En los ’80, yo asistía como aficionado a las carreras de lo que entonces se llamaba Mundial de Velocidad. A principios de los ’90, seguía asistiendo, entonces como reportero Tribulete o como miembro de un equipo. Después de tres décadas viendo las carreras solo por televisión, he vuelto a un circuito a ver lo que ahora se llama MotoGP. ¿Qué cambios he encontrado?
Los cambios se pueden resumir en una frase: lo de antes eran carreras de motos a las que asistían aficionados, que en muchas ocasiones iban al circuito en moto; lo de ahora es un espectáculo que se centra en motos que corren mucho, al que acude público en general. Lo pintó con precisión uno de los pilotos participantes durante una entrevista el sábado por la tarde, cuando le preguntaron qué esperaba del domingo: “Vamos a hacer un buen show”.
Está claro gran parte del cambio no surge de las carreras de motos, es un cambio de costumbres y modos de vida. El punto clave es que, en nuestra sociedad, lo importante es vivir experiencias y, sobre todo, contarlas; es decir, que el organizador debe ofrecer mucho más que una carrera de motos (o tres, como es el caso), y a la vez permitir que los asistentes cuenten su experiencia a través de la otra novedad importante: las redes sociales. La consecuencia es que el espectáculo que se ofrece ha de ser participativo, de modo que el espectador no solo lo mire, sino que lo viva, como consecuencia lo grabe y entonces lo comparta. Todo esto condiciona y define lo que ya es la puesta en escena de un espectáculo, algo que va más allá de las carreras de motos.
La actividad comienza ahora el jueves por la tarde, cuando se abre temporalmente la línea de boxes al público para que se haga el pit lane walk: los asistentes lo recorren móvil en mano, fotografían las motos que los equipos han aparcado a la puerta de cada box y las suben a las redes sociales. Muchos de ellos consideran que lo importante es que ellos estén allí y no el Gran Premio en sí, de modo que las fotos que se hacen son selfies en los que aparecen en primer plano ellos y luego las motos.
Algunos pilotos salen a saludar al público y, en medio del revuelo, se hacen unos cientos de selfies más, porque lo importante no es ver al piloto o hablar con él, sino mostrar en las redes sociales que uno está allí, en el espectáculo.
Para entretener al público desde el jueves hasta el domingo, hay una zona cercana a las tribunas llamada Fan Festival, que está formada por Gastro Land, Pit Stop, Fun Land y RockLand. En otros términos y respectivamente, unos chiringuitos para comer, una zona en las que sentarse, algunas atracciones de feria y un escenario en el que a lo largo de los días se turnan pilotos, músicos, DJs y otros artistas, junto a un photo call.
En los tiempos que quedan entre sesiones de entrenamientos o entre carreras, para mantener al público entretenido, las pantallas gigantes del circuito lanzan iniciativas como enfocar con las cámaras al alguien del público para que se ponga a bailar (lo llaman dance cam) o muestran los selfies que el público se ha hecho en el circuito y ha subido a una aplicación a través de un código QR (lo llaman Fan View).
Y el domingo, tras acabar la última carrera, la de MotoGP, se permite una invasión organizada de la pista, de modo que el público que aprovecha esta oportunidad llega a colocarse al pie del podio. Esto genera otro éxito para el organizador en forma de eso a lo que se aspira llamado trending topic, o aparecer muchos en redes sociales, en forma de nueva avalancha de selfies, en los que lo importante no es el podio en sí, lo fundamental es mostrar que se está junto al podio.
Con todo, lo que más me llamó la atención en esta invasión controlada es que muchos espectadores se la tomaron como una peregrinación a un lugar con un significado especial, nada menos que la recta de meta de un circuito de MotoGP, y con ello la parrilla de salida. Hacía mucho que había concluido la ceremonia del podio, y aun había cola para hacerse selfies en la pole position, ese lugar privilegiado de la parrilla en el que se coloca quien ha conseguido el mejor tiempo en los entrenamientos.
Me llamó igualmente la atención que, con ese complejo de inferioridad de los españoles, que nos hace valorar lo que viene de fuera por el mero hecho de que venga de fuera, las novedades se bautizaban en inglés. A estas alturas del texto, la entrada acumula doce anglicismos diferentes, incluyendo el del título. Y dado que noté más espectáculo que carreras de motos, cuantifico ahora que tras unas 800 palabras aun no se ha hablado de motos. Vamos a ello.
El cambio básico es la enorme complejidad técnica de las motos actuales. Cuando salí del Mundial entraba la electrónica, y ahora lo ha desbordado hasta tal punto que un error en la coordinación de algunos de los diversos sistemas electrónicos (por ejemplo, el sistema antirrebote del embrague y el selector del cambio) puede arruinar una carrera. También mi oído notó el cambio, porque me fui en pleno esplendor del motor de dos tiempos ahora extinguido. Las Moto3 de ahora me recordaban a aquella iniciativa británica llamada Sound ofSingles, una estupenda idea para entretener a pilotos y mecánicos con escaso presupuesto. Las Moto2 me sonaban a una moto de calle con escape bueno y muy afinada, y siento decir que las MotoGP no me sonaban como esperaba, y menos comparadas con las 500 c.c. de dos tiempos. Quizá el motivo es que son tan, pero tan potentes, que ese sonido que se genera a plena carga y máximo régimen solo aparece en una pequeña parte del circuito, mientras que aquellos aullidos de las 500 se oían con más frecuencia. Me viene a la memoria auditiva la Honda NSR500 de Wayne Gardner subiendo gas a fondo desde la profundidad del bosque rico en oxígeno de Brno, haciendo eco entre los árboles y en la boca de mi estómago.
Por fortuna, además del espectáculo que deseaba hacer el piloto de la entrevista del sábado, vi carreras de motos, de las entretenidas. Y, como remate, la de MotoGP la ganó Marc Márquez.
Durante 2023 prácticamente nada de lo previsto para mi parque móvil ha sucedido, y a la vez han surgido algunas sorpresas. Así han sido doce meses sobre ruedas.
Desde el primer trimestre de 2020, el mundo en general, y el de la automoción en particular, no han vuelto a ser el mismo. Primero estaban paradas las fábricas, luego no había piezas, y ahora los tipos de interés altos y sus consecuencias paralizan el mercado. ¿Influye eso en mi parque móvil? Claro que sí, y lo repaso vehículo a vehículo.
Mi coche de todos los días ha seguido siendo un Toyota Corolla híbrido de carrocería Touring Sport en acabado Active Tech matriculado en el verano de 2020. Todo lo que tiene de soso, especialmente en ese color gris metalizado, lo tiene de práctico y fiable. Con 37.000 kilómetros a finales de 2023 sigue cumpliendo sin tacha sus funciones, aunque no me excita lo más mínimo. Por ello decidí en Septiembre pasado ponerlo a la venta, aprovechando su buen estado y la escasa oferta de vehículos jóvenes en el mercado de ocasión.
Ahí me topé por primera vez con la realidad: las empresas de alquiler y “renting” ya han renovado sus flotas bloqueadas en 2020, 2021 y 2022, que han puesto a la venta a través de los cauces habituales. Solo que los tipos de interés altos impiden a muchos compradores potenciales lanzarse al mercado y comprar esos coches, de modo que mi Corolla es uno de los muchos vehículos que se acumulan en las páginas digitales de venta de coches usados.
Para cuantificar esta situación con un ejemplo, repito un argumento económico que leí recientemente: la subida media de un pago mensual de hipoteca en España equivale al pago mensual del préstamo por la compra de un coche. En otras palabras, que muchas familias no renuevan su coche viejo para poder pagar la hipoteca.
La consecuencia en mi caso es que el plan para sustituir un coche práctico por otro más emocionante se ha parado, y seguiré usando el Corolla hasta que la situación cambie.
Por el lado de las bicis, la situación es similar. Arranqué el año con mi fiel Orbea Oiz M30 de 2018, solo que con tentaciones de cambio. La primera vez que le puse un dorsal en 2023 fue en Quijorna (Madrid), para participar una vez más en la Ruta del Cocido. Se repetía el recorrido de años anteriores, lo que suponía que los primeros treinta kilómetros eran sencillos por pistas con escaso desnivel, y los veinte restantes, que transcurrían por senderos y con bastante desnivel, resultaban duros. Apliqué la misma receta de los años previos, consistente en tomarme con calma el inicio, sin pasar de un ritmo cardiaco de 150 pulsaciones y dejando que me adelantaran, y tirar en el resto. El único punto negativo del día estuvo en que ya en Febrero se notaba la sequía, y el terreno empezaba a estar seco, polvoriento y con poco agarre.
En Marzo disfrutamos de un recorrido precioso, salvo en algunos pasos estrechos, en Soto del Real, y en Abril participé en el último maratón en bici de montaña con la Orbea, al salir en la Marcha de Colmenar Viejo, un sube y baja suave en un día con 20ºC y cielo despejado, sin viento tras dos semanas de vendavales. Me divertí en el recorrido y me encantó que la meta se ubicara en el albero de la plaza de toros local.
Y en Mayo llegó a casa, con bastante retraso, eso sí, una preciosa Cannondale Scalpel SE2, con cuadro de carbono en color mango, tija telescópica y 120 milímetros de recorrido de suspensiones delante y detrás.
Con la sequía ya en toda su crudeza, el suelo comenzaba a estar pétreo y sin agarre, por lo que aún no podía aprovechar un neumático delantero que agarraba más que la Orbea. Al principio tampoco sacaba todo el partido a la tija telescópica, entre otros motivos porque solo baja si se está sentado y presionando el sillín, por lo que no vale de nada presionar el mando cuando uno ya se ha puesto de pie al llegar a una dificultad.
En paralelo a esta adaptación, hice los complicados reglajes de suspensiones (precarga y extensión delante y detrás) y de presiones de neumáticos. No quería destinar el 20% de incremento de recorrido de suspensión de la Cannondale respecto a la Orbea a rodar por trazados más duros, al contrario: el objetivo era aumentar la comodidad en el mismo tipo de recorridos. Como es recomendable al hacer reglajes de suspensión en cualquier vehículo, anoté cuidadosamente cada cambio, con la idea de no perderme en un laberinto de números y sensaciones y, en el caso de evolucionar a peor, conservar una referencia de partida. Y para agilizar el proceso, en las primeras salidas llevaba encima la pequeña bomba de hinchado de las suspensiones.
Finalmente encontré un equilibrio de comodidad sin hacer topes y con presiones de neumáticos más bajas que en la Orbea, gracias al incremento de balón: la Oiz lleva 2,2” delante y detrás, mientras que las gomas de la Scalpel se van a 2,4” delante y 2,25” detrás.
Debuté con la Cannondale con un dorsal en la Ruta de la Teja, que salía de Cubas de la Sagra, ya cerca de la provincia de Toledo. Un trazado largo, más de 56 km., y tirando a llano, menos de 600 metros de desnivel acumulado, con pistas lisas, anchas y llanas, en las que salían medias por encima de 20 km/h. Por eso no saqué partido al mayor recorrido de suspensión, ni utilicé la tija telescópica. Resultó agradable gracias a la lluvia de los días previos, ya que el terreno, árido y poco compacto, habría resultado hasta peligroso por su poco agarre de haber estado seco.
Unos días después tomamos la salida en Los Molinos, para darnos el gustazo de subir, casi siempre por pistas y entre pinos, hasta el Alto del León. Esa primera parte del recorrido fue preciosa, salvo por el fuerte calor desde la salida, debido a que corríamos en plena ola de calor. Y de ahí en adelante, una aburrida bajada por una pista parcialmente asfaltada.
La temporada de maratones en bici de montaña se frustró al final por las lluvias torrenciales de Septiembre y Octubre, que aplazaron o directamente cancelaron bastantes pruebas. Por los pelos participamos en la Ruta del Aguila, por Valdeolmos y Alalpardo, que improvisó un recorrido medianamente ciclable la noche anterior, esquivando los enormes barrizales de la zona.
Y mientras tanto, la Orbea seguía a la venta, lo mismo que el Corolla: escasas respuestas al anuncio, y los que se lanzaban a hacer una oferta, tiraban el precio por los suelos. En el caso del mercado de las bicis de montaña, el exceso de existencias de bicis nuevas en las tiendas ha provocado una oleada de descuentos, que ha frenado la venta de bicis usadas.
La BMW F750GS siguió demostrando, en su cuarto año en mi garaje, que cumple con su papel de vehículo multiuso: desde recados urbanos a viajes por Marruecos, solo o con acompañante, vale para todo en su equilibrio de no ser nunca perfecta y ser siempre adecuada. El punto cumbre de la GS en 2023 fueron diez formidables días en Marruecos, que merecieron una detallada narración en este blog.
Durante unos días de la primavera, el lugar de la GS en el garaje lo ocupó una Ducati Monster SP 1000 de 2023. Me monté por primera vez en ella según me bajé de la BMW, y eso dejó claro que en términos de manejabilidad estaban en puntos opuestos: en la Monster tenía la sensación de ir apoyado en la rueda delantera, no en la trasera, y de caerme hacia dentro en las curvas gracias a una inmensa agilidad. Desde el inicio me llamó la atención la enorme anchura del manillar frente al hecho de no montar protección alguna para el piloto, ni siquiera un cupolino o un derivabrisas. Tanto me sorprendió ese manillar que quise cuantificar el origen de esa sensación y me llevé una sorpresa: entre puntas, el manillar de la Ducati, al fin y al cabo una moto de carretera, medía 830 mm, mientras que el de mi GS mide solo 5 mm menos siendo una trail. Ya que estaba en el garaje y con el metro en la mano, medí las bicis: el manillar de la Orbea se estira hasta los 725 mm, y el ancho y moderno de la Cannondale llega a 770 mm. ¡Es más ancho el manillar de una moto de carretera que el de una bici de montaña!
El motor de la Monster demuestra que el italiano es un idioma tan bonito que hasta los términos técnicos conservan la musicalidad y suenan poéticos: se le conoce como “testastretta”, que suena de maravilla, mientras que si lo llamáramos “culata estrecha”, “narrow head” o, peor aún, “KleingeistZylinderkopf”, no pasaría de tecnicismo áspero para amantes de la mecánica. El sonido es precioso a cualquier régimen, da tirones hasta 2.000 rpm, empuja poco hasta cuatro mil, y al acercarse a la zona roja enamora.
La combinación de estos factores encaja perfectamente con ese latinajo de abogados que reza “contradictio in terminis”:si es una moto urbana y de paseo (asiento bajo, manillar ancho, ni derivabrisas), ¿por qué un motor potente y puntiagudo? Y al revés, si es una deportiva, ¿por qué no una cúpula y un manillar bajo? Sea como fuere, la frase que más oí en los días que la tuve fue “¡Qué moto más bonita!”, y en los tramos lentos y retorcidos de la Sierra del Guadarrama, como la subida al puerto de Las Lanchas, con asfalto malo, todo en segunda y tercera con curvas ciegas de primera, me lo pasé en grande con el manillar ancho, porque no rodaba a más de 100 km/h. Mis cervicales tienen otra opinión sobre el regreso a casa por carreteras más rápidas.
Por cierto, si la moto pertenecía a la flota de prensa de Ducati España, y la recogí y devolví en un concesionario de la marca, ¿por qué no entregaban la llave como mínimo con un llavero corporativo?
Tampoco por el lado de los coches clásicos ha sido 2023 un año que haya transcurrido dentro de lo previsible. Mis dos Mercedes CE280 de la Serie W123 arrancaron en plena fase de mejora, como ya se ha comentado en este blog. A la altura de la Semana Santa habían concluido los trabajos, tanto los que iba a realizar yo como los que encargaba a especialistas, y llegaba el complicado momento de decidir cuál me quedaba y cuál ponía en venta. Como en ambos veía motivos para conservarlo y, a la vez, prescindir de él, opté finalmente por una decisión salomónica: publicar anuncios de los dos y que fuera el criterio del comprador el que decidiera.
Ya se ha comentado por aquí la baja calidad media de los anuncios de venta de vehículos que publican los particulares: textos escasos que no proporcionan la información mínima necesaria para entender qué se vende, y fotos que ni explican ni tientan. Y lo de tentar es fundamental, porque en el caso concreto de coches y motos clásicos, lo que se vende no es el vehículo en sí, es una ilusión, una cuenta pendiente, un capricho: tener por fin el coche con el que se soñaba en la adolescencia, el mismo que tenía aquel familiar al que se admiraba, el del póster de la habitación de la juventud, …
De modo que escribí un texto que respondía a todas las preguntas que yo me haría al buscar un coche por capricho, y añadí casi treinta fotos de cada coche limpios por fuera y por dentro, tanto generales como de detalle, y en ninguna se veía la sombra del fotógrafo.
Con los dos anuncios subidos a webs españolas y extranjeras, generalistas y exclusivas, me choqué una vez más con la realidad. El primer punto es que la pérdida de poder adquisitivo generada por la inflación ha frenado el mercado, especialmente el de caprichos, como los coches clásicos. El segundo es que Alemania, el mayor mercado de clásicos de Europa, había por entonces entrado en recesión. El tercero se basa en que la burbuja de precios de los años de bonanza no ha explotado, y siguen pidiéndose cantidades exageradas por coches sencillotes, en mal estado, o sencillotes en mal estado; no hay más que ver los anuncios de los Land Rover Santana.
En el caso del intento de venta de mis Mercedes me choqué además con personas que no tenían del todo claro qué buscaban, o estaban desorientados por la burbuja de precios que, por un efecto de rebote, les llevaba a algunos a lanzarme ofertas hasta un 40% por debajo del precio de mercado.
La primera cita para enseñar un Mercedes tuvo lugar con alguien que no había caído en que buscaba algo no disponible en España en este momento: un CE280 de la Serie W123 en estado de concurso. Le sugerí quedarse uno de los míos en buen estado, pero aseguraba que no era eso lo que quería. Le sugerí traerse de Alemania, donde sí están disponibles, uno restaurado, pero “no quería liarse con papeles”. Le sugerí mejorar la calidad de algunos de los míos en un restaurador español, pero “no quería liarse con talleres”.
En la segunda cita me encontré a una persona que guardaba buenos recuerdos del Mercedes Serie C112 que tuvo su padre (la generación anterior a los míos), y al que le gustaba mucho el C124 (la generación posterior a los míos). Y solo estando delante de uno de mis C123 se dio cuenta de ello.
A esto hay que añadir, también en el caso de la venta del Corolla y de la Orbea, a los que practican eso que ahora se llama “ghosting” y que siempre se ha llamado mala educación: los que se ponen en contacto por teléfono, correo electrónico, o WhatsApp, piden información adicional (fotos, vídeos, informaciones detalladas, …) y no vuelven a dar señales de vida. Guardo una larga colección de mensajes sin responder, tras promesas de interés en los vehículos, y hasta de viajes a Madrid para verlos y cerrar la compra.
Respecto al uso y disfrute de los dos Mercedes, hubo de todo. Lo mejor fue lucirlos en reuniones de coches clásicos, como Autopía 2024, a donde acudí con el de carrocería verde. Y lo peor, la avería de los frenos del de carrocería azul, un incidente habitual en coches de esta edad y tecnología, a causa de juntas y retenes que se vuelven rígidas con los años (o las décadas) de uso. El asunto no pasó de un susto y una cara reparación del sistema.
De modo que se cierra 2023 entre maleducados que se mueven en un mercado débil e inmaduro, en el que no vender tres coches y una bici está frenando otros planes. Ojalá en 2024 pueda llevarlos a cabo.
Lavar en casa, con calma y a mano, tanto coches como bicis y motos, permite aprender sobre ingeniería y diseño de vehículos. Y además los deja limpios.
Es posible que lo de lavar, en casa y a mano, coches, motos y bicis, sea otra de esas actividades en vías de extinción, como leer revistas en papel o hablar respetando las reglas de la gramática. En mi caso, lo hago no solo porque me guste conservar limpio el parque móvil, también porque sirve para repasar su estado. Deslizar la mano que maneja una esponja o un cepillo por un vehículo permite, al tacto y al oído, notar desajustes y juegos; y si por ejemplo al limpiar el interior de un coche se encuentran agua o polvo, está claro que hay gomas o juntas que no están en buen estado.
Más allá de estas labores de mecánica preventiva, la limpieza del parque móvil me ilustra sobre la evolución del diseño, tanto en forma como en materiales. Los coches sencillos de los ’80, con estampaciones de chapa poco elaboradas, tenían muchas superficies planas, fáciles de limpiar. Sí requerían más tiempos los paragolpes y los biseles cromados de los faros y pilotos, o los tornillos que fijaban estos últimos, que aun se roscaban desde el exterior. Como siempre, hay excepciones: limpiar los huecos interiores de los pilotos traseros de mis Mercedes Benz W123 lleva su tiempo. Para compensar, los tapacubos de plástico de las llantas de chapa requerían de poco esfuerzo.
En la actualidad, las formas angulosas de las carrocerías siempre tienen huecos que se escapan a los cepillos de los túneles de lavado, e incluso en el lavado a mano aparecen dificultades. Están en primer lugar los abundantes pliegues de carrocería, o los cambios de superficie cóncava a convexa o viceversa, en los que se acumulan las salpicaduras de agua. No podemos olvidar detalles como los capós que ahora carenan el alojamiento de los limpiaparabrisas: en ese hueco se acumulan suciedad y hojas, difíciles de sacar.
Otro punto conflictivo son las zonas bajo el alerón trasero en las carrocerías “hatchback”; esos alerones prolongan el techo sobre la luneta, y al hueco que crean no solo no llega el cepillo del túnel de lavado, es que lavando a mano hay que esforzarse por limpiar la parte superior de la luneta y la cara inferior del alerón, sin olvidar que por ahí se esconden la tercera luz de freno, que también merece cuidado, y hasta el lavaluneta trasero.
Si pasamos a la aerodinámica frontal, ahora tenemos una colección de apéndices de plástico en forma de faldones, que además incorporan huecos, la mayoría de mentira, para permitir la refrigeración de frenos, motor y otros. Limpiar esas superficies casi a la altura del suelo, llenas de recovecos, requiere de paciencia, y permite comprobar la cantidad de roces contra los bordillos que los faldones se llevan al aparcar.
Hace años, esta zona de los coches era metálica y formaba parte de la carrocería, además de situarse a mayor altura que en la actualidad. Por ello era más difícil que recibiera golpes y, si eso sucedía, había que recurrir al chapista. En la actualidad, esta zona es una gran pieza plástica, sujeta con tornillos y grapas a las zonas frontal y lateral de la carrocería. Por reducción de costes de fabricación y de producción, cada vez se fija con menos elementos, y al pasar la mano, con esponja o cepillo, se perciben unas deformaciones inimaginables en los coches de hace cuarenta años.
Las formas geométricas y los filos en estas formas de los coches actuales producen sensaciones bruscas en las muñecas al lavarlos con una esponja o secarlos con una gamuza. Justo lo contrario que sucede al lavar vehículos de formas fluidas, casi orgánicas. Me vienen a la memoria otros juguetes que han vivido en mi garaje, como un Toyota Celica Sainz Replica, o una Honda CBR 1000F de 1990. Recuerdo esta moto con especial interés al hablar de su limpieza, porque el carenado integral estaba formado por una sucesión de curvas suaves, y resultaba tan agradable como fácil de dejar impecable. Eso sí, la suciedad acumulada en su interior solo se quitaba de verdad desmontando algunas de sus piezas. Y los sucesivos montajes y desmontajes, más los años y los kilómetros, deterioraban las uniones de las piezas de tal modo que tuve que repararlas varias veces.
La limpieza de las llantas de aleación merece párrafo exclusivo. Lo mismo que unas llantas de aleación bonitas embellecen cualquier vehículo, unas llantas sucias destacan negativamente. Y es una obviedad decir que las llantas se ensucian con facilidad, porque están en el suelo y también porque reciben el polvo grisáceo de las pastillas de freno, especialmente en las ruedas delanteras.
Una llanta de cinco radios, gruesos y separados, es fácil de limpiar, porque hay huecos grandes entre los radios y éstos no suelen tener formas convexas que acumulen suciedad. Otra historia bien distinta son las llantas de muchos radios pequeños, como las preciosidades de 19” que montaba mi M3 E46. Dejarlas limpias suponía no solo utilizar un producto limpiallantas y algunos cepillos específicos para tal uso; recurría además con frecuencia a uno de los elementos para limpieza más útiles que hay: los cepillos de dientes que he desechado de su uso principal.
También las llantas de moto tienen sus peculiaridades a la hora de dejarlas bonitas. La dificultad en las delanteras suele residir en que los discos de freno molestan al limpiar el buje y el arranque de los radios, lo mismo que el guardabarros, la horquilla y las pinzas de freno crean complicaciones para limpiar el aro.
Detrás el problema es otro: la mayoría de las motos transmiten la potencia a la rueda trasera mediante una cadena, que conviene tener engrasada. Solo que la cadena salpica por centrifugación el aro de la llanta y la ensucia. ¿Cómo es posible tener la cadena engrasada y la llanta limpia? La Honda CBR 1000F que mencioné antes montaba una llanta especialmente bonita, además de color blanco. Mi procedimiento pasaba por eliminar las manchas de la llanta con una combinación de Fairy y paciencia, para luego aclarar con agua y secar con gamuza. Para engrasar la cadena sin salpicar la llanta recién limpiada, subía la moto al caballete lateral, arrancaba el motor, metía primera, sujetaba con una mano un cartón cuidadosamente recortado a medida entre la corona y la llanta, y con la otra lubricaba con aceite en aerosol la cara interna de la cadena. El procedimiento no solo funcionaba, es que además conservo los diez dedos de las manos.
La otra cara de la limpieza de las motos aparece cuando las carrocerías no son integrales (las actuales “motos transformer” son un buen ejemplo), ya que existen superficies interiores claramente visibles y sin embargo difíciles de limpiar: parte posterior del bloque motor y superior del cárter, interiores de cúpulas, la parte posterior del cuadro de mandos que se ve a través de la cúpula, los soportes de maletas y cofres, … hay una multitud de zonas de difícil acceso que son complicadas de limpiar, más allá de con agua a presión.
La lista de herramientas que empleo en estas funciones de limpieza se inicia, claro está, con una manguera estrecha, más ligera y fácil de manejar que las gruesas de jardín, y con menos tendencia a enredarse, equipada con una pistola de salida con ángulo de chorro regulable. No puede faltar una Kärcher con sus accesorios: pistola de presión igualmente regulable, y depósito para champú de carrocerías incorporado, para esas limpiezas intensas y a la vez delicadas.
El capítulo de herramientas de mano lo cubro con un juego de cepillos variados originalmente pensados para bicicletas de montaña, y que dan un servicio excelente también a coches y motos. Utilizo complementos menos habituales, como cepillos de dientes dados de baja para limpiar pequeños huecos, como llantas de muchos radios, o sábanas viejas troceadas que sirven como trapos para limpiar cristales.
Por lo que se refiere a los productos, soy más práctico que escrupuloso: champú para carrocerías como base, limpiador desengrasante para la bici, y limpiacristales.
Al entrar a hablar del interior de los automóviles, el trabajo de limpieza cambia. A la hora de limpiar moquetas y tapicerías, dan igual la edad y el estilo del vehículo: simplemente se coloca la boquilla más adecuada en el mástil del aspirador, y a trabajar con paciencia para asegurar el éxito. Solo puede haber dificultades en los estrechos y eternos huecos entre asientos y consolas, mandos de freno de mano, anclajes de cinturones, etc.
Los coches más veteranos utilizan interruptores y botones, tanto en los paneles como en las puertas, y éstos presentan huecos en los que se acumulan polvo y suciedad. Qué difícil se hace dejar limpio el entorno de los pulsadores de una radio de los ’70 o los ’80, o los mandos giratorios que controlan la temperatura de la calefacción.
Claro que eso no es nada comparado con las infinitas pantallas táctiles de los coches actuales, en las que se acumulan las huellas dactilares de los usuarios, por más frecuencia con que se limpien. Es decir, que solo están limpias los segundos posteriores a pasar un paño, o durante la sesión de fotos del catálogo para el fabricante.
Como limpiador esporádico de motos, bicis y coches, ¿podría hacer alguna sugerencia a sus diseñadores e ingenieros? Sí, unas cuantas, como no exagerar el hueco del portón trasero entre la luneta y el alerón, o hacer más fluidas las falsas entradas del alerón frontal, de modo que no acumulen suciedad. O dejar huecos de más de dos centímetros entre el anclaje del carril de los asientos y sus laterales, o diseñar soportes de cúpulas, carenados y portaequipajes de motos que permiten limpiar sus interiores, o pensar en cómo acceder a las roldanas del cambio de las bicis para quitarles el barro, …
A estas alturas, ¿hay alguna posibilidad de hacer viajes diferentes? Sí, claro, desplazándose en moto, en solitario, por Marruecos, y sin herramientas digitales. Lo he puesto en práctica y el resultado han sido nueve días intensos, disfrutando y padeciendo carreteras, paisajes y ciudades.
Sentado frente a un “tajine” de pollo en el Grand Socco de Tánger, recapitulo sobre el primer día de viaje. Había salido de casa antes del amanecer, con el objetivo de llegar al puerto de Tarifa a tiempo para abordar el barco que zarpa a las 17:00 h. Y conseguí plantarme en el puerto a las 14:40 h, eso sí, sin comer y con dolores en los hombros y los brazos en el último tercio del viaje. La posición erguida de las motos trail viajeras y el haber perdido la costumbre de los viajes largos en moto me hicieron pagar ese peaje de incomodidad. A cambio, y gracias al más que amable empleado de la naviera FRS, modificamos las tarjetas de embarque y subí al barco de las 15:00 h. Una hora más tarde, que por el cambio de hora con Marruecos eran de nuevo las 15:00 h, mi moto y yo salimos de la bodega del barco, y bajamos la rampa de popa para toparnos, una vez más, con la realidad de la burocracia africana: el policía de aduanas que me había atendido a bordo se olvidó de poner un sello, yo no me había dado cuenta, y el policía del puerto no nos dejaba pasar. La solución pasó por subir la rampa del barco, dejar la BMW en la bodega, localizar un policía a bordo, conseguir el sello que faltaba, volver a la bodega, bajar de nuevo la rampa y, con los papeles ya en regla y los pasajeros del viaje de regreso ya embarcando, entrar en Tánger.
Mi moto tiene una pantalla digital que, mediante una conexión Bluetooth, se comunica con el teléfono móvil, en el que está descargada la aplicación de BMW, que incorpora un programa de navegación. Como había decidido que este iba a ser un viaje analógico, en lugar de limitarme a seguir la flecha del navegador durante nueve días, hice otra cosa. Mi mochila cargaba con un ejemplar en papel del mapa Michelin 742 y una edición también en papel de la guía Lonely Planet de Marruecos, que incluye un pequeño plano del centro de Tánger, D
urante el trayecto en el barco localicé las ubicaciones del puerto y del hotel en el que había hecho una reserva. Mi cerebro tiene una función de orientación y otra de memoria, que se comunican entre sí; con la primera estudié el recorrido, incluyendo algunos puntos intermedios, y guardé esos datos en la segunda función de mi cerebro. Y de ese modo tan natural, la moto cargada y yo nos sumergimos en el tráfico de Tánger, que sigue siendo el tradicional de Marruecos, aunque en versión modernizada.
Un viajero veterano me había prevenido sobre el asfalto marroquí de la zona: brillante, gris claro por desgastado, lo que significa poco agarre. Solo que iba tan concentrado en no perderme en mis primeros minutos por Tánger que, cuando encontré justo la calle que subía del paseo marítimo al bulevar Pasteur, y abrí gas sin darme cuenta de que había un charco, aprendí una lección que me iba a venir muy bien para el resto del viaje. No, no me caí, pero por un instante cada rueda de la moto y mi intención apuntaban a un lado, y cuando entre el control de tracción y mi subconsciente unificaron el criterio de los tres, tenía claro que en los próximos días el tacto de mi mano derecha debía ser tan delicado como el de un neurocirujano.
Paseando por la ciudad vi algunas novedades que me sorprendieron, por lo que suponen de cambios no necesariamente a mejor. Hay numerosos repartidores de Glovo, en las paradas de taxis los Dacia han desbancado en proporción a los Mercedes de la Serie W123, y la custodia del Consulado de Francia ya no está a cargo de un respetable Toyota Land Cruiser, porque su puesto lo ocupa ahora un Dacia Sandero.
Daba vueltas a estos cambios buscando un lugar donde cenar, y me topé con establecimientos que ofrecían pizza, kebab, wok, hamburguesa, sándwich, tacos, shawarma, panini, … es decir, variedades gastronómicas de casi todo el mundo, menos de Marruecos. Huí de la zona por la que caminaba, construida en la época de mayor influencia francesa, y acabé junto a la medina, en la terraza de un local llamado “Restaurant Populaire”. Y ahora, disfrutando del tajine de pollo veo pasar una cantidad sorprendente de vehículos de las diversas tallas de Range Rover, intercalados con muchos Mercedes AMG, y cuando estoy punto de maldecir contra la globalización por la pérdida de identidad que implica, me doy cuenta de varias cosas. En primer lugar, el garito en el que ceno luce su nombre en francés, el idioma de una de las metrópolis que ha tenido el territorio. Se ubica en la plaza que antiguamente albergaba el mercado más importante de la ciudad, por lo que se llama “Grand Socco”, del francés “grande” y del árabe “mercado”, que son algunas de las culturas que ocuparon la zona. Y lo que disfruto, el tajine, es un plato típico bereber, los habitantes originales de la zona. En conclusión, que lo de invadir y mezclar culturas e idiomas, empezó mucho antes del siglo XXI.
Dedico la mañana siguiente a seguir buscando esas combinaciones culturales. Los Estados Unidos de América existen como país independiente desde 1776; solo un año más tarde, Mohamed Ben Abdallah, entonces Sultán de Marruecos, firmó un acuerdo con el recién nacido país, lo que supone su primer reconocimiento como país independiente Nueve años más tarde sellaron un Tratado de Paz y Amistad, el más antiguo en la historia de los EE.UU. que no se ha roto. Para aprovechar las posibilidades que ofrecía el acuerdo, los estadounidenses abrieron una legación en Tánger, que a día de hoy se mantiene abierta como museo y centro cultural. La sensación en el interior del edificio es de mansión en el sur profundo de los Estados Unidos, y hay que salir a los patios o asomarse por las ventanas para recordar que uno sigue en la medina de Tánger.
Durante la 2ª Guerra Mundial, el carácter de ciudad internacional y su posición en el mapa convirtió a Tánger en eso que alguien con pocas ganas de inventar metáforas nuevas llamaría “nido de espías”. Y por supuesto la O.S.S (Oficina de Estudios Estratégicos, bonito eufemismo), que luego cambió su nombre a CIA, tenía un agente en la ciudad que trabajaba en la legación. Se llamaba William Eddy, era un hijo de misioneros que había nacido en Siria en 1896, por lo que hablaba árabe, y combatió en la 1ª Guerra Mundial en los marines. Al estallar la segunda volvió al ejército, y en Junio de 1942 utilizaba la cobertura de agregado naval en el consulado de Tánger. En realidad, trabajaba en un cuarto oculto tras una falsa puerta, que ahora se puede visitar, donde se escondía su equipo de comunicaciones. Desde allí ayudó a coordinar el desembarco aliado en marruecos que bajo el nombre de “Operation Torch” terminó expulsando al Afrika Korps del Magreb. La portada del San Francisco Chronicle del 8 de Noviembre de 1942 lo dejaba bien claro: “Los yankees invaden el norte de Africa”.
Atravieso a pocos metros de la legación la lonja de pescado, que generaría taquicardia en un inspector de sanidad, y acabo paseando por el jardín que rodea la pequeña iglesia de St. Andrews, la que construyeron los ingleses para dar servicio religioso a los europeos residentes, y que celebra ceremonias católicas, protestantes, musulmanas y judías en la misma capilla.
El jardín es también cementerio, y me llaman la atención cinco lápidas colocadas en línea, las de la tripulación completa de un avión que se estrelló en la zona el 31 de Enero de 1945; el más joven de los caídos tenía 19 años, el más mayor 21. Ahora que en nuestro desnortado Occidente hablamos con algo de miedo de la generación de cristal, sorprende recordar cómo hace ochenta años, los jóvenes pilotaban bombarderos y daban la vida por sus principios.
Miro alrededor a los jóvenes tangerinos de la actualidad, y detecto evoluciones diferentes entre ellos y ellas. Por el lado masculino, la chilaba prácticamente ha desaparecido; es más, el aspecto de muchos se etiquetaría como moderno en Europa: barbas cuidadas, peinados casi esculpidos, pantalones ajustados, músculos de gimnasio, gafas de espejo, zapatillas de colores, y el largo etcétera que define a un moderno. Sin embargo, me inquieta que la vertiente femenina no haga lo mismo: hay mucha cabeza cubierta con pañuelos, bastantes caras ocultas, y hasta atuendos desagradablemente cercanos al hijab o incluso al burka.
Con todo, lo más sorprendente es que estos extremos se juntan: hay numerosas parejas formadas por señor moderno y señora con hijab, lo que suprime toda modernidad en el varón.
Admito que también veo a señoras espléndidas que se lucen con ropa ajustada y maquillaje. Como ciudadano del sur de Europa, y sabiendo de lo que son capaces los integristas, espero que sean mayoría en el futuro las señoras occidentalizadas que eduquen a sus hijos en esos valores.
Por los condicionantes de mi viaje analógico, había memorizado que iba a realizar el recorrido de Tánger a Tetuán por la carretera N16, la que va por la costa del Atlántico al estrecho de Gibraltar, luego a Ceuta y, finalmente, por el Mediterráneo hasta Tetuán. Solo que descubrí que en las señales de las carreteras marroquíes nunca pone el nombre de la carretera, algo común en Europa. Este detalle añadió interés a un recorrido con curvas impensablemente cerradas, pendientes exageradas y asfalto brillante, de ese que da mala espina. En todo caso, poco después mi BMW y yo entrábamos en la antigua capital del Protectorado español, que por eso y por no ser turística, tiene un aspecto muy diferente al de Tánger. Por ejemplo, si no hay turistas no hay tiendas ni restaurantes para turistas, de modo que me dejo llevar por la medina hasta un lugar en el que no veo más que tetuaníes, y me siento a comer un formidable guiso de sardinas, tomates y patatas. Miro a mi alrededor y confirmo encantado que soy el único extranjero, el único occidental. Ya inmerso en el ambiente y con la tripa llena, paseo por entre los puestos, que al no recibir turistas venden solo productos para la población local. Los vendedores charlan relajados, sin presionarme para que les compre, sonríen, hablan en español. Cuando no puedo resistir la tentación compro unas preciosas babuchas después de, claro, mucha charla y bastante negociación.
En un puesto callejero me hago con un dulce y la dependienta, una adolescente hija de la panadera, no sabe cómo tratar a un extranjero, además hombre, que compra lo que un marroquí: azorada, pide ayuda a su madre, la que en definitiva me sonríe y me cobra.
Seguimos con las mezclas culturales: cuando esa noche llego al hotel, veo que el recepcionista mira embobado en la pantalla del televisor un partido de la liga francesa de fútbol entre el Paris St. Germain y el Niza. Como no habla francés, se ha conectado a una web siria, y así escucha los comentarios en árabe.
También de Tetuán a Chefchaouen iba a seguir la N16, la carretera de la costa, pero la peculiar señalización me lleva por la N2, la principal, que discurre por el interior. Los primeros kilómetros son de autovía, aunque con asfalto de escaso agarre. Poco más tarde se inician tramos de obras con la maquinaria al borde la calzada, tramos sin asfaltar, animales cruzando, … todo lo necesario para que no me aburra. En una zona decente entre dos de obras consigo por fin adelantar a un camión lento y, al rebasarlo, veo que ruedo nada menos que en cuarta a casi 90 km/h; comparado con el ritmo que llevaba me parece rápido y hasta peligroso, y en ese momento me pasa una furgoneta a más de 120 km/h.
Huyendo de todo esto decido desviarme por una carretera estrecha y recomendada, la que en paralelo al oued Laou baja entre desfiladeros hasta el pequeño pueblo costero de Et-Tlete-de-Oued-Laou. El nombre abulta más que el pueblo, pero la carretera es una delicia, casi cincuenta kilómetros exclusivamente de segunda y tercera, entre cortados, barrancos y cerros. Para aderezar el recorrido a mitad de camino, en Es-Sebt-de-Saïd hay mercado, lo que quiere decir que no hay carriles, prioridades ni normas: motos, coches, furgonetas, camiones, burros y peatones nos mezclamos en la calle central, buscando cada uno el hueco ajustado a su tamaño para salir cuanto antes de allí. La ventaja de la moto en estas circunstancias es que necesita tan poco hueco como un burro y acelera más.
El viaje había empezado en Tánger, una ciudad costera y cosmopolita, y continuó por Tetuán, en el interior, españolizada y poco visitada. Chefchaouen mezcla esos adjetivos, porque está en las montañas y lejos de la costa, y por recibir turismo de todo el mundo tira a cosmopolita sin olvidar que estuvo cerrada a nosotros, los infieles, hasta no hace tanto en términos históricos, y quienes se atrevían a entrar eran ajusticiados. Charles de Foucauld dice que fue el primero en entrar y además salió en Julio de 1883, pero no hay pruebas que lo confirmen. El que sí lo hizo de verdad y lo contó fue Walter Harris, corresponsal del Times de Londres en Tánger, ya en 1888.
Sin embargo, ahora se recibe a los visitantes y a sus divisas con los brazos abiertos en los muchos restaurantes y las incontables tiendas de recuerdos de la ciudad que más parece, al menos en su cogollo central pintado de azul, una mezcla de parque temático y centro comercial abierto.
Bien cenado y mejor dormido arranco el día siguiente con uno de los objetivos duros del viaje, que me va a garantizar muchas horas de moto. Salgo de Chefchaouen en dirección este por la N2 para darme un atracón de curvas cruzando las montañas del Rif en dirección a Ketama. El inicio de esos casi cien kilómetros es formidable, con paisajes espectaculares entre barrancos infinitos, zonas de obras, asfalto como una alfombra arrugada y algún conductor de furgoneta con pocas ganas de llegar a viejo. Solo que doce km. después de Ketama tomo el desvío a Es-Sebt y el mundo parece cambiar. La temperatura baja a 18ºC, una niebla hecha de trozos, como de soplidos de dragón, ciega a ratos la carretera que sigue colgada de las montañas. Paso el recorrido completo sin ver un europeo en ningún medio de transporte, y casi ningún local. El estado del asfalto y el exceso de curvas hacen que me empiecen a doler los hombros cuando giro para tomar la N16 en busca de algo que parece sencillo: ver el Peñón de Vélez de la Gomera, esa roca territorio español desde que en 1508 Pedro Navarro, almirante castellano, decidió tomarlo porque era refugio de piratas marroquíes que asaltaban naves españolas.
Como aclaré al principio, este es un viaje analógico, y ni el mapa Michelin 742 ni la guía Lonely Planet aclaraban cómo llegar al peñón. Tiro primero de intuición y llego a Cala Idris, poco más que una playa y un embarcadero, donde no había rastro de peñón alguno. Desando el camino, llego a Torres de Alcalá (sí, ese es su nombre, en español), y no solo no encuentro el peñón después de callejear pesadamente con la BMW cargada; además me doy cuenta en primer lugar de que los cerros llegan hasta la costa, lo que me impide ver la línea litoral e intuir la ubicación del peñón, y además de que en la zona no se habla otro idioma que no sea el árabe. De nuevo en la N16 pregunto en una gasolinera y confirmo lo del idioma mientras compruebo las dificultades de los locales para interpretar un mapa. Lo único que saco de la charla entre surtidores es algo que me recuerda a la palabra “peñón” que se pronuncia mientras un dedo apunta a la N16 en dirección este. Otra vez a rodar, con mi sentido de la orientación echando humo aunque sin sacar conclusiones.
Cuando llego a un pueblo llamado Rouadi, que ni aparece en mi mapa, me detengo de nuevo con la sensación de que me he debido dejar atrás un desvío a la izquierda que no he visto. Me acerco a un tipo joven que pasa cerca, con la esperanza de que tengamos algún idioma en común, y resulta ser otro que no habla más que árabe. Sin embargo, parece que entiende lo que le pregunto, y me responde algo que me suena a “Plage Badis”, mientras señala el centro del pueblo y me indica hacia la derecha, que es el Norte. Entonces recuerdo que el Peñón de Vélez de la Gomera se encuentra cerca de una aldea llamada Badis o Bades, y que a lo mejor lo que me está queriendo decir el joven es que del centro de Rouadi parte la carretera que me puede llevar a Badis o Bades y su playa y, con ello, al peñón.
Asumo el riesgo, doy media vuelta, tomo la supuesta carretera a la playa, que tampoco aparece en mi mapa, y serpenteo por un paisaje entre desértico y apocalíptico, de cerros cubiertos por monte bajo y una cinta de asfalto estrecha y sin arcén que se despereza entre ellos. Al rodar sin ver el horizonte solo sé que sigo más o menos con rumbo Norte, es decir, hacia el mar, aunque no lo veo hasta que, de repente, a los 17 kilómetros, la carretera desaparece, avanzo como puedo por una pista de tierra con piedra suelta, llego a una playa fea y sucia, y me topo con el Peñón de Vélez de la Gomera.
Hasta 1930 era un islote a unos metros de tierra; ese año un terremoto hizo aflorar una lengua de tierra hasta entonces sumergida, y el islote se convirtió en península. Esa lengua de tierra mide 85 metros de anchura, lo que la convierte en la frontera más estrecha, además de ser una de las más jóvenes, del mundo. Para rematar la peculiaridad del lugar, es una frontera no operativa, no se puede cruzar: el peñón es zona militar, y no hay tránsito en ningún sentido.
Urbanísticamente, Alhucemas es una ciudad única, porque no tiene la estructura habitual de las ciudades marroquíes, de medina central con calles estrechas y tortuosas, rodeada de una zona de crecimiento de la época del protectorado o de la colonial, con edificios altos en avenidas rectas, y el motivo está en su origen. La zona fue habitada intermitentemente desde antiguo, y era conocida por la presencia de plantas de lavanda, “al-hoceima” en árabe. Las playas circundantes se escogieron como ideales para el primer desembarco aeronaval de la historia, la operación franco-española que tuvo lugar el 8 de Septiembre de 1925, y que determinó el final de la guerra de Marruecos.
Días después del desembarco se decidió que, en la playa situada al este y protegida por farallones, se construyera un poblado civil para acoger a los paisanos que por motivos profesionales seguían a las tropas. El poblado recibió el nombre de Cala Quemado, que es a día de hoy el topónimo de la playa.
Con su crecimiento, Cala Quemado ocupó la llanura superior, y Alfonso XIII decidió en 1927 llamar a esa ciudad Villa Sanjurjo, en honor al general que había dirigido el desembarco. Durante la república el nombre cambió a Villa Alhucemas, para pasar a denominarse, tras la independencia de Marruecos, al-Hoceima en árabe y Alhucemas en español.
Hoy en día, Alhucemas mezcla, aun siendo una ciudad joven, detalles antiguos y actuales, como una gasolinera Shell del protectorado, con hoteles de cadenas europeas; bares en los que grupos de hombre discuten pausadamente frente a cafés muy cargados, con locales solo para mujeres. En la playa de Cala Quemado ellas no se bañan, se limitan a tomar el sol sin despojarse de ninguna prenda, mientras ellos chapotean luciendo bañadores occidentales. En uno de esos bares en los que solo hay hombres, el Café Belle Vue, cerca de la plaza de Mohamed VI, capto una conversación en alemán: unos de los que hablan es un viajero alemán (debemos ser solo dos los europeos que nos hemos dejado caer por la zona), los otros tres son marroquíes que vivieron en Alemania, donde aprendieron el idioma, y han regresado a su país. Y en el ascensor del hotel coincido con una mujer con vestimenta y aspecto locales, que me habla en inglés y me dice que es de los Países Bajos, con la altanería con la que algunos originarios del Norte de Europa nos hablan a los del Sur.
De Alhucemas a Melilla mi BMW y yo nos deslizamos por la carretera de la costa, con el Mediterráneo a la izquierda, y cerros y desmontes a la derecha. A ratos el recorrido se hace pesado y hasta peligroso no por las obras en sí, sino por la ausencia de señalización y de desvíos. Nunca he pasado tan cerca de excavadoras en movimiento, y menos aún mientras cargaban camiones; nunca he visto tantas Caterpillar en tan pocos kilómetros.
Llego al puesto fronterizo de Beni Enzar preocupado por lo que me pueda encontrar, son muchos meses de noticias preocupantes sobre la frontera de Melilla, y me temo que pase horas de colas y papeleos para entrar en España. Me fijo en la hora al detenerme ante el primer policía marroquí que me pide la documentación y miro al frente: no hay nadie, en el sentido más estricto del término, ni un solo viajero en todo el puesto fronterizo. Tan “nadie” que veo claramente, en fila, los policías de los dos países ante los que me tocará pararme y las cabinas en las que entregaré documentos. Solo dieciséis minutos después de llegar, me dice “Puede pasar” el último policía; pongo primera junto a una bandera española y decido que la mejor manera de cerrar este viaje es disfrutando de un pescado a la parrilla y de una Cruzcampo en un chiringuito de la playa de Melilla. Misión cumplida.
Estas tres palabras no son sinónimas, y sin embargo coinciden en el punto en común de las tres exposiciones, exhibiciones o entretenimientos relacionados con coches y motos que he visitado recientemente.
A pesar de los enormes esfuerzos que realizan los burócratas de Bruselas junto a una legión de desinformados, el sector de la automoción, sobre dos o cuatro ruedas, continúa vivo, es la base de la movilidad mundial y arrastra una buena masa de aficionados, dispuestos a reunirse alrededor de celebraciones que festejan su pasión.
Y también en contra de algunas opiniones, los jóvenes, entendiendo por tales a los menores de treinta años, se unen a estos actos, una alegría por lo que supone de relevo generacional.
Por simple casualidad, he visitado en el transcurso de pocas semanas tres exposiciones o exhibiciones, en principio sin relación alguna entre ellas, aunque obviamente con elementos en común, más allá del protagonismo de coches y motos.
La primera a la que acudí, en orden cronológico, fue “Formula 1: the exhibition”, la exposición sobre la Fórmula 1 que el organizador del campeonato inauguró en Ifema, Madrid, en parte para apoyar la candidatura del lugar y de la ciudad de cara a albergar una carrera allá por 2026.
A la vista del rumbo que Liberty Media está dando al campeonato, más cerca de la exhibición y el espectáculo que del deporte, mis impresiones fueron mejores de lo esperado. Sobre todo, porque no confiaba en encontrar referencias ni a la larga historia del campeonato ni a sus aspectos técnicos, y sin embargo ambos se mostraban con generosidad.
La exposición está montada con material actual cedido por los equipos participantes (salvo Aston Martin, que estaba muy ocupado en la pre-temporada), y por un gran número de empresas y coleccionistas.
Destaca, claro, lo más reciente, como un Alpha Tauri actual con el que deleitarse hasta el dolor de cabeza analizando la compleja aerodinámica de los F1 de hoy en día. No son solo los elementos básicos (bigotes, alerón o pontones), los que llaman la atención por su complejidad; es el elevado número de pequeños complementos que tienen éstos o que aparecen por todas partes para guiar el aire, eliminar vórtices o controlar la capa límite. Por ejemplo, delante de cada pontón hay un cajón triplano con una deriva vertical central y pequeños huecos en la deriva exterior, y entre este cajón y la rueda, uniéndose al fondo plano, un complejo cajón frontal doble con ¡once derivas verticales!
Rodean al Alpha Tauri expuesto maquetas, secciones y vídeos sobre cuestiones técnicas, explicadas para el público en general, como aerodinámica, unidades híbridas de potencia o cajas de cambio de toma constante.
La siguiente sala sorprende, ya que mostrar los restos del Haas tras el horrible accidente que sufrió con él Romain Grosjean en el GP de Bahréin de 2020 es casi una invitación al morbo, y sin embargo las explicaciones se centran en la seguridad de los coches actuales, gracias a la capacidad de absorción de energía de los monocascos de carbono, la protección del Halo o las medidas implantadas en los circuitos. Todo esto no quita que el visitante sienta encogerse el estómago al ver otra vez el vídeo del accidente de Grosjean junto a lo que quedó del monocasco y del volante.
Otro momento inesperado en la exposición surge al ver la atención que se presta a la historia del campeonato. No son solo las decenas de cascos de pilotos de todos los tiempos que se exponen; son, especialmente, los coches y las piezas de éstos que llenan las salas. Es fantástico ver de nuevo un Lotus con la publicidad de la tabaquera Gold Leaf, o motores tan emblemáticos como los primeros indomables Renault Turbo, o los TAG – Porsche de los McLaren Marlboro.
El salto a la segunda de las visitas en enorme, ya que solo tiene en común con la primera que ambas son exhibiciones de vehículos. La Guardia Real es el cuerpo militar de las Fuerzas Armadas españolas responsable, desde que en 1504 la fundó Fernando el Católico, de la seguridad del Rey y de su familia.
Hoy en día sus instalaciones se encuentran en El Pardo, en las afueras de Madrid, donde una nave moderna alberga la “Sala Histórica de la Guardia Real”. Se puede visitar previa petición, y es un placer hacerlo tanto para los aficionados a la historia en general como para los seguidores de la historia de la automoción.
La visita guiada se inicia en la planta superior, que alberga uniformes, cuadros, documentos y otros recuerdos de los más de cinco siglos de historia del cuerpo. Resulta ser un agradable paseo ilustrado por la historia de España, un interesante repaso para los entendidos, y un descubrimiento para los profanos.
La planta baja es la que despertó mi interés, ya que contiene vehículos que se han utilizado oficialmente en la Jefatura del Estado español desde finales de los años ’30 del siglo pasado hasta ya iniciado el XXI. Así de amplio en el tiempo y así de genérico.
La indudable estrella es el Mercedes W31, tipo G4, del que se dice es el único modelo de la marca que no se expone en el Museo Mercedes de Stuttgart. Este W31, tipo G4, es un camión de tres ejes, el delantero directriz y los dos traseros motrices; es decir, un 6×4, con un motor de gasolina de ocho cilindros en línea (código interno M24), nada menos que 5.920 mm de longitud y 3.700 kilos de peso. Fue fabricado entre 1934 y 1939 solo para el ejército alemán, nunca para su venta al público, y la producción fue solo de 57 unidades.
La que se expone en la Sala Histórica de la Guardia Real se fabricó en 1939; al ser de las últimas, monta la versión M24-II del motor, con 5,4 litros de cilindrada y 115 CV, muy poco para mover tanto peso, por lo que el consumo puede llegar a los 38 litros cada 100 kilómetros, y la velocidad máxima no pasa de 65 km/h.
Del total de 57 unidades parece que solo quedan tres en su estado original. Una de ellas sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial, se transformó a su término en camión de bomberos, para luego ser restaurada y donada al Sinsheim Auto&Technik Museum, en Austria. Otra se expone en el Lyon Air Museum, de Santa Ana, California (EE. UU.), y la tercera es la que está en Madrid.
Y a partir de aquí pasamos de los hechos a la leyenda, que cuenta que Adolf Hitler ordenó fabricar tres unidades especiales (¿qué las hacía especiales?) para tres destinatarios igualmente significativos: Benito Mussolini, Francisco Franco y él mismo. Parece ser que, una vez que le entregaron su camión, a Franco no le gustó el regalo en sí y, según se entraba en la década de los ’40 y avanzaba la II GM, no le apetecía que se le viera utilizando un regalo hecho por los posibles perdedores de la contienda. De modo que, tras pocos kilómetros de uso, el camión Mercedes fue arrinconado.
Cuenta también la leyenda que, al ser el único superviviente de los tres especiales, Mercedes Benz intentó comprarlo con un cheque en blanco a Patrimonio Nacional, la institución responsable de él, que rechazó amablemente la oferta precisamente por eso, por ser el camión patrimonio nacional y parte de la historia de España. Entonces Mercedes se ofreció a restaurarlo en su Mercedes Benz Classic Center, y aprovechó para levantar planos del vehículo, que se habían perdido en la guerra. De este modo, en 2002, y con su matrícula M-4200-AD de 1974, el W31, tipo 4 quedó de nuevo en el estado en que salió de la fábrica 63 años antes. Para asegurarse de que se mantendría así, los mecánicos de la Guardia Real recibieron una formación específica en el Classic Center de Mercedes.
Aunque a su lado los otros quince coches y camiones expuestos palidezcan, merecen al menos una mención. Hay curiosidades como un Cadillac descapotable y blindado (¿) de 1948, fabricado en Detroit (EE. UU.), blindado en Trubia (Asturias) y carrozado en la Unidad de Automóviles del Ejército en Torrejón de Ardoz (Madrid). Aun conserva su matrícula ET-42922-O. Junto a él posan varios compatriotas suyos, como un Buick del ’49, un larguísimo Cadillac Eldorado convertible de 1970, un Fleetwood del ’73 y un Lincoln Continental del ’78.
Lo que más llama la atención son los dos Rolls Royce Phantom IV expuestos, uno cerrado y otro descapotable. Pertenecen a una serie limitada de 18 unidades, fabricadas entre 1950 y 1960, de las que 17 fueron adquiridas por mandatarios de diversos países, y se conservan 16. Algunos de los propietarios iniciales fueron Mohamed Reza Pahlevi (Sha de Persia), el Aga Khan III y el Rey Faisal II de Irak.
En su momento España compró tres unidades: una limusina de cinco plazas y otra de siete, y un descapotable de cuatro, todas entregadas en 1952.
No quiero dejar de lado las motos expuestas, fundamentalmente Harley-Davidson y BMW. Las Harley lucen la cantidad esperada de cromados, que es mucha, y el escudo real pintado sobre el depósito. Las BMW pertenecen en su mayor marte a la desaparecida Serie K, la de motor tumbado y refrigerado por agua, de tres o cuatro cilindros, más alguna bóxer.
La primera edición de Autopía tuvo lugar el 24 de Septiembre de 2022 en Boadilla del Monte (Madrid), como se narró en estas páginas virtuales. A pesar de algunos errores en la organización, decidí asistir a la segunda que se celebró en el mismo lugar a finales del pasado mes de Abril. En parte, el motivo de mi nueva asistencia fue participar exponiendo uno de mis Mercedes clásicos, de los que también se ha hablado aquí.
Destacar lo mejor de entre los más de 800 vehículos expuestos es, a la vez, arriesgado y subjetivo. De modo que empiezo por reconocer que lo que voy a mencionar no es necesariamente lo mejor, más valioso o más importante, es solo lo que más me gustó o me llamó la atención.
Hay que empezar, claro, por el homenaje a los pilotos españoles que han participado en las 24 Horas de Le Mans, la carrera que este año celebra su centenario. Para decorar, se mostraban el Audi TDi de Ivan Capelli, Allan McNish y Tom Kristensen, y el Epsilon Euskadi 1, que tomó parte en la edición de 2005.
No lejos de ellos se podían contemplar tres motos de GP: las Honda de MotoGP de Marc Márquez y Dani Pedrosa, con sus dorales 93 y 26, junto a una Derbi 50 cc. de Angel Nieto. Ya se nos olvidaba lo minúsculas, en todos los sentidos, que eran estas cincuenta: neumáticos estrechos, manillares aun más estrechos, sillín mínimo y retrasado, los diámetros de barras de horquilla y basculante parecen de broma, … y, a pesar de ello, ¡cuánto corrían!
En el capítulo de los coches que me llamaron la atención favorablemente situaría las dos unidades de Porsche 959, y los dos BMW 3,0 de la Serie E9, uno en versión CS y otro como CSL, el conocido como Batmobile. Igualmente fue agradable ver unos cuantos Lotus, entre los que destacaba un Esprit V8 blanco.
La organización mejoró mucho respecto a la anterior edición. Con más asistentes y más vehículos expuestos, el tiempo de acceso a las instalaciones como participante bajó de 30 minutos a solo cinco; y había más música y más actividades para niños. Esta vez no se acabó la comida, aunque aun queda por mejorar el tiempo para conseguirla: una hora y media de cola para alcanzar una hamburguesa es excesivo.
No me atrevo a lanzar una conclusión única de tres eventos tan diferentes en contenido y objetivos, aunque sí hay que destacar que la abundante y alegre respuesta del público asistente deja claro que la automoción goza de una estupenda mala salud.
Un año variado y divertido para el parque móvil de casa, especialmente comparando con las inmensas limitaciones que sufrimos en 2020 y 2021.
El año comenzó para la Orbea Oiz M50 de 2017 en el taller. Habíamos participado en la Sansil MTB Race el 26 de Diciembre de 2021 en Carranque (Toledo), una prueba que se debería haber suspendido por las descomunales cantidades de barro pegajoso del recorrido. A pesar de mi prudencia y de una cuidadosa limpieza posterior, la colección de ruidos de diversos orígenes me aconsejaron llevar la Orbea a mi taller de confianza. El diagnóstico fue duro, y como resultado hubo que cambiar los rodamientos de la pipa de la dirección, de la caja del pedalier y de todas las articulaciones de la suspensión trasera, y además sustituir la cadena. Si le añadimos renovar el líquido antipinchazos, ajustar el cambio y sustituir, otra vez, los tapones del manillar, y consideramos el descuento por cliente fiel, la broma del barro en la carrera salió por 360 €. Toda una barbaridad. Afortunadamente se salvaron el cambio y el desviador.
A partir de ahí, la Orbea y yo volvimos a disfrutar juntos, y participamos en cinco maratones a lo largo del año. En Febrero nos enfrentamos a la Ruta del Cocido en Quijorna (Madrid), un recorrido en principio sencillo, con 49,7 km y 1.037 m de desnivel acumulado, que se reflejaban en un índice de dificultad IBP de 62 puntos. Los primeros treinta kilómetros eran lisos y por pistas anchas, y los veinte restantes estaban formados por senderos con mucho desnivel.
Con el objetivo de reservar fuerzas para la parte difícil, me limité a recorrer esos 30 km iniciales en 1 h 52’. La pega surgió al coronar la primera subida larga: habíamos rodado hasta entonces por zonas protegidas del viento, pero al llegar arriba soplaba con fuerza, hasta ser peligroso en algunos descensos. Me tomé con calma ese final de carrera y llegué a meta en 3 h 30’. Por cierto, cómo se notaba la sequía, porque para ser el mes de Febrero, el terreno estaba seco y polvoriento.
Tres meses más tarde nos divertimos mucho en una ruta sencilla en Meco, con 42,9 km y solo 638 m de desnivel, que sin mucho esfuerzo cayeron en 2 h 40’. Igualmente sencilla y divertida fue la carrera de Sevilla la Nueva, antes del verano: pistas cómodas y relativamente rápidas sin peligros, salvo un final algo rebuscado para regresar al pueblo sin cortar el tráfico. En resumen, un IBP de 31 puntos y algo más de 42 km a más de 16 km/h de media.
En Octubre, y como entrenamiento para mi deseada participación de todos ellos años en la Ruta Imperial, la Orbea y yo nos inscribimos en la carrera de Chapinería, que se planteaba como duras sin excesos con sus 56 km y 809 m de desnivel. Hasta que un vecino de la zona, por razones que no entiendo, se dedicó a eliminar o desviar las flechas que marcan el recorrido, y unos cuantos participantes nos perdimos. El punto de mayor conflicto fue una zona pantanosa en un valle, en el que no había cobertura, por lo que incluso quienes llevaban grabada la ruta en los dispositivos móviles se perdieron. Tuve que tirar de experiencia africana para encontrar la meta, y recorrí casi 70 km con prácticamente 1.100 m de desnivel en 5 h 37’, parte de los cuales se dedicaron a buscar el recorrido, a desandar lo andado o a preguntar a lugareños.
Eso sí, como entrenamiento fue una experiencia formidable, porque la Ruta Imperial de la semana siguiente presentaba casi el mismo recorrido de 2021, solo que en sentido contrario. Lo cual significa que arrancaba con los 700 m de desnivel que hay entre la fachada del Monasterio de El Escorial y el puerto de San Juan de Malagón. Fueron solo 12,2 km que me llevaron 1 h y 19’, y no entremos a hablar de la frecuencia cardiaca media. La sensación al coronar, envuelto en niebla, fue formidable, tanto como los 34 km restantes entre pistas y senderos fundamentalmente en descenso. Lo disfruté mucho, la organización fue tan buena como es habitual, y me permití rebajar mi tiempo de 2021 en 12’’.
Por el lado del coche de todos los días, me acompañó hasta el verano el Toyota Corolla Hybrid 2021 de cinco puertas y 180 CV que estrené el año anterior. Seguía siendo un coche cómodo para viajes por autovía, con consumos en el entorno de los cinco litros a los cien kilómetros rodando algo por encima del límite legal. En estas circunstancias, es habitual utilizar el control de crucero activo, ese dispositivo que mantiene la velocidad escogida y a la vez controla la distancia de seguridad con el vehículo que circula por delante. El sistema del Corolla funciona bien, y hasta permite escoger tres opciones de distancia, pero a mi juicio frena antes de lo que yo lo haría al acercarse a un vehículo más lento, y acelera luego con brusquedad, lo que aumenta el consumo. Me resulta útil, eso sí, en tramos despejados de autovía, porque permite descansar a la pierna derecha.
En Agosto sustituyó a este Corolla otro parecido, cuyas diferencias con el anterior, en principio, no me gustaban: su carrocería familiar ofrece flexibilidad y capacidad de carga, pero los 30 cm de incremento de longitud me parecen un exceso; el motor es el 1.800 cc de 140 CV, muchos menos que en el de 2.000 cc; las llantas de 16” no me parecen atractivas y sus neumáticos tienen perfil alto; y finalmente el acabado era inferior, eché de menos especialmente el sensor para abrir las puertas sin llave.
Pero como el roce hace el cariño, aprendí a aprovechar el enorme maletero, terriblemente útil cargando bicis, y la diferencia de motor fue inferior a lo esperado, solo evidente saliendo de rotondas rápidas o adelantando en autovía con no demasiado espacio.
Respecto a la estabilidad, las llantas de 16” con neumáticos de perfil más alto, y los muelles algo más blandos, hacen al coche menos preciso y más cómodo y, sí, se nota la falta de equipamiento, sobre todo cuando no me acuerdo de que tengo que sacar del bolsillo el mando a distancia para abrir las puertas.
Una novedad inesperada de este Corolla de 140 CV respecto al de 180 que tuve antes la encontré en la integración del sistema de frenada regenerativa, el que genera energía eléctrica al frenar, con los frenos hidráulicos tradicionales. En el más potente siempre elogié la linealidad de la respuesta: a cada desplazamiento del pedal correspondía un incremento de la frenada en progresión rigurosamente aritmética, y era realmente difícil percibir el paso de frenada regenerativa a hidráulica. En el de 140 CV esa integración no es tan limpia, y se nota la transición con pequeñas brusquedades.
Uno de los elementos que parecen fundamentales en los coches de hoy es la conectividad, expresada en el tamaño de su pantalla. Aunque los de la vieja escuela apreciamos los vehículos por otras virtudes, no voy a negar que algunos de estos sistemas tienen sus ventajas: es más seguro hablar por teléfono a través de un manos libres, y los sistemas de navegación, sobre todo cuando se va solo a bordo, son más prácticos que un mapa de papel y parar de vez en cuando a preguntar.
Los dos Corolla montan pantallas suficientemente grandes con Apple Car Play y Android Auto, que permiten utilizar las funciones cargadas en el móvil. Al viajar, utilizo Waze como navegador, que resulta práctico al moverse por zonas poco conocidas. A mediados del verano, la conexión de Android Auto en el segundo Corolla comenzó a fallar intermitentemente, empleando el mismo teléfono y el mismo cable con los que había funcionado de modo irreprochable en los dos coches. Sin que llegara a descubrir el origen del fallo, de repente un día dejó de funcionar. Comprobé, tanto en el Corolla como en el teléfono, todas las opciones de solución que se me ocurrieron, sin resultado alguno. A continuación consulté con mis contactos técnicos en Toyota España que, tras señalar que era un fallo poco habitual, me pusieron deberes en forma de una larga lista de comprobaciones. Las llevé a cabo cuidadosamente, una a una, por dos veces, y seguía fallando. Empezaba a sospechar que el origen del problema debía ser una tontería, algo tan banal que se nos pasaba por alto, y por eso me daba apuro ir a un concesionario de la marca y descubrir delante de testigos un error tonto. Finalmente me atreví a ir, y mientras repasábamos todas las comprobaciones posibles, el técnico me miró con cara de que se le había ocurrido algo y me preguntó: “¿Tú apagas el teléfono por las noches?”. Aparentemente la cuestión no estaba relacionada con el fallo de conexión de Android Auto, pero fue apagar el teléfono, esperar un par de minutos y encenderlo, y la conexión funcionó de nuevo.
El motivo es que el coche descarga las actualizaciones de Android Auto a través del móvil, y las activa cuando está parado; también el móvil las descarga automáticamente y las activa cuando se apaga; al no apagarlo, no las activaba. Con el tiempo, la versión renovada de Android Auto del coche ya no se “hablaba” con la antigua del teléfono, hasta que se interrumpió la comunicación. Este es el motivo por el que prefiero llamar técnicos y no mecánicos a quienes trabajan en un taller: dedican casi más tiempo a la electrónica que a mancharse de grasa.
Me dieron un golpe en el Corolla mientras lo tenía aparcado en un estacionamiento de pago, lo que me permitió utilizar durante unos días el vehículo de sustitución del taller de carrocería, un sencillo Renault Clio. Me encantó disfrutar de la agilidad que se espera de un coche del segmento B, de su maniobrabilidad y facilidad de aparcamiento. En contra, al sustituir mandos físicos por pulsadores, y agrupar éstos en una pantalla pequeña, el funcionamiento es poco intuitivo, y hay que investigar entre los botones táctiles de la pantalla y los físicos del volante para cosas tan sencillas como subir y bajar el volumen de la radio.
Los acabados interiores, como era de esperar, estaban realizados en riguroso plástico negro. Todo plástico y todo negro.
La normativa actual obliga a los turismos a incorporar eso que llamamos ADAS (Advanced Driver Assistance System), los sistemas que ayudan al conductor a evitar accidentes o reducir su gravedad, avisándole o incluso tomando el control del vehículo. Todo un anticipo de lo que serán los coches autónomos. Uno de esos sistemas es el de aviso de abandono involuntario de carril, el que se activa al pisar o acercarse a las líneas blancas; pues bien, el del Clio avisa con una vibración en el volante que sería más o menos la misma que en el caso de ataque nuclear o despeñamiento hasta los infiernos. ¿No podía ser algo más suave?
Por fin estoy utilizando la BMW F750GS para lo que sirve una moto: disfrutar, sea para hacer recados urbanos o paseos por carreteras de montaña, solo o acompañado. Añadirle un baúl va en contra de la estética, aunque vuelve a la GS más práctica. Precisamente a la hora de hacer gestiones es útil, ya que permite guardar casco y guantes al aparcar, o revistas y pequeños objetos al rodar.
Con el verano llegó la necesidad de la revisión anual en el concesionario BMW, que actuó como se esperaba: amables, con lista de espera, caros, alquilando un escúter de sustitución (sí, lo cobran) y técnicamente impecables.
Mi F750GS monta la opción de pantalla digital, con todas las informaciones, ventajas e inconvenientes que implica. Uno de los valores que pueden aparecer en la pantalla son dos odómetros parciales, la versión digital del “parcial” analógico de siempre. Según el Manual de Instrucciones, se ponen a cero con uno de los botones de la piña izquierda, pero nunca conseguí que funcionase, de modo que los parciales marcaban lo mismo que el total.
Apoyándome en la amabilidad del concesionario (“pásate por aquí con cualquier duda que tengas”, me dicen siempre que voy) y arriesgándome a evidenciar que no me había enterado del funcionamiento (como en el Android Auto del Corolla), fui a preguntar por esa fallida puesta a cero. La explicación del asesor de servicio fue directa: “El Manual de Instrucciones en estas motos está mal”. Y entonces me explicó, mientras me guiaba por menús y submenús, que la puesta a cero de los parciales no se ubica en la tecla basculante “MENU” de la piña izquierda mientras se está en la pantalla principal, como dice el manual. Por el contrario, hay que entrar en la vista “Pure Ride”, acceder al menú “Mi vehículo”, vagabundear por submenús hasta llegar a la pantalla que muestra los parciales, y entrar en la opción de reinicializarlos. Otro episodio más de la confrontación entre ingenieros mecánicos e informáticos. En la que seguimos perdiendo.
Y la novedad más intensa del año llegó en la semana a caballo entre Noviembre y Diciembre: dos estupendas unidades de Mercedes Benz W123 CE 280 entraron en el garaje. Han merecido tratamiento específico en las tres últimas entradas que se publicaron en 2022, y este año volverán para contar los trabajos de mejora que están recibiendo.
Hasta el momento las impresiones de están cerca de lo que preveía: conducción señorial por ser vehículos grandes, con volantes también grandes y voladizos largos, sobre todo el trasero. Aun no me he hecho a sus dimensiones, porque por delante controlo el morro gracias a la estrella sobre el radiador, pero detrás el perfil en caída del maletero y los retrovisores pequeños me impiden saber dónde acaba el coche.
Pasar del Corolla a los Mercedes es un formidable salto de lo digital a lo analógico: en los CE280 los mandos son botones físicos, que transmiten sensaciones táctiles a los dedos y emiten sonidos reales, no sintetizados. Los asientos delanteros corresponden a la definición exacta de butacón, y a pesar de los muelles blandos y de los neumáticos de perfil alto, la velocidad de paso por curva puede ser alta, a cambio de un balanceo intenso.
En los próximos meses, al menos eso espero, ambos coches pasarán de estado bueno a muy bueno, y aquí contaré las alegrías y tristezas de ese camino.
La prensa de automoción, especialmente la escrita, sufre una grave crisis de ventas. En parte porque los jóvenes, anteriores lectores mayoritarios, están ahora lejos de los coches; en parte por la presión de los medios digitales; y también por haber sido, durante muchos años, las revistas del coche perfecto.
Leo revistas de motos desde finales de los ’70 y de coches desde principios de los ’80, cuando en los anuncios y en las pruebas se destacaba la velocidad máxima y no se mencionaba eso del CO2.
Con el tiempo, la revista semanal española del automóvil que leía comenzó a recibir, entre mi grupo de contactos, un apodo que la descalificaba: la revista del coche perfecto. En la mayoría de las pruebas de nuevos modelos, esta publicación repetía frases que, más o menos, venían a decir que el vehículo mejoraba aun más, si cabía, el excelente comportamiento del modelo anterior, o rebajaba el consumo, o aumentaba la capacidad del maletero.
En términos generales, los argumentos defendían a capa y espada el nuevo modelo, aunque resultaran reversibles: si el recién llegado tenía una mayor distancia entre ejes, era fantástico porque mejoraba la estabilidad en línea recta respecto a su predecesor; si esa distancia era menor, el avance era igualmente fantástico porque favorecía la manejabilidad.
No había mención a stocks de vehículos invendibles por caros u obsoletos que se liquidaran a precio de saldo, para horror del correspondiente director financiero y deterioro de los resultados de la empresa. Y tampoco había modelos que quedaran desfasados porque un competidor lanzara un notable avance.
A mediados de los `90 dejé de leer esa revista española del coche perfecto, no solo porque no me aportara nada, es que había perdido la confianza en lo que leía. Seguía, sin embargo, devorando cada mes con pasión el mensual inglés “Car”, que se había ganado con esfuerzo la fama de independiente y bien informado. Solo que tomó igualmente el camino de la complacencia con los fabricantes, esa senda que fuerza a decir que el futuro modelo es siempre mejor, así, por definición, a la vez que ignorar cualquier revés del pasado. El último ejemplar que compré fue el de Diciembre de 2021.
Sigue habiendo revistas de este tipo, especialmente ahora que la prensa digital, que retribuye paupérrimamente a sus empleados, es poco más que un corta y pega de las notas de prensa de fabricantes y proveedores.
Estas circunstancias, más el disparatado precio de los coches actuales que me gustan, me han conducido a las revistas que se dedican a los coches, vamos a decir, del pasado, por englobar todo lo que hay de atractivo desde los ’60 hasta el inicio del presente siglo.
Este tipo de revistas no viven de la publicidad de las marcas actuales, y los coches de éstas aparecen raramente en ellas, por lo que su independencia es elevada. Claro, a estas alturas, el redactor no se pone en un compromiso si critica los frenos de un Studebaker o el tacto del embrague de un Facel Vega.
En España no hay un museo oficial de la moto, a pesar de la importancia que tuvo su industria y de la gran afición que existe. Solo hay museos privados o colecciones particulares, la mayoría de ellos con mucha ilusión y medios insuficientes.
El apoyo del Ayuntamiento de Alcalá de Henares, en Madrid, permitió inaugurar el pasado mes de Diciembre una exposición que llena parcialmente este vacío: se expone una selección de motos españolas provenientes de dos de las mejoras colecciones particulares de España, con vocación de convertirse en museo permanente.
La mayoría de las motos provienen de la colección de los hermanos Luis y Rafael Lozano, nacidos ambos en Alcalá de Henares, junto a muchos ejemplares propiedad de Ignacio Medina, de Rodamientos Medinabí. También han cedido unidades otros coleccionistas, como Estanis Soler, Fernando de Portugal (CEO de Last Lap, empresa organizadora de la exposición) y los restauradores Juanjo Blanco y Dani Navarro.
Es imprescindible señalar que lo expuesto, algo más de 300 motos, es nada más que una pequeña parte de las colecciones mencionadas, ya que solo la de los hermanos Lozano tiene más de 900 ejemplares, y que la limitación viene dada por las dimensiones del local, la antigua fábrica de Jabones Gal.
La exposición ofrece una visión bastante equilibrada del mundo de la moto en España desde la posguerra hasta la desaparición de las marcas nacionales más destacadas, sucedida a finales del siglo XX. Es decir, muestra una industria autárquica, un mercado encerrado en sí mismo por culpa del proteccionismo, y a unos aficionados hipnotizados por esas motos, por la únicas que podíamos comprar, o las únicas con las que nos atrevíamos a soñar.
De ahí que no solo sea una exposición con valor histórico o industrial, es también un viaje sentimental a través de nuestro pasado, recorrido en las motos que tuvimos o quisimos tener, las que probamos, las que nos prestaron, y los recuerdos que esas motos llevan aparejadas.
La exposición se abre en la posguerra, con motos sencillas, en muchos casos poco más que bicicletas con un motorcito acoplado; en la mayoría de las ocasiones este motor es importado, como en el caso de las Villiers, o está fabricado bajo licencia, por ejemplo en Orbea.
El apartado de las motos de carretera está representado por uno de los mitos de la época, la Ducati 24 Horas, junto a modelos más prácticos como las Bultaco Mercurio y Metralla GTS, o la eterna Montesa Impala. Les acompañan la más prestigiosa MV Agusta Deva 235 cc, las eternas Sanglas y la prometedora Derbi 2002 de 1977.
Las motos de campo fueron puntal básico de la industria española de la moto, por lo que hay una gran variedad de modelos que, además, representan la aparición y la evolución de las distintas especialidades: se comienza con motos de campo que no eran más que motos de carretera levemente adaptadas, con manillares algo más anchos, un poco más de recorrido de suspensión y neumáticos con dibujo pronunciado.
De ahí se pasa a distinguir las tres especialidades básicas: enduro (que entonces se llamaba TT o todo terreno), trial y motocross, con ejemplares que comienzan a diferenciarse técnicamente, lo que supone la aparición de gamas comerciales distintas, cada una con su denominación.
Y posteriormente llegamos a las antecesoras de lo que ahora denominamos trail, como las Bultaco Alpina y las Montesa King Scorpion.
Es decir, que por el lado del trial se exponen varias generaciones de Bultaco Sherpa y Montesa Cota, junto a las OSSA M.A.R. (Mick Andrews Replica), más las que conocimos como “amarilla” y “naranja”.
En el lado del cross encontramos las distintas generaciones de Bultaco Pursang, Montesa Cappra y OSSA Phantom, y en el TT no podían faltar las Montesa Enduro, las Bultaco Frontera y las OSSA Dessert.
En paralelo a estas motos más deseables, e inalcanzables para muchos, la industria nacional se apoyó en los sencillos ciclomotores para la motorización rural y económica, gracias a una favorecedora normativa técnica y de permisos de conducción. Los ejemplares más conocidos son las muchas generaciones de Vespino, junto con su rival de Derbi, la Variant; a su lado, las versiones de empleo rural o para aprendices de todo-terreneros, como las Puch Dakota y Minicross normal y Super, o la Derbi Diablo.
No pueden faltar, claro, los scooters en su definición histórica, no en la actual. Fueron comunes en nuestras carreteras porque tanto las Vespa como las Lambretta se fabricaban y modificaban en España, y se mantuvieron vigentes incluso cuando dejaron de ser el coche de los pobres.
Un punto especialmente destacado de la exposición lo representan los prototipos que nunca llegaron a la serie, fueran de marcas establecidas o de las que ni siquiera llegaron a nacer. En algunos casos, son ejemplares únicos, que tras ser presentados a la prensa o en algún salón de la moto, han pasado al olvido y solo ahora, décadas después, se ven en público. Una de ellas es la Sanglas 500 TT, presentada en 1979, cuando el mercado tradicional de la marca estaba bajando, su oferta comercial había quedado anticuada y nacían las trail. Sanglas intentó colarse en ese mercado emergente con una adaptación de su eterno motor monocilíndrico al segmento trail, pero tenía muchas carencias: motor obsoleto, refrigerado por aire y con arranque por pedal, y estética conservadora.
A su lado posa otro modelo único, de origen similar, la MTV Yak 410 también de 1979. Mototrans Virgili, de ahí las siglas, fue la empresa que en Barcelona fabricó durante años las Ducati bajo licencia. Una vez concluido el contrato con la marca italiana, y tras unos intentos de sobrevivir fabricando ciclomotores, intentaron igualmente unirse al carro de las trail con una monocilíndrica de diseño propio, aunque basado en Ducati y con distribución desmodrómica. Con un aspecto algo más ligero y moderno que el de la Sanglas, tampoco pasó de prototipo.
La tercera rareza expuesta es, a decir de algunos, una moto que no llegó a existir, y lo que se ve es el resultado de unir las piezas que se llegaron a fabricar con otras elaboradas en la actualidad según los planos de la época: la Bultaco Streaker 350. En 1977 Bultaco lanzó un nuevo modelo, la Streaker, en cilindradas de 75 y 125 cc. que rompió moldes: aunque aprovechaba el motor ya existente en las Frontera pequeñas, montaba un bastidor multitubular de tubos rectos, llantas de aleación y frenos de disco delante y detrás, todo ello avanzado para la época. También causó sensación la elección de colores: negro y oro en chasis, llantas y carrocería. Un año más tarde apareció una segunda serie, en blanco, negro y oro, ya con faro cuadrado y pequeños cambios en el motor; pero la salud económica de Bultaco era mala, y la producción cesó en 1979, cuando se estaba desarrollando su hermana mayor, con el motor mk15 refrigerado por agua que no llegó a venderse. Lo que se expone como Streaker 350 es por tanto una sana mezcla de piezas reales del prototipo y otras que se han fabricado recientemente según las ideas que en su día desarrolló Luis Carreras, del departamento de diseño de Bultaco.
Y si hablamos de prototipos y sueños, es evidente que el mayor de todos es la Yankee Z y su prima española, la OSSA Yankee. Cuenta la leyenda que un empresario estadounidense aficionado a las motos, de nombre John Taylor, estaba aburrido de aquellas primeras trail de origen británico, a su gusto escasas de potencia y sobradas de peso. Como importador para la costa este de EE.UU. de Bultaco, intentó que Don Paco Bultó le diseñara y fabricara una trail de dos tiempos de más de 250 cc, lo que a su juicio era la moto ideal para el campo en aquel momento. Como no lo consiguió, mantuvo en Daytona en 1966 una reunión con Eduardo Giró, ingeniero jefe de OSSA e hijo del propietario de la marca, al que encargó la fabricación de un motor bicilíndrico de dos tiempos de casi medio litro. Giró lo obtuvo partiendo de dos motores ya existentes de OSSA 230, que posteriormente crecieron hasta 488 cc. Cuando OSSA tenía ya fabricada la primera serie de motores, la situación económica de Taylor impidió el pago, por lo que su empresa, la Yankee Motor Company, produjo solo unas pocas unidades de la moto con la que soñaba Taylor: la Yankee Z. Tras unos años de negociación sobre los derechos del motor, OSSA los utilizó para fabricar, entre 1976 y 1979, la OSAA Yankee 500, una moto atractiva y prometedora que llegó tarde y con fiabilidad insuficiente a un mercado que estaba cambiando. Los mitos se forjan así.
Otro año más, lo referido a mi parque móvil ha estado condicionado básicamente por la pandemia, además de por un factor inesperado que se añadió en el mes de Febrero.
El apartado más tranquilo del parque ha sido el de los coches, en su cantidad y en su utilización. Después de haber vendido un coche en 2019 y otro en 2020, no ha habido compras, por lo que el garaje sigue en mínimos, con un único automóvil. Arrancó 2021 siendo éste un Lexus 250h, del que ya hablé en una entrada similar a ésta hace un año. Antes del verano le sustituyó un Toyota Corolla cinco puertas con el motor híbrido de dos litros y 180 CV, igual a otros anteriores que habían residido en mi garaje. Eso sí, en esta ocasión el equipamiento era más escaso y eché de menos, por ejemplo, el detector de ángulo muerto en los espejos retrovisores exteriores, y el sistema de aviso sonoro que ayuda en las maniobras de aparcamiento.
Supongo que variar el equipamiento de un modelo a lo largo de su vida comercial es una estrategia de las marcas: se reduce el equipamiento para mantener el PVP y aumentar el margen, o se enriquece a costa de los beneficios para aumentar el atractivo del producto. A mí me ha tocado la primera opción.
Lo que sí se mantenía respecto a vehículos anteriores con la misma planta motriz era el agrado de uso y lo razonable de los consumos comparados con las prestaciones: siempre en el entorno de los cinco litros a los cien kilómetros, subiendo algo en los escasos viajes en autovía y bajando en el uso urbano.
Un punto que me generó dudas en el momento de la recogida del Corolla nuevo fueron sus neumáticos, un apartado en el que soy especialmente sensible, por no decir maniático. Después de muchos años sin salir como usuario del triángulo formado por Michelin, Dunlop y Bridgestone, no me sentí cómodo al ver unos Falken ZIEX en medidas 225/45 R17 91W. Falken me sonaba a segunda marca, y me temía una merma en prestaciones en puntos como agarre en mojado o sonoridad. Finalmente han resultado una sorpresa agradable, porque me han parecido al nivel de las primeras marcas que he mencionado y no tengo queja alguna tras casi ocho mil kilómetros.
De acuerdo que un Corolla híbrido con dirección eléctrica no está pensado para arrancar sonrisas de satisfacción mientras se bate el récord de Nürburgring, pero la plataforma TNGA sigue transmitiendo seguridad. No tiene el aplomo de un deportivo en una serie de cambios de dirección con el gas abierto, por ejemplo, pero los apoyos son nítidos y limpios, con escaso subviraje a la entrada de las curvas.
En todo caso, lo que hoy en día parece interesar a los compradores de automóviles es la conectividad, que a mí me resulta lo opuesto al significado original del automóvil: huir, aislarse, escapar. Parece como si ahora debiéramos seguir tuiteando mientras conducimos: ¡qué horror y qué peligro! Sí que hay dos posibilidades que ofrece la conectividad que me parecen útiles. Una son las aplicaciones de navegación que actualizan las condiciones del tráfico en tiempo real y además son interactivas, es decir, los mismos usuarios pueden reportar incidentes. Soy fiel seguidor de una de ellas, de Waze, y disfruto de sus ventajas en los atascos súbitos e imprevistos del tráfico pandémico. La segunda posibilidad interesante de la conectividad es la función de localización del vehículo que ofrecen las aplicaciones que se descargan en el móvil. Para nosotros, los que somos a la vez despistados y algo nómadas, es una gran ayuda para encontrar dónde hemos aparcado los días en que nos movemos por territorios desconocidos.
Igualmente el uso de la BMW F750 GS de 2020 ha estado limitado por la pandemia. Llegó a casa hace ahora 24 meses con el objetivo básico de escapar de los atascos laborales y el complementario de pasear y desfogarme por carreteras secundarias. Resulta que su único uso es este segundo, y lo hace muy bien. El hecho de que sea una trail y no una deportiva podría parecer inicialmente una desventaja y sin embargo es lo contrario: la postura erguida y el manillar ancho, al limitar la aerodinámica, limitan también la velocidad, y la postura de conducción alta mejora la visión del entorno.
Una vez que entendí la sensibilidad de esta GS a la presión del neumático delantero, hemos ganado mucho aplomo en los cambios de dirección. En los primeros meses de uso, quizá porque el neumático aún no se había adaptado a la llanta, hubo pequeñas pérdidas de presión, que tenían como efecto volver cabezona a la GS en, por ejemplo, las rotondas. Superado el incidente y con la presión en sus valores, más la ayuda de un golpe de gas en el momento oportuno y conducir con todo el cuerpo (no solo con las manos y los pies, como en los coches), la agilidad está incluso por encima de los que necesito.
Con el verano llegó el momento de llevar a la GS a su revisión anual al Concesionario BMW, y de paso ponerle a prueba. A causa del ERTE que tenían en marcha, me dieron en principio un plazo de dos semanas para la cita, que se contrajo a unos pocos días después de una negociación amable. Ninguna pega, por supuesto, para reservar un escúter de la marca como vehículo de sustitución, con la sorpresa añadida de que no me cobraron el alquiler “por ser colega del sector”.
Me sorprendió agradablemente el trato amable en la recepción cuando llevé la moto, y el tiempo que me dedicaron, en la recepción y en la recogida, para explicar los trabajos realizados y dar consejos de uso. Prueba de Concesionario premium superada.
Para mí, dónde llevar los objetos personales cuando voy en moto siempre ha sido motivo de debate. Y a día de hoy, la lista de objetos personales imprescindibles es larga: llaves de la propia moto y de casa, mandos a distancia del garaje y de la alarma de casa, uno o dos teléfonos móviles, cartera (con documentación, efectivo y tarjetas), gafas y sus fundas más, claro, alguna mascarilla. Llevar esa carga mínima repartida por los bolsillos de la ropa es, para empezar, incómodo y además, peligroso en caso de caída. La opción de la mochila solo es válida si se fija a la parte posterior del asiento de modo seguro y rápido; lo de llevarla a la espalda es impensable también por peligroso.
La alternativa que gana simultáneamente los premios de fealdad y practicidad es la del cofre, y eso es lo que instalé a la GS antes del verano. Reconozco que una moto con cofre y sin maletas tiene un horrible aspecto de moto de mensajero, pero no solo es cómodo, es terriblemente rápido: se abre el cofre, se arrojan los objetos como en el maletero de un coche familiar grande, y ya está. En las salidas cortas de verano resulta ideal por lo fácil que es dejar los guantes y el casco, y coger las gafas de sol y la mascarilla al llegar al destino; haciendo recados permite guardar documentos, revistas, compras pequeñas y no tan pequeñas, … Pero sí, impulsado por lo de la fealdad, en algún paseo destinado únicamente a hacer curvas, lo he desmontado previamente, anteponiendo lo estético a lo práctico.
Del breve parque móvil actual ha sido la Orbea Oiz M50 de 2018 la que ha tenido el año más agitado, y no por su culpa. En Febrero se celebraba el trigésimo aniversario de la Clásica de Valdemorillo, el maratón de MTB más veterano de España. Tras un montón de participaciones en esta carrera no quería perderme una edición tan señalada, en la que además competía el equipo olímpico español como parte de su entrenamiento para los juegos de Tokio.
La lluvia abundante de los días previos no arredró a la organización ni a los participantes. Los primeros hicieron modificaciones de última hora en el recorrido, en especial por la subida del nivel del agua en el embalse de Valmayor: en una zona especialmente complicada, un sendero sin salida entre rocas al borde del agua, se las ingeniaron para que los corredores bajáramos agarrados a una soga mientras una cadena humana formada por su equipo bajaba las bicis una a una.
Todo iba de maravilla, en una mañana de frío y sol, cuando a las dos horas de carrera, en un tramo en apariencia inocente, sufrí una mala caída. Seca, sin rodar, deslizar ni rebotar. Unas horas después, el hospital confirmaba la fractura de la cadera, y solo seis horas después de la caída entraba en el quirófano.
Como la recuperación de la lesión se basaba en ejercitar el miembro dañado, no tardé en volver primero a la bici estática y más tarde a la Orbea, que me esperaba en el garaje. La BMW hubo de aguardar algo más.
Fueron más las limitaciones del Covid que la lesión las que retrasaron mi retorno a las carreras. Me presenté ilusionado a principios de Junio en la salida de “Senderos de Chinchón”, lo que parecía un retorno sencillo, con 34 kilómetros de recorrido y 700 metros de desnivel acumulado. No fue así, ya que la mayoría de la ruta se desarrollaba, claro, por senderos o pasos estrechos, donde era imposible adelantar o ser adelantado; además, el terreno seco y árido tenía un agarre escaso, las numerosas subidas cortas no eran ciclables y en las abundantes bajadas pasé miedo. Para colmo, en uno de los pocos tramos rápidos tuve un pinchazo en la rueda delantera; menos mal que 48 horas antes había cambiado el líquido antipinchazos, y su eficacia más un pedaleo enérgico en cuanto me dí cuenta del incidente taparon el agujero. Hasta que así sucedió, las salpicaduras del líquido nos pusieron perdidos a la Orbea y a mí.
La siguiente cita era inevitable, porque la edición de 2021 de la Ruta Imperial, tras la cancelación por la pandemia de la edición de 2020, repetía el formidable recorrido del año anterior, y no podía faltar. La organización anunciaba una ruta físicamente dura y un recorrido “técnicamente difícil/muy difícil”, con 48 kilómetros de recorrido y 1.100 metros de desnivel acumulado.
Disfruté mucho de la primera mitad de la carrera, a pesar del tramo de subida en la zona de la vía del tren; me decepcionó que no fueran ciclables el tramo anterior a la Cruz Verde por falta de agarre, y el posterior por las piedras sueltas. Luego sufrí con una sonrisa el ascenso desde Robledondo hasta el puerto de San Juan de Malagón, para deleitarme con los formidables paisajes que se contemplan desde arriba. Y finalmente pasé miedo bajando las zetas de El Escorial, un zigzag entre pinos grandes en una zona más escarpada que inclinada.
Cierto es que las bicis actuales permiten hacer cosas impensables hace años, cierto es también que cada vez hay más participantes mejor preparados; pero para la mayoría de quienes nos inscribimos en estas carreras, estas dificultades cada vez más frecuentes pasan de la categoría de difíciles a la de peligrosas.
Buscando confirmar en territorio más sencillo que la lesión estaba recuperada al 100%, me planté en la salida del Trofeo del Pavo, en Arroyomolinos, al sureste de la provincia de Madrid: pistas sencillas, ningún sendero, 45 km. y 600 m. de desnivel, me condujeron a una nueva experiencia, la de rodar mucho tiempo seguido con plato grande, hasta terminar llegando a meta a una media de 18,1 km/h. Desde entonces, mi récord personal.
Y algo parecido, con algo más de senderos, esperaba encontrar en la San Silvestre MTB de Carranque (Toledo), ya en plenas Navidades. Solo que varios días seguidos de lluvia debían haber obligado al organizador a cancelar la prueba y no lo hizo. En el último instante acortó el recorrido al suprimir las zonas en peor estado, la mayoría de los participantes de la marcha larga atajamos por la corta, y aun así necesité 2 h y 47’ para recorrer 26,5 km. con solo 150 metros de desnivel. En otras palabras, cubierto de barro y empujando la bici cuesta arriba, o cubierto de barro y bajando despacísimo por laderas sin agarre. En meta me quedó la satisfacción de no haberme caído ni una sola vez y la curiosidad de haber rodado a la mitad de velocidad media que en la carrera anterior. Y ya en casa, el duro y sucio trabajo de quitar el barro a la bici, a la ropa, al Camelback, al interior del coche y, en definitiva, a todo lo que tuvo un contacto, siquiera lejano, con el entorno.
Ojalá 2022 sea más limpio, más viajero, y traiga novedades más gratas.
A principios de este mes de Julio de 2021 asistí a la edición anual de Autobello en Madrid. Ha sido mi tercera asistencia, lo que me da cierta perspectiva para analizar su evolución.
Autobello nació en Madrid en 2008 como una reunión exclusiva, y hasta clasista, de aficionados a coches y relojes de muy alta gama. Como menciona el díptico promocional en una especie de definición: “Bienvenido al jardín de los juguetes para mayores”.
Su impulsor es Emilio Olivares, director de las revistas Car España (edición en español de Car Magazine, del Reino Unido) y SMQ, acrónimo de Señor Marqués. Hasta ahora Autobello celebraba cuatro ediciones cada año en España, en las ciudades de Madrid, Bilbao, Marbella y Barcelona; desde 2021, a Bilbao le sustituye Portimao, en Portugal.
Está claro que Autobello no llega al inmenso nivel de actos similares en el extranjero, ni al menos por ahora lo pretende. No es Pebble Beach, porque no incluye subastas ni en España hay tantos millonarios como en California; no es Goodwood porque no tiene esa implicación de las marcas ni de la competición, y porque la afición al automóvil es mayor en el Reino Unido que en España; y tampoco es una de esas fastuosas celebraciones a orillas del lago Como, porque hay muchas diferencias entre Suiza y España.
Pero en cierto modo es todo eso en pequeño, ya que coinciden los conceptos de ubicación lujosa, coches de ensueño, presencia de otros objetos de lujo (relojes, buena comida, excelente bebida) y personas vestidas con elegancia, lo que supone un derecho de admisión implícito. A este respecto no tiene desperdicio el comentario sobre el código de vestimenta que cada año incluye el folleto anunciador, que igualmente sirve como definición del acto; en el de 2021 se leía: “El código de vestimenta para señoras (siempre a sus pies) es muy libre, pero no para hombres … El chándal chavista, las camisetas-preservativo de publicidad italo-galo, los polos manteros de colores chillones, la manga corta y más corta, los pantalones de crucero con sandalias “tibetanas”, así como los que no porten chaqueta de hombros rígidos o americana-blazers … esta vez no podrán entrar por falta de decoro al estilo de nuestros invitados”.
Mi primera asistencia fue la de 2017, cuando aun se celebraba en La Casa de Mónico, un lugar habitual de bodas y reuniones de empresa de cierto nivel, en las cercanías de la ciudad de Madrid. Me pareció una fiesta con cierto tono privado, aunque acudiéramos unos cientos de personas, centrada en automóviles tan exclusivos como discretos, a los que se añadía alguna moto y unos pocos relojes buenos.
No solo había un número agradablemente elevado de unidades de Ferrari y Lamborghini, actuales y clásicos. También los Porsche estaban bien escogidos, había algunas exquisitas restauraciones de Mercedes de los ´50 y ´60, y me pareció estupendo que dejaran entrometerse a un Citroën DS.
Volví en 2018 ya al Hipódromo de Madrid: mucho más espacio disponible y el inicio de mi percepción de cambios. El atractivo arquitectónico de lugar es indiscutible, un emplazamiento idóneo para una reunión en una noche de verano. Y tanto el cóctel como la cena justificaban el alto precio de las entradas para quienes no habían conseguido una invitación. Había presencia oficial de McLaren y Lexus, y de algún compraventa con ínfulas que ofrecía Porsche 997.
La edición correspondiente a 2021 se ha celebrado en el Club de Polo Los Mariachis, de San Fernando de Henares, al noroeste de Madrid, un lugar a años luz, en los mapas y en el prestigio, de las ubicaciones precedentes.
La celebración parecía más una fiesta multitudinaria que toma como base o excusa los coches, y la adorna con relojes caros y bebidas alcohólicas de calidad. Nada que objetar ni al tinto de La Rioja, ni al vermut gallego Petroni, especialmente al blanco.
Solo que se vieron cosas impensables en ediciones anteriores. Por ejemplo, una de esas empresas que confunden exclusividad con falta de discreción, que piensan que más es necesariamente mejor, y que creen que están mejorando modelos exclusivos de Ferrari o Rolls cuando los están adulterando y vulgarizando; vamos, como Mansory solo que en versión española.
Y qué decir de la invasión restomod de Land Rover Santana, que tomó venerables todo terreno andaluces de rancia estirpe inglesa y los distorsionó: llantas de aleación enormes y poco discretas, neumáticos de uso extremo, pintura inapropiada por lujosa, y una restauración exagerada para un vehículo simple de uso rústico. El mayor exponente de ello fue una unidad con carrocería tipo pick up, con techo de lona delante y bancos corridos detrás, a la que habían añadido un estruendoso equipo de sonido, y dos jovencitas bailando como gogós en la parte trasera.
Igualmente me sorprendió la presencia de cuatro marcas premium: las tres alemanas (Audi, BMW y Mercedes) más Lexus, y el abundante despliegue de Porsche. Eso sí, hay que elogiar y mucho el Rolls Royce Dawn en un elegante “Scala Red” como color de carrocería, un genuino Porsche 959 en estado de concurso, Ferrari de la época discreta (o al menos más discreta que actual) como 328 GTS, 512 TR o un Dino, y varios 911 de cuando eran pequeños de tamaño.
Sobre los posible futuros pasos en esta evolución de Autobello Madrid, me ilustró alguien que frecuenta el de Marbella: en pleno verano, con una parte representativa de los millonarios del mundo presentes en la zona, el subsector de coches del millón de Euros, como Pagani o Koenigsegg se encuentra en su salsa.
¿Evolucionará Autobello Madrid en la dirección que marcan las ediciones anteriores, en la de Marbella, …? Espero descubrirlo en Julio de 2022.