y mirando al sol, con sentido de la orientación, preguntando por la ruta a desconocidos en idiomas que no conocemos, y nos sonreímos y nos damos las gracias, y nos despedimos llevando la mano al corazón; porque lo mismo vas en primera corta con los diferenciales bloqueados y el estómago encogido, y al coronar el paso la pista se transforma en una carretera tan recientemente abierta que no aparece en el mapa. Ni el Google Earth. Todo es improvisación, imprevistos, soluciones y risas.

    Cualquier nimiedad se puede complicar, cualquier problema se resuelve solo. El cruce de la frontera de Melilla, que generalmente requiere poco más que algo de paciencia frente a la burocracia, fue esta vez una pesadilla de tres horas que estuvo a punto de impedir el viaje. Ese retraso y una vuelta por Chefchaouen nos hicieron llegar tardísimo a hotel de Azrou. Y de repente, de noche en medio del Atlas, no tenemos donde dormir porque el del hotel ha ocupado nuestras habitaciones alegando no se qué excusas.

    Un rato más tarde, en un hotelito cercano y también lleno, nos habilitan una sala y una jaima para que durmamos los siete viajeros, y nos preparan una exquisita cena que nos hace olvidar cómo se había torcido un día sencillo.

    Sonrientes y desayunados con generosidad afrontamos los deslumbrantes paisajes del paso de Agoudal, o cómo cruzar el Atlas por pistas solitarias a 3.000 metros de altitud, admirando vistas de tratado de geología o de película de dinosaurios. En esa pista estrecha, colgada sobre un precipicio al que no se le ve el fondo, vienen de repente y de cara un vetusto Peugeot 205, un minibús y unos alemanes en BMW GS que, por su cara, deducimos que ahora se están dando cuenta de dónde se han metido. Y para rematar la visita a este Marruecos menos conocido, dormimos en Les 5 Lunes, en plena garganta del Dades.

    El Marruecos más previsible, el de la hamada de piedra y el paisaje llano sin fin es el de la mañana siguiente, en un bucle entre Erfoud y Zagora, ya asomados a Argelia. Paramos a improvisar un bocadillo de jamón en una llanura y descubrimos un suelo tapizado de fósiles, como si alguien hubiera tirado por el suelo las existencias de un museo arqueológico. Algo más allá, un control militar: la siempre difusa y desde los ’90 conflictiva frontera entre Marruecos y Argelia es ahora un lugar muy vigilado: no solo hay que evitar el contrabando de tabaco y combustible como antes, es una de las barreras básicas para evitar la llegada de yihadistas a Occidente, y el ejército marroquí ha dispuesto controles visibles y puestos de vigilancia discretos. Rodando por el fondo de un valle árido, me siento seguido por prismáticos desde lugares que solo intuyo. En los controles, entre risas y bromas, toman notas sobre viajeros, vehículos, nacionalidades y destinos. Y llaman al siguiente puesto de control para avisar de nuestra llegada. Me hace sentirme seguro, porque si un pinchazo o algo más grave nos sucediera, una patrulla militar aparecería antes o después.

    La siguiente sorpresa nos espera al llegar al Auberge du Sud: lo que hemos reservado para esa noche no es una habitación en ese hotel, cercano a las dunas del Erg Chebbi, si no una jaima en las dunas, a la que solo se llega en camello. De modo que metemos todo lo necesario para la noche en una mochila pequeña, y diez minutos de Land Rover más tarde nos subimos a los camellos. ¡Qué sensación disfrutar de un anochecer entre dunas a lomos de un camello! El sol se va acostando mientras la pequeña caravana serpentea por el erg. A oscuras, manteniendo el equilibrio y parte de la dignidad, pierdo el sentido de la orientación mientras subimos y bajamos dunas. Las luces tenues que se empezaron a ver hace un rato se van convirtiendo en un campamiento de jaimas, eso sí, con camas de verdad y baño en el interior.

    Los golpes contra una sartén nos despiertan cuando aun es de noche, nos calzamos las botas y a la luz de la luna trepamos por la duna enorme que cierra el campamento por el este, para llegar a la cumbre a tiempo de ver amanecer. El sol comienza a deslumbrar desde Argelia, asomándose desde más allá del Erg Chebbi y dotando de forma a las llanuras de la hamada primero y a las dunas después. Estas cambian de color según las ilumine la luna o el sol aun anaranjado. Allí abajo, en el campamento, los camellos que nos trajeron anoche aun dormitan. Respiramos muy hondo, disfrutamos del momento, de la sensación de estar en otro planeta y casi en otra época.

    De regreso al campamento comprobamos el hambre que da trepar por las dunas, y van cayendo las tortitas del desierto bien cargadas de miel, los vasos de zumo de naranja y los tazones de café con leche. Repetimos al revés el desplazamiento de ayer: algo más de una hora de camello, esta vez con luz, diez minutos de Land Rover y volvemos a nuestros coches para tomar la carretera hasta Taouz, donde se acaba el asfalto. Allí nos topamos con guías interesados que nos atemorizan con malas noticias: nuestra idea es hacer un recorrido por pistas hasta Zagora, y nos insisten en que es fácil perderse, que los caminos están poco marcados, que el paso del oued en Hassi Ramlia es imposible, que nos es imprescindible un guía, y que yo soy guía, … Una llamada a través del móvil a un amigo marroquí cambia las perspectivas: las pistas están claras, no hay dificultades ni peligros, el único punto difícil es cruzar el oued en Ramlia, cuando lleguéis al pueblo buscáis a cualquier chaval, le decís que vais de mi parte, y por 20 € os guía por un paso que, de lo contrario, es imposible.

    Confiando en nuestro amigo, el instinto y el GPS, nos adentramos en las pistas con rumbo Oeste. Con buen ritmo y pistas claras llegamos pronto a Hassi Ramlia, donde el oued Daoura ha bajado violento durante el invierno, y el antiguo cruce sencillo del río es ahora es ahora un infierno de arena en el que penan muchos embragues de atrevidos. Pero con Hamid a bordo es fácil: nos guía a través de un largo rodeo por el N del pueblo, entre trampas de arena, pistas duras del palmeral y la erosión del río desbordado que ha llenado de escalones la antigua llanura. Los Land Cruiser se mueven con soltura por la zona, aun sin bloqueos y con presiones altas, y media hora más tarde, Hamid nos deja en la pista al otro lado del problema, ya apuntando hacia el Tafilalet. Nos da apuro verle bajarse del coche, en plena hamada, pero nos mira con sonrisa de tranquilidad: está en su hábitat natural, se siente seguro. “Y ahora, ¿cómo vuelves?”, le preguntamos con preocupación. “Andando”, dice con naturalidad. “O guiando a otro coche”, añade, y lo subraya con una sonrisa.

    Los tiempos en Africa son impredecibles. Los de la burocracia, las visitas, los repostajes y los viajes. No hay quien estime el tiempo necesario para cualquier función, sea sencilla o complicada. Continuábamos por la pista clara aunque algo lenta, pensando en al posible dificultad del paso entre el Djebel Rhart y el Djebel Tadrart, cuando de repente ¡asfalto! La pista desemboca en ¡una rotonda!, correctamente señalizada, de la que salen otra pista y una carretera impecable y recién asfaltada. Como esta novedad no coincide ni con el mapa Michelin 742 ni con ningún navegador, y veo un camión de obra en las cercanías, llegamos hasta él. El camionero y yo no tenemos más idioma en común que el de la amabilidad, y eso basta para dejar claro que la carretera llega a Zagora, nuestro destino del día. En resumen, que la etapa que, según los guías interesados de Taouz era imposible, acaba muchas horas antes de lo previsto en la piscina del Riad Lamane.

    Seguimos con lo impredecible: planteamos una larga etapa de dos días, con campamento nocturno en el lago Iriki, a través de los 442 km entre Zagora y Ouarzazate, que incluyen los 128 km de pista que hay entre Mhamid y Foum Zguid. El asfalto se acaba en Mhamid, justo al borde del río Draa. Un invierno lluvioso ha hecho que el deshielo de la primavera multiplique los caudales de los ríos, que se han llevado por delante puentes que construyeron los franceses en la época colonial. Como el que deberíamos utilizar justo ahora. Pero los locales nos aseguran que el lecho del río es de piedra, y que la profundidad es escasa. Pasamos un rato mirando cómo cruzan burros y camellos, y memorizando el recorrido zigzagueante a seguir. Solo que una vez en el Land Cruiser, por no molestar a unos camellos que cruzaban en el otro sentido, me desvío un metro, solo un metro, de la ruta ideal, y el panorama cambia: el lecho cede, el agua comienza a pasar sobre el capó, y no me queda tiempo más que para pisar el acelerador a fondo, girar hacia la zona de menos profundidad y confiar en mi buena suerte. Cuando el segundo coche llega a la otra orilla, preguntamos para confirmar la pista hacia Foum Zguid, y no nos queda otra que reírnos: está al otro lado del río, no hacía falta haberlo cruzado. Repetimos el vadeo, y esta vez yo acierto con la zona de baja profundidad, y el Land Cruiser KDJ120 se sale de ella, de tal modo que parece sumergirse como un buzo para luego surgir de las aguas.

    La pista está muy clara y conducimos en silencio expectante por la inmensa llanura de este lago casi siempre seco. Hay tramos especialmente lisos en los que los coches parecen flotar, y tras muchas horas a baja velocidad por pistas rizadas nos atrevemos a poner cuarta y hasta quinta. Lo que contraría es el viento, que difumina el horizonte y, sobre todo, porque dificultaría enormemente la acampada prevista. Durante varias horas avanzamos intercambiando posibilidades por la radio e imaginando cómo montar las tiendas con esta ventolera, y cómo preparar y disfrutar una cena. En realidad, el objetivo de la acampada era disfrutar de las sensaciones más que de los hechos: montar el campamento, cocinar, hacer una hoguera bajo las estrellas … y si eso no es posible, con tristeza y decepción debemos buscar una alternativa. Que surge al parar algo más adelante: si en el cerro vemos un puesto militar, es que hay alguien con conocimiento del terreno y muchas ganas de hablar. El militar que baja desde el altozano nos explica sus duros turnos de trabajo, habla de soledad y de echar de menos a la familia. Y también de que la tormenta de viento no va a amainar, que no nos recomienda acampar, y que aun llegamos con luz a Foum Zguid, pero mejor por la pista nueva que se abre a nuestra derecha, y no por la que figura en los mapas, que está machacada por los camiones.

    El consejo resulta ser utilísimo, porque la pista nueva nos permite llegar, aun de día, a Foum Zguid, como nos había asegurado. En el control militar a la entrada de la ciudad, casi nos reciben con un pésame: éramos por completo ajenos a que el Real Madrid jugaba esa tarde con la Juve en Turín, y más aun a que había perdido por dos a uno. Pero aquellos militares estaban al tanto, y al ver la E de nuestras matrículas, nos supusieron aficionados al fútbol y seguidores del Madrid.

    Vivimos un Marruecos distinto, montañoso y rebelde al llegar a Telouet varios días más tarde. La mayoría de los viajeros visita Aït Benhaddou, cercana a Ouarzazate y accesible por carretera. Pocos llegan a Telouet, porque hay casi 80 km de curvas asfaltadas desde Ouarzazate o tramos sin asfaltar y en mal estado si se llega desde Tizi’n’Tichka. Mejor que no vengan, para así visitar en silencio y soledad la kashba del pasha Glaoui, o lo que queda de ella. Muchas zonas del inmenso palacio de adobe se han derrumbado, y las que quedan en pie impresionan por el trabajo de estuco, los techos de cedro policromado y los mosaicos de zelj. Sorprendidos por la belleza del edificio y entristecido por su estado, volvemos a los Land Cruiser para acometer el final del viaje: los algo menos de 140 km hasta Marrakech, cruzando el Atlas por el puerto de Tichka, lo que supone afrontar las obras de mejora de la carretera y las de reparación de los daños del invierno. Al caer la noche, una parrillada de sardinas en un chiringuito en la estruendosa plaza Djemaa el Fnaa nos quita las penas y nos ensordece. Entre risas, concluimos de nuevo que nos gusta viajar por Marruecos con los Land Cruiser. ¿Cuándo volvemos?


  • Cuando terminar no es suficiente

    En 2013 me planteé participar en recorridos organizados en bici de montaña y el resultado lo conté aquí bajo el título “Cinco de cinco más la propina”. Lo disfruté, y mucho, y los 1.253,6 kilómetros de entrenamiento y marchas me mantuvieron en forma todo el año.

    Pero faltaba algo. En medio de los senderos entre pinares y las pistas anchas enmarcadas por jaras, echaba de menos el factor que hizo nacer este blog, esa maravillosa sensación de pelear contra un cronómetro, contra los rivales y, especialmente, contra uno mismo. En 2014, liado con viajes por Marruecos en vehículos tan poco apropiados como un Seat Panda de 1989 y un Celica Sáinz Réplica de 1993, el asunto quedó postpuesto, no olvidado. Porque navegando por Google en ratos libres encontré que esa necesidad de pelear en una bici de montaña contra la naturaleza y un crono se etiqueta con las siglas XCM, de Cross Country Marathon, y toma forma en carreras de un mínimo de 50 km.

    Es más, los alrededores de Madrid son un paraíso de la especialidad, con pruebas de diverso nivel de exigencia todo el año, salvo en el hueco del verano. Como remate, la Federación Madrileña de Ciclismo organiza un Open Comunidad de Madrid con nueve carreras entre Febrero y Junio, un calendario apretado, con hasta cuatro carreras en cuatro semanas. Algunos de los recorridos, vistos desde el calorcito de casa en invierno, eran posibles, otros me sonaban a ciencia ficción, como los 88 km. y 2.100 metros de desnivel acumulado de la carrera de San Martín de Valdeiglesias.

    De inmediato me puse manos a la obra con los preparativos.

    Acababa de estrenar la Ghost AMR7, y solo necesitaba rematar la puesta a punto de suspensiones. En lo físico, mejoré el estado de forma en la medida en que los compromisos familiares y profesionales me permitieron. Para empezar, y a modo de pretemporada, me inscribí en la Clásica de Valdemorillo en la categoría MTB Tour, es decir, la versión en carrera no puntuable de una ruta que llegaba a su 24ª edición. Después de unos cuantos años participando en marchas, el ambiente de la salida me pareció distinto: las caras serias, la mayor calidad de las bicis y la ausencia de “fondones” eran de esperar. Me llamó la atención los que no llevaban comida y casi ni bebida, algo que solo entendí días más tarde; yo confiaba en los tres avituallamientos de la organización, más los dos litros largos de Isostar en la mochila y medio más en un bidón sujeto al cuadro, y la colección de barritas energéticas y pastillas de vitaminas con las que cargaba.

    Valdemorillo 2015 mapaNada más darse la salida empecé a entender dónde me había metido: mientras yo pensaba en casi 60 km. de sierra madrileña a 6º C, los de cabeza arrancaron a un ritmo que para mí era de sprint desesperado. El ganador solo necesitó 2 h, 7’ y 25” para llegar a la meta; a mí me hicieron falta 4 h, 33’ y 8”. Eso sí, paré cuatro veces a comer (las tres de la organización y una más por mi cuenta), bebí en todos los avituallamientos más lo que llevaba encima y todo ese esfuerzo me permitió acabar en el puesto 71º de mi categoría; en la general preferí no mirarlo. El único consuelo es que al día siguiente pude ir a trabajar, y que le saqué 40’ y 19” al último de mi categoría. La Ghost se había portado de maravilla, y solo se me ocurrió endurecer levemente la suspensión a compresión y extensión porque los indicadores de recorrido habían llegado casi al límite.

    Como el origen del mal resultado, o al menos no tan bueno como esperaba, estaba en mí, busqué la respuesta a la pregunta básica que se me vino a la mente: ¿qué hacen los otros para tardar menos de la mitad? Estudié las clasificaciones, leí los foros, analicé los datos colgados en Wikiloc, repasé la prensa especializada y la conclusión siempre fue la misma: entrenamiento de cuatro, cinco o seis días por semana.

    Sí, me gustan las bicis de montaña y quería participar en maratones, pero no es la única afición que tengo y menos la única ocupación de mi vida. De modo que, sin tiempo de reacción pero al menos sabiendo a lo que me enfrentaba, me presenté en la primera carrera puntuable: el Rallye BTT de Galapagar. Hacía mucho frío en la salida, me quedé helado esperando el arranque, y más helado cuando ví el ritmo de los participantes. Con los músculos congelados y obsesionado por los más de 60 km. que me esperaban, se alejaron a una velocidad incomprensible para mí.  Buscando un equilibrio entre no desfondarme y no hacer el ridículo, subí el ritmo y empecé a pasar a los que iban aun más perdidos que yo. Ya caliente en todos los sentidos, me tiré por un cortafuegos en un pinar y fui consciente de dos cosas. En primer lugar, nunca había rodado tan deprisa en un bici ¡y era de los últimos! Y en segundo lugar, los retoques de suspensión era un error: al ir más duro, en los rizados la suspensión trasera botaba sobre las crestas y la rueda se bloqueaba al frenar cada vez que se quedaba en el aire. Todo esto me hacía ir tan descentrado que cuando alcancé y pasé a un grupo en la siguiente bajada, me equivoqué con el cambio y me volvieron a pasar. Más tarde me alcanzaron los participantes en la marcha no puntuable que había salido media hora más tarde y empecé a sufrir los atascos en los pasos complicados. La conclusión es que el ganador terminó en 2 h, 12’ y 27”, y yo último riguroso de mi categoría en 4 h 20’ y 51”, y cuarto por la cola de los 434 que acabamos.

    Había disfrutado en la carrera de paisajes preciosos, el placer de rodar con la bici había sido enorme, pero me daba cuenta del nivel de mi entorno. Un nivel tal que salen a correr sin comida y casi sin bebida porque los avituallamientos de la organización son suficientes para cuerpos acostumbrados a esfuerzos elevados que se recuperan con rapidez.

    Así mentalizado aparecí por mi segunda carrera puntuable, el II Rallye BTT Robledo de Chavela, que prometía 52,4 km. y un desnivel de 1.067 m en un entorno frío de granito húmedo con poco agarre. Pasé miedo en los primeros kilómetros entre piedras resbaladizas y reservé fuerzas para las subidas duras de más allá del km. 37.

    La clave de la carrera, y del resto de la temporada, me esperaba alrededor del km. 46: salíamos de una torrentera en el fondo de un pinar. Emp2015-cartel-hoyo-mananares2ujando las bicis por una pendiente del 30% y dándonos ánimos entre los que sabíamos que íbamos a ser los últimos de algo que nos venía dos tallas grande. Al coronar tomamos un sendero que serpenteaba en bajada hasta que nos encontramos con un corredor accidentado, rodeado por sus amigos: estaba consciente y orientado, aunque dolorido (¿clavícula rota?). Ya habían llamado al teléfono de emergencia de la organización y la ambulancia estaba en camino, de modo que poco podíamos hacer allí. Antes de salir, unos de los conocidos ocasionales me comentó que no entendía una caída en un tramo tan sencillo; mi respuesta mencionó algo del agotamiento físico y mental que generan falta de concentración. Volvimos a las bicis, al sendero en bajada, y un par de minutos más tarde me encontré al del comentario por el suelo, semiinconsciente y quejándose del vientre y de un hombro. Mientras llamamos a la organización y coordinamos la llegada de la ambulancia, recuperó la consciencia y concentramos las sospechas en una lesión interna y en otra clavícula fracturada. Cuando me fui me había quedado frío en los dos sentidos, y llegué fuera de tiempo a una meta despoblada: los accidentes y el recorrido habían necesitado 4 h, 11’ y 11”, y me habían mostrado claramente dónde estaba y los riesgos que corría.

    Las incompatibilidades de fechas han impedido que participe en el resto del Open de Madrid, y así no enfrentarme a  dudas y miedos. Como sucedáneo, participé en el Rompepiernas de Hoyo de Manzanares, una ruta en principio sencilla que se complicó. Se anunció como un recorrido de 33 km con perfil tirando a inocente, que evolucionó a 42,9 km con casi mil metros de desnivel acumulado. Y el día de la prueba amaneció invitando a no salir de la cama: niebla húmeda y lluvia a ratos vaguetona y a ratos intensa, lo ideal para quedarse frío y resbalar sobre el granito. El agarre, incluso en las pistas anchas de tierra, resultó tan bajo que hubo tramos amplios en descenso que se hacían tirando delicadamente de frenos y entreviendo por las gotas de agua que empapaban las gafas.

    El peor momento, a mitad de la ruta, me tuvo angustiado las siguientes 24 horas: el mucho barro había bloqueado, sin que me hubiera dado cuenta, los pedales automáticos, de modo que cuando llegué a una zona de escalones de piedra deslizante y fui a soltar el pie para ayudarme a pasar, el pedal no se liberó y caí mal. Para proteger la clavícula puse la mano, que me empezó a doler de un modo preocupantemente parecido a como si tuviera roto el escafoides. Podía llegar a meta así, pero lo que me preocupaba era que seis días más tarde arrancaba un viaje a Marruecos. Un escafoides derecho fracturado me aseguraba quedarme sin viaje a Marruecos y sin la mayoría de los planes en un par de meses.

    Aguantando el dolor seguí haciendo kilómetros, con la duda de si lo originaba el hueso fracturado o simplemente el golpe. Como la duda me impedía concentrarme, me paré, abrí el guante empapado y me llevé una alegría al ver una herida abierta con su poquito de sangre y todo, en lugar de un hematoma presagio de algo peor. No sé cuánto tiempo pedaleé porque el ciclocomputador murió ahogado esa mañana; sí que el tiempo según la organización fueron 3 h, 20’ y 22”, lo que incluye tres paradas para comer.

    Necesité una ducha caliente, ropa seca y un día entero viendo cómo la mano no se hinchaba para tranquilizarme. Lavé la Ghost, cargué el Land Cruiser y comencé a pensar en los retos en bici para 2016. Que ya están en marcha.

    Foto 2


  • Con 29 años de retraso

    Esta es la historia de un amor que se inició en 1986. Él acababa de nacer, no sabía que se iba a convertir en un mito y que sería el primero de una familia que, avanzado el siglo XXI, sigue aumentando su prestigio. Yo era un joven instructor técnico en BMW Ibérica y me dedicaba a descubrir el mundo. Entre mis mejores hallazgos de la época estuvo él, el primer BMW M3, el de la Serie E30.

    BMW-M3-E30

    La pena es que estábamos muy lejos en dos sentidos. La primera barrera su precio, que equivalía a mi sueldo de varios años. La segunda, que sus prestaciones superaban con mucho a las mías como conductor. Eso sí, como instructor de conducción, el M3 E30 era todo un catedrático. El formidable motor S14, siendo un sencillo cuatro en línea, tenía dentro todo el arte del genioBMW_E36_M3 de los motores de la casa, Paul Rosche, en forma de 200 CV lineales, dóciles, utilizables. Con el motor delantero y longitudinal, propulsión trasera y comportamiento clásico, el pie derecho servía para acelerar, frenar y girar, lo que suponía
    todo un cursillo de pilotaje para un conductor novel como yo. En asfalto desgastado era nítido que entrar en una curva en retención implicaba un subviraje que desapare
    cía al abrir gas, y que se convertía en sobreviraje controlable con exceso de gas.

    Pasaron los años, y en 1992 llegó la segunda generación de M3 sin que la primera hubiera pasado por mi garaje. El M3 E36 era, para los puristas, más un 330i que un verdadero M3. Sí, montaba un seis en línea, como debe ser en un M3 E46 1BMW, y nació con 286 CV que luego pasaron a 321. Pero le faltaba la emoción que se espera en la conducción de un M3.

    La solución estuvo a la venta entre 2000 y 2006 y se llamaba E46, la denominación interna de la tercera generación. La prensa desplegó sus mejores elogios, lo puso por encima de la primera generación y al nivel de la primera, y yo seguía
    mirándolo con envidia. La receta no había cambiado, solo que ahora sabía mejor: seis en línea (código S54) de 3.200 cc. con 343 CV y propulsión trasera. Además, cuatro plazas, maletero y el resto de las muchas ventajas de un Serie 3: comportamiento excelente en uso diario y buscando diversión, la dualidad de una vehículo familiar bmw-m3-E90bien hecho que a la vez es un deportivo.

    Avanzada la década llegaron la cuarta generación y las d
    udas: el E90/92/93 (dependiendo de si la carrocería era sedán, coupé o cabrio, respectivamente), montaba un V8 de cuatro litros y ¡414 CV! Pero pesaba, y necesitaba mucha electrónica para controlar tanta potencia. Los expertos criticaron que la consecuencia fue perder la pureza de las generaciones primera y tercera, sin tener la blandura de la segunda.

    Y en 2014 llegó la generación actual (F82/83), que por culpa de la norma Euro VI monta un motor turbo que ha perdido el sonido electrizante de los atmosféricos y la relación directa, carnal, entre el pie derecho del conductor y el comportamiento del coche.

    Mientras todo esto sucedía, el mundo cambiaba y mucho. La vida de la tercera generación de M3 había coincidido F80M32con una época de esplendor económico lindante con el despilfarro, por lo que sus ventas se habían colocado muy por encima de lo razonable para un vehículo de capricho. A continuación, el batacazo económico obligó a muchos de sus propietarios a venderlos. O más bien, a malvenderlos, porque el mercado de coches de capricho en plena crisis es mínimo, y el exceso de oferta y la caída de la demanda habían hundido los precios.

    Esa era, con 29 años de retraso, mi oportunidad, de modo que me puse a buscar. Comprar un coche distinto es una experiencia distinta, que genera situaciones peculiares. En primer lugar, visité una nave industrial gris, mal señalizada, en San Sebastián de los Reyes, en la que se alineaban en dos filas juguetes caros: Porsche Cayenne, Mercedes de la parte alta de la gama, X7, Q7, Mini de Cooper S para arriba,… Los dos empleados presentes, por su aspecto, me generaban una duda: ¿sólo vendían los coches, o también los habían robado? Muy educadamente, eso sí, me mostraron un E46 Cabrio blanco con tapicería de cuero rojo, cambio SMG y aerodinámica exagerada, a un precio imbatible. Rechacé la oferta por la estética de proxeneta y porque buscaba el cambio manual, Getrag de seis marchas, superior al automático según los críticos.

    También visité una de esas exposiciones especializadas en coches caros solo que, a diferencia de la anterior, lo aparentan. De nuevo rodeado de Cayenne, 911, ML y X5, me fui sin ver el M3 que anunciaban en su página web y sin que ningún comercial me hiciera caso.

    En paralelo, buscaba en Internet, especialmente en Auto Scout 24, y me decepcionaba. Una parte preocupante de los M3 E46 anunciados incorporaban dosis variables de tuneo en cantidades notables de mal gusto. Unos se disfrazaban para asemejarse a la serie limitada CSL, otros cambiaban las preciosas llantas de serie, y hay quien se atrevía a adaptarlo para el botellón, con ostentosos equipos de sonido. Y yo seguía buscando algo de serie, con cambio manual y en color discreto, ya que huía de las carrocerías en azul pitufo o champán.

    En mi brujuleo por las tiendas solo encontré un comercial con profesionalidad y luego no remató la faena: preguntó por mis intereses y motivos, sondeó sobre gustos y presupuestos, investigó sobre mis prisas o no, y ahí se quedó todo: ni una llamada, ni un correo.

    Sabía que el factor tiempo jugaba a mi favor, que alguien en algún lugar quería transformar un M3 E46 de serie en un dinero que yo tenía, y que la prisa es mala consejera. Cuando saltó la oportunidad, casi ni me dí cuenta: un E46 cabrio en la sección de usados de un Concesionario Porsche lejos de Madrid, con buen aspecto, historial razonable y a un precio por el que valía la pena iniciar una negociación. ¿Cabrio? Siempre había querido tener un coche descapotable y quizá este fuera el momento. Por otro lado, la leyenda urbana dice que los M3 que han rodado en circuito son los coupé, con lo que supone de sobrecarga, y que ningún cabrio ha pasado por ese trance.014 bis

    Con una mezcla de temor, deseo y prudencia inicié los contactos y descubrí que tenía conocidos comunes con el vendedor. Este me remitió una buena colección de fotos de detalle, de la documentación y del casi completo historial de mantenimiento. Y un tentador descuento en el precio.

    Cada vez de las muchas que dediqué a mirar esas fotos y pensar si cerraba el trato o no, sabía que aumentaban las posibilidades de echarme atrás. Recordaba entonces algunas estupendas oportunidades que perdí por ser racional, como un Celica Replica hace diez años o un Land Cruiser KZJ70. Por no hablar de relojes.

    Cuando calificamos algo de sueño o, peor aun, de sueño imposible, lo situamos lejos de nosotros y lo rodeamos de una valla de inaccesibilidad. De modo que cuando el esfuerzo, las circunstancias o la fortuna acaban con la distancia, una valla que nosotros hemos creado nos sigue separando de nuestro sueño. Por eso prefiero hacer planes a tener sueños, para no tener que saltar vallas.

    Pues bien, acodado en la valla imaginaba la sensación de tener, por fin, un Serie 3 E46, por otro lado la de disfrutar en un descapotable y además el reconfortante placer de saber que en el garaje de casa hay un M3. Compré un billete de AVE, salté la valla y me fui a Gerona a recoger mi M3 Cabrio.

    Las primeras sensaciones provienen del viaje de Gerona a Madrid y supusieron una agradable dosis de realidad. Además de ser un M3 y un cabrio, es un Serie 3, un coche ideal para un viaje por autovía con lluvia, viento y amagos de nieve. A velocidades en el entorno de la legalidad es cómodo y silencioso, el equipo de sonido acompaña y el consumo está justo por debajo de los diez litros.

    Al regresP1190609o y aun en invierno, descubrí que con las ventanillas subidas y el techo eléctrico plegado, basta subir el derivabrisas y conectar las calefacciones de habitáculo y asiento para que se pueda rodar al aire incluso a 0ºC. Solo que te miran mucho. Y hay que estar atento, porque con el asfalto frío, el control de tracción salta en muchas horquillas de segunda.

    El motor es una delicia entre dos mil vueltas y la línea roja a 7.500 rpm; admite ritmo de paseo relajado hasta cuatro mil, y de ahí al corte más vale agarrarse y estar concentrado porque corre y mucho. Eso sí, al ser atmosférico no tiene ese correr engañoso, atropellado, a empujones, de los turbo. Por más vueltas que le demos, un motor turbo es un matrimonio (con todo lo que P1190610eso implica) no siempre perfecto, de dos
    máquinas térmicas, que además se deben conjuntar con la transmisión, el bastidor y el conductor. El motor atmosférico elimina una de esas incertidumbres a cambio de una linealidad sincera.

    El Celica Sáinz Replica al que este M3 sustituye en el garaje tenía un motor de dos litros, un turbo grande y un intercambiador enorme. Corría de un modo apagado si iba alto de vueltas con poca presión; adormecido a bajo régimen con mucha presión, e impetuoso si el cuentavueltas y el manómetro apuntaban a la derecha.

    De noche, y con la capota puesta, gracias también al color azul oscuro, el M3 es fácil de confundir con uno de los muchos 320d, lo que añade la discreción a su lista de virtudes. Con buena luz y descapotado, la carrocería baja y P1190617las cuatro salidas de escape, es un reclamo para tuneros. En muchas ocasiones se me han picado Seat
    León o Ibiza, y numerosos BMW ¡118d!, y mi reacción ha sido siempre la misma: intermitente a la derecha y dejarles pasar. Solo corro riesgos con la licencia federativa en el bolsillo.

    Otro aspecto de la dualidad de este coche la marca la tecla “Sport” del cuadro. Solo actúa sobre la relación entre el desplazamiento del acelerador y la respuesta del motor. En modo normal, esa respuesta es ágil, ligera, suave, directa y controlable; en Sport en más vivaz, más rápida, inmediata sin llegar a la histeria. Y al volver a Normal, da la impresión de cable de gas destensado.

    Resumiendo, aúna los placeres de varios coches en uno, y de ahí viene la mayor parte del disfrute. Un cuatro plazas P1200740bien hecho con maletero y motor dócil. Un cabrio elegante para pasear oyendo música. Y un deportivo implacable.
    Más allá de esos aspectos prácticos, aprecio
    que es un coche sincero, con personalidad nítida; si fuera un humano, diría que es noble, de fiar. No se le teme un ramalazo traidor en una curva, ni su modo de actuar depende de parámetros electrónicos, sean éstos decididos por el conductor o por la propia máquina. El ruido del motor, maravilloso desde el ralentí y mejorando con las vueltas, es el que es; no hay un sintetizador de sonido, ni juegos de mariposas y resonadores. No hay escalas en el sistema de control de estabilidad, es un sí o un no. No se cambia el tacto de la dirección, el tarado de la suspensión, la velocidad del cambio automático o la potencia máxima disponible. Menos aun hay un asistente para las arrancadas.

    Y tomando la explicación de los motores turbo como analogía, lo que hay es un coche de comportamiento lineal, y un conductor que se ha de esforzar en entender ese comportamiento para disfrutarlo al sacar el máximo. Para considerar la temperatura y el brillo del asfalto, la posición del volante y la sensibilidad del pie derecho a la hora de decidir cuánto y cuándo se pisa.

    No voy a criticar el avance técnico de la automoción, pero los coches programables y las ayudas a la conducción tamizan, amortiguan y distorsionan, y la relación con un coche (o con una persona) no proporciona el mismo placer si está tamizada, amortiguada o distorsionada.

    He llegado a estas conclusiones al comparar mi M3 de 2002 con un rival de 2015, un Lexus RC F. El concepto de vehículo es básicamente el mismo: una berlina del segmento D Premium que quiere ser un deportivo sin perder su base. Al RC F le empuja un V8 atmosférico de cinco litros y 441 CV, a través de un cambio automático con convertidor, accionable con pulsadores en el volante. Es obvio que corre mucho más que el M3, y a la vez que perdona más y que se le siente más lejano. A ritmo de paseo, y con el selector en Normal, el coche es dócil y cómodo, suave y con suspensión confortable. Si con este reglaje intentamos ir deprisa, la dirección pierde tacto y en el paso por curva falta confianza. Pasar a Sport o a Sport + cambia el tacto de motor, de suspensión y de dirección, y la única crítica que se me ocurre para esas circunstancias es que se le nota el peso, unos 300 kilos más que el M3. El resto son unas prestaciones desmesuradas para una carretera abierta, y más allá de mis habilidades.

    Además transmite la sensación, poco gratificante para mí, de “podías haber frenado más tarde, podías haber entrado más deprisa, podías haber abierto antes”. Sí, será un coche más polivalente, más lujoso, su equipo de sonido Mark Levinson es claramente superior al Harman Kardon del M3, pero estamos hablando de placeres y emociones.

    P1200741Hay dos elementos no originales en el coche con los que puedo vivir, aunque lo hubiera preferido de estricta serie. Monta una barra de refuerzo entre los apoyos de la suspensión delantera. No sé si es culpable de algunas vibraciones de la columna de dirección en baches secos, pero sí es responsable de haber perdido la preciosa tapa de plástico del motor. El otro elemento no original es un diferencial montado en Riera Sport con más bloqueo que el de serie. Mi conducción rápida no debe ser tan rápida como para sacarle partido, pero maniobrando en frío en los aparcamientos subterráneos llega a ser incómodo por los tirones que genera su resistencia al giro.

    Hasta ahora solo tengo dos quejas del M3. La primera está en los neumáticos que monta, unos Falken FK452, en medidas 235/35 ZR19 91 Y delante y 265/30 ZR19 93 Y detrás. El anterior propietario decía que estaban por debajo del nivel del coche y corroboro su opinión. Con asfalto caliente deslizan antes de lo que esperaba, si está muy frío pierde tracción, y las ruedas delanteras se aturullan en los cambios de dirección con gas.

    El segundo descontento viene del lector de CD´s, un cargador Pioneer de seis discos que se aloja en el maletero, y que no funciona. Otras marcas y modelos lo utilizaron en su momento, y la baja fiabilidad es una constante. Como es fácil de encontrar en el mercado de segunda mano, decidí que lo más sencillo sería destapizar el maletero y dejar sueltas sus conexiones. Una vez localizado uno interesante a la venta, no quedaría más que citarse con el vendedor, conectarlo al coche para comprobar que funciona y cerrar el trato. Me puse a ello solo que, después de retirar los guarnecidos, el coche no arrancaba. Todas las luces se encendían, el motor de arranque giraba, pero no arrancaba. Sucedió esto en vísperas de vacaciones, de modo que no me quedaba otra que hacer la diagnosis a distancia. En Internet hay dos foros en los que encontrar información válida sobre un M3 E46. Uno es el foro español de BMW (www.bmwfaq.com) y otro el de usuarios de M3 en Estados Unidos (www.m3forum.net) y ambos, al teclear en su buscador los síntomas de mi coche, conducían al mismo diagnóstico: bomba de combustible o su relé. En el americano incluso han colgado descripciones y hasta vídeos sobre la intervención, que devoré con detenimiento y algo de miedo.P1200692

    Al regreso de las vacaciones, me puse a trabajar en el coche con ese nuevo método que sustituye a la valentía y al libro de taller por una tableta que, a través de la wifi, te conecta con foros, vídeos y lo que cuelga por el mundo. Siguiendo los consejos de www.m3forum.net, levanté el asiento trasero, corte la lámina aislante y llegué a la bomba. Medí tensión, encontré 12 voltios, pero la bomba ni sonaba ni giraba. Con más temor que decisión me acerqué a un Concesionario BMW, y a pesar de que iba moralmente preparado para el atraco, me quedé pálido: la bomba, más sus impuestos, costaba casi quinientos Euros. El recambista se apiadó de mí y me hizo un 10% de descuento; pagué, la dejé encargada y me alejé cabizbajo. Al día siguiente la recogí sin siquiera abrir la caja; cuando ya en el garaje, listo para montarla, lo hice, descubrí que la caja contenía un motor de elevalunas. Tercera visita al Concesionario para P1200716devolverlo, y cuarta visita a los dos días para recoger, por fin, la carísima bomba. De nuevo en casa a punto de montarla, comprobé nuevamente la instalación eléctrica y me dí cuenta del error que había cometido: los 12 voltios que medí eran la alimentación del potenciómetro del aforador; en los terminales que no medí, los que alimentan a la bomba, no había tensión. Luego la bomba no era la culpable, y no se admiten devoluciones, luego acababa de tirar 500 €.

    Me enfadé conmigo lo indecible, y volví al principio: si no es la bomba, lo anterior en la instalación eléctrica es el relé. ¿Dónde está? Los foros no se aclaraban al mezclar coupé y descapotable, y especificaciones estadounidenses y europeas, y unas veces lo situaban tras el guarnecido a la derecha del pasajero trasero derecho, en el maletero delante de la batería, o al fondo de la guantera encima de la caja de fusibles. Empecé por lo más fácil, el maletero, y no había relés ni nada parecido. Lo siguiente en dificultad era la guantera, que resultó engañosa, porque para llegar a los relés hay que desmontar la guantera y sus anclajes, y bajar la caja de fusibles y sus soportes; entonces se ven, allí al fondo, los relés. No queda sitio más que para meter una mano y, a tientas, sacar el relé sospechoso, el de la izquierda de los cuatro. Como es igual que los dos de la derecha, y si el resto del coche funcionaba, estaba claro que al cambiar el relé de la izquierda por algunos de los de la derecha, el motor iba a arrancar. Pues no, seguía sin arrancar. Más enfado, más reflexión, y una conclusión: ya no tenía sitio en el garaje para guardar más piezas desmontadas (guarnecidos del maletero, asiento trasero y guantera), ni herramientas para diagnosticar, ni conocimientos. Y menos aun paciencia. Luego montaría el coche cuidadosa y reflexivamente. Si al terminar no había encontrado el origen de la avería, no quedaba más que dañar la autoestima y la cartera, llamar a una grúa y llevar el M3 al Concesionario BMW.

    Del montaje de relé, fusibles y guantera no saqué más que unos nudillos golpeados al operar con mis manos grandes en huecos pequeños. En el habitáculo ni eso: fijé banqueta, respaldo, cinturones y el paso del portaesquíes sin moraleja alguna.

    Y llegamos a lo más sencillo, la última oportunidad: el maletero. Me parecía mucha casualidad que coincidieran, sin relación aparente alguna, un destapizado de maletero y una avería eléctrica de motor. E igualmente me parecía muy raro que un destapizado de maletero generara una avería eléctrica. Ya ubicado en la desconfianza, me quedé mirando el interruptor del cortacorrientes sujeto al guarnecido del lado derecho. Por supuesto que lo había comprobado, y varias veces, al intentar el arranque del motor en las dos posiciones del interruptor. Pero, ¿y si el interruptor estaba cortocircuitado internamente y cortaba en sus dos posiciones? Desconecté los cables que le llegaban y medí resistencia: cero en una posición, infinito en otra. De repente me quedé quieto: al desconectar los cables, me  había dado la impresión de que, aunque los cuatro conectores y sus fundas aislantes se apoyaban en sus topes, uno de ellos había salido casi sin hacer fuerza. Como si estuviera suelto. Como si al destapizar, aunque su funda de goma no le delatara, en el interior la continuidad eléctrica no fuera buena. Qué retorcido, qué complicado, que casualidad más perversa. Apreté de nuevo los cuatro conectores contra el interruptor, fui al asiento del conductor y el motor arrancó con rotundidad, como si no pasara ni hubiera pasado nada, con el ronroneo del seis en línea diciéndome “Ya estoy de vuelta”.

    Ni maldije ni me enfadé. Terminé de montar el coche y me fui a dar una vuelta descapotado, con el sol del atardecer del verano iluminando el interior en cuero y el viento despeinándome. Me recreé en el bordado del volante con los colores corporativos de BMW M, en el sonido del motor por encima de cinco mil vueltas, en la relación íntima entre el pie derecho y la actitud del coche.

    Este turbio episodio no ha roto el idilio nacido con 29 años de retraso. Sigo disfrutando de un práctico Serie 3, de un precioso cabrio y de un contundente M3. Y buscando un cargador de CD’s de segunda mano.P1200734


  • Celica to the Sahara: hoy hay mercado bereber

    Una de las preocupaciones que surgieron al preparar el viaje fue la fiabilidad del Celica. Sí, es un Toyota, y solo íbamos a hacer carretera, pero tiene 23 años y hablábamos de casi cuatro mil kilómetros en dos semanas. Hasta donde se acaba el asfalto había funcionado como un reloj japonés y no parecía necesitar cuidados, luego el motivo por el que saqué la caja de las herramientas del fondo del maletero y una vez más convertí en taller ocasional el aparcamiento de un hotel africano era más mi tranquilidad que su necesidad. Y descubrí que no había un nivel incorrecto, un tornillo suelto, un elemento descolocado, un ruido sospechoso; ni la presión de los neumáticos estaba mal. Para celebrarlo, recogí las herramientas y me dí un chapuzón en la piscina del Kasbah Tizimi, el hotel pomposo y casi vacío que nos acogió en nuestra última noche al sur del Atlas.

    Más tranquilo y con rumbo norte bordeamos el djebel Sarrho y volvimos a cruzar el Atlas. Al principio el paisaje repetía el de la bajada, esas enormes extensiones resecas con formas retorcidas, casi torturadas, mesetas que se dejan caer sobre valles cuajados de palmeras, valles de anchura colosal y rellenos de nada, escoltados por montes de corpachón tan inmenso como despojado de vida. La N13 serpentea por esta orografía bella por simple, y me divertía en las rectas al estirar el motor más allá de las seis mil vueltas cuando adelantaba a los vetustos Berliet y Bedford que aun no han sido arrinconados por los Volvo.

    Pasado el Túnel del Legionario hicimos noche en Midelt, aun a casi 1.500 metros de altura, y nos paramos
    a disfrutar del cambio radical de paisaje que supone el bosque de cedros de Azrou. Más que los monos del bosque nos sorprendió la visita a Ifrane, la ciudad que construyeron los franceses en la década de los ’30 del pasado siglo reproduciendo las casitas de sus Alpes. Hechos a la sequedad que monopoliza el sur del Atlas, este pueblo europeo transplantado a un escenario de montañas africanas verdes es un impacto más que añadir a la lista.

    El siguiente objetivo era dar con el Riad El Amine, nuestro minúsculo hotel de Fes, que nos temíamos se ubicaría en una calle peatonal cercana a una calle estrecha y difícil de encontrar dentro de la medina. Ya en las afueras de la ciudad, parados en un semáforo en rojo, se nos colocó al lado un tipo con una Suzuki de hace unos veinte años, con el casco apoyado sobre los relojes, que nos soltó el discurso habitual: de dónde sois, de qué ciudad, de dónde venís, bienvenidos, hablo español, España y Marruecos misma cosa, todos hermanos, dónde vais, tenéis hotel, yo os guío, mejor me seguís, no os quiero vender nada,… Como era de esperar, en una de las detenciones forzadas por el tráfico, nos soltó que su hermano era guía turístico y que nos podía recomendar un restaurante.

    Salvo la época en que la policía turística limitó este acoso a los visitantes, lo he sufrido en cada uno de mis viajes a Marruecos. En esa primera estancia ya mencionada, hace 25 años, nada más desembarcar en Tánger me guiaron hasta una zona de compras con el argumento de que “hoy hay mercado bereber”. Lo vistieron con que sucede solo una vez al mes, y yo era un afortunado por haber llegado a la ciudad precisamente ese día. Y ¿qué tiene de especial que el mercado sea bereber? Pues que esperan una percepción de exotismo por parte del viajero, que verá con mejores ojos las mercancías y se le reblandecerá la cartera. Un cuarto de siglo después el argumento del mercado bereber sigue en uso en todo Marruecos, y en alguna ciudad se apoyaron en él para intentar guiarnos a compras forzadas.

    No hay que pensar que haber estado muchas veces en Marruecos desarrolla en el viajero una habilidad para detectar estas situaciones y esquivarlas o, al menos, reducir sus efectos, ya que quienes las emplean han mejorado enormemente la técnica. Ello conduce a situaciones tensas y hasta desagradables, como la que vivimos en Marrakech. Sabemos que una manera de evitar estos conflictos es no preguntar a alguien con quien te cruzas por la calle, ya que puede ofrecerse como guía, lo que daría lugar al inicio del mal rato; lo mejor es interpelar a alguien que no te pueda acompañar, como un policía de servicio o un dependiente de una tienda. Como por ejemplo el boticario que, a la puerta de la farmacia, nos dijo que estábamos cerca de la zona de los curtidores de verdad, que se iban mañana, y que era una zona casi desconocida para los turistas. Todo parecía real, espontáneo, desinteresado, incluso la visita a la zona de tintes en la que el capataz nos explicó el proceso con conocimiento de veterano. Se empezó a torcer cuando nos llevaron a una supuesta tienda de las tintorerías, se lió cuando el dependiente de la tienda nos pidió una propina, y se bloqueó cuando, al salir de la tienda, el boticario y el capataz nos pidieron dinero. Nos paramos en medio del callejón por el que paseábamos, pusimos cara seria y les dijimos lo que no esperaban oír: “Desde el principio dijisteis que era gratis, y ya le hemos dado propina al de la tienda”. Se quedaron a cuadro al enterarse de que el dependiente se le había adelantado y que los europeos se plantaban, y aun se mantuvo un rato la discusión entre ellos dos y con nosotros.

    Unos días más tarde, al llegar a Tetuán y callejear por el centro en busca de un lugar en el que estacionar el Celica, un señor de cierta edad que no se encontraba en pleno uso de sus facultades ni físicas ni mentales, se nos acercó para guiarnos a un aparcamiento, de pago por supuesto. Atajando por callejuelas se nos avalanzó unas esquinas más allá con el mismo argumento. Y otra vez y otra vez, persiguiéndonos a gritos por la calle, “¡que solo os quiero ayudar!”, “¡que no os fiáis de los marroquíes!”.

    Algunas de estas situaciones tienen un componente anecdótico que forma parte de lo que el turista ocasional espera en un viaje a este tipo de país. Sin embargo, quienes preferimos viajar por nuestra cuenta para toparnos con la realidad de los lugares, nos sentimos incómodos y violentos al vernos atrapados en estas situaciones. Así como me encantaría contratar un guía culto y honrado que me llevase a encontrar lo que busco, no soporto ni el hecho ni el mal sabor de boca que me dejan estos acosadores callejeros, su facilidad para saltar de la sumisión a la falta de respeto, del ofrecimiento al acoso, que piensen que soy a la vez rico y tonto.

    La mejor manera de quitarse de encima la sensación era probar la tradición marroquí del hamman, los baños públicos mezcla de balneario y ducha, a los que los locales acuden a la vez por higiene y para coincidir con los amigos.

    Algunos hamman para marroquíes que habíamos visto tenían un aspecto disuasorio, tanto por las condiciones de limpieza que se adivinaban desde el exterior como por la posibilidad de vivir conflictos generados por malentendidos o errores en el protocolo por nuestro lado. En el otro extremo, los hamman de los hoteles para occidentales venían a ofrecer lo que un balneario en España, solo que a precio de extranjero rico. Al final, siguiendo el consejo de la recepcionista del Riad El Amine, fuimos al que ella frecuenta, que por los coches de la puerta era el de los pijos de Fes.

    Nausikaa, que así se llamaba el establecimiento, está en la ville nouvelle, y puestos a vivir la experiencia pedimos la versión completa, con masaje y todo. Que no nos defraudó. El edificio, de nueva planta, separaba de modo radical hombres y mujeres, y respetaba la tradición de las casas de baños solo que en un entorno modernizado. De modo que me hicieron bajar a la sala de baños del sótano, donde primero me di una ducha y luego pasé a la sala de vapor. De ahí me tumbé en una plataforma de granito donde me frotaron y enjabonaron a conciencia para volver luego a la ducha y a la sala de vapor y a una pequeña piscina de burbujas. De la que volví a la plataforma de piedra donde, con un guante que a veces pensé que estaba forrado de papel de lija, me frotaron con insistencia y minuciosidad, hasta llegar a la frontera del dolor. Y otra vez ducha, y vapor, y piscina de burbujas, y plataforma,… Cuando ya era incapaz de recordar el número de veces que había pasado por la ducha, el vapor, la piscina de burbujas y el enjabonamiento, me indicaron que tocaba el masaje, de modo que subí en ascensor al primer piso y me llevaron a una habitación pequeña, en penumbra, delicadamente decorada, con olor a sándalo y con música suave de fondo, para recibir un largo, relajante y escrupuloso masaje. Salimos del Nausikaa dos horas después de entrar, con un grado de suavidad en la piel que no sentía desde que entré en la EGB, y la tranquilidad de espíritu necesaria para acometer la próxima etapa del viaje: cruzar el Rif con destino a Tetuán.

    La primera opción para ir desde Fes a Tetuán es rodear las montañas por la autopista y hacer el recorrido inocuo via Meknés, Rabat y Larache, unos 350 kilómetros. La tentación es tirar recto con rumbo norte por la N13, pasar Ouazzane, dejar a un lado Xauén y plantarse en Tetuán en 100 km. menos. Salvo que la N13 tiene mucho tráfico y un asfalto ondulado por los numerosos camiones que circulan por ella, y la suspensión tirando a dura del Celica nos agitaba. Entre los baches y adelantar camiones debí ignorar una señal de limitación de velocidad y nos pararon en un control. De nuevo un gendarme educado que me explicó la situación y me pidió, por favor, que me acercara a la pistola de radar para ver la pantalla. No había nada que discutir: se veía el Celica, enfocado y en color, cazado a 82 Km/h en una zona de 60. Son 300 dirham. Me disculpé, le aclaré que nuestros últimos dirhams en efectivo los habíamos gastado para repostar en la gasolinera del pueblo anterior, y que podía pagarle con euros o con tarjeta. Me miró con cara de culpa, como si quien hubiera cometido la infracción fuera él, me pidió que le esperase y fue a hablar con su jefe, que vigilaba el tráfico junto al coche patrulla, al otro lado de la carretera. Tras cruzar unas palabras con él volvió hasta mí, que le esperaba firme y expectante en el arcén, y volvimos a comentar la situación: reconocí que había incurrido en un exceso de velocidad, asumí que la multa ascendía a 300 dh, le recordé que no los tenía en efectivo porque acababa de llenar en la gasolinera del pueblo anterior, y aseguré que en cuanto llegase a Tetuán iría a un banco a sacar dinero y que podía pagarle en euros o con tarjeta.

    Con la misma cara de preocupación de antes me miró con un toque de satisfacción al comprobar que lo había entendido todo y que estábamos de acuerdo. No olvidemos que, a todo esto, los camiones viejos y no tan viejos, las motos y los coches seguían pasando a nuestro lado, mi mujer esperaba con paciencia dentro del Celica estacionado en el arcén, y el jefe seguía vigilando al otro lado.

    “Acompáñeme, por favor, vamos a hablar con mi jefe”. Si el gendarme hubiera puesto mala cara, me habría temido que la situación empeoraba pero, al contrario, le veía tranquilo, de modo que cuando el tráfico lo permitió, cruzamos la carretera y, al acercarme al jefe, le saludé amablemente en francés y árabe. Y fue entonces cuando me quedé estupefacto, porque me dijeron que entendían mi situación, y me perdonaban la multa si les prometía que no volvería a sobrepasar un límite de velocidad. Les día las gracias en francés, árabe e inglés, y a punto estuve de darles un abrazo.

    El resto del camino lo hicimos por escenarios de las olvidadas (al menos en España) guerras de Marruecos, esos montes pelados cuyas descripciones había leído al disfrutar del segundo tomo de “La forja de un rebelde”, el que Arturo Barea dedica a recordar sus experiencias en esa guerra. Una vez en el lugar entendía la crueldad de una guerra arrinconada, entre un país arruinado y corrupto que no admitía el final de su imperio, y otro que aun no se había formado y se esforzaba por encontrarse. Al llegar a Tetuán, y tras esquivar al tipo que nos perseguía de esquina en esquina, aun reconocimos dos edificios que cita Barea en su libro: en lo alto de un cerro, como vigilando la ciudad, el cuartel de Regulares y en el centro, construído en ladrillo de severidad decimonónica, el cuartel Jordana, en honor del General Francisco Gómez Jordana.

    Pasear por el centro revelaba el legado de Tetuán como capital del protectorado español desde 1912 hasta la independencia, en 1956. La zona de negocios de la ciudad es la place Moulay el Mahdi, que todos llaman “plaza Primo” porque en su día era la plaza de Primo de Rivera, entre “El Ensanche” (así, en español) y la ville nouvelle. Entre los edificios destacan la arquitectura hispano morisca de unos, el toque colonial de otros, algunos formidables ejemplos modernistas y hasta racionalistas, un precioso Teatro Español al que aun llaman así, el edificio de La Equitativa de Casto Fernández Shaw, y el de La Unión y el Fénix.

    Por Martil y Cabo Negro hay 38 kilómetros hasta Ceuta, y están densamente ocupados por puertos deportivos, buenos hoteles, apartamentos, urbanizaciones cuidadas y campos de golf, más para extranjeros que para marroquíes ricos, que también. Y como en este despliegue urbanístico, limpio y organizado, no hay sitio para que se escondan los subsaharianos, los saltos a la valla para acceder a la Unión Europea los monopoliza Melilla.

    Entrando desde Marruecos, Ceuta es un lujo: calles pavimentadas, limpias y sin baches, aceras existentes, edificios nuevos o restaurados y siempre cuidados, bares y restaurantes surtidos, tiendas cuyos empleados no salen a la calle a capturar clientes. Rodeados de preciosos detalles de arquitectura modernista, una Cruzcampo en una terraza al sol nos supo a gloria.

    Nuestra última noche africana la pasamos junto a la maravillosa muralla del siglo V, en el Parador con aire setentero que me hacía temer que en cualquier momento surgiera por un pasillo Arturo Fernández ejerciendo de galán, con patillas tan anchas como las solapas de su chaqueta, seguido por Laly Soldevilla o Florinda Chico como su secretaria.

    El final de este viaje supone el cierre de dos ciclos. En primer lugar el simplemente geográfico, al haber salido de casa en el Celica y tras cruzar España, dar una vuelta a Marruecos y volver a casa en 3.728 kilómetros. La única huella en el Celica es simplemente que está sucio, en nosotros han quedado muchos recuerdos y algunas compras. El otro ciclo es más amplio, y tiene un significado más allá de la anécdota. El viaje se ideó a partir del que hizo la revista Car en 1995, llamado Ferrari to the Sahara; el número de Febrero de 2015 de Car, en su sección Your Month, abierta a que los lectores cuenten lo que hacen con sus coches, enseña nuestro Celica, orgulloso en las cercanías del Erg Chebbi. Ciclos cerrados, prueba conseguida.


  • El parque móvil en 2014

    El año pasado fue intenso, extenso e interesante en mi parque móvil, con entradas, salidas, visitas y novedades. ¿Empezamos por los híbridos?

    El Auris híbrido cinco puertas que llegó en 2013 se despidió a la vuelta del verano de 2014 con casi 22.000 suaves kilómetros encima. En Mayo recibí una sesión de formación sobre conducción de híbridos que ayudó algo a mejorar el consumo que, en contra de lo que muchos esperan, no es el mejor punto de estos vehículos. El consumo bajó hasta acercarse a los cinco litros en condiciones urbanas y atascadas, donde sobresalen las virtudes que menos se esperan de un híbrido: silencio, suavidad y comodidad. En términos cuantitativos hablamos de consumos superiores a los de un diésel e inferiores a los de un gasolina equivalente; en términos subjetivos, después de usar con frecuencia un híbrido me parece medieval que un motor térmico siga consumiendo combustible y haciendo ruido cuando el vehículo está detenido, lo mismo que pisar un pedal y mover una palanca a ritmo de atasco madrileño.

    Al Auris cinco puertas le sustituyó su primo Touring Sports, igualmente híbrido. Siete mil kilómetros más tarde se mantienen las ventajas, y a cambio de una mayor longitud total disfruto de una capacidad de carga enorme y mucha flexibilidad: el asiento trasero se abate con palancas desde el maletero, la bandeja retráctil tiene dos posiciones y la red de separación de carga otras dos. Es decir, se adapta desde a ir solo y descargado a convertirlo en furgoneta tras una visita al Ikea o en transporte para las carreras de bicis, asunto sobre el que en su momento habrá entrada propia.

    Un tercer híbrido visitó temporalmente el garaje, con menor éxito que los Auris. El Yaris híbrido es suave, cómodo y relajante como cualquier híbrido, pero no tiene el tacto modulable del Auris, la capacidad de la batería es justa salvo para tráfico exclusivamente urbano, y el tacto del freno no permite controlar el paso entre regenerativo e hidráulico con facilidad. Sin salir de la ciudad es estupendo, más allá de sus circunvalaciones no está tan cómodo.

    El cuarto híbrido del año proviene de otra clase social, y es fruto de un matrimonio de conveniencia entre el sector potente de la tecnología híbrida y el segmento D Premium. La mejor consecuencia de llevar un Lexus IS300 h es el placer de conducir un buen coche, la solidez, el tacto de dirección que solo proporciona un vehículo cuyas ruedas delanteras se limitan a girar. Por otro lado, muestra una característica cada vez más habitual en los coches actuales, especialmente los lujosos, y es la presencia de varios mandos, hasta tres, para la misma función. Ahí va un ejemplo: el equipo de sonido se maneja, claro, desde los mandos del equipo de sonido, para que también el acompañante pueda manipularlo. Además se puede manejar desde el ratón que desplaza un cursor sobre la pantalla. Y encima se controla a través de los mandos del volante. Esto afecta a la ergonomía y a la estética. En primer lugar, se rompe la relación bidireccional entre una función y su mando, lo que a veces genera dudas, y hasta confusiones en el usuario. Y recarga el aspecto interior del coche con tantos actuadores, mecánicos o digitales, sin llegar a los extremos exagerados de marcas alemanas que han terminado dando marchas atrás ante cuadros de mandos dignos de productos de la NASA.

    La estancia del Seat Marbella Special como miembro del parque móvil ya se comentó con el merecido detenimiento en las entradas de este blog referidas al Panda Raid 2014. Al regreso de Marruecos nos limitamos a lavarlo y revisar los niveles, no necesitaba más, y se lo quedó el primero que apareció con dinero de entre los muchos que no tardaron nada en responder al anuncio.

    Otro miembro del parque móvil que ha disfrutado de presencia específica en el blog ha sido el Celica Sáinz Réplica, gracias al inusual viaje por Marruecos que realizamos con él. A falta de publicar la última entrada sobre el viaje, el resumen es que hizo todo lo que se espera de un Toyota clásico: cumplir con su deber sin hacerse notar.

    Y eso que la accesibilidad más que una virtud es una pesadilla: un día quise comprobar el estado del filtro del aire, del tipo de cartucho metido en un cajón de plástico cerrado con grapas metálicas. Solté las dos grapas que estaban visibles pero la tapa no salía, así que deduje que debía haber más. Con linterna y mano enguantada para no hacerme daño al meterla entre tubos, soportes y bridas, encontré y solté la tercera grapa. La tapa seguía sin salir. Con una linterna muy pequeña entreví una inaccesible cuarta grapa, de modo que para llegar a ella saqué el tubo que va del medidor de caudal a la admisión junto al propio caudalímetro. En la maniobra, se cayó una brida de presión al hueco que existe tras el faro retráctil izquierdo, y no se escuchó ruido alguno: es decir, si no había ruido no había caído al suelo, luego estaba dentro del faro. Para acceder al interior del faro, conecté el encendido para subirlo y, recurriendo al manual del usuario, quité el embellecedor del faro (tres tornillos de estrella), el aro metálico (cuatro tornillos pequeños) y la moldura de plástico negro que va de lado a lado del coche (tres de estrella y dos Torx). Saqué el faro y solo ví articulaciones y cables; metí la mano, metí linternas por delante, por detrás y por abajo, y de la brida ni rastro. Al final, la brida se quedó dentro, compré otra y cambié el filtro de aire.

    El episodio más ingrato del año cae del lado del Land Cruiser HDJ80. Aun mantenía la instalación de aire acondicionado original, con gas R12, que se dejó de usar hace años. En un momento dado el aire dejó de enfriar, y ví claramente que esa reparación era el momento de pasarlo a R134, el gas que sustituyó al R12. Recurrí a un taller especializado en estos trabajos en vías de extinción, aunque estaba lejos de mi casa y sabía que los desplazamientos iban a ser incómodos. En la primera visita simplemente quería preguntar por tiempos y costes: ni miraron el coche ni hicieron una estimación, se quedaron en “tráemelo el martes que viene”. En la segunda visita entregué el coche y afronté el complicado regreso a casa desde el desabrido y solitario polígono en que se encuentra el taller: quince minutos a pie por una acera inexistente, un rato de espera en una parada del autobús que media hora después me dejó donde había ido a recogerme mi mujer, muy fuera de su ruta habitual, y media hora de coche. Todo fuera por conseguir una buena reparación para el Land Cruiser. Unos días más tarde me telefonearon para darme la peor noticia posible, porque el origen del fallo era una pérdida por el elemento más caro y menos accesible del sistema: el evaporador. La broma se llamaba 642 €. El día prefijado, con un complicado despliegue para el traslado, recogí el coche sin que me dieran explicaciones sobre la intervención ni entregaran las piezas dañadas. Al menos, el aire funcionaba.

    Solo que unos días más tarde dejó de hacerlo, lo que indicaba que habían cargado el circuito sin comprobar la estanqueidad, el gas se había fugado, y volvía a no enfriar. Les llamé, en ningún momento hubo disculpas, y se quedaron en lo de “pásese por aquí y lo miramos”.

    Tampoco la cuarta visita, con otra dificultad de traslado, vio por ninguna parte disculpas ni sonrisas; simplemente se quedaron con el coche. Tras una llamada de teléfono que aseguraba que ya estaba reparado, fui por quinta vez al taller según el horario de trabajo publicado en su página de Internet. Me lo encontré cerrado. Llamé por teléfono y ni un contestador. El regreso a casa estuvo compuesto de taxi, metro, autobús y coche.

    Al día siguiente les llamé y confirmé que es una de esas empresas que se miran a sí mismas y no a sus clientes:

    • Cerramos a las seis.
    • En su página de Internet pone que a las ocho.
    • ¿Y qué quiere que yo le haga?

    La sexta y última visita fue la recogida, por supuesto sin sonrisas ni disculpas.

    El otro incidente del Land Cruiser, arrastrado desde hace tiempo, demuestra lo complicada que es la diagnosis, como decía el Doctor House. El amortiguador Koni Heavy Raid delantero derecho estaba manchado de aceite, de lo que erróneamente deduje que lo perdía. Sin embargo, el comportamiento dinámico no había variado. Entonces, ¿de dónde venía el aceite? Al Límite 4×4 descubrió que el respiradero del diferencial delantero estaba bloqueado, y que el exceso de presión de aceite en el interior del diferencial se liberaba por la válvula del bloqueo neumático, ubicada justo encima del amortiguador. No hubo más que desatascar el tubo del respiradero y limpiar el aceite del amortiguador.

    Pasando al lado de las dos ruedas la situación es más agradable. La Specialized Stumpjumper era una de las mejores bicis dobles cuando la compré ¡solo que en su día la pagué en pesetas! Reglajes de suspensión, cuadro de aluminio y buenos frenos en V, una maravilla de principios de siglo. Solo que la tecnología de las bicis de montaña ha avanzado inmensamente en este periodo, y la Specialized se ha quedado tan atrasada que ya no hay piezas para actualizarla ni para simplemente mantenerla al nivel. De ahí que a finales de Noviembre llegara al garaje todo lo que ha cambiado en las bicis en los últimos años en forma de Ghost AMR 7: cuadro de carbono, horquilla de 32 mm con bloqueo desde el manillar, discos de 180 mm y pinzas de anclaje radial, llantas de 29”,… La rigidez del cuadro, la horquilla y las llantas más la del eje delantero hacen que las bajadas rápidas y onduladas en las que antes la parte delantera se agitaba y mi cara perdía el color se hagan ahora con aplomo de tiralíneas; las llantas de 29” ponen más goma en contacto con el suelo, de modo que algunos apoyos en la rueda delantera que antes eran arriesgados ahora se hacen mirando al paisaje. Unos frenos en V, por buenos que sean, requieren hacer fuerza con dos dedos, por lo que quedan tres para agarrarse en las trialeras en bajada; con unos formidables Shimano XT de 180 mm y pinzas radiales basta acariciar las manetas con un dedo para frenar, y quedan cuatro dedos y toda la fuerza del antebrazo para descender a velocidades antes impensables.

    Las primeras salidas las dediqué a ajustar la posición y los muchos reglajes de suspensiones, y a partir de ahí, me he dedicado a machacar todas mis marcas conseguidas con la Specialized.

    Y el año se cerró con dos invitados excepcionales, parecidos en su definición y divergentes en su actuación. El mismo día llegaron a casa un Mercedes Benz SL 55 AMG de 2003 y un Jaguar Type F en versión R de 2014. Ambos tienen un V8 de cinco litros, con compresor por si acaso, de 500 CV, montado delante, y con propulsión trasera, solo que el Jaguar es un coupé y el Mercedes un descapotable de techo metálico con accionamiento automático. Y sin embargo son muy distintos.

    El Mercedes en color azul oscuro es discreto, serio, con las llantas clásicas de la marca y un interior suntuoso. Delata su origen alemán lo complejo de algunas soluciones técnicas, que se definen con un brillante término inglés, overengineered, que en español de andar por casa traduzco por cómo os habéis complicado la vida. Ahí va un ejemplo: la puerta de un coche, en la zona lateral que alberga la cerradura que ajusta con la carrocería, se suele pintar, lo que no impide que sea una zona tirando a fea. Soluciones para disimular hay muchas, pero la que ha escogido Mercedes en este caso es exagerada: una chapa de aluminio bruñido, con una compleja estampación que le hace abrazar desde la moldura de la parte superior interna de la puerta hasta su plano inferior, sujeta a la propia puerta con unos estupendos tornillos de cabeza Allen. El aspecto es de remate de arquitecto elitista o de diseñador sueco de muebles ultracaros. ¿Cuánto cuesta la pieza, cuánto tiempo lleva montarla en la cadena, no se os ha ocurrido nada más sencillo?

    Otro ejemplo: el interior es un 2+2, delicada manera de decir que salvo niños pequeños, detrás solo caben bolsos y maletines. Para acceder a ese hueco posterior en todos los coches se abate el respaldo del asiento delantero, a mano o mediante mandos eléctricos, como es el caso. La opción que ha escogido Mercedes es ubicar otro interruptor eléctrico más en la parte superior de cada respaldo, de modo que al accionar el botón (sin que el usuario se tenga que agachar hasta los botones que hay en la banqueta) se abate el respaldo para acceder con comodidad a la parte posterior; una nueva presión al botón hace que el respaldo retorne exactamente al punto en que estaba, gracias a la memoria de posición. Es decir, más botones, un mazo de cables más largo y complicado, y un programa más en la ECU.

    Una vez en marcha, se mueve con precisión de berlina de lujo, no con agilidad de deportivo; yendo suave es de verdad suave, untuoso, relajado, tranquilo, señorial; solo si le aprietas y escoges el modo Sport se vuelve coche deportivo sin perder las buenas maneras, y si le buscas los 500 CV corre mucho, pero que mucho. La otra opción, la de bajar el techo, conectar la calefacción de asientos, poner música suave y sacar el codo es igualmente formidable.

    El F-Type es más vistoso, casi ostentoso, con aletas traseras anchas y altas, como hombros de pandillero que busca pelea, neumáticos inmensos, 285 mm de ancho en llanta de 20 pulgadas; no lleva solo discos carbocerámicos, es que las pinzas ¡son amarillas! Dentro es bajito, casi claustrofóbico, en negro no funerario; al arrancar, él solito pega un acelerón que es una advertencia, una especie de rugido de inicio de película de la Metro Goldwyn Mayer que te dice que bromas las justas. Se puede conducir en automático o en manual con pulsadores, y por probar subo a 8ª (sí, he escrito octava, tiene ocho marchas), le dejo caer a 2.000 rpm, le doy un pisotón y salgo catapultado. Luego acelero en tercera hasta 4.500 rpm y me quedo a cuadros; en la siguiente oportunidad estiro hasta 5.500 y me río a carcajadas de placer dentro del coche. La mañana es fría y húmeda por la helada de la madrugada, en las umbrías el asfalto está mojado y no se puede jugar, pero me divierto en un tramo de curvas porque corre mucho y se controla bien, transmite confianza, credibilidad, da la sensación que si lo apuntas bien va a entrar en la curva, y si le pisas con decisión al salir te catapulta hasta la siguiente.

    Me gusta, y mucho, pero me parece incompleto como coche único, excesivo para uso diario, porque en lugar de acostumbrarte a la barbaridad de disponer de 500 CV, las ayudas electrónicas te hacen coger una confianza arriesgada que puede acabar mal. Sin embargo es el coche ideal para que lo tenga un amigo que haga viajes con frecuencia y te lo deje de vez en cuando.


  • Celica to the Sahara: Lawrence de Arabia y Doña Rogelia

    Desde que comenzamos a idear el viaje al Sahara con el Celica, sabía que uno de sus mejores momentos sería el cruce del Atlas por el paso del Tichka, que los mapas suelen escribir con el nombre bereber original :Tizi-n-Tichka. Gran parte del atractivo de la jornada residía en sus incertidumbres: ¿sería una lenta pesadilla detrás de camiones viejos y lentos?, ¿una experiencia peligrosa entre conductores descerebrados y precipicios?, ¿una descarga de adrenalina en carretera de montaña? Al final fue eso y más. Las llanuras al sur de Marrakech ya señalaron que el ritmo de conducción iba a ser irregular, porque los camiones viejos y sobrecargados rodaban a 30 km/h ante cualquier repecho, y los camiones rápidos les adelantaban sin contemplaciones, a ellos y a los que dudábamos detrás por prudencia. Pasado Aït Barba la carretera comenzó a retorcerse, y seguí pecando de prudencia: en más de una ocasión, rodando tras un vehículo lento al que no me atrevía a adelantar, nos pasó un Mercedes taxi, con más de treinta años de servicio sobre sus bielas. Poco a poco fui aprendiendo y mejoré mi técnica: a treinta por hora detrás de un camión achacoso, pero en primera o segunda con algo de gas para que el turbo tuviera carga y, al ver un hueco para adelantar, pisotón al gas sin piedad, aceleración brusca de 15 a 50 y, cuando el camión lento se ve en el retrovisor, frenazo para situarse detrás de la siguiente reliquia rodante.

    En una de estas maniobras, al dejar atrás un poblado, nos pararon educadamente en un control: agente de la Gendarmerie Royale amable, correctamente uniformado, con ropa limpia y planchada, bien afeitado, y hasta hablando el suficiente inglés como para hacerme saber que había adelantado en línea continua y me iba a multar. No había nada que discutir, puesto que lo había hecho, salvo que esa práctica es costumbre en todas las carreteras comprendidas entre Ceuta y Namibia. Para alejar sospechas, me entregaron un completo formulario en árabe y francés, con el importe de la multa impreso (700 dh.), y la firma de los agentes.

    A partir de ahí, con tráfico despejado, continuamos subiendo en tramos de segunda y tercera, con algunos puntos aislados de cuarta y secciones enteras de horquillas enlazadas de segunda, con los Dunlop buscando agarre en el asfalto gastado, un aire cada vez más frío entrando por las ventanillas bajadas, y el paisaje crecientemente seco y áspero, presagiando el desierto al otro lado de la cordillera. Paramos en el arcén a disfrutar del momento, suponiendo que iba a ser uno de esos instantes de ojos clavados en un paisaje infinito y por banda sonora el clic clic del motor y los frenos enfriándose. Y en efecto, la llanura estaba ahí, baldía y ocre, estirándose hasta que el inicio del Atlas la frena y retuerce la carretera, hasta entonces recta, como un spaghetti que se esfuerza por trepar. Pero la banda sonora era de discoteca de costa española, el atronador chunda chunda que provenía del Renault Megane de los negros que acababan de detenerse a nuestro lado. Si se oía la percusión antes de que se abrieran las puertas, al salir del coche nos desbordó y rompió la gracia del momento. Subimos de nuevo al Celica y retomamos el disfrute de la carretera hasta la siguiente parada, cerca de unas rocas que empleé arriesgadamente como mirador para darme cuenta de los trozos de humedad repentina que se vislumbraban desde allí arriba: en medio de la sequedad, las bolsas subterráneas de agua se manifiestan en forma de pequeños oasis, unas zonitas verdes que destacan en el marrón átono. Antes de que el ventarrón me tirase desde las rocas hasta el precipicio sin fondo, volvimos a la conducción y coronamos el Tichka, a 2.260 metros de altitud. En el alto, el eterno mercadillo de supuestos fósiles y sus vendedores acosando a los que se han parado a hacerse la foto junto al cartel. La mayoría la formaba un grupo de motoristas británicos, sesentones casi todos, lo que refrenda la tesis de que los jóvenes han cambiado la libertad de viajar en moto por la realidad virtual. Ellos se lo pierden.

    Frente al cartel de “Col du Tichka. Alt. 2.260”, retrocedo mentalmente en el tiempo llevado por la placa que hay debajo, la que menciona a los funcionarios y a los militares franceses que entre 1925 y 1939 transformaron una pista caravanera en una carretera asfaltada. Cuando preparaban sus oposiciones unos y estudiaban en la academia otros, ¿pensaron alguna vez que el destino y las órdenes de sus superiores les iban a llevar tan lejos de la metrópoli? Y los obreros locales, a los que ignora la placa, ¿cómo se sentirían al pasar de hijos de camelleros a peones camineros de los franceses? Pensando en unos y en otros acometemos la larga bajada hasta que el hambre nos hizo detenernos en un local solitario con carteles de hotel, bar y restaurante. En el interior, grande, fresco y vacío, hablé (es un decir) con un tipo servicial que solo debía entender árabe y bereber, por lo que me largó un teléfono móvil en el que, en una mezcla poco respetuosa de inglés y francés, le hice saber a mi interlocutor desconocido que queríamos comer. A pesar de la dificultad, el resultado fue excelente: té a la menta, ensalada marroquí y un nutritivo tajine con aceitunas, tomates, guisantes y huevo escalfado. De fondo, el noticiario nos contaba en árabe lo mal que está el mundo, con los subtítulos, claro, deslizándose hacia la derecha.

    Al llegar a Ouarzazate nos alojamos en el Dar Bladi, dentro del poblado de Talmasla, entre casas viejas de adobe y una kasbah que se cae. Tirando a básico, pero acogedor y un buen contrapunto al lujo del riad Djebel de Marrakech de las noches anteriores.

    Charlando esa noche con europeos conocedores de la zona, nos comentaron algunas de esas peculiaridades de los locales que las mentes occidentales no se esfuerzan en entender, arrastradas por la comodidad del etnocentrismo. Por ejemplo, el turismo sexual al revés, el de las turistas con los marroquíes. El machismo de la zona implica que ellas deben llegar vírgenes al matrimonio, y que ellos tienen derecho a desfogarse. Y la televisión y el cine han hecho que la mayoría que las mujeres occidentales que veían los marroquíes eran las actrices que caían en los brazos, y en la cama, del galán. Luego, por extensión, todas las extranjeras están disponibles. Algunas de éstas, buscando una aventura o huyendo del tedio caen en el estereotipo, se dejan hacer, y quieren prolongar o cimentar la relación con regalos o directamente dinero, sin entender que las expectativas de la otra mitad son distintas. Esos camareros, conductores o empleados de hotel desaparecen, incluso abandonan el trabajo y la ciudad cuando han conseguido el dinero o los regalos que buscaban, ellas se frustran, y todo sirve de condimento a escenas de comedia, a base de guiños, gestitos, encuentros de madrugada en pasillos, y gemidos que no dejan dormir a los de la habitación de al lado.

    Otro aspecto interesante de la actual sociedad marroquí es que se mantiene la fuerza de la familia, que permite salir adelante incluso cuando la crisis económica europea ha golpeado el turismo local. En cada familia, entendida ésta en un sentido amplio, hay alguien que trabaja en una ciudad grande de Marruecos o Europa, y un militar o un funcionario; de esos sueldos fijos, hay fracciones que se reparten entre los que están pasando una mala racha. Cuando éstos se recuperan recogiendo una cosecha o aprovechando un repunte del turismo, el flujo de capital se llega a invertir, o el favor se agradece enviando fruta o una cabra.

    Los primeros kilómetros de la carretera entre Ouarzazate y Zagora me recordaron a los tramos del Tour de Corse, y disfrutamos en la curvas flanqueadas por un secarral que debe llegar hasta Malí. Circulamos luego por la N 9, paralela al palmeral, un millón de árboles a lo largo de más de cien kilómetros de las orillas del río Draa, que dan color y vida a quienes viven en el entorno. En las larguísimas subidas, los 205 CV del Celica venían de perlas para adelantar vehículos lentos y también para escuchar el sonido del motor a 7.000 vueltas rebotando contra las laderas yermas.

    Ya estábamos en el sur y se notaba en que, al alojarnos en el Ma Villa de Zagora, nos dimos un baño en la piscina, enmarcada entre palmeras. Justo antes, en un largo paseo por el palmeral, recibimos un curso práctico y alimenticio sobre dátiles, a base de ver y probar diferentes tipos en distintos estados de maduración. Los redonditos, oscuros, feos, con menos azúcar, se emplean con frecuencia como alimento para los animales; los dorados, brillantes, carnosos, dulcísimos, se exportan para nutrir estómagos occidentales y arcas marroquíes. Refrescándome en la piscina, con el dulzor de los dátiles en la boca, sentía el aire de Africa; miré hacia arriba, a las palmeras que apuntaban al cielo y empecé a ser consciente de que el viaje que estábamos haciendo es de los que no se olvidan en muchos años.

    Casi nunca me han decepcionado las guías “Lonely Planet”. Y si la edición que llevaba en la mochila insistía en que debíamos visitar el Musée des Arts et Traditions de la Vallée du Drâa, había que seguir el consejo. Vale que no es fácil de encontrar, apenas una señal oxidada entre las casas dispersas de Tissergate, luego una pista de tierra, una explanada que oficia de aparcamiento y unos tablones sobre un pasadizo en los que alguien escribió “Musée”. Caminamos por una galería interior del ksar de adobe, apenas iluminada, y casi me puse a tararear la banda sonora de Indiana Jones. Una vez dentro del museo, el deseo ferviente de ser antropólogo y saber árabe clásico para interpretar y revivir lo que se enseña: ropas, utensilios de agricultura, ganadería y cocina, ritos de las bodas de las diferentes tribus, armas blancas y antiquísimas armas de fuego, el procedimiento natural del parto,… Un muy ilustrativo viaje al pasado reciente de Marruecos que parece desmoronarse. Digo que parece porque ese mismo día lo vimos aun vivo en Rissani y eclipsándose en Erfoud. En Rissani visitamos con la calma que merece el mercado al aire libre, impecablemente clasificado. Un solar es el mercado de cabras. El siguiente el de ovejas. Algo más allá el de burros. Hay otro de frutas, bajo los soportales venden carne, cacharros de cocina, dulces, material escolar; lo bueno de visitar zonas poco turísticas es que nadie agobia al viajero, por lo que hacemos fotos con calma, charlamos con los vendedores, compramos algo de comer, como intentando con esa lentitud retener a través de la vivencia un Marruecos que siento que se nos va. Algunos productos a la venta no son artesanía local, salen de cajas con las letras “Made in China”; alguien vendrá algún día a pedir garantías sanitarias sobre esos animales, esas carnes y esas frutas, y los mercados callejeros desaparecerán.

    Volvimos al Celica con la idea de hacer la foto cumbre de este viaje, uno de cuyos objetivos era llegar hasta donde se acaba el asfalto, ver un deportivo japonés clásico en el desierto, en ese punto en que lo más prudente sería cederle los trastos a su hermano de gama, el Land Cruiser. Desde Rissani tomamos la R13 hacia Merzouga, donde el horizonte se amplía, el azul del cielo se recorta contra el dorado de las dunas del Erg Chebbi. Brujuleamos por carreteras estrechas que parecen conducir unas a la nada, otras contra las dunas. Fotografié el Celica delante de camellos, junto a camellos, detrás de camellos, con las dunas a un lado o al fondo. Vimos en la lejanía un ksar de adobe y conseguimos llegar hasta el punto en que logramos el encuadre ideal: la tierra pedregosa de la hamada en primer plano, las dunas a la izquierda, la fortaleza a la derecha, el Celica rojo en el centro y el cielo de Africa encima. Tiré la foto, ví el resultado y respiré muy hondo: aquí se acababa el asfalto, hasta aquí queríamos llegar y habíamos llegado, y aun faltaban muchos días hasta ese barco que nos llevaría de Ceuta a Europa.

    Unos kilómetros camino de Erfoud y nos tropezamos de nuevo con el pasado de Marruecos eclipsándose, como si la luz de Occidente o la de los turistas lo ocultase. La zona suele reunir un buen número de viajeros todoterreneros y sus juguetes, en forma de motos, quads, buggies y coches. Por supuesto, todos ellos llenos de adhesivos que pregonan las hazañas intercontinentales de sus aguerridos usuarios. Y éstos, engalanados de aventureros o de la iconografía que se supone al viajero valiente de la zona. Les miré con escepticismo mientras me bajaba de un coche que estaba fuera de lugar y además no lucía adhesivos ni colorines, vestido con unos vaqueros clásicos y un polo sin rayitas. Si estábamos en una ciudad, ¿por qué llevaban botas de cruzar la selva? Si refresca por la noche, ¿a qué viene el pantalón corto? Y las camisas, ¿necesitan esa sobredosis de bolsillos, trabillas y logotipos? Lucen algo más arriba lo que me remata, esos pañuelos que los tuaregs y Thierry Sabine empleaban con elegancia y sobriedad para protegerse del sol y la arena y estos aspirantes han convertido en el uniforme con el que juegan a ser Lawrence de Arabia. Lo siento mucho, pero con esos pañuelos por la cabeza me recuerdan más a Doña Rogelia. (Continuará).


  • Feliz cumpleaños

    Estoy de cumpleaños profesional: ahora hace tres décadas que vivo de mi afición. Si admitimos que vivir de la afición consiste en obtener una remuneración económica a cambio de utilizar un conocimiento adquirido por mero placer, lo estoy haciendo desde Diciembre de 1984, cuando la revista MOTOCICLISMO publicó por primera vez un artículo mío. Entonces la prensa se publicaba en papel, en la lista de precios aparecían separadas las motos nacionales y las importadas, y la redacción de MOTOCICLISMO estaba en la calle Isaac Peral. En la portada de ese número 880, que costaba 200 pesetas, aparecía Carlos Morante probando las Ducati 750 F1, y en el interior Alan Cathcart rodaba con la Bimota Tesi y Pepe López con la BMW con la que Gaston Rahier ganó el Dakar un mes después.

    Estos treinta años en la profesión me han permitido conocer a muchas personas formidables que figuraban entre mis ídolos o directamente habitaban en los pósters de mi habitación, y ahora viven en el recuerdo, mental o digital. En los Grandes Premios llegué a la era de los americanos, y por ello traté a Kevin Schwantz, John Kocinski y Wayne Rainey. No se me olvida la tristeza opresora de aquella tarde de domingo en Misano, cuando cargábamos las motos para rodar la semana siguiente en Laguna Seca, y los comentarios sobre la lesión de Rainey tras el accidente de la mañana circulaban en voz baja por el circuito. Coincidí poco con mi admirado Freddie Spencer y mucho con los dos australianos grandes: Wayne Gardner y Mick Doohan. De entre los de casa, estaban Joan Garriga y sus duelos con la vida y con Sito Pons, y las historias protagonizadas por Carlos Cardús y quienes le rodeaban: su guapísima esposa de origen sueco; George Vukmanovich, el mecánico enano que había trabajado con Erv Kanemoto; o Kel Carruthers. También disfruté de la compañía de Juan López Mella o Luis d’Antín, a quien todos llamábamos Toni. De entre los técnicos, no puedo olvidar lo mucho que aprendí hablando con Antonio Cobas o Gerrit van Witteveen. Y si pasamos a la prensa, me enseñaron Javier Herrero, Claudio Boet, César Agüí, Dennis Noyes y Mike Martínez, y me reí con José Luis Aznar y Julián Companys.

    Para rematar el listado de mitos con los que coincidí, una referencia a Don Francisco X. Bultó: circuito de Albacete, principios de los ’90, tarde de sábado después de los entrenamientos, box lleno de motos medio desmontadas alrededor de las que brujulean pilotos de edades y niveles variados, desde chiquillos a Sete Gibernau. Y en un rincón, señorialmente sentado en una silla plegable, elegante con chaqueta y sombrero, atento a las motos y a los pilotos, repartiendo consejos entre sobrinos y nietos, el mismísimo Don Paco Bultó, el brillante ingeniero de Montesa que se fue a fundar su propia marca para continuar en las carreras. Me habría quedado una vida hablando con él, pero también yo era un piloto privado, y también mi moto estaba medio desmontada en un box.

    Pasando de las personas a los lugares, me doy cuenta de los muchos circuitos estupendos que ahora están arrinconados. De acuerdo que las instalaciones actuales del Jarama son ridículas, y que si Suzuka es peligroso para Salzburgring no quedan palabras. Pero hemos perdido la sensación de coronar la rampa Pegaso en una 500, de hacer la sección de Eau Rouge en Spa, o de encarar la bajada sin peraltes de Donington. Los circuitos anodinos de ahora solo me traen a la cabeza los resultados de las carreras que se disputan en ellos; los circuitos antiguos reavivan sensaciones más variadas. El frío húmedo de Spa incluso en verano, las caras de preocupación de los pilotos de 500 cc en la parrilla de Salzburgring, bajo una lluvia fina que convertía un circuito sin escapatorias en un infierno incrustado en un valle paradisíaco. De Suzuka tengo un recuerdo gastronómico: en 1994, siendo oficiales de Yamaha en 125 cc, ocultamos un jamón en las cajas de las motos, cruzamos medio planeta y muchas aduanas y lo sacamos al montar el box; no hubo empleado, de bajo nivel o directivo, de Yamaha, Dunlop u Öhlins, que no pasara por nuestro box con cualquier excusa para disfrutar del jamón. Y del Jarama recuerdo una sonrisa sorprendida del generalmente inexpresivo Alex Crivillé: charlaba con él tras el último entrenamiento del GP de Yugoslavia de 1991, que la guerra de los Balcanes había trasplantado súbitamente a Madrid; después de hablar de lo que esperaba de la carrera del día siguiente y, mientras cerraba mi libreta de notas, le dije: “Ahora me gustaría hacerte una consulta personal”. Sonrió sorprendido, y continué ya con tono de piloto preocupado: “Alex, la semana que viene corro aquí y los tiempos no me salen. Díme algún truco, por favor”. Me miró y, aun no sé si tomándome en serio, dijo que un punto clave era frenar en la bajada de Bugatti con las ruedas en la cuarta escasa de asfalto que había entre la línea blanca y la tierra. Me quedé pálido: “Es decir, que dices que hay que tirarse cuesta abajo a fondo y frenar la moto en ese palmo de asfalto. Pero si pisas la tierra o la raya, te atizas”. “Claro”, me respondió con naturalidad, “pero así frenas más tarde y con la trazada más redonda abres antes”. Obviamente, él llegó a Campeón del Mundo de 500 y yo puntué en una carrera del Castellano-Manchego de 125.

    No fueron éstos los únicos pilotos grandes con los que compartí experiencias. En los raids internacionales de los años 2007 y 2008 coincidí con los que aun son punteros en el Dakar, como “Nani” Roma y Stephane Peterhansel, dos trabajadores, nobles y simpáticos, como corresponde a su origen endurero. Como muestra del señorío de Peterhansel, esta anécdota: en el Rali Vodafone Transibérico de 2007, salió a probar una evolución del Mitsubishi con unos BF Goodrich nuevos, y muchos puestos más atrás, yo copilotaba a Quique de Dios en un Land Cruiser 90 que tenía casi más años que caballos. En una pista que se retorcía entre cerros cubiertos de pinos que tapaban los precipicios, Peterhansel había rodado monte abajo hasta que los pinos le habían parado; después de que pasáramos los últimos, una grúa le rescató y volvió a la carrera, ya solo para continuar con las pruebas. Mucho después (¿cuántas horas duraba aquel tramo?) el mejor piloto de la historia del Dakar nos alcanzó y, al pasarnos, abrió el trocito deslizante de su ventanilla para sacar la mano y darnos las gracias por cederle el paso. ¡A nosotros!

    Hablar de raids me trae sensaciones de Africa que al menos por ahora no se pueden repetir. Disfruté de los dos últimos dakares africanos, que ahora parecen tan lejanos y se corrieron en 2006 y 2007, y viajé por esos países actualmente tan poco recomendables. Echo de menos la inmensidad vacía de Mauritania, las dunas catedral de Argelia, cruzar el Hoggar, las pistas sin agarre de la sabana de Mali, los baobabs,… ¡Cuánta libertad perdemos con la intolerancia!

    El listado de vehículos que me han dejado huella en este periodo es una buena muestra de mitos, reliquias, aciertos y errores. El BMW M3 E30 aun no era una leyenda cuando lo probé, pero me demostró que la teoría de dinámica de automóviles se puede llevar a la práctica con unos niveles de placer de conducción muy reconfortantes. Las motos de mil de principios de los noventa eran misiles en aquella época y paquidermos a día de hoy, porque más la reducción de peso que el aumento de potencia fueron la clave en la evolución de las motos deportivas en las dos décadas siguientes.

    Otras dos experiencias con motos generaron conclusiones algo más tristes. La Yamaha GTS 1000 fue la primera apuesta de un fabricante generalista por algo distinto al chasis y la horquilla de siempre. Ni de lejos alcanzó los objetivos de ventas, y menos los de abrir camino. Ahora es fácil diagnosticar los motivos, ninguno de los cuales la descalificaba aisladamente: peso, tamaño, precio y comportamiento de la dirección sensible al desgaste del neumático delantero. Pero todos ellos juntos la convertían en una alternativa débil frente a las maravillas que produjo la industria a mediados de los noventa.

    Algo similar le sucedió a Bimota, que creció al calor de un defecto de los japoneses: durante muchos años, los motores japoneses eran superiores en prestaciones y fiabilidad a los del resto, y sus chasis y suspensiones notablemente inferiores. Bimota, que formó su nombre con los apellidos de sus fundadores (Bianchi, Morri y Tamburini) adaptó la tradición de otros fabricantes europeos de chasis, como Harris o Egli, montó un motor japonés en un buen chasis italiano y lo vistió con elegancia. En esa época, disfruté de un día entero en Misano rodando con sus joyas, cuando en Misano se giraba en sentido antihorario. (Unos años después lo alargaron y cambiaron el sentido de giro, con lo que se perdió la secuencia derecha – derecha – horquilla a la izquierda que había tras la recta, y que conducía a una secuencia de curvas a la izquierda cada vez más rápidas, donde hasta un servidor llegaba con soltura a 200 km/h). Lo malo es que los japoneses aprendieron a hacer chasis y suspensiones, y terminaron ofreciendo motos con las prestaciones de una Bimota por menos de la mitad de precio. Los italianos, como reacción, optaron por italianizarse a base de montar motores Ducati no siempre competitivos, en lugar de explorar territorios alternativos como el del lujo, o la exclusividad de las motos a medida o al menos personalizadas. A estas alturas ya no les queda la alternativa de que la compre como juguete un fabricante alemán de coches, porque Audi ya tiene Ducati y Mercedes acaba de hacerse con MV Agusta.

    Si pasamos al capítulo de recuerdos sonoros de vehículos significativos, el protagonismo se lo llevan los motores de dos tiempos, especialmente los de carreras. Ya han pasado por este blog las Aprilia 125 y 250 que me rompieron los esquemas en Mugello, y mi Gilera 125 SP 02 con la que me atreví a afrontar el viaje más largo que puede hacer un motorista: el que hay de la tribuna a la parrilla de salida. Quiero ahora mencionar un instante concreto y un lugar exacto: últimas vueltas del último entrenamiento cronometrado del Gran Premio del ’92 en Brno. No me atrevo a asegurar el nombre del país porque en aquella época cambiaba cada año, aunque creo que en 1990 era la República Socialista de Checoslovaquia, en el ’91 la República Democrática de Checoslovaquia y un año más tarde se habían separado y era simplemente República Checa. El lugar era el final de la subida que hay tras la horquilla de abajo, justo antes del zig-zag que antecede a la recta que termina en las dos curvas de antes de meta. El bosque cerrado aumenta la proporción de oxígeno y genera eco, por eso la Honda NSR 500, unos 160 CV de mala leche sobre dos ruedas, de Wayne Gardner, sonaba grave, profunda, sin ocultar ni la potencia ni las malas intenciones con quien no supiera tratarla. A pesar de lo inclinado de la pendiente subía de vueltas de modo casi violento, y cuando Gardner cortaba para hacer el izquierda – derecha, la mezcla de rugido y silbido del motor desaparecía en un instante, como si el motor hubiera dejado súbitamente de existir. Y le sustituía el silbido rotundo de los Brembo de carbono, y el roce desesperado de los Michelin contra el asfalto, que después de controlar los muchos caballos al salir de la horquilla, se esforzaban en sentido contrario para parar el misil. Todo esto (otro disfrute que ya se ha prohibido) lo oía al borde del guardarraíl, solo unas chapas de acero entre un australiano y una moto japonesa que querían romper las leyes de Newton, y yo.

    La evolución de los chasis y las suspensiones de las motos japonesas y la desaparición de los motores de dos tiempos son solo dos de las muchas evoluciones técnicas que he vivido en estos treinta años. Cuando llegué al sector quedaban algunos platinos y muy pocos coches montaban inyección de combustible, las motos estrenaban neumáticos radiales y nacían las bicis de montaña. Ahora han quedado atrás los carburadores y los frenos de tambor, y empiezan a desaparecer las lámparas halógenas y las bicis con llantas de 26”. En nada el cambio manual de engranajes pasará a los libros de historia, a la vez que llega el coche con célula de combustible y el diesel inicia el declive. ¡Los próximos treinta años van a ser apasionantes!


  • Celica to the Sahara: té a la menta y wifi

    “¡Lo tiene usted como nuevo!”. Maniobraba con cuidado en el muelle 5 del puerto de Algeciras, para que el largo voladizo delantero del Celica no se enganchara en la rampa de acceso al “Ciudad de Málaga”. El empleado de Trasmediterránea me ayudaba con indicaciones mientras observaba el coche con admiración. “Pues va a cumplir 23 años”, le respondí. Y con la seguridad del que basa lo que dice en un recuerdo vivo, me dijo: “Lo sé, monté en uno igual el día de mi Primera Comunión”.

    Era la primera jornada de nuestro viaje al Sahara con el Celica, e íbamos a romper una regla básica de los viajes: no conduzcas de noche por lugares desconocidos. El barco zarpó con retraso, atracó con más retraso, el cruce de la frontera tuvo la tardanza habitual, y nuestro hotel en Tánger era un minúsculo riad en una callejuela de la medina. Y además era sábado por la noche. Cruzar las avenidas de la ville nouvelle, repletas de coches y de gente, requirió decisión y a veces arrojo para meter el morro del Celica en el caos de Mercedes antiguos, Dacias nuevos y autobuses llenos. Atravesar una de las grandes glorietas fue un paso más en la emoción, porque un alcance múltiple había bloqueado una parte, y la otra se liaba por los conductores que miraban un deportivo rojo y bajito que se abría paso entre el caos. A la altura del Grand Socco, el coche casi no cabía en las estrechas calles abarrotadas por igual de chilabas y ropa occidental, subimos por la rue de la Kasbah bordeando la muralla, y ahí se perdía incluso el Google Maps cargado en el iPad. De modo que condujimos hasta que las calles se convirtieron en laberintos peatonales, y dejamos el Celica descansando de la primera etapa, mientras nosotros caminábamos hasta el Riad Albarnous.

    Tánger es ahora una muestra de los extremos económicos y sociales del Marruecos de hoy, que no olvida su pasado de ciudad internacional. El nuevo puerto y las muchas fábricas son los símbolos visibles de la enorme inversión que le ha caído a la zona, en la que ahora se asientan los marroquíes jóvenes, multilingües y con estudios que antes emigraban. Son las consecuencias esperadas del plan de modernización Tánger Metrópoli, que aun añadirá el primer tren de alta velocidad de Africa, que unirá Tánger con Casablanca y que se adjudicó a los franceses sin concurso.

    Ya hay avenidas, buenos pisos, centros comerciales, tiendas de lujo y coches pintones. En el centro se mantienen la kasbah y la medina, solo que limpias y orientadas al negocio, no a la presión sobre los pocos turistas. Y el antiguo puerto comercial tendrá en 2016 amarres para 1.610 yates, frente a un paseo marítimo remozado y domado.

    A la mañana siguiente, nos llovió al pasear por una kasbah aun ajena a estos cambios. Quieren remozarla, y ojalá no la conviertan en un parque temático para los turistas de los yates; me vale con que cumplan con el otro objetivo que se han marcado, que es eliminar atascos como el que nos tragamos ayer para llegar al hotel. Y, sobre todo, que no borren el pasado con el que nos topamos en cada esquina: “Almacenes Alcalá. Tejidos. Novedades”, reza el cartel de una tienda con aire español y sesentero, no lejos de un Café Tingis, en cuyo toldo se lee: “Todo Siempre Rapido Fresco”, así, con el exceso de mayúsculas compensando la falta de tildes y comas. Al borde de la muralla de la medina, el Grand Socco sigue recordando que Tánger fue Zona Internacional desde 1912 hasta la independencia de Marruecos en 1956, con la administración compartida por Francia, España, Gran Bretaña, Portugal, Suecia, Países Bajos, Bélgica, Italia y Estados Unidos. Sentados en las escaleras del Cinema Rif, aun en uso, queda a la derecha el cementerio judío, al borde de la rue du Portugal, y al frente los cementerios cristiano y musulmán, entre la rue d’Italie y la avenue Hassan I. A la izquierda, tras una mezquita, está St. Andrew’s Church, construída en un terreno cedido por la Reina Victoria de Inglaterra. Tiene una mezcla de estilos arquitectónicos y usos religiosos: iglesia anglicana con arcos moriscos, cruces cristianas sin imágenes por respeto al Islam, inscripciones del Corán en alfabeto sufí, bancos de madera sobre fondo de paredes encaladas como en una capilla andaluza. Hasta un mihrab para orar mirando a La Meca y un rincón adaptado a los judíos. El cementerio del jardín acoge la tripulación completa de un avión de la RAF derribado el 31 de Enero de 1945; el tripulante de más edad tenía 21 años. Otras lápidas son biografías de la era colonial: Basil Scott nació en Bombay en 1859 y falleció en Tánger en 1926; William Kirby Green descansa en Tánger desde 1945 tras haber sido el Comisionado de Nyasaland, el actual Malawi.

    Un paseo hasta la ville nouvelle supone disfrutar de un derroche de arquitectura colonial francesa, ver Tarifa desde la Terrasse des Paresseux (la terraza de los perezosos), o degustar un té a la menta en el Grand Café de Paris, frente al impecable Consulado Francés y la oficina de Royal Air Maroc. Algunas calles más abajo languidece, avergonzado tras la preciosa valla de forja, el Gran Teatro Cervantes, que tras su inauguración en 1913 fue el teatro más grande y más conocido del norte de Africa. Hoy parece esperar la muerte, olvidado por su titular, el Estado español. La achacosa fachada, con azulejos, relieves, estatuas y marquesinas, no es más que el anuncio de un interior que fue espléndido.

    Nos anochece con otro té a la menta en la azotea del Albornous. Alrededor, edificios viejos de la medina restaurados para ser hotelitos de capricho al gusto occidental, junto a construcciones decrépitas cuyas terrazas comparten la colada y antenas parabólicas herrumbrosas; algo más lejos, la playa y su paseo marítimo occidentalizado. Y en las afueras, las obras de quince aparcamientos, 25 colegios, un palacio de congresos, hoteles,… Para no olvidar el pasado, en la recepción del hotel está la prenda que le da nombre, una que perteneció al abuelo del propietario: capote de lana, con capucha y mangas, que no se debe confundir con una chilaba, aunque se le parezca, que usaban los pastores para protegerse del frío. Del árabe al’burnous pasó al español para definir una bata de baño.

    Larache está a menos de cien kilómetros en términos geográficos, y a muchos años en situación económica. Fue fundada, ocupada, destruída y reconstruída por varios países en muchas ocasiones, se convirtió en el puerto más importante del protectorado español, y ahí parece haberse acabado la historia. La desembocadura del río Lucus, en cuya orilla izquierda se asienta la ciudad, sigue teniendo el poco calado que dificultó tantas invasiones que acabaron en naufragio, y la autopista del Atlántico parece esquivar la ciudad, lo mismo que las inversiones. Aquí no hay grandes hoteles, menos aun avenidas, y el puerto no es más que pesquero. Mientras disfrutamos de ensalada marroquí, sardinas a la parrilla y té a la menta para dos por 68 dirhams, unos seis Euros, no vemos un solo extranjero. La antigua plaza de España, actual place de la Libération, aun luce preciosos edificios coloniales en estilo neomudéjar. Por la puerta de Bab Barra se llega al zoco de la alcaicería, construído por los españoles en el siglo XVII, donde la ausencia de turistas permite pasear con calma y ver cómo un zoco actual es la versión física del milanuncios.com occidental: se vende todo, nuevo o usado, útil o inútil, incluso aquello que se podría tirar, en la confianza de que a alguien le sirva y se puedan sacar una monedas. Pero eso es todo. Salvo el Consulado de España, el centro de la ciudad es una colección de edificios a punto de caerse, sean coloniales o anteriores, como la fortaleza que los portugueses levantaron en el siglo XVI, y que ahora está a punto de derrumbarse sobre las basuras que la rodean.

    Nuestro alojamiento es el Villa Zahra, un hotel de una habitación (?) ubicado en la orilla derecha del Lucus, propiedad de Philippe de Montbarton, un cocinero francés que tuvo restaurante propio en St. Tropez, se divorció, vino a vivir a Larache, se casó y se convirtió al Islam. Confiesa que hace diez años que no prueba el jamón, pero que cuando en su trabajo lo corta para servirlo, aun siente cómo la boca se le hace agua.

    Casi seiscientos kilómetros de autopista y de lluvia nos hacen falta para llegar a Marrakech. Desde que se abrió la autopista y hasta hace unos años, había que andarse con mil ojos con los vehículos lentos por viejos y la posibilidad de que niños, ganado o niños guiando ganado, la cruzaran. Ahora ese peligro ha desaparecido. Ya no ruedan por aquí los vetustos camiones Berliet o Bedford, ni los Peugeot 504 “pick up” cargados de cabras. Ya no se cruza la autopista a las bravas, porque hay vallas laterales y se están instalando puentes. Pero no hay que bajar la guardia: en cualquier momento un Porsche Cayenne Turbo o similar puede surgir de la nada a velocidades ilegales incluso en Europa.

    Al salir de Larache, con lluvia intensa y niebla intermitente, había encendido las luces del coche, antinieblas incluídas. Un rato después me dí cuenta de que el resto de los vehículos las llevaba todas apagadas. Aun no me había africanizado del todo. Llegando a Marrakech nos concentramos para afrontar el reto del día: cómo encontrar, en una ciudad de 1,6 millones de habitantes, un riad de cinco habitaciones ubicado en una callejuela a la que se llegaba por una calle peatonal a la que se llegaba desde un calle de la medina. La mezcla de Google Maps, sentido de la orientación y fortuna lo permitió: primero, rodando con mil ojos por las avenidas y rotondas de los alrededores, y luego cruzando la muralla por Bab Lalla Aouda Saadia para seguir por Dearb El Aisa y luego por rue Rachidia. Rodábamos despacio para no perdernos, aunque como siempre presionados por el ritmo enloquecido de las motos que te rodean como un enjambre de abejas. Mirando a la vez hacia delante, al iPad y por los retrovisores, vi en un momento que el usuario de la moto que estaba detrás llevaba el caso sin abrochar y conducía con una mano, porque con la otra sujetaba el móvil por el que hablaba. La siguiente vez que miré, era otro tío en otra moto, esta vez con sus retrovisores de varillas doblados hacia dentro para caber por sitios más estrechos. Antes de que la calle adelgazara tanto que el Celica no cupiese, lo aparcamos en un lugar aparentemente seguro y caminamos hasta el riad Djebel, un sosegado oasis de silencio en medio del frenesí de Marrakech.

    Se cumplen ahora 25 años de mi primer viaje a Marruecos, y día a día no puedo evitar las comparaciones entre lo que ví entonces y lo que veo ahora, en 2014. Sí huyo, al menos todo lo que puedo, de establecer juicios de valor sobre si el cambio es a peor o a mejor. Y sin embargo sé que voy a dedicar mucho tiempo de este viaje a esos juicios, como cuando entramos en la plaza Djemaa el Fnaa. Ahora está pavimentada por completo y barrida a diario. Al caer la tarde, antes de que una muchedumbre de turistas la aborde, un ejército de hacendosos marroquíes instala cientos de puestos de frutas, zumos y recuerdos, más decenas de chiringuitos para dar de cenar. Hace años, en medio del polvo y del desorden, vendían hachís e imitaciones de ropa de marca; ahora venden imitaciones de ropa de marca junto a Samsung Galaxy 4 y iPhone 5 (¿reales o también de imitación?). Y los esfuerzos para atraer a los turistas a cenar a cada entoldado son una sucesión de gritos y chistes en varios idiomas. No, no voy a entrar en cuál de las dos plazas es mejor, si no en algo más complejo: lo que los marroquíes ofrecen ahora a los turistas, ¿es más o menos real que lo de antes?, ¿muestran el Marruecos de hoy en día, o lo que los marroquíes creen que sus visitantes esperan?

    Sigo dándole vueltas al asunto a la mañana siguiente, al pasear sin rumbo por la medina y toparnos con las consecuencias de la globalización. Más o menos la mitad de los vendedores lleva el mismo corte de pelo que un futbolista portugués que juega en un equipo español. Más o menos la mitad vende la camiseta de un futbolista argentino que juega en un equipo todavía español. Y todos hablan ininterrumpidamente por el móvil y visten ropa occidental. ¿De verdad son así, es así como quieren llegar a ser, o es un ejercicio de mimetismo con sus clientes para mejorar las ventas?

    Buscamos un regreso a la realidad y al pasado y visitamos la Maison de la Photographie, una formidable colección de fotos del Marruecos de verdad, tomadas entre 1870 y 1950, de antes del colonialismo a casi su final. Es un recorrido por personas, costumbres y vestimentas que ilustra el cambio de un país aislado de Occidente en el siglo XIX y a su rebufo en el XXI. A pesar de ello, hay quien a la vez conserva las tradiciones y vive de ellas, como Bennouna Faissal, que en un local de un callejón cercano ha instalado un telar manual y vende lo que elabora. Eso sí, lo explica en inglés y francés, y ha adaptado su oferta a los gustos de su clientes extranjeros: si los hombres occidentales gustan de llevar en invierno bufanda aunque lo llamen foulard, Bennouna Faissal se los hace, aunque en árabe se llame chal. Y como la lana local es demasiado áspera para los cutis extranjeros, la mezcla con algodón importado. Salimos del local con algunas compras, camino de la excepcional mederssa Ali ben Youssef, en la que hasta 900 estudiantes alojados en 132 pequeñas habitaciones (ciertamente apretados) estudiaban textos legales y religiosos. “Tú que entras por mi puerta, que tus más altas expectativas se vean superadas”, viene a decir el texto que da la bienvenida en la entrada desde el siglo XIV. Y lo cumple con las cúpulas elaboradas con cedro del Atlas, con las mashrabiyyas de los balcones, los ornamentos hispano moriscos del patio, con arcos de estuco, mosaicos policromados y un mihrab en mármol de Carrara.

    Rematamos la búsqueda del Marruecos real en el barrio de los tintoreros, en una zona aun no convertida en parque temático, donde aun usan excremento de paloma para conseguir amoníaco, y tintan de rojo con amapolas, de naranja con azafrán y de azul con índigo.

    Nos vamos a ir de Marrakech y sigo dándole de vueltas a los viajes de ahora y a los de antes. Hemos perdido ese componente de aislamiento que suponía un viaje, ese alejarse del día a día propio y encerrarse en una realidad ajena que marcaba la carencia de comunicaciones. Las llamadas de teléfono se hacían de fijo a fijo, a través de un locutorio con cabinas de madera por las que se colaba el griterío local, con largas demoras y voces cruzadas de telefonistas en varios idiomas que hablaban de retrasos, conexiones y culminaban en un “le pongo con Madrid”. Ahora, cualquier riad, ksar, kasbbah o villa tiene una wifi estupenda, y muchas tardes terminan con un té a la menta mientras la lectura de la prensa occidental en versión digital le deja a uno entre estupefacto y triste, pensando si volver al supuesto progreso de Occidente o quedarse a vivir en un palmeral. (Continuará).