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  • Exposiciones, exhibiciones y entretenimientos

    Estas tres palabras no son sinónimas, y sin embargo coinciden en el punto en común de las tres exposiciones, exhibiciones o entretenimientos relacionados con coches y motos que he visitado recientemente.

    A pesar de los enormes esfuerzos que realizan los burócratas de Bruselas junto a una legión de desinformados, el sector de la automoción, sobre dos o cuatro ruedas, continúa vivo, es la base de la movilidad mundial y arrastra una buena masa de aficionados, dispuestos a reunirse alrededor de celebraciones que festejan su pasión.

    Y también en contra de algunas opiniones, los jóvenes, entendiendo por tales a los menores de treinta años, se unen a estos actos, una alegría por lo que supone de relevo generacional.

    Por simple casualidad, he visitado en el transcurso de pocas semanas tres exposiciones o exhibiciones, en principio sin relación alguna entre ellas, aunque obviamente con elementos en común, más allá del protagonismo de coches y motos.

     

     

    La primera a la que acudí, en orden cronológico, fue “Formula 1: the exhibition”, la exposición sobre la Fórmula 1 que el organizador del campeonato inauguró en Ifema, Madrid, en parte para apoyar la candidatura del lugar y de la ciudad de cara a albergar una carrera allá por 2026.

    A la vista del rumbo que Liberty Media está dando al campeonato, más cerca de la exhibición y el espectáculo que del deporte, mis impresiones fueron mejores de lo esperado. Sobre todo, porque no confiaba en encontrar referencias ni a la larga historia del campeonato ni a sus aspectos técnicos, y sin embargo ambos se mostraban con generosidad.

    La exposición está montada con material actual cedido por los equipos participantes (salvo Aston Martin, que estaba muy ocupado en la pre-temporada), y por un gran número de empresas y coleccionistas.

    Destaca, claro, lo más reciente, como un Alpha Tauri actual con el que deleitarse hasta el dolor de cabeza analizando la compleja aerodinámica de los F1 de hoy en día. No son solo los elementos básicos (bigotes, alerón o pontones), los que llaman la atención por su complejidad; es el elevado número de pequeños complementos que tienen éstos o que aparecen por todas partes para guiar el aire, eliminar vórtices o controlar la capa límite. Por ejemplo, delante de cada pontón hay un cajón triplano con una deriva vertical central y pequeños huecos en la deriva exterior, y entre este cajón y la rueda, uniéndose al fondo plano, un complejo cajón frontal doble con ¡once derivas verticales!

    Rodean al Alpha Tauri expuesto maquetas, secciones y vídeos sobre cuestiones técnicas, explicadas para el público en general, como aerodinámica, unidades híbridas de potencia o cajas de cambio de toma constante.

    La siguiente sala sorprende, ya que mostrar los restos del Haas tras el horrible accidente que sufrió con él Romain Grosjean en el GP de Bahréin de 2020 es casi una invitación al morbo, y sin embargo las explicaciones se centran en la seguridad de los coches actuales, gracias a la capacidad de absorción de energía de los monocascos de carbono, la protección del Halo o las medidas implantadas en los circuitos. Todo esto no quita que el visitante sienta encogerse el estómago al ver otra vez el vídeo del accidente de Grosjean junto a lo que quedó del monocasco y del volante.

    Otro momento inesperado en la exposición surge al ver la atención que se presta a la historia del campeonato. No son solo las decenas de cascos de pilotos de todos los tiempos que se exponen; son, especialmente, los coches y las piezas de éstos que llenan las salas. Es fantástico ver de nuevo un Lotus con la publicidad de la tabaquera Gold Leaf, o motores tan emblemáticos como los primeros indomables Renault Turbo, o los TAG – Porsche de los McLaren Marlboro.

    El salto a la segunda de las visitas en enorme, ya que solo tiene en común con la primera que ambas son exhibiciones de vehículos. La Guardia Real es el cuerpo militar de las Fuerzas Armadas españolas responsable, desde que en 1504 la fundó Fernando el Católico, de la seguridad del Rey y de su familia.

    Hoy en día sus instalaciones se encuentran en El Pardo, en las afueras de Madrid, donde una nave moderna alberga la “Sala Histórica de la Guardia Real”. Se puede visitar previa petición, y es un placer hacerlo tanto para los aficionados a la historia en general como para los seguidores de la historia de la automoción.

    La visita guiada se inicia en la planta superior, que alberga uniformes, cuadros, documentos y otros recuerdos de los más de cinco siglos de historia del cuerpo. Resulta ser un agradable paseo ilustrado por la historia de España, un interesante repaso para los entendidos, y un descubrimiento para los profanos.

    La planta baja es la que despertó mi interés, ya que contiene vehículos que se han utilizado oficialmente en la Jefatura del Estado español desde finales de los años ’30 del siglo pasado hasta ya iniciado el XXI. Así de amplio en el tiempo y así de genérico.

    La indudable estrella es el Mercedes W31, tipo G4, del que se dice es el único modelo de la marca que no se expone en el Museo Mercedes de Stuttgart. Este W31, tipo G4, es un camión de tres ejes, el delantero directriz y los dos traseros motrices; es decir, un 6×4, con un motor de gasolina de ocho cilindros en línea (código interno M24), nada menos que 5.920 mm de longitud y 3.700 kilos de peso. Fue fabricado entre 1934 y 1939 solo para el ejército alemán, nunca para su venta al público, y la producción fue solo de 57 unidades.

    La que se expone en la Sala Histórica de la Guardia Real se fabricó en 1939; al ser de las últimas, monta la versión M24-II del motor, con 5,4 litros de cilindrada y 115 CV, muy poco para mover tanto peso, por lo que el consumo puede llegar a los 38 litros cada 100 kilómetros, y la velocidad máxima no pasa de 65 km/h.

    Del total de 57 unidades parece que solo quedan tres en su estado original. Una de ellas sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial, se transformó a su término en camión de bomberos, para luego ser restaurada y donada al Sinsheim Auto&Technik Museum, en Austria. Otra se expone en el Lyon Air Museum, de Santa Ana, California (EE. UU.), y la tercera es la que está en Madrid.

    Y a partir de aquí pasamos de los hechos a la leyenda, que cuenta que Adolf Hitler ordenó fabricar tres unidades especiales (¿qué las hacía especiales?) para tres destinatarios igualmente significativos: Benito Mussolini, Francisco Franco y él mismo. Parece ser que, una vez que le entregaron su camión, a Franco no le gustó el regalo en sí y, según se entraba en la década de los ’40 y avanzaba la II GM, no le apetecía que se le viera utilizando un regalo hecho por los posibles perdedores de la contienda. De modo que, tras pocos kilómetros de uso, el camión Mercedes fue arrinconado.

    Cuenta también la leyenda que, al ser el único superviviente de los tres especiales, Mercedes Benz intentó comprarlo con un cheque en blanco a Patrimonio Nacional, la institución responsable de él, que rechazó amablemente la oferta precisamente por eso, por ser el camión patrimonio nacional y parte de la historia de España. Entonces Mercedes se ofreció a restaurarlo en su Mercedes Benz Classic Center, y aprovechó para levantar planos del vehículo, que se habían perdido en la guerra. De este modo, en 2002, y con su matrícula M-4200-AD de 1974, el W31, tipo 4 quedó de nuevo en el estado en que salió de la fábrica 63 años antes. Para asegurarse de que se mantendría así, los mecánicos de la Guardia Real recibieron una formación específica en el Classic Center de Mercedes.

    Aunque a su lado los otros quince coches y camiones expuestos palidezcan, merecen al menos una mención. Hay curiosidades como un Cadillac descapotable y blindado (¿) de 1948, fabricado en Detroit (EE. UU.), blindado en Trubia (Asturias) y carrozado en la Unidad de Automóviles del Ejército en Torrejón de Ardoz (Madrid). Aun conserva su matrícula ET-42922-O. Junto a él posan varios compatriotas suyos, como un Buick del ’49, un larguísimo Cadillac Eldorado convertible de 1970, un Fleetwood del ’73 y un Lincoln Continental del ’78.

    Lo que más llama la atención son los dos Rolls Royce Phantom IV expuestos, uno cerrado y otro descapotable. Pertenecen a una serie limitada de 18 unidades, fabricadas entre 1950 y 1960, de las que 17 fueron adquiridas por mandatarios de diversos países, y se conservan 16. Algunos de los propietarios iniciales fueron Mohamed Reza Pahlevi (Sha de Persia), el Aga Khan III y el Rey Faisal II de Irak.

    En su momento España compró tres unidades: una limusina de cinco plazas y otra de siete, y un descapotable de cuatro, todas entregadas en 1952.

    No quiero dejar de lado las motos expuestas, fundamentalmente Harley-Davidson y BMW. Las Harley lucen la cantidad esperada de cromados, que es mucha, y el escudo real pintado sobre el depósito. Las BMW pertenecen en su mayor marte a la desaparecida Serie K, la de motor tumbado y refrigerado por agua, de tres o cuatro cilindros, más alguna bóxer.

    La primera edición de Autopía tuvo lugar el 24 de Septiembre de 2022 en Boadilla del Monte (Madrid), como se narró en estas páginas virtuales. A pesar de algunos errores en la organización, decidí asistir a la segunda que se celebró en el mismo lugar a finales del pasado mes de Abril. En parte, el motivo de mi nueva asistencia fue participar exponiendo uno de mis Mercedes clásicos, de los que también se ha hablado aquí.

    Destacar lo mejor de entre los más de 800 vehículos expuestos es, a la vez, arriesgado y subjetivo. De modo que empiezo por reconocer que lo que voy a mencionar no es necesariamente lo mejor, más valioso o más importante, es solo lo que más me gustó o me llamó la atención.

    Hay que empezar, claro, por el homenaje a los pilotos españoles que han participado en las 24 Horas de Le Mans, la carrera que este año celebra su centenario. Para decorar, se mostraban el Audi TDi de Ivan Capelli, Allan McNish y Tom Kristensen, y el Epsilon Euskadi 1, que tomó parte en la edición de 2005.

    No lejos de ellos se podían contemplar tres motos de GP: las Honda de MotoGP de Marc Márquez y Dani Pedrosa, con sus dorales 93 y 26, junto a una Derbi 50 cc. de Angel Nieto. Ya se nos olvidaba lo minúsculas, en todos los sentidos, que eran estas cincuenta: neumáticos estrechos, manillares aun más estrechos, sillín mínimo y retrasado, los diámetros de barras de horquilla y basculante parecen de broma, … y, a pesar de ello, ¡cuánto corrían!

    En el capítulo de los coches que me llamaron la atención favorablemente situaría las dos unidades de Porsche 959, y los dos BMW 3,0 de la Serie E9, uno en versión CS y otro como CSL, el conocido como Batmobile. Igualmente fue agradable ver unos cuantos Lotus, entre los que destacaba un Esprit V8 blanco.

    La organización mejoró mucho respecto a la anterior edición. Con más asistentes y más vehículos expuestos, el tiempo de acceso a las instalaciones como participante bajó de 30 minutos a solo cinco; y había más música y más actividades para niños. Esta vez no se acabó la comida, aunque aun queda por mejorar el tiempo para conseguirla: una hora y media de cola para alcanzar una hamburguesa es excesivo.

    No me atrevo a lanzar una conclusión única de tres eventos tan diferentes en contenido y objetivos, aunque sí hay que destacar que la abundante y alegre respuesta del público asistente deja claro que la automoción goza de una estupenda mala salud.

     

     


  • No era mi intención

    Cómo iba a serlo. El viaje estaba saliendo de maravilla, y no había por qué darle un final amargo. Tenía la sensación de que aquella fabulosa Honda Pan European ST1100 y yo llevábamos meses haciendo honor a su nombre, y casi era verdad. Acababa la tercera semana de viaje y habíamos recorrido Alemania, Hungría, la República Checa y Austria, y no faltaba más que volver a casa. Me resultó muy agradable la estancia en Munich, un lugar por el que tengo debilidad. A continuación nos fuimos a dos Grandes Premios consecutivos, los de Brno y Hungaroring, y recordé aquellos tiempos en que viajaba en moto a los circuitos, como un aficionado. Esta vez cubría la información para Motociclismo, y llevaba en el bolsillo el soñado pase de prensa.

    El remate del viaje fue Viena, aunque terminé durmiendo en una ciudad llamada Baden, 30 kilómetros al sur, porque la capital, en los últimos días de Agosto, tenía ocupado cualquier lugar en el que se pudiera dormir con mi presupuesto.

    El cierre del viaje iba a ser dos días para hacer 2.400 km. Puede sonar a que son muchos, solo que para una devoradora de autopistas como la PanEuro, no pasaba de aperitivo.

    Cuando Honda lanzó este modelo, en la revista Motociclismo nos gustó tanto que no solo decidimos someterla a una prueba de larga de duración de 25.000 km, sino que duplicamos la dosis. En los meses que duró esa prueba, los redactores y colaboradores nos turnamos al manillar y, literalmente, recorrimos Europa entera. Si no me falla la memoria, mi turno llegó cuando Gustavo Cuervo volvió de Grecia, y terminó en el momento en que Ildefonso García apuntó hacia Gran Bretaña.

    Y esa mañana de finales de Agosto de 1990, con una lluvia suave cayendo fuera, agrupaba mi equipaje en un hotel de Baden, para emprender el regreso a casa.

    Cuando un motorista viaja, la persona, el vehículo y sus pertenencias están a la vista y formando un conjunto. Una vez que se detiene, ese conjunto se disgrega en mil pequeños elementos: se baja de la moto, y se quita el casco y los guantes. Se va a comer o a repostar, y de algún sitio sale una cartera para pagar. Si llega a un hotel, desmonta las maletas laterales y la bolsa sobredepósito. Y una vez en la habitación, lo que sale del equipaje se distribuye por armarios, repisas, … o el suelo.

    En esas estaba yo, guardando en las maletas de la PanEuro el neceser, la ropa ya sucia y el calzado de calle. En la bolsa, los mapas de varios países y las monedas y billetes de esos países (¡estamos hablando de la época en que no había navegadores ni Euros!), y pensando en que no sería difícil hacer ese día la mitad del recorrido previsto. El cálculo era sencillo: la mitad son 1.200 km, que por autopista a una media tranquila e incluyendo paradas, eran menos de diez horas. Podía hasta dar una vuelta de despedida por Munich, o visitar el Museo Porsche de Stuttgart.

    Vestido con el Goretex y con todas mis pertenencias agrupadas en dos maletas y una bolsa, bajé a la calle. La fiel PanEuro me esperaba, como cada mañana. Arranqué el motor para que ronroneara y cogiera temperatura, mientras fijaba el equipaje y me colocaba casco y guantes. Mi optimismo sufrió la primera grieta al alcanzar la autopista que nos iba a llevar, con rumbo oeste, a cruzar Austria, porque el tráfico era denso y la lluvia cabezota. Se hacía difícil pasar de 100 km/h.

    La ilusión me hacía pensar que el tráfico denso se acabaría al entrar en Alemania, pero no era más que ilusión. La lluvia y los atascos continuaban, y algo cansado llegué a la frontera francesa en Mulhouse diez horas después de arrancar, y con solo 900 km. encima.

    Otra vez apareció la ilusión para decirme que, como en Francia las autopistas son de peaje, estarían más despejadas y recuperaría algo del tiempo perdido. Esta vez las ilusiones se quedaron cortas, porque la autopista estaba vacía y además salió el sol, por lo que, jugándome una multa de radar, le pedí a la PanEuro que subiera el ritmo, con el objetivo de quitarle kilómetros a un segundo día de viaje que se empezaba a poner cuesta arriba. Porque el domingo por la noche, sin opción posible, la moto y yo debíamos dormir en Madrid.

    Los kilómetros iban cayendo, a la vez que el sol y mis energías. Había pasado de la fase de agrado a la de incomodidad a bordo, y de ésta a la de molestias generales con dolores en algunas partes del cuerpo que no hace falta detallar. Y como el objetivo de los 1.200 km en el día ya estaba conseguido, negocié conmigo mismo y llegué a un acuerdo: en muchas áreas de servicio de las autopistas francesas hay hoteles sencillos, de modo que me pararía a cenar y dormir en el primero que encontrara pasadas las nueve de la noche. Ya era suficiente paliza y no quería conducir cansado y de noche.

    Satisfechos por el acuerdo, la PanEuro y yo nos relajamos en el ánimo, que no en el ritmo. Los kilómetros seguían cayendo y la hora límite estaba cada vez más cerca. Pasábamos por las áreas de servicio y sus hoteles, pensando en que poco después descansaríamos, ella en el aparcamiento y yo en una cama.

    Se acercaban las nueve de la noche y mi cuerpo había abandonado el estado de molestias para pasar al de dolores y de éste al de insensibilidad. Estaba hecho un cuatro rígido, y solo las ganas de rematar bien el día me hacían aguantar. Solo que a partir de las nueve, y ya con claro rumbo sur hacia España, las áreas de servicio dejaron de tener hoteles. De repente y todas.

    Mi cuerpo insensible aguantaba como podía, y los kilómetros seguían pasando. Cada señal que anunciaba la proximidad de un área de servicio me abría la esperanza; cada área de servicio sin hotel me parecía una jugada sucia de quien hubiera decidido su reparto. Finalmente, con el optimismo en un estado similar al de la espalda, me detuve en un área de servicio con hotel 1.750 km y tres países después de arrancar. Cualquier absurdo récord de tiempo o distancia en moto en un día que pudiera tener había sido desintegrado.

    Como un autómata ocupé la habitación, cené y me metí en la cama. Y arranqué el día siguiente con la fuerza que me daba pensar que solo quedaban 700 km hasta casa. Pero qué kilómetros.

    Como despedida de la PanEuro, decidí sacarle partido a lo que había descubierto en dos semanas de viaje: la capacidad de viajar ininterrumpidamente a su velocidad máxima. ¿Seríamos capaces de recorrer toda la autopista, desde el peaje a la salida de Barcelona al de la entrada a Zaragoza a fondo riguroso?, ¿a unos 215 km/h reales? De haber tenido alguna duda, se abría disipado de inmediato. Con depósito lleno, cielo despejado, viento en calma y poco tráfico, resultó tan sencillo como divertido. Y me queda el recuerdo de haber hecho, como travesura, lo que ahora es claramente ilegal.

    Solo que en Zaragoza se acababa la autovía y hasta Madrid me esperaba una pesadilla de baches, parches, contraperaltes, camiones y el resto de los ingredientes que tanta mala fama le dieron a la N II. Y esta vez aderezado con un granizo casi doloroso, a punto de reventar el parabrisas de la PanEuro, y que convirtió el asfalto en una pista de patinaje blanca.

    Dejó de llover y salió el sol, todo a la vez, cuando ya estaba en la Avenida de América, entrando en Madrid, como si mi ciudad quisiera darme la bienvenida. El equipo de Goretex que llevaba, formado por chaqueta y pantalón unidos por cremallera, había sido completamente impermeable. Solo que tantas horas bajo la lluvia, tantos litros de agua resbalando, permitieron que entrara humedad por el cuello, las botas y la bolsa sobredepósito. Cuando entré en casa, dejé en el tendedero el pasaporte y los billetes de varios países. Y sin embargo la PanEuro estaba impecable, como el día que salimos de casa, como el día que salió de la fábrica.


  • Feliz cumpleaños

    Estoy de cumpleaños profesional: ahora hace tres décadas que vivo de mi afición. Si admitimos que vivir de la afición consiste en obtener una remuneración económica a cambio de utilizar un conocimiento adquirido por mero placer, lo estoy haciendo desde Diciembre de 1984, cuando la revista MOTOCICLISMO publicó por primera vez un artículo mío. Entonces la prensa se publicaba en papel, en la lista de precios aparecían separadas las motos nacionales y las importadas, y la redacción de MOTOCICLISMO estaba en la calle Isaac Peral. En la portada de ese número 880, que costaba 200 pesetas, aparecía Carlos Morante probando las Ducati 750 F1, y en el interior Alan Cathcart rodaba con la Bimota Tesi y Pepe López con la BMW con la que Gaston Rahier ganó el Dakar un mes después.

    Estos treinta años en la profesión me han permitido conocer a muchas personas formidables que figuraban entre mis ídolos o directamente habitaban en los pósters de mi habitación, y ahora viven en el recuerdo, mental o digital. En los Grandes Premios llegué a la era de los americanos, y por ello traté a Kevin Schwantz, John Kocinski y Wayne Rainey. No se me olvida la tristeza opresora de aquella tarde de domingo en Misano, cuando cargábamos las motos para rodar la semana siguiente en Laguna Seca, y los comentarios sobre la lesión de Rainey tras el accidente de la mañana circulaban en voz baja por el circuito. Coincidí poco con mi admirado Freddie Spencer y mucho con los dos australianos grandes: Wayne Gardner y Mick Doohan. De entre los de casa, estaban Joan Garriga y sus duelos con la vida y con Sito Pons, y las historias protagonizadas por Carlos Cardús y quienes le rodeaban: su guapísima esposa de origen sueco; George Vukmanovich, el mecánico enano que había trabajado con Erv Kanemoto; o Kel Carruthers. También disfruté de la compañía de Juan López Mella o Luis d’Antín, a quien todos llamábamos Toni. De entre los técnicos, no puedo olvidar lo mucho que aprendí hablando con Antonio Cobas o Gerrit van Witteveen. Y si pasamos a la prensa, me enseñaron Javier Herrero, Claudio Boet, César Agüí, Dennis Noyes y Mike Martínez, y me reí con José Luis Aznar y Julián Companys.

    Para rematar el listado de mitos con los que coincidí, una referencia a Don Francisco X. Bultó: circuito de Albacete, principios de los ’90, tarde de sábado después de los entrenamientos, box lleno de motos medio desmontadas alrededor de las que brujulean pilotos de edades y niveles variados, desde chiquillos a Sete Gibernau. Y en un rincón, señorialmente sentado en una silla plegable, elegante con chaqueta y sombrero, atento a las motos y a los pilotos, repartiendo consejos entre sobrinos y nietos, el mismísimo Don Paco Bultó, el brillante ingeniero de Montesa que se fue a fundar su propia marca para continuar en las carreras. Me habría quedado una vida hablando con él, pero también yo era un piloto privado, y también mi moto estaba medio desmontada en un box.

    Pasando de las personas a los lugares, me doy cuenta de los muchos circuitos estupendos que ahora están arrinconados. De acuerdo que las instalaciones actuales del Jarama son ridículas, y que si Suzuka es peligroso para Salzburgring no quedan palabras. Pero hemos perdido la sensación de coronar la rampa Pegaso en una 500, de hacer la sección de Eau Rouge en Spa, o de encarar la bajada sin peraltes de Donington. Los circuitos anodinos de ahora solo me traen a la cabeza los resultados de las carreras que se disputan en ellos; los circuitos antiguos reavivan sensaciones más variadas. El frío húmedo de Spa incluso en verano, las caras de preocupación de los pilotos de 500 cc en la parrilla de Salzburgring, bajo una lluvia fina que convertía un circuito sin escapatorias en un infierno incrustado en un valle paradisíaco. De Suzuka tengo un recuerdo gastronómico: en 1994, siendo oficiales de Yamaha en 125 cc, ocultamos un jamón en las cajas de las motos, cruzamos medio planeta y muchas aduanas y lo sacamos al montar el box; no hubo empleado, de bajo nivel o directivo, de Yamaha, Dunlop u Öhlins, que no pasara por nuestro box con cualquier excusa para disfrutar del jamón. Y del Jarama recuerdo una sonrisa sorprendida del generalmente inexpresivo Alex Crivillé: charlaba con él tras el último entrenamiento del GP de Yugoslavia de 1991, que la guerra de los Balcanes había trasplantado súbitamente a Madrid; después de hablar de lo que esperaba de la carrera del día siguiente y, mientras cerraba mi libreta de notas, le dije: “Ahora me gustaría hacerte una consulta personal”. Sonrió sorprendido, y continué ya con tono de piloto preocupado: “Alex, la semana que viene corro aquí y los tiempos no me salen. Díme algún truco, por favor”. Me miró y, aun no sé si tomándome en serio, dijo que un punto clave era frenar en la bajada de Bugatti con las ruedas en la cuarta escasa de asfalto que había entre la línea blanca y la tierra. Me quedé pálido: “Es decir, que dices que hay que tirarse cuesta abajo a fondo y frenar la moto en ese palmo de asfalto. Pero si pisas la tierra o la raya, te atizas”. “Claro”, me respondió con naturalidad, “pero así frenas más tarde y con la trazada más redonda abres antes”. Obviamente, él llegó a Campeón del Mundo de 500 y yo puntué en una carrera del Castellano-Manchego de 125.

    No fueron éstos los únicos pilotos grandes con los que compartí experiencias. En los raids internacionales de los años 2007 y 2008 coincidí con los que aun son punteros en el Dakar, como “Nani” Roma y Stephane Peterhansel, dos trabajadores, nobles y simpáticos, como corresponde a su origen endurero. Como muestra del señorío de Peterhansel, esta anécdota: en el Rali Vodafone Transibérico de 2007, salió a probar una evolución del Mitsubishi con unos BF Goodrich nuevos, y muchos puestos más atrás, yo copilotaba a Quique de Dios en un Land Cruiser 90 que tenía casi más años que caballos. En una pista que se retorcía entre cerros cubiertos de pinos que tapaban los precipicios, Peterhansel había rodado monte abajo hasta que los pinos le habían parado; después de que pasáramos los últimos, una grúa le rescató y volvió a la carrera, ya solo para continuar con las pruebas. Mucho después (¿cuántas horas duraba aquel tramo?) el mejor piloto de la historia del Dakar nos alcanzó y, al pasarnos, abrió el trocito deslizante de su ventanilla para sacar la mano y darnos las gracias por cederle el paso. ¡A nosotros!

    Hablar de raids me trae sensaciones de Africa que al menos por ahora no se pueden repetir. Disfruté de los dos últimos dakares africanos, que ahora parecen tan lejanos y se corrieron en 2006 y 2007, y viajé por esos países actualmente tan poco recomendables. Echo de menos la inmensidad vacía de Mauritania, las dunas catedral de Argelia, cruzar el Hoggar, las pistas sin agarre de la sabana de Mali, los baobabs,… ¡Cuánta libertad perdemos con la intolerancia!

    El listado de vehículos que me han dejado huella en este periodo es una buena muestra de mitos, reliquias, aciertos y errores. El BMW M3 E30 aun no era una leyenda cuando lo probé, pero me demostró que la teoría de dinámica de automóviles se puede llevar a la práctica con unos niveles de placer de conducción muy reconfortantes. Las motos de mil de principios de los noventa eran misiles en aquella época y paquidermos a día de hoy, porque más la reducción de peso que el aumento de potencia fueron la clave en la evolución de las motos deportivas en las dos décadas siguientes.

    Otras dos experiencias con motos generaron conclusiones algo más tristes. La Yamaha GTS 1000 fue la primera apuesta de un fabricante generalista por algo distinto al chasis y la horquilla de siempre. Ni de lejos alcanzó los objetivos de ventas, y menos los de abrir camino. Ahora es fácil diagnosticar los motivos, ninguno de los cuales la descalificaba aisladamente: peso, tamaño, precio y comportamiento de la dirección sensible al desgaste del neumático delantero. Pero todos ellos juntos la convertían en una alternativa débil frente a las maravillas que produjo la industria a mediados de los noventa.

    Algo similar le sucedió a Bimota, que creció al calor de un defecto de los japoneses: durante muchos años, los motores japoneses eran superiores en prestaciones y fiabilidad a los del resto, y sus chasis y suspensiones notablemente inferiores. Bimota, que formó su nombre con los apellidos de sus fundadores (Bianchi, Morri y Tamburini) adaptó la tradición de otros fabricantes europeos de chasis, como Harris o Egli, montó un motor japonés en un buen chasis italiano y lo vistió con elegancia. En esa época, disfruté de un día entero en Misano rodando con sus joyas, cuando en Misano se giraba en sentido antihorario. (Unos años después lo alargaron y cambiaron el sentido de giro, con lo que se perdió la secuencia derecha – derecha – horquilla a la izquierda que había tras la recta, y que conducía a una secuencia de curvas a la izquierda cada vez más rápidas, donde hasta un servidor llegaba con soltura a 200 km/h). Lo malo es que los japoneses aprendieron a hacer chasis y suspensiones, y terminaron ofreciendo motos con las prestaciones de una Bimota por menos de la mitad de precio. Los italianos, como reacción, optaron por italianizarse a base de montar motores Ducati no siempre competitivos, en lugar de explorar territorios alternativos como el del lujo, o la exclusividad de las motos a medida o al menos personalizadas. A estas alturas ya no les queda la alternativa de que la compre como juguete un fabricante alemán de coches, porque Audi ya tiene Ducati y Mercedes acaba de hacerse con MV Agusta.

    Si pasamos al capítulo de recuerdos sonoros de vehículos significativos, el protagonismo se lo llevan los motores de dos tiempos, especialmente los de carreras. Ya han pasado por este blog las Aprilia 125 y 250 que me rompieron los esquemas en Mugello, y mi Gilera 125 SP 02 con la que me atreví a afrontar el viaje más largo que puede hacer un motorista: el que hay de la tribuna a la parrilla de salida. Quiero ahora mencionar un instante concreto y un lugar exacto: últimas vueltas del último entrenamiento cronometrado del Gran Premio del ’92 en Brno. No me atrevo a asegurar el nombre del país porque en aquella época cambiaba cada año, aunque creo que en 1990 era la República Socialista de Checoslovaquia, en el ’91 la República Democrática de Checoslovaquia y un año más tarde se habían separado y era simplemente República Checa. El lugar era el final de la subida que hay tras la horquilla de abajo, justo antes del zig-zag que antecede a la recta que termina en las dos curvas de antes de meta. El bosque cerrado aumenta la proporción de oxígeno y genera eco, por eso la Honda NSR 500, unos 160 CV de mala leche sobre dos ruedas, de Wayne Gardner, sonaba grave, profunda, sin ocultar ni la potencia ni las malas intenciones con quien no supiera tratarla. A pesar de lo inclinado de la pendiente subía de vueltas de modo casi violento, y cuando Gardner cortaba para hacer el izquierda – derecha, la mezcla de rugido y silbido del motor desaparecía en un instante, como si el motor hubiera dejado súbitamente de existir. Y le sustituía el silbido rotundo de los Brembo de carbono, y el roce desesperado de los Michelin contra el asfalto, que después de controlar los muchos caballos al salir de la horquilla, se esforzaban en sentido contrario para parar el misil. Todo esto (otro disfrute que ya se ha prohibido) lo oía al borde del guardarraíl, solo unas chapas de acero entre un australiano y una moto japonesa que querían romper las leyes de Newton, y yo.

    La evolución de los chasis y las suspensiones de las motos japonesas y la desaparición de los motores de dos tiempos son solo dos de las muchas evoluciones técnicas que he vivido en estos treinta años. Cuando llegué al sector quedaban algunos platinos y muy pocos coches montaban inyección de combustible, las motos estrenaban neumáticos radiales y nacían las bicis de montaña. Ahora han quedado atrás los carburadores y los frenos de tambor, y empiezan a desaparecer las lámparas halógenas y las bicis con llantas de 26”. En nada el cambio manual de engranajes pasará a los libros de historia, a la vez que llega el coche con célula de combustible y el diesel inicia el declive. ¡Los próximos treinta años van a ser apasionantes!


  • Ayer estuve limpiando el garaje

    Digo garaje porque desde un punto de vista práctico, el semisótano de casa se utiliza principalmente como garaje del parque móvil. Aquí guardo los coches que caben, las bicis y en su día las motos. También actúa como taller en el que mecaniquear sobre ese parque móvil. Mirado de un modo más emocional, este garaje es una suerte de museo de objetos recopilados a los largo de años de viajes y carreras, que ahora cuelgan de las paredes para recordar buenos momentos en los que disfruté y malos momentos en los que aprendí. Y rodeado de aspiradora, fregona y escoba, según desempolvo, friego o barro, los ojos y las manos pasan por esos objetos y reviven el instante en que se hizo la foto, utilicé el pase o vestí el uniforme.

    De éstos hay cuatro, en concreto cuatro camisas que conservo de cuatro experiencias en carreras. La última de ellas cobró un valor especial un año después de lucirla: es la camisa del Dakar de 2007, el último africano, en el que fui asistencia de Xavi Foj, y con la que subí a acompañarle en el podio del Lago Rosa. Junto a cada una de las cuatro camisas cuelga una foto, y la de ese Dakar ha envejecido deprisa: se ve el Land Cruiser 120 de Xavi en el momento de tomar la salida frente a la formidable fachada del Monasterio de los Jerónimos en Lisboa, a tiro de piedra de la Torre de Belén. En el ambiente flota la sensación que nos ronroneaba en la cabeza esos días: nos vamos a Africa, y hay que llegar a Dakar como sea. En aquellos días claro que no sabíamos que iba a ser el último Dakar africano, y que no volvería a salir de Europa.

    En una cajonera al otro lado del garaje, y guardada con cuidado en una bolsa, hay una bandera española. La compré a finales de 2006 para llevarla a ese Dakar, y la metí con esperanza fetichista en el fondo de la bolsa de viaje junto a una promesa hecha a mí mismo: la luciré en el podio de Dakar. Porque íbamos a llegar. Un desierto, dos continentes, tres semanas y siete países más tarde, llegamos todos a Dakar. El sábado por la noche la saqué de la bolsa y la pasé a la mochila, y el domingo por la mañana, frente al Lago Rosa, la desplegué. A la hora de subir al podio con todo el equipo, Etienne Lavigne, director del Dakar, me la cogió y la colocó sobre el capó del Land Cruiser de Xavi. Así salimos en las fotos de prensa.

    A la izquierda de la camisa y la foto de ese Dakar hay otras que me traen un recuerdo agridulce: parrilla de salida de 500 cc en Montmeló, 1994, junto a Juan López Mella, al que habían cedido la Suzuki Lucky Strike de Kevin Schwantz, que no corría por lesión. Había conocido a Juan unos años antes, quizá cuando él corría (y ganaba) el Nacional de Superbikes con una Honda RC30, y yo era mecánico de César Agüí en el mismo campeonato y con la misma moto. Juan siguió con su RC30 en Superbikes hasta el 92, en que Dani Amatraín se trajo una Ducati de fábrica. En la primera carrera, en Albacete, Dani sin despeinarse le metía un segundo por vuelta a Juan. La segunda se corrió en Calafat, una pista lenta en la que la Ducati no podía aprovechar toda su caballería y, aún así, Dani ganó con 31 segundos de ventaja sobre Juan, que fue todo lo que podía ser: segundo. El lunes siguiente, a primera hora, Pedro Parajuá, ex piloto y mecánico de confianza de Juan, me llamó. Era la época en que Yamaha vendía motores a Harris y a ROC para que hicieran motos de 500 cc con que poblar unas parrillas anoréxicas, lo mismo que hace ahora Dorna con las CRT en MotoGP. “¿Sabes si a Harris o a ROC les queda alguna moto? ¿Tienes sus teléfonos?”, fueron las dos preguntas que me hizo Juan. Le dí los números de teléfono, no publiqué nada para no interferir en la maniobra, y poco después Juan debutó en el Mundial de 500 con una Yamaha ROC.

    Al final de la temporada 94, con Schwantz lesionado, Suzuki decidió ceder las dos motos en la última carrera; una a un inglés y la otra a Juan, que me contrató para ese fin de semana como asesor, traductor, intermediario y lo que hiciera falta. Nos pasamos los tres días descubriendo lo que era un equipo de fábrica y una moto inconducible, o conducible solo por un tipo como Schwantz. La característica fundamental de aquella moto, además de que el motor corría un disparate, es que tendía a levantarse y abrir la trayectoria cuando se daba gas, y en un circuito como Montmeló lleno de curvas enlazadas, eso es un desastre. La Suzuki tenía tijas que creaban divergencia entre la horquilla y la pipa de dirección, excéntricas en las fijaciones del motor al chasis para variar su posición, y diversas alturas de anclaje del basculante al cuadro para cambiar la geometría. Pero ni por esas.

    Al principio Juan no se aclaraba, porque cuando abría gas con ganas la moto subviraba, se le acababa el asfalto, y terminaba cortando. Alex Barros, el otro piloto de Suzuki aquel año le dio algunos consejos, y ni aun así hizo buenos tiempos. La conclusión a la que llegamos es que la única manera de ir deprisa con aquel trasto era llevarlo como Schwantz: abrir gas con tanta rapidez, casi con violencia, que se provocara un derrapaje en la rueda trasera que compensara el subviraje del chasis. Y hacerlo en cada curva de cada vuelta. Con resignación llegamos el domingo a la parrilla, sabiendo que el resultado no iba a ser gran cosa, aunque al menos íbamos a aprender. En la foto que conservo él está pensativo y yo serio, ambos uniformados de Suzuki Lucky Strike. El sabor amargo de la foto y de la camisa se debe a que Juan nos dejó unos meses más tarde por culpa de un accidente de carretera.

    En la pared de enfrente hay una foto dedicada. Está tomada en una zona árida y montañosa de Túnez, y lo único que destaca entre los cerros pelados es el Land Cruiser LJ70 con el que hice un viaje formidable por aquel país en 2005. La foto me la dedicó Takeo Kondo, el ingeniero de Toyota que dedicó tantos años de su vida profesional a los todo terreno de la marca, que se le terminó conociendo como “Mr. Land Cruiser”.

    En Japón no se cultivan con la misma intensidad que en Occidente los conceptos de individuo o liderazgo, y los egos, si existen, son de tallas muy inferiores a los nuestros. Por eso Takeo Kondo no tiene biografía publicada ni hueco en la Wikipedia, y cuando se busca información sobre su vida aparecen más vacíos que datos. Sí se sabe que al acabar sus estudios de ingeniería comenzó a trabajar en Toyota Motor Corporation, en el equipo responsable de los Land Cruiser. Colaboró primero en la ingeniería del FJ55 de 1967, y luego en el BJ40 de 1974. Y en 1985 le llegó su oportunidad, porque le pusieron al frente de un desafío: el Serie 70 de 1984, con ejes rígidos y ballestas se había convertido en un mito, pero el mercado demandaba un vehículo que no perdiera prestaciones en campo y brillara en carretera, que siguiera siendo un Land Cruiser sin machacar la espalda de los ocupantes. Y Kondo creó el primer Land Cruiser “blando”, con ejes rígidos, sí, pero con muelles de suspensión, justo el LJ70 con el que hice el viaje por Túnez. A la vista del éxito del vehículo, se le nombró ingeniero jefe del proyecto de la Serie 90, lanzada en 1996, y luego supervisor de los ingenieros jefes de las Series 70, 90 y 100. Cuando, gracias a un buen contacto, conseguí que me dedicara la foto, estaba parcialmente jubilado como director de I+D de Kayaba, el fabricante japonés de amortiguadores para coches y motos.

    En el garaje hay también pases que reavivan la memoria. Los más actuales son de plástico, con colores corporativos, como el de una reciente peregrinación a Maranello en el que se lee: “Ferrari. Ospite” (más huésped que visitante). Estos modernos son fáciles de limpiar, con un trapo vuelven sus colores, sus brillos y sus recuerdos, y por eso me centro en el más antiguo de todos: una especie de sobrecito de plástico, ya tirando a rígido y grisáceo, que tiene dentro un papel añejo: el pase de prensa de las XXXI 24 Horas de Montjuic, las de 1985. Casi nadie se acuerda ya de aquella carrera absurda y maravillosa, que consistía en dar vueltas en moto durante un día por un parque en medio de la ciudad de Barcelona. Y sin embargo hubo una época en que los nombres de cada curva tenían un sabor épico, como el Karrouesel del antiguo Nürburgring o Eau Rouge en Spa, y a la vez se ligaban con el punto exacto de la ciudad en que se encontraban. La recta del Estadio, además de un punto del circuito, era la zona que pasaba frente al Estadio Olímpico inaugurado en 1929. La horquilla del Museo Arqueológico, además de estrecha y en bajada, era el acceso a la puerta principal del museo. Otros tramos tenían hasta canción popular, como aquella que decía:

    “Baixando la Font del Gat

    Una noia, una noia,

    Baixando la Font del Gat,

    Una noia i un soldat,…”

    Ordenados cronológicamente mis recuerdos de Montjuic empiezan en el viaje en autocar desde Madrid, porque las primeras veces que fui no tenía vehículo propio. Era una época previa a la red de autovías, cuando un Madrid – Barcelona, en autobús y de noche, era una experiencia, y no precisamente cómoda. Si no había autovías, no había áreas de servicio, y la parada a mitad de camino se hacía en un bar de La Almunia de Doña Godina, a una hora que me parecía indefinida, a la que no sabía si tomarme un bocadillo, un café, o ni siquiera salir del autocar. Llegado a Barcelona, algún año dormí en casa de un amigo, y otros la noche de la carrera la pasé en el parque, durmiendo entre bramidos de escape.

    Las motos que vi correr eran, por decirlo de algún modo, heterogéneas. Las del Mundial de Resistencia se dividían en dos grupos, ya que por un lado estaban las japonesas de cuatro cilindros en línea con chasis de cuando los japoneses aun no sabían hacer chasis, y las Ducati todavía descendientes de Fabio Taglioni. Y en el otro lado, los participantes locales que salían con lo que tenían a mano, incluyendo Yamaha RD350 y Montesa Crono 350.

    Por el lado de los pilotos la mezcla era mayor, si cabe: jóvenes mundialistas, viejas glorias que no colgaban el casco, y aficionados venidos a más. En esa edición de 1985 estaban sobre la Ducati de fábrica “Min” Grau, Quique de Juan y Juan Garriga, y la JJ Cobas BMW la llevaron “Sito” Pons, Carlos Cardús y Luis Miguel Reyes. La lista seguía con Jacinto Moriana (que ya había fichado a Antonio Cobas para JJ), Javier Marqués (con quien luego me crucé en el Team Aspar), Ignacio Bultó, Andrés Pérez Rubio (entonces importador de Bimota), Carlos Morante, Dani Amatraín y Dennis Noyes.

    Si ahora unimos las palabras “Barcelona” y “carreras”, parece que solo existe Montmeló; pero durante muchos años Montjuic, para motos y para coches, fue un circuito de Mónaco con menos “glamour” y más autenticidad, y las citas anuales del Gran Premio de motos, la Fórmula 1 y las 24 horas eran momentos clave para la ciudad. Solo que de esto hace tanto tiempo que muchos no lo han conocido. La lista de patrocinadores de la carrera, que figura en la parte baja del pase, nos habla de una época en que existía publicidad de marcas de tabaco, como Marlboro, o de bebidas con alcohol, como Kronenbourg o Gin MG. Y se compraba en Galerías Preciados.

    Estoy acabando la limpieza del garaje y ya solo me queda un cuadro, en el que hay varias fotos de mi temporada en la Copa Gilera. Unas de esas fotos muestran la secuencia de la curva de entrada a la recta de Jerez, una curva escenario de comentados incidentes, como el de Sete y Rossi, o el reciente de Lorenzo y Márquez. El tramo entre los dos codos consecutivos de Nieto y Peluqui y la meta era lo único que yo hacía bien en Jerez, y por eso le tengo cariño a ese ángulo y entiendo su dificultad. En las pequeñas Gilera 125 abríamos a fondo al salir de los codos y hacíamos las dos rápidas de detrás del “paddock” sin cortar. El desarrollo iba justo y la banda de potencia era estrecha, por lo que si se cortaba al entrar en alguna de las rápidas, al levantar la moto y por tanto alargarse el desarrollo el motor se moría y se perdía mucho tiempo. Como digo era lo único que se me daba bien, y sabía que si me acercaba a un rival al llegar a las rápidas, me lo comería en el corto tramo recto entre la segunda rápida y la horquilla, porque mi motor seguía empujando al no salirse de la estrecha banda de potencia. Ahí había que estar atento a lo que hacía el de delante: si se iba a la derecha para intentar una trazada redondita, se le pasaba por dentro. Si se ponía en el medio para tapar el hueco, me colocaba a la derecha para intentarlo por fuera. En la foto del garaje mi rival, muy conservador, llegó despacio y se fue al interior, y me dejó la trazada redonda de fuera.

    Pensando en Sete, Rossi, Lorenzo y Márquez, recuerdo que esa decisión que se tomaba en un instante, gas a fondo en la recta corta, tenía difícil rectificación. Una vez que habías decidido lo que ibas a hacer y llegabas a la horquilla, el circuito se volvía estrecho y la escapatoria corta.

    Le doy vueltas a eso mientras friego el suelo del garaje, cuando espero a que se seque y cuando vuelvo a meter el Celica en la plaza del fondo. En la misma posición en que colocaba el Land Cruiser de carreras, o antes el Serie 70 de la foto de Kondo san. Apago la luz y subo a casa pensando en que este sótano es mucho más que un garaje.


  • Romper las referencias

    Opinar es comparar. Establecer un juicio consiste fundamentalmente en enfrentar lo mejor que se conoce a aquello sobre lo que se quiere opinar. ¿Y qué sucede cuando lo mejor que se conoce es peor que aquello sobre lo que se quiere opinar? En otras palabras, ¿qué sucede cuando se rompen las referencias?
    Es lo que me pasó los dos años consecutivos en los que el departamento de competición de Aprilia me invitó a probar sus motos oficiales en el circuito de Mugello, al final de las temporadas 91 y 92.
    Por aquel entonces, las mejores motos que había probado eran algunas Bimota, junto con las EXUP y GSX-R de la época, y mi CBR1000F recién comprada. Para mí, aquellas motos eran lo máximo en sensaciones, estabilidad, confianza, potencia y disfrute. Por eso, cuando en aquella fría mañana de Diciembre del 91, con las montañas ya nevadas al fondo, me subí a la AF1 250 de Loris Reggiani, con su eterno dorsal con el 13, tuve que cambiar las referencias. Por un lado se encontraba el concepto de la moto: los 95 kilos de peso que dan otro significado a los 90 CV de potencia. Junto a esta ligereza, sus consecuencias: que la moto cambia de trayectoria lo mismo con el manillar que con las caderas o con la presión sobre las estriberas. Y además, un motor que sube como una centella hasta las potencia máxima a 12.300 rpm, y que permite llegar sin romperse a 13.500 rpm; unos frenos de carbono que dan al verbo frenar un significado parecido a la expresión chocarse con un muro; y unas suspensiones que empiezan donde acaban las de calle.
    El otro aspecto de las motos oficiales que cambia las referencias es el de su puesta a punto y sus ajustes. Me explico porque hay muchos matices: una moto de calle es conducida por alguien de habilidad variable, en circunstancias imprevistas. Necesita, por tanto, que por seguridad haya un cierto juego libre en los mandos de gas, embrague, cambio y freno. Además, el tiempo y el uso aumentan ese juego libre. Las suspensiones, independientemente de su calidad, pueden coger juego, y estar a punto o no. Y encima un soporte flojo del carenado puede generar un ruido o una vibración, una articulación del reenvío del cambio necesitada de grasa endurece su tacto,… Imaginemos unos mecánicos de muy alto nivel que, sin límite de tiempo, subsanaran todos esos defectos: ese sería el tacto de una moto de fábrica. No hay juego libre en el puño del gas y la carburación es impecable, la maneta del embrague no está dura y al soltar no hay tirones, sube de vueltas con la rapidez y la precisión de un lanzamisiles, y no hay más ruido que el chillido del motor.
    Así de placentero era lo que sentía cada vez que salía de los boxes de Mugello. Luego comenzaba a enfrentarme con la realidad, el sacarle partido a un vehículo cuyos límites estaban a años luz de los míos, y que exige reprogramarse a la hora de pilotar. Habían tenido el detalle de poner la palanca de cambio a la izquierda (Loris la llevaba a la derecha), eso sí, con la primera para arriba, por lo que me debía pensar cada cambio de marcha. Y llevaba montado lo que por entonces era una novedad: el sistema CTS, que permitía subir marchas sin tocar el embrague ni cortar gas. Con eso, la aceleración en recta era la de una mil de calle de la época, con el bicilíndrico de dos tiempos sin bajar de diez mil vueltas. La primera sorpresa llegaba a final de recta, con una deceleración que los buenos hacían de 250 km/h en sexta a 100 en segunda. Los frenos de carbono retenían tanto, pero tanto tanto, que dejé la Aprilia medio parada a final de recta y tuve que acelerar de nuevo. Como complemento a este ridículo, está el miedo que genera una moto tan ágil: con 21º de lanzamiento y 78 mm de avance para 1.350 mm entre ejes, al sacar el cuerpo del carenado por encima de 200 km/h, la dirección se agitaba de manera preocupante. Al terminar mi primera tanda le pregunté a Pier Francesco Chili, que pilotaba la otra AF1 250 de fábrica, y me dijo: “Esta moto es muy ágil en curvas, pero delicada en las frenadas. Para evitar que se mueva tienes que hacer todos los movimientos a la vez: cortar, frenar, quitar marchas y salir del carenado. Vuelve a la pista e inténtalo otra vez.” Lo hice y, aunque se me amontonaba el trabajo, el comportamiento de la moto mejoró.
    Al inicio de la temporada, todas las motos oficiales de un mismo fabricante son iguales, y son la evolución y los gustos de cada piloto los que crean las diferencias. Rodar con las motos de Chili y Reggiani ilustró impecablemente este punto: cómo el estilo de conducción, el historial y el estado físico de cada piloto determinan las características y el comportamiento de una moto. Loris Reggiani venía de 125, y ciertas lesiones le limitaban algunos movimientos. Por eso su moto tenía los manillares más cerrados, y menos distancia entre éstos y el asiento, el motor era más puntiagudo, y las reacciones del chasis más rápidas y secas. Pier Francesco Chili, ex de 500 cc y más grande físicamente, modificó su Aprilia en el otro sentido, y parecía hasta confortable. Manillares anchos y abiertos (para lo que es una moto de carreras, no perdamos el rumbo), tórax algo estirado, y estriberas que no obligan a las rodillas a clavarse en las axilas. Y, dentro de lo que cabe, un motor más suave y dulce, con la banda de potencia más ancha. Obviamente había muchas horas de taller y de pista para alcanzar esas evoluciones tan diferenciadas, que se logran con decenas de trucos. No solo hay que jugar con la carburación, el perfil y el calado de las válvulas rotativas y las curvas de encendido; las válvulas de escape también ayudan: como eran neumáticas, se podían cambiar, como en una suspensión, los muelles y las precargas, y así modificar el comportamiento del motor.
    Otro gran descubrimiento de estas sesiones de pruebas fueron las pequeñas AF1 de 125 cc de Sandro Gramigni y Gabrielle Debbia. Si pensamos solo en la cilindrada, nunca entenderemos cómo son estas motos; hay que mantener en la mente todos los datos: son 42 CV para solo 70 kilos; son 70 kilos para solo 1.280 mm entre ejes; son 300 mm de disco para solo 70 kilos. El movimiento para acomodarse (es un decir) en el asiento, agita la moto como para meterla en una horquilla de segunda; frenar tan tarde que uno piensa “esto ya no tiene remedio” solo sirve para entender lo mucho que queda hasta el límite; y la agilidad y el agarre de la parte delantera pertenecen, para el usuario de una mil de calle, al mundo de la ciencia ficción.
    Está claro que los tiempos salen a base de romper las referencias en cada frenada, en cada paso por curva y en cada aceleración. De cada vuelta. Desde aquellos días en Mugello con las 125 cc, miraba a sus pilotos con el mismo respeto que a un orfebre, que consigue el éxito a base de los que para otros son minucias.
    Las pruebas de las motos de 1991 se hicieron con frío, aunque al menos el asfalto estaba seco. Para el 92 hubo una sorpresa en forma de agua abundante, que permitió explorar una nueva dimensión: rodar con “peludos”. Tampoco aquí valen las referencias de la calle en evacuación de agua, agarre del asfalto o dureza de goma. Con algunas de las curvas lentas convertidas en aprendices de torrenteras, las motos ni se inmutaban al entrar frenando. Y al abrir gas no existía ese tacto vago previo a una pérdida de tracción; era como si en cada momento un secador gigante despejara la pista antes de que los Dunlop la pisaran.
    En una de las sesiones de pruebas hubo un añadido especial, que a estas alturas estará en un museo o en el sótano de una fábrica: la OZ de suspensión delantera alternativa, pilotada en aquella temporada por Marcellino Lucchi, el conductor de camión de basuras que luego se convirtió en el probador de la fábrica. Rodar con la OZ nada más bajarme de sus primas convencionales era una excelente manera de compararlas. A mi juicio la OZ tenía tres ventajas: por un lado, más tacto en el manillar a la salida de las curvas lentas, por ejemplo la de final de recta. Por otro, que al independizar suspensión de dirección, los giros en asfaltos rizados daban más confianza y se podían hacer con el gas abierto. El tercer punto, que explicaba parcialmente los dos anteriores, estaba en el comportamiento en frenadas y en la geometría de la dirección: la OZ pisaba con más serenidad en las frenadas fuertes, a pesar de la geometría más atrevida. La explicación la daba Fabrizio Guidotti, el enlace entre Aprilia y OZ: “A diferencia de las motos tradicionales, en la OZ cuando se frena no cambia la distancia entre ejes, y por eso se puede rodar con menos lanzamiento. El avance durante tu prueba era de unos 87 mm y el lanzamiento de 21º”.
    Quizá esté de modo implícito en este razonamiento el motivo por el que la OZ no triunfó en competición. Un piloto debe colocar la eficacia de la moto por encima de la confianza, debe conocerla para saber si derrapar, agitarse, bloquearse, moverse,… son o no la antesala de una caída. Y seguir dando gas mientras sea posible. Para un motorista de calle, la confianza es más importante que la eficacia.
    Han pasado muchos años desde aquellos días en Mugello en que rompí mis referencias, y aun así los recuerdo con intensidad y detalle: el frío bajando de las montañas, el silbido de los motores mientras los calentaban en el silencio del circuito vacío, la frase de los mecánicos de Aprilia cuando la moto estaba lista (“Siamo pronti”), acercarme a la moto de Reggiani, abrocharme el casco, ponerme los guantes y descubrir otra dimensión.


  • El tornero borracho de Eastern Creek

    Jorge Martínez había ganado cuatro mundiales de un tirón y siempre con Derbi entre 1986 y 1988. A partir de ese momento deambuló en busca de más títulos: en el 89, todavía en Derbi, las caídas y las averías se lo impidieron, y el campeonato se lo llevó un jovencito prometedor que se llamaba Alex Crivillé. Entonces Jorge decidió que en el 90 se subiría a la moto ganadora, la JJ-Cobas Rotax de Antonio Cobas y Eduardo Giró. Como los resultados no llegaron, en 1991 cambió el motor por un Honda. Tampoco así logró el título, así que dejó la JJ-Cobas a mitad de año y se fue con Michel Metraux, aquel dueño de equipo con aspecto de director de orquesta, que tenía por ingeniero al peculiarísimo Jörg Möller. Jorge llegó al equipo de Metraux con el dinero de Coronas, la marca de tabaco que le patrocinaba. Año y medio más tarde, a la vista de que después de tantos intentos seguía sin haber resultados, dio el paso siguiente: montar su propio equipo.

    En una nave de Alcira, con muchas ganas, poca perspectiva y menos dinero, nació el Team Aspar. En el Mundial de 1993 Jorge, lo mismo que Ezio Gianola, Fausto Gresini y Noboru Ueda, iba a pilotar, una Honda RS 125 con piezas A, las supuestamente mejores de HRC. Le acompañaría en 250 Juan Bautista Borja, un piloto de la tierra que venía de ganar el salvaje Europeo de 125. El patrocinador sería Mediterrania, una iniciativa de promoción turística del Gobierno valenciano. Todos los mecánicos eran de la zona, por lo que los únicos forasteros éramos Angel Carmona, que se decía técnico de motores, y un servidor, al que le tocó ese papel indefinido, genérico y desafiante de “Team Manager”.

    No tardamos mucho en darnos cuenta de que las piezas A eran más lentas que las B, como las que llevaba Dirk Raudies, y que el trabajo de Carmona no era de gran ayuda. Por tanto lo de ganar el título era una entelequia y lo de subir al cajón todo un sueño. Por su lado, la Honda 250 RS con piezas A de Borja estaba lejos de las NSR oficiales de Cardús, Bradl o Capirossi, aunque era tan buena como las Aprilia con piezas. Pero Bautista necesitó tiempo para darse cuenta de que si a este campeonato se le llama mundial, es porque corren los mejores del mundo, y en su caso un buen resultado en parrilla era quinta fila.

    Las motos nos llegaron tarde y las acabamos deprisa, sin haberlas probado lo suficiente, para meterlas en el contenedor y mandarlas a Australia, que era la primera carrera de aquel año. Por entonces se corría en Eastern Creek, una preciosidad de circuito en las afueras de Sydney, con una curva rápida a final de recta que distinguía a los hombres de los niños. Después de los entrenamientos del viernes había bastante trabajo en las motos; por ejemplo, hacían falta unos soportes de estriberas nuevos para la moto de Borja, porque la postura de pilotaje no era buena. Mientras los mecánicos hacían una plantilla de cartón con el diseño, yo me moví por el “paddock” para localizar un tornero de las cercanías que nos las pudiera fabricar. Uno de los miembros de la organización era “aussie”, nos recomendó uno en las cercanías, y Borja y yo nos sentamos en el Toyota Previa de primera generación que habíamos alquilado y fuimos a su taller.

    Estamos hablando del año 93, es decir, ni navegador, ni GPS ni tonterías: plano hecho a mano en el reverso de una hoja de clasificación de entrenamientos, y a preguntar en los cruces.

    Al rato de conducir llegamos a un polígono limpio y ordenado, de calles asfaltadas y sin agujeros, con aceras a las que no se subían las furgonetas, y con farolas que alumbraban. Evidentemente estábamos en las antípodas de España. Entramos en la nave del tornero en cuestión por la puerta de personal, y una vez dentro vimos que tenía unos 300 m2, distribuidos en una planta prácticamente cuadrada. Actuaba fundamentalmente como taller de motos, y tenía también algunas máquinas herramienta para mecanizado. En aquel momento, quizá por ser el final de la tarde de un viernes, las motos en las que habían estado trabajando (deportivas japonesas, alguna “chopper”,…) estaban contra la pared del fondo, de modo que quedaba libre todo el centro del taller. En éste, habían colocado los bancos de trabajo, uno a continuación de otro, para conseguir una especia de mesa corrida. En el extremo derecho de ésta había un cubo de basura de esos negros y cilíndricos, casi lleno de latas vacías de cerveza. Sentados a los lados alargados de la mesa, un número indeterminado de individuos, sometidos a los efectos de la cerveza que habían vaciado de las latas. Y en el extremo izquierdo de la mesa, como presidiendo la reunión, un enorme frigorífico del que permanentemente salían latas frías de cerveza.

    Cuando Borja y yo entramos en la nave, uno de los bebedores nos miró con cara de qué querrán éstos a esta hora; el resto con cara de no molestéis, por favor. El primero vino hacia nosotros, y con mi mejor sonrisa le expliqué quiénes éramos y qué queríamos. El paisano nos miró con detenimiento, luego se dio la vuelta y les dijo a sus colegas: “¡Son del Mundial!” No nos habrían mirado mejor, de modo más respetuoso, casi reverencial, si les digo que soy el novio de Megan Fox y que les voy a presentar a su hermana pequeña. Para aquellos tipos, mecánicos y aficionados a las motos, que dos “del Mundial” apareciesen por su taller era un acontecimiento, como si fuéramos seres provenientes del país de sus sueños.

    El tornero tenía oficio, y como tal entendió a la primera lo que necesitábamos. Además, le gustaba trabajar sin que le mirasen por encima del hombro, y por eso insistió en que nos sentáramos con sus amigos a beber cerveza mientras él hacía los soportes de estriberas. No me quedé muy tranquilo sobre la calidad de su trabajo, porque en nuestra conversación le había olido el aliento, pero tampoco tenía mucho que escoger, así que nos sentamos entre los cerveceros, y he de reconocer que me costó mucho seguir la conversación: duro acento australiano, jerga de motorista de polígono, y distorsión etílica era una combinación demasiado exigente para mis conocimientos de inglés. Pero un par de cervezas más tarde (¡cualquiera les pedía agua mineral a aquellos tipos!) se me acercó el tornero con dos de los mejores soportes de estriberas que he visto nunca: cortes sin rebabas, cajeados impecables, rebajes para quitar peso, roscas como sacadas de un tratado de geometría, puntos de encuentro sutiles,… Le dí la enhorabuena por el trabajo, las gracias por la rapidez, y le pregunté cuánto le debía. “Nada, no me debes nada”, respondió, dejando la frase en suspenso, como si quisiera añadir algo pero no se atreviera. Aguanté el silencio, esperando que hablara. “Bueno, si tienes un pase para la carrera,…” Entonces saqué el arma definitiva de un jefe de equipo, la llave que abre todas las puertas, la moneda que paga cualquier factura: un par de pases de “paddock” para un Gran Premio.

    El tornero los cogió con cara de eterno agradecimiento, y Borja y yo nos volvimos al circuito, que aun había que montar esos soportes de estriberas y luego irse a cenar.

    El domingo por la tarde ya teníamos una idea de lo duro que iba a ser el Campeonato. Jorge había sido 16º en entrenamientos, a un segundo y siete décimas del mejor tiempo, y las malditas piezas A se habían roto en carrera. Por el lado de Borja, séptima fila de parrilla y caída. Mientras ayudaba a recoger el “box” y hacíamos el equipaje para irnos a Shah Alam, en Malasia, me encontré al tornero con un amigo por los “boxes”: tenían la misma cara que si estuvieran en una fiesta privada en casa de Hugh Heffner.


  • Maestros, mitos y manías

    Cada uno escoge a sus maestros y a sus mitos. Y cada persona decide a quién le tiene manía. Incluso puede convertir en mito a un maestro, y a la vez tenerle manía. Es lo que me pasa con Kenny Roberts.
    Puede que los más jóvenes del lugar no sepan quién es “King” Kenny, o Kenny “Marciano” Roberts, o como mucho recuerden que su hijo ganó el Mundial de 500 cc en el año 2000 con la Suzuki azul y verde de Telefónica MoviStar. Roberts padre había nacido en Modesto (California) y no hizo caso al nombre de su ciudad, porque tras ganarlo todo en las motos dijo una frase que dolió mucho a este lado del charco: “En Europa tienen un campeonato que ellos llaman del Mundo. Voy a ir allí a ver qué es eso”. Más o menos lo soltó así, y no solo vino con aquellas preciosas Yamaha de colores amarillo y negro: cambió la manera de pilotar (de ahí lo de “Marciano”), ganó tres veces seguidas el Mundial, cuando se retiró montó un equipo con las Yamaha de las que se había bajado y el dinero de Marlboro, y se llevó tres títulos de 500 cc con Wayne Rainey y uno de 250 cc con John Kocinski. Después se convirtió en fabricante de motos de Gran Premio, primero con las Modena tricilíndricas de dos tiempos, y luego con el cambio de reglamento se pasó a las cuatro tiempos.
    Por su planteamiento racional y técnico de las carreras, por ese espíritu práctico y sin prejuicios de los estadounidenses, y los resultados que con ellos obtuvo, le considero un maestro. Subió a mito por su equipo, porque cuando los demás empezábamos a pasar del concepto de “amiguetes que van a las carreras pero ya tenemos hasta patrocinador”, el Marlboro Roberts Yamaha Team nos sacaba vuelta en organización, imagen y resultados. Y por su frase y su permanente engreimiento, le tengo manía.
    Pasé muchas horas en las temporadas 90 a 94 frente a su box, o merodeando entre sus camiones para aprender. Lo que en otros equipos no pasaba de “se me ha ocurrido que podríamos…” en el suyo era un procedimiento establecido desde la pretemporada, conocido y aplicado por todos y reflejado por escrito en un manual de trabajo. Recuerdo la impresión que me causó ver en el tablón de avisos del camión la normativa sobre el uniforme que cada miembro del equipo debía llevar cada día (viernes, sábado y domingo) del Gran Premio. Diferenciaba la ropa de los que saldrían el domingo acompañando a los pilotos a la parrilla, los que más se ven por la televisión, del resto. Y detallaba hasta el calzado, los calcetines y el cinturón.
    Tampoco olvido su libro “Tecniques of Motor Cycle Road Racing”, del que guardo una primera edición de 1988. No es que pueda aplicar en la práctica sus consejos sobre pruebas de neumáticos, porque las aullantes dos tiempos que él pilotaba tienen poco que ver con mi rugiente diesel de dos toneladas. Tampoco puedo utilizar con facilidad sus explicaciones sobre los entrenamientos de pretemporada. Sin embargo sigue resultando útil todo su espíritu, esa idea de tomarse las carreras como algo casi científico, al menos parcialmente predecible, que se puede prever, organizar, coordinar, afrontar con frialdad y luego medir, cuantificar, analizar, para al final obtener conclusiones con las que mejorar en la siguiente carrera.
    Por eso, aunque Kenny buscara Mundiales de 500 cc y yo solo divertirme en un Nacional, los principios son los mismos y los sigo con el respeto que debo a un maestro. De él he aprendido que para evitar peligrosos olvidos se utiliza una lista del complejo equipaje de las carreras, que incluye desde el Pasaporte Técnico de la FIA para el Land Cruiser o las gafas de repuesto para mí, al bolígrafo azul con pulsador y sin capuchón, para poder usarlo con una sola mano. Y una enorme hoja Excel que tiene en cada solapa el control de un apartado (calendario, clasificaciones, presupuestos, preparación física, …) y una solapa inicial de resumen que se imprime como un A3.
    Lo único que tienen en común Kenny Roberts y Dennis Noyes, otro de mis maestros en las carreras, es que ambos nacieron en Estados Unidos, aunque lejos uno de otro. Dennis lo hizo en Hoopeston (Illinois) y una serie de casualidades en las que no vamos a entrar le colocaron, con ventipocos años, dando clases de inglés en Barcelona. Los más jóvenes del lugar, esos que no conocen a Roberts padre, habrán oído a Dennis en las retransmisiones de los Grandes Premios por la televisión: es el que sabe de motos, está informado y pone cordura en el gallinero. Se le distingue, además de por su acento, porque siempre lleva la gorra de los Cubs de Chicago, el equipo de béisbol profesional de la capital del estado en que nació. Suele presumir de que la gorra está hecha a medida, y eso se nota en que no tiene sistema de ajuste en la nuca.
    Cuando Dennis llegó a España, no tenía interés por las motos. Pero se aficionó de tal modo que empezó a escribir en las revistas de motos y a competir, y se encontró en el Nacional de Velocidad con jovencitos prometedores como “Sito” Pons y Carlos Cardús (no te pierdas la foto en la que se ve a Dennis en primer plano y detrás a Cardús en una Ducati Pantah). A mí me enamoraba su manera de escribir. Las revistas españolas de motos de los ochenta publicaban pruebas elogiosas y casi almibaradas de cualquier cosa con dos ruedas. Y las crónicas de las carreras del Mundial eran relatos épicos que repetían la cantinela de “los valientes pilotos españoles sin medios frente a los enormes equipos extranjeros”. Eso de “recupero en las curvas los que pierdo en las rectas”. Dennis puso aquello patas arriba. En el enfrentamiento entre las “míticas” marcas europeas y las recién llegadas motos japonesas “sin alma”, dijo que las primeras tenían leyenda, precios altos y se averiaban, y que las segundas eran eficaces, baratas y fiables, aunque no tuvieran abolengo. A pesar de ello solía correr con Ducati, y cuando se pasó a hacer el Nacional de Superbikes con una Honda, un amigo y yo le pusimos una pancarta en la tribuna de Le Mans en el Jarama: “Dennis, déjate de cuentos chinos. ¡Forza Ducati!” Aquello fue a mediados de los ochenta.
    Sus crónicas de carreras hablaban de hombres enfrentándose a hombres, y de hombres peleando contra máquinas. De charlas de madrugada en un box, y de aburridas y provechosas sesiones de entrenamientos privados meses antes del inicio de la temporada. Su cerrado inglés de Illinois le abrió las puertas de los equipos anglosajones en la época del desembarco de estadounidenses, australianos y neozelandeses: Roberts, Spencer, Schwantz, Kocinski, Gardner, Doohan, Rainey, Crosby, …
    Lo mejor de sus artículos eran las anécdotas y su manera desenfadada y natural de contar la trastienda de las carreras, la técnica y la humana. De una de esas anécdotas me acuerdo mucho ahora, cuando la competición es parte cotidiana de la vida en mi casa. Era víspera de Navidad, la familia Noyes estaba a punto de mudarse a una casa más grande allí en Miraflores de la Sierra, y al padre de familia le llegó la Ducati con la que iba a participar en el campeonato del año siguiente. En medio del lío de la inminente mudanza, Dennis puso la moto en el único sitio en que cabía: en el salón, al lado del árbol de Navidad. Una tarde, su hijo Kenny, por entonces un niño y ahora piloto en el Mundial de Moto 2, volvió a casa después de jugar en la de un amigo, miró a su padre con cara de extrañeza y le preguntó: “Papá, ¿por qué en casa de Fulanito no hay una moto de carreras junto al árbol de Navidad?” Mi Land Cruiser no duerme en el salón de casa, pero no se nos hace raro a la vuelta de una carrera ver la ropa ignífuga tendida junto al resto de la colada, que mi mujer responda a una amiga “No, ese fin de semana no podemos quedar porque tenemos carrera” y que mi hija diga con naturalidad a sus compañeros de guardería algo así como “Mi papá tene un coche de cadedas”.