• El callejón de Zagora y otros sucedidos marroquíes

    Las habilidades de la recepcionista del hotel de Midelt están más cerca de la amabilidad y el servicio al cliente que de la cartografía y los idiomas. Ni con las explicaciones verbales ni con lo que había dibujado en el reverso la factura me queda muy claro dónde se tomaba la pista que nos iba a llevar a cruzar el Atlas. Por eso nos pasamos de largo el inicio de la pista, nos salimos de la ciudad por el lado norte, y paramos a preguntar en la gasolinera que hay a la salida. Con más explicaciones multilingües y más ilustraciones en el mapa de la recepcionista, parece quedar claro que entre un café y el puente sobre el río, debe haber una calleja, y nada más pasar la mezquita que encontraríamos después arrancaba la pista. Perderse en medio del desierto al menos tiene un componente épico; hacerlo sin salir de la ciudad de partida es algo más degrada el currículum de un viajero.

    Lentamente la pista trepa por el Atlas marroquí, bajo un cielo azulísimo que enmarca las cumbres aun cubiertas de nieve. Ancha, lisa, nítida, con curvas amplias y precipicios infinitos, caracolea entre lomas y valles, produciendo esa adictiva mezcla de placer y miedo. Placer por el de la conducción suave, fluida, siempre en tercera hilando con suavidad los virajes. Miedo porque un error, un imprevisto, sitúa a dos toneladas y media de coche alto cerca del abismo.

    Tardamos muy poco en sentirnos lejos del mundo, en encontrarnos con mínimos poblados, de apenas media docena de habitantes más burros y gallinas, y preguntarnos por qué viven aquí y de qué, qué harán cuando el frío y sus nieves bloqueen todas las comunicaciones. En cada grupo de casas de piedra o adobe, una charla (¿en qué idioma?), unas risas, y confirmar la ruta.

    Al rato, la pista, ya no en tan buen estado, comparte el fondo del valle con un río que baja bravo, y se encaja entre la ladera a la derecha y el agua a la izquierda. El invierno, como en España, ha sido tardío y ha traído lluvias abundantes y concentradas, lo que se nota en los desprendimientos de tierra y piedras, en los daños en la pista. A pesar de ellos, seguimos hasta toparnos con la sorpresa de la mañana: la fuerza de las aguas se ha llevado parte de la pista, que apenas mide un metro de anchura, y ahora limita a la izquierda con un escalón de más de un metro de altura.

    Si algún lector se ha preguntado por qué los todoterreneros llevamos botas cómodas para caminar aquí tiene la respuesta: se paran los motores y se comienza a caminar por el fondo del valle, en busca de una alternativa, que en pocos minutos queda clara. Como el fondo del río es de piedra suelta, circular por él no plantea pegas para los coches, y en ningún lugar la profundidad pasa del medio metro. Unos cientos de metros más adelante encontramos una manera de salir del río y volver a la pista, que allí ha recuperado su anchura; eso sí, la salida es un escalón doble que requiere de segunda corta con bloqueo trasero. Ya solo queda regresar a los coches y retroceder por la pista hasta encontrar un punto, antes de su estrechamiento, en el que descender hasta el río. Y una vez encontrado el lugar, memorizar el recorrido, el punto exacto en el que entrar en el río sin riesgos, vadearlo con los sustos reducidos al mínimo, y no pasarse el punto de salida.

    Hacerlo, finalmente, no es más que materializar un plan y disfrutar un placer. Las BFGoodrich se agarran sin pegas al fondo de piedra suelta, el agua ni de lejos asoma por encima del capó, y las irregularidades del fondo del cauce hacen que el Land Cruiser suba y baje dentro del agua, como un barco en un mar agitado.

    Después del doble escalón de salida, el coche se queda descansando en la pista, chorreando agua fresca de las alturas del Atlas, mientras lo aprendido con el paso del primer coche sirve de lección para los demás.

    Reconstruida la caravana, volvemos a la marcha, con la satisfacción del haber vencido una dificultad que añadimos a los temas de tertulia: “¿Os acordáis de aquel día en el Atlas, que el río se había llevado la pista por delante,…?”

    La alegría dura poco: unos kilómetros más adelante, la pista ha desaparecido de nuevo, solo que esta vez no hay manera de continuar por el río, ni de retomar la pista más adelante. No queda otra que agachar las orejas, reconocer que vamos a perder medio día y dar media vuelta, incluyendo pasar por el vadeo de hace un rato, y hacer el doble escalón, ahora de bajada para entrar en el río.

    Según avanza la mañana, los precipicios son más profundos y las cumbres están más cerca. Nos dirigimos por una pista del Atlas marroquí con el fin de cruzarlo por el paso de Agoudal. La anchura es sobrada para un único coche, por lo que se mantiene la preocupación por la posibilidad de encontrar tráfico de cara. En un viaje similar, tres años antes, nos topamos en la bajada con varias motos y un minibús; ¡qué mal rato pasamos todos!

    Esta vez el recorrido está despejado, y nos limitamos, ahí es nada, a recrear la vista por un paisaje casi cinematográfico, de esas películas de catástrofes planetarias que apenas dejan sobre la faz de la tierra al protagonista, una acompañante atractiva y unos cuantos malos. Según gana altura la pista, y gana mucha, los valles se ven como cuarteados, con infinitos tonos pardos, ocres, tostados, y cada vez las manchas verdes son más esporádicas. El altímetro del GPS hace mucho que pasó de 2.500 m y seguimos subiendo con majestuosidad, curvas suaves y casi dulces que son balcones a precipicios imposibles, con vistas a cortados sin fin. A media mañana alcanzamos el punto más alto, a exactamente 2.925 metros sobre le nivel del mar. El aire es tan puro que casi duele cuando llega a los pulmones, y el primer vistazo al bajarme del coche me hace decir: “Por esta vista ha valido la pena todo el viaje”.

    Llegando a Zagora coincidimos en la carretera con un Land Cruiser Serie 90, ajado pero vistoso, con toda la pinta de pertenecer a un mecánico local. Justo lo que nos hacía falta. Ya a la puerta de nuestro hotel le cuento las dificultades del arranque de la mañana, y no tardamos en entrar en la cantinela habitual de la zona: “soy mecánico”, lo que continua con una retahíla detallada de los muchos vehículos europeos que ha reparado, incluyendo participantes en todo tipo de carreras de coches, motos y quads, más algún apoyo a equipos oficiales del Dakar y similares. Una vez ennoblecido el currículum y a falta de conexión con Linkedin, me dice que lo mejor para una avería como la de mi coche es que vayamos al taller de un amigo suyo, electricista del automóvil, esto último pronunciado en el mismo tono reverencial con el que se referiría al que ha descubierto la vacuna contra el SIDA o ha logrado un acuerdo de paz entre árabes y palestinos.

    Nos montamos en mi Land Cruiser y, en el centro de la avenida principal de Zagora, tomamos un desvío a la izquierda que nos conduce a un callejón asfaltado y sin aceras, flanqueado por negocios pequeños y variados. Siguiendo las indicaciones del mecánico, aparco el coche donde debería estar la acera del callejón, y a la puerta de una lavandería que ofrece servicios de plancha y vende además ropa típica de la región. Enfrente, un taller de carrocería del automóvil en cuyo interior no caben automóviles, por lo que el Renault 12 en el que trabajan el jefe y su empleado revive en el exterior. Y en el entorno, una carnicería, un taller de camiones, otro de material de fontanería,… este será mi ecosistema en las próximas horas. Daba por hecho que el taller de electricidad del amigo me iba a sorprender, aunque nunca tanto. Es un cuartucho de unos dos metros por cuatro, con suelo de tierra, un mostrador de madera y un par de sillas viejas. Todo el equipamiento profesional son un cargador de baterías que intenta resucitar algunas tiradas por el suelo, un buscapolos y un número indefinido de recambios sencillos y ya usados tirados en las estanterías: bombillas, fusibles, algún relé. No es que esperase una sucursal de la NASA, pero me decepciono.

    Una vez metido en el diagnóstico de mi coche, el electricista me dice que falla el alternador, y que hay que desmontarlo. El asunto se lía porque, al intentar sacarlo se topan con que uno de los tornillos está gripado, y no queda otra que extraerlo con sus soportes, para lo cual hay que sacar también el compresor del aire acondicionado y un manguito, para lo cual hay que verter el refrigerante. A la vista de la situación y de que la cosa va para largo, recurro a coger unas cajas de botellas de Coca Cola que hay por allí e improvisar una silla. De esta guisa, sentado en las cajas de Coca Cola, con la espalda contra la pared, la cabeza del electricista metida en el compartimento motor del Land Cruiser, un ayudante atacando por el lateral, y otro ayudante, éste negro como el carbón, metido en el pase de rueda, me dedico a contemplar el callejón.

    Los parroquianos acuden numerosos a la lavandería, y como el hueco entre el coche y su puerta de acceso es tirando a estrecho, cruzamos saludos frecuentes. El Renault 12, o mejor dicho su carrocería, que es lo único que le queda, recibe martillazos artísticos en la acera del taller de chapa, en un loable intento por recuperar la forma original. A la puerta del taller del electricista, un Citroën ZX ha acudido con dolores en la bomba de combustible; cuando acaben con él, le sustituirá un Mercedes 190 con líos variados en la caja de relés. Y en esas suena mi móvil, porque un proveedor me invita a visitar la nueva fábrica de Hankook en Budapest, “la fábrica de neumáticos más moderna del mundo”.

    Para estirar las piernas, merodeo por los alrededores del callejón. Me topo con un precioso Fiat 131 aun con motor, pero con el habitáculo vacío, frente a unos paisanos bajo un camión que se esfuerzan en que arranque de nuevo. Algo más allá, una tienda de no más de veinte metros cuadrados ofrece más o menos lo que un Leroy Merlin y un Zara Home juntos; en versión magrebí, claro.

    De regreso a mi coche, veo caras de satisfacción al haber conseguido sacar el alternador rebelde; a continuación, el electricista del automóvil entra en su laboratorio, lo deposita cuidadosamente en la mesa de madera desgastada, y procede al desmontaje. Más por intuición que por diagnóstico científico, culpa de los males al puente de diodos; por supuesto, el mecánico tiene uno “parecido” en su taller, así que manda al ayudante en su ciclomotor que vaya a por él.

    Vuelve a sonar el móvil, con una llamada que me parece venir, como la anterior, de una galaxia lejana. Pero me viene de perlas, porque es un jefe de taller de confianza que, con la prudencia propia de la falta de información, me confirma que los síntomas del coche pueden estar relacionados con un alternador que falla.

    Me siento en la silla incómoda, junto al mostrador de madera, esperando que vuelva el del recado. Hay carteles de carreras antiguas tapando los desconchones de las paredes; el Citroën ZX se va con su bomba reparada y esa joya de la ingeniería alemana que fue el Mercedes 190, y al que jubilaron en su país de origen hace muchos años, ingresa en busca de cura.

    El puente de diodos que ha traído el del ciclomotor no se parece ni de lejos al del alternador de mi coche, pero estos mecánicos marroquíes siempre tienen un plan B, o un amigo que lo tiene: tirando de móvil (¿cómo vivían cuando no existían?) localizan a un amigo de otra ciudad que tiene un alternador igual, y un taxista, también amigo, que precisamente esta noche va a hacer el recorrido entre las dos ciudades. Aplazamos entonces el final de la reparación de mi Land Cruiser para mañana, y mi retorno al hotel se convierte en el enésimo momento memorable del día; el del ciclomotor, que tiene un mínimo sillín monoplaza, me dice que me siente en el transportín, para llevarme al taller, desde donde su jefe, el mecánico, me llevará al hotel en el otro Land Cruiser. Hacía décadas que no me llevaban en moto, sin casco, y sentado en una parrilla portabultos, y nunca lo había hecho en medio del tráfico sin ley de Marruecos: frenazos, baches, giros bruscos, conducción a una mano para saludar con la otra, o señalarme algo. Afortunadamente Zagora no es D.F., y pronto llegamos al taller.

    A primera hora de la mañana del día siguiente, el mecánico me recoge en su 90 y me lleva a su taller. Mi Land Cruiser está allí, y comienza a glosar los esfuerzos y desvelos que, hasta altas horas de la madrugada, han desplegado su amigo y él para reparármelo. Pero no le hago caso, porque mis ojos se desvían a otro hecho: los mecánicos aun duermen en el suelo fresco de sintasol, en un rincón del taller y al pie de una estantería con restos de motores y cajas de cambio, que esperan ser un día donantes de algún elemento útil. Nuestra charla no altera el sueño de los mecánicos, ni ruido de la soldadura que remedia un silenciador medio colgando, ni la negociación del precio de la reparación.
    Antes de cerrar finalmente el trato repaso el coche y compruebo que fallan la emisora de radio y el GPS, así que volvemos una vez más al callejón. Ya me siento como en casa, como parte del ecosistema y, mientras el negro que ayer se sumergía en el paso de rueda ahora enreda en las cajas de fusibles de mi coche, me paso al taller de chapa de al lado y pego la hebra con el negro chapista. Le debe encantar que un blanco se interese por su trabajo y me empieza a contar, mientras disimulo mi cara de horror, cómo está reconstruyendo lo que queda de un Mitsubishi L200. El interior es un almacén sucio y desordenado en el que se amontonan algunas de las muchas piezas que le faltan, y el exterior es una carrocería pelada (hasta de pintura), que está lijando a mano. Pero sonríe con fe, y el brillo de sus ojos asegura que en algún momento eso volverá a ser un coche, arrancará y hasta tendrá un color.

    Sí, claro, es mucho más fácil ir de Zagora a Ouarzazate por la N9, ancha y asfaltada. Pero ni tiene gracia ni se aprende. Pinchamos en el GPS las coordenadas del punto de salida y nos metemos en el palmeral, millones de palmeras flanqueando el río Draa, con pequeños cultivos entre ellas, con cientos de casas de adobe salpicadas en las que habitan los muchos que viven del cultivo del dátil. Repentinamente hemos cambiado de planeta, estamos entre pistas y callejuelas estrechas y polvorientas que se retuercen entre palmeras y casas de adobe, que a veces no llevan a ningún sitio, o al río, o a un cercado, y nos obligan a maniobrar y a desandar el camino. Estrechas de verdad, de modo que a veces pasamos con los retrovisores plegados y las puertas de los coches peligrosamente cerca del adobe. Después de unos días en inmensos ergs y chotts, de repente estamos rodeados de un verde fresco, casi íntimo, en zonas habitadas, en las que de repente surgen niños que gritan y juegan persiguiéndose.

    Llueve. Llueve mucho. Trepar por la carretera que va de Aït Benhaddou a Telouet, en la cara sur del Atlas, es lo más parecido que he hecho a conducir bajo la ducha. Y el estado de la carretera no ayuda. Recurriendo a la memoria, reconozco que está tan mal como la primera vez que pasé por aquí, cuando aún no era más que una pista de montaña, estrecha y peligrosa. Luego se asfaltó y civilizó, pero las obras de mejora que estos meses afronta la han dejado peor que nunca. Y las lluvias del invierno, que todavía colean, agravan la situación. Al menos hoy, la recorro de día.
    Muchos tramos han perdido el asfalto, sustituido por barro. No hay muros de contención y sí abundantes desprendimientos de tierra y piedras. Las cunetas corren llenas de agua como riachuelos de montaña hasta desbordarse, y esa misma energía mantiene nítido el parabrisas, casi sin necesidad de usar los limpias. A veces escampa y nos deslumbra un cielo azulísimo, aunque no es más que un momento de paz en el temporal.Nos cruzamos con camiones sobrecargados, con alturas y longitudes que casi duplican a la del camión vacío. Nos adelantan camioneros suicidas, con maniobras que nos hacen dudar si son valientes o es que tienen pocas ganas de llegar a viejos.
    Tras coronar el Tizi-n-Tichka, iniciamos el descenso por la cara norte, en la que las obras de mejora de la carretera están prácticamente terminadas. Ya hay en muchos puntos dos carriles de subida y eso significa, desde el punto de vista práctico, que estamos ante una vía de tres carriles y cada uno interpreta el sentido de la circulación como Alá y la prisa que tenga le dan a entender, y el tamaño de su vehículo le permita.


    Vuelve a llover cuando, ya anochecido, entramos en Marrakech. Tantos años viniendo y nunca, ni de lejos, había visto la ciudad de esta manera: a oscuras, calles mojadas y vacías, sin carros ni burros, ni turistas, ni taxistas, sin puestos de baratijas ni mostradores de tiendas invadiendo la calzada. Solo una ciudad tranquila, oscura y refrescada por el agua. Las cercanías de la plaza Djemaa el Fnaa, generalmente un bullicio de personas y actividad, desbordan silencio; las calles estrechas, en las que no se puede entrar con un vehículo, y menos tan grandes como los nuestros, nos reciben casi clandestinamente. Comienza a preocuparme que nos metamos por alguna zona prohibida o sin salida, o en calles tan estrechas que no podamos pasar, y sin embargo lo que sucede es mucho más. Sí, nos metemos por una zona prohibida y el policía que nos ve llegar, tan sorprendido como nosotros (“¿de dónde saldrán estos?”, debe decirse) nos flanquea una salida moviendo los conos reflectantes para que no bloqueemos la zona. Sí, reconozco algunas calles, no me creo que estemos en la parte más comercial del zoco de Marrakech, en las calles que desembocan en la plaza Djemaa el Fnaa; en el momento no soy capaz de verbalizarlo lo que siento porque pienso que no puede ser y porque me esfuerzo en meter casi dos metros de anchura de Land Cruiser por esas callejas. Y al final, claro, llegamos a la plaza, en la que el agua del suelo sirve de reflejo a la inusual tranquilidad. La lluvia ha alejado a los turistas y a los vendedores, a los puestos de comida y recuerdos. Es una sensación por completo irreal, cruzar la plaza ante la mirada entre atónita y sorprendida de los pocos que pasean, en un silencio solo roto por las ruedas que chapotean en los charcos. Es una visión que me trae a la cabeza la estética de Blade Runner, esa irrealidad intensa, con mucho campo de visión, con luces fuertes y oscuridades profundas. El espíritu de Ridley Scott nos persigue al dejar atrás la plaza, merodear por los alrededores y encontrar, finalmente, un lugar donde dejar a los Land Cruiser pasar la noche mientras los viajeros, cansados y sorprendidos, nos vamos al hotel. “C’est l’Afrique, patron”.


  • Desde Ayamonte hasta Faro

    ¿En qué piensa un copiloto durante una carrera?, ¿en qué piensa durante los tramos, en los enlaces, en los tiempos aparentemente muertos?, ¿se distrae?, ¿cuánto y cuándo?, ¿en qué pensaba yo el miércoles 2 de Abril de 2008 mientras hacía en casa un equipaje tirando a raro, que incluía lo necesario para trabajar un día en un Concesionario de coches en Bilbao, cruzar la Península con rumbo sur en dos vuelos, y correr a continuación un raid durante tres días en el Algarve?

    Cuando antes del amanecer del primero de esos días locos me falló el taxi que debía llevarme al aeropuerto de Barajas, pensé en cómo llegar a tiempo a Bilbao y no perder el primero de los tres aviones del día. Cuando el comandante dijo que no podíamos aterrizar en Bilbao por el mal tiempo y que nos dejaba en Vitoria, pensé otra vez en cómo llegar a Bilbao. Cuando esa medianoche mi piloto (el de las carreras, no el del avión), me recogió en el aeropuerto de Sevilla con el Land Cruiser de carreras y me subí a él con traje, corbata y maletín para el ordenador portátil, preferí no pensar en lo que pudieran pensar quienes me vieran de esa guisa. Y de madrugada, al llegar al hotel, mientras colgaba el traje y sacaba el mono ignífugo de la bolsa de viaje, pensé en que me acostaba con la programación mental de empleado de multinacional, y debía amanecer con la de copiloto. Con la de carreras.

    Dos días más tarde, esos pensamientos lentos, reflexivos, habían quedado muy atrás, para entrar en la fase ultrarrápida, esa en la que ante un hecho inesperado se analizan posibilidades, se recuerda lo que permite y lo que prohíbe el reglamento, y se actúa. Ya mismo.

    Desde que se termina de recorrer un tramo cronometrado hasta que se entra en el parque cerrado, hay un tiempo fijo, y no se puede entrar en el parque ni antes ni después. Lo habitual es circular respetando las normas de tráfico para llegar con algo de tiempo a la entrada del parque, y dedicar esos instantes (¿dos, tres minutos?) a echar un vistazo al coche. Sin olvidar lo que dice el reglamento al respecto: cualquier intervención sobre el vehículo se hará por el piloto y el copiloto y con las herramientas y repuestos que lleven a bordo. La ayuda externa, humana o material, supone la descalificación.

    Como al detenernos a unos metros de la mesa de los comisarios que daban acceso al parque cerrado vimos el depósito de gas del amortiguador delantero izquierdo colgando, pensamos poco y actuamos deprisa: mi piloto (que no era mal mecánico) se tiró debajo el coche, y yo le pasaba bridas, alambres y lo que encontraba dentro del coche mientras no perdía de vista el crono y repetía: “Quique, un minuto y medio”. Y luego: “¡Quique, un minuto quince, date prisa que palmamos!”

    Entramos a falta de 45 segundos para penalizar, y comencé a pensar en el tramo siguiente, un recorrido que englobaba la tradicional segunda etapa del Dakar cuando partía de Lisboa. El rutómetro asustaba con 269 kilómetros de tramo repartidos en ¡923 viñetas!, un tiempo máximo de cinco horas y veinte minutos, y gestos de preocupación de los veteranos cuando les preguntaba por la profundidad de los barrancos.

    De nuevo tiempo para pensar, mucho tiempo. En las zonas lentas y en bajada, o en las pistas de ladera, se calentaban los frenos y los amortiguadores, y entonces el coche no se paraba y se volvía rebotón e inestable. Entonces repasaba el rutómetro y veía que, al llegar al fondo de los valles, más frescos y más lisos, todo recuperaría su temperatura de servicio, y subiríamos el ritmo. Los barrancos, efectivamente, daban miedo; cada cierto tiempo veíamos rivales averiados o accidentados, y pensaba obsesivamente en contener el ritmo, en asegurarnos el llegar a meta.
    Las horas de tramo pasaban, encerrado en el mínimo espacio compartido con Quique, los extintores, el Terratrip, las notas …, y sin detenernos. El cuerpo encajado en el bacquet, más el arnés de cuatro apoyos, el casco y el Hans, más los baches y los saltos, me comprimían, y cuando solo llevaba unos cientos de viñetas del rutómetro, comencé a tener ganas de parar. Muchas viñetas después tenía muchas ganas de parar. Lo curioso es que el cuerpo pasa a una especie de función de emergencia, y las ganas se convierten en dolor, allá en el bajo vientre, pero no me podía comprimir para mitigar el dolor por culpa del bacquet y los arneses que, precisamente ellos, eran los que me producían el dolor por no parar.

    Necesitamos cinco horas y veinticuatro minutos para llegar a meta, y aunque tenía el cuerpo hecho un cuatro rígido, me tiré casi en marcha a la vista de los comisarios para esconderme tras las jaras y los piornos florecidos y evacuar el dolor. Pensé: “¡Qué alivio!”
    El último día pensaba en eso, en que era el último y estábamos acabando, en que después de la paliza del día anterior quedábamos pocos en carrera, y estábamos 37º en la general y séptimos entre los coches de serie. También en que, en el escaso tiempo de la asistencia, como no llevábamos mecánico, solo habíamos reparado el soporte roto de la batería y limpiado los cristales polvorientos. En el enlace camino de esa última especial, de 84 km, que se corría en la orilla española del Guadiana, entre Ayamonte, Lepe y Cartaya, notamos cómo se movía el coche al pasar por baches longitudinales, como si tomara sus propias decisiones. Podían ser los neumáticos ya agotados, y uno de ellos dañado con cortes por el vuelco de la Baja España del año anterior; podían ser los amortiguadores desfallecidos; podían ser mil cosas. Antes de entrar en el tramo repasamos el coche y no vimos nada.
    Ya en carrera, con el Guadiana cerca y el puente internacional a la vista, recordaba aquel pasaje de la canción de Carlos Cano que dice “Desde Ayamonte hasta Faro / se oye este fado / por las tabernas”. Y sorprendentemente, durante el tramo, pensé en un programa cultural de televisión, cuando los había, en que coincidieron Carlos Cano y Mario Vargas Llosa, en el que este último le dijo al cantautor el piropo más bonito que he oído nunca: “Daría toda mi obra por haber escrito la letra de María la portuguesa”.

    A unos diez minutos del final de ese último tramo se acabó todo: el comportamiento extraño del coche que habíamos notado a primera hora se debía a que estaban dañados los tornillos de la mangueta; de repente la rueda delantera derecha se arrancó de cuajo, se llevó por delante parte de la aleta y todas nuestras ilusiones.
    No pensaba en nada seis meses más tarde, cuando salí de la oficina (aparcamiento subterráneo de edificio de multinacional, traje y corbata) y me hice, con el piloto automático conectado, el recorrido hasta Marvao, en Portugal. Mi piloto me esperaba en el hotelito rural en el que nos alojábamos, leyendo el ABC, y nos saludamos como si fuéramos compañeros de trabajo que a la mañana siguiente van a tener una reunión con un cliente importante. Y tanto.

    Nos esperaba la Baja Portalegre, cuatro días de carrera puntuable para la Copa Internacional FIA de Bajas TT, que la mayoría de los equipos del Dakar tomaban como puesta a punto final, dos meses antes de la salida del raid de los raids. Allí estaban todos los buenos, … y nosotros, con nuestro vetusto Land Cruiser de hacía diez años, con 160.000 km sobre su chasis. La carrera era seria de verdad, con tramos largos, de los de muchas horas cada uno, y zonas en las que nuestro coche alcanzaba puntas de 150 km/h. Ahí pensaba dos cosas: la primera, traída por la lógica: “Si nosotros hacemos 150, ¿qué hacen los buenos?”; y la segunda, por el miedo: “Que no haya que frenar de pronto, porque parar dos toneladas de coche a 150 sobre tierra suelta, …” y ahí se paraba la reflexión, mejor era no cuantificar los metros necesarios para frenar en esas circunstancias.
    Seguí concentrado y poco distraído en los cuatro días de carrera, decidido a resolver las pegas que iban surgiendo: una colección de pinchazos, neumáticos de repuesto que se soltaban, un catarro que me tenía con la voz a medias, un motor con fallos intermitentes de origen desconocido y solución aun más misteriosa, …
    Solo había un factor adicional, allá en el fondo, al que daba vueltas: por una simple cuestión de dignidad, no podíamos quedar los últimos, por buenos que fueran los demás y por veterano que fuera nuestro coche. La víctima propiciatoria escogida para ese puesto era un Land Rover de la edad y estado de nuestro coche, con el que llevábamos tres días discutiendo la honra del penúltimo lugar.

    El cuarto día de carrera éramos nosotros quienes ocupábamos esa digna “no última” posición, y salimos dispuestos a defenderla. En el kilómetro quince la perdimos, al tener que parar para sujetar las ruedas de repuesto, que se habían soltado otra vez. Muchos kilómetros más tarde les cogimos, comprobamos que su motor corría un pelín menos que el nuestro (que ya era decir) y andaban algo sueltos de suspensiones, y finalmente pudimos pasarles.
    A 60 kilómetros del final del tramo nuestro motor volvió a fallar. La temperatura de refrigerante y la presión de aceite eran correctas, no había luces encendidas, ni tirones ni ruidos, pero el motor no estiraba. Con el estómago encogido llegamos al vadeo enorme que había a 43 km. de meta y, por los pelos, conseguimos pasarlo, aunque a punto estuvimos de sufrir el desdoro de quedarnos en el medio del río.
    El motor cada vez corría menos, y dentro del coche nos debatíamos entre arriesgar a seguir (“¿Y si se rompe?, ¿y si es una clavija suelta que no le deja soplar?, ¿y si es un manguito del turbo flojo?, ¿y si es una pérdida de aceite y encima acabamos ardiendo?”) o parar a echar un vistazo (“¿Y si nos pasa el Land Rover?”). A 14 km de meta nos paramos: no solo no vimos nada raro, sino que además ¡el Land Rover nos adelantó!
    Volvimos al coche y, con la cabeza gacha, recordé el proverbio senegalés que me consolaba: “Los errores no anulan el valor del esfuerzo que se ha hecho”. Solo que cuando faltaban cuatro kilómetros para acabar el último tramo del cuarto y último día, vimos al Land Rover parado en un lateral, intentando una reparación de emergencia. De modo que llegamos penúltimos al final del tramo, donde no solo ya no había aficionados, es que los empleados de la televisión portuguesa terminaban de recoger las cámaras porque los de la cola no salen por la tele.
    Me daba igual, porque un rato más tarde recogí en la oficina de carrera una clasificación con el membrete “Copa Internacional FIA de Bajas Todo Terreno” en la que al final, después de los Mitsubishi, los BMW y el resto de los buenos, aparece el Land Cruiser del año 99, el del motor moribundo y los neumáticos de segunda mano, junto a mi nombre.
    Lo último que recuerdo es que me cambié de ropa en una furgoneta y me monté en el coche allí, en el parque cerrado en las afueras de la ciudad de Portalegre. Y el siguiente pensamiento, tras un vacío mental de muchas horas, es en casa, mientras deshacía la maleta y ponía el despertador para ir al día siguiente a la oficina, como si no hubiera pasado nada.


  • Llegar a Ksar Jraa

    La portada del libro me miraba fijamente. Incluso abierto, con la foto de su portada aplastada contra la mesa en la que trabajaba, sentía que me miraba fijamente. Me concentré en lo que estaba haciendo, organizar un viaje de un par de semanas por Túnez. Sobre la mesa estaban el mapa Michelin 744, la guía Lonely Planet y el libro en cuestión: “Pistes du Sud Tunisien a travers de l’histoire”, de Jacques Gandini. Era la época previa a Google Earth, Wikiloc y los foros, cuando la información no era digital, si no que se basaba en el papel y en el boca a boca. Un amigo, que había cruzado Marruecos en su Land Cruiser guiado por los cinco tomos de “Pistes du Maroc”, del mismo autor, me lo recomendó cuando supo de mi proyecto sobre Túnez.
    Y ahí estábamos mi primitivo francés y yo, desentrañando las explicaciones de Monsieur Gandini, intentando confirmarlas sobre el mapa y convirtiéndolas después en un rutómetro. Mientras me miraba la portada.
    Volví a ella. Aparecía un ksar (ksour en plural), una construcción fortificada para defenderse de cualquier tipo de peligro: bandidos, invasores, tormentas o insectos, y guardar grano, animales y familias. En este caso, eran almacenes de grano y alimentos más algunas habitaciones elementales, que se levantaban en el sur de Túnez. Se ubicaba sobre una ladera al pie de una cresta rocosa, y a su puerta se encontraba el Land Cruiser Serie 70 blanco del autor del libro. Los edificios aparecían abandonados y parcialmente en ruinas, y el vehículo apuntaba hacia abajo. Me asaltó el pensamiento práctico de si lo habían estacionado así para que la foto saliera más bonita, ¿había sitio en aquella ladera escarpada para dar la vuelta entre las piedras, o habían recorrido la pista marcha atrás y cuesta arriba?
    Dejé la organización del viaje y me centré en ampliar la información sobre la zona de la foto de la portada. El interior del libro me ayudó: Photo de coverture: ksar berbère de Jraa, parcour H3. El recorrido H3 llevaba de Ghoumrassen a Matmata, en el sureste del país, una de las zonas que teníamos previsto visitar, y la página 157 entraba en detalles: “Ksar Jraa (33º 09,45’N, 10º 14,22’ E), un verdadero ksar de opereta, un decorado de teatro, construido sobre una línea de cerros. Un tanto deteriorado, tiene la particularidad de poseer una puerta con dintel bajo la habitación en bóveda del acceso. Atención, la parte superior del camino es demasiado estrecha para dar la vuelta. Si suben varios vehículos, prueba a aparcar cien metros más abajo, antes de llegar al ksar. Regresar por el mismo camino”. Me quedó claro: si el autor del libro, con un Land Cruiser de la Serie 70, había llegado a Ksar Jraa, también mi LJ70 y yo íbamos a llegar.
    El día elegido para conseguirlo comenzó con madrugón, con el objetivo de hacer una visita previa a Chenini, una villa bereber ubicada en una ladera, a solo 18 kilómetros de Tataouine. Y esa era la clave, que al estar tan cerca de una ciudad turística, o se llega a Chenini a muy primera hora, o uno se topa con alrededores convertidos en un atasco de autobuses y las callejuelas del poblado fundado en el siglo XII en una sucursal de las playas españolas en verano. Gracias a esa previsión, cuando llegué a Chenini el Land Cruiser se quedó solo en el aparcamiento y pude vagar tranquilo por entre las ruinas.

    Los restos de las casas, de piedra y adobe, parecían encaramarse en la ladera, agarrarse a las rocas para no caer pendiente abajo. Cansaba imaginar el esfuerzo de haber acarreado tanto material desde las llanuras cercanas, en burros o en carros arrastrados por mulas, y luego subirlo primero hasta las callejas y posteriormente hasta cada planta de las viviendas.

    La soledad y el silencio invitaban a imaginar cómo habría sido la vida en la zona, y eso me llevó a trepar entre piedras y colarme por arcos semiderruidos para introducirme en lo que, en algún momento, fueron cocinas, silos, cuadras o dormitorios. En una de esas incursiones, pasando de estancia en estancia por entre muros caídos y huecos de puertas, me encontré con otro resto de la historia, de una historia mucho más reciente. Lo miré dos veces porque no llegaba a creer que, pasados más de sesenta años, aun quedara por allí un bidón de combustible del Afrika Korps, con sus escudos y sus textos estampados en la chapa: Kraftstoff, 20 l, Feuergefährlich, y algo más abajo el logotipo del fabricante. Otra muestra de la precisión alemana, que busca evitar los errores: los Wehrmachtkanister, que así se llamaban oficialmente estos bidones, llevaban claramente marcado su uso (combustible, kraftstoff, o agua, wasser), en el primer caso indicaban que su contenido era inflamable (Feuergefährlich), y la capacidad del envase.Por supuesto que evalué la posibilidad de llevármelo. Miré hacia abajo, hacia el Land Cruiser que me esperaba en el aparcamiento, y le vi lejos y ya no tan solitario. Comparé el volumen del bidón con el de la pequeña mochila que llevaba, y no me quedó más que suspirar. No había manera de esconderlo en la mochila y menos entre la ropa de verano que llevaba, me cruzaría con muchas personas bajando hasta el aparcamiento, y el coche ya estaba rodeado de otros vehículos. Así que me resigné, hice la foto que ahora publico, y seguí con la visita a Chenini.
    Según comenzaban a trepar y a desperdigarse los turistas por las callejuelas, más me escondía yo para mantener la sensación de soledad de primera hora. Afronté el último trozo de calle solitaria y vi que albergaba un pequeño taller artesano. Entré para descubrir un telar manual para alfombras, al artesano que lo manipulaba y, amontonado a la derecha, el resultado de sus últimos trabajos. Alfombras de colores vivos, con motivos bereberes, se agolpaban con un orden que no acerté a entender, motivos geométricos, colores vivos unos y parduzcos otros y, en ningún lugar, una sospechosa caja de cartón con leyendas tipo “Made in Pakistan” o similares. Pegué la hebra con el tejedor, compartimos unas risas, y sus ganas de hacer negocios con extranjeros para él ricos se unieron a mi tendencia a llevarme recuerdos de los viajes. Repasamos las alfombras que me mostró y no resistí la tentación de un ejemplar en lana de cierto tamaño, que poco después envolvimos en bolsas negras de basura y guardé en el Land Cruiser. En lugar de un bidón del Afrika Korps, me llevé de Chenini una alfombra.
    El aparcamiento situado al pie de las ruinas de Chenini estaba lleno de autocares de turistas cuando arranqué el Land Cruiser con su carga ya en el maletero. Había acertado con la hora de llegada y era el momento de irse. Encendí el GPS con las coordenadas de Ksar Jraa según el libro de Gandini y, pasado Guermessa, tomé la C207 hacia Matmata antes de llegar a Ghoumrassem. La carretera, estrecha, se cruzaba con valles paralelos entre sí, algunos de los cuales tenía que ser el de Ksar Jraa. Siguiendo la flecha en la pantalla del GPS y mi instinto, me metí por una de las pistas que encontré a la derecha para darme cuenta, poco después, de que no tenía salida y solo conducía a unos apriscos. Media vuelta y retorno a la carretera. Algo más adelante apareció otra pista a la derecha, candidata a albergar el ksar que buscaba. Avancé por el fondo del valle, recorriendo la pista en buen estado, pero ni rastro del ksar, a pesar de que la flecha del GPS insistía en que estaba llegando. Vi unas cabañas de piedra en la ladera izquierda, justo donde me indicaba el GPS y, a su alrededor, una familia y sus cabras. Con la transfer en reductora subí monte arriba hasta que las caras de susto de la familia me dejaron claro que tampoco era por allí. Bien, pues si ni el mapa Michelin ni el GPS me llevaban a Ksar Jraa, lo haría el método más antiguo de orientación de los viajeros: preguntar a los lugareños.
    Me bajé del Land Cruiser y trepé por la ladera, sonriendo por amabilidad y porque me hacía gracia la situación a la que me habían llevado mis ganas de localizar, precisamente, ese ksar, una actitud entre la tenacidad y la terquedad. Tenía claro que los habitantes de aquellas cabañas no hablaban más que árabe, así que me limité a decir “Ksar Jraa” en tono de interrogación, mientras miraba monte arriba. La mujer me miró horrorizada, y con sus manos dijo claramente que no, que no se llegaba en la dirección que yo señalaba con la vista. Alcé la mirada y le di la razón: unos metros más arriba hacía falta equipo de escalada para seguir el rumbo.
    Es muy posible que me lo explicara de modo geográficamente intachable en perfecto árabe, pero yo lo comprendí siguiendo sus gestos y fijándome dónde miraba: regresa al fondo del valle, me decían sus manos y sus ojos, y una vez allí, vuelve hasta la carretera. Tómala hacia la derecha y, cuando encuentres el siguiente valle, coge la pista de la derecha. Te encontrarás Ksar Jraa.
    Dando las gracias de palabra y con la sonrisa, me subí al Land Cruiser y di la vuelta, cuidando de no volcar. Llegué al fondo del valle, luego a la carretera y giré a la derecha, como me había dicho mi guía improvisada. Y sí, unos cientos de metros más adelante aparecía a la derecha una pista que se internaba en un nuevo valle, paralelo al anterior. Entré con un ojo en el recorrido y otro mirando la pantalla del GPS, que insistía en que Ksar Jraa estaba cada vez más cerca. Finalmente apareció, sus ruinas encaramadas en la ladera reseca, al pie de los últimos riscos, lo que coronaban el valle. Recordando los consejos de Gandini en su libro, hice los metros finales marcha atrás, porque no había sitio para dar la vuelta en la puerta del ksar. Me bajé del coche con la satisfacción de haber llegado y con la duda de si habría valido la pena el esfuerzo, después de haber visitado ksour en buen estado en los últimos días. Comencé a caminar a trompicones entre las ruinas de la edificación, claramente deshabitada desde hacía mucho tiempo. Las piedras que se desprendían de la construcción hacían difícil avanzar por el patio central, que se había convertido en una mezcla de monte bajo y pedruscos. En el interior de las ghorfas, las construcciones alargadas que forman el ksar, no quedaban huellas de sus habitantes, y la escaleras y rampas para subir a las plantas altas se habían derrumbado.
    Con un cierto pesar caminé hasta un cerro cercano, frente a la entrada, para reproducir la foto de la portada del libro de Gandini, la que me miraba mientras preparaba este viaje. Al ver el encuadre de la foto en el visor de la cámara, todavía una analógica, comprobé que el ksar en ruinas era el mismo que el del libro, solo cambiaba que el Land Cruiser aparcado era negro y con matrícula española.
    Los años han pasado, los recuerdos permanecen y la alfombra también: la foto de la portada del libro de Jacques Gandini que aparece junto a este texto está hecha sobre esa alfombra, en la que apoyo los pies cuando estoy en el salón de casa. Y en la que pienso cuando analizo la sutil frontera que separa la terquedad de la tenacidad.


  • Necrológica: El segmento D

    El segmento D, eso que toda la vida hemos llamado “un coche de verdad”, agoniza en Europa. Ha pasado de líder espiritual del mercado a concepto viejuno, de ser “aspiracional” cuando no existía esa palabra a alojarse en la unidad de cuidados paliativos de una residencia de la tercera edad automovilística.

    Repasemos los motivos que lo crearon y le condujeron al éxito, para entender por qué se nos muere y a dónde van a parar sus restos.

    Durante los años cincuenta del siglo pasado sucedió un nuevo fenómeno económico y sociológico. En la Europa devastada tras la Segunda Guerra Mundial, y que se reconstruía a alta velocidad, surgió entre la burguesía el concepto de ocio activo. Entendemos por tal el hecho de que un determinado grupo social (en este caso, las clases medias especialmente alemanas y británicas) dispone de tiempo libre (la jornada laboral es más breve que al inicio de la Revolución Industrial) y de dinero para gastar tras cubrir sus necesidades básicas. No olvidemos que, tradicionalmente, los empleados del sector primario practicaban una economía de supervivencia, en la que no había tiempo libre ni dinero sobrante; y que los del sector terciario del siglo XIX trabajaban seis o siete días por semana en jornadas extenuantes, por lo que el poco tiempo libre se dedicaba a descansar, además de que no tenían renta disponible para el ocio.

    Este fenómeno del ocio activo trajo consecuencias visibles en muchos campos, como la popularización de los viajes de veraneo, hasta el momento patrimonio de las clases altas, o la compra de la segunda residencia. En el sector del automóvil, se creó repentinamente la necesidad de un vehículo que satisficiera las necesidades del nuevo grupo social. No olvidemos lo que había en el momento: vehículos demasiado pequeños para transportar con comodidad a una familia, con espacio limitado para que estas personas transportaran su equipaje de fin de semana, y con una potencia escasa para mover con soltura ese peso por las nacientes autopistas europeas. Es decir, se seguían fabricando el Morris Minor y el Fiat 600, pero ya no valían.

    El primer vehículo que cumple estos nuevos requisitos es el BMW Neue Klasse, que comenzó con el 1500 de 1962, y por tanto son los bávaros, con el apoyo de Giovanni Michelotti, autor del diseño, los que se anotan el tanto de crear lo que luego se llamó el segmento D. El punto clave del vehículo es el perfil en tres volúmenes, cada uno de los cuales tiene una función y un significado:

    • El primer volumen alberga el motor, ya demasiado grande y pesado para encajar en la parte posterior, como en un Fiat 500 o un Renault 4CV. Desde el punto de vista formal, la presencia visible del volumen ocupado por este motor enfatiza la potencia disponible y distingue al vehículo de los movidos por fuerza animal, aun disponibles y abundantes en la época.
    • El segundo volumen es el habitáculo, suficientemente amplio para dos adultos y hasta tres niños, y al que se accede mediante cuatro puertas. Deja bien claro que es un vehículo para transportar personas, no una herramienta de trabajo que traslada carga, y que las personas que van a bordo son una familia.
    • Y por último, el tercer volumen, el del maletero separado, el que demuestra que no se transporta carga, si no el equipaje de los pasajeros que viajan en su tiempo libre en busca del ocio del fin de semana.

    Una vez creado el nuevo tipo de vehículo y cosechado el éxito, todos los fabricantes acudieron a poblarlo. Cada uno lo interpretó a su modo y lo adaptó a sus mercados principales, manteniendo los conceptos básicos. Renault desarrolló propuestas primero rectilíneas (R 12) y luego más redondeadas (R 18), mientras Citroën rompió moldes técnicos con el GS y luego pidió ayuda a Marcello Gandini para vestir con elegancia un interior más conservador, y surgió el BX. Por el otro lado francés, Peugeot creó sus “coches de notario”, llamados así porque parecía ser el vehículo corporativo de todo señor serio de Francia: 405 y 505. BMW mantuvo su presencia con la Serie 3, desde el E21 de 1975 en adelante, seguido de cerca por Mercedes desde el 190 (W201) de 1982. Cuando Audi se unió al club premium, entró en el segmento D con los Audi 80. La aportación de Fiat tuvo mucho peso en España por el acuerdo que mantenía entonces con Seat, y poblaron las carreteras del sur de Europa con los 1500 primero y los 124 y 1430 después. No podemos dejar de lado a los Ford (Taunus, Sierra y Mondeo), los Opel (Ascona, Vectra e Insignia), y otros como el Alfa Romeo 75 o los Volkswagen Santana y Passat.

    Con el paso del tiempo el segmento D comenzó a generar interesantes ramificaciones. Por arriba surgieron vehículos más grandes, más lujosos o ambas características a la vez, comenzando a crear el mercado premium. Incluyo aquí los Fiat/Seat 131 y 132 (éste último también de Gandini), o derivaciones coupé como el Renault Fuego. Surgió igualmente una rama inferior, con un tamaño una talla menor, ligada a necesidades de mercados con menos poder adquisitivo: solo en España se vendía el Renault 7, un R5 con maletero; y también en España se creó el Seat Córdoba, que era un Ibiza igualmente con maletero. Esta tendencia de hacer coches con aspecto de D y tamaño de C continúa en países emergentes de América, Africa y Asia ya en el siglo XXI.

    Pero las sociedades cambian, los grupos sociales evolucionan y, por ello, las modas pasan. En 2002 los vehículos del segmento suponían el 18,2% del mercado español, con una bajada del 10% respecto a 2001 en un mercado que sólo caía el 6,5%. En 2013 tenían la mitad de cuota (9,46%), y el cierre de 2017 ahonda la situación: son justo el 6% de un mercado que creció el 7,6%, mientras ellos bajan el 10,22%

    Ante esta situación, muchos fabricantes han abandonado el segmento: ya no hay Toyota Avensis, ni Honda Accord, menos aun Fiat Croma o Lancia Lybra, ni Mitsubishi Galant, Nissan Primera, Seat Toledo o Citroën C5.

    ¿Y a dónde han ido a parar los tradicionales compradores del segmento D? o, mejor aun, ¿qué compran los hijos de quienes consideraban aspiracional un segmento D? Dependiendo de lo que buscan, de lo que hacen con el coche, de la imagen que quieren dar y de quién paga el coche, se han repartido más o menos así:

    • “Quiero un segmento D pero no parecer mi padre; al contrario, que parezca que soy moderno y dinámico”: Se compran un segmento D familiar, con nombre moderno y dinámico: Sportwagon, Touring Sports o SportsTourer.
    • “El segmento D es demasiado grande para mí” o “No me cabe en la plaza de garaje”: se van a un segmento C generalista muy equipado o un C premium, como un A3 o un Mercedes Clase B.
    • “Quiero un buen coche, pero viajo poco y casi siempre me muevo por ciudad”: Volvemos a la casilla anterior, con un segmento B o C muy equipado o su versión premium.
    • “Que se note que soy moderno y dinámico, pero que no sea grande”: Una de las mayores pérdidas de clientes del segmento D es ésta, los que se van a los todocamino B o C, como Renault Captur o Seat Arona.
    • “Quiero un coche que se note, y mucho, que me vean venir”: No hay duda de lo que busca este cliente, y tiene donde escoger, entre BMW X5 y X6, Mercedes GLS, Audi Q7, Porsche Cayenne, …
    • “Viajo mucho en el coche de empresa, pero el presupuesto ha bajado”: Tras muchos años con los Mondeo y los Vectra, ahora toca Ford Focus u Opel Astra. Cosas del recorte de gastos.
    • “Lo mismo que el anterior, salvo que en mi empresa hay que cuidar la imagen”: Generalmente se han ido al lado premium, sea C (BMW Serie 2, Audi A3) o D (Serie 3 o Clase C).
    • “Mi empresa quiere que se evidencia su preocupación por el medio ambiente”: Más atomización aun, al repartirse entre híbridos generalistas (Toyota Auris) o premium (Lexus IS), eléctricos pequeños (Renault Zoe), medianos (Nissan Leaf), pequeños premium (BMW i3), o grandes y vistosos (Teslas varios).

    Le he dado vueltas a estos razonamientos en las semanas en las que he conducido asiduamente un segmento D que cumplía con los cánones de su grupo: tres volúmenes rotundamente definidos, interior serio, y motor diésel con cambio manual. Francamente, me sentía como habitando un museo del automóvil, como viviendo mi propio pasado automovilístico; es decir, conduciendo un coche de otro tiempo. Lo del ruido del diésel en frío, el pisar un embrague y accionar manualmente el cambio me llevaban al pasado; la tapa del maletero me parecía un atraso ante la comodidad de los portones, el interior era demasiado formal, … Sí, vale, seguía siendo un arma demoledora para viajes por autovía a ritmo superior al legal: entre 130 y 150 km/h de marcador mantenía el ritmo independientemente de la orografía entre quinta y sexta, el confort de los asientos y el escaso ruido interior permitían iniciar el viaje más tarde de lo deseado y llegar entero. Pero ofrecía poco más que una berlina de segmento D, no tenía la visibilidad de un todocamino, era más torpón que un deportivo y menos práctico que un familiar.

    Lo que me conduce a la misma conclusión que al mercado: hay que definir claramente necesidades de uso y de imagen, y escoger en un catálogo cada vez más preciso.

    Y en la hora de la despedida, le agradecemos a segmento D los viajes en familia y la capacidad del maletero, y le deseamos una feliz jubilación.


  • El parque móvil en 2017

    Durante 2017 mi parque móvil ha viajado por el espacio y a través del tiempo, unas veces en recorridos por tierra y asfalto, y otras por lo que viene y lo que se va en la automoción, como enfatizando lo ágil del sector y lo deprisa que envejecen los conceptos.

    Un Toyota Prius de 4ª generación habitó mi garaje hasta Agosto, y me acostumbré a sus bajos consumos (entre 4,1 y 4,3 l/100 km reales) y a la suavidad propia de un híbrido. También me parecían normales su comportamiento semiautónomo, gracias a las ayudas al aparcamiento, la cámara trasera, los sensores laterales y el control de crucero activo.

    Después de casi 27.000 km de uso, las críticas objetivas son pocas. Hay una genérica a los coches con buen Cx y escasa superficie frontal: para conseguir buenos valores en ambos parámetros, se suelen inclinar mucho el parabrisas y la luneta trasera; la consecuencia es que su proyección horizontal es grande y, cuando están expuestos al sol, hay mucha radiación que llega al interior. Incluso con el aire acondicionado en marcha y en posición potente, dentro del habitáculo se siente calor rodando en autovía española en verano.

    El RAV4 también híbrido que sustituyó al Prius parece un coche actual, hasta que nos damos cuenta de lo poco que dura la actualidad en los automóviles. El ritmo de introducción de mejoras es tan rápido que cualquier vehículo que tenga más de dos años muestra con rapidez sus “atrasos”. La lista de lo que le falta a este RAV4 es así de larga: para empezar, su sistema híbrido es de 3ª generación (no de 4ª, como en el Prius), y se echan a faltar el empuje a medio régimen y la economía de consumo. Sí, vale, tiene 200 CV, y es más largo, alto y pesado que el Prius, pero había que esforzarse para que el consumo se acercara a los seis litros a los cien kilómetros, y no había quien bajara de ahí. En segundo lugar, pasar de un vehículo con la nueva estructura de plataformas de Toyota y Lexus (TNGA, en jerga interna) a uno que no la tiene, es una estupenda manera de darse cuenta de sus ventajas. El RAV4 balancea más en curvas, no tiene la agilidad de un Prius en secciones enlazadas, y el subviraje se convierte en norma si entramos con ganas en los giros.

    Aunque el RAV4 incorpore ayudas en la conducción, no tiene todas las disponibles a día de hoy (le falta, por ejemplo, la ayuda de aparcamiento), y la ergonomía interior delata que algunos de estos sistemas se han añadido a posteriori, simplemente porque no existían cuando se diseñó el vehículo. Y echaba en falta un botón directo de desactivación del sistema de aviso de abandono de carril, muy útil al rodar por carreteras estrechas, en las que el pitido de aviso funciona de manera irritantemente habitual porque no hay modo de no pisar las líneas laterales.

    Por otro lado, el volumen interior es enorme, tanto en espacio para las piernas en las plazas traseras como en el maletero, y la postura elevada permite una buena visibilidad en la selva del tráfico urbano.

    Un accidente sin importancia envió al RAV4 al taller y le sustituyó un Avensis turbodiésel y manual. Sorprenden las sensaciones que genera en la actualidad este vehículo, o cualquier segmento D turbodiésel y manual, porque eran coches “aspiracionales” cuando no existía esta palabra, y ahora nos parecen antiguos y hasta “viejunos”, ruidosos e incómodos. ¿Por qué este cambio tan radical? Porque antes lo bueno era una berlina y ahora es un SUV, antes era un manual y ahora lo es un automático, y porque antes el diésel era el futuro y ahora se dice que se lo va a cargar. Una vez que se disfruta de las ventajas de un portón trasero, una tapa de maletero es incómoda; una vez que la incomodidad de los atascos se mitiga con la amabilidad y el silencio de un híbrido, el uso de un cambio manual y los ruidos del sistema “Start&Stop” de un diésel parecen recuerdos de épocas pasadas.

    El año del BMW M3 E46 estuvo marcado por algo tan aparentemente simple como un cambio de neumáticos. Cuando lo compré, llevaba unos Falken FK452, claramente por debajo del nivel de calidad dinámica del coche. Ya estaban más que a medio uso, y una vez cansados, el M3 entraba de delante en las curvas como en dos fases, con una especie de subviraje tímido primero, del que luego se arrepentía. Al plantearme el cambio de los neumáticos, la primera duda apareció con las medidas a emplear. El M3 de tercera generación montaba de serie llantas de 18” con neumáticos 225/45 delante y 255/40 detrás, aunque la mayoría de los compradores optaba por la posibilidad de las llantas de 19”. En ese caso, las medidas eran 225/40 delante y 255/35 detrás. Para complicar las cosas, la serie limitada (y deseada) CSL equipaba 235/35 ZR 19 y 265/30 ZR 19, y esas eran las medidas de mi unidad.

    Como nunca me han gustado las anchuras excesivas de neumáticos preferí, aprovechando el cambio, retornar a las medidas originales, lo que supone bajar una medida en anchura y subir una en perfil, y terminé montando unos Dunlop Sportmaxx. Y además equipan flancos protectores de llantas, algo que agradecemos los que adoramos las llantas de los M3 y somos patosos aparcando.

    Las sensaciones, desde la misma salida del taller en el que los monté, fueron de más confort con el mismo tacto de dirección, menos sequedad en irregularidades y algo más de agarre lateral. La entrada en curva ha subido a otro nivel: con velocidades de entrada que el cerebro asocia a subviraje claro y desastre posible, el morro entra de modo nítido y decidido, el volante informa a las manos con precisión, y las secuencias de curvas enlazadas se suceden a un ritmo casi mágico.

    Ser propietario de un vehículo como éste me ha conducido, de modo inesperado, a situaciones diferentes o hasta peculiares o, por decirlo de otro modo, a una vida social distinta. Por ejemplo, que el empleado del camión de basuras que espera, justo a mi lado, a que se ponga el semáforo en verde en una glorieta del centro de Madrid, me diga con una sonrisa sincera: “¡Qué coche más bonito!”. Y que yo se lo agradezca, bajo el sol suave de Septiembre que se disfruta con la capota plegada, casi con orgullo de padre. O recorridos por carreteras de montaña que culminan con comilonas, acompañados de aristócratas italianos provenientes de Maranello, como un 348 tb o un 355 Targa.

    Con todo, el momento cumbre de la vida social del M3 en 2017 fue la presencia en Auto Bello, esa reunión de coches de lujo en la que tan importante es ser como ser visto, en la que comparece lo mejor de lo mejor. Tan mejor, que mi M3 y yo aparcamos en lo más profundo de un aparcamiento lateral.

    No era para menos, ya que los vehículos expuestos suponían los sueños imposibles de un aficionado, sea al tipo de vehículo que sea. Para los seguidores de lo último estaban un Aston Martin DB11 y un Lamborghini Huracan; a los amantes de los clásicos les esperaban un Ferrari F40 y un Citroën DS, y los perseguidores de rarezas disfrutaban con un Porsche 911 50º aniversario y un 356 Cabrio. Tardé varios días en dejar de tener los ojos como platos.

    El Land Cruiser HDJ80 debía haber tenido un año tranquilo hasta que las cosas se torcieron. Disfrutábamos juntos por una excursión a través de pinares arenosos en Segovia, un ecosistema igual al de Doñana, solo que en versión casi desconocida para el gran público y en la que es legal rodar con vehículos todoterreno. La formidable tracción en todas las circunstancias, solo con el bloqueo central conectado, permitió que nos divirtiéramos un montón. Las únicas pegas son el tamaño y el peso; el primero es excesivo en los tramos retorcidos entre árboles, el segundo limita la agilidad cuando hay que corregir repentinamente. Y acabamos contra un duro pino segoviano, que dañó el frontal izquierdo.

    También a la Ghost le esperaba un año sin sobresaltos, e inesperadamente fue la sequía la que definió lo sucedido. El suelo estuvo, casi todo 2017, seco y duro, con un agarre escaso y en ocasiones peligroso. Una ruta por el este de Madrid, realizada en Mayo, convirtió lo que debía haber sido un paseo agradable entre olivares en un continuo susto: no había agarre ni en las subidas ni en las bajadas, y los senderos de ladera eran una invitación a despeñarse.

    Según avanzaba el año y con él la sequía, las condiciones empeoraban: desde el verano el campo se llenó de abrojos, esas plantas llenas de púas que tan mal se llevan con los neumáticos de las bicis de montaña, salvo que lleves “tubeless”. Solo que muchas semanas continuadas de temperaturas altas anularon el efecto del líquido que va dentro de los neumáticos sin cámara, y por primera vez en cientos de kilómetros, ¡pinché llevando “tubeless”! Los abrojos fueron tan crueles que ninguno de mis trucos (pasar los dedos por el interior del neumático buscando pinchos, poner una cámara, …) evitaron el mal rato de volver a casa empujando. Solo me consolé cuando entré en mi tienda habitual para que repararan el desaguisado: el taller estaba llenos de bicis con neumáticos “tubeless” pinchados. Me quité el mal sabor de boca corriendo, un año más, la Ruta Imperial, por El Escorial y sus alrededores.

    En resumen, otro año más disfrutando de la agilidad de las bicis de montaña y de los coches deportivos, de la conducción un poco más al límite por el campo, de las carreteras y caminos de España, … y preparando más diversión sobre ruedas para 2018.


  • Todos somos «premium»

    El sector de la automoción está atravesando la mayor transformación desde que existe, y ese cambio se realiza en diversos planos: se pone en duda el método de distribución, venta y mantenimiento de los vehículos; se propone el uso de varios métodos de propulsión; se cuestiona la mera propiedad de los vehículos. Otra modificación más, relacionada con la evolución de la sociedad compradora, es la deriva de muchas marcas, sean asentadas o recién llegadas o creadas a propósito, por incluirse en el denominado segmento premium, algo así como la burguesía del sector. Las marcas premium (actualmente BMW o Mercedes, por citar dos ejemplos) están por encima de las generalistas (Ford, Toyota o Renault) y por debajo de las de lujo (Ferrari, Aston Martin o Rolls Royce).

    BMW Serie 3

    El motivo económico para esforzarse en acceder a este club es el mayor margen por unidad vendida, y el mayor número de extras y opciones por vehículo, con más beneficio que el coche en sí; ambos factores de especial importancia si consideramos que el segmento generalista está cada vez más saturado y utiliza el descuento como uno de los argumentos básicos de venta.

    El otro motivo, de orden estratégico, es la llegada por debajo de nuevos actores. La base de la pirámide del mercado, las marcas generalistas, vio con miedo cómo la llegada de los coreanos ponía en peligro su situación, con la posible invasión de coches sencillos y baratos. La mejor manera de evitar el riesgo, era trepar por la pirámide, y ofrecer mayor calidad y estatus, aunque subiera el precio.

    A su vez, estos coreanos temían la llegada de los fabricantes chinos, con precios (y calidad) aun menores.

    En medio de esta pelea por la supervivencia de enormes grupos industriales, no podemos caer en la simplificación de pensar que ser una marca premium consiste en poco más que proclamarlo en una reunión de concesionarios y en repetirlo en las notas de prensa, tras añadir cuero, madera y cromados a los modelos ya comercializados como generalistas. Ser premium, en automoción o en cualquier otro sector, es mucho más exigente, y se basa en:

    • El producto tiene una calidad, real y percibida, superior a la de los productos generalistas. Esta calidad se refiere a los materiales y sus ajustes, y se consigue mediante mejores métodos de producción.
    • El producto ofrece mejores prestaciones. Si es un automóvil, hablamos fundamentalmente de potencia y confort.
    • La imagen de marca es fuerte, y resulta visible en el producto.
    • El precio es superior.
    • El servicio del fabricante es igualmente de calidad superior a la media. No olvidemos que el cliente premium de automóviles también lo es de restaurantes, relojes, trajes y hoteles, y exige en su concesionario el mismo trato premium que en la tienda de Prada.

    Ya que actualmente varias marcas pugnan por entrar en este mercado, no estará de más repasar cómo lo ha conseguido Audi, que en unos años ha borrado su mote de “Mercedes de los pobres” y se ha situado como rival de estos competidores.

    Audi partía con dos ventajas. Por un lado, sus productos llevan la prestigiosa etiqueta “Made in Germany”, un punto a favor a la hora de mejorar la imagen de marca. Y por otro, disfruta de una larga historia, ya que proviene de Auto Union; esto, a su vez, le elimina la imagen negativa de arribista (mal visto entre las élites) y le añade la leyenda de la competición desde los años ’30.

    Al principio basó su diferenciación en cuestiones técnicas, como la inyección directa Diésel (TDI), que impactaba claramente en los segmentos D y E con motores diésel, básicos en las ventas en Europa, y en la tracción Quattro de algunas versiones. En este punto los chicos de marketing bordaron su trabajo de crear imagen, porque el motivo técnico de esta tracción integral era muy otro: con motores longitudinales por delante del eje delantero, es muy difícil conseguir tracción por encima de ciertos niveles de potencia, ya que hablamos de un coche tan peculiar como un Porsche 911 puesto del revés. Para reducir el problema, los ingenieros de Audi añadieron la tracción delantera, y los de marketing lo elevaron a la categoría de mito técnico y atributo de marca.

    Con el tiempo, han cimentado la imagen en la aerodinámica (no olvidemos el icónico Audi 100 de 1982), unos interiores impecables en ergonomía y materiales, y la parrilla inspirada en los Auto Union que lucen desde 2004. Y esa evolución de la imagen ha tenido una linealidad en su cambio, una homogeneidad que ha permitido entrever continuidad en la mejora. Lo contrario de las marcas generalistas, que cambian de imagen corporativa cada pocos años, y desmoronan su propia historia: un Ford, Renault o Toyota de hace diez años no tienen rasgos comunes con los actuales.

    En esa pretendida entrada en el mundo premium ha habido numerosos intentos fallidos, y en la actualidad hay varios que no terminan de cuajar. Un vistazo detenido indica claramente las causas. Ford pretendió mejorar su imagen colocando en el frontal de cada modelo el morro corporativo de Aston Martin: nadie se convierte en premium por copiarle un rasgo a quien lo es, por el mismo motivo por el que no se juega mejor al fútbol por llevar la camiseta de Ronaldo. El siguiente intento de Ford se basa en crear versiones mejoradas de sus modelos y darle el nombre de Vignale, en recuerdo de Carrozzeria Vignale, el pequeño carrocero de Turín que solo existió como tal de 1948 a 1969. Tuvo una vida breve y atormentada porque en ese año lo compró De Tomaso, que fue absorbida por Ford en 1973, que a su vez hibernó a Vignale durante décadas, y que ahora la resucita para darle empaque a algunos modelos. Solo que entienden por dar empaque llenar de cuero, madera y cromados modelos ya existentes bajo la marca Ford. Y eso no es suficiente para llegar a premium.

    Algo muy parecido pretende Citroën con su nueva marca DS: bajo el recuerdo de uno de los coches más elegantes de la historia, quiere trepar por esta escalera del prestigio automovilístico añadiendo cromados y techos de otro color, y sobrecargando de formas modelos que ya nacieron como Citroën. Quizá la clave del error sea esa: añadiendo. No olvidemos que el lujo europeo es discreto (y el de los países emergentes, ostentoso) y no se llega a él añadiendo si no, a veces, simplificando.

    Un ejemplo más de esta generación de arribistas es Infiniti, la marca premium del grupo Renault – Nissan. Aun no sabe qué quiere ser de mayor, con esa mezcla de berlinas, SUVs y coupés que utilizan tecnologías de Renault, Nissan y Mercedes, y una imagen más pretenciosa que elegante.

    El único caso, junto con Audi, de llegada exitosa a esta élite del automóvil es Lexus. Nació hace más de 25 años y solo ahora comienza a tener una imagen asentada y firme, que arrancó con la tercera generación de IS, la de 2012, con el frontal en forma de doble punta de flecha (parrilla en huso, en el original en inglés), más definido desde el LC500 de 2017. Aun muestran los Lexus formas postizas, no totalmente integradas, como esos discutibles poliedros en los laterales traseros de RX y NX pero, ¿es imagen de marca o excentricidad? y, por otro lado, cuando BMW lanzó el primer vehículo con doble riñón en el morro, ¿se consideró imagen de marca o excentricidad?

    Si en lugar de centrarnos en las características del vehículo que es premium o que pretende serlo, pensamos en lo que el cliente espera de la marca, la perspectiva es diferente. Al ser ya cliente de marcas premium de otros sectores, trae un prejuicio que no se puede decepcionar. Espera encontrar el mismo entorno arquitectónico y decorativo, el mismo trato, sentirse importante. No es solo el diseño del local de venta, es la actitud de todos los empleados. En este caso la aproximación de Lexus es especialmente acertada: en lugar de autodefinirse como un fabricante de vehículos premium (que le llevaría a compararse con quienes llevan décadas en ese olimpo, y no ser más que un aspirante a rival de los tres alemanes), lo hace como fabricante de productos de lujo. Luego sus colegas, rivales y referentes son Rolex, Carolina Herrera y los hoteles de cinco estrellas. Dado que hoy en día muchos clientes de BMW llevan una gorra puesta hacia atrás, quizá sea ésta la mejor estrategia.


  • Por qué los coches son como son

    El diseño de automóviles es algo de lo que casi todo el mundo opina y de lo que casi nadie sabe. Como de la alineación de la selección de fútbol o de la estrategia de carrera de Fernando Alonso.

    Lo más afinado que se escucha es lo de “tiene un diseño agresivo” (anglicismo, por cierto) o “juvenil”, sin entrar siquiera en si tener un diseño agresivo o juvenil es bueno o malo, y en qué debe tener un diseño para ser calificado de “agresivo” o de “juvenil”.

    Más allá de la subjetividad, para mí uno de los atractivos del diseño industrial en general y del de automoción en particular es que mezcla elementos tan lejanos como cálculo de estructuras, producción o aerodinámica con psicología, arte o su prima hermana la moda.

    La trilogía de Paolo Tumminelli

    Como hay poca bibliografía al respecto me alegró toparme con un libro titulado “Car Design Europe”, escrito por Paolo Tumminelli (teNeues, 2011, ISBN 978-3-8327-9459-0), que no era más que el primer tomo de una trilogía que más tarde comprendió “Car Design America (teNeues, 2012, ISBN: 9787-3-8327-9596-2) y “Car Design Asia (teNeues, 2014, ISBN: 978-3-8327-9538-2).

    La lectura del primero de los libros me arrojó sobre una visión nueva del diseño de automóviles, al intrincarla con otras ciencias como la sociología, sin dejar la ingeniería. Tumminelli lo consigue haciendo un recorrido cronológico pero no estricto a través de los momentos que han marcado los por qués de las formas de los automóviles, y destacando los nombres propios de cada evento. Por ejemplo, la influencia en las formas de Paul Jaray y sus perfiles de gota de agua y de Wunibald Kamm y sus colas truncadas, que siguen viéndose en coches del siglo XXI. O el atrevimiento de André Citroën y su responsable de diseño Jean Pierre Boulanger al permitir que Flaminio Bertoni introdujera formas que aun hoy son icónicas: el Citroën 15 Traction Avant, el 2CV y el inolvidable DS, conocido al sur de los Pirineos como Tiburón.

    No todos los que merecen el honor de una mención como importantes en el diseño europeo son conocidos por su nombre, aunque sí por sus vehículos y la huella que dejaron. Uno de ellos es Mario Revelli de Beaumont que, bajo la protección del mismísimo Agnelli, dio forma al sencillo Fiat Cinquecento de 1935 y al elegante Alfa Romeo 2500 SS de 1946.

    También Alemania merece la atención de Tumminelli, con menciones a Rudolf Uhlenhaut y su Mercedes 300 SL (“ala de gaviota”) o Erwin Komenda, el austriaco desconocido que trabajó para Volkswagen y Porsche y que merece atención por dos creaciones tan significativas como el VW Escarabajo y el Porsche 356. En el Escarabajo, “combinaba la aerodinámica de Jaray con una decoración ornamental entre art decó y Secesión de Viena”, comenta Tumminelli, y muchas décadas más tarde esas formas se mantienen en la tercera generación del vehículo. El 356, el primer Porsche, se recuerda ahora como el antecesor, en arquitectura y diseño, del eterno 911, que sigue vivo y con futuro.

    El texto pasea también por la presencia del coche en el cine, como esas formidables escenas de “Atrapa a un ladrón” (Alfred Hitchcock, 1955) que enmarcan la Riviera, Grace Kelly y un Sunbeam Alpine Sports.

    La parte italiana del libro da una vuelta por los nombres sagrados del gremio y esas creaciones suyas que han marcado escuela y pueblan tanto los garajes como la imaginación de los aficionados. Por ejemplo, Battista “Pinin” Farina y su hijo Sergio, o Giovanni Michelotti, que con discreción ha trabajado para tantas marcas, como BMW, DAF o Triumph. Quizá su obra más influyente sea el BMW “Neue Klasse” de 1961, que marcó el nacimiento del segmento D, hoy agonizante. Claro que hay detenidas referencias en el libro de Tumminelli a Giorgetto Giugiaro, autor del primer Fiat Panda y del primer VW Golf, del Scirocco original, el Lotus Spirit, el Fiat Uno de 1983 o el Lancia Thema.

    Según algunos, para que un diseñador de automóviles llegue a lo más alto debe ser responsable de un prototipo que cree escuela, de un coche de ensueño y de uno de venta masiva. Si es así, Marcello Gandini está entre los grandes de los grandes. De su buen gusto nacieron el Lancia Stratos Zero (1970) que dio pie al Stratos de rallies y rompió moldes con un único volumen afilado como un hacha, una única puerta situada en el frontal y una altura (1.240 mm) por debajo de lo razonable. La parte de los coches de ensueño la cubrió Gandini con un despliegue inusual: Lamborghini Miura, Countach y Diablo, No hay más que decir. Y además llenó las calles con el BMW Serie 5 (E12, de 1972), el Citroën BX (1982) y el Fiat 132 de 1972.

    Otro aspecto que desarrolla Tumminelli en su libro es el de las relaciones personales entre los protagonistas del sector. Valga como muestra la historia de Alex Hoffman: su padre tenía un Concesionario Rolls Royce en Viena y él, en un intento de llegar más allá, abrió en 1954 el Hoffman Auto Showroom en el 430 de Park Avenue, Nueva York, bajo diseño del arquitecto Frank Lloyd Wright, en el que vendía Alfa, Jaguar, Austin Healey, Fiat y, sobre todo, BMW, Porsche y Mercedes. Hoffman, que vivía en una casa que también diseñó Lloyd Wright, era un maestro prediciendo tendencias; por eso intuyó que en EE. UU. triunfaría un coupé roadster fabricado por BMW, y convenció al diseñador (y conde) Albrecht Goertz para enviar unos bocetos a Munich. El resultado fue el BMW 507, una belleza ahora situada en la zona de clásicos económicamente inalcanzables, alguna de cuyas características (las branquias de la parte posterior de las aletas delanteras) se repiten en BMWs del siglo XXI, como el M3 E46, sin ir más lejos.

    El diseño discreto, menos noble, de las marcas alemanas, merece más menciones, como las dedicadas a Paul Bracq, responsable de ese área en Mercedes durante décadas, que dejó su huella en obras maestras como el 220 SEb coupé de 1961. O las que tratan sobre el entonces atrevido Ford Sierra (1983) de Uve Bahnsen y el Audi 100/200 (1988) de Harmut Warkuss.

    El capítulo a mi juicio más esclarecedor del libro es el que se dedica a los todocamino, “crossover” o SUV; Tumminelli utiliza un enfoque sociológico y sentencia de este modo: “Los SUVs son menos automóviles y más fenómeno cultural. Su concepto de diseño refleja el completo espectro de miedos de la sociedad postmoderna. Vehículos todopoderosos que devuelven una sensación de libertad al prisionero urbano, y le confieren la seguridad de que está bien preparado para “el día siguiente”, e incluso para un desastre medioambiental. Sentado con seguridad en el interior, flota sobre el tráfico. El conductor del SUV puede ver sin ser visto, y aun así genera admiración. Berlina, furgoneta y deportivo, todos en uno; un coche para la señora y, a la vez, para el (no necesariamente educado) caballero, los SUVs son el castillo de la familia postnuclear. No importa si ocupan mucho o poco espacio, son el aspecto de la automoción del nuevo milenio.”

    El segundo tomo de la trilogía se titula “Car Design America”, pero se dedica íntegramente a los Estados Unidos. Y comienza aclarando la diferencia del concepto de automóvil entre el Nuevo Continente y Europa: “América no inventó el automóvil, pero sí la cultura del automóvil. El coche era el invento definitivo para una nación nueva y que parecía abierta, que se encontró a sí misma en una agitación social al final del siglo XIX. Alrededor de 1900, más de la mitad de la población vivía fuera de las grandes ciudades, y como media vivían menos de diez personas por milla cuadrada; en el Reino Unido la densidad de población en la época era 17 veces mayor. La movilidad individual se podía considerar un lujo para los europeos, un entretenimiento, o se podía interpretar como una pesadez. Pero para la nación americana esa movilidad era vital. Los EE. UU. se desarrollaron rápidamente: en 1900, con una población superior a los 76 millones de personas, era más del doble que al final de la guerra civil de 1865. En 1920, la población alcanzó los 100 millones, y en 1970 pasó de 200”.

    Hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, la industria estadounidense del automóvil y su diseño crecieron aislados. Sus propias marcas se centraron en sus necesidades, diferentes de las europeas. Marcas que permanecen (Ford, Chrysler, Cadillac) y otras que no (Duesenberg, La Salle) crearon formas y lenguajes que se mantuvieron en pie hasta finales de los ’40. La estancia de miles de estadounidenses en Europa durante el conflicto les hizo ver que la cultura del Viejo Continente se reflejaba en el diseño de los automóviles. Terminada la guerra y repatriadas las tropas, esa influencia caló en la industria del automóvil: “Millones de soldados americanos se habían ganado una gratificación. De hecho, para esos soldados que crecieron durante la Gran Depresión, experimentar Europa en primera persona había ampliado sus horizontes. Habían dejado sus granjas y, por primera vez, establecido contacto con otras culturas. Con poco dinero en el bolsillo y experiencias de guerra, pronto querían probar cosas nuevas.”

    En 1951, al MoMA se le criticó porque en la exposición “Ocho Automóviles” solo tres eran de los Estados Unidos: Jeep, Cord y Lincoln Continental. A continuación, Nash contrató a “Pinin” Farina, GM permitió que hubiera influencia europea en el Corvette de 1953 y Virgil Exner, director de diseño de Chrysler, se alió con Ghia.

    El otro punto clave del diseño de automóviles en América surgió igualmente en el cambio de década. Llegaron los primeros aviones a reacción y se inició la carrera espacial, y los conceptos que definían esas naves se trasladaron a los coches: tomas de aire, reactores simulados, carlingas, alerones y, sobre todo, planos verticales iban a caracterizar los coches americanos. Es curiosa la discreta presencia europea en algo tan americano: fue Virgin Exner, desde Chrysler, quien arrancó con más energía esta línea de diseño, y se inspiró en el Ghia Streamline-X de 1955, bautizado como Gilda y diseñado por Giovanni Savonuzzi.

    La siguiente convulsión del sector llegó con la crisis del petróleo de 1973: hasta entonces lo importante había sido que el coche fuera grande y vistoso; ahora tenía que consumir poco combustible. Pero la enorme industria americana del automóvil reaccionó con lentitud, de modo que antes de reducir el peso y el tamaño, mejorar la aerodinámica y fabricar motores eficientes, los rivales japoneses y europeos les habían comido cuota de mercado.

    Cuando se recuperó, o cuando aún estaba en ello, volvió a ser ella misma por la influencia de los atentados del 11-S y lo que vino más tarde: “Después del 11-S, los americanos buscaban seguridad y autoconfianza por encima de todo. Ambas características se convirtieron en temas básicos en el diseño de automóviles. Los SUV de aspecto rural trajeron el aspecto “coche familiar conoce a camión blindado” a las calles de América. Esos camiones fueron un gran éxito, con sus mandíbulas góticas de acero. Su mensaje: “estamos armados y listos para todo”. El Ford SYNus caracterizó a los coches como cajas fuertes sobre ruedas. La metáfora estaba clara: en lugar de en lingotes de oro, la gente buscaba seguridad protegiéndose a sí misma, incluso de sí misma. Verticales y angulosos, con mucho metal y ventanillas pequeñas y ruedas grandes, era el aspecto tanque el que dominaba la escena. Con nombres macho como Nitro, Caliber, Edge, Fusion, …”

    El tercer tomo de la trilogía, el dedicado al diseño de los coches asiáticos, tiene y merece un enfoque diferente, a causa de lo difícil que es para los occidentales entender esas culturas, y más aún si nos centramos en elementos subjetivos, como algunos de los que rodean al diseño. Por ello Tumminelli insiste más en explicar por qué los coches asiáticos son como son, en las trastiendas de su industria y en la idiosincrasia local, como camino para entender los que desde Europa es difícil de asimilar.

    Este motivo le hace arrancar en la época en que la industria japonesa del automóvil nació a base de acuerdos con sus homólogos occidentales: Nissan con Austin, Isuzu con Hillmann, Shin – Mitsubishi con Willys – Overland, o Hino con Renault. Esas alianzas, más la inspiración en Estados Unidos y Gran Bretaña, condujeron a los días en que se acusaba a los japoneses de que sus coches (y el resto de sus productos industriales) eran fotocopias de lo que se hacía en Occidente. No olvidemos, eso sí, que hablamos de un país sin experiencia industrial y además arrasado en 1945, que se esforzaba en reconstruirse mientras se actualizaba a un ritmo tal que terminó adelantando a los países que adoptó como modelos.

    En principio, la fabricación de automóviles se destinaba fundamentalmente al mercado local, por lo que las calles estrechas y las muy malas carreteras obligaban a diseñar vehículos pequeños con elevados recorridos de suspensión, a lo que hay que añadir unos cromados al gusto local. Otro elemento que distinguía estos vehículos de los occidentales eran las largas series del mismo modelo, con una mayor calidad y fiabilidad que en Occidente.

    El resultado, una vez que esta industria se abrió a la exportación, fueron ventas numerosas a precios bajos, con el margen necesario para poco beneficio y mucha reinversión. Cuando llegó la crisis del petróleo de 1973, arrasaron a los fabricantes de coches grandes y gastones.

    Otra particularidad local viene marcada por la severidad de la ITV, tan dura desde el tercer año que es más fácil comprar un coche nuevo que mantener el antiguo. Este punto, unido a una gran flexibilidad en la producción, hace que no sea necesario mantener una fuerte imagen de marca, ya que no hay coches de hace unos años por las calles, solo en el recuerdo de los usuarios, por lo que se cambia la imagen para cada generación de vehículos. “Con los ojos cerrados, cualquiera puede recordar la imagen de un Volkswagen Golf”, dice Tumminelli. ”Eso es imposible para el Corolla, a pesar de ser, con más de cuarenta millones de unidades vendidas desde 1966, con mucho el vehículos más exitoso del mundo. Ninguna de sus diez generaciones muestra continuidad en el diseño; 41 variaciones de carrocería – excluyendo la familia Sprinter, a la venta solo en Japón – solo añaden vaguedad.”

    El libro de Asia dedica más porcentaje de sus 304 páginas a fotos de vehículos que los de Europa y América, y también comenta las diferencias entre las fotos asiáticas y las occidentales. En las primeras abundan más las de estudio, con el coche solo, y casi siempre con el mismo ángulo de cámara y una iluminación similar, mientras que en las segundas es más habitual situar al coche en el escenario y con los clientes objetivos, buscando centrarse en lo que ahora se llama “life style”. Como remate, en las escasas fotos de automóviles japoneses en las que aparecen personas, los modelos son en muchos casos occidentales o, como mínimo, orientales con sus rasgos poco marcados. Esto se relaciona con la contradictoria tradición japonesa de distanciarse de lo occidental y a la vez admirarlo, que se refleja en esas fotos o en la iconografía manga. Su reflejo práctico se materializó de este modo en el mundo del automóvil, en lo que Tumminelli llama “Tokyorino”: “La relación entre el diseño de Japón y el de Italia es en realidad una historia de amor. El periodista Hideyuki Miyakawa, dando la vuelta al mundo en moto, llegó a Italia para ver las olimpiadas en 1960, y se enamoró de la maravillosa Marisa, se casó con ella y decidió quedarse. Habiendo reconocido el enorme potencial de los tres grandes carrozzieri – Bertone, Ghia y Pininfarina – se estableció como una especie de agente secreto del diseño. Su primer encargo fue el diseño de un nuevo sedán para Toyo Kogyo, el Luce 1500 de 1965, que fue realizado por Bertone. Allí, el joven Miyakawa conoció al joven Guigiaro, con quien más tarde colaboraría en nombre de Isuzu, Toyota, Nissan, Suzuki y Hyundai. A la estela de esta ola italiana, Pininfarina fue contratado por Nissan para el Cedric de 1965, Vignale trabajó para Daihatsu en la línea Compagno, y Giovanni Michelotti en encargos para Prince e Hino. A pesar de esta herencia turinesa clásica, estos diseños italo-japoneses en realidad creaban un estilo intermedio, para lo que podía haber diversas razones. En primer lugar, al ser una industria emergente, las habilidades japonesas en la fabricación de carrocerías no eran comparables a las europeas. Segundo, el mercado japonés de los ’60 era aún muy conservador, y se inclinaba más por las líneas discretas. Tercero, las proporciones reducidas generaban un aspecto distinto. Y cuarto y último, la brecha cultural influía en un proceso tan delicado y complejo como el diseño de un coche; para los italianos, perfectamente en armonía con su muy propio lenguaje de diseño y su dialecto piamontés, comunicarse con los japoneses debió ser una pesadilla”.

    Otra barrera cultural es la estructura de los equipos. En Japón no hay individualidades, solo trabajo en equipo. Por eso se conocen tan pocos nombres propios de diseñadores locales. Hasta tal punto, que hay casos en que se desconoce el nombre del diseñador de un vehículo. Sirva como ejemplo uno de los coches japoneses más atractivos y significativos, el Toyota 2000 GT: “De este Gran Turismo al estilo de los europeos, es decir, con el morro largo y la cola corta de un Jaguar Tipo E, se dice que se basa en un concepto del diseñador italo americano Albert Goertz, que lo había dibujado por encargo de Yamaha, la empresa que luego fabricó el 2000 GT para Toyota. Pero el diseñador de ese coche había sido japonés y su nombre nunca se divulgó oficialmente. Cuando se presentó el 2000 GT, el primer coche de origen japonés que recibió ese tratamiento, Automobile Quarterly lo trató como “una máquina superlativa, … con prestaciones sobresalientes”. El artículo de la prestigiosa revista comenzaba con un párrafo inusual: “El siguiente artículo fue preparado para AQ por el diseñador del Toyota 2000 GT. Es política de la compañía Toyota no destacar a ningún miembro del equipo de diseño, ya que se considera que todos los productos son fruto de los esfuerzos de la familia Toyota. Aunque nos gustaría hacerlo, debemos naturalmente respetar la solicitud de Toyota y omitir el nombre del autor.” A día de hoy los rumores dicen que el nombre del misterioso diseñador era Satoru Nozaki, del que no se sabe mucho”.

    Hay muchos más ejemplos de esta peculiar interacción entre diseñadores italianos con nombres y apellidos, y diseñadores japoneses anónimos, como el de la segunda generación del Honda Prelude de 1982. El deseo (u orden) de Soichiro Honda era que nada debía ser simplemente copiado, todo debía ser rehecho en casa y mejorado, con la intención de aprender por un lado y de evolucionar las habilidades locales por otro. Su marca tenía entonces un acuerdo con Pininfarina, y Leonardo Fioravante, entonces su director de diseño, recuerda cómo los nuevos diseños se ideaban y modelaban en Turín y se enviaban a Hammamatsu, para servir de referencia a los diseñadores locales. Dice Fioravanti que “ninguno de los conceptos de Pininfarina se llevó a la producción sin cambios, pero por aquí y por allí se podían ver muchas de nuestras soluciones y, en general, se reconocían las líneas básicas que otorgaron a Honda un aspecto muy distinto en los ´80”. Así, el

    Elegante Prelude del ´92 confirió una línea deportiva y un perfil afilado a Honda como marca, y afectó al posterior desarrollo del Accord, el Aerodeck y el Vigor.

    El otro punto que marcó el diseño de los automóviles japoneses de la época fue el furor tecnológico que sacudió el país desde finales de los 70, los años en que marcas como Casio, Pioneer o Sony comenzaron a invadir el mundo con productos avanzados que destacaban no solo por su valor técnico, también por su envoltorio estético. Fueron los años de los relojes digitales de Casio, como el C-80 ¡que incluía calculadora!, el “hi-fi rack” de Sony, como un tótem de sonido, o los dos productos de Sony que se colaron en los hogares occidentales: el televisor Profeel Pro (1986) y, muy especialmente, el Walkmann (1979), que unió la libertad de escoger la música que cada uno escucha a la portabilidad: lo que antes solo se podía tener y hacer en casa ahora se llevaba en el bolsillo.

    Después de evolucionar de la copia de productos occidentales en la postguerra a la invasión comercial de la producción en grandes series, a la industria japonesa del automóvil solo le quedaba una etapa por cubrir: ocupar el territorio de los fabricantes premium, hasta entonces 100% occidentales: BMW, Mercedes, Audi, Jaguar, Cadillac, … El inicio fue, no podía ser de otra manera, prudente, mediante diseños conservadores comercializados bajo marcas ya existentes, como el Nissan Cima de 1988. El siguiente paso fue crear las marcas específicas, como Acura (de Honda), Infiniti (de Nissan), o Lexus (de Toyota), y más tarde generar lenguajes de diseño específicos para ellas, tarea en la que, treinta años más tarde, aún están liados.

    No podía faltar una detallada mención a los vehículos híbridos, por ahora exclusiva de la industria japonesa, “una obra maestra del marketing a través del diseño (…) sin el capó largo, las ruedas grandes o la estampa agazapada que han sido sinónimos de potencia y prestigio en las carreteras de todo el mundo durante décadas. Al contrario. Su forma sencilla y su actitud mandan señales muy diferentes: “No soy excesivamente rápido, no me sobra potencia, no estoy aquí para presumir. Soy sensato: mira mi capó pequeño, que esconde un motor pequeño. Soy eficaz: ¿has visto mi trasera Kamm tan aerodinámica?. Soy un coche responsable, y no un sustituto irracional de un pene””.

    Pero Asia no es solo Japón, y el mayor impacto de la industria asiática del automóvil en Occidente en los últimos años ha venido desde Corea. Cierto que un crecimiento poco medido, en el país en general, desembocó en la crisis de Asia-Pacífico de 1997, y que sus marcas se han agrupado (Hyundai y Kia), absorbido (Daewoo) o desaparecido (Samsung y finalmente Daewoo), pero sigue siendo un gran productor que pretende tener diseño propio.

    Su inicio se parece al japonés, buscando apoyo de diseñadores europeos para adaptar modelos extranjeros pasados de moda de los que habían comprado las patentes. Esta es una práctica muy compleja, ya que el diseñador occidental parte de un modelo antiguo, que debe modificar con bajo presupuesto, y a la vez crear una imagen de marca nueva. Los resultados son desiguales, por utilizar un término benévolo. El SsangYong Rexton, de 2001, tenía un diseño de Italdesign que pretendía destacar la relación técnica con Mercedes; a continuación SsangYong contrató al británico Ken Greenley (ex Aston Martin, ex Bentley) y los frutos fueron un todocamino que no lo parecía (Actyon, 2004) y un monovolumen (Rodius, también 2004) que ha sido catalogado por algunos como el coche más feo del mundo.

    Y sí, claro que hay un capítulo en el libro dedicado a la industria china del automóvil. Pero al ritmo al que esta crece y se reinventa, y considerando que el libro está escrito en 2014, lo que se aparece en él ya es historia.


  • Marruecos en tren

    Sentado frente a un té a la menta en la terraza del Grand Café de Paris, en la Plaza de Francia de Tánger, y teniendo en la otra acera el Consulado francés, recapitulo mis primeras 48 horas de este viaje por un Marruecos que es diferente cada vez que vuelvo.

    El Land Cruiser de los policías que custodian el Consulado tiene la pintura con poco brillo tras década y media aparcado bajo el sol africano y aguantando el viento del Atlántico, y el cubrecárter cuelga hasta el suelo para hacer juego con la dejadez generalizada de los edificios del entorno. Me dedico a contemplar el siempre peculiar parque móvil local y a ver pasar a la gente. Por lo que respecta a los taxis, los entrañables Mercedes siguen en recesión, duramente presionados por los Dacia de producción local. En el lado “civil”, ya hay Evoques, algún Range Rover Sport y Ford Kuga, y anoche vi un par de Porsche Cayenne en la puerta de discotecas de moda.

    Pero el paisanaje se va adocenando, que es otra manera de denominar las consecuencias de la globalización. La manera de vestir, de peinarse, de moverse, de lucir y manejar los teléfonos, tiene ya poca diferencia con la que se ve en la Europa que está solo unos kilómetros al norte. Es el efecto contrario a la Torre de Babel, que lentamente nos unifica, y que me va persiguiendo cada vez que salgo de España. Una desgracia para aquellos que viajamos buscando algo distinto a lo que tenemos en casa.

    La famosa vida nocturna de Tánger es un ejemplo de esta unificación: salí en mi primera noche en la ciudad a conocerla, y me volví de vacío al hotel porque ella no había aparecido. “Hasta las doce o la una no empieza la animación”, me dijo el empleado de la recepción del hotel cuando le pregunté a qué hora abrían los locales. Subí a mi habitación a hacer tiempo y encendí el televisor, otra de mis maneras de conocer un país y su cultura, junto con visitar los supermercados y pararme en los escaparates de las agencias inmobiliarias. Vale, la cultura de un país que se conoce a través de sus programas de televisión no es lo que muchos entienden por cultura, vamos a dejarlo en cultura popular o costumbres, pero como estudio sociológico vale. Y frente al televisor me termino encontrando con el programa “Arabs Got Talent”, la versión local, fotocopia del original, del “Got Talent” que igualmente se fotocopia en casi todo Occidente. Repite los decorados, el escenario, el guión, el ritmo del que se ve por España. Hay tres presentadores jueces que examinan a los participantes, uno de ellos mujer y otro occidental, dos presentadores graciosos entre bambalinas, y de vez en cuando aparecen los acompañantes del aspirante a artista, que muestran sus nervios y revelan sus confidencias a los espectadores. Solo veo una diferencia con la versión occidental: en los anuncios del intermedio aparece uno de crema depilatoria femenina y las modelos se depilan los brazos mientras pantalones y faldas largas ocultan sus piernas. Apago el televisor mientras recuerdo que en un anterior viaje por la zona hice una exploración televisiva similar y me encontré con “Master Chef Maghreb”.

    Mientras termino el té a la menta en el Grand Café, saco un libro de la mochila. Para compensar estas decepciones del viaje, mi compañero de recorrido es la recién publicada autobiografía de John le Carré. Hace tiempo que las novelas de le Carré son el alimento de mi escepticismo, esa sensación imprescindible para no terminar de creernos lo que vemos y oímos, lo que quieren que veamos y oigamos, o lo que nos interesa ver y oír. Y si ese es el entorno habitual de una novela de le Carré, la autobiografía “Volar en círculos” es un concentrado. Me siento en un banco de la “Terrasse des Paresseux”, la terraza de los perezosos, un mirador al inicio de la Ville Nouvelle y a un paso de la medina, con vistas en primer plano al puerto de pescadores y más allá al Estrecho de Gibraltar, con la ciudad de Tarifa como fondo a poco despejado que esté el día. Abro el libro y reconozco las sensaciones de la época en que Tánger fue ciudad internacional, nido de espías y contrabandistas y otras historias clandestinas. Los personajes de este libro de le Carré podían haberse desenvuelto por aquí, incluso en el cercano Hotel el Minzah, son personas, no personajes, reales y algunos hasta conocidos, los que en su día aparecieron en los periódicos y ahora lo hacen en los libros de historia. Hay Primeros Ministros británicos (Harold MacMillan o Harold Wilson) y el ambiente en que se movían (el caso Profumo), Yasir Arafat, la mafia rusa posterior a la caída del muro, Bob Murdoch y dos directores del KGB, sir Alec Guinnes preparándose para la versión de la BBC de “El Topo”, … Me tropiezo con este párrafo: “Regla número uno de la Guerra Fría: nada, absolutamente nada es lo que parece. Todos tienen una segunda intención, cuando no una tercera.”

    Camino hacia el “Grand Socco”, la plaza que marca el límite entre la Ville Nouvelle y la medina, en busca de la versión tangerina de ese ambiente, y lo que descubro es de nuevo la globalización: los abundantes turistas encuentran lo que buscan en tiendas ordenadas de precio fijo y restaurantes con una carta internacional escrita en muchos idiomas. Sí, el Cinema Rif y su arquitectura de la metrópoli sigue presidiendo la plaza del 9 de Julio, solo que ahora hay césped y bancos, y los restaurantes ofrecen pizza, chawarma y comida bio. Buscando refugio subo por la Rue d’Italie hasta que me topo con Dar Kasbah: en 1884 la compañía británica Eastern Telegraph Company tendió el cable telegráfico entre Gibraltar y Tánger, y construyó en esta ciudad un edificio para albergar sus oficinas y acomodar a sus invitados. Un siglo y pico después, el edificio es un hotel coqueto y el patio un restaurante silencioso aislado del trajín de las tiendas y del turismo, lo que en los libros de viajes con poca imaginación sería un oasis de tranquilidad en medio del bullicio de la medina. Pues eso.

    Le llama la atención a mi estómago hambriento el reclamo de la pizarra que se asoma a la calle: “Tajine de calamares”. Siento debilidad entre gastronómica y emocional por el tajine, sin duda porque me recuerda viajes y episodios disfrutados en esta parte del mundo, así que no queda otra que entrar a preguntar al camarero por la receta. Me siento en unas butacas bajas, rodeado de palmeras por tres lados y el viejo edificio inglés por el cuarto, con un sol suave filtrándose con timidez entre las hojas que agita el viento del Atlántico. El camarero es el prototipo de gordo feliz que transmite felicidad, atiende a los pocos comensales en inglés, francés, español y árabe, y me tienta con la receta: “Es un plato muy sencillo, nada más que una cama de tomate con un poquito de ajo muy picado, y encima los calamares”.

    Mientras preparan mi tajine, acabo ferozmente con las aceitunas aliñadas, y los calamares, el tomate y el ajo me duran muy poco y los saboreo mucho. Parece que llevo días en Tánger y no llevo ni 48 horas; me cuesta trabajo recordar qué día es y parece que faltan semanas para volver a España. El tiempo parece avanzar más despacio, y los problemas que se atestan en las portadas de los periódicos europeos y en las atascadas neuronas de algunos humanos parecen haberse diluido, arrastradas por la brisa del Atlántico, disipándose como el humo del tajine, ahora vacío.

    Continúo el paseo por la historia al encontrarme edificios como la “Misión Católica Española” o las “Escuelas Españolas de Alfonso XIII”, cuya placa de mármol en la fachada reza “Fundación Casa Riera. Año 1912”. Suenan previos a las glaciaciones y acaban de cumplir solo un siglo.

    Un empleado de una tienda, de esa edad de los mayores en estos países que resulta indefinida para los visitantes, me confiesa: “Nací en Villa Sanjurjo, aunque ahora lo llaman Al Hoceima”. Me lo cuenta en una ensalada de idiomas y topónimos que no desbrozo hasta que por la noche tiro de documentación vía Internet en el hotel: la zona en la que se desarrolló el desembarco de Alhucemas, en Septiembre de 1925, estaba deshabitada en aquel momento, y los locales la llamaban al Hoceima, que en árabe significa espliego, por ser la vegetación de la zona. Tras el desembarco, el asentamiento militar se convirtió en permanente y pasó a denominarse Villa Sanjurjo, en honor del General José Sanjurjo, responsable del desembarco que luego estudió Eisenhower cuando preparaba el de Normandía. Durante la República Española se llamó Villa Alhucemas, el franquismo le retornó su nombre original, y tras la independencia de Marruecos pasó a ser indistintamente Alhucemas o al Hoceima. “Viví nueve años en Bélgica”, continúa su relato, “allí trabajé con un italiano”. Me habla en una mezcla irreverente de español, italiano y francés que me cuesta trabajo seguir, y narra una vida intensa en la que las diferencias entre países, idiomas y culturas se diluye. Con una sonrisa pícara concluye: “¡Soy rifeño!”, y no sé si me quiere recordar lo que pasó entre rifeños y españoles hace ahora 90 años.

    Con el estómago lleno y el recuerdo de las guerras de Marruecos en mente, retomo el paseo para ver cómo cambia Tánger, no necesariamente a mejor. El estado de obras de la ciudad moderna me recuerda al de España inmediatamente después de nuestro ingreso en la Unión Europea, cuando los fondos de ayuda colaboraron en la construcción o mejora de puertos, aeropuertos, universidades, autovías, hospitales y cualquier otro elemento que requiera muchas toneladas de hormigón.

    El centro de la ciudad es un arrebato de grúas y hormigoneras, en el que las zonas colapsadas por el tráfico se van a sortear mediante pasos elevados, calles desoladas se urbanizan, edificios pequeños y viejos se derriban para sustituirlos por torres, y el precioso paseo marítimo se sustituye por algo más discutible y tirando a ampuloso.

    La enorme obra del paseo comienza al pie de la medina, donde el antiguo puerto de pescadores ha desaparecido, y el nuevo, terminado pero aun cerrado, no tiene personalidad alguna. Continúa en un largo paseo marítimo, que un enjambre de operarios remata los días de mi visita ante la próxima inauguración oficial por parte de Mohamed VI. Consiste fundamentalmente en una plataforma de hormigón salpicada por algunos bancos de forja, que limita al mar con una barandilla de acero inoxidable y forma indefinida, y con algunas de esas cajas de cristal que permiten el acceso a un aparcamiento subterráneo. Salvo en algunos detalles de los bancos de forja, nada hay que recuerde al lugar en el que está; no hay formas árabes ni bereberes ni moriscas, no hay recuerdos de los trabajos en yeso o azulejo de la zona; recuerda, y mucho, a eso que en Europa llamamos plazas duras, un lugar poco humano, inhóspito, árido, recalentado en verano; lo contrario de los espacios públicos de la ciudad concebidos como prolongación de la vivienda, lugares de estancia y no de paso. Podría estar en Valencia, Niza o Nápoles, y en todas ellas estaría fuera de lugar.

    Quedan por añadir las discotecas playeras al aire libre, que se abrirán cuando mejore el tiempo y, es de desear, añadirán algo de color no gris a este tedio arquitectónico.

    Los tangerinos pasean de lado a lado sin terminar de encontrarse a gusto, y solo llegan a detenerse, solo encuentran comodidad, en la zona de escalinatas ya cercana a la única parte con vegetación de la obra, los “Jardins de la Corniche”. Allí Tánger pierde de nuevo su identidad, porque la plaza cercana está presidida por un McDonald’s, y la acera continúa con un Hotel Hilton y, claro, un enorme centro comercial, el Tanger City Mall, al que mi debilidad por la arquitectura, el espíritu viajero y un toque de morbo me hacen entrar.

    La estructura interior es la misma que la de los centros comerciales de Europa, con las tiendas en las plantas inferiores, y los cines y los establecimientos de comida rápida en las superiores, y las plantas se comunican mediante escaleras mecánicas que se cruzan entre sí para que no haya manera de recorrer el edificio sin pasearse ante los escaparates de las tiendas.

    Estas y los restaurantes son los mismos que a este lado del estrecho, desde Stradivarius y llao llao a las habituales tiendas del gripo Inditex, más Tele Pizza y similares. Desde el interior del edificio no se ve el exterior, los visitantes languidecen en las mesas ante sus consumiciones, y no veo a nadie tomarse un té a la menta.

    Abundan las tiendas de telefonía móvil porque no hay un marroquí mayor de edad sin su móvil, y la decoración y tipología de estas tiendas son las mismas que en Europa; la única diferencia es que en lugar de Movistar o Vodafone el logo de la entrada dice Meditel o Imwi.

    Decido centrarme en el Tánger que me gusta en mis últimas horas en la ciudad, de modo que cruzo la Ville Nouvelle subiendo por la Avenue Mohamed V hasta llegar de nuevo a la “Terrasse des Paresseux”, y saco de la mochila el libro de le Carré. Entre recuerdos de la Guerra Fría y vistazos a Tarifa, me enamoro de la casita que está frente a mí, en la calle que baja al puerto: dos plantas con jardín, contraventanas cerradas, ni estilo colonial francés ni español, ni marroquí; es un diseño intemporal y ecléctico. Parece a la vez deshabitada y bien cuidada, con los setos recortados y ni una teja fuera de sitio. Me recuerda a la casa de Ifni de la que también acabé prendado, una joyita modernista en el extremo de la Plaza de España opuesto al Consulado.

    Trepo hasta la terraza del Salón Bleu, un café ubicado en la parte más alta de la medina, con una terraza en la azotea que casi exige licencia de la Federación de Alpinismo para llegar arriba. Disfruto de un zumo de naranja recién exprimido, con la kasbah a mis pies, el nuevo puerto sin estrenar allá abajo y al fondo España. Me distraigo viendo atracar el barco que llega de Tarifa y casi no me doy cuenta de la mujer que tiende la ropa en una azotea cercana. Está entrada en años y en carnes, luce ropa tradicional marroquí, lleva la cabeza tapada con un pañuelo y tiende la colada, una mezcla también de ropa tradicional marroquí y calzoncillos de Calvin Klein.

    En una tienda minúscula del zoco, no más de seis metros cuadrados, repaso con lentitud álbumes de postales antiguas. Me muevo con cuidado no solo para escoger bien, es que es todo tan pequeño que si me muevo sin orden me choco con las paredes y doy codazos a estantes y armarios cuajados de todo tipo de antiguallas. Termino escogiendo una foto de la mezquita de Djama Zitung, en Mequínez, y otra del bulevar de Argel. Ambas en blanco y negro, cada una tiene más de medio siglo.

    Se acerca la noche y llego a la estación de tren de Tánger con tiempo de sobra, quiero saborear la experiencia del tren nocturno a Marrakech, en el que he reservado litera, sin prisas.

    La estación está en obras por la construcción de la primera línea ferroviaria de alta velocidad de Africa, que unirá estas dos ciudades. Por eso parece ahora recién bombardeada, llena de hormigón desnudo y vallas. El plan inicial era inaugurar la línea en 2015, aunque ahora se habla de algo tan indefinido como la segunda mitad de 2018, lo que, a la vista de las obras que recorreré en los próximos días, suena optimista.

    Viajar por países que crecen y avanzan deprisa implica encontrarse con anacronismos, que ilustran fielmente la rapidez de su desarrollo. El edificio de la estación está algo viejo, un vistazo al restaurante pide a gritos que no entres, pero los carteles luminosos que anuncian salidas y llegadas son tan actuales como los de cualquier estación europea, y la wifi gratuita de la ONCF va tan deprisa como la de mi casa. El tren en sí tiene vagones antiguos, las literas de los departamentos están forradas de una especie de eskay, y las paredes se cubren con un papel pintado que me recuerda al de la casa de Mr. Bean.

    En mi departamento, dos literas están ocupadas por marroquíes, y un paseo por el vagón me dice que en los demás son mayoritarios los europeos jóvenes y mochileros. Creo que si no aprendo árabe en media hora voy a hablar poco esta noche. De mis dos compañeros de departamento, uno se duerme nada más salir de Tánger y no despertará hasta Marrakech, bastantes horas más tarde. El otro continúa las conversaciones por el móvil que ya llevaba iniciadas cuando subió al tren. Solo las interrumpe para hacer una vídeo llamada por WhatsApp en la que retransmite a su mujer una visita guiada al vagón.

    Mi cena de esta noche se desarrolla en dos fases: la primera fue una empanadilla recalentada en el bar de la estación de Tánger, y la segunda un bocadillo de pollo comprado en el carrito de comida del tren. Escribo que es de pollo solo porque me lo dijo el empleado, no porque lo indicara su sabor. Decido que me merezco más y que debo mejorar el nivel gastronómico del viaje. Cuando algo más tarde me quedo dormido, mi compañero locuaz de departamento aun sigue hablando; no sé qué me admira más, si su locuacidad o la resistencia de la batería de su móvil.

    Me despierto y lo primero que percibo es el tono rojizo de la tierra que veo por la ventanilla: debemos estar cerca de Marrakech. He debido dormir de un tirón unas ocho horas, sin que me molestaran el traqueteo de los vagones o la tertulia del vecino. Consolado porque la experiencia ha sido menos dura de lo esperado, llegamos con retraso a la estación de Marrakech y, para mantener la fluidez del viaje y evitar sustos, compro el billete para dentro de un par de días con destino a Mequínez. Me disculpo con mi estómago a base de desayunar un estupendo bizcocho de almendras y un café recién hecho, mientras la rapidísima wifi gratuita de la estación me permite leer el periódico y ponerme al día de mensajes.

    Estuve por primera vez en Marrakech en 1989, y cada visita posterior ha mostrado que la ciudad basa su economía en el turismo, se adapta a él, y se distorsiona para ofrecer a los visitantes no lo que en realidad es, sino lo que éstos buscan. Y aunque mantengo esta idea en la cabeza cuando inicio mi paseo por la ciudad, vuelvo a asombrarme. En la Place des Ferblantiers (la plaza de los hojalateros) las tiendas están limpias y ordenadas, los precios son fijos y visibles en una etiqueta, la mercancía está colocada y no amontonada y los artesanos trabajan a la vista. Me quedo asombrado al ver todo esto, y más todavía cuando pasa con naturalidad y parsimonia un Bentley Bentayga.

    Hecho a andar y termino en la Maison de la Photographie, en busca de más fotos antiguas. Al final, me llevo las reproducciones de dos postales: una de la plaza Djemaa el Fnaa, de alrededor de 1926, y otra de la medersa Ben Youssef, de más o menos 1920. Y no me puedo resistir ante la reproducción de un mapa de la zona de Abraham Ortelius, de alrededor de 1635, en que los topónimos mezclan indistintamente el latín y el español, y sin embargo nunca aparece el árabe.

    Como el síndrome de la ciudad turística convertida en parque temático me persigue, prefiero alejarme del cogollo y camino en dirección sur, hacia las tumbas saadianas, a las que accedo por la ceremoniosa Bab Agnaou. Ahí sí descubro el verdadero Marrakech, en el despilfarro sereno de mármol de carrara y muscarnas, en la tranquilidad del esplendor, en la integración de los edificios y los jardines.

    Como a base de pastilla en la azotea de un restaurante discreto, y me despido de Marrakech con una doble pena: por despedirme de una ciudad que me gusta, y porque me parece que está dejando de gustarme.

    El tren a Mequínez es más nuevo y más cómodo que el que me llevó a Marrakech. Siguiendo los consejos de los veteranos, viajo en primera clase: es bastante más agradable y la diferencia de precio resulta asumible. En mi departamento, de seis asientos confortables, inician el viaje una señora marroquí de unos cincuenta años, vestida de negro de los pies a la cabeza, que no deja respirar a su smartphone, y un caballero de vago aspecto oriental que se dedica a lo mismo. Según paramos en las sucesivas estaciones del recorrido, el departamento se llena de viajeros que, a pesar de la escasa distancia que nos separa, habitamos planetas distintos. Frente a mí hay una chica local de treinta y pocos, preciosos ojos verdes y notable sobrepeso. Entró en el departamento con dos maletas y los auriculares conectados al iPhone, y ahí sigue, escuchando su música. De frente a mi derecha, se sienta un joven con perilla de aspecto árabe, que saludó en un inglés impecable al entrar: cabeza rapada, camiseta ajustada color rojo coral, zapatillas Nike fluorescentes. Ha sacado un iPad y unos cascos, y contempla ensimismado la pantalla. A lo largo del viaje demostrará su tecnofilia al sacar, de una caja protectora, todas las conexiones posibles entre iPads, iPhones, cascos y auriculares, y me hará exclamar varias veces, en silencio asombrado: “Ah, ¿pero eso se puede hacer?” al verle combinar de asombrosas maneras todos sus cacharros digitales. A mi derecha, el señor medio oriental duerme un rato y dedica otro a leer un libro en su tableta, protegida por una funda de “The Economist”. La señora de mi derecha duerme ahora, salvo cuando suena su minúsculo móvil, que saca de entre los ropajes. Y yo tomo notas, miro por la ventanilla, intento ser esponjoso, como en cada viaje.

    Deben ser las siete cuando el tren se detiene en la estación Emir Abdelkader, de Mequínez. Es decir, algo más de ocho horas de viaje para algo menos de quinientos kilómetros. Quiero comprar el billete para el tercer y último recorrido en tren del viaje, el de Mequínez a Tánger, y me atrevo al más difícil todavía: comprarlo en una máquina automática. Es el Marruecos de los contrastes generados por un crecimiento tan rápido, el que asombra a los que no vienen, el que no se creen los que lo ven de lejos. La máquina me deja escoger idioma entre árabe, francés e inglés, el menú de la pantalla es sencillo y, efectivamente, segundos después tengo mi tercer billete de tren guardado en la mochila.

    El petit taxi que me lleva al Riad Ritaj es de color azul azulejo de cuarto de baño de la posguerra. Llovizna como con dejadez, y el riad es tan céntrico, que me toca vagar por calles en las que casi no caben los burros hasta que llego a él. El mejunje de idiomas en que el recepcionista se esfuerza en hablarme consigue que me entere de la mitad de lo que me dice. Distingo que, como deben estar casi vacíos, me da una “habitación buena” aunque mi reserva es de “habitación normal”. Y añade algo de “invitación”, “fiesta”, “cena”, y “habrá música de” algo que no llego a comprender.

    Acepto encantado esa invitación tan difusa y subo a la “habitación buena”, que resulta serlo: exquisita decoración tradicional marroquí a base de telas, alfombras y un baño cuajado de zellij, ese mosaico formado por minúsculos azulejos que destaca especialmente en la zona de Fez y Mequínez.

    Conectado a la wifi del hotel, bastante más lenta que las de las estaciones de la ONCF, me llevo la alegría de conseguir reserva en el Hotel el Minzah para la última etapa de mi viaje, los días finales de Tánger. Es el hotel cuajado de historias y leyendas, historias reales de espías y sobre su papel inspirador en la película “Casablanca”. Un paseo por Google me dice que le han bajado la categoría de cinco a tres estrellas (y por eso se ha puesto a tiro de mi bolsillo) porque una inspección de sanidad en Septiembre pasado estuvo a punto de cerrarlo. Le siguen comentarios sobre el porqué de la inspección y de hacer público el resultado, pero me da igual: dos noches en el Minzah valen la pena cualquier riesgo.

    Bajo a la “fiesta con música” y me encuentro unos preparativos que no me aclaran mucho. En busca de más información, me acerco al de recepción, y solo le entiendo algo de festival du film o similar. Poco a poco aquello se llena de marroquíes y franceses, la mayoría de aspecto bohemio; finalmente llegan los músicos, seis marroquíes con ropas típicas e instrumentos locales, que comienzan a tocar y bailar ese estilo llamado gnaua. Es una música de origen subsahariano que trajeron a Marruecos y Argelia los esclavos de los árabes; de hecho, se canta en árabe con palabras intercaladas de idiomas del sur, como bambara y fulani. Su nombre viene del término que en tamazight, el dialecto bereber del sur del Atlas, significa mudo, la manera en que se denominaba a los esclavos porque hablaban un idioma que nadie entendía, como si fueran mudos para quien los escuchaba.

    Por supuesto yo soy ajeno a todas estas cuestiones, ya que me centro en otras dos. En primer lugar, los camareros sirven vino local con generosidad, y como viajero tenía un elevado interés en analizarlo. Digamos que se quedó en aprobado raspado por su tacto rasposo. El otro asunto es el motivo de la fiesta, cada vez más ruidosa por la música y el creciente número de botellas vacías. Veo que algún asistente llevaba colgando una acreditación a algún acto, y afinando la vista me parece leer FICAM; Google es una excelente ayuda en estos casos, porque me condujo a descubrir que las personas que me rodean son asistentes al Festival International de Cinéma d’Animation de Meknés, así, en el mismo francés que figura en sus tarjetas.

    Después de dar buena cuenta de ensaladas y de pastilla, decido que es el momento ideal para dar fin a mi incursión entre los cineastas, los músicos de gnaua y algún otro huésped del hotel con la misma cara de extrañeza que yo.

    A la mañana siguiente, cuando bajo a desayunar, no quedan huellas de la fiesta. Me saluda el matrimonio “de Haití, somos de Boston, vivimos en Nueva York, hemos llegado esta mañana desde París, a ver a nuestra hija que está viviendo aquí” (así es como se me presentaron la noche anterior) y me preguntan muy amablemente si había dormido bien. Les digo que sí y les devuelvo la cortesía. “¿Y a mí no me lo pregunta?”, me suelta una señora de edad que desayuna en la otra única mesa ocupada. Recordaba haberla visto cenando sola antes del inicio de la fiesta del festival de cine. Me mira con esa cara con que miran las personas que están permanentemente enfadadas con el mundo: “No he dormido nada. Nada. Creo que deberían avisar a la agencia de viajes si tienen pensado hacer una fiesta o algo así. No he dormido nada.”. Le digo que lo siento mucho, mientras el matrimonio de Haití, somos de Boston, vivimos en Nueva York, hemos llegado esta mañana desde París, a ver a nuestra hija que está viviendo aquí me sonríe, y yo me centro en las tortitas con mermelada y el café recién hecho.

    Paseo por Mequínez con lluvia y frío. El mausoleo Mulay Ismail está cerrado por obras, de modo que solo puedo visitar el pequeño y atractivo museo Dar Jamai. Luego doy vueltas por una medina mucho menos turística y por ello bastante más real que la de Marrakech, y termino con un té a la menta en una bulliciosa terraza en frente de Bab al Mansour, la puerta de Almanzor. Entre medias, enredando por callejones, me topo con un funduk desvencijado y convertido en carpintería y almacén de maderas. Por fin un sitio natural, no construido específicamente para mostrárselo a los turistas: el estado decrépito, dejado, no impide entender la estructura original, con las cuadras en la planta baja rodeando el patio, y las puertas de los dormitorios en la primera planta, conformando lo que en un barrio castizo sería una corrala. De alguien sitio viene el ruido de un serrucho y en todas partes huele a madera y a serrín, fundamentalmente porque por todas partes hay restos de serrín y maderas a medio trabajar o simplemente amontonadas, esperando ser útiles en algún mueble. Los gatos se acurrucan en los bancos de trabajo o pasean entre tablones y cabeceros de cama, y parecen tan en su casa como una caravana de camellos cargada de sal que llegara desde Tombuctú. Después de la artificiosidad de Marrakech, este arrebato de sinceridad me reconcilia con el Marruecos que me gusta.

    La mañana siguiente amanece fría y soleada, un día de esos que invitan a la sonrisa. Me montó en otro petit taxi de color azulejo de cuarto de baño de la posguerra, un Peugeot 206 con taxímetro que me cobra la ridícula cantidad de 11 dirhams por llevarme y darme charla. La estación de ferrocarril es un edificio antiguo, pero restaurado, limpio y ordenado, y todo funciona. A través de la wifi, siempre gratuita, rápida y estable, leo en “Car Magazine”·la prueba del Bugatti Chiron, 2,4 millones de libras esterlinas más impuestos. Lo veo muy lejos del entorno en el que estoy, y pienso en lo que representaría ese dinero para los niños que, junto a sus madres, esperan un tren en esta estación.

    Cuando voy a salir al andén, el empleado que comprueba los billetes, ya entrado en años, me dice: Voie deux, next train. Y me doy cuenta que, con sus limitaciones culturales, se esfuerza en ser amable, no quiere que me confunda de tren y me aclara que el mío parará en el andén dos, pero no es el que está a punto de llegar, que saldrá a las 10:11 h según las pantallas y con destino a Casablanca, sino el de las 10:31 h que me va a llevar a Tánger.

    Se me hacen cortas las cinco horas en el tren 182 y a media tarde, sonriente, entro en el hotel el Minzah por la misma puerta por la que accedieron Rita Hayworth, Rock Hudson, Rex Harrison o Yves Saint Laurent. Se notan los años en la estructura y en el diseño, no así en el estado de pintura y mobiliario, y la atención en la recepción es la de hotel de la vieja escuela, esa que entiende un viaje como una exploración lujosa y un acontecimiento social, simultáneamente.

    Mientras me dirijo a la habitación que me han asignado, sonrío al recordar que la leyenda dice que, durante la Segunda Guerra Mundial, para evitar conflictos, los huéspedes germanófilos ocupaban el ala izquierda del edificio y los aliadófilos la derecha. Mi habitación está en la derecha, y desde las ventanas se ven el puerto de Tánger y, al fondo, Tarifa. Por la noche bajo al Caid’s Piano Bar, pido una cerveza (Casablanca, por supuesto) y compruebo lo que dice otra tradición: Michael Curtiz se inspiró en este hotel para el diseño de interiores de su película fetiche. Ninguno de los hombres de negocios españoles que se acodan en la barra se llama Rick ni lleva smoking blanco, pero los arcos, las cortinas y las sensaciones predicen que Elsa y Viktor no tardarán en llegar.

    Mi último día en Tánger merece dos visitas especiales. En primer lugar, vuelvo a la iglesia de St. Andrews, la que construyeron los residentes ingleses en un terreno cedido por el sultán allá por 1881. Pasear por su jardín que además sirve como cementerio es pasear por la historia, y al entrar en el edificio me llevo la sorpresa de que alguien ha tenido la brillante idea de darle forma de libro: “The Sultan’s gift” se titula, aludiendo a ese regalo del solar. El autor es Lance Taylor, profesor de inglés en el American Language Center de Tánger y encargado de las cuestiones seglares y operativas de la iglesia de 1995 a 1999.

    Las 270 páginas del libro tienen apartados propios de hojita parroquial, narrando mínimos detalles provincianos sobre la vida de unos británicos casi olvidados por su metrópoli en un hábitat en el que no terminan de cuajar. Por otro lado, muestra interesantes retratos de la difícil vida en la zona, la compleja convivencia de cultura (marroquíes, ingleses, alemanes, estadounidenses, …; religiosos, comerciantes, diplomáticos, supervivientes, …). Las fotos son un formidable testimonio de la vida de ese pequeño grupo en ese momento de la historia en que los blancos se sentían superiores y se ataviaban con sus mejores galas para ir a la ceremonia religiosa del domingo.

    Afortunadamente el libro no ignora esa época que tanto me atrae y cita, por ejemplo, que el libro de Iain Finlayson “Tangier. City of the dream” recuerda en qué hotel se hospedaba cada una de las nacionalidades, salvo que hubiera que coincidir en el Minzah. Habla también de la división de los residentes franceses entre las facciones pro y anti Vichy, o de los bandos republicano y franquista de los españoles.

    Se recuerda que, a pesar del control de fronteras español sobre la zona internacional, los franceses partidarios de la Francia Libre que habían sido sorprendidos en en el protectorado pro-Vichy del sur de Marruecos, llegaban hasta Tánger en busca de una escapada a través de Gibraltar para unirse a las tropas de De Gaulle. Y con los submarinos alemanes patrullando el estrecho, eso no era un paseo bajo las estrellas.

    Otras veces se recuerdan episodios de la vida en Tánger reproduciendo párrafos de la prensa local, sean tomados de noticias o de necrológicas. Mi favorito es el que publicó Le Journal de Tanger el 21 de Febrero de 1998 en recuerdo de Gordon Browne, un graduado de Harvard que llegó a la ciudad en 1929 como comprador de lana para un fabricante de alfombras de Estados Unidos, y falleció en Arizona ya con 96 años: Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Browne y otros once estadounidenses fueron reclutados por la Oficina de Servicios Estratégicos (la antecesora de la CIA) para trabajar en el norte de Africa. Se les conoció como “los Doce Apóstoles”. Las actividades de Browne en el Tánger libre durante la época se llenaron de aventuras al proporcionar información sobre los desembarcos aliados de 1942. … En la víspera de los desembarcos, Browne utilizó faroles para señalizar los recorridos a los planeadores que se utilizaron en la operación. Por esta hazaña, que le expuso a evidentes riesgos si era capturado, el Presidente Roosevelt le premió con la Medalla Presidencial al Mérito con Estrella de Plata por “valor en la acción”.

    La segunda visita especial del último día me lleva a la Librairie des Colonnes, una institución en la ciudad, recientemente restaurada, que fue lugar habitual de reunión de Paul Bowles, Jean Genet, Samuel Becket y William Burroughs. Me deslumbro paseando entre las estanterías, me frena el desconocimiento de árabe y francés para comprar muchos de los libros interesantes, y de repente me topo con la limitación más importante: acostumbrado a viajar por Africa en Land Cruiser, donde caben todas las compras, caigo en que solo me puedo llevar los libros que me quepan en el escueto equipaje que me permite mi escuálida tarifa de Air Arabia. Aun así, salgo de la librería con una excelente visión de las perspectivas de cambios en el Marruecos actual (“Marruecos en Transición”, de Pierre Vermeren) y un retrato del pasado de la zona (“Abd el Krim y el Protectorado”, de José María Campos).

    Me despido de el Minzah con un descomunal desayuno en la habitación por culpa del madrugón para llegar al vuelo muy tempranero de Air Arabia a Madrid. Tanto, que aparezco en mi ciudad a primera hora de la mañana, con la misma desubicación que cada vez que vuelvo a Europa desde Africa, con la misma idea en la cabeza: “Están locos estos europeos, cada vez les entiendo menos”.


  • La primera travesía del Sáhara en automóvil

    He disfrutado en los últimos días de la lectura de “La primera travesía del Sáhara en automóvil”, en edición de Octubre de 1988, que reproduce fielmente la edición original en español de los años 20. Sí, esa época en que se traducían los nombres propios, por lo que figuran como autores José María Haardt y Luis Audouin-Dubreuil. De haber sido una edición original en francés, y a la vista de las alturas por las que andan las cotizaciones, estaría dudando entre conservarla entre algodones o mejorar mi situación financiera con su venta.

    Además he merodeado por “You Tube” repasando vídeos con las primitivas filmaciones realizadas por los protagonistas de la aventura.

    No hay que confundirla con otras dos parecidas y posteriores, bastante más conocidas: el Crucero Negro cruzó Africa desde Europa hasta Suráfrica entre Octubre de 1924 y Junio de 1925. Y el Crucero Verde que llegó hasta Beijing por el Turkestán y el Desierto de Gobi, salió en Abril de 1931 y llegó en Febrero de 1932.

    Esta travesía es la primera por que tuvo lugar antes: arrancó de Touggourt (Argelia) el 17 de Diciembre de 1922, a donde regresó el 6 de Marzo de 1923. En su recorrido bajó por In Salah hasta Tombouctou, recorriendo permanentemente lo que entonces eran colonias francesas.

    Leído casi un siglo después, llaman la atención muchos aspectos de este viaje. Uno de ellos es la simplicidad logística de la expedición: no hay camiones de apoyo, ni helicópteros de seguimiento, ni radio para comunicarse, menos aun teléfonos vía satélite o sistemas GPS. Claro, nada de eso existía en 1922. Simplemente las pequeñas orugas de Citroën, cargadas de comida, agua, herramientas y repuestos. El único apoyo con que contaron era la naciente estructura colonial francesa, que les permitía alojarse en los puestos militares en los que se reabastecían, y utilizar los fiables guías locales.

    A pesar de lo que parecen indicar las fotos, los pequeños Citroën con orugas eran ágiles y no tan lentos como imaginamos, resultaban maniobrables por ser cortos y sus ángulos eran excelentes.

    Otro elemento impactante del relato es el ambiente en que se desarrolla y el tono en el que se redacta el libro. Los hechos suceden en los felices años veinte, una vez cerradas las heridas de la I Guerra Mundial y cuando aun no se presentía la segunda. El colonialismo francés en Africa se estaba asentando, no olvidemos que aun duraría cuatro décadas más y abarcaría de Argelia a Senegal pasando por Mauritania. Esto se refleja en el paternalismo que emana el libro, la permanente sensación de que el ser humano es superior y los habitantes locales unos afortunados porque los franceses han decidido dedicar su tiempo y su esfuerzo a llevarles por el camino del bien. El mismo tono que se respiraría unos años más tarde cuando Holywood decidió ambientar sus películas en Africa.

    El poso amargo que deja el libro es que ahora, cuando sí tenemos GPS y equipos de comunicaciones, no podemos hacer estos viajes. Es curioso que estos días son otros franceses los que recorren ese mismo desierto: los paracaidistas de la Operación Serval, lanzada desde Malí para liberar los territorios de la invasión de los extremistas islámicos.


  • El parque móvil en 2016

    La estrella del parque móvil en 2016 ha sido el Toyota Prius de cuarta generación que llegó justo antes del verano para sustituir a un Auris Touring Sport, también híbrido. Quizá para los ajenos a los híbridos y a la marca, este Prius no sea más que otro Prius y un híbrido más; para los iniciados y los tecnófilos representa dos avances cuantitativos y cualitativos.

    Toyota ha sido desde su fundación, hace casi 80 años, una marca que ha triunfado gracias a su conservadurismo, camuflado por maniobras aparentemente atrevidas aunque muy racionales: la invención de los todocaminos con el RAV4, la creación de Lexus o la de los híbridos, la gama deportiva, …

    El actual presidente, Akio Toyoda, está dándole emoción tanto a Lexus como a Toyota, y los últimos productos lo demuestran. Para mejorar el dinamismo en la conducción (y reducir los costes de producción y también lograr flexibilidad de gamas) se estrena con el Prius de 4ª generación la fabricación por módulos TNGA (Toyota New Global Architecture). En principio, la tecnología híbrida de 4ª generación es, en su arquitectura, igual que las tres anteriores; sin embargo, de acuerdo con la tradición de la marca, no ha quedado un tornillo de la generación anterior. ¿Cuál es el resultado de todo esto en la vida diaria, tras unos doce mil kilómetros compartiendo viajes y atascos?

    Empecemos por lo bueno. Las ventajas de TNGA son palpables desde el inicio. Por fin un Toyota que no es un GT86 tiene buen tacto de dirección y, aun con mucha asistencia y de origen eléctrico, el Prius se nota asentado en las curvas rápidas y no subvira salvo a ritmo impropio de este coche y lejos de lo que permite el Código de la Circulación. En rotondas la mejora es espectacular: se puede entrar mucho más deprisa que en un Prius de 3ª generación o un Auris híbrido de 2ª, la velocidad de paso por curva es más alta y se abre gas mucho antes sin que te saque.

    Respecto al paso de tecnología híbrida de 3ª generación a 4ª, parece mentira que el sistema sea el mismo, porque la mejora te hace pensar que hablamos de algo fundamentalmente distinto. El punto clave es el aumento de potencia a medio régimen, que permite una mejor aceleración en la vida real (no necesariamente en las pruebas de aceleración desde parado ni en la aceleración desde velocidad media), lo que a su vez supone reducir la cantidad e intensidad de situaciones en que se generaba el efecto de resbalamiento de convertidor. Esa mejora de respuesta a medio régimen y la inmediatez de reacción del acelerador, sin necesidad de recurrir al modo “Power”, hacen que el Prius parezca mucho menos híbrido que sus antecesores.

    También el capítulo de consumos está lleno de alegrías. He hecho 64.000 km en Auris de 2ª generación con tecnología híbrida de 3ª anotando los consumos en función del tipo de vía y la velocidad. En el uso interurbano del día a día, el consumo está en el entorno de 5,4 l/100 km, y en autovía a velocidades algo por encima de lo legal, alrededor de 6,0. Los mismos recorridos a las mismas velocidades, con un Prius de 4ª generación, suponen 4,39 l/100 km y 5,30, respectivamente. Es decir, una rebaja del 18% en un caso y del 12 % en el otro. ¡Formidable! Para ponerlo en perspectiva, mi último Toyota moderno antes de hibridizarme fue un RAV4 2.0D de 2012, y en las mismas circunstancias los consumos eran 6,6 (-33%) y 6,8 l/100 km. (-22%)

    Los sistemas de seguridad que monta el Prius y que forman el embrión del vehículo autónomo son, en líneas generales, estupendos, aunque requieren matices. Por seguridad es mejor regular el PCS (“Pre Collision System”) con la máxima sensibilidad (que salte pronto, para evitar sustos) y sin embargo el ACC (“Active Cruise Control”) funciona mejor en carretera en la 2ª posición de las tres; el motivo es que esta tercera posición implica dejar demasiada distancia entre nuestro coche y el coche liebre, de modo que con asiduidad se cuelan otros coches en el hueco y eso hace que el sistema se active: corta la potencia, llega a frenar hasta que se abre la distancia necesaria, y solo entonces acelera de nuevo.

    Por su lado, el LDA (“Lane Departure Alert”) salta permanentemente en carreteras estrechas al ser casi inevitable pisar las líneas, por lo que el usuario suele desconectarlo. Y como el recordatorio de desconexión no es más que un testigo apagado en medio de un cuadro enorme lleno de luces, se suele olvidar de que está apagado. Además, cada vez que se apaga o la velocidad del vehículo baja de 50 km/h (algo muy frecuente en tráfico urbano) se superpone en la pantalla de TFT (“Thin Film Transistor”) un aviso que oculta a todos los demás, lo que resulta incómodo.

    El BSM (Detector de ángulo muerto) es todo un descubrimiento para quienes frecuentamos vías de tres y cuatro carriles generalmente atascadas, porque avisa sin error alguno si hay un vehículo oculto u ocultándose en el ángulo muerto. Hasta tal punto es útil el sistema, que ahora me siento indefenso cuando conduzco vehículos que no lo incorporan.

    Para terminar el capítulo, un detalle sorprendente: mi coche equipa neumáticos Toyo Nanoenergy R41 en medida 215/45 R17 87W, con un curioso reborde de caucho en el perfil. En uso urbano (aparcando con frecuencia entre bordillos de cemento o granito) y con neumáticos de perfil bajo, es habitual dañar las llantas de aleación, lo que afea y envejece al coche. Estos rebordes de los Toyo actúan como protectores de las llantas, que a estas alturas siguen impecables. Ojalá lo tuviera en el M3.

    Como se comprueba, la mayoría de los puntos positivos del coche han supuesto un gran esfuerzo en ingeniería y producción, tanto en horas hombre como en inversiones. Por eso sorprende (y decepciona) que los puntos de mejora que voy a citar a continuación no solo se refieran a cuestiones menores, si no que sean aspectos resueltos con brillantez en otros modelos de la marca.

    Empezamos por la visibilidad trasera. De acuerdo que el perfil Kamm y el portón trasero con dos lunetas son características de diseño de un Prius. Esta forma tan peculiar hace que la mitad de la visión del conductor a través del retrovisor interior tenga lugar a través de la luneta superior, muy inclinada y que sí tiene limpiaparabrisas, y la otra mitad por la luneta inferior, vertical y sin parabrisas.  Medidas en vertical, cada luneta tiene unos 12 cm de altura.

    Si pasamos de la teoría a la práctica, vemos que los reposacabezas traseros, en la posición más oculta, tapan la mitad de la luneta inferior, es decir, el 25% del campo de visión. Una silla para niños Römer para Toyota (accesorio original) cubre toda la luneta inferior y parte de la superior, y dos sillas dejan libre más o menos el 25% del campo de visión. Cuando llueve, esta luneta inferior recibe las salpicaduras de las ruedas traseras, por lo que pierde la transparencia en poco tiempo.

    El portón trasero es realmente grande, lo que facilita la carga del maletero. A cambio, una vez abierto alcanza una gran altura, por lo que puede golpear con el techo de muchos garajes: el portón de un Auris Touring Sports llega a 193 cm de altura, y el de un Prius a 215 cm.

    Una vez abierto el portón y cargado el maletero, hay que cerrarlo; este es un movimiento cuya dificultad para el cliente depende del espacio disponible y de su altura y fuerza. Un Auris Touring Sport tiene dos huecos en el portón para meter la mano y bajarlo, situados a 184 cm. del suelo; el Prius de 4ª generación tiene solo uno (el de 3ª tenía dos), a la derecha (¿y los zurdos?) ubicado a 193 cm.

    Con el portón trasero abierto nos encontramos las dos mayores decepciones del Prius, especialmente para quien hemos sido usuarios de Avensis y Auris TS. Empezamos por la rejilla: el Avensis y especialmente el Auris Touring Sport tienen una rejilla autoenrrollable de aspecto sólido, cómoda de uso y, en el caso del Auris, con posición de carga de maletero. Que además tiene la posibilidad de ser almacenada en el fondo del maletero, y encima añade una rejilla de separación de carga, que se puede plegar, o extender y anclar al techo, y hasta utilizarse cuando se han plegado los asientos al fijarse en el respaldo de los asientos traseros. Toda una demostración de ingenio y practicidad.

    Por su todo esto fuera poco, el Auris TS tiene fondo de maletero de madera forrada que da paso a un hueco enorme, en el que guardar un paraguas, las cadenas para la nieve, las bolsas del supermercado, las cinchas para atar la bici cuando se lleva en el maletero y mil pequeños objetos más. Y lo que no quepa ahí encuentra alojamiento en dos huecos laterales con tapa independiente. Todo esto significa que el cuerpo principal del maletero va siempre despejado, lo que reduce el ruido en curvas.

    Sin embargo, el novísimo Prius de 4ª generación tiene una rejilla fofa de posición única y difícil de fijar, no tiene rejilla de separación de carga, y ni un solo hueco bajo el maletero, que se tapa con una simple moqueta.

    Una buena manera de conocer un coche es lavarlo a mano, y en ese sentido las formas peculiares del Prius proporcionan sorpresas. Los limpiaparabrisas delanteros se ocultan en un hueco entre el capó y la base del parabrisas, con dos objetivos: reducir ruidos aerodinámicos y mejorar la estética, algo similar a lo que buscaba Seat en el Altea al esconderlos en el montante A. En el Prius la suciedad se acumula en ese hueco, y los rodillos de un túnel de lavado no llegan al fondo del hueco; solo desplegando los limpias y con algo de paciencia con la esponja se queda limpio en un lavado manual

    La parte posterior del coche merece otros dos comentarios. Como la base del portón está retranqueada respecto a los pilotos, se crea otra zona de acumulación de suciedad que solo se puede limpiar abriendo el portón, para limpiar por partes cada una de ellas. Y por último, el limpia de la luneta superior trasera ¡no es retráctil!, solo se puede levantar unos 10 cm y no se queda fijo por lo que limpiar esta luneta (no lo olvidemos, nos jugamos casi toda la visibilidad trasera con ella) es incómodo.

    Lo más destacado del año con el M3 fue un viaje de fin de semana por La Rioja, toda una prueba de versatilidad: ¿de verdad es, a la vez, una cómoda berlina para viajar como cualquier otro Serie 3, un Cabrio para pasear y un deportivo que merece llevar la letra M? Lo de cabrio se quedó en duda por la lluvia, el resto se aclaró favorablemente.

    A la hora de viajar por autovía a velocidades levemente ilegales, es delicioso. Las únicas críticas se refieren al ruido generado por la capota y al de rodadura de los enormes neumáticos traseros, a partir de 140 km/h de marcador. El consumo es bajo para ser una gasolina de más de tres litros, y bajo el agua en carreteras secundarias transmite confianza y seguridad, sin asomo de subviraje al entrar, y solo pierde tracción en horquillas de segunda en pendiente.

    Como todos los coupés, las puertas son más largas, lo que mejora la estética y facilita el acceso; a cambio, es más fácil golpearlas cuando se aparca en batería o en los aparcamientos subterráneos. El maletero es más que suficiente para fines de semana y admite equipajes de más de dos personas para más de dos días.

    El final del año vio el único incidente con el M3 Cabrio desde su compra, hace ahora dos años: una maniobra de aparcamiento rozó la punta derecha del paragolpes delantero, y se rompió el soporte inferior del paso de rueda. El uso en autovía lo presionó hacia atrás hasta que rozó con la rueda y terminó desapareciendo una parte de la pieza. Hasta que conseguí el recambio, no quedó otra que un remedio con cinta americana al estilo McGyver.

    Y como todo M3 E46 que se precie, hay que reponer medio litro del exquisito aceite Castrol Edge Titanium FST 10W-60 cada mil kilómetros. O arriesgarse a romper el motor.

    Gran parte de las andanzas de la Ghost en 2016 quedaron reflejadas en las entradas de este blog referidas a la Carrera Africana de La Legión en Melilla. Después de esos meses tan intensos (1.383 km de entrenamiento en la Ghost y 401 más en la bici estática), el resto del año fue más suave. Eso sí, gracias al cambio a neumáticos sin cámara, la caja de los parches no ha vuelto a salir de la mochila. ¡Bien!

    Justo antes de la Ruta Imperial, a finales de Octubre, le tocó cadena nueva por kilometraje, y ya está lista para muchos kilómetros más.

    El veterano Land Cruiser HDJ80 cumplió en 2016 los 25 años, y sigue estupendamente bien en lo principal, salvo ciertos achaques lógicos. La batería izquierda, con un borne sulfatado hace tiempo, terminó falleciendo y llevándose por delante a su compañera del lado derecho. Por fortuna, largas sesiones de cargador permitieron que ésta se recuperara, de modo que la avería se resolvió con una enorme batería nueva de 70 Ah, un borne también nuevo y una buena sesión de limpieza.