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  • El grano, la paja y You Tube

    El origen de la información necesaria para aprender y comunicarse ha cambiado enormemente en los últimos años, por supuesto no solo en la automoción. Cuando me inicié en este mundo, aun en los ’80, aprendía leyendo revistas españolas y libros ingleses, estos últimos por entonces difíciles de conseguir por aquí. Con el tiempo se comenzaron a publicar buenos libros en español, cayó la calidad de la prensa local y por ello la cambié por la británica, y nació Internet, que en sus inicios tenía futuro aunque no calidad.

    Ese es el motivo por el que se generó una desconfianza hacia los contenidos de Internet y sus alrededores (revistas digitales, blogs, foros, …): no estaban contrastados, muchas veces no documentados y casi siempre se copiaban unos a otros.

    A estas alturas, ya arrancada la segunda década del siglo, la situación ha cambiado, y por ejemplo hay excelentes cursos gratuitos en formato digital, como los que llevo estudiando desde la pasada primavera sobre vehículos eléctricos, sus baterías y movilidad; también hay blogs independientes documentados y fiables, como www.driventowrite.com, que ya va mereciendo una entrada en este blog. Y en You Tube, amén de gritones y fotocopiadores, si separamos el grano de la paja encontramos canales más que interesantes, de los que hoy me permito comentar tres que sigo con interés y casi hasta devoción.

    El primero es Harry’s Garage (El garaje de Harry), en el que Harry Metcalfe cuenta la vida y milagros de su colección de coches y motos, a la vez que prueba vehículos actuales y clásicos. Harry Metcalfe es empresario agrícola más que granjero, y fue promotor inmobiliario y probador de coches para revistas, hasta que en Noviembre de 1998 fundó en el Reino Unido la revista Evo. Su objetivo era dirigirse a los aficionados a la conducción de coches con personalidad, de ahí el lema The thrill of driving, la emoción de conducir. Vendió la propiedad de Evo en Abril de 2001 y dejó de colaborar en ella en 2013.

    Su canal de You Tube Harry’s Garage lleva seis años en marcha, tiene 433.000 suscriptores, alrededor de dos millones y medio de visitas al mes, y cientos de vídeos subidos. Harry suele colgar uno nuevo por quincena, porque reparte su tiempo entre este canal, su garaje y su granja, con cuyas historias alimenta su otro canal Harry’s Farm, la granja de Harry.

    La peculiar colección que alberga el garaje de Harry vale la pena por calidad y por variedad. A día de hoy está formada por 20 coches y 16 motos, e incluye un Lotus Elan de 1969 y un Lotus Esprit igual al de 007 en For your eyes only. No faltan algunos Jaguar poco habituales, como un XJ-S Coupé V 12 manual, un Project 7 y un Project 8, y para rematar el lado británico hay un Rolls Royce Silver Shadow. La parte italiana está excelentemente representada en los dos extremos: un Fiat 500 de los ’50, un Lancia Fulvia Sport V4 de 1972 (estos días en restauración) y nada menos que dos Lamborghini: un Espada y un Countach. El remate es un Ferrari Testarossa.

    El lado de las motos es igualmente original, porque se centra en las versiones de calle de las ganadoras del Dakar africano, de ahí que haya una Honda XR 500 (de 1984) y una Africa Twin (1988), una Yamaha XT 500 y una SuperTenere (de 1989), una BMW GS Paris Dakar Edition (1984) y hasta una Cagiva Elefant 900 (1978). En los últimos meses se han añadido a la colección rarezas como una Honda CBX 1000 (sí, la de seis cilindros) y una Moto Guzzi TT V65.

    Aunque se hace difícil escoger mis vídeos favoritos entre los muchos subidos por Harry, me permito seleccionar tres. El primero tiene para mí un sabor especial, ya que recoge el viaje que Metcalfe hizo a Marruecos en su Ferrari Testarossa, en recuerdo del que la revista Car realizó en 1995 en un Ferrari F512. En aquel inolvidable Ferrari to the Sahara que publicó Richard Bremmer se inspiró Harry para hacer este vídeo, y me inspiré yo para hacer mi Celica to the Sahara, que se contó en este blog en 2014 y 2015.

    Dos vídeos más que me gustaría recomendar relacionan a Harry Metcalfe con los otros dos youtubers a los que quiero hacer mención. A finales de 2020 Harry colgó una grabación en la que compara dos vehículos de ensueño para los aficionados: Ferrari F40 y Lamborghini Countach, e invitó a Frank Stephenson para comentarlo.

    Decir que Frank Stephenson es un excepcional diseñador de automóviles es quedarse corto, y para ello no hay más que repasar las marcas en las que ha trabajado y los vehículos de todo tipo que ha diseñado: en Ford firmó el Escort RS Cosworth (sí, el de ese alerón), y en su paso por el grupo BMW dejó el primer X5 (el E53, ¿el único bonito?) y el primer Mini de BMW. De ahí pasó a Ferrari y Maserati, donde dejó como huella el GranSport, el MC12, el FXX y el F430. En el grupo Fiat merece ser recordado por el Punto, el Bravo y, muy especialmente, el 500, que se ha convertido desde entonces en la salvación de Fiat. Y acabó en McLaren, para generar la imagen de la marca más todos los modelos desde el MP4-12C hasta el 720S.

    El vídeo con Harry Metcalfe es casi una hora de sabiduría automovilística, en el que repasan temas de lo más variados: Frank recuerda la correcta pronunciación de Countach, en el dialecto piamontés que oía cuando trabajaba en Maranello, y analiza su diseño origami, consecuencia del cambio de lenguaje que Marcello Gandini buscaba tras el Miura. Sobre el F40 alaban la cubierta transparente del motor y sus salidas de aire por su doble función: permiten disfrutar de la visión de un motor precioso, y evacúan el calor que genera.

    La conversación entre dos personas con tanta experiencia detrás es deliciosa, y me permito destacar, para terminar, la historia de la salida del escape de Mini de 2000, sobre la que Frank le cuenta a Harry: “La noche antes de la presentación a la dirección de BMW estábamos acabando la maqueta de arcilla del Mini a tamaño real. Eramos cuatro modelistas, su jefe, y yo, el aspecto del coche era formidable, estábamos muy contentos y nos tomamos algo para celebrarlo. Como a las cuatro de la mañana dije que me iba a casa a descansar, quedaban solo seis horas para la presentación, y me di una última vuelta alrededor de la maqueta. Me quedé helado al ver que faltaba la salida del escape. Habíamos hecho todo, los retrovisores, los limpias, los tiradores de las puertas, … pero faltaba el escape. ¡Imagínate! Fui a Colin, el jefe de los modelistas, lo hablamos, recordamos cómo era el escape tan bonito del Mini original. Entonces cogí la lata de cerveza que Colin aun tenía en la mano, corté el extremo, lo pulí para dejar el aluminio a la vista y la empotré en la arcilla. Colin, medio borracho, me dijo que era la salida de escape más bonita que había visto nunca. Al día siguiente la presentación fue muy bien; Chris Bangle (entonces jefe de diseño del grupo BMW) me felicitó, pero añadió: “Frank, nunca, nunca más, desperdicies tanto tiempo de los modelistas haciendo una salida de escape tan detallada en una maqueta”. Me dio vergüenza decir la verdad y durante seis años de producción el Mini Cooper llevó una salida de escape que tenía la forma de un trozo de lata de cerveza”.

    Para ser un diseñador como Frank Stephenson, el segundo youtuber al que me quiero referir, es imprescindible partir de una cierta situación personal. Porque para adaptarse al diseño de utilitarios, deportivos y SUVs de marcas italianas, alemanas y británicas, generalistas y exclusivas, hace falta tener la mente abierta a culturas y puntos de vista. Stephenson nació el 3 de Octubre de 1959 en Casablanca (Marruecos), hijo de noruego con ciudadanía estadounidense, y española. Como suele recordar, nació el día en que el Mini de Alec Issigonis se presentó en el Salón de Londres. Vivió en Estambul, Madrid y Málaga, para luego dedicarse durante seis años al motocross y terminar estudiando diseño en el Art Center College of Design de Pasadena (California, EE.UU.). Habla inglés, noruego, español, árabe, alemán e italiano.

    Los vídeos de su canal están mayoritariamente grabados en el estudio de su casa en el Reino Unido, cerca de la sede de McLaren, y en ellos se deja ver claramente que practica dos aficiones no bien vistas por algunos a día de hoy: fuma puros y bebe buen whisky escocés.

    También en el caso de Stephenson se me hace complicado seleccionar sus mejores vídeos. Habría que destacar la serie en que explica cómo diseñó los coches que le han hecho conocido, desde el Fiat 500 al McLaren P1, o aquello en que comenta constructivamente las ideas que recibe de jóvenes que quieren ser diseñadores. Sin embargo, me gustaría centrarme en tres vídeos en los que se hace evidente el respeto que siente hacia los diseños ajenos, le gusten o no. En el otoño pasado comentó el entonces recién lanzado BMW Serie 4, código de modelo G22. Con diplomacia señaló que el perfil pierde gran parte de las características de diseño, especialmente el Hoffmeister kink. Y al llegar al polémico frontal, a esa nueva interpretación desproporcionada de los tradicionales riñones de BMW, habla de que no encaja con el resto de las formas del vehículo, que parece que se acordaron en el último momento de la matrícula, que el tamaño es innecesariamente grande, que no parece que viene de BMW, …

    Esta delicadeza con su antiguo empleador desaparece en el vídeo que dedica al Tesla Cybertruck. Le aplica comentarios como que nace viejo, que desconoce el pasado, que es demasiado parecido a otros coches (como el Citroën Karim de 1980), que es reflejo de una visión paranoica del futuro y que, por supuesto, no es homologable, por la falta de protección a peatones.

    En el tercer vídeo a destacar comienza recordando algo que le sucedió exactamente el 19 de Marzo de 1969, cuando paseaba de la mano de su padre por el bulevar Mohamed V de Casablanca, donde había nacido diez años antes: “De repente me topé con un objeto que cambió el modo en que veía el mundo. Y eso objeto era nada menos que el Jaguar Tipo E Serie 1 coupé”. Y sigue: “Mi padre me tuvo que alejar a rastras de aquel coche, estaba a punto de llorar”.

    Y a continuación describe en el vídeo, paseando alrededor de un Tipo E en estado de concurso, las virtudes del coche, mientras menciona qué modificaría para dejarlo a su gusto. Simplemente con un bolígrafo BIC y un folio dibuja un estupendo tres cuartos delantero, que remata en su estudio con rotuladores de colores. El resultado es una respetuosa reinterpretación de un clásico, que mantiene tanto las proporciones como los rasgos más característicos (pilares finos, aletas delanteras casi tubulares que se funden con el perfil, …) a la vez que lo hace más fluido y homogéneo, más simple sin perder elegancia.

    El tercer vídeo de Harry Metcalfe que me gustaría destacar trata de la recogida de su Lamborghini Espada del taller de Iain Tyrrell, tras una cuidadosa restauración de su motor V12. Es el último vídeo de una serie de siete en la que narra el proceso de recuperación de un vehículo poco habitual, usualmente ignorado y en la realidad tremendamente atractivo. Mantiene el tono cercano y afable de sus vídeos, propio de una aficionado a los coches dirigiéndose a aficionados a los coches; cuando entra en el taller de Iain dice: ”Me siento como un niño en una tienda de chuches cada vez que entro aquí”. Es el hablar ilusionado de Harry, que transmite con sinceridad su opinión sobre los coches y las motos que posee y sobre los que prueba.

    Y es Iain Tyrrell el creador del tercer canal de YouTube al que quiero hacer mención. Tyrrel empezó como aprendiz de mecánico en un servicio Bentley y Rolls Royce con 19 años, y con 21 fundó Tyrrell Engineering, para centrarse en el mantenimiento, mejora y restauración de vehículos clásicos y de altas prestaciones. En los ’90 Rolls Royce Motors le contrató para hacer trabajos en garantía sin ser Concesionario de la marca, algo poco frecuente en el sector. De 2004 a 2008 se responsabilizó de Cheshire Classic Cars, y va a hacer tres años que fundó Iain Tyrrell Consulting. Ha restaurado de todo, ha sido contratado como asesor o perito en compras, ventas, restauraciones, juicios, mediaciones y concursos de elegancia. Además, y a título de aficionado, canta y es actor, lo que tiene como consecuencia en sus vídeos de coches que la dicción y el lenguaje corporal son impecables.

    La mayoría de los vídeos están rodados en su taller, rodeado por tanto de coches con trabajos en curso que generan enorme envidia. A pesar de la juventud de su canal, ya ha pasado de los 80.000 suscriptores.

    Igualmente en este caso cuesta destacar algún vídeo sobre los demás, de modo que los escojo por razones subjetivas y por su variedad. Me gusta la serie en que aborda la restauración de un Lamborghini Miura que había estado sin usos muchos años, y que se había vendido en una subasta por 1,25 millones de libras esterlinas. Otro asunto referido a coches exclusivos es la recuperación de la potencia perdida en un precioso Ferrari 456GT: parecería una labor de semanas dedicadas a la reparación compleja de un motor complejo, pero no, porque la experiencia de Iain le hace centrarse en algo tan elemental como los cables del acelerador. El motor V12 del 456GT tiene dos, uno por bancada, que no siempre se estiran por igual, por lo que alguna mariposa, o las dos, no llegan a abrir por completo. No hay más que regular el tope de recorrido para que ambas mariposas abran al máximo. Así de fácil.

    También son estupendos los vídeos en que Iain trata de coches más mundanos, sobre los que del mismo modo muestra un conocimiento profundo, como el Citroën CX25 GTi Turbo, el Rover SD1 Vitesse o el Saab 900 Turbo 16S.

    Con todo, la historia más impactante, completa e intensa del canal es la del Lamborghini Miura que se utilizó en el rodaje de la película The Italian Job, de 1969, protagonizada por Michael Caine. En la secuencia inicial, en esos cuatro minutos inolvidables, un Miura de color naranja recorre una carretera de los Alpes; es una delicia para los aficionados a la naturaleza y, muy especialmente, para aquellos que disfrutamos de los vehículos deportivos en las carreteras de montaña. La secuencia quedó grabada en la mente de muchos mitómanos, a la vez que se perdía la pista al coche que la protagoniza.

    Alrededor de 2015 se localizó en un garaje de París un Miura que podía ser el de The Italian Job, y le encargaron a Iain Tyrrell la labor de confirmarlo o desmentirlo. Con sus conocimientos y la copiosa documentación que conserva sobre la marca, su conclusión fue favorable. Y posteriormente, apoyándose en sus razonamientos, Automobili Lamborghini certificó por escrito que así era.

    Hasta aquí la historia ya era suficientemente interesante, solo que quedaba un paso más: le ofrecieron a Iain conducir el Miura por exactamente la misma carretera en la que se rodó la secuencia, prácticamente convertir en realidad un sueño de adolescente. Y aprovechó la oportunidad por duplicado, ya que no solo condujo el Miura; dada su afición a cantar, grabó en un estudio su versión de On days like these, la canción de Quincy Jones que, interpretada por Matt Monro, se utiliza como música de fondo: On days like these / when skies are blue / and fields are green / I look around and think about / what might has been… (En días así, cuando el cielo es azul y el campo verde, miro alrededor y pienso en lo que podía haber sido).

    A pesar de las limitaciones de todo británico a la hora de expresar los sentimientos, Iain se ríe abiertamente mientras disfruta del Miura, del paisaje y del momento irrepetible que vive.

    “Y cuando parecía que las cosas no podían mejorar”, comenta a continuación, “mejoraron. Otra vez”. Porque acto seguido le invitan a ir en el Miura a casa de Marcello Gandini, el respetadísimo diseñador del coche, y de otros muchos coches extraordinarios, para tener una charla con él. Maravillan el respeto y la admiración con que Iain trata a Mr. Gandini, y el agradecimiento de éste a quien ha dedicado parte de su vida a cuidar algunos de los coches que diseñó. La conversación entre ambos, en una deliciosa mezcla de italiano e inglés, es un repaso delicado y en primera persona al nacimiento de un coche que marcó la historia del automóvil, por la que pasan Ferruccio Lamborghini, Gianpaolo Dallara, Nuccio Bertone y Paolo Stanzani. Ahí es nada.

    Ojalá los tres youtubers, Harry Metcalfe, Frank Stephenson e Iain Tyrrell sigan deleitándonos con sus vídeos y sus historias mucho tiempo.


  • El parque móvil en 2020

    También para mi parque móvil, 2020 ha sido el año del coronavirus. Ha influido en las dificultades para utilizar los vehículos día a día y para viajar, para comprarlos y venderlos, para competir con ellos, …

    Aun así, hubo interesantes novedades durante el año, que arrancaron exactamente el 16 de Enero. Ese día entró en mi garaje el primer Lexus que se iba a quedar a vivir en él unos cuantos meses (no días), y la primera moto desde que en 2002 vendí la Honda CBR 1000 F de 1991.

    El Lexus UX 250 h es un vehículo irregular, con detalles estupendos acompañados de lagunas impropias de un coche del segmento premium que tiene dentro de casa la dura competencia de los Toyota C-HR y Corolla. Entre los puntos a favor destacan los excelentes materiales del interior, los bajos niveles de NVH o un diseño diferente, sin entrar en valoraciones subjetivas. Igualmente tiene detalles tan estupendos como una tapa de guantera central que se abre hacia los dos lados, lo que facilita su uso por el conductor y el pasajero; dos tomas USB más una tradicional de 12 voltios, o un lector de CDs. Podemos añadir a los puntos a favor la exclusividad (a días de hoy todo el mundo tiene un BMW, un Audi o un Mercedes), el excelente comportamiento dinámico propio de la estructura TNGA de Toyota o los bajos consumos asociados a la tecnología híbrida de cuarta generación del fabricante. No quiero olvidar que el sistema de aviso de abandono de carril no activa un incómodo pitido, si no una discreta vibración en el volante; igualmente efectiva y bastante más discreta.

    Sin embargo, su habitabilidad interior, especialmente en el maletero, no es la que se espera de un vehículo de 4,5 metros de longitud, y su equipamiento, en relación al precio, está sorprendentemente por debajo de lo que ofrecen sus primos de Toyota: le faltan el sistema de aparcamiento automático, la apertura sin llave y el plegado automático de espejos exteriores al cerrar las puertas. Además, la bandeja superior flexible del maletero es poco premium, y el diseño interior tiene una mezcla heterogénea de botones táctiles y digitales, de tipografías y de formas, como si toda la energía de los diseñadores se hubiera agotado en un exterior creativo y diferente y en algunas de las formas interiores.

    Este año raro me ha impedido hacer el uso normal del UX que me permitiría juzgarle con pleno conocimiento de causa; aun así, hay puntos novedosos que vale la pena mencionar. La incorporación de Android Auto y Apple Car Play convierte la pantalla del vehículo en una extensión de la del teléfono, con lo que disfrutaba de una vista en grande de las explicaciones del navegador Waze en esos primeros días de 2020 en que aun iba y volvía de la oficina en medio de atascos estremecedores. En esos atascos del pasado se mantenía la ventaja de comodidad del sistema híbrido, y en el único viaje del año que merece tal nombre, la comodidad y el silencio de marcha en autovía a velocidades un poquito por encima de las legales permitía llegar descansado al destino.

    La conclusión algo incómoda es que, dada la calidad y el precio de un C-HR o un Corolla, para mis gustos y necesidades el UX está en una posición comprometida.

    A finales del 2019, esos atascos ya obsesivos para ir y volver del trabajo habían pasado de incomodidad anecdótica a problema estructural: un mínimo de dos horas por cada día laborable, que llegaban fácilmente a tres, y me castigaban con madrugones crueles y llegadas a casa tardías y malhumoradas. El primer remedio que se me ocurrió fue un scooter sencillo de segunda mano, pero supondría el riesgo de rodar por los arcenes o entre coches sin el placer de una moto. Y no me iba a apetecer salir los fines de semana a hacer curvas con él, luego lo iba a percibir como un gasto para ir a trabajar con menos esfuerzo, y no como una inversión para disfrutar.

    Después de pensarlo mucho y consultarlo bastante, acabé en un Concesionario BMW Motorrad para probar una F 750 GS. ¿Y por qué no una 850? Para hacer solo carretera, la 750 es más recomendable, por tener menor recorrido de suspensiones y neumáticos de carretera. ¿Y por qué no una boxer? Porque son demasiado de todo para lo que necesito: grandes, potentes, caras y pesadas.

    Los primeros metros de mi prueba con la F 750 GS fueron de una pa-to-si-dad extrema después de 17 años sin montar en moto. Luego me ayudó mucho su bondad, con un motor suave desde 4.000 rpm (por debajo tiene la tosquedad propia de un bicilíndrico), un chasis fácil de llevar, las suspensiones suaves, la respuesta lineal al puño y un manillar ancho sin excesos. Y eso que el día de la prueba se encontraba en el epicentro de la semana del Black Friday, y al caer la tarde el tráfico era una pesadilla. Eso sí, comprobé que en atascos urbanos y deslizándome entre coches la moto era fácil de usar a pesar del peso y del tamaño.

    Lo otro que aprendí ese día, dentro del Concesionario BMW compartido entre motos y coches, es que no son premium ni la marca ni la experiencia de cliente: cada coche expuesto tenía sobre su parabrisas una cartulina con colores no corporativos en la que solo figuraban, escritos a mano, el PVP y el descuento. Me apenó esa sensación de mercado persa, de baratillo, de degradar la sensación de compra premium; casi me dolió ver a un señorial Serie 7 soportando estoicamente un cartel humillante, que rebajaba su precio esos días en 40.000 €. A su lado, un novísimo Z4 2019 tenía un cartel similar, con sus 8.000 € de descuento bien visibles. ¡Qué pena!

    Respecto a la GS, tenía dudas sobre los extras disponibles, individualmente o agrupados. No todos me parecían necesarios, y casi todos se me hacían caros, como el silenciador Akrapovic (492,23 € sin IVA). Los extras agrupados me planteaban una duda clara: en todos ellos encontraba algún elemento interesante (caballete central o luces de LEDes) emparejados a otros claramente prescindibles (control de presión de neumáticos o modos de conducción PRO), solo que no se podían escoger individualmente. O todos o ninguno.

    Pues con todos los extras menos el descuento promocional de fin de año, la oferta que recibí estaba algo por encima de los doce mil Euros. De ahí que negociara una unidad con los extras que me interesaban, llegara a un acuerdo en precio y plazo de entrega, y me despidiera (se acababa el mes de Diciembre de 2019) deseando feliz Navidad y próspero 2020, ya que debía recoger la GS según la había especificado a mediados de Enero. Solo que a primera hora del día siguiente recibí por teléfono una oferta contundente: una unidad con todos los extras, incluso los que había desechado, por un precio inferior al acordado la tarde anterior por una moto solo con algunas opciones. No dudé en firmar.

    Una vez recogida mi moto resplandeciente, el mismo día del estreno del Lexus UX, los primeros kilómetros supusieron un cúmulo de sensaciones. Por ejemplo, confirmar desde la visión de la moto que en los atascos los automovilistas leen el periódico, desayunan, se maquillan, envían mensajes, … y a veces hasta conducen. También que algunos motoristas, en medios de esos mismos atascos, circulan por los arcenes a velocidades para mí insanas. Por prudencia, cuando esto me sucedía, me echaba a un lado en el primer hueco y les dejaba pasar.

    Sobre la moto, me gustó la reacción al puño de gas y a la posición de conducción en las curvas para hacer la trazada menos física: en lugar de meterla y sacarla de las curvas solo tirando del manillar, es más ágil y más fluido hacerlo con el gas y metiendo algo el cuerpo hacia el interior de la curva. También me sorprendió la sensación de aplomo en el apoyo de la rueda delantera.

    Con el tiempo detecté la sensibilidad de la dirección a la presión de la rueda delantera: 200 gramos por debajo de lo ideal volvían a la GS cabezona y lenta de reacciones. Y aprendí las ventajas del ESA, el electronic suspension adjustment, que permite ajustar precarga y el hidráulico de la suspensión trasera desde el puño izquierdo del manillar. Antes de salir de casa yendo solo selecciono precarga para piloto y ajuste Dynamic, y me garantizo poca transferencia de pesos en las aceleraciones sin llevar la incomodidad de muelles duros o mucha precarga. Y si alguien me acompaña para dar un paseo, escojo precarga para dos con hidráulicos en Comfort, y sin hundir las suspensiones tengo hidráulicos enérgicos.

    La siguiente lección la sabía antes de haber recogido la moto del Concesionario: protección aerodinámica tirando a nula, porque el trabajo lo hacía una mínima cúpula que apenas llegaba a tapar la pantalla digital. Con el uso comprobé que por encima de 90 km/h había incomodidad, y pasar de 120 obligaba a agacharse en exceso. Por eso los Reyes Magos se pasaron por el almacén de Wunderlich, la empresa alemana que fabrica y comercializa un desbordante catálogo de accesorios para motos BMW, y escogieron una cúpula Marathon. La enorme caja que me entregó el repartidor dejaba claro el cuidado con se había embalado el producto, lo mismo que su calidad: en una enorme bolsa de tela, que se puede reutilizar para transportar ropa en la maleta, venían la cúpula bien protegida y una cajita de cartón con sus soportes, pasta fija tornillos, y todos los tornillos necesarios, impecablemente mecanizados y con cabeza Torx. Además, unas instrucciones para aclarar el sencillo montaje, pero de las que se entienden, no como las que vienen en muchos productos chinos.

    Después de disfrutar del proceso de montaje, salí a probar y descubrí la enorme diferencia: ahora el viento golpea, yendo erguido, a la altura de la pantalla del caso, no en mitad del pecho, por lo que agachándose un mínimo se rueda con comodidad por encima de 120 km/h. La única pega que le puedo poner a la cúpula es estética, pero queda compensada de sobras por su eficacia.

    A mediados de Julio, con los mil primeros kilómetros recorridos a pesar de confinamientos y pandemias, tocaba la primera revisión. Telefoneé al Concesionario BMW en el que la había comprado para pedir cita, y me dijeron, amablemente, eso sí, que como estaban en un ERTE trabajaban pocas horas y daban fecha para mediados de Agosto. Con una leve insistencia, y dado que era la primera revisión, me hicieron un hueco y me reservaron una moto de sustitución.

    En el momento de la recepción actuaron con trato casi premium, y explicaron el trabajo a realizar respondiendo a la normativa de recepcionistas de BMW Motorrad y a las normas del Covid-19. Según lo prometido, a la mañana siguiente me llamaron para decirme que ya estaba lista y podía recogerla. Y en la recogida fueron especialmente didácticos con explicaciones y consejos, y solo puedo reprocharles que la tarifa aplicada fuera claramente premium.

    Por cierto, la moto de sustitución fue el scooter monocilíndrico de la marca, algo perezoso en baja, pero que no se privaba de hacer 120 km/h con soltura en cuanto encontraba el hueco. Puedo quejarme de la poca estabilidad direccional en frenadas fuertes, y de los frenos de la unidad probada mal regulados: la maneta delantera tenía exceso de recorrido y potencia solo media, y la trasera en pocos milímetros frenaba con rabia. Eso sí, la capacidad de carga ponía en apuros a algunos coches de segmento A.

    Igualmente la vida de la Orbea Oiz en 2020 quedó condicionada por el coronavirus, porque el confinamiento limitó su uso y prácticamente toda la temporada de carreras quedó suspendida. Antes de que se parara el mundo me había inscrito en La Matanza, una prueba con fama de buena organización y recorrido espectacular aunque difícil. El punto clave de lo que me pasó en esa gélida mañana de Enero consistió en la mezcla de la dificultad del recorrido con un viento fuerte y racheado: cada vez que salía de una zona protegida por rocas o árboles, el viento me tambaleaba, y me daba miedo que me tirara en zonas de escalones o roca suelta. Con casi una hora de carrera llegó una caída en la única zona sin piedras desde la salida, y empecé a preocuparme. Y media hora después, en una zona de inacabables losas de granito, un participante que rodaba por delante de mi acabó igualmente en el suelo. No tenía ganas de volver a casa vendado y en una ambulancia de Protección Civil, justo en aquel punto veía, unos kilómetros a la derecha, el pueblo de Valdemanco, donde estaba aparcado mi Lexus UX, y monte arriba me parecía adivinar una carretera que debía llevar al pueblo. Decidí que era mejor aparcar el amor propio y optar por la seguridad, y por segunda vez en mi vida me retiré de una carrera de bicis de montaña.

    De haber sabido lo que iba a suceder en el mundo dos meses después, quizá la decisión hubiera sido otra. Y a lo mejor habría empezado el confinamiento escayolado.

    Una vez encerrado en casa, como sustituto de las salidas de verdad y para descargar tensión, me entregué con insistencia a la bici estática, una especie de tortura para los amantes de los espacios libres. El uso fue tan exhaustivo, que en Abril batí dos tristes récords: 184,4 km de bici estática en un mes, y ninguno con la Orbea. El total del año es igualmente significativo, porque es la primera vez, desde que tengo registros, en que he “recorrido” más kilómetros con la estática (809,7 km) que con la real (695,2 km).

    La mínima revancha tuvo lugar en Noviembre, cuando participé en la marcha del Festibike, la feria de la bicicleta que había sido primero aplazada y luego suspendida. Las lluvias y la poca colaboración de los ayuntamientos forzaron al organizador a cambiar el recorrido varias veces durante la semana previa; es más, la noche anterior lo cambiaron de nuevo. La combinación de terreno blando, con barro y nulo agarre a ratos, con los desniveles y la baja forma por el entrenamiento descolocado, tuvieron como consecuencia un sabor agridulce: sí, había participado, y llegado a meta, pero con sufrimiento y cansancio.

    Eso sí, 2021 será el año de la revancha, y ya estoy inscrito para la prueba conmemorativa del XXX aniversario de la Clásica de Valdemorillo.

    Otro de los puntos clave del parque móvil en el año de Covid fue la venta del Land Cruiser HDJ80, cerrada finalmente en Septiembre después de casi dos años de esfuerzos. Muchos de los curiosos detalles de ese proceso se contaron en una anterior de entrada de este blog. La consecuencia inmediata de la venta del Land Cruiser es que mi parque móvil está en mínimos desde hace dos décadas, con un garaje con cierta tristeza por los huecos. Con la economía en fase de incertidumbre no es momento de aventuras, solo de mantenerse al día de la evolución del mercado. Sí tengo claro que el mundo de la automoción está cambiando, y pasan a ser especies en peligro de extinción los vehículos con motor térmico y cambio manual. Por ello, el pliego de condiciones que ha de cumplir el vehículo que ocupe el hueco del garaje empieza por motor de gasolina, atmosférico, con un mínimo de seis cilindros. Y continua por un cambio manual, propulsión trasera y poca electrónica. Además, debe ofrecer muchas sensaciones y elevada implicación al conductor, sin olvidar que debe ser una compra emocional, un flechazo que ilusione. Como remate, debe ser un vehículo con la fiabilidad necesaria para permitir un uso frecuente, lo que se expresa en un mínimo de comodidad, maletero para un equipaje de fin de semana largo de dos personas, aire acondicionado y calefacción que funcionen, y una relación impecablemente directa entre girar la llave de contacto y que el motor arranque. No hay tantos candidatos que cumplan todas las condiciones, quizá en doce meses uno de ellos esté en mi garaje.


  • Cien años y un libro

    Por supuesto que no tenía en mente que en 2023 se cumplen cien años de la primera moto BMW. Esa fue una de las sorpresas que incluía el correo electrónico que el pasado mes de Enero de 2020 me envió un conocido. El texto empezaba por ahí, por el centenario, y continuaba contándome que había decidido escribir y editar un libro conmemorativo, uno de esos que tanto me gustan, con formato grande, tapas duras, papel bueno y muchas fotos, de los que se leen con detenimiento y se consultan con frecuencia.

    Tengo en casa unos cuantos de este tipo que compré ilusionado, leí con interés y repaso de vez en cuando, y de algunos he hablado en este blog: la historia de Aston Martin contada por Ulrich Bez (lo compré en la librería que hay frente a la entrada antigua de la fábrica Ferrari en Maranello), la trilogía de Paolo Tuminelli (conseguida en baratillos), y los del Toyota 2000 GT (me hice con él en el museo de Toyota en Japón) y el McLaren F1 (localizado en una librería de Sidney o Melbourne, no lo recuerdo bien).

    El correo me proponía que escribiera la parte técnica del libro. En concreto, un resumen de los avances técnicos de las motos BMW en cada una de las diez décadas.

    Los nombres de los otros dos autores del libro eran a la vez un seguro de éxito y una motivación para estar al nivel. El primero, quien lo promovía y me lo proponía era Gustavo Cuervo, profesional de montar en moto, si se permite la expresión: Gustavo pilota las motos que llevan las cámaras de las vueltas ciclistas o los maratones de las cinco últimas olimpiadas, y organiza viajes en moto por todo el mundo. Y lo de todo el mundo no es una frase hecha, es una expresión geográficamente precisa. El otro autor iba a ser Juan Pedro de la Torre, probablemente el periodista más respetado y documentado en el campo de las competiciones en moto en España. Aunque podría poner ejemplos variados para demostrarlo, prefiero hacerlo con una anécdota: Angel Nieto se retiró de la competición como piloto y siguió ligado al Mundial como jefe de equipo o comentarista de televisión, con lo que supone de tertulias en los circuitos al caer la tarde. Cuando en una de esas charlas informales salía una duda del tipo de si Angel terminó segundo o tercero en el G.P. de Alemania de 125 cc de, digamos, 1978, el Maestro zanjaba la discusión sacando el móvil, marcando el número de Juan Pedro y preguntando, con su acento castizo: “Jotapé, ¿cómo acabé en Alemania en el ’78 con la 125?” Y Juan Pedro le recordaba al Maestro que ganó con la Minarelli por delante de Thierry Espié, un rato después de hacer segundo en 50 cc con la Bultaco por detrás de Tormo. Y que se corrió en el antiguo Nürburgring.

    Sentí a la vez alegría por el ofrecimiento, vértigo por la responsabilidad e ilusión ante la posibilidad de añadir otro libro a mi estantería, solo que esta vez con mi nombre en la cubierta. Estaba dándole vueltas más que a la posibilidad de aceptar la oferta, a de dónde iba a sacar el tiempo necesario para documentarme y redactar, cuando el mundo se paró: el coronavirus nos iba a encerrar en casa durante un tiempo indefinido y, repentinamente, aparecieron ante mí las horas necesarias para documentar y escribir cien años de historia.

    Lo primero fue localizar las fuentes de información, un punto delicado en la era de Internet, donde se publica de todo sin contrastar, y rato después media docena de webs lo han copiado. Por ello basé los datos de los primeros años en un curioso libro que me regalaron nada menos que en Junio de 1984, una historia no oficial de BMW titulada “Libertad sobre dos ruedas. BMW. Carácter de una marca de motocicletas”, escrito por Gerold Lingnau, economista y redactor de motor del Frankfunter Allgemeine Zeitung. Me resultó útil por el añadido de sinceridad al no ser una historia oficial, y por lo detallado de los índices de nombres y modelos.

    El archivo oficial de BMW y su página de prensa resultaron prácticos porque incluyen fotografías antiguas o muy antiguas, además de dossieres de prensa llenos de detalles interesante.

    Para los modelos más actuales y sus interioridades técnicas fueron ilustrativos los artículos de Kevin Cameron en las revistas estadounidenses, especialmente porque Cameron no copia esos dossieres de prensa, si no que pregunta los porqués a los ingenieros que han diseñado las motos.

    Por último, el descubrimiento de cara a organizar la cronología y las fichas técnicas por modelos fue una oscura página web que, bajo el nombre www.bmbikes.co.uk/bmwmodels.htm, ofrece un filón de datos en forma de cientos de fichas técnicas, en las que no fui capaz de encontrar una sola incorrección.

    Con todo esto, dediqué las primeras semanas de documentación y confinamiento a elaborar un listado de modelos y sus principales características técnicas, que me permitiera estructurar un capítulo por década. Y para coordinar el trabajo con Gustavo y Juan Pedro, recurrimos a las reuniones digitales, de las que salió un planillo del libro que iba evolucionando según avanzábamos en las labores de documentación.

    Terminado el confinamiento de la primavera celebramos nuestra primera y única reunión en persona, en la que decidimos lanzar el libro precisamente para estas fechas, la Navidad de 2020 a 2021. Eso suponía terminar de entregar textos a finales de Septiembre, lo que no significaba nada grave: el coronavirus había eliminado de nuestras vidas tanto los atascos para ir a trabajar como los viajes de ocio, y todo ello despejaba las muchas horas necesarias para redactar y escoger fotos.

    Elaboramos entre los tres un pequeño libro de estilo, decidimos añadir un capítulo para la técnica de la inolvidable BMW R 75, conocida como “Guerra”, y el verano pasó escribiendo según el índice final, que incluía el número de páginas de cada capítulo, y seleccionando fotos de entre las muchísimas disponibles.

    Poco después llegaron las primeras maquetas del excelente diseño de Javier Jiménez de Molina, un diseñador gráfico que supo entender el concepto a transmitir por ser motorista, una propuesta de portada que se quedó en proyecto y la portada final . Y cuando me quise dar cuenta, el libro salía de la imprenta, se convocaba una rueda de prensa (digital, claro) y una charla (en Facebook) para presentarlo a los medios de comunicación primero y al público en general después.

    Qué sensación más agradable charlar de nuevo con algunos colegas de la prensa del Mundial de los ’90, hablando en esta ocasión de motos BMW antiguas y actuales, y volver al eterno tema de los vehículos con carácter y los modernos.

    Cuando finalmente tuve el libro físico en mis manos, las sensaciones fueron variadas. Por un lado, el orgullo del trabajo bien hecho y la satisfacción del deber cumplido; por otro la humildad, que me impedía ubicarlo entre aquellos otros libros que había tomado como referencia. Leerlo me llevó, claro, a descubrir algún error y unos cuantos lugares de posibles mejoras; me lo guardo todo ello para una posible segunda edición. Y una vez leído, y acompañado de la modestia, lo he colocado en la estantería en la zona de libros con formato grande, tapas duras, papel bueno y muchas fotos, de los que se leen con detenimiento y se consultan con frecuencia, justo entre la historia del Land Cruiser y la autobiografía de Ulrich Bez.


  • No era mi intención

    Cómo iba a serlo. El viaje estaba saliendo de maravilla, y no había por qué darle un final amargo. Tenía la sensación de que aquella fabulosa Honda Pan European ST1100 y yo llevábamos meses haciendo honor a su nombre, y casi era verdad. Acababa la tercera semana de viaje y habíamos recorrido Alemania, Hungría, la República Checa y Austria, y no faltaba más que volver a casa. Me resultó muy agradable la estancia en Munich, un lugar por el que tengo debilidad. A continuación nos fuimos a dos Grandes Premios consecutivos, los de Brno y Hungaroring, y recordé aquellos tiempos en que viajaba en moto a los circuitos, como un aficionado. Esta vez cubría la información para Motociclismo, y llevaba en el bolsillo el soñado pase de prensa.

    El remate del viaje fue Viena, aunque terminé durmiendo en una ciudad llamada Baden, 30 kilómetros al sur, porque la capital, en los últimos días de Agosto, tenía ocupado cualquier lugar en el que se pudiera dormir con mi presupuesto.

    El cierre del viaje iba a ser dos días para hacer 2.400 km. Puede sonar a que son muchos, solo que para una devoradora de autopistas como la PanEuro, no pasaba de aperitivo.

    Cuando Honda lanzó este modelo, en la revista Motociclismo nos gustó tanto que no solo decidimos someterla a una prueba de larga de duración de 25.000 km, sino que duplicamos la dosis. En los meses que duró esa prueba, los redactores y colaboradores nos turnamos al manillar y, literalmente, recorrimos Europa entera. Si no me falla la memoria, mi turno llegó cuando Gustavo Cuervo volvió de Grecia, y terminó en el momento en que Ildefonso García apuntó hacia Gran Bretaña.

    Y esa mañana de finales de Agosto de 1990, con una lluvia suave cayendo fuera, agrupaba mi equipaje en un hotel de Baden, para emprender el regreso a casa.

    Cuando un motorista viaja, la persona, el vehículo y sus pertenencias están a la vista y formando un conjunto. Una vez que se detiene, ese conjunto se disgrega en mil pequeños elementos: se baja de la moto, y se quita el casco y los guantes. Se va a comer o a repostar, y de algún sitio sale una cartera para pagar. Si llega a un hotel, desmonta las maletas laterales y la bolsa sobredepósito. Y una vez en la habitación, lo que sale del equipaje se distribuye por armarios, repisas, … o el suelo.

    En esas estaba yo, guardando en las maletas de la PanEuro el neceser, la ropa ya sucia y el calzado de calle. En la bolsa, los mapas de varios países y las monedas y billetes de esos países (¡estamos hablando de la época en que no había navegadores ni Euros!), y pensando en que no sería difícil hacer ese día la mitad del recorrido previsto. El cálculo era sencillo: la mitad son 1.200 km, que por autopista a una media tranquila e incluyendo paradas, eran menos de diez horas. Podía hasta dar una vuelta de despedida por Munich, o visitar el Museo Porsche de Stuttgart.

    Vestido con el Goretex y con todas mis pertenencias agrupadas en dos maletas y una bolsa, bajé a la calle. La fiel PanEuro me esperaba, como cada mañana. Arranqué el motor para que ronroneara y cogiera temperatura, mientras fijaba el equipaje y me colocaba casco y guantes. Mi optimismo sufrió la primera grieta al alcanzar la autopista que nos iba a llevar, con rumbo oeste, a cruzar Austria, porque el tráfico era denso y la lluvia cabezota. Se hacía difícil pasar de 100 km/h.

    La ilusión me hacía pensar que el tráfico denso se acabaría al entrar en Alemania, pero no era más que ilusión. La lluvia y los atascos continuaban, y algo cansado llegué a la frontera francesa en Mulhouse diez horas después de arrancar, y con solo 900 km. encima.

    Otra vez apareció la ilusión para decirme que, como en Francia las autopistas son de peaje, estarían más despejadas y recuperaría algo del tiempo perdido. Esta vez las ilusiones se quedaron cortas, porque la autopista estaba vacía y además salió el sol, por lo que, jugándome una multa de radar, le pedí a la PanEuro que subiera el ritmo, con el objetivo de quitarle kilómetros a un segundo día de viaje que se empezaba a poner cuesta arriba. Porque el domingo por la noche, sin opción posible, la moto y yo debíamos dormir en Madrid.

    Los kilómetros iban cayendo, a la vez que el sol y mis energías. Había pasado de la fase de agrado a la de incomodidad a bordo, y de ésta a la de molestias generales con dolores en algunas partes del cuerpo que no hace falta detallar. Y como el objetivo de los 1.200 km en el día ya estaba conseguido, negocié conmigo mismo y llegué a un acuerdo: en muchas áreas de servicio de las autopistas francesas hay hoteles sencillos, de modo que me pararía a cenar y dormir en el primero que encontrara pasadas las nueve de la noche. Ya era suficiente paliza y no quería conducir cansado y de noche.

    Satisfechos por el acuerdo, la PanEuro y yo nos relajamos en el ánimo, que no en el ritmo. Los kilómetros seguían cayendo y la hora límite estaba cada vez más cerca. Pasábamos por las áreas de servicio y sus hoteles, pensando en que poco después descansaríamos, ella en el aparcamiento y yo en una cama.

    Se acercaban las nueve de la noche y mi cuerpo había abandonado el estado de molestias para pasar al de dolores y de éste al de insensibilidad. Estaba hecho un cuatro rígido, y solo las ganas de rematar bien el día me hacían aguantar. Solo que a partir de las nueve, y ya con claro rumbo sur hacia España, las áreas de servicio dejaron de tener hoteles. De repente y todas.

    Mi cuerpo insensible aguantaba como podía, y los kilómetros seguían pasando. Cada señal que anunciaba la proximidad de un área de servicio me abría la esperanza; cada área de servicio sin hotel me parecía una jugada sucia de quien hubiera decidido su reparto. Finalmente, con el optimismo en un estado similar al de la espalda, me detuve en un área de servicio con hotel 1.750 km y tres países después de arrancar. Cualquier absurdo récord de tiempo o distancia en moto en un día que pudiera tener había sido desintegrado.

    Como un autómata ocupé la habitación, cené y me metí en la cama. Y arranqué el día siguiente con la fuerza que me daba pensar que solo quedaban 700 km hasta casa. Pero qué kilómetros.

    Como despedida de la PanEuro, decidí sacarle partido a lo que había descubierto en dos semanas de viaje: la capacidad de viajar ininterrumpidamente a su velocidad máxima. ¿Seríamos capaces de recorrer toda la autopista, desde el peaje a la salida de Barcelona al de la entrada a Zaragoza a fondo riguroso?, ¿a unos 215 km/h reales? De haber tenido alguna duda, se abría disipado de inmediato. Con depósito lleno, cielo despejado, viento en calma y poco tráfico, resultó tan sencillo como divertido. Y me queda el recuerdo de haber hecho, como travesura, lo que ahora es claramente ilegal.

    Solo que en Zaragoza se acababa la autovía y hasta Madrid me esperaba una pesadilla de baches, parches, contraperaltes, camiones y el resto de los ingredientes que tanta mala fama le dieron a la N II. Y esta vez aderezado con un granizo casi doloroso, a punto de reventar el parabrisas de la PanEuro, y que convirtió el asfalto en una pista de patinaje blanca.

    Dejó de llover y salió el sol, todo a la vez, cuando ya estaba en la Avenida de América, entrando en Madrid, como si mi ciudad quisiera darme la bienvenida. El equipo de Goretex que llevaba, formado por chaqueta y pantalón unidos por cremallera, había sido completamente impermeable. Solo que tantas horas bajo la lluvia, tantos litros de agua resbalando, permitieron que entrara humedad por el cuello, las botas y la bolsa sobredepósito. Cuando entré en casa, dejé en el tendedero el pasaporte y los billetes de varios países. Y sin embargo la PanEuro estaba impecable, como el día que salimos de casa, como el día que salió de la fábrica.


  • Dakar: capítulo tercero

    El Rallye Dakar se ha convertido en una leyenda de tal calado que, aunque no pase por la ciudad de Dakar desde 2007, mantiene ese nombre porque trasciende a la ciudad. Es lo que en Marketing llaman “el poder de la marca”.

    Desde su primera edición en 1979 se asoció la carrera a sus recorridos iniciales por el noroeste de Africa, y algunos aprendimos a recitar, como un rosario laico, el recorrido de esas etapas de los ‘80: El Golea, In Salah, Tamanrasset, … más Atar y Tombuctú. En nuestro imaginario, las montañas del Assekrem nos parecían ubicadas en otro planeta, y nos sonaba que Níger se debía encontrar en una galaxia cercana. Luego la carrera se sumergía en países que solo parecían existir en los libros de historia y de viajes: Malí, Níger, Chad, Burkina Fasso, … para reaparecer en territorio conocido, recorrer pistas de Senegal y alcanzar, por fin, el lago Rosa y Dakar

    La fascinación que generó este primer capítulo del Dakar, el capítulo africano, se basa en dos puntos. Por un lado, se recorrían territorios con los que los seguidores europeos tenían una ligazón basada en la época colonial y la cercanía geográfica. Por otro, muchos aficionados tuvimos la oportunidad, por esa cercanía, de visitar en persona algunas zonas de la carrera.

    La organización francesa se movía a finales de los 70 y principios de los 80 con relativa comodidad por sus antiguas colonias (Argelia, Marruecos, Mauritania y Senegal) aprovechando relaciones comerciales, mismo idioma, y facilidad para las comunicaciones por barco y avión. Además, la zona era política y socialmente estable, y los regímenes (dictaduras militares que, en bastantes casos, habían llegado al poder tras una guerra o un golpe de estado) veían con buenos ojos el paso de la carrera por su país por dos motivos: mejora de la imagen internacional y notables ingresos en divisas. No debemos nunca olvidar este factor económico, que se cuantifica en la siguiente cifra asombrosa: los dos o tres días que el Dakar tardaba en pasar por Níger, suponían el 1% de PIB anual del país.

    La cercanía emocional tras la época colonial, no exenta de paternalismo, también suponía una ventaja. Para los franceses se recorrían los territorios naturales de la Legión Extranjera, del padre Charles de Foucauld y de Antoine de St. Exupery, más el hecho de que algunos de los seguidores e incluso participantes habían nacido en las zonas de carrera en esa época colonial.

    Como consecuencia de todo ello pasaron a la categoría de mito muchos lugares de paso de la carrera. De entre ellos escojo como ejemplo destacado y peculiar el Bidón V: en 1923, una expedición organizada por la Compañía General Transahariana buscaba el recorrido más directo entre Argelia y Sudán, y decidió crear balizas y puntos de reavituallamiento desde Reganne (actual Argelia), último punto habitado en el desierto. Así aparecieron los bidones I, II, III, … hasta cubrir los poco más de mil kilómetros que hay hasta Gao (Níger) por el Tanezrouft.

    Unos años más tarde, y para facilitar los viajes, la Compañía General Transahariana ubicó depósitos de agua y de combustible en el Bidón V, que se rellenaban gracias a los aviones que aterrizaban en la pista de tierra que se construyó al lado.

    Y en Noviembre de 1930 ya existía una gasolinera Shell, y unas carrocerías de coches que servían como refugio. Las fotos de la época generan una mezcla de nostalgia, solidaridad aventurera y pena: con los vehículos de los años ’30, sin más ayuda de navegación que una brújula y un mapa impreciso pero, eso sí, con pamela, se podía ir de Reganne a Gao.

    El segundo punto de cercanía de los Dakares africanos a los aficionados europeos, la posibilidad de recorrer etapas por uno mismo, ha sido determinante para su asentamiento en la leyenda. Durante años, miles de aficionados, especialmente del Sur de Europa, hemos bajado una y otra vez al Norte de Africa, para rodar con reverencia y algo de miedo por los mismos lugares que nuestros ídolos. Las dunas del Erg Chebbi o el lago Iriki, en Marruecos, siguen siendo lugar de peregrinación y entrenamiento, y continúan utilizándose como sede de otras carreras, incluso organizadas por la ASO, la misma empresa que monta el Dakar.

    En Argelia, cuando era posible ir, se ha disfrutado de la ruta hacia el Sur, bien por la Transahariana, a través de Ghardaia, In Salah y Tamanrasset, bien por el Tanezrouft, desde Adrar y Reganne a Gao pasando, claro, por el bidón V.

    Mauritania ofrecía el tenebroso cruce del muro creado por los marroquíes durante la guerra contra el Polisario y su zona minada, más las pistas cercanas a Atar y el paso de Nema.

    Más al Sur, alcanzaron nivel mítico nombres como Agadez o Niamey en Níger, Gao y Bamako en Malí, o Bobo Dioulasso en Alto Volta.

    Rodando con mi Land Cruiser LJ70 en las dunas del Lago Rosa

    Y el máximo en geografía dakariana lo tienen, sin duda alguna, dos topónimos senegaleses, cercanos geográficamente: la ciudad que le da nombre a la carrera y uno de los pequeños lagos que hay en sus afueras, al noreste, junto a la costa atlántica: el lago Retba, que conocemos como Lago Rosa por el color que toman sus aguas por la presencia de un alga salina. Durante muchos años, la última etapa, el objetivo final y sueño de muchos, era hacer el corto recorrido por las cercanías del Lago Rosa, los últimos metros tras días de placer y sufrimiento.

    Las últimas viñetas de la última etapa del último Dakar africano.

    He tenido el placer de recorrer, en moto y en coche, algunos de esos lugares tan señalados, sintiendo aunque con más lentitud que los pilotos del Dakar, el placer de cruzarlos. Los preciosos cordones de dunas de todos los tamaños en el Erg Chebbi, de Marruecos; la sensación de irrealidad del lago Iriki, también en Marruecos; y la magia de Atar, lejos de cualquier parte aunque administrativamente se localice en Mauritania. Tengo un recuerdo intenso de la soledad que supone bajar, kilómetros y kilómetros, por las pistas vacías que configuran la Transahariana, antes de llegar a Tamanrasset, y nunca olvidaré el ascenso, desde esa ciudad, hasta la Ermita del Padre Foucauld, en lo más alto de las montañas del Assekrem: perdí la cuenta de las veces que me caí en esa cuesta arriba inacabable, kilómetros de pista de piedra, como subir una escalinata de catedral que ascendiera más de mil metros en vertical. Y sin olvidar las dunas del Gran Erg Oriental, al sur del Chott El Jerid, en Túnez, la mención especial solo puede ir al Lago Rosa, esa meta soñada, en la que mi Land Cruiser LJ70 y yo disfrutamos por las dunas como si nos esperara el escalón más alto del podio de la carrera.

    En paralelo a todo ello se han publicado decenas de libros sobre este Dakar africano, que han contribuido a documentar la leyenda. Es cierto que algunos carecen de sustancia o andan sobrados de egolatría, pero otros ilustran desde dentro la carrera y las sensaciones de un viaje africano acelerado. Con modestia quiero mencionar mi participación en esta bibliografía, ya que se editó de modo limitado el blog que tuve la oportunidad de escribir, en directo desde la carrera, en el Dakar de 2007, cuando nadie sabía que iba a ser el último africano.

    A continuación, el Dakar llegó a Hispanoamérica, y apenas ha generado leyenda o bibliografía, y menos aun componentes míticos. El apartado de los viajes para disfrutar del recorrido no se ha cultivado en Europa, tanto por la distancia y los costes, como por la dificultad de desplazar hasta allí los vehículos propios. Además, no ha habido apoyo en la historia, cuyo contacto occidental es España, y apenas en las tradiciones locales, que se perciben como lejanas desde aquí. Por ello, y tras once años en el continente, el Dakar abandona América sin haber creado leyenda y sin dejar poso, y se traslada a la península arábiga. Y, ¿qué va a encontrar allí?

    No hay un pasado colonial, como en el Norte de Africa o en el Sur de América, y la relación emocional casi no existe. Hasta los años ’50 del siglo pasado, la región era muy pobre, y estaba habitada por pescadores que aun utilizaban dhow, el pequeño barco de vela triangular de origen egipcio, además de pastores de cabras y algunos camelleros. Wilfred Thesiger fue uno de los pocos occidentales que recorrió la zona y su libro “Arenas de Arabia” es una de las escasas referencias previas al descubrimiento de petróleo hace ahora poco más de cien años.

    Con este escaso conocimiento de una zona prácticamente deshabitada, aventurar de dónde vendrán los mitos de este tercer capítulo del Dakar es arriesgado. Por lo que ha adelantado la organización, la carrera saldrá del puerto de Yedda, en la costa del Mar Rojo, bien comunicado con Europa a través del Mediterráneo y el Canal de Suez. A continuación tomará rumbo Norte, aunque deberá esquivar la ciudad de Medina, prohibida a los no musulmanes. Se desviará hacia las montañas de Al Hijaz y tendrá mucha arena hasta llegar a Riad, la capital de Arabia Saudí.

    Lo mejor podría empezar aquí, al acercarse al Territorio Vacío (“Ar Rub Al Khali”), la inmensa zona del sur del país, deshabitada e inhóspita como el desierto del Teneré, uno de los lugares míticos del Dakar africano. Pero está cerca del territorio de Yemen, inmerso desde 2015 en una guerra civil, que cuenta con la intervención no declarada de otros países, como la propia Arabia Saudí, Estados Unidos o Irán, y del apoyo de Al Qaeda.

    Por fin, el Dakar 2020 terminará en Al Quiddiya, una ciudad en construcción, parte del plan Visión 2030 de modernización del país, que se inaugurará en 2022: se sitúa a 40 minutos de Riad, tendrá ocho millones de habitantes y un parque temático de juegos y deporte de 334 km2, lo que viene a ser cien veces Central Park, solo que en medio del desierto, no en medio de Manhattan. Sí, será el fin del recorrido, aunque dudosamente pasará a la lista de mitos del Dakar.


  • Peregrinaciones (laicas) por Alemania

    Mejor dicho, por Baviera, que no se corresponde por completo con el estereotipo que de Alemania tiene el resto de Europa. Los que simplifican dicen que los bávaros son los andaluces de Alemania, pero esa frase elimina matices que tienen mucho peso, de modo que mejor entremos en detalles.

    Sí, los bávaros son industriosos, trabajadores, organizados, … lo que se espera de un alemán, solo que además quieren disfrutar del nivel de vida al que esa actitud les conduce. Ese es el motivo por el que hay tantos restaurantes en las calles, y tiendas de ropa y coches caros. Muchos coches y bastante caros.

    De acuerdo que también hay coches normalitos y con unos cuantos años encima, solo que con una frecuencia mayor que la habitual en España te topas con esos vehículos que nos hacen girar a los aficionados la cabeza hasta que crujen las cervicales. Quizá no sea más que una versión muy equipada u potenciada de un coche generalista, pero demuestra que el propietario tiene dinero y le gustan los coches. O a lo mejor es un 911 de una buena añada, o un discreto M3.

    Cierto que el paisaje es distinto en Maximilianstrasse y sus alrededores, la zona de tiendas de marcas caras en Munich. La calle en cuestión es céntrica y ancha, y están todas las marcas de lujo habituales y alguna más, ubicadas en tiendas de superficie generosa (mejor no pensar en el precio de los locales) y con decoración discreta. Hasta ahí todo medio normal, las novedades comienzan al mirar a los clientes que llegan y los coches en que lo hacen: los primeros son, en abrumadora mayoría, árabes de los dos sexos, vestidos ellos como si pasearan por Rodeo Drive y ellas como si lo hicieran por Kabul. Suponen la mayoría de los clientes de la zona, algo que se comprueba con sorpresa al echar un vistazo apresurado al interior de las tiendas cuando el de seguridad les abre la puerta. Los coches que dejan fuera son tan envidiables como las cuentas corrientes que nutren sus compras, y llama la atención que las árabes ricas vestidas de afganas tratadas con machismo por árabes ricos vestidos de occidentales den de comer a los empleados europeos y a sus marcas de lujo.

    La siguiente etapa de mi peregrinación es la zona de la ciudad donde nació BMW, la fábrica bávara de motores. En las cercanías de la fábrica y de la oficina central se abrió en 1973 un museo que ha sido recientemente reformado, y al lado se abrió en 2007 (y se renovó en 2012) BMW Welt, un ostentoso edificio para acoger la actualidad del grupo en sus ramas: BMW motos y coches, Mini, Rolls Royce y ahora la rama i, los automóviles eléctricos. Por supuesto, confitado con tiendas, visitas organizadas incluso a la fábrica, tres restaurantes y un café y referencias permanentes a la imagen de marca, el futuro, la responsabilidad social y la sostenibilidad. Faltaría menos.

    Tanto la arquitectura como el contenido muestran el poderío alemán y el orgullo de marca, pero matizado por el complejo de culpa medioambiental que ahora atenaza a la industria del automóvil.

    En el BMW Museum se nota el equilibrio para agradar en su visita tanto al público en general como a los fanáticos. Como miembro del segundo grupo, subespecie raritos, me detengo ante joyas que me llaman la atención: una GS (bóxer, claro) del Dakar africano con el logotipo de Paris Match en el dorsal como patrocinador, el elegantísimo 507, el 2000 que marcó el inicio de lo que hoy llamamos agonizante segmento D, la BMW R50/2 de la Polizei, … Por supuesto hago una parada especial, llena de suspiros, en la zona M, donde me encuentro con mi propio coche. Qué sensación la de ver un coche como el propio expuesto en un museo, en el museo de la marca que lo fabricó. En este lado M del museo, rodeado entre otros por un M3 E30 y un auténtico M1, posa orgulloso un M3 E46 CSL, aquella serie limitada tan difícil de vender en su día y tan cotizada ahora. Y en la zona de competición descansan de sus éxitos un precioso y humilde 2000 TI del ’66, un 3.0 CSL del ’75, otro M3 E30, y el M3 E46 GTR de las 24 Horas de Nürburgring de 2004, vitaminado hasta el extremo, con un alerón trasero mayor que muchas barras de bar, unas vías ensanchadas con anabolizantes, y un motor que daba 500 CV durante 24 horas. Echo de menos el mío, sin alerones, con solo 341 CV, en discreto azul oscuro, aparcado ahora en el garaje de casa, a varios miles de kilómetros de donde suspiro entre estas joyas.

    Cruzo la Lerchenauer Strasse por el puente peatonal y me planto frente a BMW Welt. Antes de entrar, caigo en la tentación de sentarme y probarme las motos expuestas en la entrada. La S1000 XR se me hace excesiva, la bóxer de carretera sin carenado se me hace poco, y caigo rendido, una vez más, ante una formidable GS 1200 R con su colección de maletas metálicas, la moto ideal para dar la vuelta al mundo o, en su defecto, disfrutar de las carreteras retorcidas más cercanas a la casa de cada uno.

    Una vez en el interior del Welt, lo primero que aparece son dos de las novedades en una marca que precisamente en 2016 celebra su centenario: Mini y los coches eléctricos. La exposición de Mini exalta el carácter británico, tradicional y chic del concepto, algo a destacar ahora que los Minis son alemanes, modernos y cada vez menos minis; eso sí, el despliegue es envolvente, retrae a los años ’60 y te hace olvidar que estamos en Alemania.

    La parte i, la rama eléctrica de BMW muestra un orgullo humilde y un toque moderno sin pasarse; a todo el mundo le gustan los coches novedosos pero espera que otros se los compren antes, el porcentaje de “early adopters” no es tan alto. En BMW saben, ahora que se han puestos a vender eléctricos, cómo lo han pasado Toyota y Lexus para vender híbridos, y lo que le falta a Tesla para afianzar su negocio de vehículos eléctricos.

    Me detengo, claro, en la zona M, donde un grabado deja claro que mi M3 E46 cabrio se produjo de 2001 a 2006, y me monto en el M2, para muchos críticos el sucesor espiritual de los M3 “auténticos”, las series E30, E36 y E46, antes de que llegaran las dos siguientes generaciones, más grandes, potentes, y con menos placer de conducir, el antiguo lema de la marca. Y sí, en el M2 me siento como en mi coche: acogido, envuelto, implicado en la conducción incluso estando parado, notando que hay comunicación con el coche.

    Sigo dando vueltas por los varios miles de metros cuadrados de este “Mundo BMW” y en la segunda planta me topo de nuevo con las motos. Vuelvo a probármelas, todas pero todas, y se reavivan antiguos sentimientos. La RR me parece tan excesiva en planteamiento y postura como las Rs japonesas de los ’90, y la R1600 GT me parece una alternativa a una autocaravana, tal es la sensación de enormidad que me transmite. Las percepciones cambian cuando voy hacia una moto aparentemente olvidada que me sorprende: la razonable GS800 bicilíndrica, con la estética de la hermana mayor bóxer solo que con tamaño y peso contenidos. De repente, me surgen malos pensamientos y peores planes, y antes de liarla me alejo de la zona de motos.

    Lo último que veo en el BMW Welt me deja pensativo: al final de la planta baja, en una zona un tanto aislada, con una puesta en escena enormemente más discreta que el resto de la instalación, está la gama X. Sí, la que ha disparado ventas, facturación y beneficios en los últimos años, la que se convirtió en objeto de deseo en esos años en que nos creíamos que éramos ricos y que esto no se iba a acabar nunca. Pues allí, en fila y medio escondidos, posan un X5, un X3 y un X1. El X6 ni está ni se le espera. Afortunadamente. Salgo del BMW Welt pensando que la asignación de espacios la ha hecho un purista, o al menos un aficionado con algo de sentido de culpabilidad.


  • Feliz cumpleaños

    Estoy de cumpleaños profesional: ahora hace tres décadas que vivo de mi afición. Si admitimos que vivir de la afición consiste en obtener una remuneración económica a cambio de utilizar un conocimiento adquirido por mero placer, lo estoy haciendo desde Diciembre de 1984, cuando la revista MOTOCICLISMO publicó por primera vez un artículo mío. Entonces la prensa se publicaba en papel, en la lista de precios aparecían separadas las motos nacionales y las importadas, y la redacción de MOTOCICLISMO estaba en la calle Isaac Peral. En la portada de ese número 880, que costaba 200 pesetas, aparecía Carlos Morante probando las Ducati 750 F1, y en el interior Alan Cathcart rodaba con la Bimota Tesi y Pepe López con la BMW con la que Gaston Rahier ganó el Dakar un mes después.

    Estos treinta años en la profesión me han permitido conocer a muchas personas formidables que figuraban entre mis ídolos o directamente habitaban en los pósters de mi habitación, y ahora viven en el recuerdo, mental o digital. En los Grandes Premios llegué a la era de los americanos, y por ello traté a Kevin Schwantz, John Kocinski y Wayne Rainey. No se me olvida la tristeza opresora de aquella tarde de domingo en Misano, cuando cargábamos las motos para rodar la semana siguiente en Laguna Seca, y los comentarios sobre la lesión de Rainey tras el accidente de la mañana circulaban en voz baja por el circuito. Coincidí poco con mi admirado Freddie Spencer y mucho con los dos australianos grandes: Wayne Gardner y Mick Doohan. De entre los de casa, estaban Joan Garriga y sus duelos con la vida y con Sito Pons, y las historias protagonizadas por Carlos Cardús y quienes le rodeaban: su guapísima esposa de origen sueco; George Vukmanovich, el mecánico enano que había trabajado con Erv Kanemoto; o Kel Carruthers. También disfruté de la compañía de Juan López Mella o Luis d’Antín, a quien todos llamábamos Toni. De entre los técnicos, no puedo olvidar lo mucho que aprendí hablando con Antonio Cobas o Gerrit van Witteveen. Y si pasamos a la prensa, me enseñaron Javier Herrero, Claudio Boet, César Agüí, Dennis Noyes y Mike Martínez, y me reí con José Luis Aznar y Julián Companys.

    Para rematar el listado de mitos con los que coincidí, una referencia a Don Francisco X. Bultó: circuito de Albacete, principios de los ’90, tarde de sábado después de los entrenamientos, box lleno de motos medio desmontadas alrededor de las que brujulean pilotos de edades y niveles variados, desde chiquillos a Sete Gibernau. Y en un rincón, señorialmente sentado en una silla plegable, elegante con chaqueta y sombrero, atento a las motos y a los pilotos, repartiendo consejos entre sobrinos y nietos, el mismísimo Don Paco Bultó, el brillante ingeniero de Montesa que se fue a fundar su propia marca para continuar en las carreras. Me habría quedado una vida hablando con él, pero también yo era un piloto privado, y también mi moto estaba medio desmontada en un box.

    Pasando de las personas a los lugares, me doy cuenta de los muchos circuitos estupendos que ahora están arrinconados. De acuerdo que las instalaciones actuales del Jarama son ridículas, y que si Suzuka es peligroso para Salzburgring no quedan palabras. Pero hemos perdido la sensación de coronar la rampa Pegaso en una 500, de hacer la sección de Eau Rouge en Spa, o de encarar la bajada sin peraltes de Donington. Los circuitos anodinos de ahora solo me traen a la cabeza los resultados de las carreras que se disputan en ellos; los circuitos antiguos reavivan sensaciones más variadas. El frío húmedo de Spa incluso en verano, las caras de preocupación de los pilotos de 500 cc en la parrilla de Salzburgring, bajo una lluvia fina que convertía un circuito sin escapatorias en un infierno incrustado en un valle paradisíaco. De Suzuka tengo un recuerdo gastronómico: en 1994, siendo oficiales de Yamaha en 125 cc, ocultamos un jamón en las cajas de las motos, cruzamos medio planeta y muchas aduanas y lo sacamos al montar el box; no hubo empleado, de bajo nivel o directivo, de Yamaha, Dunlop u Öhlins, que no pasara por nuestro box con cualquier excusa para disfrutar del jamón. Y del Jarama recuerdo una sonrisa sorprendida del generalmente inexpresivo Alex Crivillé: charlaba con él tras el último entrenamiento del GP de Yugoslavia de 1991, que la guerra de los Balcanes había trasplantado súbitamente a Madrid; después de hablar de lo que esperaba de la carrera del día siguiente y, mientras cerraba mi libreta de notas, le dije: “Ahora me gustaría hacerte una consulta personal”. Sonrió sorprendido, y continué ya con tono de piloto preocupado: “Alex, la semana que viene corro aquí y los tiempos no me salen. Díme algún truco, por favor”. Me miró y, aun no sé si tomándome en serio, dijo que un punto clave era frenar en la bajada de Bugatti con las ruedas en la cuarta escasa de asfalto que había entre la línea blanca y la tierra. Me quedé pálido: “Es decir, que dices que hay que tirarse cuesta abajo a fondo y frenar la moto en ese palmo de asfalto. Pero si pisas la tierra o la raya, te atizas”. “Claro”, me respondió con naturalidad, “pero así frenas más tarde y con la trazada más redonda abres antes”. Obviamente, él llegó a Campeón del Mundo de 500 y yo puntué en una carrera del Castellano-Manchego de 125.

    No fueron éstos los únicos pilotos grandes con los que compartí experiencias. En los raids internacionales de los años 2007 y 2008 coincidí con los que aun son punteros en el Dakar, como “Nani” Roma y Stephane Peterhansel, dos trabajadores, nobles y simpáticos, como corresponde a su origen endurero. Como muestra del señorío de Peterhansel, esta anécdota: en el Rali Vodafone Transibérico de 2007, salió a probar una evolución del Mitsubishi con unos BF Goodrich nuevos, y muchos puestos más atrás, yo copilotaba a Quique de Dios en un Land Cruiser 90 que tenía casi más años que caballos. En una pista que se retorcía entre cerros cubiertos de pinos que tapaban los precipicios, Peterhansel había rodado monte abajo hasta que los pinos le habían parado; después de que pasáramos los últimos, una grúa le rescató y volvió a la carrera, ya solo para continuar con las pruebas. Mucho después (¿cuántas horas duraba aquel tramo?) el mejor piloto de la historia del Dakar nos alcanzó y, al pasarnos, abrió el trocito deslizante de su ventanilla para sacar la mano y darnos las gracias por cederle el paso. ¡A nosotros!

    Hablar de raids me trae sensaciones de Africa que al menos por ahora no se pueden repetir. Disfruté de los dos últimos dakares africanos, que ahora parecen tan lejanos y se corrieron en 2006 y 2007, y viajé por esos países actualmente tan poco recomendables. Echo de menos la inmensidad vacía de Mauritania, las dunas catedral de Argelia, cruzar el Hoggar, las pistas sin agarre de la sabana de Mali, los baobabs,… ¡Cuánta libertad perdemos con la intolerancia!

    El listado de vehículos que me han dejado huella en este periodo es una buena muestra de mitos, reliquias, aciertos y errores. El BMW M3 E30 aun no era una leyenda cuando lo probé, pero me demostró que la teoría de dinámica de automóviles se puede llevar a la práctica con unos niveles de placer de conducción muy reconfortantes. Las motos de mil de principios de los noventa eran misiles en aquella época y paquidermos a día de hoy, porque más la reducción de peso que el aumento de potencia fueron la clave en la evolución de las motos deportivas en las dos décadas siguientes.

    Otras dos experiencias con motos generaron conclusiones algo más tristes. La Yamaha GTS 1000 fue la primera apuesta de un fabricante generalista por algo distinto al chasis y la horquilla de siempre. Ni de lejos alcanzó los objetivos de ventas, y menos los de abrir camino. Ahora es fácil diagnosticar los motivos, ninguno de los cuales la descalificaba aisladamente: peso, tamaño, precio y comportamiento de la dirección sensible al desgaste del neumático delantero. Pero todos ellos juntos la convertían en una alternativa débil frente a las maravillas que produjo la industria a mediados de los noventa.

    Algo similar le sucedió a Bimota, que creció al calor de un defecto de los japoneses: durante muchos años, los motores japoneses eran superiores en prestaciones y fiabilidad a los del resto, y sus chasis y suspensiones notablemente inferiores. Bimota, que formó su nombre con los apellidos de sus fundadores (Bianchi, Morri y Tamburini) adaptó la tradición de otros fabricantes europeos de chasis, como Harris o Egli, montó un motor japonés en un buen chasis italiano y lo vistió con elegancia. En esa época, disfruté de un día entero en Misano rodando con sus joyas, cuando en Misano se giraba en sentido antihorario. (Unos años después lo alargaron y cambiaron el sentido de giro, con lo que se perdió la secuencia derecha – derecha – horquilla a la izquierda que había tras la recta, y que conducía a una secuencia de curvas a la izquierda cada vez más rápidas, donde hasta un servidor llegaba con soltura a 200 km/h). Lo malo es que los japoneses aprendieron a hacer chasis y suspensiones, y terminaron ofreciendo motos con las prestaciones de una Bimota por menos de la mitad de precio. Los italianos, como reacción, optaron por italianizarse a base de montar motores Ducati no siempre competitivos, en lugar de explorar territorios alternativos como el del lujo, o la exclusividad de las motos a medida o al menos personalizadas. A estas alturas ya no les queda la alternativa de que la compre como juguete un fabricante alemán de coches, porque Audi ya tiene Ducati y Mercedes acaba de hacerse con MV Agusta.

    Si pasamos al capítulo de recuerdos sonoros de vehículos significativos, el protagonismo se lo llevan los motores de dos tiempos, especialmente los de carreras. Ya han pasado por este blog las Aprilia 125 y 250 que me rompieron los esquemas en Mugello, y mi Gilera 125 SP 02 con la que me atreví a afrontar el viaje más largo que puede hacer un motorista: el que hay de la tribuna a la parrilla de salida. Quiero ahora mencionar un instante concreto y un lugar exacto: últimas vueltas del último entrenamiento cronometrado del Gran Premio del ’92 en Brno. No me atrevo a asegurar el nombre del país porque en aquella época cambiaba cada año, aunque creo que en 1990 era la República Socialista de Checoslovaquia, en el ’91 la República Democrática de Checoslovaquia y un año más tarde se habían separado y era simplemente República Checa. El lugar era el final de la subida que hay tras la horquilla de abajo, justo antes del zig-zag que antecede a la recta que termina en las dos curvas de antes de meta. El bosque cerrado aumenta la proporción de oxígeno y genera eco, por eso la Honda NSR 500, unos 160 CV de mala leche sobre dos ruedas, de Wayne Gardner, sonaba grave, profunda, sin ocultar ni la potencia ni las malas intenciones con quien no supiera tratarla. A pesar de lo inclinado de la pendiente subía de vueltas de modo casi violento, y cuando Gardner cortaba para hacer el izquierda – derecha, la mezcla de rugido y silbido del motor desaparecía en un instante, como si el motor hubiera dejado súbitamente de existir. Y le sustituía el silbido rotundo de los Brembo de carbono, y el roce desesperado de los Michelin contra el asfalto, que después de controlar los muchos caballos al salir de la horquilla, se esforzaban en sentido contrario para parar el misil. Todo esto (otro disfrute que ya se ha prohibido) lo oía al borde del guardarraíl, solo unas chapas de acero entre un australiano y una moto japonesa que querían romper las leyes de Newton, y yo.

    La evolución de los chasis y las suspensiones de las motos japonesas y la desaparición de los motores de dos tiempos son solo dos de las muchas evoluciones técnicas que he vivido en estos treinta años. Cuando llegué al sector quedaban algunos platinos y muy pocos coches montaban inyección de combustible, las motos estrenaban neumáticos radiales y nacían las bicis de montaña. Ahora han quedado atrás los carburadores y los frenos de tambor, y empiezan a desaparecer las lámparas halógenas y las bicis con llantas de 26”. En nada el cambio manual de engranajes pasará a los libros de historia, a la vez que llega el coche con célula de combustible y el diesel inicia el declive. ¡Los próximos treinta años van a ser apasionantes!


  • Peregrinaciones (laicas) por Italia

    Algunos fabricantes simplemente hacen coches o motos. Es decir, máquinas que sirven como medios de transporte. Otros cultivan leyendas que carecen de sustancia. Y algunos mantienen un equilibrio entre la calidad de lo que fabrican, el valor que le dan a su pasado y el modo en que cultivan su leyenda.

    De estos pocos, tres nacieron y se mantienen geográficamente concentrados en Italia, un país que suele situarse más cerca del arte y la pasión que de la industria. Es más, no es que se junten los tres en la región de la Emilia Romaña, es que están en Bolonia o sus cercanías. Ducati se encuentra en Borgo Panigale, una barriada al NO de la ciudad; Ferrari está en Maranello, cincuenta kilómetros al oeste, y de Ducati a Sant’Agata Bolognese, sede de Lamborghini, hay poco más de veinte minutos conduciendo.

    Cada uno de los tres recibe a su modo a quienes peregrinan a sus sedes en busca de la magia que le suponen al lugar donde se fabrican los vehículos que para ellos son bastante más que eso. Ducati lo hace de un modo rotundo, industrial e italiano: un cruce múltiple de carreteras, uno de esos nudos de asfalto que parecen espaguetis negros con arcenes, saliendo de Bolonia hacia Módena, tiene a la derecha una mole veterana, sólida, lo que uno imagina al pensar en una fábrica de los años ’30.

    1280px-Ducati_WerkVisité el museo y la zona de producción cuando Ducati aun era propiedad de Investindustrial, la inversora de Carlo y Andrea Bonanomi, algo que cobró significado más tarde, como ya veremos. Me dio una sensación muy italiana, y siento caer en algunos tópicos: desorden controlado, calidez industrial, simpatía relajante, suciedad escasa y consentida, una especie de “ya sé que no es perfecto pero si me va bien así para qué hacer más”. Las líneas de montaje parecían reuniones de amigos para enredar en sus motos en el sótano de la casa de uno de ellos, aunque por otro lado no me imagino una fábrica al estilo de la de McLaren para hacer Monster, que es el chasis Verlicchi de siempre (acero soldado y pintado de rojo) y un concepto de motor evolucionado desde los ’70.

    El museo son unas dependencias de la fábrica en que se han reunido todo tipo de recuerdos de la marca, desde los equipos eléctricos que empezaron a hacer Antonio Cavaliere Ducati y sus hijos Adriano, Marcello y Bruno en 1926, hasta las últimas motos del Mundial de Moto GP y Superbikes. Uno se emociona al contemplar las motos de Paul Smart y Mike Hailwwod, la 851 de Raymond Roche, la 888 de Doug Polen, el tablero de dibujo de Fabio Taglioni, o la moto con la que retornaron a Moto GP con Loris Capirossi en 2003. Hay motos, hay historias y hay personas.

    La tienda de recuerdos es una dependencia dentro del museo en la que se vende material para motoristas: llaveros, cazadoras y camisetas.

    Al otro lado del cruce de carreteras, con algo más de espacio, un concesionario reúne la gama actual al completo, algunas tentadoras versiones especiales, y más llaveros, cazadoras y camisetas.

    Lamborghini debió ser similar, ahora ya no. El cuerpo principal de la fábrica, al borde de la carretera que sale de Sant’Agata Bolognese camino de Módena, es la que construyó Ferruccio Lamborghini. Su italianiedad parece acabar ahí, porque la compra de la marca por el grupo VAG (Volkswagen, Audi, Seat, Skoda, Bugatti, Porsche, Bentley,…) ha alemanizado hasta el espíritu. El museo, sí, está en la fachada principal, es grande, luminoso y alberga unas cuantas joyas. Sin embargo, las enseña con frialdad, como quien muestra con orgullo profesional unos datos de mejora de producción o un beneficio en bolsa. No hay menciones apasionadas al origen de la marca, esa cabezonería orgullosa que enfrentó a un exitoso fabricante de tractores que compraba y criticaba los deportivos que un exitoso fabricante de coches construía en la misma comarca. Ferruccio Lamborghini solo aparece en dos fotos, y Enzo Ferrari ni existe.

    Hay expuestas dos unidades de Lamborghini Miura, pero en ningún lugar se menciona que para algunos es el coche más bonito de la historia, y que muchos le votaron como el coche mas sexy jamás construido. Y ni mención a la pelea sobre la paternidad de su diseño entre Giorgetto Giugiaro y Marcello Gandini.

    En el rincón del fondo a la izquierda reposa un LM002, aquel megaTT de cuando no existían los megaTT, que antecedió muchos años al Hummer H1 y al Toyota MegaCruiser, y cuya carroceria casi nadie sabe que se construía en Irízar (Ormáiztegui, Guipúzcoa).

    P1180498La única historia de coches y hombres que cuentan, y no el todo, es la del sucesor del Countach, así que la voy a contar yo. El Countach fue un concepto rompedor de Marcello Gandini que aun hoy, cuatro décadas después, sigue causando impacto, y no hay más que fijarse en la foto de la izquierda. Aguantó en producción de 1974 a 1990, y muchos años más en los pósters de las habitaciones de los adolescentes. Cuando Lamborghini se planteó su sucesión, encargó un estudio a Zagato y otro a Gandini, y ambos prototipos están en el museo. El de Zagato es el coche ocre de llantas negras, y el de Gandini es el rojo. Se tomó la decisión de llevar a la serie el segundo, pero el proyecto se paró: P1180559Chrysler, que acababa de comprar la P1180565marca, detuvo la iniciativa, retomó el diseño de Gandini y lo modificó tanto que cuando llegó a la línea de producción bajo el nombre de Diablo estaba tan reblandecido, que Gandini nunca lo reconoció como suyo. Esta vez negó su paternidad, en lugar de pelear por ella como en el Miura.

    Con los cambios generados por la nueva propiedad, algunos técnicos salieron de la marca, entre ellos Claudio Zampolli, que se asoció con Giorgio Moroder, el productor discográfico que se había hecho de oro con la música disco de los ’80, Donna Summer, Irene Cara, ya sabes. De la asociación surgió el casi desconocido CiZeta Moroder, que se llamó así por las iniciales en italiano de Zampolli y el apellido del socio capitalista, y que partió del diseño desechado de Gandini para sustituir al Countach.

    Hambriento de historias salí del museo y pasé a la tienda, donde me encontré a un grupo de concesionarios o clientes estadounidenses, agasajados y lisonjeados por ejecutivos de la marca, todos con traje oscuro, camisa blanca lisa y corbata corporativa, que hablaban inglés unos con acento alemán y otros con acento italiano. Me sentí tan lejos de ellos como les percibí a ellos lejos de la leyenda de Lamborghini. Curioseando por la tienda, confirmé que los precios de casi todo estaban destinados a ese tipo de nuevo rico que no tiene historia, y ni conoce ni le interesa la de los demás. Estaba mirando un bolso en bandolera para llevar el portátil, en fibra de carbono y cuero, por el que pedían 1.058 €, cuando me acordé de algo que días atrás me habían contado en Montalcino, en la vecina Toscana, donde se produce uno de los vinos más caros y mejores del mundo, el Brunello de Montalcino. Me hablaron de los nuevos ricos chinos y rusos que compran botellas de 300 a 500 €, sirven a sus invitados la copa hasta la mitad, y el resto hasta el borde lo llenan de agua. Les importa mostrar un vino caro, no el vino.

    Salí de la tienda y me encaminé al Fiat Cinquecento de alquiler que me esperaba fuera rumiando todo esto, mientras repasaba lo que había en el aparcamiento de empleados, y vi un detalle que explica muchas cosas: alineados en una zona supuestamente reservada, una hilera de Audi con matrícula de Ingolstadt dejaba claro quién manda allí.

    P1180591Conducía por carreteras secundarias bordeando Módena camino de Maranello, y pensaba con horror lo que podría pasar si Audi implanta el mismo modelo de gestión en Ducati: no se hablará de tres hermanos que empezaron a diseñar y construir aparatos eléctricos hace casi un siglo, que levantaron una fábrica que arrasaron los bombardeos, la reconstruyeron y se pusieron a hacer motos, y al final convirtieron en leyenda una extraña disposición de cilindros y una peculiar manera de cerrar las válvulas que tiene nombre griego. ¡Griego!, pero si para vender cualquier cosa lo básico es que tenga nombre en inglés.

    Me tranquilicé al llegar a Maranello porque Ferrari da un paso más en categoría e italianiedad respecto a Lamborghini, y la ciudad es una mezcla de centro de peregrinaje y parque temático en las cercanías de una fábrica que conserva la antigua entrada principal y se ha ampliado con diseños de arquitectos de renombre como Renzo Piano (túnel de viento), Jean Nouvel (nueva línea de montaje) y Massimiliano Fuskas (centro de desarrollo de producto).

    Vale la pena pararse un rato junto a esa puerta principal y mirar al otro lado, a los que la miran y la fotografían: tienen cara de haber llegado al sitio soñado, a una fábrica de leyendas. Se colocan orgullosos junto al logotipo y sonríen mirando a la cámara, con aspecto de “un día entraré a encargar un coche”. Vi llegar a un veinteañero con su Clio Sport de muchos caballos, con matrícula británica y volante a la derecha. Detuvo el coche en plena puerta, en medio de la Via Abetone Inferiore, se bajó e hizo la foto. Quedaba claro que había llegado, y que seguiría soñando con repetir la foto, esta vez con su Ferrari.

    trioJusto frente a esta entrada se encuentra Cavallino, el restaurante en el que, según la leyenda, comía a diario Il Commendatore. Como adicto al trabajo, y a pesar de ser italiano, le dedicaba poco tiempo a los placeres del estómago, de modo que bajaba de su despacho de la primera planta, cruzaba la calle, y al rato estaba de nuevo en el trabajo. El interior del restaurante está decorado con fotos dedicadas, cascos de pilotos de la Scuderia y piezas de los F1 de la marca. Personalmente, me quedo con una foto grande, en blanco y negro, de tres pesos pesados del automovilismo, con egos tan notables como enormes: de izquierda a derecha, Enzo Ferrari, Niki Lauda y Luca Cordero de Montezemolo.

    P1180600Después de un espresso como debe ser, solo un poco de café en una taza un poco mayor que un dedal, me acerqué al Museo Ferrari. Si junto a la fábrica hay una tienda oficial y alguna otra surtidísima de todo lo que un peregrino pueda desear, el entorno del museo es un festival de tiendas con todo lo imaginable y algo más, junto a varias empresas de alquiler de Ferrari por periodos cortos, de diez minutos en adelante. Los coches aparcados en espera de cliente, más los que van y vienen precedidos por su sonido impactante, generan una atmósfera de alegría y emoción, la propia del peregrino que, tras esfuerzos, ha llegado donde quería.

    Muchos caen en la tentación de darse el paseo, otros se atreven a llevarse el coche a Monza y rodar allí, y hay quien se atreve con el fetichismo: comprar piezas de los F1 de temporadas pasadas, montadas sobre una peana y con certificado de autenticidad, o la botella de champán con la que tal piloto brindó desde el podio de tal circuito aquel año. También con certificado de autenticidad.

    El museo, sin dejar de representar a una marca de lujo, mantiene la línea alegre, apasionada, contenta; habla de historias, de coches y de personas. Sin negar que Ferrari es una empresa industrial con ánimo de lucro.

    De vuelta al Cinquecento y a la autostrada, repasaba los cambios de rumbo y de propiedad en Ducati y Lamborghini, los ciclos de éxitos y fracasos de Ferrari, y lo mucho que tienen en común las tres en su origen. Aunque a día de hoy, sus futuros se vean tan distintos.


  • Ayer estuve limpiando el garaje

    Digo garaje porque desde un punto de vista práctico, el semisótano de casa se utiliza principalmente como garaje del parque móvil. Aquí guardo los coches que caben, las bicis y en su día las motos. También actúa como taller en el que mecaniquear sobre ese parque móvil. Mirado de un modo más emocional, este garaje es una suerte de museo de objetos recopilados a los largo de años de viajes y carreras, que ahora cuelgan de las paredes para recordar buenos momentos en los que disfruté y malos momentos en los que aprendí. Y rodeado de aspiradora, fregona y escoba, según desempolvo, friego o barro, los ojos y las manos pasan por esos objetos y reviven el instante en que se hizo la foto, utilicé el pase o vestí el uniforme.

    De éstos hay cuatro, en concreto cuatro camisas que conservo de cuatro experiencias en carreras. La última de ellas cobró un valor especial un año después de lucirla: es la camisa del Dakar de 2007, el último africano, en el que fui asistencia de Xavi Foj, y con la que subí a acompañarle en el podio del Lago Rosa. Junto a cada una de las cuatro camisas cuelga una foto, y la de ese Dakar ha envejecido deprisa: se ve el Land Cruiser 120 de Xavi en el momento de tomar la salida frente a la formidable fachada del Monasterio de los Jerónimos en Lisboa, a tiro de piedra de la Torre de Belén. En el ambiente flota la sensación que nos ronroneaba en la cabeza esos días: nos vamos a Africa, y hay que llegar a Dakar como sea. En aquellos días claro que no sabíamos que iba a ser el último Dakar africano, y que no volvería a salir de Europa.

    En una cajonera al otro lado del garaje, y guardada con cuidado en una bolsa, hay una bandera española. La compré a finales de 2006 para llevarla a ese Dakar, y la metí con esperanza fetichista en el fondo de la bolsa de viaje junto a una promesa hecha a mí mismo: la luciré en el podio de Dakar. Porque íbamos a llegar. Un desierto, dos continentes, tres semanas y siete países más tarde, llegamos todos a Dakar. El sábado por la noche la saqué de la bolsa y la pasé a la mochila, y el domingo por la mañana, frente al Lago Rosa, la desplegué. A la hora de subir al podio con todo el equipo, Etienne Lavigne, director del Dakar, me la cogió y la colocó sobre el capó del Land Cruiser de Xavi. Así salimos en las fotos de prensa.

    A la izquierda de la camisa y la foto de ese Dakar hay otras que me traen un recuerdo agridulce: parrilla de salida de 500 cc en Montmeló, 1994, junto a Juan López Mella, al que habían cedido la Suzuki Lucky Strike de Kevin Schwantz, que no corría por lesión. Había conocido a Juan unos años antes, quizá cuando él corría (y ganaba) el Nacional de Superbikes con una Honda RC30, y yo era mecánico de César Agüí en el mismo campeonato y con la misma moto. Juan siguió con su RC30 en Superbikes hasta el 92, en que Dani Amatraín se trajo una Ducati de fábrica. En la primera carrera, en Albacete, Dani sin despeinarse le metía un segundo por vuelta a Juan. La segunda se corrió en Calafat, una pista lenta en la que la Ducati no podía aprovechar toda su caballería y, aún así, Dani ganó con 31 segundos de ventaja sobre Juan, que fue todo lo que podía ser: segundo. El lunes siguiente, a primera hora, Pedro Parajuá, ex piloto y mecánico de confianza de Juan, me llamó. Era la época en que Yamaha vendía motores a Harris y a ROC para que hicieran motos de 500 cc con que poblar unas parrillas anoréxicas, lo mismo que hace ahora Dorna con las CRT en MotoGP. “¿Sabes si a Harris o a ROC les queda alguna moto? ¿Tienes sus teléfonos?”, fueron las dos preguntas que me hizo Juan. Le dí los números de teléfono, no publiqué nada para no interferir en la maniobra, y poco después Juan debutó en el Mundial de 500 con una Yamaha ROC.

    Al final de la temporada 94, con Schwantz lesionado, Suzuki decidió ceder las dos motos en la última carrera; una a un inglés y la otra a Juan, que me contrató para ese fin de semana como asesor, traductor, intermediario y lo que hiciera falta. Nos pasamos los tres días descubriendo lo que era un equipo de fábrica y una moto inconducible, o conducible solo por un tipo como Schwantz. La característica fundamental de aquella moto, además de que el motor corría un disparate, es que tendía a levantarse y abrir la trayectoria cuando se daba gas, y en un circuito como Montmeló lleno de curvas enlazadas, eso es un desastre. La Suzuki tenía tijas que creaban divergencia entre la horquilla y la pipa de dirección, excéntricas en las fijaciones del motor al chasis para variar su posición, y diversas alturas de anclaje del basculante al cuadro para cambiar la geometría. Pero ni por esas.

    Al principio Juan no se aclaraba, porque cuando abría gas con ganas la moto subviraba, se le acababa el asfalto, y terminaba cortando. Alex Barros, el otro piloto de Suzuki aquel año le dio algunos consejos, y ni aun así hizo buenos tiempos. La conclusión a la que llegamos es que la única manera de ir deprisa con aquel trasto era llevarlo como Schwantz: abrir gas con tanta rapidez, casi con violencia, que se provocara un derrapaje en la rueda trasera que compensara el subviraje del chasis. Y hacerlo en cada curva de cada vuelta. Con resignación llegamos el domingo a la parrilla, sabiendo que el resultado no iba a ser gran cosa, aunque al menos íbamos a aprender. En la foto que conservo él está pensativo y yo serio, ambos uniformados de Suzuki Lucky Strike. El sabor amargo de la foto y de la camisa se debe a que Juan nos dejó unos meses más tarde por culpa de un accidente de carretera.

    En la pared de enfrente hay una foto dedicada. Está tomada en una zona árida y montañosa de Túnez, y lo único que destaca entre los cerros pelados es el Land Cruiser LJ70 con el que hice un viaje formidable por aquel país en 2005. La foto me la dedicó Takeo Kondo, el ingeniero de Toyota que dedicó tantos años de su vida profesional a los todo terreno de la marca, que se le terminó conociendo como “Mr. Land Cruiser”.

    En Japón no se cultivan con la misma intensidad que en Occidente los conceptos de individuo o liderazgo, y los egos, si existen, son de tallas muy inferiores a los nuestros. Por eso Takeo Kondo no tiene biografía publicada ni hueco en la Wikipedia, y cuando se busca información sobre su vida aparecen más vacíos que datos. Sí se sabe que al acabar sus estudios de ingeniería comenzó a trabajar en Toyota Motor Corporation, en el equipo responsable de los Land Cruiser. Colaboró primero en la ingeniería del FJ55 de 1967, y luego en el BJ40 de 1974. Y en 1985 le llegó su oportunidad, porque le pusieron al frente de un desafío: el Serie 70 de 1984, con ejes rígidos y ballestas se había convertido en un mito, pero el mercado demandaba un vehículo que no perdiera prestaciones en campo y brillara en carretera, que siguiera siendo un Land Cruiser sin machacar la espalda de los ocupantes. Y Kondo creó el primer Land Cruiser “blando”, con ejes rígidos, sí, pero con muelles de suspensión, justo el LJ70 con el que hice el viaje por Túnez. A la vista del éxito del vehículo, se le nombró ingeniero jefe del proyecto de la Serie 90, lanzada en 1996, y luego supervisor de los ingenieros jefes de las Series 70, 90 y 100. Cuando, gracias a un buen contacto, conseguí que me dedicara la foto, estaba parcialmente jubilado como director de I+D de Kayaba, el fabricante japonés de amortiguadores para coches y motos.

    En el garaje hay también pases que reavivan la memoria. Los más actuales son de plástico, con colores corporativos, como el de una reciente peregrinación a Maranello en el que se lee: “Ferrari. Ospite” (más huésped que visitante). Estos modernos son fáciles de limpiar, con un trapo vuelven sus colores, sus brillos y sus recuerdos, y por eso me centro en el más antiguo de todos: una especie de sobrecito de plástico, ya tirando a rígido y grisáceo, que tiene dentro un papel añejo: el pase de prensa de las XXXI 24 Horas de Montjuic, las de 1985. Casi nadie se acuerda ya de aquella carrera absurda y maravillosa, que consistía en dar vueltas en moto durante un día por un parque en medio de la ciudad de Barcelona. Y sin embargo hubo una época en que los nombres de cada curva tenían un sabor épico, como el Karrouesel del antiguo Nürburgring o Eau Rouge en Spa, y a la vez se ligaban con el punto exacto de la ciudad en que se encontraban. La recta del Estadio, además de un punto del circuito, era la zona que pasaba frente al Estadio Olímpico inaugurado en 1929. La horquilla del Museo Arqueológico, además de estrecha y en bajada, era el acceso a la puerta principal del museo. Otros tramos tenían hasta canción popular, como aquella que decía:

    “Baixando la Font del Gat

    Una noia, una noia,

    Baixando la Font del Gat,

    Una noia i un soldat,…”

    Ordenados cronológicamente mis recuerdos de Montjuic empiezan en el viaje en autocar desde Madrid, porque las primeras veces que fui no tenía vehículo propio. Era una época previa a la red de autovías, cuando un Madrid – Barcelona, en autobús y de noche, era una experiencia, y no precisamente cómoda. Si no había autovías, no había áreas de servicio, y la parada a mitad de camino se hacía en un bar de La Almunia de Doña Godina, a una hora que me parecía indefinida, a la que no sabía si tomarme un bocadillo, un café, o ni siquiera salir del autocar. Llegado a Barcelona, algún año dormí en casa de un amigo, y otros la noche de la carrera la pasé en el parque, durmiendo entre bramidos de escape.

    Las motos que vi correr eran, por decirlo de algún modo, heterogéneas. Las del Mundial de Resistencia se dividían en dos grupos, ya que por un lado estaban las japonesas de cuatro cilindros en línea con chasis de cuando los japoneses aun no sabían hacer chasis, y las Ducati todavía descendientes de Fabio Taglioni. Y en el otro lado, los participantes locales que salían con lo que tenían a mano, incluyendo Yamaha RD350 y Montesa Crono 350.

    Por el lado de los pilotos la mezcla era mayor, si cabe: jóvenes mundialistas, viejas glorias que no colgaban el casco, y aficionados venidos a más. En esa edición de 1985 estaban sobre la Ducati de fábrica “Min” Grau, Quique de Juan y Juan Garriga, y la JJ Cobas BMW la llevaron “Sito” Pons, Carlos Cardús y Luis Miguel Reyes. La lista seguía con Jacinto Moriana (que ya había fichado a Antonio Cobas para JJ), Javier Marqués (con quien luego me crucé en el Team Aspar), Ignacio Bultó, Andrés Pérez Rubio (entonces importador de Bimota), Carlos Morante, Dani Amatraín y Dennis Noyes.

    Si ahora unimos las palabras “Barcelona” y “carreras”, parece que solo existe Montmeló; pero durante muchos años Montjuic, para motos y para coches, fue un circuito de Mónaco con menos “glamour” y más autenticidad, y las citas anuales del Gran Premio de motos, la Fórmula 1 y las 24 horas eran momentos clave para la ciudad. Solo que de esto hace tanto tiempo que muchos no lo han conocido. La lista de patrocinadores de la carrera, que figura en la parte baja del pase, nos habla de una época en que existía publicidad de marcas de tabaco, como Marlboro, o de bebidas con alcohol, como Kronenbourg o Gin MG. Y se compraba en Galerías Preciados.

    Estoy acabando la limpieza del garaje y ya solo me queda un cuadro, en el que hay varias fotos de mi temporada en la Copa Gilera. Unas de esas fotos muestran la secuencia de la curva de entrada a la recta de Jerez, una curva escenario de comentados incidentes, como el de Sete y Rossi, o el reciente de Lorenzo y Márquez. El tramo entre los dos codos consecutivos de Nieto y Peluqui y la meta era lo único que yo hacía bien en Jerez, y por eso le tengo cariño a ese ángulo y entiendo su dificultad. En las pequeñas Gilera 125 abríamos a fondo al salir de los codos y hacíamos las dos rápidas de detrás del “paddock” sin cortar. El desarrollo iba justo y la banda de potencia era estrecha, por lo que si se cortaba al entrar en alguna de las rápidas, al levantar la moto y por tanto alargarse el desarrollo el motor se moría y se perdía mucho tiempo. Como digo era lo único que se me daba bien, y sabía que si me acercaba a un rival al llegar a las rápidas, me lo comería en el corto tramo recto entre la segunda rápida y la horquilla, porque mi motor seguía empujando al no salirse de la estrecha banda de potencia. Ahí había que estar atento a lo que hacía el de delante: si se iba a la derecha para intentar una trazada redondita, se le pasaba por dentro. Si se ponía en el medio para tapar el hueco, me colocaba a la derecha para intentarlo por fuera. En la foto del garaje mi rival, muy conservador, llegó despacio y se fue al interior, y me dejó la trazada redonda de fuera.

    Pensando en Sete, Rossi, Lorenzo y Márquez, recuerdo que esa decisión que se tomaba en un instante, gas a fondo en la recta corta, tenía difícil rectificación. Una vez que habías decidido lo que ibas a hacer y llegabas a la horquilla, el circuito se volvía estrecho y la escapatoria corta.

    Le doy vueltas a eso mientras friego el suelo del garaje, cuando espero a que se seque y cuando vuelvo a meter el Celica en la plaza del fondo. En la misma posición en que colocaba el Land Cruiser de carreras, o antes el Serie 70 de la foto de Kondo san. Apago la luz y subo a casa pensando en que este sótano es mucho más que un garaje.


  • El Gran Cañón no era tan colorado

    Empecemos por una obviedad: cuando se rueda en moto de noche y por carreteras desconocidas, solo se ve lo que ilumina el faro, y uno no se da mucha cuenta de lo que hay más allá de las cunetas, como el color de la tierra o de la vegetación, el tipo de árboles o su altura. Por eso no le dí importancia a que me parecieran blanquecinas las cunetas de la carretera 89, a la altura de Chino Valley, en Nevada, Estados Unidos.
    Hacía unos cuantos días que, tras dar una vuelta por Los Angeles y sus inacabables alrededores, habíamos alquilado tres motos y recorríamos la Costa Oeste. Empezamos por San Diego, y el día de las cunetas blanquecinas nos metimos un buen montón de millas con la idea de subir a primera hora de la mañana siguiente a ver el Gran cañón. Y esperábamos seguir viaje por Yosemite, Las Vegas y San Francisco, para cerrar el bucle devolviendo las Yamaha XJ en la siniestra oficina de American Motorcycle Rentals and Sales, Inc., en Los Alamitos, entre Anaheim y Long Beach, California.
    El caso es que, llegando a Williams, hacía mucho frío, el asfalto estaba mojado y las cunetas blancas, y solo un rato más tarde enlacé todo eso. Cualquier ropa de moto, como el Goretex que llevaba esa noche, forma pliegues al ir sentado, que desaparecen al ponerse de pie. Y según avanzaba aquella noche de Noviembre de 1991, los pliegues del Goretex se llenaban de nieve, la que había pintado de blanco las cunetas y nos congelaba las manos. Pensaba, igual que los dos amigos con los que viajaba, en llegar a Williams, encontrar un motel de esos que hay en todas partes en el que entrar en calor y un restaurante en el que recuperar energías. En ocasiones los estereotipos son reales, y nada más entrar en Williams localizamos un motel con su enorme aparcamiento. El frío y las muchas horas encima de la moto nos habían dejado medio rígidos, y cuando paramos los motores frente a la cristalera de la oficinilla del motel, nos quedamos sentados, cubiertos a trazos por la nieve, mientras el recepcionista nos miraba, calentito él, desde su cubículo, sin entender a cuento de qué venía eso de pasar frío en moto. Apoyamos las motos en las patas de cabra, y al ponernos de pie y erguirnos, la nieve acumulada en los pliegues de la ropa cayó al piso del aparcamiento. Nosotros miramos la nieve, como si diera forma o cuantificara el frío y el cansancio que llevábamos encima. Y el de recepción nos miró de nuevo y se reafirmó en su opinión inicial. Unos minutos después, ya en una habitación del motel, nos congregamos los tres frente a un radiador, y pasó mucho tiempo hasta que nos empezamos a quitar guantes, sotoguantes y el resto de las muchas capas de ropa que llevábamos encima.
    Por mañana, prontito y con un desayuno acorde con lo que nos esperaba, afrontamos las 60 millas que hay de Williams a la entrada al Parque Nacional del Gran Cañón. En Williams había medio metro de nieve, y la carretera era una colección de placas de hielo, y nieve derretida y sin derretir, aunque esas adversidades nos daban igual, pensando en la maravilla que nos íbamos a encontrar. Que no nos decepcionó.

    La imagen que solemos conservar del Gran Cañón es básicamente colorada, por el tipo de terreno de los alrededores, y sin embargo aquel día era fundamentalmente blanco, de una blancura impactante y casi sólida, pura y fría como el aire que respirábamos desde el mirador a más de 2.000 metros de altitud. Nos sentíamos muy pequeños al reconocer que veíamos una parte minúscula del cañón: tiene más de 300 kilómetros de largo, la anchura mínima es de 6 km. y la máxima de 27. Asomarse a ver el fondo es de lo más parecido que hay a mirar por la ventanilla de un avión en vuelo, solo que esta vez sin despegar: la profundidad llega a los 2.500 metros. La ventisca solo nos dejaba disfrutar de la vista a ratos, y esa intermitencia aumentaba la impresión de grandeza. Ya que estábamos allí decidimos disfrutar del entorno y tomamos el único tramo de carretera practicable por una moto en aquel momento, el recorrido de 25 millas por la cara sur que lleva al mirador de Desert View. Una vez allí aprovechamos para llenar el estómago de algo caliente en el bar del refugio, donde nos atendió Roberto, uno de los muchos hispanos que nos contaron su vida. Estaba contento porque ya tenía permiso de trabajo, disfrutaba de su Honda CX 500 y prefería servirles hamburguesas a los turistas japoneses en el Gran Cañón que pasar hambre en su Méjico natal. Allí recordé que el primero en llegar al Gran Cañón, como a tantos otros sitios, fue un español que también venía de Méjico, el capitán García López de Cárdenas. Le había mandado a explorar la zona su jefe, Francisco Vázquez de Coronado, quien a su vez había sido enviado por el virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza. El virrey había leído sobre la leyenda de las siete ciudades de Cíbola, ya se sabe, una de esas de ciudades misteriosas plenas de riquezas sin fin. Vázquez de Coronado, trescientos españoles y más de ochocientos indígenas salieron de Culiacán, en Méjico, en 1540, y no encontraron ninguna de las riquezas de las que hablaba la leyenda. A uno de sus capitanes, López de Cárdenas, los indios zuñi le hablaron de un caudaloso río que corría por el fondo de un cañón, y fue a explorarlo. Unos de sus hombres, el capitán Jaramillo, lo contó así: “Halló una barranca de un río que fue imposible, por una parte, ni otra, hallarle bajada para caballo, ni aun para pie, sino por una parte muy trabajosa, por donde tenía casi dos leguas de bajada. Estaba la barranca tan acantilada de peñas que apenas podían ver el río, el cual, aunque es, según dicen, tanto o mucho mayor que el de Sevilla, desde arriba aparecía un arroyo.” Sin agua ni medios dieron marcha atrás, y durante 225 años ningún blanco volvió al cañón. Los relatos no dejan claro el punto exacto por donde López de Cárdenas y sus hombres llegaron, y se especula que fueron Moran Point o Desert View, donde Roberto nos atendía.

    Por la noche, de regreso a Williams y entrados en calor, nos sumergimos en lo que a nosotros nos parecía una película y no es más que el día a día de los habitantes de la zona: bares en los que tipos con camisa de franela a cuadros, sombrero Stetson y botas de montar beben cervezas que les sirven camareras que deberían llamarse MaryJo, mientras la música de fondo la ponen tipos vestidos de la misma guisa cantando “country”.