• ¿A dónde va el sector premium?

    Hasta que terminó la primera década del siglo XXI, el concepto de marca premium en automoción era fácil de definir y sus valores estaban claros. Lo formaban marcas europeas establecidas, antiguas, con vehículos fiables de diseño elegante y discreto, que se vendían a un precio superior al de las marcas generalistas, justificado por la imagen, la calidad y la fiabilidad. Por encima de estas marcas quedaban las de lujo (Rolls Royce o Bentley, Ferrari o Lamborghini), y por debajo todas las demás. Así de sencillo era el mundo.

    Este club premium nació en el entorno de Mercedes Benz, luego se unió BMW y más tarde Audi. Por su presencia en el Reino Unido y su elegancia dejaríamos entrar a Jaguar (a pesar de su fiabilidad), le haríamos también un hueco a Volvo, y finalmente otro a Lexus. Land Rover terminó entrando en el club cuando dejó de ser el fabricante de verdaderos todo terrenos duros para granjeros y paso a ser el proveedor de imagen para británicos acaudalados y quienes quieren parecerlo.

    Este club premium nació en el entorno de Mercedes Benz, luego se unió BMW y más tarde Audi. Por su presencia en el Reino Unido y su elegancia dejaríamos entrar a Jaguar (a pesar de su fiabilidad), le haríamos también un hueco a Volvo, y finalmente otro a Lexus. Land Rover terminó entrando en el club cuando dejó de ser el fabricante de verdaderos todo terrenos duros para granjeros y paso a ser el proveedor de imagen para británicos acaudalados y quienes quieren parecerlo.

    Este club premium nació en el entorno de Mercedes Benz, luego se unió BMW y más tarde Audi. Por su presencia en el Reino Unido y su elegancia dejaríamos entrar a Jaguar (a pesar de su fiabilidad), le haríamos también un hueco a Volvo, y finalmente otro a Lexus. Land Rover terminó entrando en el club cuando dejó de ser el fabricante de verdaderos todo terrenos duros para granjeros y paso a ser el proveedor de imagen para británicos acaudalados y quienes quieren parecerlo.

    La última característica de estas marcas que resulta necesario reseñar es que solo fabricaban vehículos de segmento D o superior. Los coches “pequeños” los dejaban para los generalistas.

    Mercedes 190 W201, 1982

    Entonces comenzaron los cambios, de todo tipo. Para empezar, las marcas premium querían ganar mercado por abajo, con coches algo más pequeños, con los que atraer a una clase media que no llegaba a sus productos tradicionales. El lanzamiento del Mercedes 190 (el W201 de 1982) fue para los puristas una pérdida de categoría; qué dirán ahora cuando en Stuttgart fabrican Clase A y B, y hasta tienen otra marca, Smart, para coches aun más pequeños. Por no mencionar los Audi A1 y Q2, o los BMW Serie 2 y X1.

    Otro cambio fue de mentalidad: es más importante ganar dinero que hacer buenos coches, lo que hizo bajar la calidad y la fiabilidad, mientras subían las de los generalistas.

    Con estos dos primeros puntos, la frontera anteriormente rígida entre premium y generalistas comenzaba a hacerse borrosa en los territorios del tamaño y la calidad.

    Mercedes 300 W186, 1951, conocido como Adenauer

    El tercer cambio se refiere al aspecto de los vehículos. Los clientes iniciales de las marcas premium eran europeos de clase media alta que apreciaban la elegancia discreta y el lujo prudente, lo que condujo a diseños tan atractivos como el Mercedes 300 Adenauer (el W186 de 1951) o el BMW Neue Klasse de 1962, diseñado por Wilhelm Hofmeister con ideas de Giovanni Michelotti. Fue el primer BMW en utilizar el “Hofmeister kink” aun en uso: la forma en C del último montante, el que cierra el lateral acristalado y lo une a la luneta trasera.

    BMW 1500 Neue Klasse, 1962

    Pero a día de hoy los nuevos territorios de caza comercial de las marcas premium son las economías emergentes, en las que más es más, y se tiene que notar que el propietario del coche tiene dinero. De ahí algunas formas angulosas y excesivas de Mercedes actuales, las parrillas desmesuradas de BMW o la tensión en las líneas y la complicación en las superficies de Audi, tan lejos de la pureza de Bauhaus del Audi 100 de 1982 (denominación interna C3) o del primer TT, el de Tipo 8N de 1998.

    Audi 100 C3, 1982

    También el resto de las marcas ha cambiado. Por un lado, se unen algunas al club premium, como la ya citada Land Rover. Salvo el Defender tradicional, toda la gama es o pretende ser premium, aunque ahora la propiedad de la compañía, igual que Jaguar, recaiga en la hindú Tata, ¡una antigua colonia! Los que quieren llegar al club son las marcas chinas que solo fabrican vehículos 100% eléctricos, como Byton. Y los que ya están dentro son las marcas con pretensiones de los fabricantes generalistas japoneses, que con más o menos éxito se han ido haciendo un hueco, más en Estados Unidos que en Europa: Mazda no triunfó con Xedos y tiró la toalla, Acura continúa de la mano de Honda en algunos mercados, Nissan ha retirado a Infiniti de Europa para centrarse en mercados más favorables, y Lexus continúa avanzando junto a Toyota.

    Range Rover 1970

    Como remate de las convulsiones en el lado de los competidores está la fiebre de las segundas marcas también entre los europeos. Unos lo hacen por potenciar el lado deportivo, como AMG para Mercedes; otros para destacar los esfuerzos en nuevas tecnologías, como Volvo, que vende sus eléctricos bajo el nombre Polestar; y otros, por fin, son generalistas con ánimo de subir lo que intenta, con éxito moderado por ahora, Citroën con su DS.

    A los cambios entre los fabricantes hemos de sumar los que suceden en la sociedad, cuya escala de valores, especialmente entre los jóvenes, se separa de la que tenían los compradores originales de premium.

    Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el automóvil es un símbolo externo de nivel social, a la vez que una declaración de situación económica y de intenciones. Y todos esos símbolos externos son especialmente notables en el sector premium. Solo que en la segunda década del siglo XXI el concepto de posesión se está sustituyendo por el de uso, sea temporal o compartido, y tener “un buen coche” puede ser tan válido como tener uno práctico.

    En ocasiones, ese significado social del coche se percibe cercano a la ostentación, mientras crecen valores como la humildad o la solidaridad. Vamos a enlazar ahora este punto con la desmesura y la complejidad de algunos diseños actuales: ¿entiende un milenial solidario el porqué de las formas estruendosas de un BMW X6?

    Igualmente el uso de vehículos premium ya no se enlaza necesariamente con una situación social, por dos motivos. En primer lugar, las marcas premium han crecido en volumen y en cuota de mercado, hasta codearse con, e incluso sobrepasar, a muchas generalistas. En un país no precisamente rico, como la España posterior a la crisis de la década pasada, los premium matricularon uno de cada siete coches nuevos vendidos en 2018. ¿Dónde está la exclusividad? Los datos son aun más concluyentes en mercados como el Reino Unido, donde las ventas del sector premium supusieron en 2019 el 31,5% del mercado, uno de cada tres coches.

    Y por otro, este incremento de volumen se ha conseguido en parte por las ventas a flotas, que han convertido en coches de empresa, e incluso de comerciales o representantes, a lo que deberían ser símbolos de éxito social, lo que genera una disociación entre el usuario y el estatus del vehículo, en el que siempre pierde la marca: un Audi A4 es ya un coche de representante, lo mismo que en Munich un Serie 5 es un taxi.

    Ahora, tras estos razonamientos, parece llegado el momento de obtener conclusiones, y aunque nadie tiene claro el rumbo próximo de estas marcas, sí hay algunos puntos claros:

    • Los vehículos premium ofrecen más margen comercial que los generalistas. Por ello las marcas que están no se quieren ir, y otras quieren entrar.
    • Los valores asociados a estas marcas son distintos dependiendo de los mercados, y las marcas deben adaptarse, lo que mismo que ya lo hacen las de moda y relojes.
    • La evolución de valores en Europa debe tener consecuencias claras en aspectos como la forma externa de los coches, el tamaño o los materiales. ¿De verdad que en 2020 se percibe que un coche es mejor porque tenga más cuero en su interior?, ¿no sería más contemporáneo hablar de materiales reciclados o fibras naturales?

    La movilidad está cambiando hacia la flexibilidad y alejándose de la posesión, lo que apunta a la línea de flotación del sector premium. Y todo esto, sin tener en cuenta el efecto contundente e inesperado del coronavirus, que va a suponer un cambio de actitud, de rumbo e intensidad aun desconocidos.


  • El parque móvil en 2019

    Un año peculiar para el parque móvil, porque coincidieron situaciones imprevistas con otras aceleradas, y no sucedió lo que se esperaba.

    A finales de 2018 puse a la venta el BMW M3 E46 Cabrio. En un momento del mercado con los precios al alza, lo que ofrecía era una unidad en estado impecable, con poco kilometraje, al día de mantenimiento y campañas en Concesionario, y con neumáticos de calidad nuevos.

    Se pusieron en contacto pocos curiosos; al contrario, el que escribía hacía preguntas concretas, propias del que sabe. Me llegaron contactos incluso fuera de España, y dedicaba parte de las noches, después del trabajo, a realizar y enviar las fotos de detalle que me pedían, y a responder interrogatorios digitales.

    Finalmente, el primero que decidió verlo hizo una oferta razonable, para tristeza de los varios que aun se lo estaban pensando. Y desde entonces, mediados de Enero de 2019, no tengo un deportivo en casa.

    Todo lo contrario ha sucedido con el Land Cruiser HDJ80. La publicación de los primeros anuncios, en Octubre de 2018, ha coincidido con el inicio de las restricciones de tráfico en Madrid; y hace años que la afición al todoterreno ha caído en España. Además, algunos indocumentados han criminalizado a los motores diésel, por lo que casi los únicos interesados en un vehículo de este estilo son quienes lo quieren para bajar de vez en cuando a Marruecos. Y ya tienen un coche para ello.

    A pesar de las sucesivas bajadas de precio el HDJ80 sigue en casa. Y no será porque no han llegado respuestas a los anuncios. Eso sí, la mayoría de los supuestamente interesados seguían el siguiente patrón: correo electrónico comunicando el interés en el coche, preguntando si aun está a la venta, y solicitud de informaciones precisas o fotografías insólitas: hace cuántos kilómetros se cambió el aceite del diferencial delantero, fotos de los faros o de la salida de la transfer, preocupaciones diversas sobre posibles focos de oxidación, … Y nada más. Es decir, después de tenerme recopilando informaciones dispares o haciendo fotos de noche tirado bajo el Land Cruiser, nada. Ni una excusa sobre por qué se para la operación.

    Me llamó la atención la escasa preparación de los interesados, al contrario que en el caso del M3: no se valora la dificultad y el coste de pasar el sistema de aire acondicionado de un coche de 1990 a R-134, o que sigan funcionando el techo eléctrico, el cierre centralizado y los cuatro elevalunas.

    En absoluto esperaba esta dificultad en la venta, de modo que variaré la estrategia para cerrar la operación.

    Por el lado de los turismos, siguió habiendo en casa un Toyota C-HR. El día a día de un coche plantea diferencias respecto a lo que suelen contar los informadores tras las pruebas apresuradas que hacen para las revistas de coches. Hace un año, en este blog, ya lo mencioné, y ahora insisto sobre otro punto: la impactante forma del montante C le da un cierto aire de coupé al C-HR, y camufla el tirador de la puerta trasera, además de dificultar enormemente la visión del conductor. Por fortuna, las dos unidades que he utilizado montaban BSM (“Blind Spot Monitoring”), el sistema que avisa de la presencia de otro vehículo en el ángulo muerto, y sus habilidades compensaban con creces las pegas de ese montante C.

    A tiempo para el viaje del verano cambié el segundo C-HR por un Corolla cinco puertas 2019, igualmente con TNGA, solo que con el nuevo motor híbrido de dos litros y 180 CV, que tan buenas críticas había recibido en la prensa.

    Para empezar, su comportamiento es distinto al de cualquier otro híbrido de Toyota o Lexus, sea de la generación que sea. Hasta ese momento, los híbridos por lo general funcionaban como eléctricos con baja carga y batería cargada, pasaban a ser térmicos cuando la exigencia era más alta o la batería estaba baja, y utilizaban los dos motores cuando el conductor solicitaba mucha potencia.

    En este nuevo dos litros, la actuación no es tan lineal, y menos aun predecible. Puede ser solo eléctrico hasta velocidades más elevadas, aunque en ocasiones reserva la batería y desde el arranque se porta como un térmico. Y también tirar de ambos motores desde abajo. El otro cambio fundamental es que ha desaparecido casi por completo la sensación de resbalamiento de convertidor de par o de CVT, e insisto en lo de sensación porque los híbridos de Toyota y Lexus nunca han tenido ni convertidores de par ni sistemas CVT.

    Con ello, el par disponible desde abajo es muy superior al de cualquier otro híbrido de las marcas, lo que arroja dos consecuencias. Por un lado, la conducción es más ágil, con arranques más rápidos y salidas de rotondas impensables hasta ahora. Y en carreteras de curvas, es hasta divertido. Y por otro lado, el mayor par disponible a bajo régimen permite acelerar menos, lo que conduce a rebajas sustanciales en los consumos. Si comparo el C-HR de 122 CV con el Corolla de 180, en los mismos recorridos a las mismas horas, los consumos bajan casi un 10%. Y de haberlos cronometrado, seguro que hasta mejoraban los tiempos.

    Lo más destacado de la vida de la Orbea M50 de 2018 ya se contó en “Asignaturas pendientes: Aragón Bike Race 2019”, una pesadilla deseada que nos llevó a ambos más allá de los límites razonables. Antes de esa carrera, y como entrenamiento, disfruté de recorridos estupendos por ejemplo en la XXVIII Edición de La Clásica de Valdemorillo, que mezclaba paisajes atractivos, subidas desafiantes y bajadas con su dosis de miedo. Y para cerrar el año, manteniendo la tradición, la Ruta Imperial de El Escorial, que para 2019 cambiaba el trazado: en esta ocasión, había que subir por Robledondo hasta coronar Abantos, quedarse absorto arriba viendo el Monasterio a tus pies, y a continuación tirarse con mucha fe en los frenos. El resultado fue formidable, como para mantener la costumbre de tomar parte todos los años.

    Un viaje otoñal a Canarias me situó al volante de un coche de alquiler, en el sentido más puro del término: un vehículo sencillo, sin cromados, sin llantas de aleación, con equipamiento justo y mucho plástico. Eso sí, un vehículo honesto, porque ofrecía lo necesario para moverse por una isla pequeña y con un coste bajo.

    Llamaba la atención la cantidad de guarnecidos ausentes en el maletero, el tacto indefinido del cambio de cinco marchas (lento, con la palanca fofa), las prestaciones lineales y justas de un motor atmosférico y pequeño de gasolina, y las hectáreas de plástico que parecía plástico del habitáculo. Pero, ¿hace falta algo más para unas vacaciones en una isla?, ¿cómo me habría sentido, después de pagar una fortuna, de haber recorrido la isla en un X6 hasta arriba de extras?

    Y de repente, en los últimos días de 2019, y aun sin vender el Land Cruiser, el garaje se revolucionó, hasta cambiar sustancialmente en la primera mitad de Enero de 2020. Los detalles y las consecuencias las contaré en un año.


  • Otra de fronteras

    La carretera N2 de Mauritania comunica la capital, Nouakchott, con Rosso, ya en la orilla del río Senegal y en la frontera con el país del mismo nombre, y marca la transición del desierto al sahel, que es como se llama la sabana de Africa Occidental. Los alrededores de Nouakchott mantienen el aspecto muchas veces de erg, el desierto de dunas, otras de hamada, las llanuras pedregosas, con acacias espinosas bajas y dispersas, y manadas de camellos, cabras y burros. Unos kilómetros más adelante sobresaltaba darse cuenta de que, sobre las dunas de arena rojiza, ya crecía algo de monte bajo, y las acacias eran mayores y más abundantes. Luego se veía una vaca. Más tarde manadas enteras pastando entre los matojos que crecían sobre la arena, y hasta un pájaro. Ya cuando se sentía la presencia verde y húmeda del río Senegal, estallaba una tormenta de vida y color: vacas de cuernos largos, grupos de facoceros, bandadas de pájaros, manglares, arrozales, humedales. Nuestros ojos se sorprendían después de diez días por la mitad norte de Mauritania, acostumbrados a los ocres, tostados, rojizos y a las piedras calcinadas, paisajes en los que los pocos animales uniformizaban sus colores. Ahora destelleaban distintos tonos de verdes, y hasta el azul de las aguas del río Senegal, paralelo al cual corría la pista que habíamos tomado. Las personas se contagiaban de este esplendor de vida, y el vestuario era un arrebato de colores en los estampados, algo más discreto en ellos, explosivo en ellas, y en el brillo de su piel, y en su sonrisa. Y al ver sonrisas francas respondiendo a cada saludo, me daba cuenta de que en Mauritania apenas se sonreía, quizá para seguir la línea de un entorno seco, adusto e inexpresivo.

    Con el fin de evitar la atestada frontera de Rosso y el conflictivo transbordador del río Senegal, optamos por tomar la pista que bordea la orilla del río y cruza en su desembocadura en Diama, donde está la presa que regula el caudal del agua empleada en los regadíos, y la central hidroeléctrica que abastece de energía tanto a Mauritania como a Senegal, desde Nouakchott hasta Saint Louis. Alcanzamos el puesto fronterizo cuando el sol empezaba a caer a nuestra derecha, del lado del Atlántico. Frente a nosotros, las ya conocidas barracas, una de Aduanas y otra de Policía, y el ceremonial de pasaportes, “carte grisse”, sellos, algún soborno discreto, caligrafía colonial en grandes cuadernos de contable antiguo, oficinas decrépitas que son también cocina, salón y dormitorio, mucho “oui, monsieur” y bastante “merci beaucoup”. Cruzamos la presa, salimos de Mauritania y alcanzamos lo previsto como el mayor escollo del viaje: la entrada en Senegal.

    A lo largo del mucho tiempo dedicado a la organización de este viaje se plantearon diversas dificultades, y hasta llegaron momentos en los que lo más adecuado parecía dejar de lado nuestras ideas de viajes africanos. Al principio, la elección del recorrido se hizo por eliminación, al descartar los países o zonas de visita poco recomendable por lo arriesgado, como Argelia, Costa de Marfil, Liberia, Sierra Leona, el norte de Malí, o la Casamange en el sur del Senegal. Después de establecido un recorrido y, cuando el plan estaba avanzado, un intento de golpe de estado en Mauritania cerró las fronteras del país y nos invitó a limitar el ámbito del viaje a Marruecos. Meses más tarde, supimos a través de la Embajada española en Nouakchott que no había motivo alguno para evitar la visita, y reanudamos los planes. Sin embargo el mayor escollo nos esperaba más al sur. Hacía tiempo que algún africano y bastantes europeos practicaban un curioso negocio en el Africa francófona, de Argelia a Senegal, pasando por Marruecos, Mauritania y aun otros países. Compraban en Europa vehículos de cierta edad, como Peugeot 505, Renault 18 y 21, Mercedes Clase E de cuando no se llamaban Clase E, Land Cruisers y Monteros veteranos, furgonetas, camioncitos, … A continuación viajaban hasta esos países conduciéndolos, los vendían, y con el margen se pagaban unos días de vacaciones y el billete de regreso a casa. El beneficio no daba para montarlo como negocio a gran escala, pero sí para que se realizara con cierta frecuencia. El perjudicado era el sector local de la venta de vehículos y el Gobierno, que veían a los clientes de estos países pobres decidirse por la compra de antiguallas a precio razonable, antes que por la adquisición de vehículos nuevos duramente gravados con impuestos.

    Con el fin de proteger este sector y de cobrar impuestos, el Gobierno senegalés prohibió desde mediados del año 2003 la entrada de vehículos de más de cinco años, salvo que existiera constancia de su permanencia temporal en el país. Esta constancia se expresaba, aparentemente, en una autorización de admisión temporal emitida por la Dirección de Estudios y Legislación de la Dirección General de Aduanas del Ministerio de Economía y Finanzas de la República de Senegal. O al menos eso es lo que ponía en el encabezamiento del papel que tanto trabajo nos costó conseguir, porque dada la veteranía de nuestros coches nos era imprescindible. Fueron largos cruces de faxes, correos electrónicos sin respuesta, y conversaciones telefónicas en idiomas mezclados, que arrojaron como resultado final ese documento que guardábamos como oro en paño, con la firma al pie del director de todo eso que cité antes. No resultó fácil obtenerlo, ya que si es difícil juntar en una misma frase las palabras “Africa” y “organización”, ya es para nota lidiar con la burocracia africana. Al final nos llegó el documento y con él en el bolsillo y una sonrisa optimista, cruzamos el río Senegal por la presa de Diama, alcanzamos su orilla sur y con ello el otro lado de la frontera.

    El oficial de la aduana era un negro alto, joven, delgado y barbilampiño, de uniforme verde oscuro y unas enormes gafas de pasta que habían pasado de moda antes de que él naciera. Nos había recibido en la caseta de ladrillo que actuaba como oficina de aduanas, miró y remiró la autorización con minuciosidad de entomólogo, y con frialdad distante dijo que no podíamos pasar con los coches. Tirar la toalla a mitad de un viaje es lo último que se puede hacer, y perder la esperanza lo penúltimo, así que empezamos a apretar. La primera respuesta fue no, y la segunda que telefoneáramos a su jefe en Saint Louis, de modo que le pedimos el número y lo hicimos. Hablamos con el jefe, el oficial de la aduana también lo hizo, y el resultado fue negativo de nuevo. Cerca de las casetas entre las que se desarrollaba este rifirrafe burocrático había varios coches de matrícula europea, más de cinco años de edad y aspecto de haber quedado varados en una tormenta legal, lo que nos daba muy mala espina. Parecía que no quedaban posibilidades, pero uno de los aduaneros comentó que si íbamos a Saint Louis a ver personalmente al jefe, era casi seguro que nos dejarían pasar. Decidimos entonces que Ahmed, el guía mauritano que nos acompañaba, iría hasta la ciudad a hacer un intento más en su Toyota Hilux, que con menos de cinco años podía pasar la frontera sin pegas. La otra posibilidad era probar a la mañana siguiente en la frontera de Rosso, quizá más benevolente por su concurrencia, ¡o resignarse y volver conduciendo hasta Madrid! Más de cuatro mil kilómetros de aburridísima conducción por la ruta más corta y con el rabo entre las piernas me parecía un final triste para un viaje en el que habíamos puesto mucha ilusión. Ahmed se puso manos a la obra, con el sellado de pasaportes y la contratación de su seguro para el coche, ya que tampoco Senegal participa de los acuerdos internacionales sobre seguros de vehículos.

    Una vez que el Hilux pasó la barrera y sus luces rojas se perdieron en la carretera que se internaba en el país, me sentí cansado. Ya había anochecido, el calor húmedo comenzaba a agobiar, y los mosquitos parecían deleitarse con nuestra sangre europea, por lo que me refugié en el coche. Cerré la puerta, subí las ventanillas, y entonces me fijé en lo que me rodeaba. A la izquierda, la caseta de las Aduanas senegalesas. A la derecha, la de la policía senegalesa. Delante, una barrera metálica, muy cerrada. Detrás de ésta, tres farolas iluminaban a medias el inicio de la red de carreteras de Senegal. Al fondo, una cabaña con techo de paja y muchos carteles de Coca Cola era el primer establecimiento hostelero del país en el que queríamos entrar. No se veía nada más, con las ventanillas subidas hacía mucho calor dentro del Land Cruiser y me quedé dormido.

    Al despertarme, y con los ojos ya adaptados a la oscuridad, veía luces entre los árboles, oía voces que debían venir de un poblado cercano, policías que se movían entre las casetas, y pasó un grupo de personas seguido por un mono. Salí del coche para hacer entre los árboles lo que se suele hacer entre los árboles, y noté que el viento fresco que se había levantado alejaba los mosquitos, y que las voces que llegaban del poblado sonaban alegres. Un rato después llegó el papel que nos faltaba, y reanudamos los intentos para salir de Mauritania y entrar en Senegal.

    Conseguir el sí del responsable en Saint Louis no suponía automáticamente la entrada en el país; era imprescindible soportar antes el purgatorio burocrático. Empecé por la caseta de la aduana, y me encontré en ella, a solas, con el oficial que nos había negado la entrada unas horas antes. Había ido a un poblado cercano, donde probablemente vivía, a romper el ayuno del Ramadán, y a su regreso había cambiado el uniforme verde oscuro por una ropa occidental oscura también. Mantenía sus descomunales gafas de pasta, como de azafata del «Un, Dos, Tres», su mirada escrutadora, y escribía sobre un gran cuaderno con la misma caligrafía de escuela colonial de sus colegas del resto de Africa. Le miraba en silencio, no quería turbar su ensimismamiento y reavivar con ello el incidente fronterizo, por lo que se me iban los ojos al ruidoso televisor que había colocado cobre un taburete y en el que la RTS, la Radiodifussion Télévision Sénégalaise emitía un programa de música de los años 50 y 60. Tenía ante mí dos consecuencias de la interacción entre blancos y negros. En vivo, el senegalés educado con el estilo de la metrópoli practicando una adaptación de la burocracia occidental. En la pantalla del televisor, la música de los negros de esta zona que fueron esclavizados y mezclaron su cultura en los Estados Unidos con los instrumentos musicales de los blancos.

    Tras esta escena, y una vez sellados los pasaportes en la caseta de Policía, nos quedaba el seguro. En Europa sería impensable contratar un seguro un sábado por la noche en medio del campo. Pero esto era Africa: en un poblado cercano, una mujer extendía las pólizas de seguro en su propia casa, a cualquier hora. Hasta allí nos dirigimos por una pista rapidísima, franqueamos un obstáculo que haría volcar a cualquier incauto, y nos presentamos en su casa. Da igual que la mujer estuviese durmiendo; salió del interior en bata y nos cumplimentó los formularios del seguro en el porche, junto a un grupo de jóvenes que escuchaban embobados la música de Bob Marley a un volumen tal que se debía oír en Camerún. Volvimos a la frontera, mostramos una vez más los papeles, y la barrera se levantó ante el morro de nuestros coches. Estábamos en Senegal. m Grid 3 Accen


  • Coches enfadados y faros en C

    La irrupción de los leds como tecnología de iluminación en los automóviles supone la posibilidad de añadir una expresividad hasta ahora inexistente en las vistas anterior y posterior de los coches. E incluso la creación de un nuevo lenguaje de diseño, válido hasta de noche. Es el cuarto paso de una evolución en el diseño comandada siempre por la tecnología de iluminación existente.

    Alfa Romeo Tonale

    Los primeros sistemas se basaban la luz generada por una lámpara, convencional al principio y halógena después, que se concentraba y se reflejaba en una parábola. Como la tecnología de aquel momento solo fabricaba parábolas de sección circular, todos los faros eran redondos. Recordemos los Simca 1000 o Seat 124, con esos frontales tan condicionados que generaban no solo una imagen antropomórfica, por el parecido entre los grandes faros redondos en los extremos con la cara de humano y sus ojos, sino de bebés, por ser los faros grandes y redondos.

    Otro factor limitador es que esa luz reflejada por la parábola de sección circular se guiaba ópticamente mediante un cristal o plástico tallado a tal efecto, y que cerraba el faro. De este modo, la luz era guiada hacia el lado correcto de la calzada, no se perdía en la cuneta y reducía el deslumbramiento en la medida de lo posible. Pero ese mismo tallado era el que impedía ver el interior del faro, lo que creaba la impresión de un ojo con cataratas, o al menos restaba sinceridad a la mirada.

    El primer avance técnico en la iluminación que dio libertad a los diseñadores fue la posibilidad de fabricar parábolas con otras secciones. No fue una revolución, aunque la menos se comenzaron a ver faros cuadrados (Seat 1430), rectangulares (Renault 12) o poligonales, como en los Citroën GS y Peugeot 304.

    Unos años después llegaron los faros limpios o transparentes: al estar tallada la parábola, la lente era transparente, y se veía el interior del faro. Obviamente no supuso un cambio en las formas, aunque sí en la expresividad: esa transparencia aumentaba la sinceridad del frontal y hacía más amigable la interpretación antropomórfica del diseño.

    Y de repente, los leds. Súbitamente no hay un elemento que genere una luz y ésta no necesita guiarse; la luz se genera ya orientada, se puede jugar con esa orientación y con la ubicación de los leds. Además, la desaparición de la pieza que refleja la luz hace que el tamaño de los faros y pilotos se reduzca significativamente. De golpe desaparecen limitaciones en aerodinámica frontal, incompatibilidad con radiadores o cajas de fusibles, se gana volumen de maletero, la parte trasera del faro no interfiere con los triángulos de suspensión ni con la rueda al girar, … y así mil interacciones más.

    Por si esto fuera poco, los leds y las formas que permiten crear abren una nueva posibilidad: la firma nocturna como imagen de marca. Con luz, cuando el coche se ve, existe una imagen de marca, esas formas o proporciones que se repiten en todos los modelos de una misma marca y la hacen reconocible. A oscuras, y cuando todos los faros y pilotos eran casi iguales, la imagen de marca se diluía. Pero con leds se puede crear una imagen de marca con luz, y algunos han sido especialmente brillantes en ello. A día de hoy, es fácil distinguir de noche, por delante o por detrás, un Audi, un Seat o un Renault.

    Lo que más me sorprende es que, dentro de las muchas posibilidades de expresión que ofrecen los leds, la mayoría de los fabricantes han escogido las de significados más dinámicos o activos, tirando hacia atléticos, contundentes y hasta amenazadores. Las calles y las carreteras están llenas de coches enfadados, coches que cuando están parados parecen un felino a punto de lanzarse sobre su presa, y que en movimiento son como las escenas de leones y gacelas de los reportajes de National Geographic.

    Las fotos que he escogido como ilustraciones son una muestra de ello: da igual el segmento, el origen geográfico o cultural de la marca, si es generalista o premium. En todos los casos son frontales ceñudos, que atemorizan al verlos aproximarse por el retrovisor.

    Algo similar sucede en la parte posterior, donde proliferan los pilotos con forma de C, en los que el lado convexo sobresale hacia el exterior. Al estar ubicados en la línea de cintura, generan unas formas musculares, de atleta en el cajón de salida, de espalda con hombros musculados. Nuevamente atlético, contundente, hasta amenazador. Por delante y por detrás.

    Solo se liberan de estos extremismos los modelos que tiene los faros redondos como imagen de marca: Mini y 911.

    Y baten todos los récords de exageración en forma y dimensiones, acercándose al ridículo, los últimos frontales de BMW, con faros desafiantes y riñones grotescamente sobredimensionados. Ahora Chris Bangle y su flame surfacing nos parecen conservadores.

    Mi sorpresa se basa en que este tipo de diseño triunfa en una sociedad que es y presume de serlo, abierta, solidaria y generosa, que dice huir de la intolerancia y apoya la diversidad, que colabora con ONGs, dona órganos y destina parte de su tiempo libre al voluntariado.

    Lamento no ser sociólogo para interpretar cómo, quien compra un Alfa Romeo Stelvio colabora con Caritas, o el dueño de un Honda Civic es socio de Save the Children. Está mucho más cerca de la realidad social el diseño del Suzuki Lapin: frontal amistoso y sencillo, amable con sus faros redondos, trasera limpia y confiable, y un interior hasta con repisa de madera, que recuerda el cuarto de estar de una abuela de cuento infantil.


  • Dakar: capítulo tercero

    El Rallye Dakar se ha convertido en una leyenda de tal calado que, aunque no pase por la ciudad de Dakar desde 2007, mantiene ese nombre porque trasciende a la ciudad. Es lo que en Marketing llaman “el poder de la marca”.

    Desde su primera edición en 1979 se asoció la carrera a sus recorridos iniciales por el noroeste de Africa, y algunos aprendimos a recitar, como un rosario laico, el recorrido de esas etapas de los ‘80: El Golea, In Salah, Tamanrasset, … más Atar y Tombuctú. En nuestro imaginario, las montañas del Assekrem nos parecían ubicadas en otro planeta, y nos sonaba que Níger se debía encontrar en una galaxia cercana. Luego la carrera se sumergía en países que solo parecían existir en los libros de historia y de viajes: Malí, Níger, Chad, Burkina Fasso, … para reaparecer en territorio conocido, recorrer pistas de Senegal y alcanzar, por fin, el lago Rosa y Dakar

    La fascinación que generó este primer capítulo del Dakar, el capítulo africano, se basa en dos puntos. Por un lado, se recorrían territorios con los que los seguidores europeos tenían una ligazón basada en la época colonial y la cercanía geográfica. Por otro, muchos aficionados tuvimos la oportunidad, por esa cercanía, de visitar en persona algunas zonas de la carrera.

    La organización francesa se movía a finales de los 70 y principios de los 80 con relativa comodidad por sus antiguas colonias (Argelia, Marruecos, Mauritania y Senegal) aprovechando relaciones comerciales, mismo idioma, y facilidad para las comunicaciones por barco y avión. Además, la zona era política y socialmente estable, y los regímenes (dictaduras militares que, en bastantes casos, habían llegado al poder tras una guerra o un golpe de estado) veían con buenos ojos el paso de la carrera por su país por dos motivos: mejora de la imagen internacional y notables ingresos en divisas. No debemos nunca olvidar este factor económico, que se cuantifica en la siguiente cifra asombrosa: los dos o tres días que el Dakar tardaba en pasar por Níger, suponían el 1% de PIB anual del país.

    La cercanía emocional tras la época colonial, no exenta de paternalismo, también suponía una ventaja. Para los franceses se recorrían los territorios naturales de la Legión Extranjera, del padre Charles de Foucauld y de Antoine de St. Exupery, más el hecho de que algunos de los seguidores e incluso participantes habían nacido en las zonas de carrera en esa época colonial.

    Como consecuencia de todo ello pasaron a la categoría de mito muchos lugares de paso de la carrera. De entre ellos escojo como ejemplo destacado y peculiar el Bidón V: en 1923, una expedición organizada por la Compañía General Transahariana buscaba el recorrido más directo entre Argelia y Sudán, y decidió crear balizas y puntos de reavituallamiento desde Reganne (actual Argelia), último punto habitado en el desierto. Así aparecieron los bidones I, II, III, … hasta cubrir los poco más de mil kilómetros que hay hasta Gao (Níger) por el Tanezrouft.

    Unos años más tarde, y para facilitar los viajes, la Compañía General Transahariana ubicó depósitos de agua y de combustible en el Bidón V, que se rellenaban gracias a los aviones que aterrizaban en la pista de tierra que se construyó al lado.

    Y en Noviembre de 1930 ya existía una gasolinera Shell, y unas carrocerías de coches que servían como refugio. Las fotos de la época generan una mezcla de nostalgia, solidaridad aventurera y pena: con los vehículos de los años ’30, sin más ayuda de navegación que una brújula y un mapa impreciso pero, eso sí, con pamela, se podía ir de Reganne a Gao.

    El segundo punto de cercanía de los Dakares africanos a los aficionados europeos, la posibilidad de recorrer etapas por uno mismo, ha sido determinante para su asentamiento en la leyenda. Durante años, miles de aficionados, especialmente del Sur de Europa, hemos bajado una y otra vez al Norte de Africa, para rodar con reverencia y algo de miedo por los mismos lugares que nuestros ídolos. Las dunas del Erg Chebbi o el lago Iriki, en Marruecos, siguen siendo lugar de peregrinación y entrenamiento, y continúan utilizándose como sede de otras carreras, incluso organizadas por la ASO, la misma empresa que monta el Dakar.

    En Argelia, cuando era posible ir, se ha disfrutado de la ruta hacia el Sur, bien por la Transahariana, a través de Ghardaia, In Salah y Tamanrasset, bien por el Tanezrouft, desde Adrar y Reganne a Gao pasando, claro, por el bidón V.

    Mauritania ofrecía el tenebroso cruce del muro creado por los marroquíes durante la guerra contra el Polisario y su zona minada, más las pistas cercanas a Atar y el paso de Nema.

    Más al Sur, alcanzaron nivel mítico nombres como Agadez o Niamey en Níger, Gao y Bamako en Malí, o Bobo Dioulasso en Alto Volta.

    Rodando con mi Land Cruiser LJ70 en las dunas del Lago Rosa

    Y el máximo en geografía dakariana lo tienen, sin duda alguna, dos topónimos senegaleses, cercanos geográficamente: la ciudad que le da nombre a la carrera y uno de los pequeños lagos que hay en sus afueras, al noreste, junto a la costa atlántica: el lago Retba, que conocemos como Lago Rosa por el color que toman sus aguas por la presencia de un alga salina. Durante muchos años, la última etapa, el objetivo final y sueño de muchos, era hacer el corto recorrido por las cercanías del Lago Rosa, los últimos metros tras días de placer y sufrimiento.

    Las últimas viñetas de la última etapa del último Dakar africano.

    He tenido el placer de recorrer, en moto y en coche, algunos de esos lugares tan señalados, sintiendo aunque con más lentitud que los pilotos del Dakar, el placer de cruzarlos. Los preciosos cordones de dunas de todos los tamaños en el Erg Chebbi, de Marruecos; la sensación de irrealidad del lago Iriki, también en Marruecos; y la magia de Atar, lejos de cualquier parte aunque administrativamente se localice en Mauritania. Tengo un recuerdo intenso de la soledad que supone bajar, kilómetros y kilómetros, por las pistas vacías que configuran la Transahariana, antes de llegar a Tamanrasset, y nunca olvidaré el ascenso, desde esa ciudad, hasta la Ermita del Padre Foucauld, en lo más alto de las montañas del Assekrem: perdí la cuenta de las veces que me caí en esa cuesta arriba inacabable, kilómetros de pista de piedra, como subir una escalinata de catedral que ascendiera más de mil metros en vertical. Y sin olvidar las dunas del Gran Erg Oriental, al sur del Chott El Jerid, en Túnez, la mención especial solo puede ir al Lago Rosa, esa meta soñada, en la que mi Land Cruiser LJ70 y yo disfrutamos por las dunas como si nos esperara el escalón más alto del podio de la carrera.

    En paralelo a todo ello se han publicado decenas de libros sobre este Dakar africano, que han contribuido a documentar la leyenda. Es cierto que algunos carecen de sustancia o andan sobrados de egolatría, pero otros ilustran desde dentro la carrera y las sensaciones de un viaje africano acelerado. Con modestia quiero mencionar mi participación en esta bibliografía, ya que se editó de modo limitado el blog que tuve la oportunidad de escribir, en directo desde la carrera, en el Dakar de 2007, cuando nadie sabía que iba a ser el último africano.

    A continuación, el Dakar llegó a Hispanoamérica, y apenas ha generado leyenda o bibliografía, y menos aun componentes míticos. El apartado de los viajes para disfrutar del recorrido no se ha cultivado en Europa, tanto por la distancia y los costes, como por la dificultad de desplazar hasta allí los vehículos propios. Además, no ha habido apoyo en la historia, cuyo contacto occidental es España, y apenas en las tradiciones locales, que se perciben como lejanas desde aquí. Por ello, y tras once años en el continente, el Dakar abandona América sin haber creado leyenda y sin dejar poso, y se traslada a la península arábiga. Y, ¿qué va a encontrar allí?

    No hay un pasado colonial, como en el Norte de Africa o en el Sur de América, y la relación emocional casi no existe. Hasta los años ’50 del siglo pasado, la región era muy pobre, y estaba habitada por pescadores que aun utilizaban dhow, el pequeño barco de vela triangular de origen egipcio, además de pastores de cabras y algunos camelleros. Wilfred Thesiger fue uno de los pocos occidentales que recorrió la zona y su libro “Arenas de Arabia” es una de las escasas referencias previas al descubrimiento de petróleo hace ahora poco más de cien años.

    Con este escaso conocimiento de una zona prácticamente deshabitada, aventurar de dónde vendrán los mitos de este tercer capítulo del Dakar es arriesgado. Por lo que ha adelantado la organización, la carrera saldrá del puerto de Yedda, en la costa del Mar Rojo, bien comunicado con Europa a través del Mediterráneo y el Canal de Suez. A continuación tomará rumbo Norte, aunque deberá esquivar la ciudad de Medina, prohibida a los no musulmanes. Se desviará hacia las montañas de Al Hijaz y tendrá mucha arena hasta llegar a Riad, la capital de Arabia Saudí.

    Lo mejor podría empezar aquí, al acercarse al Territorio Vacío (“Ar Rub Al Khali”), la inmensa zona del sur del país, deshabitada e inhóspita como el desierto del Teneré, uno de los lugares míticos del Dakar africano. Pero está cerca del territorio de Yemen, inmerso desde 2015 en una guerra civil, que cuenta con la intervención no declarada de otros países, como la propia Arabia Saudí, Estados Unidos o Irán, y del apoyo de Al Qaeda.

    Por fin, el Dakar 2020 terminará en Al Quiddiya, una ciudad en construcción, parte del plan Visión 2030 de modernización del país, que se inaugurará en 2022: se sitúa a 40 minutos de Riad, tendrá ocho millones de habitantes y un parque temático de juegos y deporte de 334 km2, lo que viene a ser cien veces Central Park, solo que en medio del desierto, no en medio de Manhattan. Sí, será el fin del recorrido, aunque dudosamente pasará a la lista de mitos del Dakar.


  • Asignaturas pendientes: Aragón Bike Race 2019

    Sabía que había alcanzado el punto clave de la carrera, el kilómetro 42,2 de la tercera y última etapa; sabía que desde aquel alto hasta la meta de la Aragón Bike Race 2019 solo quedaban 14 kilómetros y ni uno era cuesta arriba. Sabía que una asignatura pendiente en mi currículum de carreras estaba al borde del aprobado.

    Sin embargo, estaba tan agotado físicamente que ni sonreí, tan agotado mentalmente que solo me quedaban neuronas para no caerme en aquel sendero estrecho en un bosque denso en lo alto de la Sierra de Alcubierre, la que marca el límite entre Zaragoza y Huesca. En realidad, estaba desfondado desde mitad de la mañana del día anterior, y el único objetivo que tenía desde hacía meses era llegar.

    España es un paraíso para las bicis de montaña, especialmente si se compara con los países del centro y del norte de Europa, en los que el clima limita su uso durante bastantes meses del año. Los paisajes, más la infraestructura de hoteles, carreteras y aeropuertos, ha permitido que excelentes organizadores promuevan algunas de las mejores carreras por etapas para bicis de montaña que hay en el mundo: Andalucía Bike Race, La Rioja Bike Race, Mediterranean Epic, Costa Blanca Bike Race y unas cuantas más. El nivel es tan alto que las mejores son puntuables para el Campeonato del Mundo y, en todo caso, se encuentran muy lejos de las posibilidades de un aficionado como yo, con limitaciones por edad y tiempo disponible para entrenamiento. Estamos hablando de pruebas de hasta una semana de duración, en las que lo que más impresiona no son los kilometrajes diarios, si no los desniveles a salvar. La Rioja Bike Race está formada por una cronometrada y tres etapas, que totalizan 230 kilómetros de carreras y ¡5.215 m de desnivel acumulado!, una barbaridad que exige un nivel de forma muy alto. Y la Andalucía Bike Race está un escalón por encima, con una crono más cinco etapas, para sumar 381 kilómetros y 7.986 metros.

    Por eso pasaban los años y seguía sin aprobar mi asignatura pendiente de participar y, claro, llegar a meta, en una carrera por etapas. Hasta que a finales del año pasado supe de la existencia de la Aragón Bike Race, una versión a escala y con organizadores no profesionales de todo lo anterior. No es que lo viera fácil, al contrario, es que en comparación, era posible, porque solo me venía un par de tallas grande. La edición de 2018 había estado formada por dos etapas y una crono, para sumar 128 km y 2.300 metros de desnivel acumulado, lo que puede suponer un paseo para los que participan con soltura en las pruebas del mundial, y un desafío duro para mí.

    Uno de los puntos que me preocupaba la recuperación física entre etapa y etapa, por lo que hice dos simulaciones. Aun en Diciembre, rodé dos días seguidos para completar 85 kilómetros y 1.200 m de desnivel y no acabé en parihuelas, lo que me dio ánimos. Y lo repetí dos meses más tarde, añadiendo una sesión de bici estática para simular la cronometrada, y completé 134 kilómetros y casi 1.600 metros en poco más de 28 horas. Estaba contento con el resultado y me consideraba medianamente preparado para el desafío, solo que aun no sabía dónde me iba a meter.

    Aragon Bike Race 2019

    Comencé a enterarme mientras esperaba la salida de la primera etapa, en Lanaja, provincia de Huesca, corazón de la carrera. La mayoría de los participantes, agrupados y nerviosos tras el arco hinchable, por supuesto mucho más jóvenes que yo, llevaban bicis rígidas y un simple bidón de medio litro con bebida isotónica, mientras que yo confiaba en mi Orbea de doble suspensión y cargaba con un Camelback, un bidón y una colección de barritas de cereales y geles. Es decir, ellos prácticamente no iban a parar ni a comer, y yo estaba preparado para un recorrido de muchas horas con bastantes paradas; ellos preveían un recorrido tirando a rápido y no muy técnico, y yo me temía lo peor.

    Aragon Bike Race 2019

    Se dió la salida y salieron despavoridos, mientras me tomaba con calma los primeros 21 km., formados por pistas sencillas. Los había perdido de vista (en otras palabras, iba el último) cuando afronté los cinco kilómetros de subida a la Sierra de Alcubierre, desde cuyo alto me tiré, a veces por pistas, a veces por senderos estrechos y hasta peligrosos, hasta el kilómetro 40 de la etapa. Con 2h y 38’ de pedaleo sobre las piernas, afronté la segunda subida de la sierra, otros cinco kilómetros cuesta arriba, en lo que esperaba sería lo último duro de la etapa, porque quedaban 8 kilómetros más de sube-baja aparentemente suave por lo alto de la sierra, y doce más en descenso o llano hasta la meta de Lanaja. O eso me creía yo. Como consuelo estético, me encontré en este punto con el paisaje más bonito de los dos días de carrera: ya coronando la sierra, se veía a la derecha la llanura que alberga la ciudad de Zaragoza y lo que recordaba como recorridos iniciales de algunas ediciones de la Baja España; y a la izquierda, tras las llanuras del sur de la provincia de Huesca, los Pirineos nevados.

    Después de coronar por segunda vez, y creyendo que la primera etapa estaba conseguida, me topé con la sorpresa desagradable de una carrera de verdad, del tipo de recorrido de las carreras de alto nivel: los ocho siguientes kilómetros se convirtieron en una pesadilla que me hizo sufrir durante 45 minutos, plagados de miedo. Necesité todo ese tiempo para recorrer un sendero de ladera con la anchura justa del manillar, las cumbres de la sierra a mi izquierda y precipicios infinitos a la derecha, los árboles y el monte bajo a punto de engancharse con las puntas del manillar, y temiendo que ese manillar enganchado me tirara monte abajo hasta acabar con más de un hueso roto. En medio del monte y lejos de cualquier ayuda médica. Durante esos 45 minutos repetí, una y otra vez, hasta más allá del hastío, la misma secuencia: bordear un cerro girando a la izquierda, cuidando de no enganchar el manillar ni caerme por el barranco del lado derecho; dejarme bajar por el sendero lleno de escalones y raíces hasta iniciar el giro a la derecha, en el punto donde termina un cerro y comienza el siguiente; parar en el escalón brusco del giro a la derecha para no arriesgarme a una caída, bajar de la bici, empujar hasta que me puedo volver a subir, y bordear otro cerro girando a la izquierda. ¿Cuántas veces me bajé de la bici, empujé y me volví a subir: cien, doscientas?, ¿cuántas me golpeé con ramas o los pedales, cuántas pensé en una caída por el barranco y sus consecuencias?

    Aragon Bike Race 2019

    Y el día, la tensión, no habían acabado cuando bordeé el último de los cerros e inicié el descenso: una parte eran pistas rápidas, y cuando digo rápidas quiero decir que daba miedo de lo rápidas que eran; y otra, senderos estrechos, retorcidos, con escalones amenazantes. En todo caso, y por comparación con los ocho kilómetros de pesadilla, y pensando en que acababa la etapa, tirando a relajante. Crucé la meta 4 horas y 46 minutos después de haber salido, desfondado, tras batir mi récord personal de horas sobre la bici, y con el tiempo justo para la contrarreloj de la tarde. Sí, porque su orden de salida era el contrario al de llegada de la etapa de la mañana. Eso quiere decir que hice unos estiramientos en los que me crujieron todas las articulaciones y se quejaron todos los músculos, engullí un plato de macarrones, y volví a subir a la bici.

    El recorrido de esta contrarreloj individual eran 3,85 km alrededor del pueblo, aparentemente sin sorpresas. Solo que nunca hay que bajar la guardia. La falta de tiempo impidió que revisara la bici y el equipo de modo que, nada más salir, me sorprendió que fallaran los pedales automáticos. Por más que intenté solo conseguí que funcionara uno y con reticencias, y eso me daba miedo, porque una zapatilla que se engancha en el pedal automático es la diferencia entre salvar una dificultad poniendo el pie en el suelo, o acabar en revolcón.

    Como la crono no iba a tener mucha importancia en la clasificación final, preferí no arriesgar y terminé sin casi usar los pedales. Ya tras la meta, comprobé que el barro calizo de los charcos de la etapa de la mañana se había solidificado en las zapatillas, hasta crear una especie de revoco alrededor de las calas, que las hacía inútiles. De modo que al repaso que había previsto para la bici (presiones, aprietes y engrase de cadena), añadí un rato de quitar yeso en las calas con la punta de un destornillador. Y después, una larga ducha, muchas horas tumbado en la cama, y nueve más durmiendo para afrontar con energía la tercera y última etapa.

    Aragon Bike Race 2019

    Sí, reconozco que, esperando la salida, me quedaban dudas sobre si iba a acabar. El esfuerzo del sábado, físico y mental, había sido mayor del que esperaba, y si la tercera etapa se torcía, quedaba la posibilidad de tirar la toalla. Moralmente me dolía solo imaginarlo, aunque por otro lado era consciente de que estaba participando en una prueba impropia de mis circunstancias. Le daba vueltas a estas posibilidades mientras rodaba sin forzar por los primeros 23 kilómetros de carrera, pistas sencillas y casi llanas entre campos de cereales, reservando energías para el resto. Subí por tercera vez hasta lo más alto de la Sierra de Alcubierre, y bajé de nuevo por pistas rápidas y por senderos estrechos. Ya en el kilómetro 34 encaré la última subida, por la llamada Senda de San Pancracio, ya que acaba en su ermita. La senda era una colección eterna de escalones de piedra, como de escalinata de catedral, flanqueados por pinos entre los que se veían paisajes de pinares eternos con los Pirineos al fondo. Y otra vez lo de bajarse y empujar la bici, montarse y pedalear hasta el siguiente escalón que requiere bajarse y empujar. Como un autómata, pero con dolores.

    Al llegar a lo más alto, no pensé más que en el estrecho sendero entre matojos que iniciaba el descenso, menos aun en que, a esas alturas, llevaba 8 horas y 50 minutos de bici en las últimas 28 horas. No podía permitirme el lujo de una caída, por lo que no podía cometer el error de una pérdida de concentración. Seguí esquivando piedras, árboles, riachuelos y monte bajo, subiendo y sobre todo bajando, con la angustiosa y lenta cuenta atrás hasta la última meta.

    A veces me encontraba con controles de carrera en los que los comisarios, voluntarios de los pueblos cercanos, daban consejos y sobre todo ánimo. Transmitían el optimismo sincero y noble de las gentes del campo, tan lejos del optimismo algo descreído y a veces artificioso de los urbanitas. Casi al final de esta última bajada, los dos chavales me dijeron, con una expresión seria que me hizo prestar mucha atención, que tuviera mucho cuidado (enfatizaron el mucho) con el siguiente tramo. “Mejor lo haces andando”, puntualizaron. Y entonces me asomé: el tramo de sendero por el que circulaba, en la cresta de un cerro tachonado de pinos, se descolgaba entre piedras sueltas y tierra seca en un ángulo de unos setenta grados, ¡setenta!, algo que en la vida había visto. Me resultó peligroso bajarlo sujetando la bici, con las suelas casi rígidas de las zapatillas deslizando entre las piedras y la tierra. No me quedó otra que preguntarles qué habían hecho los demás participantes, que era una manera indirecta de indagar si algún descerebrado se había tirado por aquel precipicio: “Solo los dos primeros, con el culo por detrás del sillín y el pecho pegado al manillar”, respondieron mezclando la admiración y el miedo.

    Con el color volviéndome a la cara recorrí los kilómetros finales, de nuevo pistas rápidas por las cercanías de Lanaja, hasta que lo que quedaba de mí llegó a una meta en la que los organizadores ya empezaban a recoger.

    Me daba igual porque yo participaba en una carrera en la que el triunfo era llegar, y porque no me quedaban ni músculos ni neuronas con los que expresar lo que sentía.

    Primero necesité varios días para llenar los depósitos de energía del cuerpo, devastados tras el esfuerzo. Y en paralelo, calibrar la diferencia entre los profesionales o casi que subieron al estrado en la entrega de premios y quienes me miraron diciendo por dentro “¡qué necesidad!” cuando tras regresar les contaba a qué había dedicado el fin de semana. En el fondo, lo que en realidad había hecho era estimar dónde estaba mi límite, dónde empezaban mis miedos, y retarme a ir un poco más allá. Y lo había conseguido.


  • El parque móvil en 2018

    El encabezonamiento por participar en la carrera “Navalcarnero al Límite”, un maratón en bici de montaña de 88 km con desnivel escaso y por pistas anchas y rápidas, condicionó gran parte del año de la Ghost.

    Repasando la Ghost antes del MSO de 2018

    Era un recorrido distinto de los que habitualmente hago por la Sierra de Madrid, que suelen tener sus desniveles altos y trialeras estrechas. La adaptación empezó en Noviembre de 2017, y mezcló las pocas pistas anchas y rápidas que encontré en las cercanías de casa con la participación en maratones algo distintos de la carrera de Navalcarnero. Una de éstas fue el MSO, el Maratón Sierra Oeste de Navalagamella, en el que cometí un error de principiante: inscribirme mirando solo el recorrido y el desnivel, 52 km. y 1.304 m., respectivamente. En principio parecía simplemente duro, un buen entrenamiento para mi objetivo, solo que se me atragantó. Lo pasé realmente mal para llegar a meta, a mitad de la carrera ya estaba agotado y hacía muchas subidas empujando la bici. Al llegar al último avituallamiento, llevaba 3 h y 15’ de carrera, y nos dijeron que había un atajo hasta la meta. Alguno de los presentes lo tomó, y sin embargo yo preferí desechar la idea, al fin y al cabo no quedaban más que 12 km. Me hicieron falta una hora y 20 minutos para recorrerlos, por lo que totalicé 4h y 35’ de carrera y dos días de dolor muscular. Cuando llegué a meta los organizadores estaban terminando de desmontar el arco de llegada, y cuando llegué a casa entendí el porqué de mi agotamiento: calculé el IBP Index, el índice de dificultad del recorrido, justo lo que no había hecho de modo preventivo antes de inscribirme, y resultó un valor de 103, ¡la carrera más dura que jamás había hecho! Por ponerlo en perspectiva, la Carrera Africana de La Legión tenía un índice de 64.

    Me había hartado de bici, y por eso en la carrera de Colmenar del Arroyo, dos semanas más tarde, me inscribí en el recorrido corto, con 34 km y 727 m. de desnivel, para un índice de dificultad de solo 40, nada más que un aperitivo comparado con el atracón anterior. Fue un acierto, porque me congracié con la bici, y me divertí sin agobiarme en un recorrido ameno que me duró, con calma, 2h 35’.

    Tras un otoño seco y sin lluvias que se prolongó hasta Enero, resultó que en Febrero y Marzo llovió de repente lo que no había caído en un año. Y nevó varias veces. De modo que se aplazó la carrera de Colmenarejo del 4 de Marzo (me gustó mucho la edición de 2017) que iba a ser mi último entrenamiento antes de la de Navalcarnero. Y también ésta, por el mismo motivo. Qué decepción, cuántas horas de esfuerzo que se quedaron en nada. Eso sí, me quedó la reconfortante sensación de que yo había hecho todo lo que podía hacer.

    Listos para la salida

    Finalmente se reconvocó un mes más tarde, y me planté en la salida con las ideas claras: el recorrido estaba formado por un bucle inicial de 53 km con desniveles medios, y un segundo de 35 km más escarpados, por lo que había que reservar energías para el final. Así lo hice durante las primeras horas de carrera y, cuando llegué entero al término del bucle final, listo para atacar, me decepcionó, y a la vez enfadó, ver que habían puesto un límite de tiempo y el segundo bucle estaba cerrado. El enfado lo tuve con la organización, no conmigo, y cuando ya en casa releí el reglamento, vi que admitía la existencia de tiempos parciales máximos, pero no especificaba cuáles, lo que abre la puerta al organizador para retirar parte del personal con antelación y ahorrarse unas horas de retribuciones. Solución: no volver a ninguna prueba de ese organizador.

    El ”plan Renove” del parque móvil que inicié en 2017 abarca también a las bicis y, tras unos meses anunciada en las páginas digitales apropiadas, la Ghost encontró un nuevo hogar al terminar Agosto. La sustituta escogida hacía mucho tiempo era la Orbea Oiz M50, de cuya versión 2018 estuve perdidamente enamorado hasta que se presentó la versión de 2019. Con el dinero de la venta de la Ghost caliente en el bolsillo, corrí a mi tienda habitual y me topé con las contradicciones del actual mercado de las bicis de montaña: las diferencias entre las versiones de 2018 y 2019 se centraban en detalles decorativos insignificantes y el paso de un cambio 2×11 (en concreto, Shimano SLX/XT) a 1×12 (Sram NX Eagle), la última tendencia, solo que en la tienda quedaba una unidad de 2018 con un descuento tentador, y las unidades de 2019 tenían casi cuatro meses de lista de espera y un descuento poco más que simbólico.

    La Orbea Oiz M50 de 2018 acaba de entrar en el garaje

    Esa misma semana la Oiz M50 de 2018 estaba en casa y comenzamos a conocernos. La geometría y la posición de conducción eran de carreras comparada con la Ghost, y esos elementos, junto a un neumático delantero Maxxis Ikon 2,20, ofrecían una entrada y un paso en curva impensables para mí por elevados. Fue sencillo acertar con la posición de mandos y las presiones de neumáticos, aunque necesité varias salidas y unos cuantos kilómetros hasta encontrar los reglajes de suspensiones ideales. Y en mi carrera favorita, la Ruta Imperial, debutamos en público con un disfrute inmenso.

    El papel de coche de todos los días se lo quedó en 2018 un C-HR en sustitución de una RAV4, todos híbridos. Como ya esperaba, la precisión y agilidad de la plataforma TNGA, más el sistema híbrido de 4ª generación eran los puntos clave del C-HR y sus mayores ventajas. Las pruebas de prensa, basadas necesariamente en un uso breve del vehículo, suelen ser elogiosas y, como casi siempre, el día a día es algo diferente.

    En uso real el consumo es excelente, entre 4,5 y 4,8 reales, sin olvidar que el escaso par hace que las aceleraciones sean poco aceleradas, y las cuestas parezcan más empinadas que en cualquier diésel (¡acabo de decir que un diésel puede superar a un híbrido!, espero no que esto aún no se contemple en el Código Penal).

    Sobre el diseño, es obvio que éste ha colocado por encima de la parte práctica, y además parece sobre-elaborado. Queda la duda de si el lavado de cara a la mitad de su vida comercial supondrá un diseño más complejo todavía (¡no, por favor!) o una simplificación que le haga perder la personalidad (¡tampoco!); todo un desafío de equilibrio para los responsables.

    La vida del Land Cruiser HDJ80 en 2018 fue más que sobresaltada, y no solo por lo que sucedió en el viaje marroquí de Mayo que ya se narró en este blog. Los años le pesan, y de vez en cuando da trabajo.

    Los rodamientos de la transfer de un HDJ80 parecen de barco

    Durante los preparativos del viaje tocó cambiar el retén de entrada al diferencial trasero y las pastillas de freno, además del aceite del motor y su filtro. El hecho de que la transfer saltara de L a N en las reducciones de 3ª a 2ª no se resolvió sustituyendo su lubricante, y no quedó otra que abrirla y cambiar unos enormes y caros rodamientos. Y al regresar a España, la lista continuó para dejarlo listo para la venta: trabajo en la instalación eléctrica del arranque para reconstruir lo dañado y reparado artesanalmente en Marruecos, limpieza del radiador, sustitución de su envolvente, del ventilador y de varias correas, y muchas sesiones de lavado, aspirado, engrasado y acciones similares de esas que se suelen encuadrar en lo de “darle cariño”.

    Y una vez listo de nuevo para cualquier aventura, publiqué los anuncios en las páginas digitales más oportunas y ahí estamos, a la espera de que encuentre un nuevo hogar.

    Tampoco el M3 tuvo un año tranquilo. El cuadro de mandos decía que le quedaban 200 km para la revisión, de modo que decidí pedir cita en un Concesionario BMW. Al ser un M no hay menú de precios en Internet, de modo que fui en persona al Concesionario. Repasando el historial en la base de datos de la marca, vimos que tenía hecha en Marbella la campaña de casquillos de biela, y pendientes las dos de airbag, tanto la de sustitución del inflador del acompañante como la de conexiones del del conductor. ¡Y BMW no me había dicho nada! El recepcionista me explicó que la del conductor se refería a las conexiones eléctricas, y la del acompañante se debía a la degradación del propelente del inflador que, al desplegarse, podría generar metralla. La explicación del segundo caso fue técnicamente correcta aunque innecesariamente morbosa.

    Respecto a la revisión en sí, la Inspección II nos parecía excesiva. Incluye un carísimo reglaje de válvulas, que supone cuatro horas de mano de obra más la junta de la tapa de balancines, también cara, y era innecesario en mi motor incluso en opinión del jefe de taller del Concesionario: el sonido a ralentí era intachable. Y en la Inspección I echábamos a faltar las sustituciones de los lubricantes de caja de cambios y de diferencial. Por ello acordamos hacer una Inspección II sin reglaje de válvulas, añadiendo esos dos cambios de aceite.

    Pasando al trato al cliente, resultó agradable y cordial, pero nunca premium. La zona de recepción parecía un lugar de paso, no ubicado ni en la exposición ni en el taller, lejos de lo que debería ser el lugar en el que se recibe al poseedor de un bien de lujo que acude a su fabricante para cuidarlo, y carente de la distribución en planta y la decoración necesarias. Ofrecían vehículo de sustitución (bien) aunque había que pagarlo (mal), al menos me permitieron elegir entre BMW X2 y Mini (bien) a precio realmente bajo (bien), me cobraron solo un día (bien) aunque el M3 estuvo de lunes a viernes por un retraso en una pieza (mal) y me entregaron el X2 elegido en la reserva de combustible (mal).

    Si profundizamos en los detalles de organización, salen a la luz más elementos impropios de un trato premium: la cita estaba concertada con quince días de antelación porque el taller no tenía hueco, pero eso implica una ventaja en términos de previsión. En ese caso, ¿por qué no tenían preparadas las piezas necesarias? Habrían tardado 24 horas en entregarme el coche, y no cuatro días. Y si el lunes me dijeron que estaría el martes, y les falló el filtro de polen, ¿por qué no me llamaron para decírmelo e hice el viaje en vano? Y finalmente, al recogerlo lo habían lavado, pero lo aparcaron bajo unos árboles y me lo entregaron lleno de polen. ¿Por qué no lavarlo justo antes de la hora de entrega, o si no es posible guardarlo en un lugar protegido?

    El vehículo de sustitución había sido un BMW X2 recién lanzado al mercado y recién matriculado, un 2,0 diésel de tracción delantera; es decir, todo lo contrario a lo que antes era un BMW. Ni un reproche a los acabados, a los materiales o a los ajustes; la estética es excelente en vivo, con un equilibrio entre la expresividad de las líneas de tensión y la sobriedad que se espera de un vehículo alemán, más un añadido contundente: el efecto que causa el logotipo de la marca en la base del montante C, que es elegante y enfatiza un punto clave del diseño de la marca desde hace más de medio siglo. Por dentro, el iDrive, el mando rotatorio multiuso es bastante más lógico (o se ajusta más a mi lógica) que sus primeras generaciones. Sí le pongo pegas a la mezcla de tracción delantera y motor con mucho par, por más que el cambio automático (o secuencial) de ocho marchas haga grandes esfuerzos por suavizar una relación tensa: en curvas, sobre todo lentas, la dirección nota la influencia del par, y en los atascos la suavidad en el inicio de la marcha no es su mayor virtud. El programa “Confort” atenúa estas reacciones y cualquier otra, porque genera una conducción anestesiada, y el programa “Sport” (el motor estira más, los cambios de marcha son más rápidos) las acentúa y acelera sensiblemente el ritmo.

    Devolví este X2 y sus contradicciones, le dí un buen mordisco al crédito de mi tarjeta, y salí feliz del Concesionario con mi M3 recién revisado: sonido impecable, cambio suave con su aceite nuevo y, según el cuadro, 25.000 kilómetros hasta la siguiente revisión. Dos kilómetros después noté una cierta aspereza en un motor que destaca por su suavidad; cuatro más allá no giraba limpio, como que fallaba intermitentemente algún cilindro. Poco después noté falta de potencia, y se encendió el fallo de testigo de motor. Llegué a casa sin seis cilindros (¡qué vulgaridad!), con temperatura de motor correcta, sin humos ni malos olores, me quedé con dudas sobre el estado del coche y sobre la actuación del Concesionario de la marca.

    Esto sucedió un viernes. Cuando el lunes por la mañana telefoneé al Concesionario, no hubo atisbo de empatía: ni un “lo siento”, “no se preocupe” o similar. Es más, hubo que llevar el coche al Concesionario en la grúa de mi seguro. Después de 48 horas sin noticias, llamé en busca de información, y solo obtuve una breve explicación según la cual “eran las bujías” y estaban en ello. El lunes siguiente (¡por fin!) me dijeron que la culpable era la bobina del tercer cilindro y que como “de estos coches” casi no hay recambios en España, había que traerlo de Alemania y llegaría el jueves. También podían haber camuflado el retraso en la exclusividad de mi coche y otros valores positivos, y no en la rareza. Finalmente, el viernes me llamaron para decirme que estaba reparado y que el precio era menor del temido. La entrega no tuvo nada de memorable; afortunadamente, disfrutar de un motor sublime sí lo es, y llegamos a casa sonrientes.

    Unos días después afronté el siguiente paso en el proceso de venta del M3, porque las preciosas llantas de 19” presentaban posibilidades de mejora. En primer lugar, había desagradables marcas en los bordes, consecuencia de alguna maniobra de aparcamiento demasiado cercana al bordillo. Además, el anterior propietario había decidido unificar en color titanio el aspecto de las llantas de todos los coches de su colección, lo que chocaba con mi querencia a mantener de estricta serie todos los que tengo. A través de un Concesionario de Toyota, me puse en contacto con taller especializado en estas lides, que en apenas tres días hizo un resultado excelente, aunque no del todo barato. Pulieron las llantas para eliminar la pintura que no me gustaba, repararon los daños, y aun fueron capaces de equilibrar, y de reponer los pequeños escuditos con la M. Una vez montadas, el M3 recuperó el aspecto original, con un brillo luminoso en las ruedas contrastando con el color oscuro “Diamantschwarz Metallic” de la carrocería y el negro de la capota, y a juego con los cromados discretos, en especial el de las aletas delanteras que homenajea al maravilloso 507 del Conde Albrecht von Goertz.

    Con este formidable aspecto, emprendimos un viaje por el Maestrazgo y los Montes Universales, que mereció entrada independiente en este blog. Al regreso, limpieza a fondo y sesión de fotos, más nueva visita al Concesionario de BMW: se había encendido el testigo de fallo de airbag. Según los foros y el comentario inicial del recepcionista, el culpable era el sensor de ocupación del asiento del pasajero; en realidad, era la ECU de airbag. Otra experiencia escasamente premium. A continuación, redacté cuidadosamente un texto que dejaba claro que el formidable estado de este M3 lo alejaba de las opciones tuneras de mantenimiento dudoso que andan por ahí, y lo colgué en las páginas habituales de venta de vehículos.

    Durante varios días me llovieron las consultas más o menos serias, junto a ofertas avaras y otras cercanas a la realidad del mercado. Al final, pacté un precio razonable con la primera persona que lo vió, y cerré el proceso, aunque durante unos días más siguieron llegando ofertas de quienes fueron más lentos en sus reacciones.

    Y así arrancó el parque móvil en 2019: con un gran hueco en el garaje (y en mis recuerdos), y con un plan Renove bastante avanzado: acabado en el lado de las bicis y a mitad de camino en el de los coches.


  • El paraíso empieza a una hora de Madrid

    Para quienes vivimos en alguna de esas grandes ciudades en las que se considera al automóvil como origen de todos los males, y vemos acercarse el coche autónomo, conducir de modo activo y disfrutando por carreteras secundarias, y alcanzar pueblos en cuya plaza mayor se puede aparcar (¡y sin pagar!) parece un placer lejano. Y sin embargo ese paraíso empieza a una hora de Madrid.

    Una vez que, a la altura de Alcolea del Pinar, el M3 abandona la carretera de Barcelona, entramos en otra realidad. Carreteras secundarias anchas y en buen estado, con rectas en la que rodar a 140 km/h en sexta relajada con el sol cayendo por el horizonte, y curvas enlazadas de radio constante en 4ª y 5ª.

    Mezcla de arquitectura e ingeniería de diversas épocas.

    Con el paso de los kilómetros las carreteras se estrechan y anochece, el ritmo baja porque comienzan a ser frecuentes la horquillas de segunda, y los nombres de los pueblos nos hacen ver que estamos en otro tiempo y en otro lugar: Monreal del Campo, Bañón, Montalbán, Alcorissa, Mas de las Matas. Acabamos callejeando por Forcall y aparcando entre edificios señoriales y otros no tanto en su plaza mayor. Nos alojamos en el antiguo palacio Miró – Osset, del siglo XVI, y a continuación paseamos por un entorno que nos aleja de las costumbres atenazadoras de las grandes ciudades. El único lugar abierto en el que se puede cenar no es una franquicia de comida prefabricada, ni mucho menos; más bien es una amalgama irregular de pasado y presente, costumbres y tipismos: a la izquierda de la barra, la pantalla enorme de televisión muestra, ante la indiferencia general de los parroquianos, las cuitas de un desactivador de explosivos del ejército de EE. UU., destacado en unos de esos países en que, según los guionistas, todos los habitantes son malos o al menos sospechosos; las conversaciones de los clientes y los propietarios van del “mañana salimos a setas” a “ te he traído unos peces que hoy he ido al río”, mientras se desborda sobre la mesa el contenido que venía envuelto en papel de estraza, y a los olores del lugar se añaden los del pescado y los de un río de montaña.

    Lo único que se puede cenar lo acordamos con la cabeza de la señora que se asoma desde la cocina a través de una cortinilla de colgantes, y resulta ser un bocadillo de más de treinta centímetros de longitud, con el pan untado en tomate, lleno de lonchas de jamón de verdad y conteniendo una tortilla francesa de un número indeterminado aunque obviamente elevado de huevos.

    Mientras al fondo se desactivan explosivos, los parroquianos hablan de la temporada de setas y yo devoro el bocadillo, empiezo a preguntarme: “Brexit, Madrid Central, ¿qué es eso?”

    A la mañana siguiente, cerca de Morella, un cincuentón culto que se niega a dejar de ser hippie nos enseña pinturas rupestres. Su aspecto desaliñado y las ropas del Decathlon no encajan con el entorno, y ninguno de los tres con su lenguaje culto y cuidado y las explicaciones documentadas, propios de un antropólogo o de un prehistoriador. Un rato después nos da la bienvenida la arquitectura inverosímil de Morella, rodeada de murallas, con los edificios colgados de las laderas, asomados a precipicios. Al final de una calle porticada, un palacio de piedra, con aspecto grave y sólido, es ahora un hotel en cuyo restaurante disfrutamos de una comida alejada varios años luz, en precio y calidad, de los menús de oficinista de Madrid, y decido que el secreto de cerdo al vermuth merecerá mención en este blog.

    Ya de noche disfruto los 120 kilómetros de carreteras secundarias que separan Morella de Teruel, con tramos llanos y rectos de 140 km/h, zonas enlazadas de 3ª y 4ª a medio régimen y horquillas de 2ª en subida, sin atisbo de subviraje, con los Dunlop delanteros mordiendo el asfalto al tirar el M3 en la curva mientras el control de tracción parpadea al acelerar con ganas a la salida y los faros de xenón iluminan la cuneta exterior y dejan a oscuras la siguiente curva. Entre Mirambel, Cantavieja y Cedrillas me dejo encandilar por el formidable sonido del seis en línea por la noche, ronroneando o rugiendo, según donde esté la aguja del cuentavueltas, con un tacto de dirección preciso y confiable sobre el asfalto seco y limpio aunque frío. Al llegar a Teruel nos encontramos con “el perolico”, la versión local del festival de las tapas, con el toque recio de la zona: los bares ofrecen cuencos de barro llenos de platos basados en judías o garbanzos, en receta que huele a casa de la abuela.

    Al fondo, el aeropuerto de Teruel.

    El tercer día de viaje, los 29 kilómetros que nos separan de Albarracín se inician por una llanura que parece impropia de la zona, y de pronto surge un aeropuerto destinado básicamente a estacionamiento de aeronaves y escuela de vuelo. Por supuesto que paramos a fotografiar el M3 con aviones de fondo. Al salir de la llanura, la carretera se interna entre cañones que culebrean en paralelo al río Guadalaviar, y Albarracín aparece colgado entre cerros, amoldándose a sus contornos y a los del río, demostrando que había un más allá en la inverosimilitud de la arquitectura respecto a Morella. El pueblo se nota limpio y cuidado sin perder naturalidad, el frío húmedo pasea con nosotros por las calles estrechas, y hacemos un recorrido por la ribera del río, a veces por la orilla y otras por pasarelas colgadas de la montaña, vertiginosamente por encima del nivel del agua.

    Para comer, escogemos un restaurante que promete mucho en calidad, comida y vistas desde la sala, y en absoluto nos decepciona. Desde nuestra mesa vemos el perfil adusto de las montañas y el discurrir del río, y aceptamos la sugerencia del ternasco con patatas panadera. Para regarlo, un sorprendente vino de la tierra, a base de un coupage de seis uvas, que nos hace dar vueltas por la tarde en busca de una tienda en la que conseguir un par de botellas que llevarnos a casa; por supuesto que las encontramos e hicieron el viaje de regreso en el maletero del M3.

    Esperaba con ilusión el recorrido del cuarto día de viaje, y reconozco que pasará a mis recuerdos de experiencias de conducción. Arrancamos por el fondo del valle, con asfalto seco aunque muy frío en carreteras secundarias de lujo: bien señalizadas, con arcenes y sin parches, curvas de radio constante en tercera y cuarta, con el motor saliendo a 3.000 rpm para estirarlo en las rectas hasta 6.000.

    Solo que luego las carreteras se estrechan, el cielo se cubre, comienzan los parches y coronamos el puerto del El Portillo a 0ºC y con nieve. Y aquí se acabaron las bromas: ni por los agujeros, ni por la anchura del asfalto ni por el agarre. Hay que tener un tacto exquisito en los cambios de apoyos cubiertos de hojas, con los desprendimientos, con las horquillas de 2ª en bajada con contraperalte. En esos momentos agradezco la nobleza del M3, su capacidad para decirme todo lo que pasa en las ruedas, para contarme cuánto de lejos está de su límite, lo que me permite saber cuánto me acerco al mío como conductor. El tacto de la dirección y la dulzura del motor a medio régimen son fuente de tranquilidad en estas circunstancias, y llegamos al fondo del valle del río Cabriel con una sonrisa de satisfacción.

    La visita al nacimiento del río Cuervo es lo que se puede esperar de uno de los parajes más bonitos de España: un río que surge con una fuerza y un caudal inesperados de entre unas peñas, que se descuelga monte abajo, se deja caer por unas cataratas y luego avanza perezoso por la llanura, todo al borde del camino señalizado que permite al viajero disfrutarlo desde muy cerca. Se nos meten hasta los huesos el ruido del agua y el frío húmedo, y nos los sacudimos en el mesón que ofrece un menú del día digno del paisaje: potaje de garbanzos, matanza y natillas caseras de verdad, incluso con su galleta María Fontaneda.

    El cierre del viaje es un recorrido espectacular, sin baches, con asfalto seco, bajadas espeluznantes y camiones sobrecargados de madera: la M-2105, por Huélamo, Uña, el Ventano del Diablo (¡el nombre lo dice todo!) y luego hasta Cuenca. Todo un derroche de curvas entre 2ª y 5ª, de entre 30 km/h y lo que me atreví, encañonado junto al río Júcar, entre murallones de piedra y pinos. Se repite una secuencia de sonidos y gestos, una combinación de movimientos y sensaciones: aguantar el gas con el motor rugiendo hasta donde resulta razonable; soltar el acelerador, oír el golpeteo del pedal contra su tope de apertura mientras ya piso el freno y, con la vista buscando la salida de la curva, quito una o dos marchas con el motor rugiendo en cada reducción, tanteando el momento prudente de abrir gas y oír una vez más el cambio de sonido del motor. Aderezado con los ecos del valle unas veces y el sonido limpio si se rueda por la parte alta de la sierra, con la mesura debida al cruzarse con camiones, maquinaria agrícola o conductores más lentos, con sonrisa de placer cuando me siento íntimamente relacionado con el coche.

    Una vez en Cuenca capital desembarcamos en el áspero presente: no se puede estar más de treinta minutos con un vehículo en el casco histórico, de modo que correteo por callejones medievales con el equipaje hasta la casa palaciega del siglo XVII en la que nos alojamos, regreso al coche a la carrera y huimos hasta más arriba del castillo, ya fuera de la zona prohibida. Desde allí, con el puente de San Pablo y el parador a nuestros pies, vemos cómo el sol se oculta. Parece que también lo de disfrutar conduciendo se acaba; vamos a aprovecharlo mientras sea legal.


  • Eléctricos y viejunos

    Uno de los aspectos más fascinantes del diseño de automóviles es la relación entre forma y función, cómo la primera oculta, disimula, enfatiza o ignora a la segunda.

    En los primeros vehículos con motor la función, limitada por el nivel técnico de la época, era primordial por lo que la forma, más cercana a la estética, pasaba a un nivel secundario. Por ello que heredaron directamente características propias de los vehículos de tracción animal: el motor está delante, como los caballos, y el conductor se sitúa detrás de aquel y por encima, como para ver el camino por encima de las ahora inexistentes crines. Es más, el elemento que separa a ambos, que ya no evita que las salpicaduras de los cascos lleguen al pescante, se sigue llamando salpicadero.

    A igualdad de potencia, un motor eléctrico es más pequeño que uno térmico, no necesita caja de cambios, y no está condicionado en su ubicación por una transmisión mecánica y rectilínea a las ruedas motrices. Es más, existe la alternativa de situar un motor eléctrico más pequeño en cada buje, lo que de una vez elimina transmisiones y sistemas de control de tracción, al ser una especie de autoblocante y “torque vectoring” a la vez. Entonces, ¿por qué los coches eléctricos siguen teniendo un morro que parece albergar un motor?

    También el depósito de combustible tiene sus condicionantes: requiere de un volumen mínimo para obtener la autonomía deseada, si es demasiado plano la bomba se descebará cuando aún quede mucho combustible, y debe ir en una posición baja para no elevar el centro de gravedad. Solo este último punto es común con las baterías de un eléctrico, que pueden ser muy planas, ubicarse bajo el habitáculo o incluso repartirse por el vehículo.

    Con todo ello, las últimas limitaciones técnicas serían las obligadas por las normativas, en especial las de protección de peatones y las de impacto, ya que no se entendería que un vehículo “del futuro” no alcanzara las cinco estrellas de EuroNCAP.

    Sin embargo, un Nissan Leaf sigue teniendo el perfil de un “hatchback” tradicional, y un Tesla es un sedán ¡con dos maleteros!, igual por fuera que hace un siglo. Si la llegada (o el advenimiento) de los coches autónomos está replanteando los aspectos más básicos del diseño de interiores, ¿por qué los eléctricos no marcan una ruptura con los térmicos? No creo que sea falta de atrevimiento por parte de los diseñadores, y sí insuficiente valentía en sus directivos, más la nefasta influencia de los “focus groups”, esos grupos de clientes potenciales u objetivo que dan su opinión (generalmente iletrada y subjetiva) sobre conceptos, planes y prototipos. Esta práctica no existía en la época de Henry Ford, pero se le aplica perfectamente ese comentario que en realidad nunca hizo tras lanzar el Ford T: “Si hubiera preguntado a los clientes qué quieren, habría terminado fabricando caballos más rápidos”.


  • Diseño y honestidad

    En las últimas semanas me he topado con dos artículos que abordan el mismo tema desde perspectivas similares. Aidan Walsh publicó el pasado mes de Junio en www.car design news.com un artículo de opinión titulado “Por qué importa el diseño honesto”. Y en su blog www.auto-didakt.com, Christopher Butt escribió sobre “Post-factual design”. Ambos comentan que, en los últimos años, la exageración en el diseño de automóviles ha pasado de ser excepción explícita a norma. Siempre ha habido coches cuyo interior tenía una imitación de madera que se notaba que era una imitación, o un amago de alerón, totalmente innecesario para las modestas prestaciones del vehículo que lo llevaba. Ahora esas mentiras formales han pasado a ser costumbre.

    Mazda MX-5

    Los frontales están llenos de falsas entradas de aire que no refrigeran frenos ni radiadores; cada parte posterior de un automóvil actual tiene hasta cuatro salidas poliédricas de escape de mentira, y una pequeñita y redonda de verdad. La aerodinámica es una víctima estelar en este juego: ¿para qué necesita un utilitario urbano faldones delanteros, salidas de aire en las aletas delanteras y posteriores, y extractores de aire traseros como si fuera un coche del DTM? Y para colmo, también tiene un botoncito que permite “programar” un tipo pretencioso de ruido de motor, que se oye por los altavoces del equipo de sonido.

    ¿Ejemplos directos? Basta con pasear con atención por un aparcamiento para ver las entradas de aire del Honda Civic actual, la ventanilla lateral trasera del MX-5, y el abultamiento del capó de un Ford Fiesta. O el BMW X2, un tracción delantera de cinco puertas para llevar a los niños al colegio, que quiere parecer un TT.

    La influencia del aspecto formal en nuestra percepción hace que incluso la madre naturaleza recurra a estas exageraciones: los pavos reales que se despliegan, los rugidos del león o la berrea de los ciervos para impresionar a las hembras son buenos ejemplos naturales. Los humanos aprendimos esto hace tiempo, y lo hemos reflejado, sin ir más lejos, en los uniformes militares: para impresionar al enemigo fingiendo mayor estatura o corpulencia se crearon las gorras de plato o las hombreras, respectivamente.

    Sorprende que esta situación aparezca en un momento de cambio e indefinición para el sector del automóvil. El Dieselgate ha generado desconfianza, se asume implícitamente la culpa en la contaminación (de ahí los coches blancos), obviando que esa responsabilidad se debe compartir con otros sectores, y no están claras de cara al futuro cuestiones tan básicas como la propulsión y la posesión de los vehículos, lo que pone en duda la función (y el tamaño, los presupuestos, las plantillas y su propia existencia) de distribuidores nacionales y concesionarios locales.

     ¿Piensan los diseñadores de automóviles, o quienes aprueban su trabajo, que los clientes son tontos y se creen esas mentiras estéticas, o que no se dan cuenta, que les da igual o, peor aún, que les gustan? Consiguieron en su día, y tiene mérito, que un monovolumen no pareciera una furgoneta con ventanillas, y están logrando que un turismo familiar de cinco puertas y tracción delantera parezca un vehículo de aventuras, pero que un utilitario parezca un coche de carreras está más cerca de la mentira que del mérito.

    Los textos sobre la menor sinceridad y mayor complejidad en el actual diseño de automóviles, en especial por parte de los fabricantes alemanes de prestigio, terminan recalando casi siempre en Dieter Rams. Fue el influyente director de diseño de Braun de 1961 a 1995, y acuñó sus “diez principios de diseño”, cada vez menos respetados por la mayoría y más venerados por una minoría. Claro que su lema “Weniger, aber wesser” (Menos, pero mejor) se choca de frente con la expectativa ampulosa y sobrecargada de muchos clientes, en especial los de los nuevos países de ricos.

    Sinceridad sobre ruedas: Citroën 2 CV

    Muchos de los mejores diseños de automóvil, como el Fiat Panda, Citröen 2CV o DS, Mini o Golf de la primera generación, son honestos. Lo que se ve es lo que hay. Lo que se ofrece es lo que se da. Hasta hace poco, una sólida excepción actual era el Dacia Duster, que había asumido el honesto papel de Land Rover o Lada Niva del siglo XXI. Pero también él nos ha decepcionado: las salidas de aire de las aletas delanteras de la versión que se lanza ahora son falsas.

    Ya no nos queda ni Dacia: los pasos de rueda del Duster son falsos