Hace poco tuve el placer de probar un monoplaza en circuito, y confirmé lo que comentan quienes lo han hecho antes: no tiene nada que ver con llevar un turismo, corresponde a otro planeta. No son solo la posición de conducción o las dimensiones; es que intuitivamente comparamos cualquier parámetro de un coche (potencia, par, longitud, altura, anchura de neumáticos,…) con un peso en el entorno de la tonelada y media. Es decir, 200 CV es poco y 300 comienza a ser interesante, y los neumáticos de menos de 255 mm son estrechos. En un monoplaza se mantienen los cuatro discos y las cuatro ruedas gordas, le añadimos la aerodinámica y dejamos el peso en un tercio. Luego un sencillo Fórmula Renault 1600 de solo 170 CV ofrece unas sensaciones y unas prestaciones impensables para casi todos los turismos.
Sin embargo, la primera sensación que se experimenta se refiere a la posición de pilotaje: sentado casi en el suelo y con las piernas estiradas, los pies se meten en un túnel profundo y estrecho, en cuyo final hay tres pedales minúsculos. La anchura de dos zapatos del 42 es la misma que la del túnel, luego un pisotón presiona dos pedales a la vez; es imprescindible usar botines de carreras o, como mínimo, zapatillas de deporte de suela estrecha. El pedal del acelerador tiene unos 50 mm de recorrido y una impecable linealidad entre su desplazamiento y la potencia suministrada por el motor. El del freno no se mueve más de 20 mm, y está duro como pisar una escalinata de catedral gótica. El embrague, más blando de lo que esperaba y con casi 8 cm de recorrido, es modulable; eso sí, no hay donde apoyar el pie izquierdo ni para doblar la pierna y meterla bajo la otra, por lo que en pocas vueltas ésta se cansa.
El cambio, secuencial de cinco marchas con palanca a la derecha, es sorprendentemente fácil de usar. ¿Y el volante? En realidad habría que hablar de un rectángulo de menos de 20 x 30 cm, lo único que cabe en el hueco disponible.
Ir sentado tan bajo y con retrovisores alejados y pequeños asegura mala visibilidad. Y en un circuito con desniveles, como el Jarama, más aun. No se ven ni el principio, ni el final, ni los lados del coche, que además en más ancho por detrás que por delante. De modo que la única referencia son los neumáticos delanteros, cuya parte superior sirve de guía igual que aquellas barras verticales con bola en la punta que se ponían en los paragolpes delanteros de los camiones de cabina retrasada de hace 60 años.
Una vez en marcha, conceptos como girar plano o subvirar pasan a una nueva dimensión. Todos los giros se hacen de modo absolutamente plano, no hay ni un atisbo de balanceo, lo único que se mueve en una curva es el casco del piloto, empujado por la fuerza centrífuga. Y la conexión entre giro del volante y entrada del vehículo en curva es de otro planeta: no hay elementos flexibles que la retrasen o la amortigüen, en el momento en que se inicia el movimiento del volante, el coche entra en la curva, como si el pensamiento del piloto y el chasis fueran uno.
Una vez dentro de la curva se entiende que se podía haber frenado más tarde, entrado más deprisa y abierto gas antes, y la capacidad de absorber caballos al abrir deja a uno helado.
Repentinamente el Jarama es un circuito rápido. Se abre gas tras la doble de final de recta, y se sigue acelerando sin dudas hasta llegar a Le Mans; la curva que hay entre medias se pasa sin cortar ni pestañear. El tramo desde Fangio hasta la Hípica es igualmente de mucho gas; lo que más sorprende no es tirarse a la Rampa Pegaso a ese ritmo, no, lo formidable es coronar y hacer las eses moviendo el volante pero no el pie derecho.
El impacto mayor llega al bajar Bugatti. Por la posición, tan baja, no se ve la pista que gira y desciende, solo las ruedas delanteras apuntando a la quinta planta de la torre de control. Hay que intuir el punto en que se gira, sin cortar tirar el coche por la bajada, y asombrarse del trapo al que se llega a la horquilla de segunda.
En otras palabras, que rodar a ritmo relajado es más fácil de lo que parece, y permite descubrir que hay un mundo más allá en la conducción. Mientras, lo que corre por detrás en el cerebro es la enorme dificultad de sacarle partido a este juguete, confiar por ejemplo en la combinación de agarre de neumáticos delanteros y apoyo aerodinámico del alerón frontal para hacer la curva del túnel a la velocidad a la que verdaderamente se puede hacer.
Por eso, me da miedo pensar lo que debe ser un Fórmula Uno, con un poco más de peso, cinco veces la potencia, y frenos, neumáticos y aerodinámica de otro mundo. Por no citar la postura, con los pies 30 cm por encima de las caderas, las piernas dobladas para hacer sitio al extintor bajo las rodillas, el eje del volante a la altura del cuello, y sobre el volante los controles y el derivabrisas. Más o menos como llevar un camión de cabina retrasada con el asiento por los suelos.
Y a estos datos estáticos hay que añadir los dinámicos: 5 g en frenadas, 3 por la fuerza centrífuga, y unos chicos que se apellidan Alonso, Vettel y Button deseando pasarte aunque sea por encima. Toda una experiencia.