• Aquel bocadillo de sardinas (3ª parte)

    La verdad es que no me dí cuenta del todo de que habíamos llegado a la salida del cañón. Sería porque sus paredes habían reducido la altura lentamente, o por mi ensimismamiento, pero de repente me enfrenté a una nueva llanura sahariana, con sus agujeros y sus pedregales. Y a la vez comencé a oír voces, unas cerca y otras lejos, con un tono de felicidad totalmente impropio de las circunstancias. Las voces cercanas eran las de mis compañeros, que gritaban: “¡Eh, están ahí, son ellos!” Las lejanas venían de a unos cien metros, de los compañeros que salieron en moto el segundo día: “¡Estamos aquí!”. Les miré, y vi que se bajaban de un Land Cruiser blanco y verde, la decoración de la gendarmería argelina. Los acompañaban tres gendarmes y un guía.

    Mi primera reacción fue ninguna. Simplemente miré. Mi cerebro necesitó unos segundos para procesar la información y establecer la conclusión: ese era el rescate que esperábamos hacía días. Luego vinieron los abrazos, las preguntas mutuas y las explicaciones. Que si las primeras motos habían llegado esa mañana a Djanet tras mil dificultades, que no sabían nada de los de los coches, que habían ido al cuartel de la gendarmería a pedir ayuda, y que como suponían que saldríamos del cañón, fueron a buscarnos a aquel punto.

    De los gendarmes de la foto, los dos de la derecha hablaban palabras de algo parecido al francés, lo que les permitía entrar en la conversación. El otro, el del bigote, era más callado, y noté que me miraba con detenimiento. Debió fijarse en mi estado, porque sin decir palabra abrió el coche, y sacó algo de su macuto, que me ofreció con ese respeto que la hospitalidad árabe le da a todos sus gestos. Lo tomé mientras le sonreía. Era un objeto alargado, envuelto en el papel de un periódico impreso en árabe. Lo abrí, y al verlo entendí que me estaba regalando su almuerzo del día, el bocadillo de sardinas que le habría preparado su mujer en una casa de adobe de Djanet. Le miré de nuevo dudando si aceptarlo, porque suponía dejarle sin comer, pero su cara no necesitaba traducción: te hace más falta que a mí, parecía decir. Devoré aquel bocadillo de sardinas sin respirar, y me supo a gloria.

    Nos montamos en el Land Cruiser e iniciamos el camino a Djanet. Las conversaciones se apagaban, porque el cansancio podía con la alegría. Rodábamos por una llanura con dunas bajas esporádicas y alguna zona de arena, y según iban pasando los kilómetros, un pensamiento triste y funesto se me iba asentando en la cabeza. Miré de reojo a mis compañeros, y me pareció que ellos pensaban lo mismo y también lo callaban. Continuaba la pista con rumbo a Djanet, y seguía pensando que con la comida, el agua y las fuerzas que nos quedaban, muy dudosamente habríamos llegado a pie.

    En este silencio rumiado de ideas turbias llegamos a la ciudad, que obviamente nos pareció otra metrópoli. En realidad, su importancia solo está en ser el último lugar habitado de la región: hacia el Este, tras 80 Km. de nada está Libia, y al Sur le separan 220 kilómetros de Níger. Pero había casas y personas, y una especie de colegio o polideportivo o algo así con camastros en los que podríamos dormir, y hasta una especie de restaurante en la plaza del centro. Además, mientras la gendarmería nos rescataba, habían llegado los de los coches. ¡Estábamos todos!

    Mis recuerdos de los días que pasamos en Djanet hasta conseguir plazas en el vuelo de Air Algerie a Argel están estrechamente adheridos a la palabra reconstrucción. Más la física, que es más rápida, que la mental, que requiere asumir e interiorizar la anchura y la profundidad de lo sucedido.

    El colegio, o polideportivo o lo que fuera tenía un par de duchas, a las que nos dirigimos por turnos. El sudor, el polvo y el barro se habían hecho uno con las ropas que no nos habíamos quitado en muchos días. No fue por tanto una de esas duchas diarias de nuestro aburrido occidente; estaba más cerca de los baños que nos daban las madres cuando volvíamos sucios de jugar por el campo, en los que se frotaba con energía para liberar a la piel de la mugre que le cambiaba el color.

    No había sido consciente de nuestro aspecto ni de nuestro olor hasta que algo me llamó la atención al salir de la ducha y toparme con un compañero que me llevaba unos minutos de ventaja en esta fase higiénica de la reconstrucción. Fue el olfato el que me hizo fijarme en él y preguntarme qué tenía de raro. Al poco lo entendí, cuando mi nariz reconoció el olor del desodorante, de la loción para después del afeitado, en definitiva ese olor a limpio frecuente en nuestra vida diaria y que nosotros habíamos olvidado.

    El siguiente episodio lo ilustra con precisión una foto que no voy a publicar, aunque no me resisto a describir. Aparezco sentado en una de las literas, a medio vestir tras salir del baño, con el pelo aún mojado, mirándome absorto los pies como no sabiendo por dónde empezar. Esos pies que caminaron durante días con las botas de moto de campo y no se las quitaron de noche por el frío. Tras lavarme, veía las pequeñas heridas, las hinchazones, las ampollas. El que hubieran vuelto los coches con nuestros equipajes fue una bendición para esos pies, porque una vez seca la mercromina, les supo a caminar por las nubes ponerse unos suaves calcetines de algodón ¡limpios! y unas ligeras zapatillas de deporte.

    Otro paso adelante en nuestra sencilla felicidad fue hacernos habituales del restaurante con pastelería de la plaza de Djanet. Fueran dos o tres días los que pasamos hasta conseguir un billete a Argel, todos ellos desayunamos, comimos y cenamos allí. Y le dí un trato especial a sus dulces, con la miel y la almendra que los árabes les prodigan. Tras cada comida o cena, me sentaba en el suelo, frente a la plaza, y tomaba mi dosis compensatoria de hidratos de carbono.

    Una vez en Argel, vimos que no era nada sencillo conseguir billetes para España. Solo un vuelo al día y mucha desorganización lo hicieron difícil. Nos ayudó mucho el representante local de Iberia, que consiguió meter en el avión de ese día a la mitad del grupo. El resto nos quedamos hasta el día siguiente, y el responsable de Iberia actuó de guía de un lugar en el que se olía la desgracia. Estábamos en la Argelia de meses antes de las elecciones que hubieran ganado los integristas de no ser por un golpe de estado, vivíamos el prólogo de una guerra civil de diez años que nadie llama así, y que dos décadas más tarde se mantiene con las actividades de Al Qaeda en El Magreb. Cruzamos Argel de noche, y en las calles había miles de hombres jóvenes, estáticos, simplemente dejando pasar el tiempo: “Son los emigrantes que han venido a la ciudad huyendo del hambre. Viven en pisos compartidos en régimen de “cama caliente”. Como no tienen trabajo ni nada que hacer, se limitan a esperar en la calle que llegue el turno de dormir”, nos decía el de Iberia. Nos invitó a cenar entre los arcos blancos del hotel que fue cuartel de los aliados en las operaciones africanas en la Segunda Guerra Mundial: “Con los datos de pobreza y desempleo que hay aquí”, comentaba como anunciando el futuro, “la sociología dice que se dan las condiciones para una revolución.” Triste profecía, porque pasados unos meses su oficina fue atacada e incendiada, como tantos otros establecimientos occidentales.

    Unos días más tarde, ya en Madrid, un traumatólogo miraba boquiabierto la radiografía de mi mano derecha: “¿Y con la mano así has venido en moto al hospital?” Me limité a asentir con cara culpable, mientras ocultaba todo lo demás. Llevaba varios días moviéndome por la ciudad en moto con la mano dolorida, pero al notar el tono acusador de su pregunta decidí que era mejor no entrar en detalles sobre cómo y dónde me había producido la lesión, y qué había hecho en Africa y Europa desde entonces. Lo mejor era dejarle que me vendara y hacer caso a sus recomendaciones. Al fin y al cabo, ya estaba terminando la reconstrucción: lo único que me faltaba eran, según la báscula de casa, ocho kilos, a pesar de los dulces de Djanet y de aquel bocadillo de sardinas.


  • Aquel bocadillo de sardinas (2ª parte)

    No todas las irregularidades se ven, las sombras engañan, los matojos los disimulan, y lo que hubiera en el suelo se lo tragó la rueda delantera pero no la trasera, que hizo un tope de suspensión. De repente noté que mi cuerpo se iba levantando, como empujado por las caderas, luego que me ponía de pie sobre la moto y el manillar se alejaba hasta que se me escapó de las manos. Entonces vi que la moto se alejaba sola, deprisa, dejé de subir y comencé inevitablemente a bajar. Lo siguiente que recuerdo es que estaba tirado en el suelo, veía la Yamaha muy lejos, yo hacía evaluación de daños y una voz al lado me decía preocupada: “Pensé que te habías matado”. Sin pensármelo mucho y con la ayuda del preocupado, volví a la moto, que no estaba dañada y arrancó a la primera (¡benditas motos japonesas!) y continuamos por la pista hasta que alcanzamos a los que se habían parado para reagruparse. Como quitándole importancia me acerqué a la médico del viaje para contarle mi revolcón; entonces se inquietó y comenzó a explorarme. Estaba en esas cuando el desierto empezó a dar vueltas a mi alrededor, y me senté en el suelo hasta que se me pasó el mareo. En ese momento quien me había sujetado el casco señaló la marca que éste tenía en la parte posterior: había sido el golpe fuerte en la nuca el que había provocado la conmoción, un golpe suficientemente violento como para haber girado el casco integral de modo que la parte delantera casi me rompe la nariz. Terminé el recorrido del día dormitando en el asiento trasero de uno de los Patrol, con la mano derecha hinchándose por algún otro golpe.
    Una de aquellas noches la pasamos en Serouenout, un fuerte de la Legión Extranjera, ya abandonado. Se construyó para controlar el primer pozo con agua potable desde Idelès, que está exactamente a 195 kilómetros. Cuando llegamos tenía agua, lo que supuso que alguno pudo ducharse, es decir: echarse un cubo de agua por encima, de pie y desnudo en medio de la nada, enjabonarse y aclararse a cubos en las mismas circunstancias.
    La mañana siguiente arrancó como una más: recoger el campamento y tomar pista variada, esta vez con rumbo Norte hasta entrar en Iherir, un cañón con fondo de arena entre paredes de roca que no se podían ni escalar. El deterioro de las pistas de la zona, según los guías, aconsejaba cruzar este cañón, que tenía la salida no lejos de Djanet, un pueblo a 80 kilómetros de la frontera libia. Mediado el día, los de las motos nos habíamos enganchado unas cuantas veces en la arena, y habíamos esperado muchas a los coches, que se empanzaban con facilidad. Repetíamos la maniobra de palas, planchas y empujón, y volvíamos a la ruta.
    Poco a poco el cielo se fue ennegreciendo, y luego comenzó a llover. Los bancos de arena se volvieron barrizales infranqueables, por el fondo del cañón comenzó a formarse un arroyo, y después de seis horas de lluvia el cañón era ya un río caudaloso. ¿Cuál fue exactamente el momento en que fuimos conscientes del paso de “dificultad” a “peligro”? ¿Cuándo nos dimos cuenta de que aquello no era una batallita que contar al regreso? ¿Que podía no haber regreso? Es la misma incertidumbre que se experimenta cuando uno tiene una molestia física y no sabe en qué categoría encuadrarla: no tiene importancia, o me tomo una pastilla, o pido hora para el médico, o voy a urgencias, o llamo ahora mismo a una ambulancia.
    El río ya tenía hasta dos metros de profundidad, y un ensanchamiento del cañón había creado una laguna que lo bloqueaba. Nos era igual, porque estábamos agotados de sacar motos y coches del barro, y no podíamos continuar. Trepamos por un lateral para dormir por turnos, mientras otros hacían guardias por si subía más el nivel del río. Habíamos racionado el agua y la comida, y arrastrado las motos pendiente arriba hasta donde lo permitieron nuestras fuerzas, para que no las arrastrara la corriente.
    Por mi parte, la palabra extenuación se queda corta para definir mi estado. Llegué al ensanchamiento en que acampamos más por las palabras de ánimo de mis compañeros que por mis fuerzas, me arrastré cañón arriba en busca de refugio, y allí me quedé dormido.
    Durante la noche dejó de llover, y a primera hora decidimos que los que mejor montaban en moto salieran en busca de ayuda. Como suponíamos que la salida del cañón estaba cerca, y desde ahí había poco hasta Djanet, casi no llevaban ni agua ni comida. Así iban más ligeros, y nos dejaban víveres a los demás, que dedicamos el día fundamentalmente a recuperarnos del agotamiento.
    El tercer día amaneció despejado, ya no corría agua por el cañón, y nadie venía a buscarnos. No quedaban agua ni comida para muchos días, por lo que decidimos salir de allí: las motos que quedábamos continuaríamos hacia la salida del cañón, y los coches volverían sobre sus pasos, temiendo que la salida Este estuviera inutilizable para ellos. Sin más equipaje que algo de agua y comida nos pusimos en marcha, y nos topamos con un infierno de barro: en ocho horas de esfuerzo, de desenterrar motos de trampas de barro, de hundirnos hasta los muslos para sacarlas, avanzamos diez kilómetros. Para ahorrar comida, nos arrastramos a los pies de una palmera escuálida, la primera en no se sabe qué distancia, y engullimos unos dátiles raquíticos. ¿Será por esto por lo que ahora disfruto con pasión de los dátiles dorados y gordos, y los compro por kilos cuando viajo por el Norte de Africa? A la vista del estado del terreno, y de nuestro lamentable estado físico, sobre todo de mi mano, solo quedaba una salida: abandonar las motos y continuar a pie. Allí se quedaron las Yamaha, los cascos y los guantes, y seguimos sabiendo lo duro que es caminar con las botas que llevábamos.
    Esperábamos llegar pronto a la salida del cañón, pero cayó la noche sin vislumbrarla, y cenamos una pequeña lata de conservas para cuatro. Además, el frío intenso de la noche nos impidió dormir, porque no llevábamos tiendas ni sacos.
    No es sencillo transformar en palabras lo que sentí aquel amanecer. Al haber maldormido, nos agrupamos aún de noche junto a un fuego, esperando echar a andar de nuevo en cuanto hubiera luz suficiente. Era una mezcla de soledad, esperanza lejana y confianza en el triunfo de la tenacidad. La sed y el hambre ya condicionaban nuestro comportamiento: hablábamos poco y hasta ahorrando palabras, para no forzar una lengua reseca que se pegaba al paladar. Los movimientos eran los justos, muy pensados para reducir al mínimo el gasto de energía. El agua racionada suponía beber un tapón de la cantimplora cada varias horas, y ese era un momento que se esperaba con alegría: el breve placer de la humedad en la boca, la sensación de energía recuperada cuando esos dos traguitos bajaban hasta el estómago.
    Continuábamos caminando casi por instinto de supervivencia, porque los músculos se habían cansado hace días, y ni les dábamos tregua para recuperarse ni alimento para nutrirse. Aun así, tras cada parada para descansar y beber un tapón de agua, nos levantábamos con lentitud y retomábamos el lento caminar por el fondo de aquel cañón del que parecía que no íbamos a salir nunca.
    ¿Se es consciente en esas circunstancias del calibre del peligro que se corre? El deterioro físico es innegable, y el cerebro lo reconoce, pero la debilidad del cuerpo es inferior al instinto de supervivencia, que sigue extrayendo fuerza de donde no queda, e ilusión y esperanza de cualquier rincón. Por eso seguíamos andando en nuestro cuarto día en el cañón Iherir, pensando en que ni estábamos tan cansados, ni quedaba tanto para la salida, ni Djanet estaba tan lejos.
    Todos hemos vivido un susto, una sorpresa que nos traslada durante un instante de la placidez al borde del final. Es tan rápido, que uno simplemente se asoma al límite y, antes de que asuma lo que hay, el impacto ya ha pasado. Quedan entonces la impresión interna, junto a la palidez, el temblor de manos, el sudor frío o el estómago encogido como reacciones fisiológicas. Sin embargo, la llegada lentísima de ese posible final se evalúa de otro modo, básicamente negándolo, porque viene demasiado despacio, porque no se quiere admitir, porque se piensa que habrá un remedio a tiempo.
    (continuará)


  • Aquel bocadillo de sardinas (1ª parte)

    Allahu akbar, Allahu akbar,… Ashhadu an la llah ila Allah,… Amanecía en Ghardaia y pensaba, una vez más, si no me había metido en un lío demasiado gordo. En el patio del albergue había una Yamaha XT 600 esperándome para recorrer el Sahara argelino durante los próximos diez días, y yo casi no sabía montar en moto de campo. No me había hecho a la idea de lo que me esperaba, porque los viajes en avión son rápidos y le alejan a uno de la realidad, trasladan los cuerpos pero no dan tiempo a las mentes a adaptarse: el día anterior había amanecido en Madrid, esa noche me había acostado en Ghardaia, y la voz del minarete al amanecer me recordaba dónde estaba y lo que iba a hacer desde esa mañana.
    El inicio del viaje fue menos duro de lo que me temía, porque rodamos por la Transahariana, que en esa zona es simplemente aburrida: una cinta de asfalto que cruza la nada, no hay tráfico, ni curvas, ni rasantes, ni casi paisaje. Tampoco hay ciudades ni gasolineras en los 400 kilómetros entre El Golea e In Salah, así que hay que tener cuidado para no quedarse tirados. Menos mal que en el viaje, además de nueve motos, había tres Nissan Patrol que llevaban el equipaje, la comida, las tiendas de campaña, los repuestos y muchos bidones de gasolina.
    Para dejar de lado el aburrimiento a veces saltábamos de la carretera con un golpe de gas y nos divertíamos entre las dunas que aparecían de vez en cuando. La mayoría eran pequeñas, unos montículos de no más de cuatro metros de altura, ideales para entrenamiento de los inexpertos. En otras ocasiones nos maravillaban dunas inmensas, de las que parecen engullir las dimensiones. Solo desde lejos se da uno cuenta de su tamaño catedralicio, y cuando se acerca y se inicia el ascenso, nunca hay potencia suficiente, ni sensación de inclinación o de cuánto falta para coronar. La moto lentamente va perdiendo velocidad, a la vez que se pierden las referencias y la sensación de pendiente. Y cuando el motor ya no puede más y la moto se queda encallada, al bajarse uno se da cuenta de que el asiento, antes alto como en todas las motos de trail, está muy cerca del suelo, porque la moto se ha hundido hasta los ejes.
    Sería agotador sacar la moto de la arena tirando de ella hacia arriba, y después peligroso para el embrague arrancar cuesta arriba para continuar el ascenso de la duna. ¿Cuál es la solución? Pues aplicar uno de los muchos trucos que un novato aprende en Africa: la moto se desentierra a base de tirar hacia un lado del ancho manillar hasta dejarla volcada sobre la arena; una vez tumbada se le da media vuelta tirada en el suelo, de modo que siga tumbada pero con la rueda delantera apuntando hacia abajo; entonces se la pone de pie, y se reanuda la marcha en descenso. Al llegar al pie de la duna, media vuelta, se cogen aire y carrerilla, y se intenta de nuevo.
    El mismo viento que forma las dunas puede arrastrarlas hasta la carretera y crear una duna sobre el asfalto. Cuando nos encontrábamos con esto, las motos esperábamos a los coches, que al ser grandes y estar cargados tenían más dificultad para franquear el paso por una arena fina y recién depositada, y había que recurrir a algún empujón para ayudarles.
    Y siempre en todos los puntos del recorrido esa alegría de montar en moto en dirección al sur, alejándose de Europa, internándose en Africa, notándose a la vez distinto del entorno y bien recibido por éste, el placer del ronroneo del motor entre las piernas rumbo a la aventura, a la dificultad buscada. El desafío suave de hacer algo distinto y arriesgado, de encontrar una experiencia diferente a base de exponerse a lo nuevo y a lo desconocido.
    Llegando a Tamanrasset nos encontramos con el morabito (es decir, tumba y lugar de culto) de Moulay Hassan, un santón que peregrinaba en dirección a La Meca y falleció allí. La tradición dice que todo caminante que se aventure por el desierto y dé tres vueltas a su tumba, en solitario y en sentido contrario al de las agujas del reloj, recibirá la protección de Alá durante su travesía. Dimos las tres vueltas montados en las Yamaha. Por si acaso.
    Tamanrasset nos pareció una metrópoli, con algunas calles asfaltadas y hasta aceras con bordillos, varias gasolineras, mercado e incluso un hotel que merecía ese nombre. Tenía un notable aire de ciudad fronteriza, aunque la frontera con Níger se encontrara a 400 Km., y hubiera 200 más hasta Arlit, el siguiente punto habitado. El origen de esa sensación es que entre “Tam” y la frontera de Borne no hay carretera, solo un “Revêtement dètèriorè (piste)” (pista con firme deteriorado), según dejaba bien claro el mapa Michelin 952 en edición de 1987 que llevaba encima. Para animar, el resto hasta Arlit, ya en Níger, era “Pista poco balizada”. Eso en dirección sur, porque hacia el oeste no había más que un par de pistas borrosas hasta una indefinida frontera con Mauritania situada a más de 500 Km., y al este las montañas del Assekrem, unos picos de roca volcánica que nos desafiaban desde sus casi tres mil metros de altura. Por eso tenía una cierta sensación de vértigo, como de que el mundo se acababa allí, y uno decide si se atreve a asomarse al más allá. Nos alojamos en el hotel Tahat, que supuso la primera ducha en lo que iba de viaje, y desayunar en silla y mesa por última vez en muchos días.
    A estas alturas del recorrido ya había empezado a “africanizarme”, lo que queda en evidencia en la foto en la que estoy sentado en un bordillo. Todo el convoy se había detenido en una gasolinera a la salida de Tamanrasset en la que se repostaba ¡con bomba manual! Se habría ido la luz, estropeado el motor de la bomba o lo que fuera, el caso es que el empleado iba a trasegar a mano unos cientos de litros de combustible. Con un concepto del tiempo muy africano, me senté en un bordillo a la sombra y esperé con paciencia. Aunque me faltaban bastantes viajes por Africa y leer unos cuantos libros de Richard Kapuscinski para entender lo que representa el tiempo en Africa, este fue el inicio de una larga amistad entre nosotros.
    Mi debut en las dificultades propias de las motos de campo comenzó precisamente al salir de la gasolinera. Tomamos rumbo NE para subir a dormir a la ermita de Charles de Foucauld, en lo alto del Assekrem: una pista pedregosa de montaña, que en 85 km asciende desde los 1.390 m de altitud de Tamanrasset hasta coronar a 2.585 m. Llevaba puesto un buen equipo de protección, que incluía rodilleras de las que se extienden hacia abajo por las espinillas hasta meterse dentro de las botas; por eso las primeras veces que me caí no me preocupé, hasta iba contando los aterrizajes forzosos. Unas horas más tarde había cambiado de humor: el sol empezaba a caer, había perdido la cuenta de las caídas y no terminaba de alcanzar la cumbre. La pista de piedra parecía una escalinata sin fin, uno de esos tramos que en moto se suben con golpes de gas y decisión, justo lo que le falta a un inexperto.
    Era claramente de noche cuando los últimos llegamos arriba, cansados, algo doloridos y bastante orgullosos. Estábamos en una meseta casi cuadrada, de unos cien metros de lado, encajada entre picachos, en la que se dejaban los coches, motos y camiones que llegaban, con un rústico albergue de piedra y quince minutos a pie más arriba la ermita en sí. Además, parte de la meseta estaba rodeada de una valla de piedra como de un metro de altura, no para evitar la entrada de nadie, si no como medida de seguridad para evitar que alguien cayera por los precipicios casi sin fondo que la rodeaban.
    Nos preparamos para cenar y dormir en el albergue, cobijados del viento reseco la zona, y pregunté, guiado por la lógica y por la necesidad, dónde estaba el servicio. Las instrucciones que me dieron me llevaron a una especie de minúscula construcción, que parecía una garita de vigilancia, como una cabina de teléfonos hecha en piedra de la zona. Estaba como incrustada en la valla del perímetro, de modo que una mitad, la del interior, daba a la meseta y tenía la puerta de acceso, y la mitad del exterior colgaba sobre el precipicio. Abrí la puerta y me encontré con lo que no me atrevía a imaginar: la mitad del suelo era un rectángulo de apenas 60 por 30 cm., y el resto era un agujero que daba al precipicio y cuyo fondo no se veía. Obviamente era un retrete sostenible, porque los restos caían cientos de metros más bajo y no quedaba nada que limpiar.
    Solo cuando nos despertamos y comenzó a amanecer pude entender dónde estábamos. Nos rodeaba un bosque de picachos de piedra volcánica de más de 2.900 metros de altura, entre los que se filtraba el sol formando flecos de luz. Junto a la ermita de Foucauld, una placa del Touring Club de Francia fechada en 1939 señalaba las cumbres de los alrededores, porque salvo Tamanrasset no había ciudades ni ríos que indicar en cientos de kilómetros a la redonda.
    El descenso desde la cumbre fue otro examen para un novato: el mismo estilo de pista de piedra llena de escalones que en la subida, solo que esta vez cuesta abajo y con rumbos N y NE hasta Hirafok e Ideles. Ya había aprendido la lección, me sentaba más atrás y controlaba la moto con el gas para no bajar rodando. Una vez que me había hecho con el truco, empecé a darme cuenta de la eficacia de las suspensiones de largo recorrido, el agarre de los neumáticos mixtos en la piedra suelta, todas las muchas ventajas que ofrecen los vehículos actuales en esos entornos hostiles. Claro, la única manera de viajar por esos andurriales es recurrir a la avanzada tecnología del hombre blanco. Entonces nos topamos con unos argelinos que ascendían en un Peugeot 404 (sí, he escrito 404; no 504 y menos aún 505), uno agarrado al volante y los otros detrás a pie, empujando al achacoso Peugeot en cada escalón. ¿Desde dónde vendrían? ¿Cuándo y cómo llegarían a la cumbre, si llegaban? No volví a pensar en las ventajas de las suspensiones de largo recorrido.
    Nuestro viaje continuó varios días inolvidables con rumbo E, por las pistas rápidas y pedregosas del Hoggar. No puedo olvidar la sensación de recorrerlas en moto del amanecer al anochecer, y entonces montar las tiendas y disfrutar de la cena bajo las estrellas. Y despertarnos aún de noche, con el frío seco del desierto dándonos los buenos días, mientras calentábamos las manos abrazando la taza de café; el silencio solo contaminado por comentarios en voz baja, mientras levantábamos el campamento. Uno de aquellos días, en medio de la grandeza de las planicies infinitas, el guía extendió el índice señalando el final de la llanura: “¿Veis aquellas montañas del fondo con un hueco entre los dos picos del centro?” El sol se apuntaba, y convertía en una silueta recortada el punto al que se refería el guía. Asentimos con prudencia. “Esta noche dormiremos nada más pasar ese punto”. Y nos llevó el día entero llegar hasta él, teniéndolo como referencia permanente mientras la pista maltrecha se retorcía esquivando oueds, zanjas y pedregales. Cuando se despejaba el terreno, abría gas y sentía la moto flotar sobre la pista dura, a unos 90 Km/h, sujetando con cariño el manillar y disfrutando de una experiencia de conducción inigualable.
    La manera habitual de guiarse en este tipo de pistas es fiarse de las referencias naturales cuando las hay (montañas, oasis, gargantas,…) o seguir el rumbo marcado por las balizas. Estas son cualquier tipo de señal que alguien ha dejado para marcar el recorrido, como unas piedras amontonadas y hasta pintadas de blanco, o un bidón ya vacío de aceite, relleno de piedras para que no lo vuelque el viento, y a veces con un palo que sobresale para verlo mejor. Se colocan de modo que desde cada baliza se ve la siguiente, por lo que si no hay despistes, no faltan balizas y la visibilidad es buena, es difícil perderse. En cualquiera de los otros casos, ya te lo imaginas.
    Pero no vi el agujero.
    (continuará).


  • El tornero borracho de Eastern Creek

    Jorge Martínez había ganado cuatro mundiales de un tirón y siempre con Derbi entre 1986 y 1988. A partir de ese momento deambuló en busca de más títulos: en el 89, todavía en Derbi, las caídas y las averías se lo impidieron, y el campeonato se lo llevó un jovencito prometedor que se llamaba Alex Crivillé. Entonces Jorge decidió que en el 90 se subiría a la moto ganadora, la JJ-Cobas Rotax de Antonio Cobas y Eduardo Giró. Como los resultados no llegaron, en 1991 cambió el motor por un Honda. Tampoco así logró el título, así que dejó la JJ-Cobas a mitad de año y se fue con Michel Metraux, aquel dueño de equipo con aspecto de director de orquesta, que tenía por ingeniero al peculiarísimo Jörg Möller. Jorge llegó al equipo de Metraux con el dinero de Coronas, la marca de tabaco que le patrocinaba. Año y medio más tarde, a la vista de que después de tantos intentos seguía sin haber resultados, dio el paso siguiente: montar su propio equipo.

    En una nave de Alcira, con muchas ganas, poca perspectiva y menos dinero, nació el Team Aspar. En el Mundial de 1993 Jorge, lo mismo que Ezio Gianola, Fausto Gresini y Noboru Ueda, iba a pilotar, una Honda RS 125 con piezas A, las supuestamente mejores de HRC. Le acompañaría en 250 Juan Bautista Borja, un piloto de la tierra que venía de ganar el salvaje Europeo de 125. El patrocinador sería Mediterrania, una iniciativa de promoción turística del Gobierno valenciano. Todos los mecánicos eran de la zona, por lo que los únicos forasteros éramos Angel Carmona, que se decía técnico de motores, y un servidor, al que le tocó ese papel indefinido, genérico y desafiante de “Team Manager”.

    No tardamos mucho en darnos cuenta de que las piezas A eran más lentas que las B, como las que llevaba Dirk Raudies, y que el trabajo de Carmona no era de gran ayuda. Por tanto lo de ganar el título era una entelequia y lo de subir al cajón todo un sueño. Por su lado, la Honda 250 RS con piezas A de Borja estaba lejos de las NSR oficiales de Cardús, Bradl o Capirossi, aunque era tan buena como las Aprilia con piezas. Pero Bautista necesitó tiempo para darse cuenta de que si a este campeonato se le llama mundial, es porque corren los mejores del mundo, y en su caso un buen resultado en parrilla era quinta fila.

    Las motos nos llegaron tarde y las acabamos deprisa, sin haberlas probado lo suficiente, para meterlas en el contenedor y mandarlas a Australia, que era la primera carrera de aquel año. Por entonces se corría en Eastern Creek, una preciosidad de circuito en las afueras de Sydney, con una curva rápida a final de recta que distinguía a los hombres de los niños. Después de los entrenamientos del viernes había bastante trabajo en las motos; por ejemplo, hacían falta unos soportes de estriberas nuevos para la moto de Borja, porque la postura de pilotaje no era buena. Mientras los mecánicos hacían una plantilla de cartón con el diseño, yo me moví por el “paddock” para localizar un tornero de las cercanías que nos las pudiera fabricar. Uno de los miembros de la organización era “aussie”, nos recomendó uno en las cercanías, y Borja y yo nos sentamos en el Toyota Previa de primera generación que habíamos alquilado y fuimos a su taller.

    Estamos hablando del año 93, es decir, ni navegador, ni GPS ni tonterías: plano hecho a mano en el reverso de una hoja de clasificación de entrenamientos, y a preguntar en los cruces.

    Al rato de conducir llegamos a un polígono limpio y ordenado, de calles asfaltadas y sin agujeros, con aceras a las que no se subían las furgonetas, y con farolas que alumbraban. Evidentemente estábamos en las antípodas de España. Entramos en la nave del tornero en cuestión por la puerta de personal, y una vez dentro vimos que tenía unos 300 m2, distribuidos en una planta prácticamente cuadrada. Actuaba fundamentalmente como taller de motos, y tenía también algunas máquinas herramienta para mecanizado. En aquel momento, quizá por ser el final de la tarde de un viernes, las motos en las que habían estado trabajando (deportivas japonesas, alguna “chopper”,…) estaban contra la pared del fondo, de modo que quedaba libre todo el centro del taller. En éste, habían colocado los bancos de trabajo, uno a continuación de otro, para conseguir una especia de mesa corrida. En el extremo derecho de ésta había un cubo de basura de esos negros y cilíndricos, casi lleno de latas vacías de cerveza. Sentados a los lados alargados de la mesa, un número indeterminado de individuos, sometidos a los efectos de la cerveza que habían vaciado de las latas. Y en el extremo izquierdo de la mesa, como presidiendo la reunión, un enorme frigorífico del que permanentemente salían latas frías de cerveza.

    Cuando Borja y yo entramos en la nave, uno de los bebedores nos miró con cara de qué querrán éstos a esta hora; el resto con cara de no molestéis, por favor. El primero vino hacia nosotros, y con mi mejor sonrisa le expliqué quiénes éramos y qué queríamos. El paisano nos miró con detenimiento, luego se dio la vuelta y les dijo a sus colegas: “¡Son del Mundial!” No nos habrían mirado mejor, de modo más respetuoso, casi reverencial, si les digo que soy el novio de Megan Fox y que les voy a presentar a su hermana pequeña. Para aquellos tipos, mecánicos y aficionados a las motos, que dos “del Mundial” apareciesen por su taller era un acontecimiento, como si fuéramos seres provenientes del país de sus sueños.

    El tornero tenía oficio, y como tal entendió a la primera lo que necesitábamos. Además, le gustaba trabajar sin que le mirasen por encima del hombro, y por eso insistió en que nos sentáramos con sus amigos a beber cerveza mientras él hacía los soportes de estriberas. No me quedé muy tranquilo sobre la calidad de su trabajo, porque en nuestra conversación le había olido el aliento, pero tampoco tenía mucho que escoger, así que nos sentamos entre los cerveceros, y he de reconocer que me costó mucho seguir la conversación: duro acento australiano, jerga de motorista de polígono, y distorsión etílica era una combinación demasiado exigente para mis conocimientos de inglés. Pero un par de cervezas más tarde (¡cualquiera les pedía agua mineral a aquellos tipos!) se me acercó el tornero con dos de los mejores soportes de estriberas que he visto nunca: cortes sin rebabas, cajeados impecables, rebajes para quitar peso, roscas como sacadas de un tratado de geometría, puntos de encuentro sutiles,… Le dí la enhorabuena por el trabajo, las gracias por la rapidez, y le pregunté cuánto le debía. “Nada, no me debes nada”, respondió, dejando la frase en suspenso, como si quisiera añadir algo pero no se atreviera. Aguanté el silencio, esperando que hablara. “Bueno, si tienes un pase para la carrera,…” Entonces saqué el arma definitiva de un jefe de equipo, la llave que abre todas las puertas, la moneda que paga cualquier factura: un par de pases de “paddock” para un Gran Premio.

    El tornero los cogió con cara de eterno agradecimiento, y Borja y yo nos volvimos al circuito, que aun había que montar esos soportes de estriberas y luego irse a cenar.

    El domingo por la tarde ya teníamos una idea de lo duro que iba a ser el Campeonato. Jorge había sido 16º en entrenamientos, a un segundo y siete décimas del mejor tiempo, y las malditas piezas A se habían roto en carrera. Por el lado de Borja, séptima fila de parrilla y caída. Mientras ayudaba a recoger el “box” y hacíamos el equipaje para irnos a Shah Alam, en Malasia, me encontré al tornero con un amigo por los “boxes”: tenían la misma cara que si estuvieran en una fiesta privada en casa de Hugh Heffner.


  • Buscando un coche con personalidad

    Si tomamos las páginas de precios de cualquier revista española de coches y las colocamos en línea, el mercado ocupa 5.880 milímetros de longitud. Si agarramos una tijera y recortamos el espacio de los coches con motor de cuatro cilindros en línea colocado en posición transversal y con tracción delantera, habremos eliminado 4.532 mm de mercado. Y todas las demás formas posibles de diseñar un automóvil ocupan el 23% que queda.

    Es cierto que esa arquitectura tiene muchas ventajas prácticas: barata y fácil de fabricar y montar, muy eficiente en términos de aprovechamiento del espacio, y suficientemente eficaz de cara a agarre, reparto de pesos y comportamiento dinámico. Pero uniformar a tres de cada cuatro coches es aburrido, lineal y soso.

    En mis años mozos, la variedad de diseños era inmensa. Para empezar, había otros coches con motor trasero, además del Porsche 911: los Seat 600, 850 y 133, los Renault 8 y 10, y los Simca 1000, sin ir más lejos. Había otros coches con motor refrigerado por aire, además del 911, como los Citroën de dos y cuatro cilindros de los 2CV, Dyane 6 o GS, y motores en línea y boxer, y carrocerías de dos, tres y cuatro volúmenes con un número de puertas que iba de dos a cinco.

    Las juntas homocinéticas que popularizó Andrè Citroën en los ’50 y la suspensión Mc Pherson han permitido que el conjunto motor – cambio – transmisión – suspensión delantera quepa en una morro corto (aprovechamiento del espacio de cara a los pasajeros, y suficiente tamaño de las zonas de deformación controlada) y bajo, por eso de la aerodinámica y la visibilidad. Con ello se consigue un habitáculo eficaz, especialmente si detrás se monta un eje torsional, que no siempre va mejor que una suspensión de paralelogramos, pero es barato (¡otra vez la palabra!) y suficientemente eficaz para la mayoría de los conductores.

    Lo malo es que sumar todo los condicionantes anteriores hace que los 4.532 mm de coches sean demasiado parecidos. Después de probar varios, lo único que se puede comentar se refiere a meros detalles: que si la calidad de los plásticos, el tarado de la suspensión o el aprovechamiento del maletero. Porque todo lo demás, la sensación que transmite el ruido del motor o el tacto del volante al abrir gas apoyado, son fotocopias.

    A día de hoy, encontrar ese diseño puro de las berlinas de gran turismo es casi labor del Dr. Livingstone. Hasta Mercedes (y dentro de nada BMW) ofrece vehículos que no tienen el motor delante y la propulsión atrás. Incluso algunos coupés descapotables con el motor y la transmisión donde deben estar, rompen el hechizo al arrancar, con su ruido de diésel frío. De modo que si al anoréxico 23% del mercado les descontamos los diésel, los coches de ganaderos, concejales de Urbanismo y miembros de la mafia rusa, y le ponemos el filtro de un precio razonable, ¡pop!, no nos queda otra que los clásicos.

    Es decir, si nuestra búsqueda de un coche nuevo con personalidad se ha frustrado, vámonos al mercado de segunda mano. ¡Y aquí sí que se puede disfrutar! No solo por la descomunal variedad, también porque la crisis ha puesto los precios en su sitio.

    Por ejemplo, la reencarnación japonesa de los roadster ingleses, el Mazda MX-5 nos tienta a partir de 6.000 €. Los Subaru Impreza de cuando el Mundial de Rallies no era una Play Station en 3D, permiten descargar adrenalina desde 15.000 €. Qué decir de los clásicos, como un Ferrari 456 por 40.000 €.

    Y por último, el arma definitiva: cuatro plazas, tres volúmenes, seis cilindros en línea ¡atmosférico!, el mejor tacto de gas en muchos años, la dirección con mejor sensibilidad a este lado de un McLaren F1, maletero suficiente para irse de viaje o hacer la compra, suavidad de sobra para llevar a los niños al colegio, motor y chasis como para ganar en circuitos y rallies, a solo 20.000 € de distancia. Qué razón tienen los de “Car” cuando dicen eso de que “y al séptimo día, Dios creó el M3”.


  • La BMW y el Kalashnikov

    Esta historia empieza al amanecer del 5 de Agosto de 1989 en Figuig, una ciudad del sureste de Marruecos fronteriza con Argelia, y los protagonistas somos la BMW K75 S de la foto, un Kalashnikov y yo.
    Había llegado la noche anterior a Figuig procedente creo que de Midelt. La intención, después de una semana en Marruecos, era cruzar a Argelia y pasar allí otra semana, porque tenía billete para el barco que siete días más tarde me debería llevar de Orán a Alicante. El viaje lo estaba haciendo como se deben hacer los viajes: solo y en moto.
    El puesto fronterizo estaba a las afueras de Figuig, al inicio de un palmeral. Cuando llegué acababa de amanecer, y el día estaba fresco porque el sol era poco más que un circulito naranja en el horizonte, y aun no se había puesto a su trabajo de cada día: convertir aquel lugar en un horno inhabitable.
    Con un optimismo algo inconsciente, no hice mucho caso a las advertencias del aduanero marroquí: “No te van a dejar pasar”. Era mi primer viaje africano, por lo que mantenía la prepotencia del hombre blanco y solo pensaba en que esa noche podría dormir en Timimoun, a algo menos de 700 kilómetros de allí. “Estos días no dejan pasar ni a españoles, ni a ingleses, ni a los alemanes y a algunos más. Si quieres te sello el pasaporte, pero dentro de un rato te veo por aquí”. El aduanero continuaba con su letanía y yo no le prestaba atención, como si mi indiferencia tuviera algún peso ante la burocracia africana.
    Guardé el pasaporte ya con el sello marroquí en el bolsillo de la cazadora y salí al exterior. Mi BMW, diseñada para deslizarse cómodamente por el pulcro asfalto europeo, destacaba por inapropiada en un palmeral del Sahara. La arranqué, me puse el caso y los guantes, y me dirigí a la parte argelina, mientras sentía bajo las ruedas la pista cubierta de arena.
    Las rodadas me guiaron hasta una caseta prefabricada y plantada entre las palmeras. No había barreras, ni banderas ni señales. Ni falta que hacía. Paré de nuevo y entré en la caseta.
    Me encontré con un tipo grandote, de rostro más apático que inexpresivo, con uniforme del ejército argelino y un Kalashnikov al hombro. Le saludé, le sonreí y dejé la documentación encima del mostrador que había entre los dos. La miró sin tocarla y me soltó: “No puede pasar”. Le miré, miré a mis papeles, sonreí de nuevo y dije con inocencia: “Está todo en regla, y me gustaría entrar en Argelia”. “No se puede pasar”. Ni siquiera había vuelto a mirar lo que había sobre el mostrador, ni había esperado a que acabara la frase. La había soltado sin más.
    Volví a intentarlo, le conté que había visitado la embajada de su país en el mío, que les había llevado a las autoridades esa misma documentación que ahora estaba sobre el mostrador y que éstas habían dicho que no había pegas y que podía entrar en Argelia.
    Entonces, para demostrar lo que valen en un palmeral del Sahara un pasaporte, una embajada, la opinión de las autoridades y mis ansias de viajero, sin mover un solo músculo de la cara, me apuntó a la tripa con el Kalashnikov y repitió: “No se puede pasar”. Entendí la indirecta y volví a la moto.
    Tuve que aguantar el “Ya te lo había dicho” del aduanero marroquí, que a continuación me sugirió: “Inténtalo por la frontera de Oujda. No suelen poner pegas” Escribió con tinta roja “Annulée” sobre el sello de entrada y me devolvió el pasaporte. Saqué de una bolsa de viaje el mapa Michelin 953 y me asusté: había casi 400 kilómetros de carretera estrecha, sosa, rectilínea, cruzando el epicentro de la nada, entre Figuig y Oujda. Con las orejas gachas por la decepción y el estómago encogido por el efecto del Kalashnikov, dediqué la mañana a recorrer la cinta de asfalto más aburrida que había visto nunca (luego cambié de opinión: hay carreteras aun más aburridas, como las del Oeste de EE.UU. a 55 millas por hora, o la misma Transahariana).
    Por fortuna no llevaba un termómetro para ponerle números al calor que quemaba la garganta al respirar y mantenía al sistema de refrigeración de la BMW funcionando al máximo. Sí recuerdo que la reverberación y la distorsión me hicieron ver varios lagos en medio de aquella nada, y que el asfalto se evaporaba y parecía fundirse en el horizonte. Guardo también un recuerdo algo doloroso.
    Para protegerme sin achicharrarme llevaba una cazadora ligera y guantes cortos. Por el pequeño hueco que quedaba entre ambos, a la altura de las muñecas, se colaba el aire casi hirviente, que llegó a quemarme la piel. Encontré algo de alivio cerrando con gomas elásticas los puños de la cazadora y poniéndome cada noche pomada para las quemaduras en las muñecas.
    Otra pega se refería al calor y al bajo octanaje del combustible de la zona, poco propio para el motor de alta compresión de la BMW. Para evitar picados de biela, no abría el gas a bajo régimen en marchas largas. La posibilidad de una cabeza de pistón agujereada en aquel lugar no era agradable.
    A primera hora de la tarde llegué a la frontera de Oujda, una enorme explanada convertida en campamento por quienes pretendían lo mismo que yo. Un rato después ya sabía las pruebas que había que pasar: contratar un seguro para la moto, ya que la carta verde no es válida en Argelia; cambiar moneda; pasar un registro del vehículo y sellar el pasaporte. La única pega es que en la ventanilla del cambio de moneda me decían que primero tenía que sellar el pasaporte, y en la del sello que debía justificar que antes había cambiado las divisas. Aquel día comencé a entender Africa. Si alguien me hubiese dicho la frase que le repetían a Thierry Sabine, fundador del Dakar (“C’est l’Afrique, patron!”), le habría dado la razón.
    Cinco horas después de parar la moto en la explanada, el funcionario del sello lo estampó en mi pasaporte. A continuación lo dejó encima de otros muchos que tenía a su derecha y exclamó: “¡El siguiente!” Era su manera de demostrar que tenía el poder; él decidía cuándo se ponían los sellos y cuándo se entregaban los pasaportes. Volví a la fila y cuando de nuevo alcancé la ventanilla, consideró que ya era el momento de entregarme el pasaporte sellado.
    Crucé la frontera y, ya anocheciendo, entré en Tremecém. Me dejé aconsejar por los guías locales espontáneos, y dejé la BMW en el patio fresco y con fuente de una casa del centro, mientras yo me iba a dormir al hotel que me habían recomendado: “Hôtel Pension Restaurant el menzeh. Confort. Propreté. Cuisine soignée”, decía la tarjeta, poco dada a la modestia. No esperaba lujo alguno, aunque tampoco sospechaba lo que encontré: una sala de unos doscientos metros cuadrados, de techos altos y paredes encaladas, en la que hasta el último hueco estaba ocupado por decenas de catres. Y todos ellos, salvo uno, estaban ocupados.
    Entendí que era uno de esos momentos en que no hay marcha atrás: muy probablemente aquel catre era el único libre a esas horas en Tremecén, los que me habían ayudado a encontrarlo se sentirían decepcionados si lo rechazaba, y además estaba cansado. Me quité las botas, metí el dinero, el pasaporte y las llaves de la moto en los bolsillos interiores de la cazadora, me abracé a ella y mientras cerraba los ojos recordé que Alá nos protege a los viajeros del desierto.
    Cuando me desperté solo quedábamos en la inmensa sala mis pertenencias y yo. Con algo más de humildad y de confianza en los árabes, me puse en marcha para llegar a Timimoun en dos días.
    Lo único digno de mención me pasó en algún lugar de aquellas carreteras solitarias y rectilíneas. Era otra llanura aparentemente más que vacía. Un par de señales de tráfico, descoloridas y tiradas por el suelo, decían que allí había un control. Aunque no ví a nadie, me detuve, paré el motor y me quité el casco. Al poco, un par de chavales, con uniforme del ejército argelino y Kalashnikov al hombro (¡otra vez!), salieron de lo que no parecían más que unas piedras y debía ser su escondite. Estaban revisando mi documentación cuando apareció: alto, delgado, poco más de cuarenta años, pelo corto y canoso, gafas oscuras, uniforme de campaña con algunos galones, pistola al cinto y actitud de quien está acostumbrado a que le obedezcan.
    Se acercó a nosotros lentamente, y me dí cuenta de que solo miraba a mi moto, apoyada en el caballete en el centro de la carretera y con las llaves puestas. Sin quitarle ojo preguntó por el modelo y puso el motor en marcha. Me sorprendí. Luego se sentó y se interesó por las características técnicas. “Nunca he probado este modelo”. Me empecé a preocupar. Y de repente, en una de esas secuencias de movimientos que solo hace el que sabe montar en moto, la bajó del caballete, metió primera, salió disparado y se desvaneció en el resol del asfalto.
    Me quedé petrificado. Mi moto, con el equipaje, se había evaporado. Después de proteger durante muchos días el motor, aquel tipo retorcía el puño mientras se difuminaba en el horizonte, y yo oía el cigüeñal girando como un molinillo, cada vez más lejano. ¿Y si se caía? ¿Y si reventaba el motor? ¿Y si, en fin, no volvía? Los dos soldados leyeron el estupor en mi cara e intentaron consolarme: que si era de fiar, que si había sido durante años de la escolta en moto de no sé quién,… Me daba igual, porque eran mi moto y mi equipaje.
    Aun bloqueado por la sorpresa, y con el mismo ruido de motor estrujado, apareció de entre las reverberaciones del asfalto, paró la moto, se bajó y dijo en tono satisfecho: “¿Sabes? Me gusta como va”.
    Me consolé en el Hotel El Gourara, una joya colonial francesa en Timimoun, que no solo tenía piscina, si no que además ésta tenía como medio metro de agua, por lo que los clientes nos bañábamos a trozos y por turnos.
    El ambiente era formidable. Unos subían desde Malí o Níger, bien por Gao y Reganne, bien por Agadez y Tamanrasset. Otros bajaban hacia allá. Y todos hablábamos sobre motos, coches y el desierto, mientras engañábamos a la sed bebiendo de unos enormes botes de hojalata de un litro de capacidad, llenos de riquísimo zumo de naranja. Eran otros tiempos, porque por entonces ningún Bush había arrancado una guerra justiciera para imponer un nuevo orden, y ningún Al Qaeda sacaba partido a la miseria y a la desesperanza en nombre del fanatismo religioso.
    El único triste era un italiano con el árbol de levas de su Yamaha XT600 redondeado: “Per la Madonna del Campiglio! Aquí no hay piezas, y el concesionario Yamaha más cercano es el de Alicante”.
    Lamentablemente llegó el día de la partida, y con el sol apuntándose por el Este paré en el surtidor a la salida de Timimoun. De la casetilla salió el empleado con una estera bajo el brazo. Ni me miró. Extendió la estera en el suelo y comenzó a orar. Estaba claro que yo era el único en varios países a la redonda que no rezaba en dirección a La Meca en ese momento. Aproveché para llevar la BMW hasta los carteles que había al otro lado de la carretera, y la fotografié junto a los camiones de Sonatrach, los que nos había llenado de polvo cada vez que nos cruzábamos con ellos. Me recreé mirando un cartel de los que te expanden los horizontes: distancias medidas en miles de kilómetros, referencias a ciudades de tres países. Cuando tres días más tarde llegué a casa, estaba seguro de que aquel no sería mi único viaje por Africa.


  • Esto no es una despedida

    No puede serlo. Porque una vez que reconozco abiertamente lo mucho que me gustan las carreras, solo me atrevo a decir hasta luego. Y ese luego puede ser la temporada 2011 o la 2023. Como piloto de raids o cualquier otra cosa. Porque cada minuto vivido en las carreras de forma activa ha sido un placer. Aunque ahora aun me puedo quejar de los esfuerzos o las amarguras del año 2010, que también los ha habido, lo positivo los supera por mucho.

    En una secuencia algo capicúa, la temporada acaba como empezó: en Febrero bajé a Almería a recoger el Land Cruiser en medio de un temporal de frío, lluvia y nieve. Y a primeros de Diciembre, bajo el frío y la lluvia, lo he lavado y dejado listo para que se lo lleven a Almería para venderlo. Entre medias los preparativos, las lecciones y las experiencias de seis carreras diferentes entre ellas no solo por su kilometraje, terreno o planteamiento, que también, si no por la evolución de mi punto de vista. Serón fue, más que nada, el impacto del debut, el sumergirse en la realidad de ver una carrera desde detrás del volante. Correr en sí fue más fácil de lo que esperaba; lo difícil fue mantener la concentración tantas horas, el equilibrio entre velocidad y riesgo para acabar, la inquietante sensación de medirme contra el crono, mi coche, los rivales, el exponerme ante el desafío y encontrar la respuesta.

    Si pienso en la Baja Almanzora, lo primero que recuerdo es el peso de mi error al calcular el consumo de combustible. Después asoma el sabor de una carrera larga, dura, bonita, encañonado entre ramblas arenosas, tirándonos por bajadas suicidas y acertando a hacer lo difícil hasta retirarse por un error en lo fácil.

    El inicio de Burgos fue improvisar para sortear fallos de organización interna, y luego cambiar súbitamente de mentalidad: íbamos a una carrera de tramos planos, rectos y ultrarrápidos y encontramos la mayor cantidad de barro que se haya visto, muchas horas sin tracción, sin el coche recto. Temía la dificultad de no saber controlar un Land Cruiser cruzado en una curva rápida, y me choqué con la evidencia de no rodar recto muchas horas. Y al final, la satisfacción de acabar.

    Los primeros cambios del calendario nos dieron vacaciones hasta Melilla, una carrera innecesariamente dura y absurdamente corta, en la que comprobé que sí, que el Land Cruiser trepa por las paredes y a continuación las baja. El barrizal de Jaén no me trae buen recuerdo; cierto que no había mucho que hacer, pero no hay excusa que borre el mal sabor de boca de un vuelco.

    La Montes de Cuenca tuvo muchos errores por parte del organizador, algunos de ellos imperdonables. Pero el que estoy haciendo ahora es un balance subjetivo, y como por eso pesan más las emociones, reconozco que la disfruté y mucho: el paisaje, las muchas horas de conducción, resolver mil incidentes, subir y bajar dos veces el viaducto,… Y con todo organizado para Cádiz, su cancelación fue amarga y frustrante, un quedarse con las ganas espero que no para siempre.

    Como mis objetivos del año se limitaban a sentirlo en primera persona, disfrutar y aprender, el balance final es muy bueno porque lo he conseguido todo. Ya nunca diré que me gustaría ser piloto de raids. Y a eso añado el placer de tratar con personas que me han ayudado de modo sorprendentemente amable. A los del apartado “Muchas gracias” de la columna derecha de este blog quiero añadir a muchos pilotos, copilotos y mecánicos que me han animado, aconsejado y apoyado, algo que un novato agradece de corazón.

    También la experiencia de contarlo aquí ha sido formidable. Quería que las fotos, de Fotosport Marín o mías, mostraran el trabajo oculto fuera de la pista y la sensación de soledad en el monte. Y el texto quería transmitir los sentimientos más que los hechos, las reacciones en lugar de las acciones. Por eso las crónicas de las carreras eran más largas al hablar de miedos y alegrías, de desafíos y frustraciones, de la experiencia de conducción y de la experiencia de los sentidos. Si repaso los más de setenta folios de texto, quizá llegue a la conclusión de que los más intensos y sinceros, a lo mejor por espontáneos, son los que no hablan de carreras, los que no son más que reflexiones: “Maestros, mitos y manías” y “La soledad intermitente”.

    Tras haber escrito sobre las carreras de otros en revistas y en blogs ajenos, he comprobado las ventajas de contar las propias en un blog independiente. Me acordaba de aquella canción que decía “it’s my party and I cry if I want to”, porque escribía cuando me apetecía, sobre lo que creía oportuno y con la longitud del texto que las ganas y la inspiración decidían. Y así he terminado hablando de Kenny Roberts y Dennis Noyes, de Antonio Muñoz Molina y Lorenzo Silva. Y hasta de Cary Grant, “Take it easy” y Quintero, León y Quiroga, que le dieron título.

    En algunos casos, los textos generaban comentarios de quienes los leían, que agradezco calurosamente. Si la reacción de algunas personas de mi entorno ha sido más fría de lo que esperaba, pensaré que me había equivocado en las expectativas. Se recompensa de sobra con los comentarios sorprendentes por inesperados, los reconfortantes por los ánimos o la calidez del texto, la complicidad que destilan otros, y en general por la energía que transmiten todos.

    El planteamiento que el organizador va a dar a las carreras para la próxima temporada tiene un aspecto excelente. No sé si las veré de cerca o de lejos, pero ya no sentiré la frustración de haberme quedado con las ganas.


  • Cocineros y frailes

    La ventaja de haber sido cocinero, fraile, abad y monaguillo, es que puedo opinar sobre todos ellos con cierto conocimiento de causa. Después de dos años de copiloto, en seis carreras como piloto he tenido tratos con diez “copis” para al final tener a cuatro distintos sentados a mi derecha, y por eso me siento capacitado para hablar sobre ellos. Respetando, eso sí, la norma de las carreras que dice que lo que pasa dentro del coche se queda dentro del coche.

    Un copiloto de cualquier especialidad no es un masoquista al que le guste sufrir en el asiento de la derecha. Sí es, al menos en ocasiones, un piloto frustrado que se conforma con un accésit, al estilo de los aspirantes a escritores que se quedan en críticos, pero sin la envidia que los lleva a juzgarlos desde la superioridad. Otras veces el copiloto es quien prefiere dedicarse más a la organización de la acción que a la acción en sí: hay mucho que hacer, coordinar, prever y cronometrar desde antes de las verificaciones hasta después de sacar el coche del parque cerrado el domingo por la tarde. Para ello, el “copi” necesita algo más complicado que ser un valiente pasivo en el asiento de la derecha de un coche de carreras: estar sereno en medio de la tensión, mantener el control sobre lo que sucede y anticiparse a lo que pueda suceder. En una asistencia, por ejemplo, vigila el tiempo que falta para entrar en el control (sea del siguiente tramo o del parque cerrado) y lo que falta por hacer; es, por tanto, un jefe de equipo que irá cantando la cuenta atrás (“¡Quedan tres minutos!”) mientras observa el trabajo de los mecánicos, repasa el rutómetro, come algo y mira de reojo al piloto.

    Otra de las virtudes del copiloto ideal es el dominio de la aritmética bajo presión. El conocimiento de las cuatro reglas se da por hecho, pero si al salir de un tramo a las 11 h 49’ el comisario dice que hay 15’ para el enlace, no se puede dudar en el cálculo: hay que presentarse en el control del siguiente tramo entre las 12 h 04’ 00” y las 12 h 04’ 59”. Igualmente, en cualquier momento en que el piloto le pregunte debe saber cuántos controles de paso tiene el tramo y cuántos quedan en cada momento, cuál es la velocidad media mínima para no penalizar y cuál se lleva.

    Partiendo del hecho de que el copiloto no se debe perder, es obvio que alguna vez sucede. Y si sucede, debe encontrar de nuevo el camino correcto no solo con prontitud, también transmitiendo al piloto la sensación de que está seguro de lo que dice. Es desasosegante para quien se sienta a la izquierda, tras perderse y supuestamente recuperar la ruta, escuchar: “Pues tampoco es por aquí”. Y es que una de las peores preguntas que un piloto puede hacer a su copiloto es “¿Estás seguro?”, porque eso significa que la confianza tiene una fisura. ¿Estás seguro de que es por aquí, de que quedan doce minutos, de que faltan 31 kilómetros, o solo un CP, de que es a las 17 h 31’, de que no nos hemos saltado el control,…?

    Volviendo a lo de perderse, el copiloto debe saber cómo recuperar la ruta, es decir, leer al revés el rutómetro, retornar mentalmente a la última viñeta en que se sentía convencido, y repasar de memoria el recorrido desde ese punto hasta donde se encuentra ahora, diciendo: “Buscamos bifurcación derecha y a 200 metros cruce en T derecha”. Y bajo la tensión de estar perdido y con el crono en marcha, saber que en sentido contrario al de carrera eso significa “dejamos pista por la izquierda y a 200 metros seguimos recto con pista que viene por la derecha”.

    La relación entre piloto y copiloto a veces se hace estrecha, de modo que corren juntos durante años, y nunca lo hacen el uno sin el otro. Solo en los poquísimos casos en que ambos son profesionales y la presión de marcas y patrocinadores exige resultados, el piloto despide y contrata hasta encontrar su pareja ideal. En el resto de los casos la relación es estable y se extiende a lo personal, de modo que si el piloto decide cambiar de especialidad, hacer solo unas carreras o simplemente tomarse un año sabático, el copiloto le sigue o le guarda la ausencia. En todo caso ha de existir una relación de confianza mutua, incluso hasta de complicidad. Estamos hablando de que el piloto no puede dudar si el copiloto le dice que giramos a la derecha y no hay marcado peligro, y lo único que se ve es una curva ciega. Igualmente el copiloto no puede estar permanentemente asustado si quien conduce es propenso a los vuelcos.

    Esta participación esporádica hace que existan copilotos promiscuos, que hacen con un piloto cuatro carreras del Campeonato Madrileño de Rallies de Tierra, tres del Castellano-Manchego de Asfalto con otro y un par de rallies de Regularidad de Clásicos con un tercero.

    Algo de lo que he contado y bastante más me sucedió en la temporada 2010. De entre los seis candidatos a copiloto que no llegaron a subir al Land Cruiser hubo uno que, de modo sibilino, hasta quería ganar dinero, y otro desbordado por la indecisión que dijo que no pero que sí tres o cuatro veces. Dos eran mujeres, y habría sido una experiencia más que interesante correr con una al lado; lástima que a la primera se lo impidiera el trabajo, y a la segunda sus compromisos en otro campeonato. Me quedo con las ganas de saber cómo actúan la sensibilidad y la percepción femeninas en la tensión masculina de las carreras, en la intimidad acelerada del coche. Y de entre los cuatro que sí subieron, hubo uno que sobrevaloraba su habilidad e infravaloraba la palabra; otro sincero, que sabía lo que él valía y respetaba la palabra dada; un tercero que confundió los rallies de asfalto de pueblo con un Nacional de Raids, y un cuarto que se sintió apenado por sus errores esporádicos en lugar de orgulloso de su rápido aprendizaje.

    Y sí, ahora que he probado los dos asientos, me atrevo a responder a la pregunta de cuál de los dos prefiero: el de la derecha, porque una cosa es la ilusión de pilotar y otra la realidad de lo que sé hacer.


  • Un final adelantado

    No había más que dos semanas entre la Montes de Cuenca y la última carrera del año, la I Baja Comarca de La Janda, a disputar en lo más profundo de la provincia de Cádiz, entre Alcalá de los Gazules y Benalup-Casas Viejas. En JRx4 Competición le echaron unas horas al Land Cruiser, porque después de la dureza de la carrera de Cuenca merecía una revisión a fondo. Por mi lado, para darle animación a la carrera más alejada de Madrid, tenía previsto un viaje fuera de España del que regresaba el mismo viernes por la noche. Por ello, lo organizamos de modo que Julio bajaba el Land Cruiser en grúa y recogía a Alvaro en Talavera camino de Cádiz. Y yo enlazaba mi vuelo de regreso a Madrid con otro a Sevilla, y de allí en coche de alquiler a Alcalá de los Gazules. De ese modo, aunque fuera con cara de sueño, estaríamos todos listos para la carrera el sábado a primera hora. Además, con esos horarios apretados que nos preparan a los de la categoría de Históricos, nuestra carrera estaba concentrada el sábado.

    Con todo este plan en marcha, comenzó a llover en la zona el martes previo a la carrera. Y siguió lloviendo el miércoles, el jueves amaneció igual y con previsiones de agua abundante hasta el domingo. Como ya el jueves por la mañana los caminos por los que debíamos pasar estaban impracticables, las autoridades retiraron el permiso para la carrera y el organizador la suspendió. Y de repente los planes del cierre de temporada, las expectativas sobre el final se quedaron en nada más que una frustración tensa. Nuestro Land Cruiser estaba acabado y con mi equipaje dentro, dispuesto a que nos despidiéramos juntos de la competición, a seguir enfrentándonos a lo inesperado. Y sin embargo mi trabajo en ese momento era cancelar vuelos, hoteles, coches de alquiler,…

    Volví de mi viaje con la miel en los labios, y escribo esta entrada pensando que debería haber escrito primero una crónica de carrera, y luego algunas reflexiones y al final una despedida, y me he quedado sin crónica pero no quiero que esto sea una despedida, porque aun me quedan cosas que contar.


  • Se vende

    Esto se acaba y vamos cubriendo etapas: ya hemos llegado a la de poner anuncios para vender a mi querido Land Cruiser 0094 CKF. Me da mucha pena, pero no es más que uno de los pasos previstos desde el inicio: comprarlo, correr, aprender, disfrutar, contarlo y vender el coche. Un par de interesados se han puesto en contacto, y a los dos les he contado con tristeza lo bien que va y lo contento que estoy con él. Casi siento que le traiciono.