BMW presentó en el Salón de Colonia de 1980 la R 80 G/S, que inauguró una categoría de motos, las maxitrail, a la que muchos otros fabricantes se lanzaron de inmediato, Y 43 años después lanza la R 1300 GS, que redefine la categoría.
El concepto de moto trail llevaba en el aire mucho tiempo, aunque se atribuye el mérito de su invención a Yamaha con la XT 500 de mediados de los ’70. Hablamos de un tipo de moto ligera y ágil, que permite recorridos sencillos por campo a la vez que desplazarse por carretera con cierta soltura.
A la XT 500 de Yamaha se unieron otras marcas en una nueva categoría de “moto para todo”, que acababa en manos de viajeros por territorios remotos, de quienes no querían pararse cuando se acababa el asfalto, o de los que buscaban en una única moto tanto un transporte urbano como un vehículo de viajes.
En el otoño de 1980, BMW llevó al Salón de Colonia una moto que representaba el siguiente escalón, que se terminó llamando maxitrail. Al montar su motor bóxer, en versión de 50 CV, permitía unas velocidades en carretera impensables para las trail monocilíndricas que se comercializaban hasta el momento. La transmisión por cardán simplificaba el mantenimiento, y su capacidad de carga la convirtió en la favorita de los grandes viajeros. En definitiva, hacía honor a su nombre en alemán: G/S, Gelände (campo) y Strasse (calle).
Tuve la suerte de probar una de aquellas primeras 80 G/S en su momento, y aun recuerdo la sensación de, con la misma moto, cruzar la ciudad de Madrid, salir por autovía a buen ritmo, disfrutar de su agilidad en una carretera de montaña, hacer un tramo de pista de tierra y regresar a casa. Con el resto de las motos de la época, eso era imposible.
La competencia no tardó en unirse al nuevo segmento de las maxitrail, con motos tan estupendas como las Honda Africa Twin, Yamaha SuperTenere, Triumph Tiger y KTM SuperAdventure.
Hace un par de meses publiqué una entrada referida al incremento de peso y dimensiones de los coches en los últimos años, y sus consecuencias. Viene a cuento recordarla porque la evolución de estas maxitrail ha ido por ahí. Esa evolución aumentó sus prestaciones y equipamientos, que las iban convirtiendo en grandes, pesadas y voluminosas. No olvidemos que de los 50 CV de las R 80 G/S de 1980 se paso pronto a superar la barrera de los 100 CV, y algo después la de los 125, con lo que supone de reforzar bastidor, suspensiones, transmisión, frenos, etc., hasta situar el peso en vacío peligrosamente cerca del cuarto de tonelada.
Es cierto que el peso de una moto no es todo lo que condiciona su manejabilidad, sea en parado o en marcha; se debe considerar también su ubicación y su reparto. Sin embargo, no podemos olvidar lo que significa el peso en una moto viajera por los agravantes: añadamos dos maletas más su carga, y un cofre o al menos una bolsa de viaje, cuando no ambos. Y hasta una bolsa más encima del depósito. Y el viajero o viajeros, convenientemente equipados, pierden agilidad por el peso y limitaciones de su ropa, llena de rodilleras, coderas, espalderas, hombreras y elásticos siempre insuficientes.
Este círculo vicioso es el que en definitiva me alejaba de las maxitrail, al concebirlas como poco manejables, y casi nada urbanas, motos que se deben manejar, hasta maniobrando en parado, con mucha atención. Junto con el precio, ese es el motivo por el que tengo una F 750 GS, el escalón inmediatamente inferior. Hasta ahora, porque la nueva R 1300 GS ha cambiado el rumbo.
En este final de 2023 se inicia la venta de la nueva generación de GS, y lo que más se destacó hasta su presentación dinámica a la prensa era que el peso había bajado de 249 a 237 kilos respecto a la anterior generación, una reducción que no llega al 6%. Por su lado, los comunicados de la marca centraban las novedades también en conceptos como compacidad, manejabilidad y suavidad en la entrega de potencia.
Por cuestiones que no vienen al caso, disfruté de cuatro unidades distintas de la primera serie de R 1300 GS antes de la presentación a los medios, con las que recorrí casi 3.000 kilómetros en prácticamente todo tipo de circunstancias, siempre, eso sí, por carretera.
Ya desde parado me llamó la atención la facilidad de manejo, por la combinación de depósito estrecho, asiento bajo y manillar ancho. Esos puntos, más la suavidad cremosa del motor hacen fácil su uso urbano. Y el tacto del motor, extremadamente lineal, es una delicia tanto en carreteras de curvas como en autovías.
Aunque no deja de ser una moto voluminosa, el hecho de sentarse algo más bajo de lo que se espera, con las piernas cerradas y cerca de un manillar ancho, hacen que uno sienta que tiene el control. No hay reacciones de la transmisión al acelerar ni al frenar, y la nueva suspensión delantera no sabe qué es eso de hundirse en las frenadas.
Más allá de estas ventajas en cuestiones técnicas, encontré otros puntos en la nueva R 1300 GS sobre los que me surgieron dudas. Y dado el carácter pionero de BMW en la aplicación de algunas tecnologías a las que voy a hacer mención, extrapolo mis dudas a todas las marcas que las utilizan.
El primero es el cuadro de instrumentos digital, de aspecto externo igual al de mi F 750 GS, solo que con más funciones. Evidentemente una de las ventajas de estas pantallas respecto a los cuadros analógicos es que pueden ofrecer mucha más información al usuario, solo que a base de moverse por menús, lo que implica que solo se ve cada vez una parte de esa información, y que el usuario ha de recordar cómo moverse por los menús, y además hacerlo.
Esta práctica ya es habitual en los coches; a su uso en las motos se le añade la dificultad de que el piloto ni va cómodamente recostado en un asiento, ni tiene equilibrio intrínseco, ni debe soltar demasiado el manillar. La conclusión es que no siempre encuentra uno la información que busca, o que simplemente decide escoger una determinada pantalla y no arriesgarse a una distracción para encontrar algún dato adicional.
Otro punto a discutir se basa igualmente en la ergonomía, relacionada en este caso con el manejo de las muchas funciones que permite la tecnología actual. La nueva R 1300 GS incorpora de serie o como opción ventajas como la calefacción de asiento y puños (ambas independientes entre sí y con tres niveles de intensidad), el parabrisas de altura regulable, el control de crucero activo, los reglajes de suspensión (de precarga e hidráulicos) y las configuraciones de motor.
Todos estos elementos ofrecen indudables ventajas al usuario, y lo comprobé en el uso práctico, al adaptar cada una de ellas a mi gusto, a mi estatura y a las condiciones de uso de cada día y cada carretera. Pero se manejan todas desde las piñas del manillar, que tienen límites de tamaño, lo mismo que la memoria del piloto o la capacidad de movimiento de sus dedos. Si sumamos a esto que, por seguridad, algunas funciones no se pueden modificar en marcha, concluimos que no es tan fácil sacarle todo el partido a estas funciones.
Sí que fui capaz de regular a mi gusto y en cada momento la altura del parabrisas y la temperatura de los puños, y que no lo conseguí con la del asiento. Y recordé regular el régimen de corte de encendido, así como las vueltas a las que se enciende la luz que recuerda que debo cambiar de marcha, antes de arrancar. Pero se me hacía incómodo conectar y desconectar el control activo de crucero.
A este respecto preveo un incidente con algunos usuarios: el funcionamiento de este control se basa en la información suministrada por un radar de onda micrométrica ubicado en el frontal, justo por encima del faro de LEDs, y oculto tras una placa de plástico gris algo fea, que alguno intentaré embellecer o, al menos, disimular, con un adhesivo o algo de pintura. Y, con ello, dificultará la lectura del radar, por lo que el sistema pasará a modo de emergencia con el consiguiente aviso al usuario en la pantalla, y la posterior visita alarmada al concesionario. Menos mal que todo se arreglará quitando el adhesivo.
Más allá de estos inconvenientes propios de la adopción temprana de nuevas tecnologías, la R 1300 GS cambia a mejor el rumbo de las maxitrail y, lo mismo que su antecesora hace 43 años, marcará el camino de los demás fabricantes.
A estas alturas, ¿hay alguna posibilidad de hacer viajes diferentes? Sí, claro, desplazándose en moto, en solitario, por Marruecos, y sin herramientas digitales. Lo he puesto en práctica y el resultado han sido nueve días intensos, disfrutando y padeciendo carreteras, paisajes y ciudades.
Sentado frente a un “tajine” de pollo en el Grand Socco de Tánger, recapitulo sobre el primer día de viaje. Había salido de casa antes del amanecer, con el objetivo de llegar al puerto de Tarifa a tiempo para abordar el barco que zarpa a las 17:00 h. Y conseguí plantarme en el puerto a las 14:40 h, eso sí, sin comer y con dolores en los hombros y los brazos en el último tercio del viaje. La posición erguida de las motos trail viajeras y el haber perdido la costumbre de los viajes largos en moto me hicieron pagar ese peaje de incomodidad. A cambio, y gracias al más que amable empleado de la naviera FRS, modificamos las tarjetas de embarque y subí al barco de las 15:00 h. Una hora más tarde, que por el cambio de hora con Marruecos eran de nuevo las 15:00 h, mi moto y yo salimos de la bodega del barco, y bajamos la rampa de popa para toparnos, una vez más, con la realidad de la burocracia africana: el policía de aduanas que me había atendido a bordo se olvidó de poner un sello, yo no me había dado cuenta, y el policía del puerto no nos dejaba pasar. La solución pasó por subir la rampa del barco, dejar la BMW en la bodega, localizar un policía a bordo, conseguir el sello que faltaba, volver a la bodega, bajar de nuevo la rampa y, con los papeles ya en regla y los pasajeros del viaje de regreso ya embarcando, entrar en Tánger.
Mi moto tiene una pantalla digital que, mediante una conexión Bluetooth, se comunica con el teléfono móvil, en el que está descargada la aplicación de BMW, que incorpora un programa de navegación. Como había decidido que este iba a ser un viaje analógico, en lugar de limitarme a seguir la flecha del navegador durante nueve días, hice otra cosa. Mi mochila cargaba con un ejemplar en papel del mapa Michelin 742 y una edición también en papel de la guía Lonely Planet de Marruecos, que incluye un pequeño plano del centro de Tánger, D
urante el trayecto en el barco localicé las ubicaciones del puerto y del hotel en el que había hecho una reserva. Mi cerebro tiene una función de orientación y otra de memoria, que se comunican entre sí; con la primera estudié el recorrido, incluyendo algunos puntos intermedios, y guardé esos datos en la segunda función de mi cerebro. Y de ese modo tan natural, la moto cargada y yo nos sumergimos en el tráfico de Tánger, que sigue siendo el tradicional de Marruecos, aunque en versión modernizada.
Un viajero veterano me había prevenido sobre el asfalto marroquí de la zona: brillante, gris claro por desgastado, lo que significa poco agarre. Solo que iba tan concentrado en no perderme en mis primeros minutos por Tánger que, cuando encontré justo la calle que subía del paseo marítimo al bulevar Pasteur, y abrí gas sin darme cuenta de que había un charco, aprendí una lección que me iba a venir muy bien para el resto del viaje. No, no me caí, pero por un instante cada rueda de la moto y mi intención apuntaban a un lado, y cuando entre el control de tracción y mi subconsciente unificaron el criterio de los tres, tenía claro que en los próximos días el tacto de mi mano derecha debía ser tan delicado como el de un neurocirujano.
Paseando por la ciudad vi algunas novedades que me sorprendieron, por lo que suponen de cambios no necesariamente a mejor. Hay numerosos repartidores de Glovo, en las paradas de taxis los Dacia han desbancado en proporción a los Mercedes de la Serie W123, y la custodia del Consulado de Francia ya no está a cargo de un respetable Toyota Land Cruiser, porque su puesto lo ocupa ahora un Dacia Sandero.
Daba vueltas a estos cambios buscando un lugar donde cenar, y me topé con establecimientos que ofrecían pizza, kebab, wok, hamburguesa, sándwich, tacos, shawarma, panini, … es decir, variedades gastronómicas de casi todo el mundo, menos de Marruecos. Huí de la zona por la que caminaba, construida en la época de mayor influencia francesa, y acabé junto a la medina, en la terraza de un local llamado “Restaurant Populaire”. Y ahora, disfrutando del tajine de pollo veo pasar una cantidad sorprendente de vehículos de las diversas tallas de Range Rover, intercalados con muchos Mercedes AMG, y cuando estoy punto de maldecir contra la globalización por la pérdida de identidad que implica, me doy cuenta de varias cosas. En primer lugar, el garito en el que ceno luce su nombre en francés, el idioma de una de las metrópolis que ha tenido el territorio. Se ubica en la plaza que antiguamente albergaba el mercado más importante de la ciudad, por lo que se llama “Grand Socco”, del francés “grande” y del árabe “mercado”, que son algunas de las culturas que ocuparon la zona. Y lo que disfruto, el tajine, es un plato típico bereber, los habitantes originales de la zona. En conclusión, que lo de invadir y mezclar culturas e idiomas, empezó mucho antes del siglo XXI.
Dedico la mañana siguiente a seguir buscando esas combinaciones culturales. Los Estados Unidos de América existen como país independiente desde 1776; solo un año más tarde, Mohamed Ben Abdallah, entonces Sultán de Marruecos, firmó un acuerdo con el recién nacido país, lo que supone su primer reconocimiento como país independiente Nueve años más tarde sellaron un Tratado de Paz y Amistad, el más antiguo en la historia de los EE.UU. que no se ha roto. Para aprovechar las posibilidades que ofrecía el acuerdo, los estadounidenses abrieron una legación en Tánger, que a día de hoy se mantiene abierta como museo y centro cultural. La sensación en el interior del edificio es de mansión en el sur profundo de los Estados Unidos, y hay que salir a los patios o asomarse por las ventanas para recordar que uno sigue en la medina de Tánger.
Durante la 2ª Guerra Mundial, el carácter de ciudad internacional y su posición en el mapa convirtió a Tánger en eso que alguien con pocas ganas de inventar metáforas nuevas llamaría “nido de espías”. Y por supuesto la O.S.S (Oficina de Estudios Estratégicos, bonito eufemismo), que luego cambió su nombre a CIA, tenía un agente en la ciudad que trabajaba en la legación. Se llamaba William Eddy, era un hijo de misioneros que había nacido en Siria en 1896, por lo que hablaba árabe, y combatió en la 1ª Guerra Mundial en los marines. Al estallar la segunda volvió al ejército, y en Junio de 1942 utilizaba la cobertura de agregado naval en el consulado de Tánger. En realidad, trabajaba en un cuarto oculto tras una falsa puerta, que ahora se puede visitar, donde se escondía su equipo de comunicaciones. Desde allí ayudó a coordinar el desembarco aliado en marruecos que bajo el nombre de “Operation Torch” terminó expulsando al Afrika Korps del Magreb. La portada del San Francisco Chronicle del 8 de Noviembre de 1942 lo dejaba bien claro: “Los yankees invaden el norte de Africa”.
Atravieso a pocos metros de la legación la lonja de pescado, que generaría taquicardia en un inspector de sanidad, y acabo paseando por el jardín que rodea la pequeña iglesia de St. Andrews, la que construyeron los ingleses para dar servicio religioso a los europeos residentes, y que celebra ceremonias católicas, protestantes, musulmanas y judías en la misma capilla.
El jardín es también cementerio, y me llaman la atención cinco lápidas colocadas en línea, las de la tripulación completa de un avión que se estrelló en la zona el 31 de Enero de 1945; el más joven de los caídos tenía 19 años, el más mayor 21. Ahora que en nuestro desnortado Occidente hablamos con algo de miedo de la generación de cristal, sorprende recordar cómo hace ochenta años, los jóvenes pilotaban bombarderos y daban la vida por sus principios.
Miro alrededor a los jóvenes tangerinos de la actualidad, y detecto evoluciones diferentes entre ellos y ellas. Por el lado masculino, la chilaba prácticamente ha desaparecido; es más, el aspecto de muchos se etiquetaría como moderno en Europa: barbas cuidadas, peinados casi esculpidos, pantalones ajustados, músculos de gimnasio, gafas de espejo, zapatillas de colores, y el largo etcétera que define a un moderno. Sin embargo, me inquieta que la vertiente femenina no haga lo mismo: hay mucha cabeza cubierta con pañuelos, bastantes caras ocultas, y hasta atuendos desagradablemente cercanos al hijab o incluso al burka.
Con todo, lo más sorprendente es que estos extremos se juntan: hay numerosas parejas formadas por señor moderno y señora con hijab, lo que suprime toda modernidad en el varón.
Admito que también veo a señoras espléndidas que se lucen con ropa ajustada y maquillaje. Como ciudadano del sur de Europa, y sabiendo de lo que son capaces los integristas, espero que sean mayoría en el futuro las señoras occidentalizadas que eduquen a sus hijos en esos valores.
Por los condicionantes de mi viaje analógico, había memorizado que iba a realizar el recorrido de Tánger a Tetuán por la carretera N16, la que va por la costa del Atlántico al estrecho de Gibraltar, luego a Ceuta y, finalmente, por el Mediterráneo hasta Tetuán. Solo que descubrí que en las señales de las carreteras marroquíes nunca pone el nombre de la carretera, algo común en Europa. Este detalle añadió interés a un recorrido con curvas impensablemente cerradas, pendientes exageradas y asfalto brillante, de ese que da mala espina. En todo caso, poco después mi BMW y yo entrábamos en la antigua capital del Protectorado español, que por eso y por no ser turística, tiene un aspecto muy diferente al de Tánger. Por ejemplo, si no hay turistas no hay tiendas ni restaurantes para turistas, de modo que me dejo llevar por la medina hasta un lugar en el que no veo más que tetuaníes, y me siento a comer un formidable guiso de sardinas, tomates y patatas. Miro a mi alrededor y confirmo encantado que soy el único extranjero, el único occidental. Ya inmerso en el ambiente y con la tripa llena, paseo por entre los puestos, que al no recibir turistas venden solo productos para la población local. Los vendedores charlan relajados, sin presionarme para que les compre, sonríen, hablan en español. Cuando no puedo resistir la tentación compro unas preciosas babuchas después de, claro, mucha charla y bastante negociación.
En un puesto callejero me hago con un dulce y la dependienta, una adolescente hija de la panadera, no sabe cómo tratar a un extranjero, además hombre, que compra lo que un marroquí: azorada, pide ayuda a su madre, la que en definitiva me sonríe y me cobra.
Seguimos con las mezclas culturales: cuando esa noche llego al hotel, veo que el recepcionista mira embobado en la pantalla del televisor un partido de la liga francesa de fútbol entre el Paris St. Germain y el Niza. Como no habla francés, se ha conectado a una web siria, y así escucha los comentarios en árabe.
También de Tetuán a Chefchaouen iba a seguir la N16, la carretera de la costa, pero la peculiar señalización me lleva por la N2, la principal, que discurre por el interior. Los primeros kilómetros son de autovía, aunque con asfalto de escaso agarre. Poco más tarde se inician tramos de obras con la maquinaria al borde la calzada, tramos sin asfaltar, animales cruzando, … todo lo necesario para que no me aburra. En una zona decente entre dos de obras consigo por fin adelantar a un camión lento y, al rebasarlo, veo que ruedo nada menos que en cuarta a casi 90 km/h; comparado con el ritmo que llevaba me parece rápido y hasta peligroso, y en ese momento me pasa una furgoneta a más de 120 km/h.
Huyendo de todo esto decido desviarme por una carretera estrecha y recomendada, la que en paralelo al oued Laou baja entre desfiladeros hasta el pequeño pueblo costero de Et-Tlete-de-Oued-Laou. El nombre abulta más que el pueblo, pero la carretera es una delicia, casi cincuenta kilómetros exclusivamente de segunda y tercera, entre cortados, barrancos y cerros. Para aderezar el recorrido a mitad de camino, en Es-Sebt-de-Saïd hay mercado, lo que quiere decir que no hay carriles, prioridades ni normas: motos, coches, furgonetas, camiones, burros y peatones nos mezclamos en la calle central, buscando cada uno el hueco ajustado a su tamaño para salir cuanto antes de allí. La ventaja de la moto en estas circunstancias es que necesita tan poco hueco como un burro y acelera más.
El viaje había empezado en Tánger, una ciudad costera y cosmopolita, y continuó por Tetuán, en el interior, españolizada y poco visitada. Chefchaouen mezcla esos adjetivos, porque está en las montañas y lejos de la costa, y por recibir turismo de todo el mundo tira a cosmopolita sin olvidar que estuvo cerrada a nosotros, los infieles, hasta no hace tanto en términos históricos, y quienes se atrevían a entrar eran ajusticiados. Charles de Foucauld dice que fue el primero en entrar y además salió en Julio de 1883, pero no hay pruebas que lo confirmen. El que sí lo hizo de verdad y lo contó fue Walter Harris, corresponsal del Times de Londres en Tánger, ya en 1888.
Sin embargo, ahora se recibe a los visitantes y a sus divisas con los brazos abiertos en los muchos restaurantes y las incontables tiendas de recuerdos de la ciudad que más parece, al menos en su cogollo central pintado de azul, una mezcla de parque temático y centro comercial abierto.
Bien cenado y mejor dormido arranco el día siguiente con uno de los objetivos duros del viaje, que me va a garantizar muchas horas de moto. Salgo de Chefchaouen en dirección este por la N2 para darme un atracón de curvas cruzando las montañas del Rif en dirección a Ketama. El inicio de esos casi cien kilómetros es formidable, con paisajes espectaculares entre barrancos infinitos, zonas de obras, asfalto como una alfombra arrugada y algún conductor de furgoneta con pocas ganas de llegar a viejo. Solo que doce km. después de Ketama tomo el desvío a Es-Sebt y el mundo parece cambiar. La temperatura baja a 18ºC, una niebla hecha de trozos, como de soplidos de dragón, ciega a ratos la carretera que sigue colgada de las montañas. Paso el recorrido completo sin ver un europeo en ningún medio de transporte, y casi ningún local. El estado del asfalto y el exceso de curvas hacen que me empiecen a doler los hombros cuando giro para tomar la N16 en busca de algo que parece sencillo: ver el Peñón de Vélez de la Gomera, esa roca territorio español desde que en 1508 Pedro Navarro, almirante castellano, decidió tomarlo porque era refugio de piratas marroquíes que asaltaban naves españolas.
Como aclaré al principio, este es un viaje analógico, y ni el mapa Michelin 742 ni la guía Lonely Planet aclaraban cómo llegar al peñón. Tiro primero de intuición y llego a Cala Idris, poco más que una playa y un embarcadero, donde no había rastro de peñón alguno. Desando el camino, llego a Torres de Alcalá (sí, ese es su nombre, en español), y no solo no encuentro el peñón después de callejear pesadamente con la BMW cargada; además me doy cuenta en primer lugar de que los cerros llegan hasta la costa, lo que me impide ver la línea litoral e intuir la ubicación del peñón, y además de que en la zona no se habla otro idioma que no sea el árabe. De nuevo en la N16 pregunto en una gasolinera y confirmo lo del idioma mientras compruebo las dificultades de los locales para interpretar un mapa. Lo único que saco de la charla entre surtidores es algo que me recuerda a la palabra “peñón” que se pronuncia mientras un dedo apunta a la N16 en dirección este. Otra vez a rodar, con mi sentido de la orientación echando humo aunque sin sacar conclusiones.
Cuando llego a un pueblo llamado Rouadi, que ni aparece en mi mapa, me detengo de nuevo con la sensación de que me he debido dejar atrás un desvío a la izquierda que no he visto. Me acerco a un tipo joven que pasa cerca, con la esperanza de que tengamos algún idioma en común, y resulta ser otro que no habla más que árabe. Sin embargo, parece que entiende lo que le pregunto, y me responde algo que me suena a “Plage Badis”, mientras señala el centro del pueblo y me indica hacia la derecha, que es el Norte. Entonces recuerdo que el Peñón de Vélez de la Gomera se encuentra cerca de una aldea llamada Badis o Bades, y que a lo mejor lo que me está queriendo decir el joven es que del centro de Rouadi parte la carretera que me puede llevar a Badis o Bades y su playa y, con ello, al peñón.
Asumo el riesgo, doy media vuelta, tomo la supuesta carretera a la playa, que tampoco aparece en mi mapa, y serpenteo por un paisaje entre desértico y apocalíptico, de cerros cubiertos por monte bajo y una cinta de asfalto estrecha y sin arcén que se despereza entre ellos. Al rodar sin ver el horizonte solo sé que sigo más o menos con rumbo Norte, es decir, hacia el mar, aunque no lo veo hasta que, de repente, a los 17 kilómetros, la carretera desaparece, avanzo como puedo por una pista de tierra con piedra suelta, llego a una playa fea y sucia, y me topo con el Peñón de Vélez de la Gomera.
Hasta 1930 era un islote a unos metros de tierra; ese año un terremoto hizo aflorar una lengua de tierra hasta entonces sumergida, y el islote se convirtió en península. Esa lengua de tierra mide 85 metros de anchura, lo que la convierte en la frontera más estrecha, además de ser una de las más jóvenes, del mundo. Para rematar la peculiaridad del lugar, es una frontera no operativa, no se puede cruzar: el peñón es zona militar, y no hay tránsito en ningún sentido.
Urbanísticamente, Alhucemas es una ciudad única, porque no tiene la estructura habitual de las ciudades marroquíes, de medina central con calles estrechas y tortuosas, rodeada de una zona de crecimiento de la época del protectorado o de la colonial, con edificios altos en avenidas rectas, y el motivo está en su origen. La zona fue habitada intermitentemente desde antiguo, y era conocida por la presencia de plantas de lavanda, “al-hoceima” en árabe. Las playas circundantes se escogieron como ideales para el primer desembarco aeronaval de la historia, la operación franco-española que tuvo lugar el 8 de Septiembre de 1925, y que determinó el final de la guerra de Marruecos.
Días después del desembarco se decidió que, en la playa situada al este y protegida por farallones, se construyera un poblado civil para acoger a los paisanos que por motivos profesionales seguían a las tropas. El poblado recibió el nombre de Cala Quemado, que es a día de hoy el topónimo de la playa.
Con su crecimiento, Cala Quemado ocupó la llanura superior, y Alfonso XIII decidió en 1927 llamar a esa ciudad Villa Sanjurjo, en honor al general que había dirigido el desembarco. Durante la república el nombre cambió a Villa Alhucemas, para pasar a denominarse, tras la independencia de Marruecos, al-Hoceima en árabe y Alhucemas en español.
Hoy en día, Alhucemas mezcla, aun siendo una ciudad joven, detalles antiguos y actuales, como una gasolinera Shell del protectorado, con hoteles de cadenas europeas; bares en los que grupos de hombre discuten pausadamente frente a cafés muy cargados, con locales solo para mujeres. En la playa de Cala Quemado ellas no se bañan, se limitan a tomar el sol sin despojarse de ninguna prenda, mientras ellos chapotean luciendo bañadores occidentales. En uno de esos bares en los que solo hay hombres, el Café Belle Vue, cerca de la plaza de Mohamed VI, capto una conversación en alemán: unos de los que hablan es un viajero alemán (debemos ser solo dos los europeos que nos hemos dejado caer por la zona), los otros tres son marroquíes que vivieron en Alemania, donde aprendieron el idioma, y han regresado a su país. Y en el ascensor del hotel coincido con una mujer con vestimenta y aspecto locales, que me habla en inglés y me dice que es de los Países Bajos, con la altanería con la que algunos originarios del Norte de Europa nos hablan a los del Sur.
De Alhucemas a Melilla mi BMW y yo nos deslizamos por la carretera de la costa, con el Mediterráneo a la izquierda, y cerros y desmontes a la derecha. A ratos el recorrido se hace pesado y hasta peligroso no por las obras en sí, sino por la ausencia de señalización y de desvíos. Nunca he pasado tan cerca de excavadoras en movimiento, y menos aún mientras cargaban camiones; nunca he visto tantas Caterpillar en tan pocos kilómetros.
Llego al puesto fronterizo de Beni Enzar preocupado por lo que me pueda encontrar, son muchos meses de noticias preocupantes sobre la frontera de Melilla, y me temo que pase horas de colas y papeleos para entrar en España. Me fijo en la hora al detenerme ante el primer policía marroquí que me pide la documentación y miro al frente: no hay nadie, en el sentido más estricto del término, ni un solo viajero en todo el puesto fronterizo. Tan “nadie” que veo claramente, en fila, los policías de los dos países ante los que me tocará pararme y las cabinas en las que entregaré documentos. Solo dieciséis minutos después de llegar, me dice “Puede pasar” el último policía; pongo primera junto a una bandera española y decido que la mejor manera de cerrar este viaje es disfrutando de un pescado a la parrilla y de una Cruzcampo en un chiringuito de la playa de Melilla. Misión cumplida.
Un comentario habitual entre los aficionados a los automóviles gira en torno a lo mucho que pesan y lo grandes que son los coches actuales. Vamos a cuantificar esas sensaciones, y a poner las dimensiones en relación con el entorno en el que actualmente se mueven los coches.
Que los automóviles actuales son más pesados y más grandes que los de hace, digamos, cincuenta años, es una realidad. Sin embargo, la mayoría de los comentarios que van en esa línea se quedan ahí, o como mucho continúan con recuerdos referidos a viajes de la infancia en familia, con muchas personas y numerosos bultos a bordo de un SEAT 600 o un Renault 8 a través de las carreteras de la época.
Demos un paso más allá y cuantifiquemos esas impresiones. Para ello, he tomado un ejemplo genérico, el Volkswagen Golf, que se lanzó en 1976 y se sigue comercializando con el mismo nombre, ya en su octava generación. Para tener datos comparativos, siempre que he conseguido cifras me he centrado en la versión GTI con carrocería de tres puertas, cambio manual si había otros disponibles, y el motor menos potente que se comercializaba con esa denominación en caso de que hubiera más de uno.
El resultado, como era de esperar, es que un Golf GTI Mk VIII es más pesado y más grande que un Golf GTI Mk I, no podía ser de otra manera: de 3.820 mm y 840 kilos hemos pasado a 4.287 mm y 1.570 kilos.
Lo importante llegados a este punto es pasar a las causas de esos incrementos. Por lo que se refiere al peso, la clave está en el incremento de equipamiento, las medidas de seguridad, y en que las subidas de peso se retroalimentan.
Sobre el equipamiento, debemos tener en cuenta que tomamos como referencia los vehículos de la posguerra europea, el momento en que el automóvil comenzó a democratizarse en nuestro continente, aun sin haber salido por completo de una mentalidad de supervivientes. En ese momento, los niveles de equipamiento eran tan escasos, que un elevalunas manual que ocultara por completo una ventanilla dentro de la puerta delantera era un lujo frente a una ventanilla plegable manualmente, como la de un 2CV. Por tanto, comparar el contenido de aquellos coches con los actuales genera una larga y pesada lista de elementos, que a día de hoy nos parecen imprescindibles o simplemente son obligatorios por ley: equipo de sonido con al menos cuatro altavoces, muchas pantallas, asientos confortables, plegables y regulables, aislamiento acústico, guarnecidos integrales (no se ve la chapa ni en el maletero), sistema de climatización, elevalunas eléctricos, cierre centralizado, …
Por el lado legal, el de las medidas de seguridad, hacen falta cinco cinturones de seguridad autoenrrollables y bloqueables, cinco reposacabezas, muchos airbags, tres retrovisores, zonas de deformación programada delante, detrás y en ambos lados, ABS, control de tracción, control de estabilidad, …
Aumentar estos equipamientos no solo eleva el peso por sí, además genera un círculo vicioso. Si ponemos como ejemplo un equipo de climatización, vemos que lo forman un compresor accionado por el motor, al que roba potencia, más un radiador y un evaporador, tuberías de gas, conducciones de aire, un mazo de cables, la unidad electrónica de control y el sistema de mando. Si con estos elementos aumentamos el peso y además robamos potencia al motor, nos hará falta un motor más potente que suele ser más pesado, y a continuación reforzar los soportes de los elementos mencionados, y montar mejores frenos y suspensiones más resistentes.
Si trasladamos este razonamiento a números, vemos que como media el paso de cada generación de VW Golf a la siguiente ha generado un incremento de peso de cien kilos; aunque hay que reconozcer que el Golf GTI Mk I tiene un equipamiento irrisorio bajo los estándares actuales, y no pasaría las normas de homologación con mucho.
La conclusión es, por tanto, que los coches han ganado obviamente mucho peso, que los motivos técnicos y legales son claros, y que dudosamente los clientes de la actualidad renunciarían a las ventajas aparejadas a ese incremento a cambio de reducciones de consumo y emisiones, y una mejora en el comportamiento dinámico. A menos que sean seguidores de Lotus.
SI pasamos a analizar el crecimiento en dimensiones externas, es mejor ir por partes y contemplarlas primero de una en una. En el ejemplo que nos ocupa, el de las ocho generaciones del VW Golf, la altura ha pasado de los 1.400 mm de 1976 a los 1.478 de la actualidad; nada más que un 6%, ya que el vehículo original tenía suficiente habitabilidad vertical, y el incremento de altura penaliza en aerodinámica y con ello en consumos y emisiones.
La longitud total ha crecido desde los 3.820 mm del original hasta los 4.287 del actual, un 12%, en la línea del segmento C europeo, que antes se situaba por debajo de los cuatro metros, y ahora los supera. Este incremento está provocado fundamentalmente por la existencia de zonas de deformación controlada, creadas para superar las normas de impacto EuroNCAP, que en cada revisión van siendo más estrictas. También influye la normativa de las aseguradoras, de impactos delantero y trasero a baja velocidad, que retranquea capó, maletero y pilotos y hace sobresalir los paragolpes, de cara a abaratar las reparaciones.
El crecimiento en anchura es un dato que se debe analizar con especial cuidado. Si nos seguimos ciñendo al ejemplo del Golf, la variación va de los 1.630 mm del Mk I a los 1.789 del Mk VIII actual, 159 mm que representan un 10%. Solo que en este capítulo de la anchura me gustaría considerar otros factores, como la ergonomía y la relación con el medio.
La sensación de anchura en un espacio cerrado es fundamentalmente eso, una sensación, más que un hecho medible. Dos personas corpulentas en un SEAT Panda rozan con sus hombros exteriores con las puertas, y con los interiores entre sí; si simplemente el coche crece cuatro centímetros a lo ancho, los roces desaparecen, y con ellos gran parte de la sensación de estrechez.
Asociado al aumento de calidad de vida desde la posguerra hasta la actualidad están conceptos como el confort, que encuentran eco en los coches. A mediados de los ’70, mis Mercedes C123 eran vehículos de ricos, y por eso la distancia entre los guarnecidos de las puertas delanteras es de 146 cm y, sentado al volante, acabo de medir 14 cm entre mi hombro izquierdo y el cristal de esa ventanilla. En 2023, un Toyota Corolla es un utilitario, y sin embargo las mismas mediciones dicen que hay 150 cm de anchura entre guarnecidos, y 18 cm entre el hombro y la ventanilla. Es decir, un utilitario de hoy es más cómodo y amplio que un coche lujoso de hace cincuenta años.
Este aumento de volumen interior se ha conseguido, claro está, a costa de una mayor anchura exterior. Y a este factor hemos de añadir que los retrovisores exteriores son, en la actualidad, mucho más grandes que antes; es más, hoy en día es obligatorio montar dos retrovisores exteriores, mientras que antes era opcional el del lado del conductor, y el del l ado del acompañante ni se mencionaba. Pues bien, la comparación entre el Mercedes y el Corolla es demoledora: si montara un retrovisor, la anchura exterior máxima del CE280 sería de 1.870 mm, y la del Corolla 2.100 mm; es decir, 230 mm.
Unamos ahora todos estos números y pongámoslos en relación con el entorno en el que se mueven los coches: plazas de aparcamiento y sus pasillos de acceso, y carriles de calles y carreteras.
Las carreteras, especialmente las autovías, son ahora más anchas que las carreteras nacionales de hace medio siglo, por lo que la sensación de que los coches no caben no es cierta en este entorno. Si entendemos por huella el producto de longitud por anchura, la huella de un Golf Mk I era de 6,23 m2, y la de un Golf Mk VIII de 7,67 m2, un 23% más, y sin embargo el actual se desenvuelve con soltura salvo en los trazados más angostos.
Las dificultades, y con ello las sensaciones al volante, aparecen en entornos urbanos y en aparcamientos, porque ni la normativa es rígida, ni se ha adaptado con el tiempo. Parece que el asunto viene de antiguo, y resulta premonitorio que en 1497 los Reyes Católicos dictaran una norma sobre conservación de caminos que, al tratar de su anchura, decía así:
“Mandamos a las Justicias y Concejos que hagan abrir y adobar los carriles y caminos, cada Concejo en parte de su término, por manera que sean del ancho que deban, para que buenamente puedan pasar, e ir y venir por los caminos”.
Medio milenio más tarde las normas viene a decir lo mismo, es decir, prácticamente nada: las plazas de aparcamiento, dependiendo de la ciudad, deben medir entre 4.500 y 5.000 mm de longitud, entre justas e insuficientes para según qué coches. La anchura es igualmente variable y escasa, porque fluctúa entre 2.200 y 2.500 mm. ¿Alguien se plantea aparcar un Q7, por poner un ejemplo, en una plaza de 4.500 x 2.220 mm?
Más grave es lo referido a los espacios entre plazas de aparcamiento: el Ayuntamiento de Madrid dice que para aparcar en batería el espacio ha de ser de seis metros, cuatro para aparcamiento en espiga y tres si se aparca en línea. Con estos datos se empieza a entender la cantidad de vehículos que se ven en las grandes ciudades con daños en retrovisores, paragolpes y aletas.
Con todo, el aspecto más interesante llega al analizar la anchura real de los carriles de las calles frente a la anchura real de los coches, con sus dos retrovisores y considerando la visibilidad del conductor. Continuando con el ejemplo de Madrid, muchas calles del centro de la ciudad tenían dos carriles de libre uso y un tercero solo para autobuses y taxis, separados entre sí por líneas pintadas en el suelo, o lo que en la jerga del sector se llama señalización horizontal. En la actualidad, y como se ve en la parte derecha de la foto superior hay, de derecha a izquierda, un carril bus, una gruesa línea continua, un carril bici, un separador vertical, y dos carriles de libre uso. Por supuesto que se cumple la normativa de anchura, porque el ancho mínimo de un carril es de 2.500 mm, solo que rodar con unos 200 mm libres por lado, entre coches que realizan movimientos impredecibles, está más cerca del trabajo de los especialistas de cine que del conductor normal, que además va escuchando las noticias o hablando por el móvil.
¿Cuál es la consecuencia? También se ve en la foto de arriba: se conduce dejando no solo distancia de seguridad hacia delante y detrás, también sin coche en el carril contiguo, para evitar sustos; en otros términos, conducción al tresbolillo. Con ello, la densidad del tráfico, es decir, el número de vehículos por unidad de superficie desciende inmensamente, mucho más que el crecimiento de la huella de los coches.
Mal deben andar las cosas en el diseño de automóviles cuando lo que más me ha llmado la atención en lo que va de año es nada más que un retrovisor exterior. Eso sí, es el del Aston Martin DB12.
El punto clave del diseño de automóviles en los últimos años ha sido el exceso, tanto el de formas como el de ficciones. Por el de las formas, había una exageración en eso que unos llaman líneas de tensión y otros de líneas de carácter, que terminaban por dar la sensación de coches tallados a hachazos, desbordados por líneas rectas y bruscas que se cruzan y lanzan, no siempre con sentido.
Lo de las ficciones, muy propio de nuestra época, consiste en añadir elementos falsos y presuntuosos, como falsas entradas de refrigeración de motor o frenos, o falsos difusores traseros.
Un tercer punto por destacar no es responsabilidad de los diseñadores, porque si los coches se parecen cada vez más entre sí, es al menos parcialmente a causa del exceso de normativas a cumplir, y por el sentimiento de culpa del sector y su miedo a correr riesgos, que ha conducido a fabricar productos conservadores cuya venta está asegurada.
Lo de la avalancha de reglamentaciones no es asunto baladí: para su homologación y venta, un automóvil no ha de cumplir solo con normativas de emisiones o impactos cada vez más atenazantes; además hay normas como las de atropello a peatones, que dejan escasa libertad en las formas de los frontales, por no mencionar los métodos de evaluación de riesgos de las aseguradoras, que limitan igualmente y de tal modo las formas del frontal y de la parte posterior, que dejan poco margen de maniobra.
Ahí van un ejemplo de cada una: si en la normativa de atropellos se mide la deceleración del potencial impacto de la cabeza del atropellado sobre el capó del vehículo, hay solo dos opciones para cumplir la norma. La primera, que por coste solo se puede aplicar a los coches caros, es situar sensores de impacto en el capó, que disparan sus anclajes en la base del montante A; de este modo, el capó bascula desde ese punto, y al elevarse permite amortiguar el impacto sin que al ceder el capó llegue a tocar con la culata del motor. La segunda, que es a la vez la barata y la mayoritaria, implica arquear la forma del capó, para que absorba suficientemente el impacto y ceda sin llegar a la culata. La consecuencia obvia es que casi todos los coches tienen joroba en el capó.
Respecto a la normativa de evaluación de las aseguradoras, obliga implícitamente a que, en los impactos leves, como alcances en atascos, el daño se limite a piezas plásticas o atornilladas, por reducción de costes, y no a las estructurales ni a los sistemas de iluminación. De ahí que los paragolpes sobresalgan, delante y detrás, y se retranqueen faros, pilotos, capós, radiadores y portones. La consecuencia obvia es que casi todos los coches tienen paragolpes salientes y una larga lista de elementos retranqueada.
Entre los últimos lanzamientos hay vehículos que no merecen mención alguna, como el Ford Mustang Mach-E y el Citroën C5 X. Otros llegan intentando ofrecer algo coherente, aunque los comunicados oficiales sean tan pretenciosos que, una vez eliminada la paja, casi no queda grano. Gilles Vidal, Vicepresidente de Diseño de Renault, comenta esto sobre el nuevo Rafale: “Es una poderosa ilustración del nuevo lenguaje de diseño de la marca Renault. Mantiene su ADN con curvas generosas trazadas con gran precisión, combinando líneas de tensión y detalles técnicos que añaden carácter y sofisticación al conjunto. Con su estilo novedoso, artesanía de calidad y proporciones, el completamente nuevo Renault Rafale asienta su poder y su personalidad en la carretera”.
En las formas del Rafale sí se intuye que el exceso está llegando a su fin, y que los diseñadores se han dado por aludidos a la vista del éxito de Mazda y sus formas suaves, redondeadas, orgánicas y nada agresivas. Se han presentado recientemente dos modelos que dan lugar a esperanzas en este sentido ya que, aunque mantengan elementos criticables, la evolución respecto a sus respectivos predecesores es elogiable.
La Serie 5 de BMW ostenta desde hace décadas el papel de berlina de representación de la marca, encontrando siempre su hueco entre la Serie 3 por debajo y la 7 por arriba. En Mayo pasado se presentó la nueva generación, cuyas entregas arrancan en el próximo mes de Octubre. El comunicado oficial habla de “elegancia deportiva y presencia impactante con un nuevo lenguaje de diseño”. Las formas mantienen los excesos en la parte frontal, ofreciendo a la vez un lateral más limpio, que cambia las rectas por curvas suaves de radios amplios, lo que reduce la agresividad y la contundencia, a favor de una limpieza de líneas.
Eso sí, repite la característica habitual en los últimos tiempos de sustituir cada modelo por otro más grande: respecto a la generación anterior, la nueva es 97 mm. más larga, 32 más ancha y 36 más alta, resultando en 14,56 m3 de coche.
La otra novedad interesante del semestre es la segunda generación del exitoso y discutido Toyota C-HR. Bajo la denominación C-HR prologue se presentó como prototipo el 5 de Diciembre pasado, y el 26 de Junio de 2023 ya como modelo de producción.
No era sencillo sustituir a la primera generación de C-HR, y afortunadamente no se ha optado por el camino fácil, que hubiera sido simplemente dar un paso más en formas, ángulos y complejidad. Al igual que en el nuevo Serie 5 de BMW, hay un exceso de carga formal en las partes delantera y trasera, y una notable moderación de excesos en la vista lateral, que se agradece.
Se ha suprimido el tirador de las puertas traseras, vertical y oculto en el pilar C, que montaba la primera generación. Es un truco que arrancó en el Alfa Romeo 156 de Walter de’Silva, con el objetivo de hacer menos obvia la existencia de cuatro puertas. Desde el punto de vista ergonómico, su posición vertical hace menos cómodo y natural el uso. Aun así, la vista de ¾ trasero sigue sobrecargada, a pesar de que la decoración bi-color disimula enormemente el exceso de líneas inconexas y formas superpuestas. La foto de la unidad monocolor desde ese ángulo lo muestra con claridad, y el sencillo análisis que se muestra a su lado destaca esa multiplicidad.
No debemos olvidar, a la hora de juzgar la labor de quienes en la actualidad definen un producto en el mundo del automóvil, la dificultad que afrontan desde el punto de vista de la evolución del sector. Si estamos de acuerdo en que nos encontramos en un momento de cambio e incertidumbre, que la legislación a medio plazo es dudosa o coercitiva, y que los clientes andan igualmente despistados, ¿cómo definimos los coches que se venderán a finales de la década? Siguiendo con el ejemplo de la segunda generación del Toyota C-HR, y considerando que el prototipo final se presentó, como ya se ha mencionado, en Diciembre de 2022, no es aventurado pensar que el diseño se congeló en el verano de 2022, y que por tanto el trabajo arrancó, como muy tarde, a finales de 2021. Si se inician las ventas a principios de 2024 y estimamos una vida comercial de siete años, concluimos que alguien, en 2021, respondió a la pregunta de qué comprarían los clientes dentro de diez años. No conozco ningún curso de diseño, marketing, ventas o gestión del negocio que tenga una asignatura denominada “Bola de cristal”.
Y en medio de estas neblinas, llama la atención el retrovisor exterior del nuevo Aston Martin DB12. El resto del coche responde a lo que se esperaba del sucesor del DB11: un exterior continuista, ya que no tenía sentido estropear un coche precioso; y un interior profundamente modificado, porque lo que había estaba claramente atrasado. Y a uno de los ingenieros (no de los diseñadores) del proyecto se le ocurrió darle la vuelta al actual concepto de retrovisor exterior, haciendo que se mueva el conjunto, y no solo el cristal. Me explico.
Los retrovisores actuales están formados por una carcasa fija (aunque plegable por su base debido a la normativa de atropello a peatones) que tiene función aerodinámica, y alberga el espejo y su mecanismo de orientación; esto hace que la sección total del conjunto sea mayor que la del espejo, con lo que a su vez supone de incremento de sección frontal y de interrupción de la visión lateral del conductor a izquierda y derecha.
En el DB12 se mueve el conjunto y la carcasa no rodea al espejo, lo que disminuye la sección frontal y mejora la visión lateral del conductor, una de esas ideas que nos hacen exclamar: “¿Y por qué no se le había ocurrido antes a nadie?”
Aunque reconozco que un retrovisor es poca cosecha de éxitos en seis meses de diseño, las perspectivas son esperanzadoras, sobre todo en China: tras unos años en fase de maduración y búsqueda de identidad, las innumerables marcas chinas han pasado de imitar o dudar a liderar, y lo que llega a Europa en breve plazo hará replantearse ideas a los fabricantes locales.
Estas tres palabras no son sinónimas, y sin embargo coinciden en el punto en común de las tres exposiciones, exhibiciones o entretenimientos relacionados con coches y motos que he visitado recientemente.
A pesar de los enormes esfuerzos que realizan los burócratas de Bruselas junto a una legión de desinformados, el sector de la automoción, sobre dos o cuatro ruedas, continúa vivo, es la base de la movilidad mundial y arrastra una buena masa de aficionados, dispuestos a reunirse alrededor de celebraciones que festejan su pasión.
Y también en contra de algunas opiniones, los jóvenes, entendiendo por tales a los menores de treinta años, se unen a estos actos, una alegría por lo que supone de relevo generacional.
Por simple casualidad, he visitado en el transcurso de pocas semanas tres exposiciones o exhibiciones, en principio sin relación alguna entre ellas, aunque obviamente con elementos en común, más allá del protagonismo de coches y motos.
La primera a la que acudí, en orden cronológico, fue “Formula 1: the exhibition”, la exposición sobre la Fórmula 1 que el organizador del campeonato inauguró en Ifema, Madrid, en parte para apoyar la candidatura del lugar y de la ciudad de cara a albergar una carrera allá por 2026.
A la vista del rumbo que Liberty Media está dando al campeonato, más cerca de la exhibición y el espectáculo que del deporte, mis impresiones fueron mejores de lo esperado. Sobre todo, porque no confiaba en encontrar referencias ni a la larga historia del campeonato ni a sus aspectos técnicos, y sin embargo ambos se mostraban con generosidad.
La exposición está montada con material actual cedido por los equipos participantes (salvo Aston Martin, que estaba muy ocupado en la pre-temporada), y por un gran número de empresas y coleccionistas.
Destaca, claro, lo más reciente, como un Alpha Tauri actual con el que deleitarse hasta el dolor de cabeza analizando la compleja aerodinámica de los F1 de hoy en día. No son solo los elementos básicos (bigotes, alerón o pontones), los que llaman la atención por su complejidad; es el elevado número de pequeños complementos que tienen éstos o que aparecen por todas partes para guiar el aire, eliminar vórtices o controlar la capa límite. Por ejemplo, delante de cada pontón hay un cajón triplano con una deriva vertical central y pequeños huecos en la deriva exterior, y entre este cajón y la rueda, uniéndose al fondo plano, un complejo cajón frontal doble con ¡once derivas verticales!
Rodean al Alpha Tauri expuesto maquetas, secciones y vídeos sobre cuestiones técnicas, explicadas para el público en general, como aerodinámica, unidades híbridas de potencia o cajas de cambio de toma constante.
La siguiente sala sorprende, ya que mostrar los restos del Haas tras el horrible accidente que sufrió con él Romain Grosjean en el GP de Bahréin de 2020 es casi una invitación al morbo, y sin embargo las explicaciones se centran en la seguridad de los coches actuales, gracias a la capacidad de absorción de energía de los monocascos de carbono, la protección del Halo o las medidas implantadas en los circuitos. Todo esto no quita que el visitante sienta encogerse el estómago al ver otra vez el vídeo del accidente de Grosjean junto a lo que quedó del monocasco y del volante.
Otro momento inesperado en la exposición surge al ver la atención que se presta a la historia del campeonato. No son solo las decenas de cascos de pilotos de todos los tiempos que se exponen; son, especialmente, los coches y las piezas de éstos que llenan las salas. Es fantástico ver de nuevo un Lotus con la publicidad de la tabaquera Gold Leaf, o motores tan emblemáticos como los primeros indomables Renault Turbo, o los TAG – Porsche de los McLaren Marlboro.
El salto a la segunda de las visitas en enorme, ya que solo tiene en común con la primera que ambas son exhibiciones de vehículos. La Guardia Real es el cuerpo militar de las Fuerzas Armadas españolas responsable, desde que en 1504 la fundó Fernando el Católico, de la seguridad del Rey y de su familia.
Hoy en día sus instalaciones se encuentran en El Pardo, en las afueras de Madrid, donde una nave moderna alberga la “Sala Histórica de la Guardia Real”. Se puede visitar previa petición, y es un placer hacerlo tanto para los aficionados a la historia en general como para los seguidores de la historia de la automoción.
La visita guiada se inicia en la planta superior, que alberga uniformes, cuadros, documentos y otros recuerdos de los más de cinco siglos de historia del cuerpo. Resulta ser un agradable paseo ilustrado por la historia de España, un interesante repaso para los entendidos, y un descubrimiento para los profanos.
La planta baja es la que despertó mi interés, ya que contiene vehículos que se han utilizado oficialmente en la Jefatura del Estado español desde finales de los años ’30 del siglo pasado hasta ya iniciado el XXI. Así de amplio en el tiempo y así de genérico.
La indudable estrella es el Mercedes W31, tipo G4, del que se dice es el único modelo de la marca que no se expone en el Museo Mercedes de Stuttgart. Este W31, tipo G4, es un camión de tres ejes, el delantero directriz y los dos traseros motrices; es decir, un 6×4, con un motor de gasolina de ocho cilindros en línea (código interno M24), nada menos que 5.920 mm de longitud y 3.700 kilos de peso. Fue fabricado entre 1934 y 1939 solo para el ejército alemán, nunca para su venta al público, y la producción fue solo de 57 unidades.
La que se expone en la Sala Histórica de la Guardia Real se fabricó en 1939; al ser de las últimas, monta la versión M24-II del motor, con 5,4 litros de cilindrada y 115 CV, muy poco para mover tanto peso, por lo que el consumo puede llegar a los 38 litros cada 100 kilómetros, y la velocidad máxima no pasa de 65 km/h.
Del total de 57 unidades parece que solo quedan tres en su estado original. Una de ellas sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial, se transformó a su término en camión de bomberos, para luego ser restaurada y donada al Sinsheim Auto&Technik Museum, en Austria. Otra se expone en el Lyon Air Museum, de Santa Ana, California (EE. UU.), y la tercera es la que está en Madrid.
Y a partir de aquí pasamos de los hechos a la leyenda, que cuenta que Adolf Hitler ordenó fabricar tres unidades especiales (¿qué las hacía especiales?) para tres destinatarios igualmente significativos: Benito Mussolini, Francisco Franco y él mismo. Parece ser que, una vez que le entregaron su camión, a Franco no le gustó el regalo en sí y, según se entraba en la década de los ’40 y avanzaba la II GM, no le apetecía que se le viera utilizando un regalo hecho por los posibles perdedores de la contienda. De modo que, tras pocos kilómetros de uso, el camión Mercedes fue arrinconado.
Cuenta también la leyenda que, al ser el único superviviente de los tres especiales, Mercedes Benz intentó comprarlo con un cheque en blanco a Patrimonio Nacional, la institución responsable de él, que rechazó amablemente la oferta precisamente por eso, por ser el camión patrimonio nacional y parte de la historia de España. Entonces Mercedes se ofreció a restaurarlo en su Mercedes Benz Classic Center, y aprovechó para levantar planos del vehículo, que se habían perdido en la guerra. De este modo, en 2002, y con su matrícula M-4200-AD de 1974, el W31, tipo 4 quedó de nuevo en el estado en que salió de la fábrica 63 años antes. Para asegurarse de que se mantendría así, los mecánicos de la Guardia Real recibieron una formación específica en el Classic Center de Mercedes.
Aunque a su lado los otros quince coches y camiones expuestos palidezcan, merecen al menos una mención. Hay curiosidades como un Cadillac descapotable y blindado (¿) de 1948, fabricado en Detroit (EE. UU.), blindado en Trubia (Asturias) y carrozado en la Unidad de Automóviles del Ejército en Torrejón de Ardoz (Madrid). Aun conserva su matrícula ET-42922-O. Junto a él posan varios compatriotas suyos, como un Buick del ’49, un larguísimo Cadillac Eldorado convertible de 1970, un Fleetwood del ’73 y un Lincoln Continental del ’78.
Lo que más llama la atención son los dos Rolls Royce Phantom IV expuestos, uno cerrado y otro descapotable. Pertenecen a una serie limitada de 18 unidades, fabricadas entre 1950 y 1960, de las que 17 fueron adquiridas por mandatarios de diversos países, y se conservan 16. Algunos de los propietarios iniciales fueron Mohamed Reza Pahlevi (Sha de Persia), el Aga Khan III y el Rey Faisal II de Irak.
En su momento España compró tres unidades: una limusina de cinco plazas y otra de siete, y un descapotable de cuatro, todas entregadas en 1952.
No quiero dejar de lado las motos expuestas, fundamentalmente Harley-Davidson y BMW. Las Harley lucen la cantidad esperada de cromados, que es mucha, y el escudo real pintado sobre el depósito. Las BMW pertenecen en su mayor marte a la desaparecida Serie K, la de motor tumbado y refrigerado por agua, de tres o cuatro cilindros, más alguna bóxer.
La primera edición de Autopía tuvo lugar el 24 de Septiembre de 2022 en Boadilla del Monte (Madrid), como se narró en estas páginas virtuales. A pesar de algunos errores en la organización, decidí asistir a la segunda que se celebró en el mismo lugar a finales del pasado mes de Abril. En parte, el motivo de mi nueva asistencia fue participar exponiendo uno de mis Mercedes clásicos, de los que también se ha hablado aquí.
Destacar lo mejor de entre los más de 800 vehículos expuestos es, a la vez, arriesgado y subjetivo. De modo que empiezo por reconocer que lo que voy a mencionar no es necesariamente lo mejor, más valioso o más importante, es solo lo que más me gustó o me llamó la atención.
Hay que empezar, claro, por el homenaje a los pilotos españoles que han participado en las 24 Horas de Le Mans, la carrera que este año celebra su centenario. Para decorar, se mostraban el Audi TDi de Ivan Capelli, Allan McNish y Tom Kristensen, y el Epsilon Euskadi 1, que tomó parte en la edición de 2005.
No lejos de ellos se podían contemplar tres motos de GP: las Honda de MotoGP de Marc Márquez y Dani Pedrosa, con sus dorales 93 y 26, junto a una Derbi 50 cc. de Angel Nieto. Ya se nos olvidaba lo minúsculas, en todos los sentidos, que eran estas cincuenta: neumáticos estrechos, manillares aun más estrechos, sillín mínimo y retrasado, los diámetros de barras de horquilla y basculante parecen de broma, … y, a pesar de ello, ¡cuánto corrían!
En el capítulo de los coches que me llamaron la atención favorablemente situaría las dos unidades de Porsche 959, y los dos BMW 3,0 de la Serie E9, uno en versión CS y otro como CSL, el conocido como Batmobile. Igualmente fue agradable ver unos cuantos Lotus, entre los que destacaba un Esprit V8 blanco.
La organización mejoró mucho respecto a la anterior edición. Con más asistentes y más vehículos expuestos, el tiempo de acceso a las instalaciones como participante bajó de 30 minutos a solo cinco; y había más música y más actividades para niños. Esta vez no se acabó la comida, aunque aun queda por mejorar el tiempo para conseguirla: una hora y media de cola para alcanzar una hamburguesa es excesivo.
No me atrevo a lanzar una conclusión única de tres eventos tan diferentes en contenido y objetivos, aunque sí hay que destacar que la abundante y alegre respuesta del público asistente deja claro que la automoción goza de una estupenda mala salud.
Algo más de tres meses después de que llegaran a casa, tras algo de trabajo y unos cuantos kilómetros de disfrute al volante, llega el momento de decidir cuál de los dos Mercedes conservo y cuál vendo.
La serie W123 de Mercedes – Benz es un excelente ejemplo del “over-engineering” de la marca, esa predominancia de ingenieros sobre contables y comerciales que llevó a fabricar vehículos complejos, de alta calidad, casi irrompibles, con aspecto sobrio, que definieron a Mercedes durante años. Los coupés de esa serie W123 ofrecen, además, la exclusividad de su menor producción y el hecho de que su equipamiento, tanto el de serie como el opcional, era más generoso que el de sus hermanos berlinas y familiares.
Conducirlos en la actualidad es realizar un viaje a través de la clase media-alta de la automoción de hace cuatro décadas, y a la vez por los sueños de los conductores de la época que se debían conformar, en la mayoría de los casos, con utilitarios sencillos.
Precisamente esos utilitarios básicos era lo que yo conducía cuando los coupés CE280 salían de la fábrica de Stuttgart, y rodar con éstos en 2023 me ha permitido una doble comparación: con los coches de los ’80 y con los actuales.
Rodar con mis Mercedes pensando en los utilitarios ochenteros me hacía sentirme superior, por disponer y disfrutar de lo que para otros era un sueño: un coche grande, cómodo, potente y atractivo, con un equipamiento cercano a la fantasía; viajar sin cansancio, con la temperatura interior bajo control; sin problemas de espacio para el equipaje gracias a un maletero enorme … Con casi 180 CV en el pie derecho, puerto de montaña suena más a diversión que a agobio, y con esos butacones un viaje largo es más placer que castigo.
Uno de los elementos que diferenciaba en aquella época a los coches “malos” de los “buenos” era la servodirección. Los vehículos normales no tenían asistencia a la dirección, de modo que era la fuerza física del conductor la que movía las ruedas, algo cansado y hasta en algunos casos penoso, sobre todo en las maniobras de aparcamiento. Para compensar a base de aumentar el brazo de palanca, se montaban volantes de gran diámetro.
Los coches de cierto nivel, como estos Mercedes, contaban con un sistema hidráulico que ayudaba al conductor en esa tarea, y le libraba de casi todo el esfuerzo físico. Solo había dos pegas: por un lado, el sistema de dirección era aún el antiguo de recirculación de bolas, lo que disminuye a la vez el tacto y la precisión de la dirección. Y en segundo lugar, la servodirección era una novedad técnica recibida con cierta desconfianza por algunos usuarios, que planteaban qué pasaría en caso de fallo, es decir, cómo mover la dirección de un coche con la servodirección averiada. La solución de Mercedes fue seguir equipando los coches con volantes grandes, lo que se convirtió en imagen de la marca durante años: si falla la dirección asistida, se mantiene el brazo de palanca casi de camión.
Cuando de niño viajaba en coche, jugaba a adivinar en qué lugar del depósito estaba la boya que indica el nivel de combustible. Era sencillo, porque el sistema que se empleaba entonces también lo era: una boya o flotador dentro del depósito sube o baja dependiendo del nivel de combustible en cada momento; la boya está unida mediante una varilla a un potenciómetro o resistencia variable, que cambia su valor dependiendo de la altura de la boya, y con ello varía la posición de la aguja del indicador que hay en el cuadro de mandos. Como en las frenadas el combustible se desplazaba a la parte delantera del depósito y en las aceleraciones a la trasera, y en las curvas la fuerza centrífuga la movía hacia los lados, hasta un niño adivinaba, asociando los movimientos del coche a los de la aguja, dónde estaba el flotador que indicaba el volumen.
Con el paso de los años, y para evitar esa lectura de nivel de combustible engañosa, se añadió un circuito electrónico que filtra esos movimientos, de modo que la aguja solo se mueve cuando hay una variación de lectura prolongada en el tiempo, y no si ésta es repentina.
Mis Mercedes son aún previos a esa filtración, y al conducirlos ahora disfruto retomando un juego inocente, de niños que descubren la tecnología.
Sin embargo, lo que más me ha hecho reflexionar al volante de los Mercedes es ponerlos frente a los coches de hoy en día o, para ser más preciso, comparar la conducción de ambos. El punto clave es que el camino hacia el coche autónomo se inició hace tiempo, aunque no nos demos cuenta, y un coche actual ya hace muchas cosas por sí mismo; puestos a cuantificar, y tirando de la tabla elaborada por la SAE (“Society of Automotive Engineers”), según la cual un vehículo de nivel 5 te lleva al destino mientras te echas la siesta en el asiento de atrás, los vehículos que hoy se venden están en los niveles 2 y 3 y, mis Mercedes, obviamente, en el cero riguroso.
Es más, la automatización de los vehículos es tan elevada en la actualidad que no somos conscientes de ella, de cuántas acciones que antes realizaba el conductor las hace ahora el coche, así que no estará de más un recordatorio. Hace años, antes de montarse en el coche, se desplegaba a mano la antena de la radio que, una vez encendida, se sintonizaba a mano. Para entrar en el coche se metía la mano en el bolsillo, se sacaba la llave de las puertas y se abría la del conductor para, una vez dentro, abrir igualmente a mano los pestillos del resto de las puertas que hubiera que abrir. Luego se introducía la llave de contacto (distinta a la de las puertas) en el cláusor y, si hacía falta, se recurría al sistema, manual claro, de arranque en frío, que había que anular cuando el motor cogía temperatura.
Una vez en marcha, los intermitentes se quitaban a mano, y las luces largas se encendían y apagaban a mano. Las pocas posiciones del parabrisas eran elegidas y cambiadas por el conductor, y a falta de equipo de climatización, se desempañaba el parabrisas con un trapo, mientras se agarraba el volante con la otra mano.
Y al llegar al destino, se cerraban ventanillas, puertas y maletero, se enclavaba el freno de estacionamiento, se cerraba la puerta del conductor y se plegaba la antena de la radio.
Por supuesto ningún sistema controlaba los frenos, la tracción o la estabilidad, no había nada que nos guiase al destino salvo un mapa y el sentido de la orientación, y en caso de accidente el habitáculo no se llenaba de bolsas de aire.
El otro apartado al que daba vueltas en la cabeza mientras reparaba o conducía los Mercedes era cuál conservar y cuál vender. Y no era sencillo, porque los dos, aun siendo parecidos, tienen diferencias notables. El de carrocería azul, que le da un aspecto serio, ofrece un contraste con su tapicería de color beige en material M-B Tex, ese velour que imita tan bien al cuero que muchos lo confunden. El aire acondicionado que monta es el original, con el enorme compresor York que convierte al habitáculo en una nevera. En el interior destacan el apoyabrazos central y los cuatro reposacabezas, el cierre centralizado, los elevalunas eléctricos delanteros y ¡la bocina de dos tonos!, uno para uso urbano y otro de mayore volumen para carretera.
Por su lado, el de carrocería verde luce una preciosa tapicería mixta de tela y cuero, la radio Becker Grand Prix original, techo corredizo eléctrico, y el complicado sistema que limpia y lava el parabrisas y los faros delanteros, que finalmente conseguimos que funcionara.
Una cuestión común a ambos coches que surgió al conducirlos se refiere al uso del pedal del embrague. Desde el sur de Europa, los estereotipos nos hacían ver a alemán medio de la época como más alto que su equivalente español. Si unimos a este factor las temperaturas inferiores en el norte de Europa, concluimos que el calzado en Alemania tiende a ser más voluminoso que en España. Entonces, ¿por qué el guarnecido bajo la columna de la dirección deja tan poco sitio alrededor del pedal del embrague que con frecuencia se me engancha el zapato a la hora de soltarlo?
Tras mucho reflexionar, y aun con algunas dudas, lavé cuidadosamente la carrocería de uno de ellos, limpié de modo minucioso el interior, hice abundantes fotos genéricas y de detalle, redacté un texto convincente y subí el anuncio a las webs oportunas. Ojalá que el desfrute que me proporcione el que recogí en Marbella sea mayor que la pena de vender el que compré en Castellón.
El anterior episodio de mis andanzas con coches clásicos acababa cuando se agotaron mis habilidades y las posibilidades del taller que tengo en casa. Llegó el momento de trabajar con talleres externos y otras empresas relacionadas con clásicos.
Partimos del principio de que ninguna empresa presta de modo consciente un mal servicio, trata mal a sus clientes con intención de molestarles, o incumple deliberadamente sus compromisos. Ninguna lo hace a propósito, por lo que las opiniones de los clientes sobre quienes les prestan esos servicios se basan en sus expectativas, sus escalas de valores y su manera de percibir tanto el servicio en sí como la manera en que la empresa y sus empleados tratan a los clientes.
Este prólogo no es baladí ni exculpatorio para ninguna de las partes; simplemente significa que en mi trato de los últimos meses con proveedores de servicios relacionados con vehículos clásicos me he encontrado con factores racionales y emocionales, que mezclados con mis expectativas y mis baremos han generado las reacciones y las opiniones que figuran a continuación.
Mientras reparaba los coches en casa, necesité recambios variados que me llegaron de diversos proveedores, dependiendo de lo que necesitara. Confirmé que detrás de los mostradores de las tiendas de recambios de polígonos hay profesionales amables con ganas de ayudar, que asesoran y te muestran las piezas y los productos antes de comprarlas, lo que supone una ventaja respecto a las compras digitales. Por tanto, estas tiendas son ideales para conseguir recambio genérico, como aceites, refrigerantes o bujías.
Si hacen falta piezas más concretas, toca recurrir a las compras digitales. En Amazon hay recambio algo más difícil de conseguir, las explicaciones son mediocres, por el contrario las ilustraciones son bastante mejores, y la entrega se hace en 48 horas o menos; en un caso, me entregaron piezas en casa un domingo por la tarde, lo que me ayudó a acelerar la intervención.
Y cuando había que comprar piezas específicas, recurrí a Autodoc, donde hay casi de todo lo necesario para un Mercedes W123, a mejor precio que en un Concesionario Mercedes, solo que no siempre es recambio original. Se nota que es una página de y para profesionales del recambio del automóvil, por la estructura, los filtros, las informaciones que contiene y la calidad de las ilustraciones. Los plazos de entrega no son, ni de cerca, los de Amazon, ya que llegan a una semana.
Una parte no desdeñable de todo trabajo de restauración de vehículos es la burocrática, y esa parte a los aficionados a la mecánica nos resulta, cuando menos, lenta y desagradable. Menos mal que encontré dos proveedores amables, rápidos y colaboradores en Seguros Classic Cover y en Simosa Gestión, la gestoría que desatascó los papeles de los dos coches.
Una vez que mi habilidad y los recursos del taller de casa llegaron a su límite, el primer paso fue escoger el taller adecuado para los trabajos de mecánica y electricidad. Los dos más señeros de Madrid son Pueche (en Boadilla del Monte) y Cochera (en Cercedilla), este segundo además especializado en Mercedes. Hablamos en ambos casos de instalaciones grandes, limpias y vistosas, con técnicos de alto nivel que realizan intervenciones de calidad, y páginas web corporativas agradables, claras y bien estructuradas.
Los dos estaban fuera de mi presupuesto, y sus estándares de calidad se encuentran por encima de lo necesario en humildes coupés de la serie W123, por lo que busqué otros candidatos.
El siguiente taller especializado en Mercedes clásicos por renombre es Moret Clásicos (en Collado Villalba), con una web casi tan brillante como las anteriores, que se contradecía con el aspecto físico de las instalaciones, lo que descubrí al visitarlas. Reconozco que le doy una importancia elevada en los talleres a conceptos como orden, limpieza y luminosidad, por lo que la primera impresión de Moret Clásicos no fue buena: la identificación exterior no permitía localizar con claridad la nave ni dejaba claro qué se hacía dentro, menos aún lo proclamaba con orgullo. El taller estaba limpio aunque oscuro, y a pesar de la elevada superficie no estaban claras las zonas de trabajo, de clientes, de vehículos acabados o en espera.
Me habían puesto sobre aviso respecto a lo variable del carácter del propietario, en el sentido de que trataba a los clientes en función de cómo se hubiera levantado esa mañana. Y me debió tocar día seco y lastimero, ya que me contó que tenía trabajo acumulado tras un mes de baja por enfermedad, que se le amontonaban los coches terminados porque los clientes no acudían a recogerlos, y que no podría darme cita hasta pasados dos o tres meses. Admití con amabilidad sus preocupaciones, me pidió mi teléfono, que anotó en un trozo de papel arrancado de un cuaderno, y me despedí. Casi cuatro meses más tarde sigo sin tener noticias.
Entra dentro de lo posible que la parte que no sucedió hubiera sido un éxito: diagnosis correcta, presupuesto razonable, entrega en el plazo prometido, reparación impecable y presupuesto respetado, pero nunca lo sabré.
Un incidente habitual en los coches fabricados a partir de los años ’70, con salpicaderos elaborados a partir de plásticos, es la aparición de fisuras. Básicamente los salpicaderos se vuelven más rígidos con el tiempo y las radiaciones solares, especialmente crueles en los veranos del sur de Europa. Un vistazo superficial a mi Mercedes matriculado en Barcelona dejaba claro que sufría de esas fisuras y, mientras seguía buscando un taller de mecánica y electricidad, encontré a Royal Restauración (en Las Rozas), especializado en este tipo de intervenciones. Se ubicaba, al igual que Moret Clásicos, en una nave de callejón de polígono, solo que esta vez era callejón limpio, ubicado en un polígono con calles anchas. La identificación corporativa de la fachada principal estaba bien diseñada, limpia y en buen estado, y daba paso a un taller pulcro y ordenado. Freddy se me presentó como propietario y responsable, me dio la mano mientras me sonreía y me aconsejó de modo abierto: “Esas fisuras se pueden quitar, pero suelen reaparecer porque los tableros están viejos y se han vuelto frágiles, les falta flexibilidad”. Añadió que la aparición de fisuras se relaciona con las vibraciones del vehículo, por ejemplo, cuando los tacos de apoyo del motor están dañados y cedidos.
Entonces relacioné conceptos: si los tacos de motor del Mercedes azul están cedidos, eso explica la aparición de fisuras en el salpicadero, y a la vez el roce del colector de escape con la carrocería, porque los tacos cedidos posicionan el motor algo más abajo. En concreto, lo que rozaba era el colector de los tres cilindros posteriores con la parte de la carrocería que soporta la barra de la dirección; el colector de los cilindros delanteros no tocaba porque circula un poco más arriba. Entonces Freddy me recomendó que fuera a DTM Box, otro taller del mismo polígono, especializado en Mercedes y BMW de los ’70 y ’80, que yo no conocía.
Unos minutos más tarde, Dani, responsable de DTM Box, en principio amable, educado y con oficio, se asomaba al compartimento motor de mi Mercedes y sentenciaba: “El silentblock derecho está cedido y el izquierdo está muerto. Es decir, el motor está más debajo de lo que debería y por eso roza el escape. Habría que cambiar esos dos apoyos y el del cambio, y con eso asegurarse de que el escape ya no roza”. Cuando regresé a casa comparé los de los dos coches (fotos de la izquierda) y la diferencia era evidente.
Le comenté también el ruido al meter cuarta y los problemas con el silenciador central. Me respondió con honradez que no trabajaba cambios, ni manuales ni automáticos, y que cuando cambiara los tacos de goma aprovecharía para revisar el silenciador y decidir si se podía salvar soldando o habría que cambiarlo.
Me dio cita para unos días más tarde, y una vez recogido el coche, noté que había una cierta mejora en la sonoridad, porque no se transmitían al habitáculo las vibraciones del motor al ralentí en frío, lo que le daba cierto aire a diésel. Pero en todos los giros a la izquierda, incluso en las rotondas lentas, el colector seguía rozando a pesar del cambio de los apoyos del motor. Este punto me resultaba especialmente incómodo, porque desde el momento en que España se ha convertido en Rotondolandia, oía el ruido con excesiva frecuencia. Respecto al silenciador, me confirmó que era bueno, un Eberspächer, pero que había sido reparado incorrectamente, con soldaduras de baja calidad, tal y como yo había diagnosticado durante las reparaciones en casa. Como ya no detectaba fugas de gases al exterior, decidí dejarlo así.
Llegado a este punto, vi que DTM Box no podía hacer más por mis coches y busqué alternativas. Considerando la ubicación, la imagen que daba su web, y los comentarios que me llegaban, pedí cita en Clásicos Lamarc (en Móstoles). Al llegar, me encontré un polígono moderno, con calles anchas pensadas para las maniobras de carga y descarga de los trailers, y una nave grande, aunque desordenada. Durante las muchas visitas que sucedieron a esta primera impresión, he intentado cuantificar el número de vehículos clásicos presentes, y no he llegado a afinar el número, que debe estar más cerca de cincuenta de que cuarenta.
Tanto los cruces previos de mensajes como la charla inicial me transmitieron simpatía, sinceridad y profesionalidad, ingredientes básicos en una relación comercial tan sujeta a sorpresas como la de reparación de coches clásicos. Pedí a Israel, responsable de Clásicos Lamarc, que resolviera las cuestiones que me quedaban pendientes en el Mercedes con matrícula de Barcelona, y sus comentarios, primero de palabra y luego en forma de presupuesto, me parecieron claros. En primer lugar, me dijo que el tornillo de fijación del soporte izquierdo del motor estaba pasado de rosca y no asentaba bien, por lo que el motor estaba más alto de ese lado de lo que debería, y que al derecho le faltaba una placa de apoyo, por lo que estaba más bajo de lo necesario; mezclar los dos factores explicaba el roce del colector por el lado derecho. En ese punto me surgió una duda sobre la reparación realizada por DTM Box: ambos talleres coincidían en el diagnóstico, solo que la opinión del segundo suponía que la reparación del primero era incorrecta o incompleta.
Antes de meterse a desmontar el cambio y sustituir el sincro de cuarta, Israel prefería revisar el ataque del embrague, el ajuste de la palanca de cambio y sustituir el lubricante.
Para mi sorpresa, me contó que el sistema de elevalunas eléctricos que llevaba montado mi coche no era original, sino una conversión del elevalunas manual original, para la que no se fabrican recambios; intentaría una reparación ingeniosa.
Y sobre el ralentí alto y el mal arranque en caliente, lanzó una hipótesis previa razonable: “Estos coches llevan un inyector adicional para enriquecer en el arranque en frío, que a veces se queda pegado, y lo que hace es ahogar el motor y dificultar el arranque en caliente”.
Unos días más tarde volví a Clásicos Lamarc para recoger el Mercedes de Barcelona. Había desaparecido por completo el ruido del escape, ya que una vez reparados los apoyos, existía distancia suficiente entre el colector de los cilindros traseros y la carrocería. El elevalunas eléctrico del lado del conductor estaba reparado simplemente con un cable de mando nuevo, y el arranque en caliente era correcto, aunque acelerando pecaba de mezcla pobre y el ralentí en caliente se venía abajo. Sobre el incidente del cambio, los trabajos realizados le daban un tacto estupendo a la palanca, pero el sincro de cuarta seguía dañado y rascaba salvo cambiando con mucho cuidado; lo malo es que la solución definitiva seguía siendo cara: descolgar la caja, abrirla y sustituir sincros. Lamentablemente se habían olvidado de la reparación del aire acondicionado.
Entregué el Mercedes de Marbella para cambiar los lubricantes de motor, cambio y diferencial, reparar los dos elevalunas manuales del lado izquierdo y, lo mismo que en el coche azul, ajustar el ralentí y regular el arranque en caliente; a este respecto, el color de las bujías me hacía sospechar que la K-Jetronic necesitaba de una regulación cuidadosa, porque indicaba que los cilindros delanteros estaban ricos, y la mezcla se empobrecía al ir hacia atrás. También quedaba encargado lo que yo no había podido reparar en el complejo sistema de limpiafaros.
La parte de los elevalunas tuvo un diagnóstico sencillo nada más desmontar: parte de las guías del sistema estaba oxidada, lo que dificultaba el movimiento del mecanismo hasta hacerlo casi imposible. Hubo que desmontarlas, repararlas con soldadura y montar. El efecto ha sido formidable, y los elevalunas (manuales, no nos confundamos) suben y bajan con suavidad.
También el limpiafaros derecho tuvo una solución favorable, especialmente considerando que la opción de montar un motor nuevo me parecía dolorosa: piden 350 € por él. “Se supone que está blindado y no se puede desmontar”, me comentó Israel, “pero nosotros lo abrimos y lo hemos podido reparar”. ¡Uff, menos mal!
La inyección K-Jetronic de Bosch que equipan estos coches es delicada de por sí, y especialmente delicada con el tiempo, a causa del deterioro que los años causan en forma de tomas de aire en los conductos, o malos contactos en su sistema eléctrico. Necesité dos visitas a Clásicos Lamarc, más otro juego de bujías, pero finalmente arranca tan bien en frío como en caliente, y una vez a temperatura de servicio, mantiene un ralentí limpio, estable y redondo a 1.000 rpm justas, con un sonido delicioso del seis en línea. Eso sí, como es habitual en los vehículos veteranos, hay truco para arrancar: es imprescindible abrir una punta de gas, sea en frío o en caliente, para arrancar a la primera; si no se abre ese poco de gas no arranca, y si se abre mucho o se pisa el acelerador intermitentemente, el inyector adicional ahoga el motor.
Y ya solo quedaba pendiente la reparación de la antena de la radio del Mercedes verde, a la que le daba importancia porque este coche mantiene la preciosa radio original Becker Grand Prix, que no se oía por culpa de la antena rota. Pedí una antena nueva por Amazon, y el susto me llegó cuando desguarnecí el maletero para montarla: el mazo de cables estaba manipulado, con empalmes y prolongaciones de mala calidad, y faltas de continuidad en la línea, que impedían que la antena se desplegase al encender la radio, y que la calidad del sonido llegara a un mínimo aceptable. Cuando en Lamarc terminaron la intervención, me aseguraron que había varias líneas cortadas y que habían destapizado el habitáculo para repararlas sin parchear.
Con los dos coches en casa y las reparaciones previstas concluidas, solo faltaba confirmar la calidad de las intervenciones. Justo cuando salí a probar los coches, a darles mi aprobación, el canal de Gordon Murray Automotive en “You Tube” subió el vídeo del mismísimo Murray haciendo lo propio con su T 50, solo que en inglés brillante se dice “sign-off drive”. De modo que Gordon Murray y yo salimos a rodar con nuestros coches (cada uno por su lado, claro) y les dimos la aprobación. Y una vez en casa, comencé el proceso más difícil: decidir cuál me quedaba y cuál vendía.
Trabajar con coches clásicos es como jugar a ser un Pigmalión de la mecánica y la electricidad, con el objetivo de que el vehículo llegue a ser todo lo que puede ser. Salvo que a veces se cruza Ricky Martin (“un pasito p’alante, María, un pasito p’atrás”) y mientras se arregla una cosa se estropea otra.
Cuando se trabaja en coches con muchos años que han tenido varios propietarios y se han comprado a desconocidos, es inevitable acabar buceando en la vida de los propios coches, de sus dueños y de los mecánicos que los atendieron ambos. En la mayoría de las ocasiones solo se llega a callejones sin salida, ya que es difícil saber porqué un determinado conductor decidió ir o dejar de ir al concesionario de su ciudad hace cuarenta años, o el motivo que condujo a un técnico a guiar un cable por el vano motor de un modo que un servidor, en 2023, no comprende. Un buen ejemplo de estas situaciones que no termino de entender pero que debo resolver me surgió cuando inicié el trabajo en los limpias y lavafaros y limpias y lavaparabrisas.
Una de las diferencias entre mis dos Mercedes C123 CE280 es que el de carrocería azul, el de matrícula de Barcelona, monta limpia y lavaparabrisas, mientras que el verde, el que recogí en Marbella, tiene además la opción de limpia y lavafaros. Esto era toda una exquisitez en un coche de 1977.
En el de Barcelona funcionaba el limpiaparabrisas, es decir, las escobillas, y no el lavaparabrisas (los chorritos de agua, para entendernos); en el de Málaga actuaba el limpiaparabrisas, pero no el lavaparabrisas y nada en los faros.
El depósito del líquido lavaparabrisas del coche de Málaga tenía un motor eléctrico que debía actuar como bomba, al que llegaban sus 12 voltios de rigor al presionar el mando de la columna de dirección; luego la parte inicial del circuito eléctrico estaba bien. Pero al meterle 12 voltios directamente desde la batería el motor no reaccionaba, luego ya tenía localizado al culpable de que no funcionara el lavaparabrisas: el motor estaba muerto.
En los faros comencé por lo más sencillo: no salía ningún tubo del depósito de líquido a los aspersores. Es más, palpando por detrás del paragolpes delantero, detecté tubos prevenientes de los aspersores que se juntaban en una unión en T que no llevaba a ninguna parte. Y aquí me surgieron las dudas: si solo hay un motor y una salida de agua, pero hay instalación de lavaparabrisas y lavafaros, ¿es que alguien, algún día, desmontó una parte del sistema?, ¿y cambió el depósito?, ¿y entonces a qué instalación correspondía una clavija suelta al lado del depósito e igual a la que estaba conectada a la bomba?
Aprovechando la ventaja, que es también un peligro, de tener en el garaje dos coches casi iguales, levanté el capó del coche de Barcelona y estudié su instalación. El resultado fue desconcertante: el depósito de líquido de este coche tenía hueco para dos motores eléctricos que actuasen como bombas, aunque solo estaba montada una, que además no funcionaba. ¿Quería estos decir que en la producción de 1980 (el coche de Barcelona) se montaba un depósito con alojamiento para dos bombas independientemente de si se equipaba lavafaros, y en 1977 (el coche de Málaga) se montaba depósito con hueco para una?; y si ese fuera el caso, ¿cómo se bombeaba el líquido en los coches del ’77 con solo una bomba?
Con los dos depósitos desmontados y juntos, me dio la impresión de que el del ’80 era el original, y el del ’77 estaba demasiado nuevo; ¿por qué lo habrían cambiado? Como ya tenía demasiadas preguntas sin respuesta, y mi especialidad no es la arqueología del automóvil, cerré los capós, recogí el garaje y me sumergí en foros de usuarios y en catálogos de recambios. Descubrí que había habido “varios” modelos de depósitos a lo largo de la producción de CE280, pero no se detallaban años ni su relación con el equipamiento. Descubrí también el recorrido de los tubos de líquido de la versión con lavafaros, y entonces se me ocurrió un plan: montar en el coche azul el depósito de una bomba del Mercedes verde, y en el verde el depósito para dos bombas del azul, y comprar dos bombas y los tubos faltantes.
Ejecutar la primera parte del plan resultó sencillo: monté la instalación en el azul y funcionaba todo correctamente.
Antes de encargar las piezas para el verde preferí asegurarme de que la instalación eléctrica era correcta, y aquí llegué de nuevo a la mezcla de tecnología y recursos antiguos y modernos que se dan trabajando en coches clásicos en 2023: los fusibles corresponden a un modelo que se dejó de usar hace décadas, y en el interior de la tapa de su caja se explica a qué circuito alimenta cada uno ¡en impecable alemán! Pues frente a esa reliquia tecnológica saqué el móvil, me conecté a Internet a través de la wifi de casa, entre en www.wordreference.com, busqué cómo se dice limpiaparabrisas en impecable alemán (se dice “scheibenwischer”) y comprobé que correspondía al fusible nº 6, que estaba en buen estado.
Pasé entonces al siguiente misterio, el de las dos clavijas iguales, una conectada a la bomba y a la que llegaban 12 voltios, y otra suelta y sin corriente. Una vez más me quedé pensativo en el garaje, con los dos capós abiertos, el polímetro a mano y rumiando la información que encontraba en Internet. Y entonces encajaron las piezas.
Un “forero” aseguraba que el sistema de limpia y lavafaros funciona solo con las luces encendidas y otro exactamente lo contrario; y un plano eléctrico indicaba que las instalaciones de lavafaros y lavaparabrisas eran diferentes. Confiando en el plano eléctrico y en el primer “forero” encendí las luces, conecté el polímetro, activé los limpias, y llegaban los doce voltios a las dos clavijas. Luego la segunda clavija correspondía a la ausente bomba del lavafaros.
Unos días más tarde me llegaban las dos bombas más el pequeño material necesario. Me enfrenté a la tarea de montarlo, consciente de que prever el tiempo de una intervención en estos coches es aventurado, porque uno nunca sabe qué sorpresas depara la arqueología del automóvil. Y el ejemplo estaba delante: para desmontar el faro izquierdo, metí la mano por el hueco entre el faro y el intermitente, aflojé la ruleta que lo fija, deslicé el intermitente por sus correderas hacia delante para dejar así al aire los dos tornillos laterales que sujetan el faro, los aflojé lo mismo que los dos tornillos frontales, y deslicé el faro hacia fuera por sus alojamientos. Tiempo total para desmontar el faro izquierdo: menos de dos minutos. Pero el coche debió tener un golpe mal reparado en el lado derecho, de modo que el faro, una vez libre de tornillos, no salía de su alojamiento, por lo que sacarlo me llevó paciencia, ingenio, algún golpe con la maza y más de un cuarto de hora de tiempo.
Por eso no me lo creía cuando el montaje salió según la mejor de las posibilidades: las bombas encajaron a la primera en sus alojamientos en el depósito, las clavijas ajustaban, el mazo de cables llegaba, y reconstruir la instalación de tubos fue pan comido. En cinco minutos estaba montado y funcionando, salvo el reticente limpiafaros derecho, que se negaba a moverse.
El siguiente asunto que abordé fue el de la tapicería del coche azul. De entre las cuatro posibilidades disponibles en su día, monta la que se denominaba “M-B Tex”, una especie de vinilo resistente que empleaba Mercedes, de mejor aspecto que la tela y no tan caro como el cuero, al que se parece externamente, tanto, que muchas personas lo confunden. Su estado de conservación era excelente, pero se notaban tanto la suciedad, especialmente en el asiento del conductor, como la sequedad del tejido, aunque aún no habían llegado a aparecer estrías.
Me hice con el producto más recomendado para estas labores de limpieza, el conjunto para limpieza y protección de cuero de Auto Glym, formado por un producto para la limpieza en sí y otro para protección e hidratación, más las correspondientes bayeta y esponja. Después de ver varios tutoriales de You Tube para tener claro cómo usarlo, me puse a la tarea. De acuerdo con las instrucciones, empecé aplicando al pulverizador de limpieza, frotando suavemente con la bayeta y aclarándola con frecuencia en un cubo con agua. Para ser sincero, al principio no noté el efecto, porque me parecía que las tapicerías no estaban tan sucias y no notaba la mejora; pero al ver cómo se iba tiñendo de gris el agua del cubo, cambié de parecer. Finalmente tuve que renovar el agua del cubo durante la limpieza ¡cuatro veces!, y el efecto final se nota con claridad en las fotos comparativas.
Tras un día dejándolo secar (y dejando que descansaran mis brazos) apliqué el bálsamo con la esponja: nueva sesión de frotar hasta el dolor de brazos, con resultados igualmente fantásticos. Dejé secar un par de días con las ventanillas bajadas y, cuando volví para ver el efecto, me alegré de lo bien que había quedado la tapicería, y me fastidió que el elevalunas de la puerta izquierda se negara a subir, al haberse roto el cable metálico de accionamiento. El efecto Ricky Martin.
Lo que más me preocupaba de los dos coches era el escape del azul. Así como el verde demostró un gran silencio de marcha a cualquier velocidad, lo que era de esperar de un coche señorial, el azul transmitía sonido de escape por encima de 3.000 vueltas, tenía una cierta vibración a diésel en la carrocería y, lo que es peor, empecé a sospechar que había una fuga de gas de escape al habitáculo.
No veía fisuras en los colectores, en ninguno de los tres silenciadores ni en los tubos que los unen mirando bajo el coche, y ni siquiera pasando el móvil bajo el coche para grabar un vídeo, de modo que decidí dar el siguiente paso, aun sabiendo las dificultades: desmontar casi cinco metros de escape sin elevador y en solitario no iba a ser fácil.
Empecé subiendo el coche por su lado derecho con los gatos originales de los dos Mercedes, y asegurándolo con un par de borriquetas. Apoyé el silenciador central y el final en otros dos gatos, antes de empezar a soltar las muchas fijaciones de la línea de escape: dos bridas con dos tuercas y dos tornillos cada una en la unión a los colectores en la culata; un apoyo en el cambio con un juego doble de tuerca, tornillo, arandelas y tacos de goma; más cuatro tirantes de goma en el silenciador final. Sí, esto se llama “over-engineering”, y volveré sobre ello más tarde.
Liberar todas esas uniones no fue difícil, tampoco bajar el conjunto al suelo; fue entonces cuando empezaron las sorpresas: el escape está formado por tres tramos, pero el uso y el tiempo los habían soldado, y no podía separarlos ni sacarlos de debajo del coche por falta de espacio en el garaje. Para resolverlo, quité las borriquetas y desplacé la línea de escape hacia la derecha, hasta tocar los dos gatos en los que se apoyaba el coche. Monté de nuevo las borriquetas ya a la izquierda de donde estaba el escape, y apoyé el coche en ellas; a continuación quité los gatos, deslicé el escape hasta el exterior y volví a colocar los gatos. Esta secuencia, aparentemente sencilla, supuso repetir lo de “me levanto-me agacho”, “me meto debajo del coche-salgo de debajo del coche” un número exagerado de veces. Y aun no había iniciado la reparación del escape.
Con éste ya en el exterior, comprobé que tenía golpes, reparaciones, parches y algunos cordones de soldadura realmente malos, con el material de aportación a pegotes, no en una línea de espesor constante. Me dio la impresión de que la fuga culpable de ruidos y humos era una fisura entre dos de esos pegotes, y me atreví a resolver la cuestión rellenándola con Araldit para metales de dos componentes. Lo apliqué y, siguiendo las instrucciones, lo dejé secar durante 24 horas.
Una vez seco, para montar el escape, empecé repitiendo en orden inverso el proceso de desmontaje: escape en paralelo al lado derecho del coche, apoyar éste en dos borriquetas sobre un triángulo de la suspensión trasera y el diferencial, quitar los gatos, meter el escape bajo el coche, poner los gatos, quitar las borriquetas, ubicar el escape en la vertical de su posición y, por seguridad, colocar de nuevo las borriquetas. Aplíquese de nuevo lo de la secuencia “me levanto-me agacho”, “me meto debajo del coche-salgo de debajo del coche”. Ya solo faltaba subirlo y fijarlo, en solitario y sin elevador.
Empecé colocando un gato bajo cada silenciador, de cara a subirlo hasta la panza del coche. Para encarar su parte delantera, la que se une a los colectores, até un cable metálico a una de las bridas de fijación y, desde el vano motor, tiré de ella hasta presentarlo en su posición y poner sus tornillos. Por supuesto, no me salió al primer intento. Repetí la maniobra con la segunda brida, y así dejé la línea de escape fija al motor.
A continuación, fui subiendo los dos gatos hasta que el conjunto completo, casi cinco metros de tubos, más de 40 kilos de acero, estaba pegado a la carrocería del coche; de este modo, me fue sencillo, sin ayuda, colocar el apoyo central, con tornillos, arandelas y tacos de goma, y los cuatro tirantes posteriores, cada uno de los cuales tiene el tamaño suficiente para sujetar un portaaviones al muelle de un puerto.
Finalmente, dejándome los nudillos en el intento, metí la mano entre la carrocería, la suspensión delantera y los propios colectores, para apretar tuercas y tornillos en la parte frontal. Quité los últimos gatos, y cuando me coloqué en el asiento del conductor para arrancar el motor y comprobar, a oído, el posible éxito de la reparación, estaba tan cansado que el resultado casi me daba igual. Solo casi, porque al oír el ronroneo del seis cilindros al ralentí, tan silencioso como el otro Mercedes, sentí el placer del trabajo bien hecho.
Solo que la alegría es breve en casa del pobre. Salí a probar el coche tras la limpieza de tapicerías y la reparación del escape, y caí en lo cierto de la frase que define problema como lo más grave que le sucede a una persona; es decir, solo nos fijamos en lo más grave e ignoramos el resto. Por eso, cuando me monté en el Mercedes con buena luz, no me fijé en lo limpio del cuero, y sí en la mugre que envolvía el fuelle de la palanca de cambio. Y al arrancarlo y empezar a rodar, no noté que había desaparecido el ruido del silenciador, al contrario, solo escuché que el colector de escape rozaba a veces con la carrocería y provocaba una vibración que se escuchaba en el habitáculo.
Lo de la suciedad del fuelle fue sencillo de resolver, nada más que sacar de nuevo la colección de botes y bayetas, y dejar que el fuelle recuperara su gris original. La parte del escape iba a ser más compleja, Ricky Martin otra vez, y tardó semanas en resolverse.
Se mencionó hace unos párrafos lo de “over-engineering”, esa manera de complicarse la vida de algunos ingenieros cuando no tienen cerca suficientes contables que les restrinjan los gastos, y que ha sido una característica de Mercedes durante años, lo que ha asegurado la calidad y la durabilidad de sus vehículos. Eso sí, a costa de generar soluciones complejas y caras, tanto de diseñar, como de fabricar y mantener. El guarnecido de la puerta de estos coches es un ejemplo ideal, lo mismo que la guantera.
Un guarnecido de puerta debe tapar los mecanismos de elevalunas y cierre, albergar sus mandos, sujetar el apoya brazos, y finalmente taparlo todo por una mera cuestión estética. Solo que estos Mercedes de la época buena llegan mucho más allá, con una colección de elementos buenos y bien fijados que tapan y embellecen, solo que su listado, y sobre todo su desmontaje, llega a agobiar: hay una chapa estampada y cromada, fija con tres tornillos, y complementada por un taco de goma, cuya única función es que no se vea la parte superior de la puerta cuando ésta se abre. Existe otra pieza de chapa, igualmente estampada y cromada, y fija con otros dos tornillos, que igualmente solo se ve con la puerta abierta y oculta una articulación. El apoyacodos está forrado con el mismo tejido que los asientos y se sujeta con tres tornillos, para estar seguros de que no se mueve. El mando cromado de apertura de la puerta lleva un marco igualmente cromado, con una tapa de plástico para ocultar el tornillo que lo sujeta. La manivela cromada del elevalunas manual tiene una tapa de plástico a juego con el guarnecido, para ocultar la chapa de ajuste. Y el guarnecido de la puerta en sí se fija con diez grapas de plástico a su estructura, y sujeta a su vez el lamelunas con borde cromado fijo a la puerta con otras cinco grapas dobles. ¡Uff!
Toda esta complejidad se vuelve ventaja cuando hay que reparar algo, respecto a los coches actuales, difícilmente desmontables y en muchas ocasiones no reparables. En ambos Mercedes se atascaron las cerraduras de las guanteras, y descubrí con alegría que todo se desmontaba con tornillos, se podía despiezar, limpiar, engrasar y volver a montar. La cara buena del “over-engineering”.
Y hasta aquí llegaron las posibilidades de mi garaje y las mías. Con mis conocimientos y mis medios no podía desmontar el cambio ni ajustar el escape ni reparar el elevalunas eléctrico del Mercedes azul, y tampoco los elevalunas manuales del verde. Por eso, cerré la caja de las herramientas, guardé la cuantiosa colección de botes que había acumulado, e inicié una nueva fase de mi vida con coches clásicos: el trabajo con talleres especializados.
Un año variado y divertido para el parque móvil de casa, especialmente comparando con las inmensas limitaciones que sufrimos en 2020 y 2021.
El año comenzó para la Orbea Oiz M50 de 2017 en el taller. Habíamos participado en la Sansil MTB Race el 26 de Diciembre de 2021 en Carranque (Toledo), una prueba que se debería haber suspendido por las descomunales cantidades de barro pegajoso del recorrido. A pesar de mi prudencia y de una cuidadosa limpieza posterior, la colección de ruidos de diversos orígenes me aconsejaron llevar la Orbea a mi taller de confianza. El diagnóstico fue duro, y como resultado hubo que cambiar los rodamientos de la pipa de la dirección, de la caja del pedalier y de todas las articulaciones de la suspensión trasera, y además sustituir la cadena. Si le añadimos renovar el líquido antipinchazos, ajustar el cambio y sustituir, otra vez, los tapones del manillar, y consideramos el descuento por cliente fiel, la broma del barro en la carrera salió por 360 €. Toda una barbaridad. Afortunadamente se salvaron el cambio y el desviador.
A partir de ahí, la Orbea y yo volvimos a disfrutar juntos, y participamos en cinco maratones a lo largo del año. En Febrero nos enfrentamos a la Ruta del Cocido en Quijorna (Madrid), un recorrido en principio sencillo, con 49,7 km y 1.037 m de desnivel acumulado, que se reflejaban en un índice de dificultad IBP de 62 puntos. Los primeros treinta kilómetros eran lisos y por pistas anchas, y los veinte restantes estaban formados por senderos con mucho desnivel.
Con el objetivo de reservar fuerzas para la parte difícil, me limité a recorrer esos 30 km iniciales en 1 h 52’. La pega surgió al coronar la primera subida larga: habíamos rodado hasta entonces por zonas protegidas del viento, pero al llegar arriba soplaba con fuerza, hasta ser peligroso en algunos descensos. Me tomé con calma ese final de carrera y llegué a meta en 3 h 30’. Por cierto, cómo se notaba la sequía, porque para ser el mes de Febrero, el terreno estaba seco y polvoriento.
Tres meses más tarde nos divertimos mucho en una ruta sencilla en Meco, con 42,9 km y solo 638 m de desnivel, que sin mucho esfuerzo cayeron en 2 h 40’. Igualmente sencilla y divertida fue la carrera de Sevilla la Nueva, antes del verano: pistas cómodas y relativamente rápidas sin peligros, salvo un final algo rebuscado para regresar al pueblo sin cortar el tráfico. En resumen, un IBP de 31 puntos y algo más de 42 km a más de 16 km/h de media.
En Octubre, y como entrenamiento para mi deseada participación de todos ellos años en la Ruta Imperial, la Orbea y yo nos inscribimos en la carrera de Chapinería, que se planteaba como duras sin excesos con sus 56 km y 809 m de desnivel. Hasta que un vecino de la zona, por razones que no entiendo, se dedicó a eliminar o desviar las flechas que marcan el recorrido, y unos cuantos participantes nos perdimos. El punto de mayor conflicto fue una zona pantanosa en un valle, en el que no había cobertura, por lo que incluso quienes llevaban grabada la ruta en los dispositivos móviles se perdieron. Tuve que tirar de experiencia africana para encontrar la meta, y recorrí casi 70 km con prácticamente 1.100 m de desnivel en 5 h 37’, parte de los cuales se dedicaron a buscar el recorrido, a desandar lo andado o a preguntar a lugareños.
Eso sí, como entrenamiento fue una experiencia formidable, porque la Ruta Imperial de la semana siguiente presentaba casi el mismo recorrido de 2021, solo que en sentido contrario. Lo cual significa que arrancaba con los 700 m de desnivel que hay entre la fachada del Monasterio de El Escorial y el puerto de San Juan de Malagón. Fueron solo 12,2 km que me llevaron 1 h y 19’, y no entremos a hablar de la frecuencia cardiaca media. La sensación al coronar, envuelto en niebla, fue formidable, tanto como los 34 km restantes entre pistas y senderos fundamentalmente en descenso. Lo disfruté mucho, la organización fue tan buena como es habitual, y me permití rebajar mi tiempo de 2021 en 12’’.
Por el lado del coche de todos los días, me acompañó hasta el verano el Toyota Corolla Hybrid 2021 de cinco puertas y 180 CV que estrené el año anterior. Seguía siendo un coche cómodo para viajes por autovía, con consumos en el entorno de los cinco litros a los cien kilómetros rodando algo por encima del límite legal. En estas circunstancias, es habitual utilizar el control de crucero activo, ese dispositivo que mantiene la velocidad escogida y a la vez controla la distancia de seguridad con el vehículo que circula por delante. El sistema del Corolla funciona bien, y hasta permite escoger tres opciones de distancia, pero a mi juicio frena antes de lo que yo lo haría al acercarse a un vehículo más lento, y acelera luego con brusquedad, lo que aumenta el consumo. Me resulta útil, eso sí, en tramos despejados de autovía, porque permite descansar a la pierna derecha.
En Agosto sustituyó a este Corolla otro parecido, cuyas diferencias con el anterior, en principio, no me gustaban: su carrocería familiar ofrece flexibilidad y capacidad de carga, pero los 30 cm de incremento de longitud me parecen un exceso; el motor es el 1.800 cc de 140 CV, muchos menos que en el de 2.000 cc; las llantas de 16” no me parecen atractivas y sus neumáticos tienen perfil alto; y finalmente el acabado era inferior, eché de menos especialmente el sensor para abrir las puertas sin llave.
Pero como el roce hace el cariño, aprendí a aprovechar el enorme maletero, terriblemente útil cargando bicis, y la diferencia de motor fue inferior a lo esperado, solo evidente saliendo de rotondas rápidas o adelantando en autovía con no demasiado espacio.
Respecto a la estabilidad, las llantas de 16” con neumáticos de perfil más alto, y los muelles algo más blandos, hacen al coche menos preciso y más cómodo y, sí, se nota la falta de equipamiento, sobre todo cuando no me acuerdo de que tengo que sacar del bolsillo el mando a distancia para abrir las puertas.
Una novedad inesperada de este Corolla de 140 CV respecto al de 180 que tuve antes la encontré en la integración del sistema de frenada regenerativa, el que genera energía eléctrica al frenar, con los frenos hidráulicos tradicionales. En el más potente siempre elogié la linealidad de la respuesta: a cada desplazamiento del pedal correspondía un incremento de la frenada en progresión rigurosamente aritmética, y era realmente difícil percibir el paso de frenada regenerativa a hidráulica. En el de 140 CV esa integración no es tan limpia, y se nota la transición con pequeñas brusquedades.
Uno de los elementos que parecen fundamentales en los coches de hoy es la conectividad, expresada en el tamaño de su pantalla. Aunque los de la vieja escuela apreciamos los vehículos por otras virtudes, no voy a negar que algunos de estos sistemas tienen sus ventajas: es más seguro hablar por teléfono a través de un manos libres, y los sistemas de navegación, sobre todo cuando se va solo a bordo, son más prácticos que un mapa de papel y parar de vez en cuando a preguntar.
Los dos Corolla montan pantallas suficientemente grandes con Apple Car Play y Android Auto, que permiten utilizar las funciones cargadas en el móvil. Al viajar, utilizo Waze como navegador, que resulta práctico al moverse por zonas poco conocidas. A mediados del verano, la conexión de Android Auto en el segundo Corolla comenzó a fallar intermitentemente, empleando el mismo teléfono y el mismo cable con los que había funcionado de modo irreprochable en los dos coches. Sin que llegara a descubrir el origen del fallo, de repente un día dejó de funcionar. Comprobé, tanto en el Corolla como en el teléfono, todas las opciones de solución que se me ocurrieron, sin resultado alguno. A continuación consulté con mis contactos técnicos en Toyota España que, tras señalar que era un fallo poco habitual, me pusieron deberes en forma de una larga lista de comprobaciones. Las llevé a cabo cuidadosamente, una a una, por dos veces, y seguía fallando. Empezaba a sospechar que el origen del problema debía ser una tontería, algo tan banal que se nos pasaba por alto, y por eso me daba apuro ir a un concesionario de la marca y descubrir delante de testigos un error tonto. Finalmente me atreví a ir, y mientras repasábamos todas las comprobaciones posibles, el técnico me miró con cara de que se le había ocurrido algo y me preguntó: “¿Tú apagas el teléfono por las noches?”. Aparentemente la cuestión no estaba relacionada con el fallo de conexión de Android Auto, pero fue apagar el teléfono, esperar un par de minutos y encenderlo, y la conexión funcionó de nuevo.
El motivo es que el coche descarga las actualizaciones de Android Auto a través del móvil, y las activa cuando está parado; también el móvil las descarga automáticamente y las activa cuando se apaga; al no apagarlo, no las activaba. Con el tiempo, la versión renovada de Android Auto del coche ya no se “hablaba” con la antigua del teléfono, hasta que se interrumpió la comunicación. Este es el motivo por el que prefiero llamar técnicos y no mecánicos a quienes trabajan en un taller: dedican casi más tiempo a la electrónica que a mancharse de grasa.
Me dieron un golpe en el Corolla mientras lo tenía aparcado en un estacionamiento de pago, lo que me permitió utilizar durante unos días el vehículo de sustitución del taller de carrocería, un sencillo Renault Clio. Me encantó disfrutar de la agilidad que se espera de un coche del segmento B, de su maniobrabilidad y facilidad de aparcamiento. En contra, al sustituir mandos físicos por pulsadores, y agrupar éstos en una pantalla pequeña, el funcionamiento es poco intuitivo, y hay que investigar entre los botones táctiles de la pantalla y los físicos del volante para cosas tan sencillas como subir y bajar el volumen de la radio.
Los acabados interiores, como era de esperar, estaban realizados en riguroso plástico negro. Todo plástico y todo negro.
La normativa actual obliga a los turismos a incorporar eso que llamamos ADAS (Advanced Driver Assistance System), los sistemas que ayudan al conductor a evitar accidentes o reducir su gravedad, avisándole o incluso tomando el control del vehículo. Todo un anticipo de lo que serán los coches autónomos. Uno de esos sistemas es el de aviso de abandono involuntario de carril, el que se activa al pisar o acercarse a las líneas blancas; pues bien, el del Clio avisa con una vibración en el volante que sería más o menos la misma que en el caso de ataque nuclear o despeñamiento hasta los infiernos. ¿No podía ser algo más suave?
Por fin estoy utilizando la BMW F750GS para lo que sirve una moto: disfrutar, sea para hacer recados urbanos o paseos por carreteras de montaña, solo o acompañado. Añadirle un baúl va en contra de la estética, aunque vuelve a la GS más práctica. Precisamente a la hora de hacer gestiones es útil, ya que permite guardar casco y guantes al aparcar, o revistas y pequeños objetos al rodar.
Con el verano llegó la necesidad de la revisión anual en el concesionario BMW, que actuó como se esperaba: amables, con lista de espera, caros, alquilando un escúter de sustitución (sí, lo cobran) y técnicamente impecables.
Mi F750GS monta la opción de pantalla digital, con todas las informaciones, ventajas e inconvenientes que implica. Uno de los valores que pueden aparecer en la pantalla son dos odómetros parciales, la versión digital del “parcial” analógico de siempre. Según el Manual de Instrucciones, se ponen a cero con uno de los botones de la piña izquierda, pero nunca conseguí que funcionase, de modo que los parciales marcaban lo mismo que el total.
Apoyándome en la amabilidad del concesionario (“pásate por aquí con cualquier duda que tengas”, me dicen siempre que voy) y arriesgándome a evidenciar que no me había enterado del funcionamiento (como en el Android Auto del Corolla), fui a preguntar por esa fallida puesta a cero. La explicación del asesor de servicio fue directa: “El Manual de Instrucciones en estas motos está mal”. Y entonces me explicó, mientras me guiaba por menús y submenús, que la puesta a cero de los parciales no se ubica en la tecla basculante “MENU” de la piña izquierda mientras se está en la pantalla principal, como dice el manual. Por el contrario, hay que entrar en la vista “Pure Ride”, acceder al menú “Mi vehículo”, vagabundear por submenús hasta llegar a la pantalla que muestra los parciales, y entrar en la opción de reinicializarlos. Otro episodio más de la confrontación entre ingenieros mecánicos e informáticos. En la que seguimos perdiendo.
Y la novedad más intensa del año llegó en la semana a caballo entre Noviembre y Diciembre: dos estupendas unidades de Mercedes Benz W123 CE 280 entraron en el garaje. Han merecido tratamiento específico en las tres últimas entradas que se publicaron en 2022, y este año volverán para contar los trabajos de mejora que están recibiendo.
Hasta el momento las impresiones de están cerca de lo que preveía: conducción señorial por ser vehículos grandes, con volantes también grandes y voladizos largos, sobre todo el trasero. Aun no me he hecho a sus dimensiones, porque por delante controlo el morro gracias a la estrella sobre el radiador, pero detrás el perfil en caída del maletero y los retrovisores pequeños me impiden saber dónde acaba el coche.
Pasar del Corolla a los Mercedes es un formidable salto de lo digital a lo analógico: en los CE280 los mandos son botones físicos, que transmiten sensaciones táctiles a los dedos y emiten sonidos reales, no sintetizados. Los asientos delanteros corresponden a la definición exacta de butacón, y a pesar de los muelles blandos y de los neumáticos de perfil alto, la velocidad de paso por curva puede ser alta, a cambio de un balanceo intenso.
En los próximos meses, al menos eso espero, ambos coches pasarán de estado bueno a muy bueno, y aquí contaré las alegrías y tristezas de ese camino.
Se empezaban a acumular los meses de búsqueda y, aunque era consciente de que perseguía una rareza, me preocupaba la dificultad para encontrarla. Entonces, una neurona traviesa me recordó esa canción de Eagles titulada “One of These Nights”, que habla de atreverse a convertir los sueños en realidad: “One of these nights / one of these dreams / one of these lost and lonely dreams, now / we’re gonna find one / oh, one that really screams”.
Con ese sonido de guitarras de fondo apareció un CE280 verde metalizado y aspecto formidable cerca de Marbella. El propietario era un aficionado que tenía una interesante colección de coches y motos formada por diez vehículos, y que lamentablemente había fallecido, aun joven, a finales del verano. La unidad a la venta era una de las primeras producidas, allá por 1977, y tenía 149.000 km: un manual de cuatro marchas, con ITV al día, techo eléctrico, aire acondicionado, una enorme batería original Mercedes Benz y la preciosa radio original y opcional Becker Grand Prix.
Mientras cruzaba mensajes con el vendedor para ir a verlo, y quizá a comprarlo, apareció otro ejemplar tentador: en azul marino metalizado y cerca de Castellón, una unidad de 1980 con aire original y además elevalunas eléctricos, en manos de un coleccionista en fase de renovación de su parque móvil. Me gustaron el color y el aspecto impecable de la carrocería, el interior en cuero beige, y que perteneciera a un aficionado cuidadoso, lo que podía asegurar un mantenimiento correcto.
Preferí resolver la duda entre el de Marbella y el de Castellón yendo a ver los dos, a pesar de las dificultades de los desplazamientos y del tiempo que me iban a llevar. Y en el momento en que, en una urbanización tan lujosa como discreta en las cercanías de Marbella, llegué frente a la casa y vi el Mercedes verde metalizado bajo el sol del Mediterráneo, supe que iba a ser difícil resistirse, y volvió la canción de Eagles para decirme que había encontrado mi sueño.
Un vistazo detenido y una breve prueba dinámica lo confirmaron: pintura y carrocería en buen estado, lo mismo que los guarnecidos, arranque a la primera, aire que enfría, cambio de marchas suave y sin ruidos, suspensiones sin crujidos, dos llaves, y algunas facturas del concesionario Mercedes de la zona. Por supuesto que encontré alguna cosa que no me gustó, como los neumáticos pasados de fecha que se empezaban a cuartear, o la antena eléctrica de la radio con el mástil roto. Había algún cromado de carrocería desajustado, y los guarnecidos de los anclajes de los cinturones delanteros con alguna fisura. Con todo, lo que más me llamó la atención fue que, al arrancar en frío, el ralentí se iba a las dos mil vueltas, y bajaba progresivamente hasta situarse a mildoscientas al llegar a la temperatura de servicio. Nada de eso enturbiaba el flechazo.
Unos días más tarde entraba en una nave en un polígono industrial cerca de Castellón y me quedaba bloqueado al ver la colección de coches que albergaba. En el centro me estaba esperando un Mercedes Benz CE280 azul de 1980, y a su alrededor reposaban un GR Yaris, un Lexus IS-F y un LS400, cinco Land Cruiser de la serie 60, un Porsche 996 turbo, un Audi S3 de 500 CV, un Citroën DS rojo, un Subaru WRX, un Golf GTi Mk.II, y así hasta cuarenta coches.
Me concentré en el Mercedes que había ido a comprar, y vi una carrocería en muy buen estado y un precioso interior en cuero beige; el motor arrancó a la primera sin humear, y rápidamente se estabilizó en frío a 1.200 rpm. Al probarlo noté que estiraba sin dudas hasta más allá de cinco mil vueltas. El cambio era lento y de recorrido largo, como era de esperar, y al meter cuarta rascaba el sincro salvo que se pusiera mucho cuidado. Funcionaban el equipo de climatización y el aire acondicionado, y solo me contrariaron dos puntos. En primer lugar, los neumáticos conservaban el dibujo, pero las fechas de fabricación invitaban a un cambio inmediato. Y en segundo lugar, el ruido del primer silenciador, el que va debajo de los pies del acompañante, era demasiado alto, lo que indicaba que al menos había un fisura, si no algo peor.
Ese ruido fue lo único que me incomodó en los más de 400 kilómetros que lo conduje hasta casa. Junto con la iluminación de los faros halógenos, que nos parecen quinqués a los que nos hemos acostumbrado deprisa a los LEDs. Pero los asientos eran butacones, la dirección suave, la pisada firme, y a 3.500/4.000 rpm en cuarta se rodaba en el límite de lo legal, con la sensación de que se podría llegar al fin del mundo.
Al final de esa misma semana estaba de nuevo en la urbanización discreta de Marbella y el CE280 verde me esperaba bajo el sol del Mediterráneo. Cuando conduzco coches veteranos me gusta situarme en su época, en los clientes que los compraron nuevos y en los recorridos que pudieron hacer. Afortunadamente las carreteras españolas han mejorado mucho desde que en 1977 se fabricó este coche, pero la radio Becker Grand Prix ya no sintoniza Onda 2 para escuchar “Dominó”, de Gonzalo Garrido. Al menos, camino de casa me puse unas gafas de sol Persol iguales a las que llevaba Steve McQueen, y me sentí como un adinerado de finales de los ’70 estrenando su Mercedes coupé.