Leo con devoción la revista inglesa Car desde los ochenta del siglo pasado, y se lo perdono casi todo: sus rarezas, la versión británica del “chauvinismo” que les hace encumbrar a todo lo que se fabrica en la islas, y la manía que le tienen a la mayoría de los coches japoneses. Por el otro lado, les agradezco la ayuda para mejorar mi inglés, lo que he aprendido de coches gracias a ellos, la pasión que ponen en cada ejemplar y la intensidad expresiva de las fotos.
Cada mes transmiten, con vivacidad y originalidad, un punto de vista diferente, en los textos y en las imágenes, y buscan maneras alternativas de contagiar la ilusión por los coches y por conducir. En una época en que la prensa del motor es sinónimo de “copiar/pegar” las notas de prensa de las marcas, este esfuerzo, y el filtro correspondiente, son muy de agradecer.
Por eso se atrevieron, en 1995, a mezclar un coche y un destino en principio incompatibles, y se bajaron a Marruecos en un Ferrari. El contenido y las imágenes rompieron conceptos, inspiraron otras ideas locas y se convirtieron en una costumbre, ya que con el tiempo lo han repetido con otros vehículos.
Hasta aquel momento, las pruebas que la prensa publicaba de un Ferrari se basaban en recorridos por los alrededores de la fábrica de Maranello o vueltas a un circuito, nunca un viaje y menos fuera de Europa. Y las fotos estaban tomadas en Fiorano, o buscaban reproducir un sabor italiano, utilizando como fondo las casas típicas, o que se suponen típicas, de Italia. Por eso, ver aquel Ferrari 512M recortado contra una duna o entre murallas de adobe generó una iconografía que algunos otros, entre ellos Top Gear, han seguido posteriormente.
Repasaba y releía una vez más el texto y las fotos de aquel Ferrari to the Sahara del ’95 en el número del cincuentenario de Car, cuando una neurona traviesa se puso a enlazar ideas y al rato ya estaba organizando mi Celica to the Sahara: un viaje similar, solo que con mi Celica Sáinz Réplica de 1991. Me puse manos a la obra con los dos ingredientes básicos habituales, que son el mapa Michelin 742 y la guía Lonely Planet, y el viaje comenzó a tomar forma. Con una idea básica en la cabeza, entré en www.booking.com, y comprobé cómo han cambiado los hoteles en Marruecos. Se han añadido hoteles enormes de cadenas occidentales en las zonas turísticas, que cada vez hay más, y se están restaurando casonas antiguas, palacetes y otros edificios tradicionales, y transformado en pequeños hoteles, con encanto, que se diría en España, con precios entre deliciosamente razonables y cercanos al atraco. Ese iba a ser el segundo objetivo del viaje: recorrer Marruecos saltando de un riad a un ksar, y de una kasbah a una villa.
En estos prolegómenos me encontraba cuando Lorenzo Silva publicó “Siete ciudades en Marruecos”, subtitulado “Historias del Marruecos español”, que me hizo recordar una vez más la rigidez con que España mira al norte, como negando la relación que hemos tenido y tenemos con nuestro sur más cercano. Paseando por esas páginas recordé la relación estrecha y no siempre amistosa entre Marruecos y España, las posesiones que hasta mediados del siglo pasado hemos tenido en la zona y que, hasta hace nada en términos históricos, los 266.000 km2 de territorio entre Marruecos y Mauritania, Argelia y el Atlántico, eran una provincia española.
No es algo que se lea en los libros de historia, porque a pesar de la censura y la mala memoria, hay quien no olvida la reciente guerra de Sidi Ifni, con Carmen Sevilla y Gila acudiendo a la zona para alegrar un rato a las tropas. Personalmente tengo un recuerdo directo de nuestro último episodio africano: fue, claro, a finales de 1975, cuando apareció por mi barrio madrileño de entonces un vehículo distinto por dos motivos. En primer lugar, era un VW Escarabajo, una auténtica rareza en la limitada oferta de la época. Además, aquel color arena pálido le acentuaba el aire extranjero y a la vez extraño, y le hacía destacar entre la linealidad de los otros coches aparcados en la calle. El segundo punto que le apartaba del resto se veía al acercarse: aquellas letras SH en la matrícula le delataban como un recién llegado de lejos y, a la vez, demostraban que lo que decían las listas de “Matrículas españolas por provincias” de las agendas de nuestros padres era cierto: el Sahara era, o había sido, una provincia española, y las matrículas de sus vehículos llevaban las letras SH. En un par de ocasiones vi al conductor, que parecía en Madrid tan fuera de lugar como su coche, con la piel aun tostada y ese aire formal que mantienen los militares cuando se quitan el uniforme.
De modo que así surgió el tercer objetivo del viaje: pasar por aquellas ciudades del norte de Africa con huella española. Después de unas horas de trabajo tomó forma una ruta que mezclaba los tres objetivos: cruzar el Atlas para alcanzar el final del asfalto por Zagora y Erfoud; alojarse en el Riad Djebel de Marrakech y en El Amine de Fez; y pasear por Tánger, Larache, Tetuán y Ceuta.
Sí, claro, tenía su riesgo hacer unos cuatro mil kilómetros con un deportivo de hace 23 años. Me preocupaba la siniestralidad de las carreteras marroquíes, a las que había que enfrentarse con prudencia, concentración y anticipación. Sobre la fiabilidad del coche, me centré en la revisión de ruidos y crujidos que pudieran delatar la cercanía de un fallo, y solo se mantenía, y de modo intermitente, el de la transmisión delantera derecha. Otro asunto que me tenía intranquilo era la altura de conducción. Me explico: para conducir en circunstancias desfavorables, es mejor ir alto, ya que así se tiene más campo de visión, algo que los camioneros y los motoristas saben bien. Tras haber viajado por Marruecos en moto y en todo terreno, lo he comprobado. Pero un deportivo, por definición, es bajito. Para cuantificar lo de “bajito”, he bajado al garaje, y la cinta métrica me ha dicho que, en el Land Cruiser 80, mis ojos están a 168 cm. del suelo, y en el Celica a 130. Comprobaré sobre el terreno la importancia de esos 38 centímetros. Y no queda más que cargar con las herramientas básicas, más un cierto equipo de emergencias al estilo de McGyver con fusibles, alambre, cinta americana, goma de cámara, paciencia e imaginación. Con ese equipaje, mucha ilusión y el billete de Trasmediterránea, estamos en el muelle 5 del puerto de Algeciras, esperando que llegue el Ciudad de Málaga, para ir con un Celica al Sahara.