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  • Con 29 años de retraso

    Esta es la historia de un amor que se inició en 1986. Él acababa de nacer, no sabía que se iba a convertir en un mito y que sería el primero de una familia que, avanzado el siglo XXI, sigue aumentando su prestigio. Yo era un joven instructor técnico en BMW Ibérica y me dedicaba a descubrir el mundo. Entre mis mejores hallazgos de la época estuvo él, el primer BMW M3, el de la Serie E30.

    BMW-M3-E30

    La pena es que estábamos muy lejos en dos sentidos. La primera barrera su precio, que equivalía a mi sueldo de varios años. La segunda, que sus prestaciones superaban con mucho a las mías como conductor. Eso sí, como instructor de conducción, el M3 E30 era todo un catedrático. El formidable motor S14, siendo un sencillo cuatro en línea, tenía dentro todo el arte del genioBMW_E36_M3 de los motores de la casa, Paul Rosche, en forma de 200 CV lineales, dóciles, utilizables. Con el motor delantero y longitudinal, propulsión trasera y comportamiento clásico, el pie derecho servía para acelerar, frenar y girar, lo que suponía
    todo un cursillo de pilotaje para un conductor novel como yo. En asfalto desgastado era nítido que entrar en una curva en retención implicaba un subviraje que desapare
    cía al abrir gas, y que se convertía en sobreviraje controlable con exceso de gas.

    Pasaron los años, y en 1992 llegó la segunda generación de M3 sin que la primera hubiera pasado por mi garaje. El M3 E36 era, para los puristas, más un 330i que un verdadero M3. Sí, montaba un seis en línea, como debe ser en un M3 E46 1BMW, y nació con 286 CV que luego pasaron a 321. Pero le faltaba la emoción que se espera en la conducción de un M3.

    La solución estuvo a la venta entre 2000 y 2006 y se llamaba E46, la denominación interna de la tercera generación. La prensa desplegó sus mejores elogios, lo puso por encima de la primera generación y al nivel de la primera, y yo seguía
    mirándolo con envidia. La receta no había cambiado, solo que ahora sabía mejor: seis en línea (código S54) de 3.200 cc. con 343 CV y propulsión trasera. Además, cuatro plazas, maletero y el resto de las muchas ventajas de un Serie 3: comportamiento excelente en uso diario y buscando diversión, la dualidad de una vehículo familiar bmw-m3-E90bien hecho que a la vez es un deportivo.

    Avanzada la década llegaron la cuarta generación y las d
    udas: el E90/92/93 (dependiendo de si la carrocería era sedán, coupé o cabrio, respectivamente), montaba un V8 de cuatro litros y ¡414 CV! Pero pesaba, y necesitaba mucha electrónica para controlar tanta potencia. Los expertos criticaron que la consecuencia fue perder la pureza de las generaciones primera y tercera, sin tener la blandura de la segunda.

    Y en 2014 llegó la generación actual (F82/83), que por culpa de la norma Euro VI monta un motor turbo que ha perdido el sonido electrizante de los atmosféricos y la relación directa, carnal, entre el pie derecho del conductor y el comportamiento del coche.

    Mientras todo esto sucedía, el mundo cambiaba y mucho. La vida de la tercera generación de M3 había coincidido F80M32con una época de esplendor económico lindante con el despilfarro, por lo que sus ventas se habían colocado muy por encima de lo razonable para un vehículo de capricho. A continuación, el batacazo económico obligó a muchos de sus propietarios a venderlos. O más bien, a malvenderlos, porque el mercado de coches de capricho en plena crisis es mínimo, y el exceso de oferta y la caída de la demanda habían hundido los precios.

    Esa era, con 29 años de retraso, mi oportunidad, de modo que me puse a buscar. Comprar un coche distinto es una experiencia distinta, que genera situaciones peculiares. En primer lugar, visité una nave industrial gris, mal señalizada, en San Sebastián de los Reyes, en la que se alineaban en dos filas juguetes caros: Porsche Cayenne, Mercedes de la parte alta de la gama, X7, Q7, Mini de Cooper S para arriba,… Los dos empleados presentes, por su aspecto, me generaban una duda: ¿sólo vendían los coches, o también los habían robado? Muy educadamente, eso sí, me mostraron un E46 Cabrio blanco con tapicería de cuero rojo, cambio SMG y aerodinámica exagerada, a un precio imbatible. Rechacé la oferta por la estética de proxeneta y porque buscaba el cambio manual, Getrag de seis marchas, superior al automático según los críticos.

    También visité una de esas exposiciones especializadas en coches caros solo que, a diferencia de la anterior, lo aparentan. De nuevo rodeado de Cayenne, 911, ML y X5, me fui sin ver el M3 que anunciaban en su página web y sin que ningún comercial me hiciera caso.

    En paralelo, buscaba en Internet, especialmente en Auto Scout 24, y me decepcionaba. Una parte preocupante de los M3 E46 anunciados incorporaban dosis variables de tuneo en cantidades notables de mal gusto. Unos se disfrazaban para asemejarse a la serie limitada CSL, otros cambiaban las preciosas llantas de serie, y hay quien se atrevía a adaptarlo para el botellón, con ostentosos equipos de sonido. Y yo seguía buscando algo de serie, con cambio manual y en color discreto, ya que huía de las carrocerías en azul pitufo o champán.

    En mi brujuleo por las tiendas solo encontré un comercial con profesionalidad y luego no remató la faena: preguntó por mis intereses y motivos, sondeó sobre gustos y presupuestos, investigó sobre mis prisas o no, y ahí se quedó todo: ni una llamada, ni un correo.

    Sabía que el factor tiempo jugaba a mi favor, que alguien en algún lugar quería transformar un M3 E46 de serie en un dinero que yo tenía, y que la prisa es mala consejera. Cuando saltó la oportunidad, casi ni me dí cuenta: un E46 cabrio en la sección de usados de un Concesionario Porsche lejos de Madrid, con buen aspecto, historial razonable y a un precio por el que valía la pena iniciar una negociación. ¿Cabrio? Siempre había querido tener un coche descapotable y quizá este fuera el momento. Por otro lado, la leyenda urbana dice que los M3 que han rodado en circuito son los coupé, con lo que supone de sobrecarga, y que ningún cabrio ha pasado por ese trance.014 bis

    Con una mezcla de temor, deseo y prudencia inicié los contactos y descubrí que tenía conocidos comunes con el vendedor. Este me remitió una buena colección de fotos de detalle, de la documentación y del casi completo historial de mantenimiento. Y un tentador descuento en el precio.

    Cada vez de las muchas que dediqué a mirar esas fotos y pensar si cerraba el trato o no, sabía que aumentaban las posibilidades de echarme atrás. Recordaba entonces algunas estupendas oportunidades que perdí por ser racional, como un Celica Replica hace diez años o un Land Cruiser KZJ70. Por no hablar de relojes.

    Cuando calificamos algo de sueño o, peor aun, de sueño imposible, lo situamos lejos de nosotros y lo rodeamos de una valla de inaccesibilidad. De modo que cuando el esfuerzo, las circunstancias o la fortuna acaban con la distancia, una valla que nosotros hemos creado nos sigue separando de nuestro sueño. Por eso prefiero hacer planes a tener sueños, para no tener que saltar vallas.

    Pues bien, acodado en la valla imaginaba la sensación de tener, por fin, un Serie 3 E46, por otro lado la de disfrutar en un descapotable y además el reconfortante placer de saber que en el garaje de casa hay un M3. Compré un billete de AVE, salté la valla y me fui a Gerona a recoger mi M3 Cabrio.

    Las primeras sensaciones provienen del viaje de Gerona a Madrid y supusieron una agradable dosis de realidad. Además de ser un M3 y un cabrio, es un Serie 3, un coche ideal para un viaje por autovía con lluvia, viento y amagos de nieve. A velocidades en el entorno de la legalidad es cómodo y silencioso, el equipo de sonido acompaña y el consumo está justo por debajo de los diez litros.

    Al regresP1190609o y aun en invierno, descubrí que con las ventanillas subidas y el techo eléctrico plegado, basta subir el derivabrisas y conectar las calefacciones de habitáculo y asiento para que se pueda rodar al aire incluso a 0ºC. Solo que te miran mucho. Y hay que estar atento, porque con el asfalto frío, el control de tracción salta en muchas horquillas de segunda.

    El motor es una delicia entre dos mil vueltas y la línea roja a 7.500 rpm; admite ritmo de paseo relajado hasta cuatro mil, y de ahí al corte más vale agarrarse y estar concentrado porque corre y mucho. Eso sí, al ser atmosférico no tiene ese correr engañoso, atropellado, a empujones, de los turbo. Por más vueltas que le demos, un motor turbo es un matrimonio (con todo lo que P1190610eso implica) no siempre perfecto, de dos
    máquinas térmicas, que además se deben conjuntar con la transmisión, el bastidor y el conductor. El motor atmosférico elimina una de esas incertidumbres a cambio de una linealidad sincera.

    El Celica Sáinz Replica al que este M3 sustituye en el garaje tenía un motor de dos litros, un turbo grande y un intercambiador enorme. Corría de un modo apagado si iba alto de vueltas con poca presión; adormecido a bajo régimen con mucha presión, e impetuoso si el cuentavueltas y el manómetro apuntaban a la derecha.

    De noche, y con la capota puesta, gracias también al color azul oscuro, el M3 es fácil de confundir con uno de los muchos 320d, lo que añade la discreción a su lista de virtudes. Con buena luz y descapotado, la carrocería baja y P1190617las cuatro salidas de escape, es un reclamo para tuneros. En muchas ocasiones se me han picado Seat
    León o Ibiza, y numerosos BMW ¡118d!, y mi reacción ha sido siempre la misma: intermitente a la derecha y dejarles pasar. Solo corro riesgos con la licencia federativa en el bolsillo.

    Otro aspecto de la dualidad de este coche la marca la tecla “Sport” del cuadro. Solo actúa sobre la relación entre el desplazamiento del acelerador y la respuesta del motor. En modo normal, esa respuesta es ágil, ligera, suave, directa y controlable; en Sport en más vivaz, más rápida, inmediata sin llegar a la histeria. Y al volver a Normal, da la impresión de cable de gas destensado.

    Resumiendo, aúna los placeres de varios coches en uno, y de ahí viene la mayor parte del disfrute. Un cuatro plazas P1200740bien hecho con maletero y motor dócil. Un cabrio elegante para pasear oyendo música. Y un deportivo implacable.
    Más allá de esos aspectos prácticos, aprecio
    que es un coche sincero, con personalidad nítida; si fuera un humano, diría que es noble, de fiar. No se le teme un ramalazo traidor en una curva, ni su modo de actuar depende de parámetros electrónicos, sean éstos decididos por el conductor o por la propia máquina. El ruido del motor, maravilloso desde el ralentí y mejorando con las vueltas, es el que es; no hay un sintetizador de sonido, ni juegos de mariposas y resonadores. No hay escalas en el sistema de control de estabilidad, es un sí o un no. No se cambia el tacto de la dirección, el tarado de la suspensión, la velocidad del cambio automático o la potencia máxima disponible. Menos aun hay un asistente para las arrancadas.

    Y tomando la explicación de los motores turbo como analogía, lo que hay es un coche de comportamiento lineal, y un conductor que se ha de esforzar en entender ese comportamiento para disfrutarlo al sacar el máximo. Para considerar la temperatura y el brillo del asfalto, la posición del volante y la sensibilidad del pie derecho a la hora de decidir cuánto y cuándo se pisa.

    No voy a criticar el avance técnico de la automoción, pero los coches programables y las ayudas a la conducción tamizan, amortiguan y distorsionan, y la relación con un coche (o con una persona) no proporciona el mismo placer si está tamizada, amortiguada o distorsionada.

    He llegado a estas conclusiones al comparar mi M3 de 2002 con un rival de 2015, un Lexus RC F. El concepto de vehículo es básicamente el mismo: una berlina del segmento D Premium que quiere ser un deportivo sin perder su base. Al RC F le empuja un V8 atmosférico de cinco litros y 441 CV, a través de un cambio automático con convertidor, accionable con pulsadores en el volante. Es obvio que corre mucho más que el M3, y a la vez que perdona más y que se le siente más lejano. A ritmo de paseo, y con el selector en Normal, el coche es dócil y cómodo, suave y con suspensión confortable. Si con este reglaje intentamos ir deprisa, la dirección pierde tacto y en el paso por curva falta confianza. Pasar a Sport o a Sport + cambia el tacto de motor, de suspensión y de dirección, y la única crítica que se me ocurre para esas circunstancias es que se le nota el peso, unos 300 kilos más que el M3. El resto son unas prestaciones desmesuradas para una carretera abierta, y más allá de mis habilidades.

    Además transmite la sensación, poco gratificante para mí, de “podías haber frenado más tarde, podías haber entrado más deprisa, podías haber abierto antes”. Sí, será un coche más polivalente, más lujoso, su equipo de sonido Mark Levinson es claramente superior al Harman Kardon del M3, pero estamos hablando de placeres y emociones.

    P1200741Hay dos elementos no originales en el coche con los que puedo vivir, aunque lo hubiera preferido de estricta serie. Monta una barra de refuerzo entre los apoyos de la suspensión delantera. No sé si es culpable de algunas vibraciones de la columna de dirección en baches secos, pero sí es responsable de haber perdido la preciosa tapa de plástico del motor. El otro elemento no original es un diferencial montado en Riera Sport con más bloqueo que el de serie. Mi conducción rápida no debe ser tan rápida como para sacarle partido, pero maniobrando en frío en los aparcamientos subterráneos llega a ser incómodo por los tirones que genera su resistencia al giro.

    Hasta ahora solo tengo dos quejas del M3. La primera está en los neumáticos que monta, unos Falken FK452, en medidas 235/35 ZR19 91 Y delante y 265/30 ZR19 93 Y detrás. El anterior propietario decía que estaban por debajo del nivel del coche y corroboro su opinión. Con asfalto caliente deslizan antes de lo que esperaba, si está muy frío pierde tracción, y las ruedas delanteras se aturullan en los cambios de dirección con gas.

    El segundo descontento viene del lector de CD´s, un cargador Pioneer de seis discos que se aloja en el maletero, y que no funciona. Otras marcas y modelos lo utilizaron en su momento, y la baja fiabilidad es una constante. Como es fácil de encontrar en el mercado de segunda mano, decidí que lo más sencillo sería destapizar el maletero y dejar sueltas sus conexiones. Una vez localizado uno interesante a la venta, no quedaría más que citarse con el vendedor, conectarlo al coche para comprobar que funciona y cerrar el trato. Me puse a ello solo que, después de retirar los guarnecidos, el coche no arrancaba. Todas las luces se encendían, el motor de arranque giraba, pero no arrancaba. Sucedió esto en vísperas de vacaciones, de modo que no me quedaba otra que hacer la diagnosis a distancia. En Internet hay dos foros en los que encontrar información válida sobre un M3 E46. Uno es el foro español de BMW (www.bmwfaq.com) y otro el de usuarios de M3 en Estados Unidos (www.m3forum.net) y ambos, al teclear en su buscador los síntomas de mi coche, conducían al mismo diagnóstico: bomba de combustible o su relé. En el americano incluso han colgado descripciones y hasta vídeos sobre la intervención, que devoré con detenimiento y algo de miedo.P1200692

    Al regreso de las vacaciones, me puse a trabajar en el coche con ese nuevo método que sustituye a la valentía y al libro de taller por una tableta que, a través de la wifi, te conecta con foros, vídeos y lo que cuelga por el mundo. Siguiendo los consejos de www.m3forum.net, levanté el asiento trasero, corte la lámina aislante y llegué a la bomba. Medí tensión, encontré 12 voltios, pero la bomba ni sonaba ni giraba. Con más temor que decisión me acerqué a un Concesionario BMW, y a pesar de que iba moralmente preparado para el atraco, me quedé pálido: la bomba, más sus impuestos, costaba casi quinientos Euros. El recambista se apiadó de mí y me hizo un 10% de descuento; pagué, la dejé encargada y me alejé cabizbajo. Al día siguiente la recogí sin siquiera abrir la caja; cuando ya en el garaje, listo para montarla, lo hice, descubrí que la caja contenía un motor de elevalunas. Tercera visita al Concesionario para P1200716devolverlo, y cuarta visita a los dos días para recoger, por fin, la carísima bomba. De nuevo en casa a punto de montarla, comprobé nuevamente la instalación eléctrica y me dí cuenta del error que había cometido: los 12 voltios que medí eran la alimentación del potenciómetro del aforador; en los terminales que no medí, los que alimentan a la bomba, no había tensión. Luego la bomba no era la culpable, y no se admiten devoluciones, luego acababa de tirar 500 €.

    Me enfadé conmigo lo indecible, y volví al principio: si no es la bomba, lo anterior en la instalación eléctrica es el relé. ¿Dónde está? Los foros no se aclaraban al mezclar coupé y descapotable, y especificaciones estadounidenses y europeas, y unas veces lo situaban tras el guarnecido a la derecha del pasajero trasero derecho, en el maletero delante de la batería, o al fondo de la guantera encima de la caja de fusibles. Empecé por lo más fácil, el maletero, y no había relés ni nada parecido. Lo siguiente en dificultad era la guantera, que resultó engañosa, porque para llegar a los relés hay que desmontar la guantera y sus anclajes, y bajar la caja de fusibles y sus soportes; entonces se ven, allí al fondo, los relés. No queda sitio más que para meter una mano y, a tientas, sacar el relé sospechoso, el de la izquierda de los cuatro. Como es igual que los dos de la derecha, y si el resto del coche funcionaba, estaba claro que al cambiar el relé de la izquierda por algunos de los de la derecha, el motor iba a arrancar. Pues no, seguía sin arrancar. Más enfado, más reflexión, y una conclusión: ya no tenía sitio en el garaje para guardar más piezas desmontadas (guarnecidos del maletero, asiento trasero y guantera), ni herramientas para diagnosticar, ni conocimientos. Y menos aun paciencia. Luego montaría el coche cuidadosa y reflexivamente. Si al terminar no había encontrado el origen de la avería, no quedaba más que dañar la autoestima y la cartera, llamar a una grúa y llevar el M3 al Concesionario BMW.

    Del montaje de relé, fusibles y guantera no saqué más que unos nudillos golpeados al operar con mis manos grandes en huecos pequeños. En el habitáculo ni eso: fijé banqueta, respaldo, cinturones y el paso del portaesquíes sin moraleja alguna.

    Y llegamos a lo más sencillo, la última oportunidad: el maletero. Me parecía mucha casualidad que coincidieran, sin relación aparente alguna, un destapizado de maletero y una avería eléctrica de motor. E igualmente me parecía muy raro que un destapizado de maletero generara una avería eléctrica. Ya ubicado en la desconfianza, me quedé mirando el interruptor del cortacorrientes sujeto al guarnecido del lado derecho. Por supuesto que lo había comprobado, y varias veces, al intentar el arranque del motor en las dos posiciones del interruptor. Pero, ¿y si el interruptor estaba cortocircuitado internamente y cortaba en sus dos posiciones? Desconecté los cables que le llegaban y medí resistencia: cero en una posición, infinito en otra. De repente me quedé quieto: al desconectar los cables, me  había dado la impresión de que, aunque los cuatro conectores y sus fundas aislantes se apoyaban en sus topes, uno de ellos había salido casi sin hacer fuerza. Como si estuviera suelto. Como si al destapizar, aunque su funda de goma no le delatara, en el interior la continuidad eléctrica no fuera buena. Qué retorcido, qué complicado, que casualidad más perversa. Apreté de nuevo los cuatro conectores contra el interruptor, fui al asiento del conductor y el motor arrancó con rotundidad, como si no pasara ni hubiera pasado nada, con el ronroneo del seis en línea diciéndome “Ya estoy de vuelta”.

    Ni maldije ni me enfadé. Terminé de montar el coche y me fui a dar una vuelta descapotado, con el sol del atardecer del verano iluminando el interior en cuero y el viento despeinándome. Me recreé en el bordado del volante con los colores corporativos de BMW M, en el sonido del motor por encima de cinco mil vueltas, en la relación íntima entre el pie derecho y la actitud del coche.

    Este turbio episodio no ha roto el idilio nacido con 29 años de retraso. Sigo disfrutando de un práctico Serie 3, de un precioso cabrio y de un contundente M3. Y buscando un cargador de CD’s de segunda mano.P1200734


  • Celica to the Sahara: hoy hay mercado bereber

    Una de las preocupaciones que surgieron al preparar el viaje fue la fiabilidad del Celica. Sí, es un Toyota, y solo íbamos a hacer carretera, pero tiene 23 años y hablábamos de casi cuatro mil kilómetros en dos semanas. Hasta donde se acaba el asfalto había funcionado como un reloj japonés y no parecía necesitar cuidados, luego el motivo por el que saqué la caja de las herramientas del fondo del maletero y una vez más convertí en taller ocasional el aparcamiento de un hotel africano era más mi tranquilidad que su necesidad. Y descubrí que no había un nivel incorrecto, un tornillo suelto, un elemento descolocado, un ruido sospechoso; ni la presión de los neumáticos estaba mal. Para celebrarlo, recogí las herramientas y me dí un chapuzón en la piscina del Kasbah Tizimi, el hotel pomposo y casi vacío que nos acogió en nuestra última noche al sur del Atlas.

    Más tranquilo y con rumbo norte bordeamos el djebel Sarrho y volvimos a cruzar el Atlas. Al principio el paisaje repetía el de la bajada, esas enormes extensiones resecas con formas retorcidas, casi torturadas, mesetas que se dejan caer sobre valles cuajados de palmeras, valles de anchura colosal y rellenos de nada, escoltados por montes de corpachón tan inmenso como despojado de vida. La N13 serpentea por esta orografía bella por simple, y me divertía en las rectas al estirar el motor más allá de las seis mil vueltas cuando adelantaba a los vetustos Berliet y Bedford que aun no han sido arrinconados por los Volvo.

    Pasado el Túnel del Legionario hicimos noche en Midelt, aun a casi 1.500 metros de altura, y nos paramos
    a disfrutar del cambio radical de paisaje que supone el bosque de cedros de Azrou. Más que los monos del bosque nos sorprendió la visita a Ifrane, la ciudad que construyeron los franceses en la década de los ’30 del pasado siglo reproduciendo las casitas de sus Alpes. Hechos a la sequedad que monopoliza el sur del Atlas, este pueblo europeo transplantado a un escenario de montañas africanas verdes es un impacto más que añadir a la lista.

    El siguiente objetivo era dar con el Riad El Amine, nuestro minúsculo hotel de Fes, que nos temíamos se ubicaría en una calle peatonal cercana a una calle estrecha y difícil de encontrar dentro de la medina. Ya en las afueras de la ciudad, parados en un semáforo en rojo, se nos colocó al lado un tipo con una Suzuki de hace unos veinte años, con el casco apoyado sobre los relojes, que nos soltó el discurso habitual: de dónde sois, de qué ciudad, de dónde venís, bienvenidos, hablo español, España y Marruecos misma cosa, todos hermanos, dónde vais, tenéis hotel, yo os guío, mejor me seguís, no os quiero vender nada,… Como era de esperar, en una de las detenciones forzadas por el tráfico, nos soltó que su hermano era guía turístico y que nos podía recomendar un restaurante.

    Salvo la época en que la policía turística limitó este acoso a los visitantes, lo he sufrido en cada uno de mis viajes a Marruecos. En esa primera estancia ya mencionada, hace 25 años, nada más desembarcar en Tánger me guiaron hasta una zona de compras con el argumento de que “hoy hay mercado bereber”. Lo vistieron con que sucede solo una vez al mes, y yo era un afortunado por haber llegado a la ciudad precisamente ese día. Y ¿qué tiene de especial que el mercado sea bereber? Pues que esperan una percepción de exotismo por parte del viajero, que verá con mejores ojos las mercancías y se le reblandecerá la cartera. Un cuarto de siglo después el argumento del mercado bereber sigue en uso en todo Marruecos, y en alguna ciudad se apoyaron en él para intentar guiarnos a compras forzadas.

    No hay que pensar que haber estado muchas veces en Marruecos desarrolla en el viajero una habilidad para detectar estas situaciones y esquivarlas o, al menos, reducir sus efectos, ya que quienes las emplean han mejorado enormemente la técnica. Ello conduce a situaciones tensas y hasta desagradables, como la que vivimos en Marrakech. Sabemos que una manera de evitar estos conflictos es no preguntar a alguien con quien te cruzas por la calle, ya que puede ofrecerse como guía, lo que daría lugar al inicio del mal rato; lo mejor es interpelar a alguien que no te pueda acompañar, como un policía de servicio o un dependiente de una tienda. Como por ejemplo el boticario que, a la puerta de la farmacia, nos dijo que estábamos cerca de la zona de los curtidores de verdad, que se iban mañana, y que era una zona casi desconocida para los turistas. Todo parecía real, espontáneo, desinteresado, incluso la visita a la zona de tintes en la que el capataz nos explicó el proceso con conocimiento de veterano. Se empezó a torcer cuando nos llevaron a una supuesta tienda de las tintorerías, se lió cuando el dependiente de la tienda nos pidió una propina, y se bloqueó cuando, al salir de la tienda, el boticario y el capataz nos pidieron dinero. Nos paramos en medio del callejón por el que paseábamos, pusimos cara seria y les dijimos lo que no esperaban oír: “Desde el principio dijisteis que era gratis, y ya le hemos dado propina al de la tienda”. Se quedaron a cuadro al enterarse de que el dependiente se le había adelantado y que los europeos se plantaban, y aun se mantuvo un rato la discusión entre ellos dos y con nosotros.

    Unos días más tarde, al llegar a Tetuán y callejear por el centro en busca de un lugar en el que estacionar el Celica, un señor de cierta edad que no se encontraba en pleno uso de sus facultades ni físicas ni mentales, se nos acercó para guiarnos a un aparcamiento, de pago por supuesto. Atajando por callejuelas se nos avalanzó unas esquinas más allá con el mismo argumento. Y otra vez y otra vez, persiguiéndonos a gritos por la calle, “¡que solo os quiero ayudar!”, “¡que no os fiáis de los marroquíes!”.

    Algunas de estas situaciones tienen un componente anecdótico que forma parte de lo que el turista ocasional espera en un viaje a este tipo de país. Sin embargo, quienes preferimos viajar por nuestra cuenta para toparnos con la realidad de los lugares, nos sentimos incómodos y violentos al vernos atrapados en estas situaciones. Así como me encantaría contratar un guía culto y honrado que me llevase a encontrar lo que busco, no soporto ni el hecho ni el mal sabor de boca que me dejan estos acosadores callejeros, su facilidad para saltar de la sumisión a la falta de respeto, del ofrecimiento al acoso, que piensen que soy a la vez rico y tonto.

    La mejor manera de quitarse de encima la sensación era probar la tradición marroquí del hamman, los baños públicos mezcla de balneario y ducha, a los que los locales acuden a la vez por higiene y para coincidir con los amigos.

    Algunos hamman para marroquíes que habíamos visto tenían un aspecto disuasorio, tanto por las condiciones de limpieza que se adivinaban desde el exterior como por la posibilidad de vivir conflictos generados por malentendidos o errores en el protocolo por nuestro lado. En el otro extremo, los hamman de los hoteles para occidentales venían a ofrecer lo que un balneario en España, solo que a precio de extranjero rico. Al final, siguiendo el consejo de la recepcionista del Riad El Amine, fuimos al que ella frecuenta, que por los coches de la puerta era el de los pijos de Fes.

    Nausikaa, que así se llamaba el establecimiento, está en la ville nouvelle, y puestos a vivir la experiencia pedimos la versión completa, con masaje y todo. Que no nos defraudó. El edificio, de nueva planta, separaba de modo radical hombres y mujeres, y respetaba la tradición de las casas de baños solo que en un entorno modernizado. De modo que me hicieron bajar a la sala de baños del sótano, donde primero me di una ducha y luego pasé a la sala de vapor. De ahí me tumbé en una plataforma de granito donde me frotaron y enjabonaron a conciencia para volver luego a la ducha y a la sala de vapor y a una pequeña piscina de burbujas. De la que volví a la plataforma de piedra donde, con un guante que a veces pensé que estaba forrado de papel de lija, me frotaron con insistencia y minuciosidad, hasta llegar a la frontera del dolor. Y otra vez ducha, y vapor, y piscina de burbujas, y plataforma,… Cuando ya era incapaz de recordar el número de veces que había pasado por la ducha, el vapor, la piscina de burbujas y el enjabonamiento, me indicaron que tocaba el masaje, de modo que subí en ascensor al primer piso y me llevaron a una habitación pequeña, en penumbra, delicadamente decorada, con olor a sándalo y con música suave de fondo, para recibir un largo, relajante y escrupuloso masaje. Salimos del Nausikaa dos horas después de entrar, con un grado de suavidad en la piel que no sentía desde que entré en la EGB, y la tranquilidad de espíritu necesaria para acometer la próxima etapa del viaje: cruzar el Rif con destino a Tetuán.

    La primera opción para ir desde Fes a Tetuán es rodear las montañas por la autopista y hacer el recorrido inocuo via Meknés, Rabat y Larache, unos 350 kilómetros. La tentación es tirar recto con rumbo norte por la N13, pasar Ouazzane, dejar a un lado Xauén y plantarse en Tetuán en 100 km. menos. Salvo que la N13 tiene mucho tráfico y un asfalto ondulado por los numerosos camiones que circulan por ella, y la suspensión tirando a dura del Celica nos agitaba. Entre los baches y adelantar camiones debí ignorar una señal de limitación de velocidad y nos pararon en un control. De nuevo un gendarme educado que me explicó la situación y me pidió, por favor, que me acercara a la pistola de radar para ver la pantalla. No había nada que discutir: se veía el Celica, enfocado y en color, cazado a 82 Km/h en una zona de 60. Son 300 dirham. Me disculpé, le aclaré que nuestros últimos dirhams en efectivo los habíamos gastado para repostar en la gasolinera del pueblo anterior, y que podía pagarle con euros o con tarjeta. Me miró con cara de culpa, como si quien hubiera cometido la infracción fuera él, me pidió que le esperase y fue a hablar con su jefe, que vigilaba el tráfico junto al coche patrulla, al otro lado de la carretera. Tras cruzar unas palabras con él volvió hasta mí, que le esperaba firme y expectante en el arcén, y volvimos a comentar la situación: reconocí que había incurrido en un exceso de velocidad, asumí que la multa ascendía a 300 dh, le recordé que no los tenía en efectivo porque acababa de llenar en la gasolinera del pueblo anterior, y aseguré que en cuanto llegase a Tetuán iría a un banco a sacar dinero y que podía pagarle en euros o con tarjeta.

    Con la misma cara de preocupación de antes me miró con un toque de satisfacción al comprobar que lo había entendido todo y que estábamos de acuerdo. No olvidemos que, a todo esto, los camiones viejos y no tan viejos, las motos y los coches seguían pasando a nuestro lado, mi mujer esperaba con paciencia dentro del Celica estacionado en el arcén, y el jefe seguía vigilando al otro lado.

    “Acompáñeme, por favor, vamos a hablar con mi jefe”. Si el gendarme hubiera puesto mala cara, me habría temido que la situación empeoraba pero, al contrario, le veía tranquilo, de modo que cuando el tráfico lo permitió, cruzamos la carretera y, al acercarme al jefe, le saludé amablemente en francés y árabe. Y fue entonces cuando me quedé estupefacto, porque me dijeron que entendían mi situación, y me perdonaban la multa si les prometía que no volvería a sobrepasar un límite de velocidad. Les día las gracias en francés, árabe e inglés, y a punto estuve de darles un abrazo.

    El resto del camino lo hicimos por escenarios de las olvidadas (al menos en España) guerras de Marruecos, esos montes pelados cuyas descripciones había leído al disfrutar del segundo tomo de “La forja de un rebelde”, el que Arturo Barea dedica a recordar sus experiencias en esa guerra. Una vez en el lugar entendía la crueldad de una guerra arrinconada, entre un país arruinado y corrupto que no admitía el final de su imperio, y otro que aun no se había formado y se esforzaba por encontrarse. Al llegar a Tetuán, y tras esquivar al tipo que nos perseguía de esquina en esquina, aun reconocimos dos edificios que cita Barea en su libro: en lo alto de un cerro, como vigilando la ciudad, el cuartel de Regulares y en el centro, construído en ladrillo de severidad decimonónica, el cuartel Jordana, en honor del General Francisco Gómez Jordana.

    Pasear por el centro revelaba el legado de Tetuán como capital del protectorado español desde 1912 hasta la independencia, en 1956. La zona de negocios de la ciudad es la place Moulay el Mahdi, que todos llaman “plaza Primo” porque en su día era la plaza de Primo de Rivera, entre “El Ensanche” (así, en español) y la ville nouvelle. Entre los edificios destacan la arquitectura hispano morisca de unos, el toque colonial de otros, algunos formidables ejemplos modernistas y hasta racionalistas, un precioso Teatro Español al que aun llaman así, el edificio de La Equitativa de Casto Fernández Shaw, y el de La Unión y el Fénix.

    Por Martil y Cabo Negro hay 38 kilómetros hasta Ceuta, y están densamente ocupados por puertos deportivos, buenos hoteles, apartamentos, urbanizaciones cuidadas y campos de golf, más para extranjeros que para marroquíes ricos, que también. Y como en este despliegue urbanístico, limpio y organizado, no hay sitio para que se escondan los subsaharianos, los saltos a la valla para acceder a la Unión Europea los monopoliza Melilla.

    Entrando desde Marruecos, Ceuta es un lujo: calles pavimentadas, limpias y sin baches, aceras existentes, edificios nuevos o restaurados y siempre cuidados, bares y restaurantes surtidos, tiendas cuyos empleados no salen a la calle a capturar clientes. Rodeados de preciosos detalles de arquitectura modernista, una Cruzcampo en una terraza al sol nos supo a gloria.

    Nuestra última noche africana la pasamos junto a la maravillosa muralla del siglo V, en el Parador con aire setentero que me hacía temer que en cualquier momento surgiera por un pasillo Arturo Fernández ejerciendo de galán, con patillas tan anchas como las solapas de su chaqueta, seguido por Laly Soldevilla o Florinda Chico como su secretaria.

    El final de este viaje supone el cierre de dos ciclos. En primer lugar el simplemente geográfico, al haber salido de casa en el Celica y tras cruzar España, dar una vuelta a Marruecos y volver a casa en 3.728 kilómetros. La única huella en el Celica es simplemente que está sucio, en nosotros han quedado muchos recuerdos y algunas compras. El otro ciclo es más amplio, y tiene un significado más allá de la anécdota. El viaje se ideó a partir del que hizo la revista Car en 1995, llamado Ferrari to the Sahara; el número de Febrero de 2015 de Car, en su sección Your Month, abierta a que los lectores cuenten lo que hacen con sus coches, enseña nuestro Celica, orgulloso en las cercanías del Erg Chebbi. Ciclos cerrados, prueba conseguida.


  • El parque móvil en 2014

    El año pasado fue intenso, extenso e interesante en mi parque móvil, con entradas, salidas, visitas y novedades. ¿Empezamos por los híbridos?

    El Auris híbrido cinco puertas que llegó en 2013 se despidió a la vuelta del verano de 2014 con casi 22.000 suaves kilómetros encima. En Mayo recibí una sesión de formación sobre conducción de híbridos que ayudó algo a mejorar el consumo que, en contra de lo que muchos esperan, no es el mejor punto de estos vehículos. El consumo bajó hasta acercarse a los cinco litros en condiciones urbanas y atascadas, donde sobresalen las virtudes que menos se esperan de un híbrido: silencio, suavidad y comodidad. En términos cuantitativos hablamos de consumos superiores a los de un diésel e inferiores a los de un gasolina equivalente; en términos subjetivos, después de usar con frecuencia un híbrido me parece medieval que un motor térmico siga consumiendo combustible y haciendo ruido cuando el vehículo está detenido, lo mismo que pisar un pedal y mover una palanca a ritmo de atasco madrileño.

    Al Auris cinco puertas le sustituyó su primo Touring Sports, igualmente híbrido. Siete mil kilómetros más tarde se mantienen las ventajas, y a cambio de una mayor longitud total disfruto de una capacidad de carga enorme y mucha flexibilidad: el asiento trasero se abate con palancas desde el maletero, la bandeja retráctil tiene dos posiciones y la red de separación de carga otras dos. Es decir, se adapta desde a ir solo y descargado a convertirlo en furgoneta tras una visita al Ikea o en transporte para las carreras de bicis, asunto sobre el que en su momento habrá entrada propia.

    Un tercer híbrido visitó temporalmente el garaje, con menor éxito que los Auris. El Yaris híbrido es suave, cómodo y relajante como cualquier híbrido, pero no tiene el tacto modulable del Auris, la capacidad de la batería es justa salvo para tráfico exclusivamente urbano, y el tacto del freno no permite controlar el paso entre regenerativo e hidráulico con facilidad. Sin salir de la ciudad es estupendo, más allá de sus circunvalaciones no está tan cómodo.

    El cuarto híbrido del año proviene de otra clase social, y es fruto de un matrimonio de conveniencia entre el sector potente de la tecnología híbrida y el segmento D Premium. La mejor consecuencia de llevar un Lexus IS300 h es el placer de conducir un buen coche, la solidez, el tacto de dirección que solo proporciona un vehículo cuyas ruedas delanteras se limitan a girar. Por otro lado, muestra una característica cada vez más habitual en los coches actuales, especialmente los lujosos, y es la presencia de varios mandos, hasta tres, para la misma función. Ahí va un ejemplo: el equipo de sonido se maneja, claro, desde los mandos del equipo de sonido, para que también el acompañante pueda manipularlo. Además se puede manejar desde el ratón que desplaza un cursor sobre la pantalla. Y encima se controla a través de los mandos del volante. Esto afecta a la ergonomía y a la estética. En primer lugar, se rompe la relación bidireccional entre una función y su mando, lo que a veces genera dudas, y hasta confusiones en el usuario. Y recarga el aspecto interior del coche con tantos actuadores, mecánicos o digitales, sin llegar a los extremos exagerados de marcas alemanas que han terminado dando marchas atrás ante cuadros de mandos dignos de productos de la NASA.

    La estancia del Seat Marbella Special como miembro del parque móvil ya se comentó con el merecido detenimiento en las entradas de este blog referidas al Panda Raid 2014. Al regreso de Marruecos nos limitamos a lavarlo y revisar los niveles, no necesitaba más, y se lo quedó el primero que apareció con dinero de entre los muchos que no tardaron nada en responder al anuncio.

    Otro miembro del parque móvil que ha disfrutado de presencia específica en el blog ha sido el Celica Sáinz Réplica, gracias al inusual viaje por Marruecos que realizamos con él. A falta de publicar la última entrada sobre el viaje, el resumen es que hizo todo lo que se espera de un Toyota clásico: cumplir con su deber sin hacerse notar.

    Y eso que la accesibilidad más que una virtud es una pesadilla: un día quise comprobar el estado del filtro del aire, del tipo de cartucho metido en un cajón de plástico cerrado con grapas metálicas. Solté las dos grapas que estaban visibles pero la tapa no salía, así que deduje que debía haber más. Con linterna y mano enguantada para no hacerme daño al meterla entre tubos, soportes y bridas, encontré y solté la tercera grapa. La tapa seguía sin salir. Con una linterna muy pequeña entreví una inaccesible cuarta grapa, de modo que para llegar a ella saqué el tubo que va del medidor de caudal a la admisión junto al propio caudalímetro. En la maniobra, se cayó una brida de presión al hueco que existe tras el faro retráctil izquierdo, y no se escuchó ruido alguno: es decir, si no había ruido no había caído al suelo, luego estaba dentro del faro. Para acceder al interior del faro, conecté el encendido para subirlo y, recurriendo al manual del usuario, quité el embellecedor del faro (tres tornillos de estrella), el aro metálico (cuatro tornillos pequeños) y la moldura de plástico negro que va de lado a lado del coche (tres de estrella y dos Torx). Saqué el faro y solo ví articulaciones y cables; metí la mano, metí linternas por delante, por detrás y por abajo, y de la brida ni rastro. Al final, la brida se quedó dentro, compré otra y cambié el filtro de aire.

    El episodio más ingrato del año cae del lado del Land Cruiser HDJ80. Aun mantenía la instalación de aire acondicionado original, con gas R12, que se dejó de usar hace años. En un momento dado el aire dejó de enfriar, y ví claramente que esa reparación era el momento de pasarlo a R134, el gas que sustituyó al R12. Recurrí a un taller especializado en estos trabajos en vías de extinción, aunque estaba lejos de mi casa y sabía que los desplazamientos iban a ser incómodos. En la primera visita simplemente quería preguntar por tiempos y costes: ni miraron el coche ni hicieron una estimación, se quedaron en “tráemelo el martes que viene”. En la segunda visita entregué el coche y afronté el complicado regreso a casa desde el desabrido y solitario polígono en que se encuentra el taller: quince minutos a pie por una acera inexistente, un rato de espera en una parada del autobús que media hora después me dejó donde había ido a recogerme mi mujer, muy fuera de su ruta habitual, y media hora de coche. Todo fuera por conseguir una buena reparación para el Land Cruiser. Unos días más tarde me telefonearon para darme la peor noticia posible, porque el origen del fallo era una pérdida por el elemento más caro y menos accesible del sistema: el evaporador. La broma se llamaba 642 €. El día prefijado, con un complicado despliegue para el traslado, recogí el coche sin que me dieran explicaciones sobre la intervención ni entregaran las piezas dañadas. Al menos, el aire funcionaba.

    Solo que unos días más tarde dejó de hacerlo, lo que indicaba que habían cargado el circuito sin comprobar la estanqueidad, el gas se había fugado, y volvía a no enfriar. Les llamé, en ningún momento hubo disculpas, y se quedaron en lo de “pásese por aquí y lo miramos”.

    Tampoco la cuarta visita, con otra dificultad de traslado, vio por ninguna parte disculpas ni sonrisas; simplemente se quedaron con el coche. Tras una llamada de teléfono que aseguraba que ya estaba reparado, fui por quinta vez al taller según el horario de trabajo publicado en su página de Internet. Me lo encontré cerrado. Llamé por teléfono y ni un contestador. El regreso a casa estuvo compuesto de taxi, metro, autobús y coche.

    Al día siguiente les llamé y confirmé que es una de esas empresas que se miran a sí mismas y no a sus clientes:

    • Cerramos a las seis.
    • En su página de Internet pone que a las ocho.
    • ¿Y qué quiere que yo le haga?

    La sexta y última visita fue la recogida, por supuesto sin sonrisas ni disculpas.

    El otro incidente del Land Cruiser, arrastrado desde hace tiempo, demuestra lo complicada que es la diagnosis, como decía el Doctor House. El amortiguador Koni Heavy Raid delantero derecho estaba manchado de aceite, de lo que erróneamente deduje que lo perdía. Sin embargo, el comportamiento dinámico no había variado. Entonces, ¿de dónde venía el aceite? Al Límite 4×4 descubrió que el respiradero del diferencial delantero estaba bloqueado, y que el exceso de presión de aceite en el interior del diferencial se liberaba por la válvula del bloqueo neumático, ubicada justo encima del amortiguador. No hubo más que desatascar el tubo del respiradero y limpiar el aceite del amortiguador.

    Pasando al lado de las dos ruedas la situación es más agradable. La Specialized Stumpjumper era una de las mejores bicis dobles cuando la compré ¡solo que en su día la pagué en pesetas! Reglajes de suspensión, cuadro de aluminio y buenos frenos en V, una maravilla de principios de siglo. Solo que la tecnología de las bicis de montaña ha avanzado inmensamente en este periodo, y la Specialized se ha quedado tan atrasada que ya no hay piezas para actualizarla ni para simplemente mantenerla al nivel. De ahí que a finales de Noviembre llegara al garaje todo lo que ha cambiado en las bicis en los últimos años en forma de Ghost AMR 7: cuadro de carbono, horquilla de 32 mm con bloqueo desde el manillar, discos de 180 mm y pinzas de anclaje radial, llantas de 29”,… La rigidez del cuadro, la horquilla y las llantas más la del eje delantero hacen que las bajadas rápidas y onduladas en las que antes la parte delantera se agitaba y mi cara perdía el color se hagan ahora con aplomo de tiralíneas; las llantas de 29” ponen más goma en contacto con el suelo, de modo que algunos apoyos en la rueda delantera que antes eran arriesgados ahora se hacen mirando al paisaje. Unos frenos en V, por buenos que sean, requieren hacer fuerza con dos dedos, por lo que quedan tres para agarrarse en las trialeras en bajada; con unos formidables Shimano XT de 180 mm y pinzas radiales basta acariciar las manetas con un dedo para frenar, y quedan cuatro dedos y toda la fuerza del antebrazo para descender a velocidades antes impensables.

    Las primeras salidas las dediqué a ajustar la posición y los muchos reglajes de suspensiones, y a partir de ahí, me he dedicado a machacar todas mis marcas conseguidas con la Specialized.

    Y el año se cerró con dos invitados excepcionales, parecidos en su definición y divergentes en su actuación. El mismo día llegaron a casa un Mercedes Benz SL 55 AMG de 2003 y un Jaguar Type F en versión R de 2014. Ambos tienen un V8 de cinco litros, con compresor por si acaso, de 500 CV, montado delante, y con propulsión trasera, solo que el Jaguar es un coupé y el Mercedes un descapotable de techo metálico con accionamiento automático. Y sin embargo son muy distintos.

    El Mercedes en color azul oscuro es discreto, serio, con las llantas clásicas de la marca y un interior suntuoso. Delata su origen alemán lo complejo de algunas soluciones técnicas, que se definen con un brillante término inglés, overengineered, que en español de andar por casa traduzco por cómo os habéis complicado la vida. Ahí va un ejemplo: la puerta de un coche, en la zona lateral que alberga la cerradura que ajusta con la carrocería, se suele pintar, lo que no impide que sea una zona tirando a fea. Soluciones para disimular hay muchas, pero la que ha escogido Mercedes en este caso es exagerada: una chapa de aluminio bruñido, con una compleja estampación que le hace abrazar desde la moldura de la parte superior interna de la puerta hasta su plano inferior, sujeta a la propia puerta con unos estupendos tornillos de cabeza Allen. El aspecto es de remate de arquitecto elitista o de diseñador sueco de muebles ultracaros. ¿Cuánto cuesta la pieza, cuánto tiempo lleva montarla en la cadena, no se os ha ocurrido nada más sencillo?

    Otro ejemplo: el interior es un 2+2, delicada manera de decir que salvo niños pequeños, detrás solo caben bolsos y maletines. Para acceder a ese hueco posterior en todos los coches se abate el respaldo del asiento delantero, a mano o mediante mandos eléctricos, como es el caso. La opción que ha escogido Mercedes es ubicar otro interruptor eléctrico más en la parte superior de cada respaldo, de modo que al accionar el botón (sin que el usuario se tenga que agachar hasta los botones que hay en la banqueta) se abate el respaldo para acceder con comodidad a la parte posterior; una nueva presión al botón hace que el respaldo retorne exactamente al punto en que estaba, gracias a la memoria de posición. Es decir, más botones, un mazo de cables más largo y complicado, y un programa más en la ECU.

    Una vez en marcha, se mueve con precisión de berlina de lujo, no con agilidad de deportivo; yendo suave es de verdad suave, untuoso, relajado, tranquilo, señorial; solo si le aprietas y escoges el modo Sport se vuelve coche deportivo sin perder las buenas maneras, y si le buscas los 500 CV corre mucho, pero que mucho. La otra opción, la de bajar el techo, conectar la calefacción de asientos, poner música suave y sacar el codo es igualmente formidable.

    El F-Type es más vistoso, casi ostentoso, con aletas traseras anchas y altas, como hombros de pandillero que busca pelea, neumáticos inmensos, 285 mm de ancho en llanta de 20 pulgadas; no lleva solo discos carbocerámicos, es que las pinzas ¡son amarillas! Dentro es bajito, casi claustrofóbico, en negro no funerario; al arrancar, él solito pega un acelerón que es una advertencia, una especie de rugido de inicio de película de la Metro Goldwyn Mayer que te dice que bromas las justas. Se puede conducir en automático o en manual con pulsadores, y por probar subo a 8ª (sí, he escrito octava, tiene ocho marchas), le dejo caer a 2.000 rpm, le doy un pisotón y salgo catapultado. Luego acelero en tercera hasta 4.500 rpm y me quedo a cuadros; en la siguiente oportunidad estiro hasta 5.500 y me río a carcajadas de placer dentro del coche. La mañana es fría y húmeda por la helada de la madrugada, en las umbrías el asfalto está mojado y no se puede jugar, pero me divierto en un tramo de curvas porque corre mucho y se controla bien, transmite confianza, credibilidad, da la sensación que si lo apuntas bien va a entrar en la curva, y si le pisas con decisión al salir te catapulta hasta la siguiente.

    Me gusta, y mucho, pero me parece incompleto como coche único, excesivo para uso diario, porque en lugar de acostumbrarte a la barbaridad de disponer de 500 CV, las ayudas electrónicas te hacen coger una confianza arriesgada que puede acabar mal. Sin embargo es el coche ideal para que lo tenga un amigo que haga viajes con frecuencia y te lo deje de vez en cuando.


  • Celica to the Sahara: Lawrence de Arabia y Doña Rogelia

    Desde que comenzamos a idear el viaje al Sahara con el Celica, sabía que uno de sus mejores momentos sería el cruce del Atlas por el paso del Tichka, que los mapas suelen escribir con el nombre bereber original :Tizi-n-Tichka. Gran parte del atractivo de la jornada residía en sus incertidumbres: ¿sería una lenta pesadilla detrás de camiones viejos y lentos?, ¿una experiencia peligrosa entre conductores descerebrados y precipicios?, ¿una descarga de adrenalina en carretera de montaña? Al final fue eso y más. Las llanuras al sur de Marrakech ya señalaron que el ritmo de conducción iba a ser irregular, porque los camiones viejos y sobrecargados rodaban a 30 km/h ante cualquier repecho, y los camiones rápidos les adelantaban sin contemplaciones, a ellos y a los que dudábamos detrás por prudencia. Pasado Aït Barba la carretera comenzó a retorcerse, y seguí pecando de prudencia: en más de una ocasión, rodando tras un vehículo lento al que no me atrevía a adelantar, nos pasó un Mercedes taxi, con más de treinta años de servicio sobre sus bielas. Poco a poco fui aprendiendo y mejoré mi técnica: a treinta por hora detrás de un camión achacoso, pero en primera o segunda con algo de gas para que el turbo tuviera carga y, al ver un hueco para adelantar, pisotón al gas sin piedad, aceleración brusca de 15 a 50 y, cuando el camión lento se ve en el retrovisor, frenazo para situarse detrás de la siguiente reliquia rodante.

    En una de estas maniobras, al dejar atrás un poblado, nos pararon educadamente en un control: agente de la Gendarmerie Royale amable, correctamente uniformado, con ropa limpia y planchada, bien afeitado, y hasta hablando el suficiente inglés como para hacerme saber que había adelantado en línea continua y me iba a multar. No había nada que discutir, puesto que lo había hecho, salvo que esa práctica es costumbre en todas las carreteras comprendidas entre Ceuta y Namibia. Para alejar sospechas, me entregaron un completo formulario en árabe y francés, con el importe de la multa impreso (700 dh.), y la firma de los agentes.

    A partir de ahí, con tráfico despejado, continuamos subiendo en tramos de segunda y tercera, con algunos puntos aislados de cuarta y secciones enteras de horquillas enlazadas de segunda, con los Dunlop buscando agarre en el asfalto gastado, un aire cada vez más frío entrando por las ventanillas bajadas, y el paisaje crecientemente seco y áspero, presagiando el desierto al otro lado de la cordillera. Paramos en el arcén a disfrutar del momento, suponiendo que iba a ser uno de esos instantes de ojos clavados en un paisaje infinito y por banda sonora el clic clic del motor y los frenos enfriándose. Y en efecto, la llanura estaba ahí, baldía y ocre, estirándose hasta que el inicio del Atlas la frena y retuerce la carretera, hasta entonces recta, como un spaghetti que se esfuerza por trepar. Pero la banda sonora era de discoteca de costa española, el atronador chunda chunda que provenía del Renault Megane de los negros que acababan de detenerse a nuestro lado. Si se oía la percusión antes de que se abrieran las puertas, al salir del coche nos desbordó y rompió la gracia del momento. Subimos de nuevo al Celica y retomamos el disfrute de la carretera hasta la siguiente parada, cerca de unas rocas que empleé arriesgadamente como mirador para darme cuenta de los trozos de humedad repentina que se vislumbraban desde allí arriba: en medio de la sequedad, las bolsas subterráneas de agua se manifiestan en forma de pequeños oasis, unas zonitas verdes que destacan en el marrón átono. Antes de que el ventarrón me tirase desde las rocas hasta el precipicio sin fondo, volvimos a la conducción y coronamos el Tichka, a 2.260 metros de altitud. En el alto, el eterno mercadillo de supuestos fósiles y sus vendedores acosando a los que se han parado a hacerse la foto junto al cartel. La mayoría la formaba un grupo de motoristas británicos, sesentones casi todos, lo que refrenda la tesis de que los jóvenes han cambiado la libertad de viajar en moto por la realidad virtual. Ellos se lo pierden.

    Frente al cartel de “Col du Tichka. Alt. 2.260”, retrocedo mentalmente en el tiempo llevado por la placa que hay debajo, la que menciona a los funcionarios y a los militares franceses que entre 1925 y 1939 transformaron una pista caravanera en una carretera asfaltada. Cuando preparaban sus oposiciones unos y estudiaban en la academia otros, ¿pensaron alguna vez que el destino y las órdenes de sus superiores les iban a llevar tan lejos de la metrópoli? Y los obreros locales, a los que ignora la placa, ¿cómo se sentirían al pasar de hijos de camelleros a peones camineros de los franceses? Pensando en unos y en otros acometemos la larga bajada hasta que el hambre nos hizo detenernos en un local solitario con carteles de hotel, bar y restaurante. En el interior, grande, fresco y vacío, hablé (es un decir) con un tipo servicial que solo debía entender árabe y bereber, por lo que me largó un teléfono móvil en el que, en una mezcla poco respetuosa de inglés y francés, le hice saber a mi interlocutor desconocido que queríamos comer. A pesar de la dificultad, el resultado fue excelente: té a la menta, ensalada marroquí y un nutritivo tajine con aceitunas, tomates, guisantes y huevo escalfado. De fondo, el noticiario nos contaba en árabe lo mal que está el mundo, con los subtítulos, claro, deslizándose hacia la derecha.

    Al llegar a Ouarzazate nos alojamos en el Dar Bladi, dentro del poblado de Talmasla, entre casas viejas de adobe y una kasbah que se cae. Tirando a básico, pero acogedor y un buen contrapunto al lujo del riad Djebel de Marrakech de las noches anteriores.

    Charlando esa noche con europeos conocedores de la zona, nos comentaron algunas de esas peculiaridades de los locales que las mentes occidentales no se esfuerzan en entender, arrastradas por la comodidad del etnocentrismo. Por ejemplo, el turismo sexual al revés, el de las turistas con los marroquíes. El machismo de la zona implica que ellas deben llegar vírgenes al matrimonio, y que ellos tienen derecho a desfogarse. Y la televisión y el cine han hecho que la mayoría que las mujeres occidentales que veían los marroquíes eran las actrices que caían en los brazos, y en la cama, del galán. Luego, por extensión, todas las extranjeras están disponibles. Algunas de éstas, buscando una aventura o huyendo del tedio caen en el estereotipo, se dejan hacer, y quieren prolongar o cimentar la relación con regalos o directamente dinero, sin entender que las expectativas de la otra mitad son distintas. Esos camareros, conductores o empleados de hotel desaparecen, incluso abandonan el trabajo y la ciudad cuando han conseguido el dinero o los regalos que buscaban, ellas se frustran, y todo sirve de condimento a escenas de comedia, a base de guiños, gestitos, encuentros de madrugada en pasillos, y gemidos que no dejan dormir a los de la habitación de al lado.

    Otro aspecto interesante de la actual sociedad marroquí es que se mantiene la fuerza de la familia, que permite salir adelante incluso cuando la crisis económica europea ha golpeado el turismo local. En cada familia, entendida ésta en un sentido amplio, hay alguien que trabaja en una ciudad grande de Marruecos o Europa, y un militar o un funcionario; de esos sueldos fijos, hay fracciones que se reparten entre los que están pasando una mala racha. Cuando éstos se recuperan recogiendo una cosecha o aprovechando un repunte del turismo, el flujo de capital se llega a invertir, o el favor se agradece enviando fruta o una cabra.

    Los primeros kilómetros de la carretera entre Ouarzazate y Zagora me recordaron a los tramos del Tour de Corse, y disfrutamos en la curvas flanqueadas por un secarral que debe llegar hasta Malí. Circulamos luego por la N 9, paralela al palmeral, un millón de árboles a lo largo de más de cien kilómetros de las orillas del río Draa, que dan color y vida a quienes viven en el entorno. En las larguísimas subidas, los 205 CV del Celica venían de perlas para adelantar vehículos lentos y también para escuchar el sonido del motor a 7.000 vueltas rebotando contra las laderas yermas.

    Ya estábamos en el sur y se notaba en que, al alojarnos en el Ma Villa de Zagora, nos dimos un baño en la piscina, enmarcada entre palmeras. Justo antes, en un largo paseo por el palmeral, recibimos un curso práctico y alimenticio sobre dátiles, a base de ver y probar diferentes tipos en distintos estados de maduración. Los redonditos, oscuros, feos, con menos azúcar, se emplean con frecuencia como alimento para los animales; los dorados, brillantes, carnosos, dulcísimos, se exportan para nutrir estómagos occidentales y arcas marroquíes. Refrescándome en la piscina, con el dulzor de los dátiles en la boca, sentía el aire de Africa; miré hacia arriba, a las palmeras que apuntaban al cielo y empecé a ser consciente de que el viaje que estábamos haciendo es de los que no se olvidan en muchos años.

    Casi nunca me han decepcionado las guías “Lonely Planet”. Y si la edición que llevaba en la mochila insistía en que debíamos visitar el Musée des Arts et Traditions de la Vallée du Drâa, había que seguir el consejo. Vale que no es fácil de encontrar, apenas una señal oxidada entre las casas dispersas de Tissergate, luego una pista de tierra, una explanada que oficia de aparcamiento y unos tablones sobre un pasadizo en los que alguien escribió “Musée”. Caminamos por una galería interior del ksar de adobe, apenas iluminada, y casi me puse a tararear la banda sonora de Indiana Jones. Una vez dentro del museo, el deseo ferviente de ser antropólogo y saber árabe clásico para interpretar y revivir lo que se enseña: ropas, utensilios de agricultura, ganadería y cocina, ritos de las bodas de las diferentes tribus, armas blancas y antiquísimas armas de fuego, el procedimiento natural del parto,… Un muy ilustrativo viaje al pasado reciente de Marruecos que parece desmoronarse. Digo que parece porque ese mismo día lo vimos aun vivo en Rissani y eclipsándose en Erfoud. En Rissani visitamos con la calma que merece el mercado al aire libre, impecablemente clasificado. Un solar es el mercado de cabras. El siguiente el de ovejas. Algo más allá el de burros. Hay otro de frutas, bajo los soportales venden carne, cacharros de cocina, dulces, material escolar; lo bueno de visitar zonas poco turísticas es que nadie agobia al viajero, por lo que hacemos fotos con calma, charlamos con los vendedores, compramos algo de comer, como intentando con esa lentitud retener a través de la vivencia un Marruecos que siento que se nos va. Algunos productos a la venta no son artesanía local, salen de cajas con las letras “Made in China”; alguien vendrá algún día a pedir garantías sanitarias sobre esos animales, esas carnes y esas frutas, y los mercados callejeros desaparecerán.

    Volvimos al Celica con la idea de hacer la foto cumbre de este viaje, uno de cuyos objetivos era llegar hasta donde se acaba el asfalto, ver un deportivo japonés clásico en el desierto, en ese punto en que lo más prudente sería cederle los trastos a su hermano de gama, el Land Cruiser. Desde Rissani tomamos la R13 hacia Merzouga, donde el horizonte se amplía, el azul del cielo se recorta contra el dorado de las dunas del Erg Chebbi. Brujuleamos por carreteras estrechas que parecen conducir unas a la nada, otras contra las dunas. Fotografié el Celica delante de camellos, junto a camellos, detrás de camellos, con las dunas a un lado o al fondo. Vimos en la lejanía un ksar de adobe y conseguimos llegar hasta el punto en que logramos el encuadre ideal: la tierra pedregosa de la hamada en primer plano, las dunas a la izquierda, la fortaleza a la derecha, el Celica rojo en el centro y el cielo de Africa encima. Tiré la foto, ví el resultado y respiré muy hondo: aquí se acababa el asfalto, hasta aquí queríamos llegar y habíamos llegado, y aun faltaban muchos días hasta ese barco que nos llevaría de Ceuta a Europa.

    Unos kilómetros camino de Erfoud y nos tropezamos de nuevo con el pasado de Marruecos eclipsándose, como si la luz de Occidente o la de los turistas lo ocultase. La zona suele reunir un buen número de viajeros todoterreneros y sus juguetes, en forma de motos, quads, buggies y coches. Por supuesto, todos ellos llenos de adhesivos que pregonan las hazañas intercontinentales de sus aguerridos usuarios. Y éstos, engalanados de aventureros o de la iconografía que se supone al viajero valiente de la zona. Les miré con escepticismo mientras me bajaba de un coche que estaba fuera de lugar y además no lucía adhesivos ni colorines, vestido con unos vaqueros clásicos y un polo sin rayitas. Si estábamos en una ciudad, ¿por qué llevaban botas de cruzar la selva? Si refresca por la noche, ¿a qué viene el pantalón corto? Y las camisas, ¿necesitan esa sobredosis de bolsillos, trabillas y logotipos? Lucen algo más arriba lo que me remata, esos pañuelos que los tuaregs y Thierry Sabine empleaban con elegancia y sobriedad para protegerse del sol y la arena y estos aspirantes han convertido en el uniforme con el que juegan a ser Lawrence de Arabia. Lo siento mucho, pero con esos pañuelos por la cabeza me recuerdan más a Doña Rogelia. (Continuará).


  • Feliz cumpleaños

    Estoy de cumpleaños profesional: ahora hace tres décadas que vivo de mi afición. Si admitimos que vivir de la afición consiste en obtener una remuneración económica a cambio de utilizar un conocimiento adquirido por mero placer, lo estoy haciendo desde Diciembre de 1984, cuando la revista MOTOCICLISMO publicó por primera vez un artículo mío. Entonces la prensa se publicaba en papel, en la lista de precios aparecían separadas las motos nacionales y las importadas, y la redacción de MOTOCICLISMO estaba en la calle Isaac Peral. En la portada de ese número 880, que costaba 200 pesetas, aparecía Carlos Morante probando las Ducati 750 F1, y en el interior Alan Cathcart rodaba con la Bimota Tesi y Pepe López con la BMW con la que Gaston Rahier ganó el Dakar un mes después.

    Estos treinta años en la profesión me han permitido conocer a muchas personas formidables que figuraban entre mis ídolos o directamente habitaban en los pósters de mi habitación, y ahora viven en el recuerdo, mental o digital. En los Grandes Premios llegué a la era de los americanos, y por ello traté a Kevin Schwantz, John Kocinski y Wayne Rainey. No se me olvida la tristeza opresora de aquella tarde de domingo en Misano, cuando cargábamos las motos para rodar la semana siguiente en Laguna Seca, y los comentarios sobre la lesión de Rainey tras el accidente de la mañana circulaban en voz baja por el circuito. Coincidí poco con mi admirado Freddie Spencer y mucho con los dos australianos grandes: Wayne Gardner y Mick Doohan. De entre los de casa, estaban Joan Garriga y sus duelos con la vida y con Sito Pons, y las historias protagonizadas por Carlos Cardús y quienes le rodeaban: su guapísima esposa de origen sueco; George Vukmanovich, el mecánico enano que había trabajado con Erv Kanemoto; o Kel Carruthers. También disfruté de la compañía de Juan López Mella o Luis d’Antín, a quien todos llamábamos Toni. De entre los técnicos, no puedo olvidar lo mucho que aprendí hablando con Antonio Cobas o Gerrit van Witteveen. Y si pasamos a la prensa, me enseñaron Javier Herrero, Claudio Boet, César Agüí, Dennis Noyes y Mike Martínez, y me reí con José Luis Aznar y Julián Companys.

    Para rematar el listado de mitos con los que coincidí, una referencia a Don Francisco X. Bultó: circuito de Albacete, principios de los ’90, tarde de sábado después de los entrenamientos, box lleno de motos medio desmontadas alrededor de las que brujulean pilotos de edades y niveles variados, desde chiquillos a Sete Gibernau. Y en un rincón, señorialmente sentado en una silla plegable, elegante con chaqueta y sombrero, atento a las motos y a los pilotos, repartiendo consejos entre sobrinos y nietos, el mismísimo Don Paco Bultó, el brillante ingeniero de Montesa que se fue a fundar su propia marca para continuar en las carreras. Me habría quedado una vida hablando con él, pero también yo era un piloto privado, y también mi moto estaba medio desmontada en un box.

    Pasando de las personas a los lugares, me doy cuenta de los muchos circuitos estupendos que ahora están arrinconados. De acuerdo que las instalaciones actuales del Jarama son ridículas, y que si Suzuka es peligroso para Salzburgring no quedan palabras. Pero hemos perdido la sensación de coronar la rampa Pegaso en una 500, de hacer la sección de Eau Rouge en Spa, o de encarar la bajada sin peraltes de Donington. Los circuitos anodinos de ahora solo me traen a la cabeza los resultados de las carreras que se disputan en ellos; los circuitos antiguos reavivan sensaciones más variadas. El frío húmedo de Spa incluso en verano, las caras de preocupación de los pilotos de 500 cc en la parrilla de Salzburgring, bajo una lluvia fina que convertía un circuito sin escapatorias en un infierno incrustado en un valle paradisíaco. De Suzuka tengo un recuerdo gastronómico: en 1994, siendo oficiales de Yamaha en 125 cc, ocultamos un jamón en las cajas de las motos, cruzamos medio planeta y muchas aduanas y lo sacamos al montar el box; no hubo empleado, de bajo nivel o directivo, de Yamaha, Dunlop u Öhlins, que no pasara por nuestro box con cualquier excusa para disfrutar del jamón. Y del Jarama recuerdo una sonrisa sorprendida del generalmente inexpresivo Alex Crivillé: charlaba con él tras el último entrenamiento del GP de Yugoslavia de 1991, que la guerra de los Balcanes había trasplantado súbitamente a Madrid; después de hablar de lo que esperaba de la carrera del día siguiente y, mientras cerraba mi libreta de notas, le dije: “Ahora me gustaría hacerte una consulta personal”. Sonrió sorprendido, y continué ya con tono de piloto preocupado: “Alex, la semana que viene corro aquí y los tiempos no me salen. Díme algún truco, por favor”. Me miró y, aun no sé si tomándome en serio, dijo que un punto clave era frenar en la bajada de Bugatti con las ruedas en la cuarta escasa de asfalto que había entre la línea blanca y la tierra. Me quedé pálido: “Es decir, que dices que hay que tirarse cuesta abajo a fondo y frenar la moto en ese palmo de asfalto. Pero si pisas la tierra o la raya, te atizas”. “Claro”, me respondió con naturalidad, “pero así frenas más tarde y con la trazada más redonda abres antes”. Obviamente, él llegó a Campeón del Mundo de 500 y yo puntué en una carrera del Castellano-Manchego de 125.

    No fueron éstos los únicos pilotos grandes con los que compartí experiencias. En los raids internacionales de los años 2007 y 2008 coincidí con los que aun son punteros en el Dakar, como “Nani” Roma y Stephane Peterhansel, dos trabajadores, nobles y simpáticos, como corresponde a su origen endurero. Como muestra del señorío de Peterhansel, esta anécdota: en el Rali Vodafone Transibérico de 2007, salió a probar una evolución del Mitsubishi con unos BF Goodrich nuevos, y muchos puestos más atrás, yo copilotaba a Quique de Dios en un Land Cruiser 90 que tenía casi más años que caballos. En una pista que se retorcía entre cerros cubiertos de pinos que tapaban los precipicios, Peterhansel había rodado monte abajo hasta que los pinos le habían parado; después de que pasáramos los últimos, una grúa le rescató y volvió a la carrera, ya solo para continuar con las pruebas. Mucho después (¿cuántas horas duraba aquel tramo?) el mejor piloto de la historia del Dakar nos alcanzó y, al pasarnos, abrió el trocito deslizante de su ventanilla para sacar la mano y darnos las gracias por cederle el paso. ¡A nosotros!

    Hablar de raids me trae sensaciones de Africa que al menos por ahora no se pueden repetir. Disfruté de los dos últimos dakares africanos, que ahora parecen tan lejanos y se corrieron en 2006 y 2007, y viajé por esos países actualmente tan poco recomendables. Echo de menos la inmensidad vacía de Mauritania, las dunas catedral de Argelia, cruzar el Hoggar, las pistas sin agarre de la sabana de Mali, los baobabs,… ¡Cuánta libertad perdemos con la intolerancia!

    El listado de vehículos que me han dejado huella en este periodo es una buena muestra de mitos, reliquias, aciertos y errores. El BMW M3 E30 aun no era una leyenda cuando lo probé, pero me demostró que la teoría de dinámica de automóviles se puede llevar a la práctica con unos niveles de placer de conducción muy reconfortantes. Las motos de mil de principios de los noventa eran misiles en aquella época y paquidermos a día de hoy, porque más la reducción de peso que el aumento de potencia fueron la clave en la evolución de las motos deportivas en las dos décadas siguientes.

    Otras dos experiencias con motos generaron conclusiones algo más tristes. La Yamaha GTS 1000 fue la primera apuesta de un fabricante generalista por algo distinto al chasis y la horquilla de siempre. Ni de lejos alcanzó los objetivos de ventas, y menos los de abrir camino. Ahora es fácil diagnosticar los motivos, ninguno de los cuales la descalificaba aisladamente: peso, tamaño, precio y comportamiento de la dirección sensible al desgaste del neumático delantero. Pero todos ellos juntos la convertían en una alternativa débil frente a las maravillas que produjo la industria a mediados de los noventa.

    Algo similar le sucedió a Bimota, que creció al calor de un defecto de los japoneses: durante muchos años, los motores japoneses eran superiores en prestaciones y fiabilidad a los del resto, y sus chasis y suspensiones notablemente inferiores. Bimota, que formó su nombre con los apellidos de sus fundadores (Bianchi, Morri y Tamburini) adaptó la tradición de otros fabricantes europeos de chasis, como Harris o Egli, montó un motor japonés en un buen chasis italiano y lo vistió con elegancia. En esa época, disfruté de un día entero en Misano rodando con sus joyas, cuando en Misano se giraba en sentido antihorario. (Unos años después lo alargaron y cambiaron el sentido de giro, con lo que se perdió la secuencia derecha – derecha – horquilla a la izquierda que había tras la recta, y que conducía a una secuencia de curvas a la izquierda cada vez más rápidas, donde hasta un servidor llegaba con soltura a 200 km/h). Lo malo es que los japoneses aprendieron a hacer chasis y suspensiones, y terminaron ofreciendo motos con las prestaciones de una Bimota por menos de la mitad de precio. Los italianos, como reacción, optaron por italianizarse a base de montar motores Ducati no siempre competitivos, en lugar de explorar territorios alternativos como el del lujo, o la exclusividad de las motos a medida o al menos personalizadas. A estas alturas ya no les queda la alternativa de que la compre como juguete un fabricante alemán de coches, porque Audi ya tiene Ducati y Mercedes acaba de hacerse con MV Agusta.

    Si pasamos al capítulo de recuerdos sonoros de vehículos significativos, el protagonismo se lo llevan los motores de dos tiempos, especialmente los de carreras. Ya han pasado por este blog las Aprilia 125 y 250 que me rompieron los esquemas en Mugello, y mi Gilera 125 SP 02 con la que me atreví a afrontar el viaje más largo que puede hacer un motorista: el que hay de la tribuna a la parrilla de salida. Quiero ahora mencionar un instante concreto y un lugar exacto: últimas vueltas del último entrenamiento cronometrado del Gran Premio del ’92 en Brno. No me atrevo a asegurar el nombre del país porque en aquella época cambiaba cada año, aunque creo que en 1990 era la República Socialista de Checoslovaquia, en el ’91 la República Democrática de Checoslovaquia y un año más tarde se habían separado y era simplemente República Checa. El lugar era el final de la subida que hay tras la horquilla de abajo, justo antes del zig-zag que antecede a la recta que termina en las dos curvas de antes de meta. El bosque cerrado aumenta la proporción de oxígeno y genera eco, por eso la Honda NSR 500, unos 160 CV de mala leche sobre dos ruedas, de Wayne Gardner, sonaba grave, profunda, sin ocultar ni la potencia ni las malas intenciones con quien no supiera tratarla. A pesar de lo inclinado de la pendiente subía de vueltas de modo casi violento, y cuando Gardner cortaba para hacer el izquierda – derecha, la mezcla de rugido y silbido del motor desaparecía en un instante, como si el motor hubiera dejado súbitamente de existir. Y le sustituía el silbido rotundo de los Brembo de carbono, y el roce desesperado de los Michelin contra el asfalto, que después de controlar los muchos caballos al salir de la horquilla, se esforzaban en sentido contrario para parar el misil. Todo esto (otro disfrute que ya se ha prohibido) lo oía al borde del guardarraíl, solo unas chapas de acero entre un australiano y una moto japonesa que querían romper las leyes de Newton, y yo.

    La evolución de los chasis y las suspensiones de las motos japonesas y la desaparición de los motores de dos tiempos son solo dos de las muchas evoluciones técnicas que he vivido en estos treinta años. Cuando llegué al sector quedaban algunos platinos y muy pocos coches montaban inyección de combustible, las motos estrenaban neumáticos radiales y nacían las bicis de montaña. Ahora han quedado atrás los carburadores y los frenos de tambor, y empiezan a desaparecer las lámparas halógenas y las bicis con llantas de 26”. En nada el cambio manual de engranajes pasará a los libros de historia, a la vez que llega el coche con célula de combustible y el diesel inicia el declive. ¡Los próximos treinta años van a ser apasionantes!


  • Celica to the Sahara: té a la menta y wifi

    “¡Lo tiene usted como nuevo!”. Maniobraba con cuidado en el muelle 5 del puerto de Algeciras, para que el largo voladizo delantero del Celica no se enganchara en la rampa de acceso al “Ciudad de Málaga”. El empleado de Trasmediterránea me ayudaba con indicaciones mientras observaba el coche con admiración. “Pues va a cumplir 23 años”, le respondí. Y con la seguridad del que basa lo que dice en un recuerdo vivo, me dijo: “Lo sé, monté en uno igual el día de mi Primera Comunión”.

    Era la primera jornada de nuestro viaje al Sahara con el Celica, e íbamos a romper una regla básica de los viajes: no conduzcas de noche por lugares desconocidos. El barco zarpó con retraso, atracó con más retraso, el cruce de la frontera tuvo la tardanza habitual, y nuestro hotel en Tánger era un minúsculo riad en una callejuela de la medina. Y además era sábado por la noche. Cruzar las avenidas de la ville nouvelle, repletas de coches y de gente, requirió decisión y a veces arrojo para meter el morro del Celica en el caos de Mercedes antiguos, Dacias nuevos y autobuses llenos. Atravesar una de las grandes glorietas fue un paso más en la emoción, porque un alcance múltiple había bloqueado una parte, y la otra se liaba por los conductores que miraban un deportivo rojo y bajito que se abría paso entre el caos. A la altura del Grand Socco, el coche casi no cabía en las estrechas calles abarrotadas por igual de chilabas y ropa occidental, subimos por la rue de la Kasbah bordeando la muralla, y ahí se perdía incluso el Google Maps cargado en el iPad. De modo que condujimos hasta que las calles se convirtieron en laberintos peatonales, y dejamos el Celica descansando de la primera etapa, mientras nosotros caminábamos hasta el Riad Albarnous.

    Tánger es ahora una muestra de los extremos económicos y sociales del Marruecos de hoy, que no olvida su pasado de ciudad internacional. El nuevo puerto y las muchas fábricas son los símbolos visibles de la enorme inversión que le ha caído a la zona, en la que ahora se asientan los marroquíes jóvenes, multilingües y con estudios que antes emigraban. Son las consecuencias esperadas del plan de modernización Tánger Metrópoli, que aun añadirá el primer tren de alta velocidad de Africa, que unirá Tánger con Casablanca y que se adjudicó a los franceses sin concurso.

    Ya hay avenidas, buenos pisos, centros comerciales, tiendas de lujo y coches pintones. En el centro se mantienen la kasbah y la medina, solo que limpias y orientadas al negocio, no a la presión sobre los pocos turistas. Y el antiguo puerto comercial tendrá en 2016 amarres para 1.610 yates, frente a un paseo marítimo remozado y domado.

    A la mañana siguiente, nos llovió al pasear por una kasbah aun ajena a estos cambios. Quieren remozarla, y ojalá no la conviertan en un parque temático para los turistas de los yates; me vale con que cumplan con el otro objetivo que se han marcado, que es eliminar atascos como el que nos tragamos ayer para llegar al hotel. Y, sobre todo, que no borren el pasado con el que nos topamos en cada esquina: “Almacenes Alcalá. Tejidos. Novedades”, reza el cartel de una tienda con aire español y sesentero, no lejos de un Café Tingis, en cuyo toldo se lee: “Todo Siempre Rapido Fresco”, así, con el exceso de mayúsculas compensando la falta de tildes y comas. Al borde de la muralla de la medina, el Grand Socco sigue recordando que Tánger fue Zona Internacional desde 1912 hasta la independencia de Marruecos en 1956, con la administración compartida por Francia, España, Gran Bretaña, Portugal, Suecia, Países Bajos, Bélgica, Italia y Estados Unidos. Sentados en las escaleras del Cinema Rif, aun en uso, queda a la derecha el cementerio judío, al borde de la rue du Portugal, y al frente los cementerios cristiano y musulmán, entre la rue d’Italie y la avenue Hassan I. A la izquierda, tras una mezquita, está St. Andrew’s Church, construída en un terreno cedido por la Reina Victoria de Inglaterra. Tiene una mezcla de estilos arquitectónicos y usos religiosos: iglesia anglicana con arcos moriscos, cruces cristianas sin imágenes por respeto al Islam, inscripciones del Corán en alfabeto sufí, bancos de madera sobre fondo de paredes encaladas como en una capilla andaluza. Hasta un mihrab para orar mirando a La Meca y un rincón adaptado a los judíos. El cementerio del jardín acoge la tripulación completa de un avión de la RAF derribado el 31 de Enero de 1945; el tripulante de más edad tenía 21 años. Otras lápidas son biografías de la era colonial: Basil Scott nació en Bombay en 1859 y falleció en Tánger en 1926; William Kirby Green descansa en Tánger desde 1945 tras haber sido el Comisionado de Nyasaland, el actual Malawi.

    Un paseo hasta la ville nouvelle supone disfrutar de un derroche de arquitectura colonial francesa, ver Tarifa desde la Terrasse des Paresseux (la terraza de los perezosos), o degustar un té a la menta en el Grand Café de Paris, frente al impecable Consulado Francés y la oficina de Royal Air Maroc. Algunas calles más abajo languidece, avergonzado tras la preciosa valla de forja, el Gran Teatro Cervantes, que tras su inauguración en 1913 fue el teatro más grande y más conocido del norte de Africa. Hoy parece esperar la muerte, olvidado por su titular, el Estado español. La achacosa fachada, con azulejos, relieves, estatuas y marquesinas, no es más que el anuncio de un interior que fue espléndido.

    Nos anochece con otro té a la menta en la azotea del Albornous. Alrededor, edificios viejos de la medina restaurados para ser hotelitos de capricho al gusto occidental, junto a construcciones decrépitas cuyas terrazas comparten la colada y antenas parabólicas herrumbrosas; algo más lejos, la playa y su paseo marítimo occidentalizado. Y en las afueras, las obras de quince aparcamientos, 25 colegios, un palacio de congresos, hoteles,… Para no olvidar el pasado, en la recepción del hotel está la prenda que le da nombre, una que perteneció al abuelo del propietario: capote de lana, con capucha y mangas, que no se debe confundir con una chilaba, aunque se le parezca, que usaban los pastores para protegerse del frío. Del árabe al’burnous pasó al español para definir una bata de baño.

    Larache está a menos de cien kilómetros en términos geográficos, y a muchos años en situación económica. Fue fundada, ocupada, destruída y reconstruída por varios países en muchas ocasiones, se convirtió en el puerto más importante del protectorado español, y ahí parece haberse acabado la historia. La desembocadura del río Lucus, en cuya orilla izquierda se asienta la ciudad, sigue teniendo el poco calado que dificultó tantas invasiones que acabaron en naufragio, y la autopista del Atlántico parece esquivar la ciudad, lo mismo que las inversiones. Aquí no hay grandes hoteles, menos aun avenidas, y el puerto no es más que pesquero. Mientras disfrutamos de ensalada marroquí, sardinas a la parrilla y té a la menta para dos por 68 dirhams, unos seis Euros, no vemos un solo extranjero. La antigua plaza de España, actual place de la Libération, aun luce preciosos edificios coloniales en estilo neomudéjar. Por la puerta de Bab Barra se llega al zoco de la alcaicería, construído por los españoles en el siglo XVII, donde la ausencia de turistas permite pasear con calma y ver cómo un zoco actual es la versión física del milanuncios.com occidental: se vende todo, nuevo o usado, útil o inútil, incluso aquello que se podría tirar, en la confianza de que a alguien le sirva y se puedan sacar una monedas. Pero eso es todo. Salvo el Consulado de España, el centro de la ciudad es una colección de edificios a punto de caerse, sean coloniales o anteriores, como la fortaleza que los portugueses levantaron en el siglo XVI, y que ahora está a punto de derrumbarse sobre las basuras que la rodean.

    Nuestro alojamiento es el Villa Zahra, un hotel de una habitación (?) ubicado en la orilla derecha del Lucus, propiedad de Philippe de Montbarton, un cocinero francés que tuvo restaurante propio en St. Tropez, se divorció, vino a vivir a Larache, se casó y se convirtió al Islam. Confiesa que hace diez años que no prueba el jamón, pero que cuando en su trabajo lo corta para servirlo, aun siente cómo la boca se le hace agua.

    Casi seiscientos kilómetros de autopista y de lluvia nos hacen falta para llegar a Marrakech. Desde que se abrió la autopista y hasta hace unos años, había que andarse con mil ojos con los vehículos lentos por viejos y la posibilidad de que niños, ganado o niños guiando ganado, la cruzaran. Ahora ese peligro ha desaparecido. Ya no ruedan por aquí los vetustos camiones Berliet o Bedford, ni los Peugeot 504 “pick up” cargados de cabras. Ya no se cruza la autopista a las bravas, porque hay vallas laterales y se están instalando puentes. Pero no hay que bajar la guardia: en cualquier momento un Porsche Cayenne Turbo o similar puede surgir de la nada a velocidades ilegales incluso en Europa.

    Al salir de Larache, con lluvia intensa y niebla intermitente, había encendido las luces del coche, antinieblas incluídas. Un rato después me dí cuenta de que el resto de los vehículos las llevaba todas apagadas. Aun no me había africanizado del todo. Llegando a Marrakech nos concentramos para afrontar el reto del día: cómo encontrar, en una ciudad de 1,6 millones de habitantes, un riad de cinco habitaciones ubicado en una callejuela a la que se llegaba por una calle peatonal a la que se llegaba desde un calle de la medina. La mezcla de Google Maps, sentido de la orientación y fortuna lo permitió: primero, rodando con mil ojos por las avenidas y rotondas de los alrededores, y luego cruzando la muralla por Bab Lalla Aouda Saadia para seguir por Dearb El Aisa y luego por rue Rachidia. Rodábamos despacio para no perdernos, aunque como siempre presionados por el ritmo enloquecido de las motos que te rodean como un enjambre de abejas. Mirando a la vez hacia delante, al iPad y por los retrovisores, vi en un momento que el usuario de la moto que estaba detrás llevaba el caso sin abrochar y conducía con una mano, porque con la otra sujetaba el móvil por el que hablaba. La siguiente vez que miré, era otro tío en otra moto, esta vez con sus retrovisores de varillas doblados hacia dentro para caber por sitios más estrechos. Antes de que la calle adelgazara tanto que el Celica no cupiese, lo aparcamos en un lugar aparentemente seguro y caminamos hasta el riad Djebel, un sosegado oasis de silencio en medio del frenesí de Marrakech.

    Se cumplen ahora 25 años de mi primer viaje a Marruecos, y día a día no puedo evitar las comparaciones entre lo que ví entonces y lo que veo ahora, en 2014. Sí huyo, al menos todo lo que puedo, de establecer juicios de valor sobre si el cambio es a peor o a mejor. Y sin embargo sé que voy a dedicar mucho tiempo de este viaje a esos juicios, como cuando entramos en la plaza Djemaa el Fnaa. Ahora está pavimentada por completo y barrida a diario. Al caer la tarde, antes de que una muchedumbre de turistas la aborde, un ejército de hacendosos marroquíes instala cientos de puestos de frutas, zumos y recuerdos, más decenas de chiringuitos para dar de cenar. Hace años, en medio del polvo y del desorden, vendían hachís e imitaciones de ropa de marca; ahora venden imitaciones de ropa de marca junto a Samsung Galaxy 4 y iPhone 5 (¿reales o también de imitación?). Y los esfuerzos para atraer a los turistas a cenar a cada entoldado son una sucesión de gritos y chistes en varios idiomas. No, no voy a entrar en cuál de las dos plazas es mejor, si no en algo más complejo: lo que los marroquíes ofrecen ahora a los turistas, ¿es más o menos real que lo de antes?, ¿muestran el Marruecos de hoy en día, o lo que los marroquíes creen que sus visitantes esperan?

    Sigo dándole vueltas al asunto a la mañana siguiente, al pasear sin rumbo por la medina y toparnos con las consecuencias de la globalización. Más o menos la mitad de los vendedores lleva el mismo corte de pelo que un futbolista portugués que juega en un equipo español. Más o menos la mitad vende la camiseta de un futbolista argentino que juega en un equipo todavía español. Y todos hablan ininterrumpidamente por el móvil y visten ropa occidental. ¿De verdad son así, es así como quieren llegar a ser, o es un ejercicio de mimetismo con sus clientes para mejorar las ventas?

    Buscamos un regreso a la realidad y al pasado y visitamos la Maison de la Photographie, una formidable colección de fotos del Marruecos de verdad, tomadas entre 1870 y 1950, de antes del colonialismo a casi su final. Es un recorrido por personas, costumbres y vestimentas que ilustra el cambio de un país aislado de Occidente en el siglo XIX y a su rebufo en el XXI. A pesar de ello, hay quien a la vez conserva las tradiciones y vive de ellas, como Bennouna Faissal, que en un local de un callejón cercano ha instalado un telar manual y vende lo que elabora. Eso sí, lo explica en inglés y francés, y ha adaptado su oferta a los gustos de su clientes extranjeros: si los hombres occidentales gustan de llevar en invierno bufanda aunque lo llamen foulard, Bennouna Faissal se los hace, aunque en árabe se llame chal. Y como la lana local es demasiado áspera para los cutis extranjeros, la mezcla con algodón importado. Salimos del local con algunas compras, camino de la excepcional mederssa Ali ben Youssef, en la que hasta 900 estudiantes alojados en 132 pequeñas habitaciones (ciertamente apretados) estudiaban textos legales y religiosos. “Tú que entras por mi puerta, que tus más altas expectativas se vean superadas”, viene a decir el texto que da la bienvenida en la entrada desde el siglo XIV. Y lo cumple con las cúpulas elaboradas con cedro del Atlas, con las mashrabiyyas de los balcones, los ornamentos hispano moriscos del patio, con arcos de estuco, mosaicos policromados y un mihrab en mármol de Carrara.

    Rematamos la búsqueda del Marruecos real en el barrio de los tintoreros, en una zona aun no convertida en parque temático, donde aun usan excremento de paloma para conseguir amoníaco, y tintan de rojo con amapolas, de naranja con azafrán y de azul con índigo.

    Nos vamos a ir de Marrakech y sigo dándole de vueltas a los viajes de ahora y a los de antes. Hemos perdido ese componente de aislamiento que suponía un viaje, ese alejarse del día a día propio y encerrarse en una realidad ajena que marcaba la carencia de comunicaciones. Las llamadas de teléfono se hacían de fijo a fijo, a través de un locutorio con cabinas de madera por las que se colaba el griterío local, con largas demoras y voces cruzadas de telefonistas en varios idiomas que hablaban de retrasos, conexiones y culminaban en un “le pongo con Madrid”. Ahora, cualquier riad, ksar, kasbbah o villa tiene una wifi estupenda, y muchas tardes terminan con un té a la menta mientras la lectura de la prensa occidental en versión digital le deja a uno entre estupefacto y triste, pensando si volver al supuesto progreso de Occidente o quedarse a vivir en un palmeral. (Continuará).


  • Celica to the Sahara: los porqués si es que hacen falta

    Leo con devoción la revista inglesa Car desde los ochenta del siglo pasado, y se lo perdono casi todo: sus rarezas, la versión británica del “chauvinismo” que les hace encumbrar a todo lo que se fabrica en la islas, y la manía que le tienen a la mayoría de los coches japoneses. Por el otro lado, les agradezco la ayuda para mejorar mi inglés, lo que he aprendido de coches gracias a ellos, la pasión que ponen en cada ejemplar y la intensidad expresiva de las fotos.

    Cada mes transmiten, con vivacidad y originalidad, un punto de vista diferente, en los textos y en las imágenes, y buscan maneras alternativas de contagiar la ilusión por los coches y por conducir. En una época en que la prensa del motor es sinónimo de “copiar/pegar” las notas de prensa de las marcas, este esfuerzo, y el filtro correspondiente, son muy de agradecer.

    Por eso se atrCttS1evieron, en 1995, a mezclar un coche y un destino en principio incompatibles, y se bajaron a Marruecos en un Ferrari. El contenido y las imágenes rompieron conceptos, inspiraron otras ideas locas y se convirtieron en una costumbre, ya que con el tiempo lo han repetido con otros vehículos.

    Hasta aquel momento, las pruebas que la prensa publicaba de un Ferrari se basaban en recorridos por los alrededores de la fábrica de Maranello o vueltas a un circuito, nunca un viaje y menos fuera de Europa. Y las fotos estaban tomadas en Fiorano, o buscaban reproducir un sabor italiano, utilizando como fondo las casas típicas, o que se suponen típicas, de Italia. Por eso, ver aquel Ferrari 512M recortado contra una duna o entre murallas de adobe generó una iconografía que algunos otros, entre ellos Top Gear, han seguido posteriormente.

    ferraritosahara 1Repasaba y releía una vez más el texto y las fotos de aquel Ferrari to the Sahara del ’95 en el número del cincuentenario de Car, cuando una neurona traviesa se puso a enlazar ideas y al rato ya estaba organizando mi Celica to the Sahara: un viaje similar, solo que con mi Celica Sáinz Réplica de 1991. Me puse manos a la obra con los dos ingredientes básicos habituales, que son el mapa Michelin 742 y la guía Lonely Planet, y el viaje comenzó a tomar forma. Con una idea básica en la cabeza, entré en www.booking.com, y comprobé cómo han cambiado los hoteles en Marruecos. Se han añadido hoteles enormes de cadenas occidentales en las zonas turísticas, que cada vez hay más, y se están restaurando casonas antiguas, palacetes y otros edificios tradicionales, y transformado en pequeños hoteles, con encanto, que se diría en España, con precios entre deliciosamente razonables y cercanos al atraco. Ese iba a ser el segundo objetivo del viaje: recorrer Marruecos saltando de un riad a un ksar, y de una kasbah a una villa.

    En estos prolegómenos me encontraba cuando Lorenzo Silva publicó “Siete ciudades en Marruecos”, subtitulado “Historias del Marruecos español”, que me hizo recordar una vez más la rigidez con que España mira al norte, como negando la relación que hemos tenido y tenemos con nuestro sur más cercano. Paseando por esas páginas recordé la relación estrecha y no siempre amistosa entre Marruecos y España, las posesiones que hasta mediados del siglo pasado hemos tenido en la zona y que, hasta hace nada en términos históricos, los 266.000 km2 de territorio entre Marruecos y Mauritania, Argelia y el Atlántico, eran una provincia española.

    No es algo que se lea en los libros de historia, porque a pesar de la censura y la mala memoria, hay quien no olvida la reciente guerra de Sidi Ifni, con Carmen Sevilla y Gila acudiendo a la zona para alegrar un rato a las tropas. Personalmente tengo un recuerdo directo de nuestro último episodio africano: fue, claro, a finales de 1975, cuando apareció por mi barrio madrileño de entonces un vehículo distinto por dos motivos. En primer lugar, era un VW Escarabajo, una auténtica rareza en la limitada oferta de la época. Además, aquel color arena pálido le acentuaba el aire extranjero y a la vez extraño, y le hacía destacar entre la linealidad de los otros coches aparcados en la calle. El segundo punto que le apartaba del resto se veía al acercarse: aquellas letras SH en la matrícula le delataban como un recién llegado de lejos y, a la vez, demostraban que lo que decían las listas de “Matrículas españolas por provincias” de las agendas de nuestros padres era cierto: el Sahara era, o había sido, una provincia española, y las matrículas de sus vehículos llevaban las letras SH. En un par de ocasiones vi al conductor, que parecía en Madrid tan fuera de lugar como su coche, con la piel aun tostada y ese aire formal que mantienen los militares cuando se quitan el uniforme.

    De modo que así surgió el tercer objetivo del viaje: pasar por aquellas ciudades del norte de Africa con huella española. Después de unas horas de trabajo tomó forma una ruta que mezclaba los tres objetivos: cruzar el Atlas para alcanzar el final del asfalto por Zagora y Erfoud; alojarse en el Riad Djebel de Marrakech y en El Amine de Fez; y pasear por Tánger, Larache, Tetuán y Ceuta.

    Sí, claro, tenía su riesgo hacer unos cuatro mil kilómetros con un deportivo de hace 23 años. Me preocupaba la siniestralidad de las carreteras marroquíes, a las que había que enfrentarse con prudencia, concentración y anticipación. Sobre la fiabilidad del coche, me centré en la revisión de ruidos y crujidos que pudieran delatar la cercanía de un fallo, y solo se mantenía, y de modo intermitente, el de la transmisión delantera derecha. Otro asunto que me tenía intranquilo era la altura de conducción. Me explico: para conducir en circunstancias desfavorables, es mejor ir alto, ya que así se tiene más campo de visión, algo que los camioneros y los motoristas saben bien. Tras haber viajado por Marruecos en moto y en todo terreno, lo he comprobado. Pero un deportivo, por definición, es bajito. Para cuantificar lo de “bajito”, he bajado al garaje, y la cinta métrica me ha dicho que, en el Land Cruiser 80, mis ojos están a 168 cm. del suelo, y en el Celica a 130. Comprobaré sobre el terreno la importancia de esos 38 centímetros. Y no queda más que cargar con las herramientas básicas, más un cierto equipo de emergencias al estilo de McGyver con fusibles, alambre, cinta americana, goma de cámara, paciencia e imaginación. Con ese equipaje, mucha ilusión y el billete de Trasmediterránea, estamos en el muelle 5 del puerto de Algeciras, esperando que llegue el Ciudad de Málaga, para ir con un Celica al Sahara.

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  • Peregrinaciones (laicas) por Italia

    Algunos fabricantes simplemente hacen coches o motos. Es decir, máquinas que sirven como medios de transporte. Otros cultivan leyendas que carecen de sustancia. Y algunos mantienen un equilibrio entre la calidad de lo que fabrican, el valor que le dan a su pasado y el modo en que cultivan su leyenda.

    De estos pocos, tres nacieron y se mantienen geográficamente concentrados en Italia, un país que suele situarse más cerca del arte y la pasión que de la industria. Es más, no es que se junten los tres en la región de la Emilia Romaña, es que están en Bolonia o sus cercanías. Ducati se encuentra en Borgo Panigale, una barriada al NO de la ciudad; Ferrari está en Maranello, cincuenta kilómetros al oeste, y de Ducati a Sant’Agata Bolognese, sede de Lamborghini, hay poco más de veinte minutos conduciendo.

    Cada uno de los tres recibe a su modo a quienes peregrinan a sus sedes en busca de la magia que le suponen al lugar donde se fabrican los vehículos que para ellos son bastante más que eso. Ducati lo hace de un modo rotundo, industrial e italiano: un cruce múltiple de carreteras, uno de esos nudos de asfalto que parecen espaguetis negros con arcenes, saliendo de Bolonia hacia Módena, tiene a la derecha una mole veterana, sólida, lo que uno imagina al pensar en una fábrica de los años ’30.

    1280px-Ducati_WerkVisité el museo y la zona de producción cuando Ducati aun era propiedad de Investindustrial, la inversora de Carlo y Andrea Bonanomi, algo que cobró significado más tarde, como ya veremos. Me dio una sensación muy italiana, y siento caer en algunos tópicos: desorden controlado, calidez industrial, simpatía relajante, suciedad escasa y consentida, una especie de “ya sé que no es perfecto pero si me va bien así para qué hacer más”. Las líneas de montaje parecían reuniones de amigos para enredar en sus motos en el sótano de la casa de uno de ellos, aunque por otro lado no me imagino una fábrica al estilo de la de McLaren para hacer Monster, que es el chasis Verlicchi de siempre (acero soldado y pintado de rojo) y un concepto de motor evolucionado desde los ’70.

    El museo son unas dependencias de la fábrica en que se han reunido todo tipo de recuerdos de la marca, desde los equipos eléctricos que empezaron a hacer Antonio Cavaliere Ducati y sus hijos Adriano, Marcello y Bruno en 1926, hasta las últimas motos del Mundial de Moto GP y Superbikes. Uno se emociona al contemplar las motos de Paul Smart y Mike Hailwwod, la 851 de Raymond Roche, la 888 de Doug Polen, el tablero de dibujo de Fabio Taglioni, o la moto con la que retornaron a Moto GP con Loris Capirossi en 2003. Hay motos, hay historias y hay personas.

    La tienda de recuerdos es una dependencia dentro del museo en la que se vende material para motoristas: llaveros, cazadoras y camisetas.

    Al otro lado del cruce de carreteras, con algo más de espacio, un concesionario reúne la gama actual al completo, algunas tentadoras versiones especiales, y más llaveros, cazadoras y camisetas.

    Lamborghini debió ser similar, ahora ya no. El cuerpo principal de la fábrica, al borde de la carretera que sale de Sant’Agata Bolognese camino de Módena, es la que construyó Ferruccio Lamborghini. Su italianiedad parece acabar ahí, porque la compra de la marca por el grupo VAG (Volkswagen, Audi, Seat, Skoda, Bugatti, Porsche, Bentley,…) ha alemanizado hasta el espíritu. El museo, sí, está en la fachada principal, es grande, luminoso y alberga unas cuantas joyas. Sin embargo, las enseña con frialdad, como quien muestra con orgullo profesional unos datos de mejora de producción o un beneficio en bolsa. No hay menciones apasionadas al origen de la marca, esa cabezonería orgullosa que enfrentó a un exitoso fabricante de tractores que compraba y criticaba los deportivos que un exitoso fabricante de coches construía en la misma comarca. Ferruccio Lamborghini solo aparece en dos fotos, y Enzo Ferrari ni existe.

    Hay expuestas dos unidades de Lamborghini Miura, pero en ningún lugar se menciona que para algunos es el coche más bonito de la historia, y que muchos le votaron como el coche mas sexy jamás construido. Y ni mención a la pelea sobre la paternidad de su diseño entre Giorgetto Giugiaro y Marcello Gandini.

    En el rincón del fondo a la izquierda reposa un LM002, aquel megaTT de cuando no existían los megaTT, que antecedió muchos años al Hummer H1 y al Toyota MegaCruiser, y cuya carroceria casi nadie sabe que se construía en Irízar (Ormáiztegui, Guipúzcoa).

    P1180498La única historia de coches y hombres que cuentan, y no el todo, es la del sucesor del Countach, así que la voy a contar yo. El Countach fue un concepto rompedor de Marcello Gandini que aun hoy, cuatro décadas después, sigue causando impacto, y no hay más que fijarse en la foto de la izquierda. Aguantó en producción de 1974 a 1990, y muchos años más en los pósters de las habitaciones de los adolescentes. Cuando Lamborghini se planteó su sucesión, encargó un estudio a Zagato y otro a Gandini, y ambos prototipos están en el museo. El de Zagato es el coche ocre de llantas negras, y el de Gandini es el rojo. Se tomó la decisión de llevar a la serie el segundo, pero el proyecto se paró: P1180559Chrysler, que acababa de comprar la P1180565marca, detuvo la iniciativa, retomó el diseño de Gandini y lo modificó tanto que cuando llegó a la línea de producción bajo el nombre de Diablo estaba tan reblandecido, que Gandini nunca lo reconoció como suyo. Esta vez negó su paternidad, en lugar de pelear por ella como en el Miura.

    Con los cambios generados por la nueva propiedad, algunos técnicos salieron de la marca, entre ellos Claudio Zampolli, que se asoció con Giorgio Moroder, el productor discográfico que se había hecho de oro con la música disco de los ’80, Donna Summer, Irene Cara, ya sabes. De la asociación surgió el casi desconocido CiZeta Moroder, que se llamó así por las iniciales en italiano de Zampolli y el apellido del socio capitalista, y que partió del diseño desechado de Gandini para sustituir al Countach.

    Hambriento de historias salí del museo y pasé a la tienda, donde me encontré a un grupo de concesionarios o clientes estadounidenses, agasajados y lisonjeados por ejecutivos de la marca, todos con traje oscuro, camisa blanca lisa y corbata corporativa, que hablaban inglés unos con acento alemán y otros con acento italiano. Me sentí tan lejos de ellos como les percibí a ellos lejos de la leyenda de Lamborghini. Curioseando por la tienda, confirmé que los precios de casi todo estaban destinados a ese tipo de nuevo rico que no tiene historia, y ni conoce ni le interesa la de los demás. Estaba mirando un bolso en bandolera para llevar el portátil, en fibra de carbono y cuero, por el que pedían 1.058 €, cuando me acordé de algo que días atrás me habían contado en Montalcino, en la vecina Toscana, donde se produce uno de los vinos más caros y mejores del mundo, el Brunello de Montalcino. Me hablaron de los nuevos ricos chinos y rusos que compran botellas de 300 a 500 €, sirven a sus invitados la copa hasta la mitad, y el resto hasta el borde lo llenan de agua. Les importa mostrar un vino caro, no el vino.

    Salí de la tienda y me encaminé al Fiat Cinquecento de alquiler que me esperaba fuera rumiando todo esto, mientras repasaba lo que había en el aparcamiento de empleados, y vi un detalle que explica muchas cosas: alineados en una zona supuestamente reservada, una hilera de Audi con matrícula de Ingolstadt dejaba claro quién manda allí.

    P1180591Conducía por carreteras secundarias bordeando Módena camino de Maranello, y pensaba con horror lo que podría pasar si Audi implanta el mismo modelo de gestión en Ducati: no se hablará de tres hermanos que empezaron a diseñar y construir aparatos eléctricos hace casi un siglo, que levantaron una fábrica que arrasaron los bombardeos, la reconstruyeron y se pusieron a hacer motos, y al final convirtieron en leyenda una extraña disposición de cilindros y una peculiar manera de cerrar las válvulas que tiene nombre griego. ¡Griego!, pero si para vender cualquier cosa lo básico es que tenga nombre en inglés.

    Me tranquilicé al llegar a Maranello porque Ferrari da un paso más en categoría e italianiedad respecto a Lamborghini, y la ciudad es una mezcla de centro de peregrinaje y parque temático en las cercanías de una fábrica que conserva la antigua entrada principal y se ha ampliado con diseños de arquitectos de renombre como Renzo Piano (túnel de viento), Jean Nouvel (nueva línea de montaje) y Massimiliano Fuskas (centro de desarrollo de producto).

    Vale la pena pararse un rato junto a esa puerta principal y mirar al otro lado, a los que la miran y la fotografían: tienen cara de haber llegado al sitio soñado, a una fábrica de leyendas. Se colocan orgullosos junto al logotipo y sonríen mirando a la cámara, con aspecto de “un día entraré a encargar un coche”. Vi llegar a un veinteañero con su Clio Sport de muchos caballos, con matrícula británica y volante a la derecha. Detuvo el coche en plena puerta, en medio de la Via Abetone Inferiore, se bajó e hizo la foto. Quedaba claro que había llegado, y que seguiría soñando con repetir la foto, esta vez con su Ferrari.

    trioJusto frente a esta entrada se encuentra Cavallino, el restaurante en el que, según la leyenda, comía a diario Il Commendatore. Como adicto al trabajo, y a pesar de ser italiano, le dedicaba poco tiempo a los placeres del estómago, de modo que bajaba de su despacho de la primera planta, cruzaba la calle, y al rato estaba de nuevo en el trabajo. El interior del restaurante está decorado con fotos dedicadas, cascos de pilotos de la Scuderia y piezas de los F1 de la marca. Personalmente, me quedo con una foto grande, en blanco y negro, de tres pesos pesados del automovilismo, con egos tan notables como enormes: de izquierda a derecha, Enzo Ferrari, Niki Lauda y Luca Cordero de Montezemolo.

    P1180600Después de un espresso como debe ser, solo un poco de café en una taza un poco mayor que un dedal, me acerqué al Museo Ferrari. Si junto a la fábrica hay una tienda oficial y alguna otra surtidísima de todo lo que un peregrino pueda desear, el entorno del museo es un festival de tiendas con todo lo imaginable y algo más, junto a varias empresas de alquiler de Ferrari por periodos cortos, de diez minutos en adelante. Los coches aparcados en espera de cliente, más los que van y vienen precedidos por su sonido impactante, generan una atmósfera de alegría y emoción, la propia del peregrino que, tras esfuerzos, ha llegado donde quería.

    Muchos caen en la tentación de darse el paseo, otros se atreven a llevarse el coche a Monza y rodar allí, y hay quien se atreve con el fetichismo: comprar piezas de los F1 de temporadas pasadas, montadas sobre una peana y con certificado de autenticidad, o la botella de champán con la que tal piloto brindó desde el podio de tal circuito aquel año. También con certificado de autenticidad.

    El museo, sin dejar de representar a una marca de lujo, mantiene la línea alegre, apasionada, contenta; habla de historias, de coches y de personas. Sin negar que Ferrari es una empresa industrial con ánimo de lucro.

    De vuelta al Cinquecento y a la autostrada, repasaba los cambios de rumbo y de propiedad en Ducati y Lamborghini, los ciclos de éxitos y fracasos de Ferrari, y lo mucho que tienen en común las tres en su origen. Aunque a día de hoy, sus futuros se vean tan distintos.


  • El camino de los todo caminos

    Los todo caminos cumplieron la pasada primavera veinte años, y su evolución en este tiempo es un reflejo de los cambios en la industria del automóvil y en la sociedad.

    Lo primero que llama la atención en la historia de los todo caminos es que los inventara Toyota, una marca generalmente conservadora. Claro que la creación de estos vehículos tiene un origen racional y no emocional: a los clientes les atraía el aire duro, resistente y aventurero de los todo terreno, los compraban, y luego terminaban por no utilizar casi nunca sus virtudes en el uso por campo. Así que Toyota decidió crear un vehículo que mantuviera el aspecto de un TT, mientras eliminaba lo que no hacía falta para hacer campo extremo, y así de paso reducía el coste de producción y el peso. Para empezar bastaba con una carrocería monocasco, como un turismo, en lugar de un bastidor de largueros sobre el que se fija la carrocería. Si no hace falta la reductora, también se quita. Si se va más tiempo por carretera que haciendo franqueos, se montan suspensiones independientes. Ya que el concepto empieza a reducir peso y tamaño, cabe el motor en posición transversal, se baja la altura del morro y de paso mejora la aerodinámica. Con eso surge un vehículo más ligero, barato y aerodinámico que un TT, al que se le dota de una estética entre aventurera y desenfadada, y que se muestra en el Salón de Tokio de 1989. Ante el éxito de la crítica, no queda más que llevarlo a la serie, para lo que se aprovechan materiales de otros modelos: plataforma del Corolla, motor del Carina y el Camry, y suspensiones del Celica GT Four (No confundir con el GT Four RC, que en Europa se llamó Sáinz Réplica). ¿Quién iba a invertir desde cero en crear un nuevo segmento de futuro incierto?

    El resultado llegó a los Concesionarios en la primavera de 1994 como RAV4, o Vehículo Activo de Recreo con tracción a las cuatro ruedas. Ya se ve que lo de las siglas raras para bautizar vehículos poco habituales viene de atrás. Aquel precioso juguete fue un éxito, que obligó a dos movimientos. A Toyota le hizo sacar versiones cabrio y de cinco puertas, este último no muy bien proporcionado. Y al resto de los fabricantes, a unirse al caballo ganador y desarrollar coches para este nuevo segmento que aun no tenía nombre. Con el tiempo, no solo se ha creado un segmento específico, sino que se ha atomizado en decenas (!) de subsegmentos.

    Del GTI de los TT, como se llamó al RAV4 de tres puertas de primera generación, salieron las versiones descapotable y de cinco puertas, como se ha dicho. Siempre con motores potentes de gasolina y siempre con tracción permanente a las cuatro ruedas. En los siguientes veinte años, para los que buscaban estética y no salían del asfalto, surgieron versiones 4×2; para los que hacían muchos kilómetros llegaron los diesel. Y modelos más grandes, en los segmentos D, E y hasta F, y más pequeños, como el B, y llegaron las marcas Premium (BMW, Audi, Mercedes y ahora Lexus), las de bajo coste (Dacia), las versiones más potentes (AMG de Mercedes, M de BMW,…) y se acercan las de lujo de Bentley, Maserati y Lamborghini.

    Con todo ello, las fronteras internas del segmento son difusas: un X3 es un todo camino D Premium, un X4 lo mismo pero en coupé de cinco puertas, y cada uno con sus posibilidades en acabados, motores, electrónica o colores. Es decir, la flexibilidad en la producción en fábrica ha evolucionado en paralelo a la necesidad, real o creada, del cliente, por tener un coche diferente, personal, casi un nicho dentro de un nicho. Tampoco la denominación del segmento es nítida: todo caminos o SUV (Sport Utility Vehicle) es lo más habitual, pero también se empleas XC (Cross Country), SAV (Sport Activity Vehicle) y otras.

    En la mayoría de los casos, los todo caminos condicionan muchas de sus características a un aspecto externo atractivo, justo lo contrario de los TT de los que surgen. Los TT clásicos, como el Land Rover (cuando aun no llevaba el apellido Defender) o los Land Cruiser (cuando no llevaban el apellido Prado) eran cuadradotes, toscos y rudos, para que fueran fáciles y baratos de fabricar y reparar, tuvieran capacidad de carga, y porque eran percibidos como herramientas de trabajo. Un destornillador no tiene por qué ser bonito. Hoy lo fundamental de un todo camino es que sea bonito, aunque pierda practicidad. O más aun, que sea mono por encima de que sea útil.

    El ejemplo ideal de esta situación casi extrema es el Land Rover Evoque, que ha dado la vuelta a la percepción y a la cuenta de resultados de su marca. Su aspecto, el madrinazgo de Victoria Beckham y la imagen que se le ha dado, han conseguido ventas elevadas a pesar del precio y de sus condicionantes. Cuando se analiza el Evoque, sorprende la cantidad de comentarios que empiezan con una crítica y terminan con un “¡pero es tan bonito!” que perdona la crítica. Voy a poner un ejemplo meramente descriptivo: para mantener un perfil de vehículo deportivo, se trazó una línea de techo con fuerte caída, lo que además crea una luneta trasera estrecha. Esta permite que haya muchas líneas horizontales marcadas en la vista posterior, lo que junto a unos pilotos pequeños y llevados a los lados, le hacen parecer ancho y bajo. La línea de cintura alta le da un aire sólido y de tipo duro, y la inclinación hacia delante de esa línea de supone dinamismo.

    Y ahora las pegas. La luneta trasera estrecha hace que la vista hacia atrás por el retrovisor interior sea limitada. Para mantener una cota de altura decente en el asiento posterior con el perfil descendente del techo, la banqueta trasera se ha colocado muy baja. Y para ello el depósito de combustible, que va bajo el asiento, es pequeño, lo que limita la autonomía. Al bajar tanto la banqueta, la cota de altura entre ésta y el piso es escasa, por lo que los ocupantes del asiento trasero llevan el culo bajo y los pies altos. Por ello, al estar sentados el peso no se distribuye por todo el muslo, sino solo por su parte posterior, lo que garantiza incomodidad en recorridos medios y largos. Además, la combinación de banqueta baja, techo bajo y línea de cintura alta generan efecto de claustrofobia en los asientos traseros, sobre todo en la versión coupé de tres puertas. Pero ¡es tan bonito!

    Entonces, si los todo caminos no son tan cómodos ni tan baratos, ¿por qué triunfan? La mejor explicación que conozco es la de Paolo Tumminelli en su libro “Car Design: Europe” (Editorial teNeues, 2011), y por eso la transcribo directamente: “Con gamas entre descapotables de techo metálico a limusinas coupé, la saga de los todo caminos ha evolucionado constantemente en un terreno entre la sensualidad y el sinsentido. Ninguno de esos coches ofrece una calidad sustancial en el diseño, aunque esta mala costumbre está en la línea de los hábitos de una sociedad que cree en una disposición extrema a comprometerse en cualquier receta que no tenga complicaciones. Todos y cada uno de los todo caminos son una gran aliado que da a la gente la oportunidad de no tener compromisos y a la vez tener un poco de todo. La utilización genérica de estos coches les convierte en escapatoria de una vida diaria cada vez más regulada. Por ello, paulatinamente se aceptan sus limitaciones, porque sus formas comprometidas significan que una cierta cantidad de adaptación era necesaria para conseguir una gratificación óptima. Es una ironía del destino que aceptar una calidad estilística inferior haya dado a los diseñadores de automóviles la oportunidad de experimentar más allá de cualquier frontera”.

    Pasando algunas semanas rodeado de todo caminos del subsegmento D premium, he vivido esas contradicciones: tienen origen de TT y se comercializan como urbanos. Pero con motor diésel. Tienen retrovisores exteriores grandes, como un TT, que dificultan la visión lateral en cruces urbanos. Formidables, sinsentidos, con explicación en la sociología, no en la ingeniería.

    Antes de que una nueva cita de Paolo Tumminelli cierre esta entrada, he de decir que su trilogía sobre diseño de automóviles se merece una entrada en exclusiva en este blog, porque sus libros establecen una más que interesante relación entre diseño de automóviles, psicología, sociología e historia. Lo demostró en “Car Design: Europe”, que ya he leído y estoy citando, lo desarrolla en “Car Design: America”, que he conseguido y estoy devorando, y espero que lo remate en “Car Design: Asia”, que acaba de llegar a algunas librerías pero aun no a mi biblioteca.

    Rematamos con Tumminelli: “Los todo caminos son menos un automóvil y más un fenómeno cultural. Su concepto de diseño refleja el espectro de miedos de la sociedad postmoderna. El vehículo todopoderoso que devuelve el sentimiento de libertad al prisionero urbano, otorgando la seguridad de estar preparado para “el día siguiente” o incluso para un desastre medioambiental. Sentados con seguridad en el interior, flotan sobre el tráfico. En conductor del todo camino ve sin ser visto, y aun así busca ser admirado. Berlina, furgoneta y deportivo todo en uno, un coche para la señora lo mismo que para el señor, varonil o no. Los todo caminos son el castillo de la familia postnuclear. Más allá del tamaño, significan el aspecto del automóvil del nuevo milenio”. Y son tan bonitos.


  • Se nos atragantaron las dunas

    Era domingo y no lo sabíamos. Es más, nos daba igual. Lo importante era haber dormido en una cama y ducharse y desayunar con decencia, acciones que tienen un valor especial si el viajero duda sobre cuándo las repetirá. No es que el hotel de Douz, en Túnez, fuera gran cosa, pero me supo a gloria aquel día en que íbamos a dar una vuelta, breve, eso sí, al Gran Erg Oriental. Digo breve y debía decir brevísima, porque el recorrido que habíamos previsto para el día no llegaba a los trescientos kilómetros, y el Gran Erg Occidental tiene unos 190.000 km2 y ocupa parte de Túnez y de Argelia.

    El fiel Land Cruiser 70 nos esperaba a la puerta del hotel con una sorpresa: un pinchazo lento en la rueda trasera izquierda. Como siempre en Africa, la prudencia es lo primero, y nos fuimos a buscar un sitio en el que reparar la rueda antes de salir. Y como siempre en Africa, lo encontramos, la reparamos y echamos unas risas. Cuando cogimos pista cundió mucho: lisa, de tierra dura, en buen estado, y con tracción trasera, dos kilos de presión y marchas largas mirábamos el paisaje a unos sesenta por hora. A veces había algo de tole ondulee, la cortaba la arena, o nos parábamos en poblados formados por chozas de adobe congregadas alrededor de pequeños pozos en los que abrevaban cabras. Sin novedad llegamos a Dar Fellah, el puesto de entrada al Parque Nacional de Ibil. Pegamos la hebra con el guardia, disfrutamos de un té a la menta, y al volver al coche tomamos una decisión clave: coger la pista de la izquierda suponía lo más sencillo y más directo hasta Ksar Ghilane, nuestro destino. Demasiado fácil. Seguir de frente nos llevaría a hacer un bucle que incluía las garas de Tembaïn, dos montañas de piedra, como dos obeliscos desmesurados, en medio de un mar de dunas. Nuestra guía principal del viaje era el libro “Pistes du Sur Tunisien”, de Jacques Gandini, que decía que girar a la izquierda nos hacía pasar de la viñeta 7 a la 37, del km. 52 al 160.

    Han pasado casi diez años y todavía recuerdo que al arrancar y seguir de frente vi por el retrovisor la cara de asombro del guardia del parque, como preguntándose si sabíamos lo que hacíamos metiéndonos por allí en un coche solo.

    A partir de este punto el rutómetro se volvió más africano: 24 km. en tres viñetas nos llevaron a un puesto de la policía; otros catorce en dos viñetas para llegar a un modesto campamento, siempre con rumbo sur. Desde este punto solo había pistas difuminadas, navegación por GPS y, por fin, en el km. 108, en la lejanía, el sorprendente aspecto de las garas de Tembaïn, la sensación de que eso no debería estar ahí: dos enormes torres de piedra, verticales, paralelas entre sí, como dos monolitos fuera de sitio, pinchados en un mar de dunas que, como dice el tópico, se extendía hasta donde llega la vista. Volveremos sobre eso más tarde.

    Para acercarnos a la garas tomamos una pista por la que deberíamos volver más tarde, y que en el rutómetro se describía con giros gramaticales que no anticipaban nada bueno: “Inicio de una bonita zona de dunas”, “Si te pierdes, retornar al inicio. ZONA COMPLICADA”, “Otro cordón de dunas a franquear”. Según avanzábamos por las viñetas, utilizábamos más recursos, del coche y propios: tracción integral con bloqueo central, luego el bloqueo trasero, más tarde paramos para dejar los neumáticos a un kilo de presión, las conversaciones se enfriaron,… No mucho después nos atascamos en la arena, y comenzó un ciclo que, aun no lo sabíamos, se iba a repetir demasiadas veces: bajarse del coche, buscar cómo sacarlo del atasco, subirse al paragolpes trasero para bajar la pala y las planchas que iban en la baca, palear, colocar las planchas, subirse al coche, sacarlo de la arena y dejarlo en una zona dura, volver a por la pala y las planchas, acarrearlas hasta el coche, subirse al paragolpes trasero, fijarlas, subirse al coche, mirar el rutómetro y el GPS, reanudar la marcha. Llegamos a las garas, disfrutamos de su inverosilimitud, tomamos el camino de regreso, y los efectos de la dureza del día ya se notaban. Estábamos cansados, el día avanzaba, comenzaba a tener callos en las manos a pesar de usar guantes, y no debíamos llevar más de 150 km.

    El origen de la dureza, y a la vez su compensación, eran la variedad y la belleza del paisaje en que nos desenvolvíamos. Ya no quedaba pista dura, que mayoritariamente estaba sustituida por tres variedades de desierto, a cuál más bonita y más exigente. A ratos había dunas pequeñas, de arena dura, de entre medio metro y dos metros de altura. Divertidas, sencillas, agradables, que provocaban una velocidad media baja y me mantenían manoteando constantemente. Aquí fue donde cuantificamos y desmontamos el tópico, la frase fácil de que “las dunas se extendían hasta donde llegaba la vista”. Nos detuvimos en lo alto de una de esas pequeñas dunas, con el ralentí del motor y el susurro de la brisa como única banda sonora. Comprobamos el rumbo y contamos cuántas dunas se veían en esa dirección “hasta donde se extendía la vista”: treinta y dos. Puse segunda corta y siguiendo cuidadosamente el rumbo, trepamos o esquivamos las siguientes treinta y dos dunas. Al llegar a la última, la subimos, nos paramos en lo alto y, entre risas, repetimos el proceso: comprobar el rumbo y contar dunas. Esta vez eran treinta y cinco.

    El segundo tipo de paisaje al que nos enfrentamos en ese largo día era la hierba de camello, que se forma esporádicamente donde hay agua subterránea y crece el monte bajo. La erosión arrastra la arena en el entorno del monte bajo, por lo que los matojos van ganando altura respecto a su alrededor. El resultado es que cada matojo se asienta en un resalto de tierra dura de menos de un metro de alto y otro de diámetro, a unos dos metros del matojo más cercano. La altura y la distancia entre ellos hacen que no se deban subir, ya que solo lo haría una rueda y habría peligro de vuelco, además de que el impacto al trepar dañaría bujes y suspensiones. Por eso hay que esquivarlos, todos, uno a uno, durante horas, rodando en infinitas eses en los huecos que quedan entre ellos. Aunque parezca una conducción inocente, es agotadora física y psicológicamente, y hace que el ritmo de avance se hunda.

    Estamos hablando de rodar en segunda larga a punta de gas, manoteando permanentemente con un ojo en la brújula para no perder el rumbo rectilíneo que no se sigue ni un instante, porque una y otra vez el volante gira y gira para esquivar los montículos. Y que ni se te ocurra golpearte con uno, o amagarlo, porque el ruido que emitirá el coche te recordará que es tierra muy dura que le hace daño. No hace falta recordar que todo este manoteo de volante le venía muy bien a los callos de mis manos.

    Y el tercer tipo de paisaje, bellísimo, peligroso, son las dunas grandes, de hasta veinte metros de altura. Lo más prudente era esquivarlas, y solo nos atrevimos con alguna si era pequeña y no nos quedaba más remedio.

    La única novedad en este paisaje llegó en forma de meseta de piedra sin salida: de repente estábamos en un altozano pedregoso y allí abajo se veía la pista que debíamos seguir. Miramos alrededor y no vimos forma de bajar para tomar la pista. Comprobamos el rutómetro, el GPS, la brújula y el mapa y sí, la pista era aquella. Y seguíamos sin ver la manera de alcanzarla. Nos bajamos del Land Cruiser y recorrimos los alrededores, de nuevo el ralentí del motor y el susurro del viento sonando en el atronador silencio del Sahara, las piernas acusando el cansancio del día y el sol en retirada. “¿Y por esta pendiente hasta llegar a la torrentera que gira a la derecha? Nos lleva por detrás del cerro y tiene pinta de que acabaremos en la pista”. Señalaba con optimismo un pedregal en cuesta abajo, luego una torrentera que en algún momento llevó agua, un cerro pelado y la pista deseada al fondo. Era una de esas veces en que se escoge la alternativa menos mala, y además basándose en la intuición, no en los hechos. Encaramos el descenso de modo totalmente perpendicular a la pendiente, con tracción a las cuatro ruedas y todos los bloqueos para mover el coche con golpes de gas, las ventanillas bajadas y medio cuerpo fuera para intuir el recorrido, en silencio para oír los comentarios del otro, retumbando entre las piedras el eco de los chasquidos de las articulaciones de los ejes según pasaban de tope de extensión a tope de compresión y viceversa. Recuerdo que la sensación de bajar se materializaba porque nos metíamos en la sombra de la meseta, nuestros ruidos hacían eco contra su pared, la veía crecer en el retrovisor. Un  rato más tarde, al alcanzar la pista, me despedí de ella mirándola por el espejo. Resulta que sí se podía bajar por aquel pedregal.

    Una de las muchas veces que las dunas habían cubierto las pistas, nos vimos en una meseta de arena. No tenía claro cómo bajar de allí a la zona de dunas bajas de nuestra izquierda que nos conduciría de nuevo por el camino correcto. O al menos eso decía el GPS. Estábamos cansados, me dolían los brazos de tanto palear, miré el sol y el reloj. Entonces tomamos la decisión correcta: quedaban treinta minutos de luz, acampar entre las dunas bajas sería cómodo, y ese era el tiempo necesario para montar el campamento sin la dificultad de hacerlo a oscuras. Prefería pararme allí y comenzar el día siguiente con energía, antes que alargar con riesgo un día largo y duro. Paré el motor y, entre saltando y deslizando por la ladera de la duna, bajamos en varios viajes desde la meseta todo lo necesario para montar un campamento reparador. Cuando el sol se ocultó empezábamos a hacer la cena, con la silueta del Land Cruiser recortada sobre la meseta de arena. Comimos y dormimos como se hace cuando se está agotado, y nos despertó el amanecer.

    Los amaneceres en el desierto son formidables. La luz dorada y las sombras largas dan un aspecto menos real al paisaje, que parece más tridimensional que cuando el sol, castigando desde lo alto, parece aplanarlo. Con el arranque del día cada sonido, incluso el silencio, parece más intenso, y hasta el aire tiene mayor energía. Salí de la tienda, me puse las botas y vi el mar de dunas bajas frente a mí, el que nos debía llevar a Ksar Ghilane. Di media vuelta y alcé los ojos por la meseta de arena hasta llegar al Land Cruiser que me esperaba arriba, paralelo al borde. Por la noche, en el saco de dormir, había pensado en cada uno de los movimientos necesarios, así que me limité a poner en marcha el plan. Trepé por la ladera, y solo oía la arena deslizándose entre mis botas, y mi respiración. Al llegar arriba resonaba mi corazón y durante un instante, solo un instante, se me pasó por la cabeza la posibilidad de que el coche no arrancara. Arrancó como ha de ser, con decisión y al primer intento, y le dejé cogiendo temperatura. Caminé por el borde de la meseta de arena hasta llegar a una zona más ancha y algo más baja, justo lo que necesitaba para que, tras rodar por el borde de la meseta, girase para encarar la bajada sin peligro de vuelco. La maniobra no parecía difícil más que por un hecho: solo había una trazada, y salirse significaría engancharse o volcar. Haciendo marcas en la arena con las botas señalé la trayectoria que debían seguir las ruedas del lado izquierdo, las que vería al sacar la cabeza por la ventanilla. Subí al coche. Cinturón. Bloqueo trasero. Metí segunda corta. Cogí aire. Saqué la cabeza, pisé un pelo el acelerador y solté con cariño el embrague.

    El Land Cruiser siguió las marcas de las botas, giró fielmente en el ensanchamiento, se colocó frente a la bajada y con serenidad y una punta de gas para mantener la trayectoria se posó al pie de la meseta. Con el coche de nuevo al lado, el desayuno calentado en el camping gas me pareció un manjar.

    Una vez recogido y cargado el campamento reanudamos la marcha, y la mañana no se nos dio mal: solo cuatro horas y dos sesiones de pala y planchas más tarde llegamos al altozano desde el que se veía nuestro objetivo: las ruinas del alcázar de Tisavar y algo más allá el oasis de Ksar Ghilane. Y moviéndose por allí, seres humanos.

    Tisavar fue construido por los romanos para defender su territorio en la Limes Tripolitanus. Lo modificaron y renombraron los bereberes en el siglo XVI, lo reconstruyeron los franceses en 1945 y ahora yace abandonado a dos kilómetros del palmeral y las charcas de Ksar Ghilane, otra de las preciosas ubicaciones de “El paciente inglés”. Después de día y medio de soledad y algunas horas de tensión, paramos el Land Cruiser junto a las ruinas y cruzamos unas palabras con los viajeros que las visitaban.

    El hambre nos llevó pronto al oasis, donde comimos con mesa y silla antes de tomar la pista ancha, lisa y dura paralela al oleoducto que viene de un sitio poco recomendable: Bork El Khadra, ese punto en que se cruzan las fronteras de Túnez, Libia y Argelia. Qué distinta es la sensación de conducir cuando el estómago está lleno, la pista marcada, cada cuarto de hora te cruzas con un coche y cada media hora ves una señal de tráfico. Cuarenta kilómetros más tarde apareció el asfalto, y aunque ya íbamos en tracción a dos ruedas, largas y sin bloqueos, la ruedas a un kilo convertían la conducción en un fenómeno a cámara lenta, con un angustioso tiempo de respuesta entre girar el volante y que el coche hiciera caso. Paramos a hinchar en Beni Keddache y se nos hizo fácil llegar con luz a Medenine, donde después de un repaso de aprietes y niveles para el Land Cruiser  y una ducha para nosotros, el mundo se veía con mejores ojos. A la mañana siguiente, como compensación por el esfuerzo, nos fuimos a la Patisserie de Mohammed Khelfa a comernos unos cuernos de gacela, los dulces típicos de la ciudad, buñuelos bañados en miel y rellenos de almendras y nueces picadas. Nos los merecíamos.