No voy a contar lo que sucedió en la tarde del viernes anterior a la carrera para no decepcionar a los que aun piensan que LCA Competición es un equipo bien organizado. Solo diré que el sábado a las ocho de la mañana, entre el frío y la neblina, estábamos listos. O casi.
El vuelco en el barro de Jaén había dejado sus huellas. Las del Land Cruiser las habían hecho desaparecer en JRx4 con unos días de trabajo intenso, pero me daba miedo que yo le hubiera cogido miedo al barro. Porque el miedo paraliza, y lo que se necesita en una carrera es capacidad de improvisación asociada a valentía, el coraje que le permite al piloto utilizar todos sus recursos.
Lo que nos esperaba el fin de semana era la 25ª edición, y muy probablemente la última, de la Montes de Cuenca, la prueba más veterana del calendario español. Si estamos de acuerdo en que España es el único país de Europa con un campeonato de raids que merece ese nombre, entre el frío y la niebla del sábado se colaba la sensación de que el telón de las carreras de verdad está cayendo y hay que disfrutar de las que quedan.
Con ese ánimo salimos a la especial de la tarde del sábado, algo más de diez kilómetros junto a las últimas casas de la ciudad, y por tanto rodeados de gente. Las primeras curvas tenían mucho agarre y pudimos apretar, pero luego había barro intermitente, y uno no podía andarse con alegrías. A la salida de una curva a la izquierda pisamos uno de esos charcos embarrados, y el Land Cruiser sintió la tentación de deslizarse por el talud de la derecha y volcar en el sembrado que había más abajo. Antes de que el miedo al miedo se metiera en el coche, tiré el volante a la derecha, pisé a fondo y volamos, rectos y planos, hasta el sembrado. Una vez que aterrizamos, de nuevo acelerador a fondo para no atascarnos entre los surcos y ¡el coche no corría! Miré al cuadro y vi el testigo de fallo de motor encendido ;no solté el gas, buscamos entre Alvaro y yo la salida del sembrado y el retorno a la pista, cuando el motor se asfixiaba bajé a primera y seguí apretando con todas mis ganas el pie derecho, sin pasar de tres mil vueltas encontramos la manera de volver al recorrido y entonces empezamos a pensar en soluciones: en una especial de 10 Km, pararse e intentar una reparación es inútil, luego solo había solución si el motor volvía a su ser con el viejo truco de parar y volverlo a arrancar. Hicimos dos curvas más en la zona retorcida en la que estábamos, y al encarar una mínima recta apagué el motor, lo volví a arrancar, ¡y corría! ¡Qué delicia ver de nuevo el cuentavueltas llegando a las 4.400 rpm y el manómetro del turbo en 1,4 bar! Disfrutamos mucho lo que quedaba de tramo, y llegamos a meta resoplando aliviados, en séptima posición de los ocho de nuestra categoría.
Lo del domingo iba a ser más largo y más serio, porque empezábamos con un tramo de 156 Km. y luego teníamos otro de 132. La novedad de la carrera era que pararse en la asistencia era voluntario, la zona de asistencia estaba dentro del primer tramo, y el tiempo de parada contaba; en conclusión, era mejor cuidar el coche y no pararse, y limitarse a revisarlo entre copiloto y piloto en el tiempo del enlace entre los dos tramos. Para compensar, sabíamos que los paisajes, los terrenos y la variedad de pistas son de lo mejor del campeonato, y los íbamos a disfrutar.
Y de ese modo arrancamos la mañana, con una fantástica trialera en bajada, de tierra dura y erosionada, que encaramos poco después del Km. 6, cuando se estropearon los lavaparabrisas. Muy poco después llegamos a la zona más conocida de la carrera, que se conoce como “el viaducto”, una vaguada de unos veinte metros de profundidad y unos cien de anchura, cruzada por un viaducto por el que pasa la vía del tren. El recorrido para la carrera consiste en descolgarse por una pista que baja, dar unas vueltas abajo y trepar por la subida; como la zona está cerca de la ciudad de Cuenca y el viaducto es un balcón ideal, es el lugar de máxima aglomeración de público. Yo estaba algo preocupado por lo que había oído sobre esta zona, pero Alberto Dorsch me tranquilizó: “Si hiciste lo de Melilla, esto es una broma”, porque para el piloto resulta ser más espectacular que complicada. Por eso cuando llegamos únicamente me impresionó el colorido de los aficionados repartidos por los alrededores, y me limité a tirarme en segunda larga por una cuesta abajo más prolongada y vistosa que difícil. Desde el fondo tampoco la subida parecía gran cosa, y la atacamos con decisión igualmente en segunda larga. Faltaba poco para coronar cuando el maldito testigo de fallo de motor se volvió a encender y, faltos de potencia, nos quedamos parados en plena subida. Por supuesto no había tiempo para pensar en el miedo escénico de Valdano, y sí en como salir del trance: pisar los dos pedales del lado izquierdo, parar y arrancar el motor, y hacer la bajada marcha atrás y casi a ciegas, con Alvaro guiándome con tan poca visibilidad como yo. Se me hizo eterna. Una vez abajo, pensé que si el testigo se encendía al llevar el motor al máximo, lo mejor sería no forzar el motor, por lo que subimos, esta vez sin pegas, en segunda corta. (El episodio, visto desde fuera, no tiene más gracia que la de un coche que no remata una subida y lo vuelve a intentar. Es lo que se ve en el vídeo colgado en You Tube. Prometo que, desde dentro y con el volante en mis manos, las impresiones son muy otras).
A partir de aquí los paisajes eran tan bonitos como cambiantes, y siento no entender de botánica o de geografía para explicar con propiedad las variedades de vegetación, formas, colores y perfiles por los que pasamos. De hecho, las dos frases que más repetí durante el tramo fueron “¡Qué paisaje más bonito!” y “¡Voy ciego!”, por el maldito barro pegado al parabrisas.
Una constante del recorrido eran los pasos estrechos en bosques, unas veces de pinos y otras de encinas. Cuando el agarre del piso es uniforme se calcula bien la trazada y no hay peligro de tocar ningún árbol. Pero los charcos inesperados hacen que de repente el coche deslice más de lo previsto. Llevábamos ya muchos kilómetros pasando cerca de los árboles y nos habíamos acostumbrado a su cercanía, por lo que me sorprendió el ruido repentino que oímos, como una explosión dentro del coche. Miré a la derecha y vi cómo estallaba el cristal de la puerta de Alvaro, después de darnos contra un árbol al que no le había gustado que nos acercáramos tanto. Alvaro estaba bien y el coche no se quejaba, de modo que seguimos, con el aire fresco de los montes de Castilla entrando por el hueco de la puerta.
En otras ocasiones rodamos por llanuras anchas y despejadas, cruzadas por pistas en las que la velocidad del vehículo no depende más que del valor de quien lo conduce. Cuando se encara una de estas rayas de tierra como trazadas por un tiralíneas, de tierra dura cubierta de arenilla deslizante, la sensación es de que todo irá bien mientras el mundo siga siendo recto y plano, pero si hay que girar, frenar o ambos, puede suceder lo mismo que a un colega de categoría, que acabó con tres vueltas de campana. Por eso no me atreví a pasar de cuarta a 120 de marcador, que visto ahora, en frío, es exagerado para carretera de pueblo, t casi demencial para pista de tierra.
Con la relajación propia de los tramos largos continuamos sin más novedad que pararnos en el Km. 61 para limpiar el parabrisas, una vez que ya estaba harto de no ver la entrada de las curvas a la izquierda, porque el barro se había quedado a vivir en la parte inferior izquierda del cristal. Nos desconcentramos diez kilómetros más allá, cuando llegó al coche por la ventanilla rota el olor de la barbacoa de unos aficionados.
Paramos en la asistencia solo para limpiar el parabrisas y coger papel de taller, y acabamos el tramo en poco más de 3 h 3’, más contentos que cansados. Tras el enlace por carretera nos quedaba apenas un cuarto de hora para repasar el coche por nosotros mismos, que es el tiempo justo para limpiar cristales, repasar las fijaciones de ruedas de repuesto y gato, repasar los niveles, y hacer en una cuneta lo que se suele hacer en una cuneta después de varias horas metido en un coche.
El segundo tramo tenía un inicio mucho más lento que el primero; de hecho, en la primera hora solo hicimos 45 Km: zonas de mesetas, casi páramos, con monte bajo y mucha piedra suelta, lista para dañar los bajos y rajar los neumáticos. Poco después comenzamos a dudar en algunos cruces, a encontrar coches perdidos y a perdernos nosotros: rodábamos por zonas en las que los caminos o se entrecruzan o casi no se emplean, por lo que en muchas ocasiones o no se ven o al menos uno duda al tomarlos. En un momento dado, al alcanzar uno de estos páramos, salió por nuestra derecha un Hilux; iniciamos el descenso y nos encontramos, subiendo, un Montero; el Hilux, que venía detrás de nosotros, pensó que el Montero iba bien y se dio la vuelta; Alvaro y yo comenzamos a dudar y decidimos seguirles; en el siguiente cruce ellos siguieron recto y nosotros giramos a la izquierda, y no les volvimos a ver hasta el parque cerrado de Cuenca varias horas más tarde.
La consecuencia del recorrido lento y duro, junto a los kilómetros de más por culpa de las pérdidas, es un incremento en el consumo de combustible. Cuando se encendió el testigo del cuadro, comencé a hacer cálculos: “se enciende cuando quedan 20 litros, y faltan 50 Km., luego no hay problemas. Salvo que…” Lo malo era, de nuevo el viaducto, que había que pasar en sentido inverso a solo 12 Km. de meta, y temía que si quedaba poco combustible en el depósito, el chupón se pudiera descebar en la bajada o en la subida. Mejor no pensar en las consecuencias.
Nos concentramos de nuevo en el recorrido para no perdernos, pero fue inútil: estuvimos casi un cuarto de hora dando vueltas en un encinar cercano a una granja sin encontrar la pista buena. Más tiempo, más kilómetros y más gasoil en vano.
Cuando encontramos el camino desconecté la centralita y pasé de pilotar a conducir como un taxista, sin olvidar que nos quedaban dos controles de paso y que éstos tienen hora límite: si se sobrepasa, no se puede continuar la carrera. De modo que mirábamos a la vez la aguja del depósito, el libro de ruta, el cronómetro y los árboles que seguían pasando cerca, llevando la cuenta atrás al viaducto, cuando un ruido persistente que venía de la rueda delantera derecha nos obligó a pararnos otra vez: el golpe de la mañana, el que había roto el cristal, había dañado la toma elevada. Entre su chimenea exterior y el filtro de aire circula, por dentro de la aleta, un tubo que los comunica; pues bien, el tubo se había terminado rompiendo, se había caído y rozaba con la rueda. Lo desmontamos por un método rápido y eficaz, aunque poco educado: Alvaro empujaba desde el vano motor, yo tiraba desde el paso de rueda, y los dos maldecíamos en voz baja.
De vuelta al coche, de nuevo a controlar el consumo y el tiempo, y a esperar al viaducto. Cuando llegamos aun quedaba público, pero no les dimos espectáculo: para reducir al mínimo el consumo en la bajada, la hicimos en segunda corta sin centralita y una punta de gas. Con menos calma hicimos la parte de abajo y al llegar al inicio de la subida conecté la centralita, volví a segunda corta, confié en mi buena suerte y contuve la respiración. El motor respondió en esta subida, en otra que venía después, al trepar por la trialera que habíamos bajado al principio, y seguía girando redondo cuando acabamos el tramo.
Mientras una comisaria de ojos peligrosamente bonitos (como la de la salida de Serón) nos sellaba la cartulina, me quité los guantes y me dí cuenta de que me temblaban las manos por la tensión acumulada. Unos minutos después vimos el triste espectáculo del parque cerrado: de los 38 coches de la salida quedábamos 25, y daban la misma imagen que un hospital de guerra o un regimiento de lisiados. El barro no terminaba de tapar paragolpes hundidos, aletas abolladas, faros colgando, capós desencajados… Al menos, sobrevivir a esta dureza nos había colocado cuartos de la carrera en la categoría, e igualmente cuartos en la provisional del Trofeo de Históricos del Nacional. Con la autoestima que no cabía en el Land Cruiser regresamos a casa pensando en lo bien que nos lo habíamos pasado, en el placer de las carreras largas y duras y en que esto hay que rematarlo adecuadamente en la última carrera, en Cádiz, en el último fin de semana de Noviembre.