• Miedo, tensión y placer

    No voy a contar lo que sucedió en la tarde del viernes anterior a la carrera para no decepcionar a los que aun piensan que LCA Competición es un equipo bien organizado. Solo diré que el sábado a las ocho de la mañana, entre el frío y la neblina, estábamos listos. O casi.

    El vuelco en el barro de Jaén había dejado sus huellas. Las del Land Cruiser las habían hecho desaparecer en JRx4 con unos días de trabajo intenso, pero me daba miedo que yo le hubiera cogido miedo al barro. Porque el miedo paraliza, y lo que se necesita en una carrera es capacidad de improvisación asociada a valentía, el coraje que le permite al piloto utilizar todos sus recursos.

    Lo que nos esperaba el fin de semana era la 25ª edición, y muy probablemente la última, de la Montes de Cuenca, la prueba más veterana del calendario español. Si estamos de acuerdo en que España es el único país de Europa con un campeonato de raids que merece ese nombre, entre el frío y la niebla del sábado se colaba la sensación de que el telón de las carreras de verdad está cayendo y hay que disfrutar de las que quedan.

    Con ese ánimo salimos a la especial de la tarde del sábado, algo más de diez kilómetros junto a las últimas casas de la ciudad, y por tanto rodeados de gente. Las primeras curvas tenían mucho agarre y pudimos apretar, pero luego había barro intermitente, y uno no podía andarse con alegrías. A la salida de una curva a la izquierda pisamos uno de esos charcos embarrados, y el Land Cruiser sintió la tentación de deslizarse por el talud de la derecha y volcar en el sembrado que había más abajo. Antes de que el miedo al miedo se metiera en el coche, tiré el volante a la derecha, pisé a fondo y volamos, rectos y planos, hasta el sembrado. Una vez que aterrizamos, de nuevo acelerador a fondo para no atascarnos entre los surcos y ¡el coche no corría! Miré al cuadro y vi el testigo de fallo de motor encendido ;no solté el gas, buscamos entre Alvaro y yo la salida del sembrado y el retorno a la pista, cuando el motor se asfixiaba bajé a primera y seguí apretando con todas mis ganas el pie derecho, sin pasar de tres mil vueltas encontramos la manera de volver al recorrido y entonces empezamos a pensar en soluciones: en una especial de 10 Km, pararse e intentar una reparación es inútil, luego solo había solución si el motor volvía a su ser con el viejo truco de parar y volverlo a arrancar. Hicimos dos curvas más en la zona retorcida en la que estábamos, y al encarar una mínima recta apagué el motor, lo volví a arrancar, ¡y corría! ¡Qué delicia ver de nuevo el cuentavueltas llegando a las 4.400 rpm y el manómetro del turbo en 1,4 bar! Disfrutamos mucho lo que quedaba de tramo, y llegamos a meta resoplando aliviados, en séptima posición de los ocho de nuestra categoría.

    Lo del domingo iba a ser más largo y más serio, porque empezábamos con un tramo de 156 Km. y luego teníamos otro de 132. La novedad de la carrera era que pararse en la asistencia era voluntario, la zona de asistencia estaba dentro del primer tramo, y el tiempo de parada contaba; en conclusión, era mejor cuidar el coche y no pararse, y limitarse a revisarlo entre copiloto y piloto en el tiempo del enlace entre los dos tramos. Para compensar, sabíamos que los paisajes, los terrenos y la variedad de pistas son de lo mejor del campeonato, y los íbamos a disfrutar.

    Y de ese modo arrancamos la mañana, con una fantástica trialera en bajada, de tierra dura y erosionada, que encaramos poco después del Km. 6, cuando se estropearon los lavaparabrisas. Muy poco después llegamos a la zona más conocida de la carrera, que se conoce como “el viaducto”, una vaguada de unos veinte metros de profundidad y unos cien de anchura, cruzada por un viaducto por el que pasa la vía del tren. El recorrido para la carrera consiste en descolgarse por una pista que baja, dar unas vueltas abajo y trepar por la subida; como la zona está cerca de la ciudad de Cuenca y el viaducto es un balcón ideal, es el lugar de máxima aglomeración de público. Yo estaba algo preocupado por lo que había oído sobre esta zona, pero Alberto Dorsch me tranquilizó: “Si hiciste lo de Melilla, esto es una broma”, porque para el piloto resulta ser más espectacular que complicada. Por eso cuando llegamos únicamente me impresionó el colorido de los aficionados repartidos por los alrededores, y me limité a tirarme en segunda larga por una cuesta abajo más prolongada y vistosa que difícil. Desde el fondo tampoco la subida parecía gran cosa, y la atacamos con decisión igualmente en segunda larga. Faltaba poco para coronar cuando el maldito testigo de fallo de motor se volvió a encender y, faltos de potencia, nos quedamos parados en plena subida. Por supuesto no había tiempo para pensar en el miedo escénico de Valdano, y sí en como salir del trance: pisar los dos pedales del lado izquierdo, parar y arrancar el motor, y hacer la bajada marcha atrás y casi a ciegas, con Alvaro guiándome con tan poca visibilidad como yo. Se me hizo eterna. Una vez abajo, pensé que si el testigo se encendía al llevar el motor al máximo, lo mejor sería no forzar el motor, por lo que subimos, esta vez sin pegas, en segunda corta. (El episodio, visto desde fuera, no tiene más gracia que la de un coche que no remata una subida y lo vuelve a intentar. Es lo que se ve en el vídeo colgado en You Tube. Prometo que, desde dentro y con el volante en mis manos, las impresiones son muy otras).

    A partir de aquí los paisajes eran tan bonitos como cambiantes, y siento no entender de botánica o de geografía para explicar con propiedad las variedades de vegetación, formas, colores y perfiles por los que pasamos. De hecho, las dos frases que más repetí durante el tramo fueron “¡Qué paisaje más bonito!” y “¡Voy ciego!”, por el maldito barro pegado al parabrisas.

    Una constante del recorrido eran los pasos estrechos en bosques, unas veces de pinos y otras de encinas. Cuando el agarre del piso es uniforme se calcula bien la trazada y no hay peligro de tocar ningún árbol. Pero los charcos inesperados hacen que de repente el coche deslice más de lo previsto. Llevábamos ya muchos kilómetros pasando cerca de los árboles y nos habíamos acostumbrado a su cercanía, por lo que me sorprendió el ruido repentino que oímos, como una explosión dentro del coche. Miré a la derecha y vi cómo estallaba el cristal de la puerta de Alvaro, después de darnos contra un árbol al que no le había gustado que nos acercáramos tanto. Alvaro estaba bien y el coche no se quejaba, de modo que seguimos, con el aire fresco de los montes de Castilla entrando por el hueco de la puerta.

    En otras ocasiones rodamos por llanuras anchas y despejadas, cruzadas por pistas en las que la velocidad del vehículo no depende más que del valor de quien lo conduce. Cuando se encara una de estas rayas de tierra como trazadas por un tiralíneas, de tierra dura cubierta de arenilla deslizante, la sensación es de que todo irá bien mientras el mundo siga siendo recto y plano, pero si hay que girar, frenar o ambos, puede suceder lo mismo que a un colega de categoría, que acabó con tres vueltas de campana. Por eso no me atreví a pasar de cuarta a 120 de marcador, que visto ahora, en frío, es exagerado para carretera de pueblo, t casi demencial para pista de tierra.

    Con la relajación propia de los tramos largos continuamos sin más novedad que pararnos en el Km. 61 para limpiar el parabrisas, una vez que ya estaba harto de no ver la entrada de las curvas a la izquierda, porque el barro se había quedado a vivir en la parte inferior izquierda del cristal. Nos desconcentramos diez kilómetros más allá, cuando llegó al coche por la ventanilla rota el olor de la barbacoa de unos aficionados.

    Paramos en la asistencia solo para limpiar el parabrisas y coger papel de taller, y acabamos el tramo en poco más de 3 h 3’, más contentos que cansados. Tras el enlace por carretera nos quedaba apenas un cuarto de hora para repasar el coche por nosotros mismos, que es el tiempo justo para limpiar cristales, repasar las fijaciones de ruedas de repuesto y gato, repasar los niveles, y hacer en una cuneta lo que se suele hacer en una cuneta después de varias horas metido en un coche.

    El segundo tramo tenía un inicio mucho más lento que el primero; de hecho, en la primera hora solo hicimos 45 Km: zonas de mesetas, casi páramos, con monte bajo y mucha piedra suelta, lista para dañar los bajos y rajar los neumáticos. Poco después comenzamos a dudar en algunos cruces, a encontrar coches perdidos y a perdernos nosotros: rodábamos por zonas en las que los caminos o se entrecruzan o casi no se emplean, por lo que en muchas ocasiones o no se ven o al menos uno duda al tomarlos. En un momento dado, al alcanzar uno de estos páramos, salió por nuestra derecha un Hilux; iniciamos el descenso y nos encontramos, subiendo, un Montero; el Hilux, que venía detrás de nosotros, pensó que el Montero iba bien y se dio la vuelta; Alvaro y yo comenzamos a dudar y decidimos seguirles; en el siguiente cruce ellos siguieron recto y nosotros giramos a la izquierda, y no les volvimos a ver hasta el parque cerrado de Cuenca varias horas más tarde.

    La consecuencia del recorrido lento y duro, junto a los kilómetros de más por culpa de las pérdidas, es un incremento en el consumo de combustible. Cuando se encendió el testigo del cuadro, comencé a hacer cálculos: “se enciende cuando quedan 20 litros, y faltan 50 Km., luego no hay problemas. Salvo que…” Lo malo era, de nuevo el viaducto, que había que pasar en sentido inverso a solo 12 Km. de meta, y temía que si quedaba poco combustible en el depósito, el chupón se pudiera descebar en la bajada o en la subida. Mejor no pensar en las consecuencias.

    Nos concentramos de nuevo en el recorrido para no perdernos, pero fue inútil: estuvimos casi un cuarto de hora dando vueltas en un encinar cercano a una granja sin encontrar la pista buena. Más tiempo, más kilómetros y más gasoil en vano.

    Cuando encontramos el camino desconecté la centralita y pasé de pilotar a conducir como un taxista, sin olvidar que nos quedaban dos controles de paso y que éstos tienen hora límite: si se sobrepasa, no se puede continuar la carrera. De modo que mirábamos a la vez la aguja del depósito, el libro de ruta, el cronómetro y los árboles que seguían pasando cerca, llevando la cuenta atrás al viaducto, cuando un ruido persistente que venía de la rueda delantera derecha nos obligó a pararnos otra vez: el golpe de la mañana, el que había roto el cristal, había dañado la toma elevada. Entre su chimenea exterior y el filtro de aire circula, por dentro de la aleta, un tubo que los comunica; pues bien, el tubo se había terminado rompiendo, se había caído y rozaba con la rueda. Lo desmontamos por un método rápido y eficaz, aunque poco educado: Alvaro empujaba desde el vano motor, yo tiraba desde el paso de rueda, y los dos maldecíamos en voz baja.

    De vuelta al coche, de nuevo a controlar el consumo y el tiempo, y a esperar al viaducto. Cuando llegamos aun quedaba público, pero no les dimos espectáculo: para reducir al mínimo el consumo en la bajada, la hicimos en segunda corta sin centralita y una punta de gas. Con menos calma hicimos la parte de abajo y al llegar al inicio de la subida conecté la centralita, volví a segunda corta, confié en mi buena suerte y contuve la respiración. El motor respondió en esta subida, en otra que venía después, al trepar por la trialera que habíamos bajado al principio, y seguía girando redondo cuando acabamos el tramo.

    Mientras una comisaria de ojos peligrosamente bonitos (como la de la salida de Serón) nos sellaba la cartulina, me quité los guantes y me dí cuenta de que me temblaban las manos por la tensión acumulada. Unos minutos después vimos el triste espectáculo del parque cerrado: de los 38 coches de la salida quedábamos 25, y daban la misma imagen que un hospital de guerra o un regimiento de lisiados. El barro no terminaba de tapar paragolpes hundidos, aletas abolladas, faros colgando, capós desencajados… Al menos, sobrevivir a esta dureza nos había colocado cuartos de la carrera en la categoría, e igualmente cuartos en la provisional del Trofeo de Históricos del Nacional. Con la autoestima que no cabía en el Land Cruiser regresamos a casa pensando en lo bien que nos lo habíamos pasado, en el placer de las carreras largas y duras y en que esto hay que rematarlo adecuadamente en la última carrera, en Cádiz, en el último fin de semana de Noviembre.


  • “Podemos ganar o podemos perder / pero nunca más estaremos aquí”

    La carrera de Jaén comenzó para mí dos semanas antes de su fecha, cuando quedé con unos compañeros de trabajo a dar unas vueltas en un circuito de karts al salir de la oficina. Por supuesto la cita era solo para eso, para dar unas vueltas; por supuesto que se convirtió en un duelo cercano a una cuestión de honor. Desde mi lado, sin dejar la “honrilla”, me centré en evaluar la relación entre tiempos por vuelta y riesgo. En otras palabras, qué tiempos por vuelta salen sin arriesgar, y cuánto más deprisa se va rodando al borde de la pérdida de control. Esto nos conduce a un debate habitual en estas cuestiones: la dificultad de poner en práctica la teoría o eso de “ya sé que la curva de detrás de boxes es de fondo, y me han dicho cómo se hace y he visto a varios hacerla; ahora sólo me falta montarme y hacerlo yo. Y además hacerlo todas las vueltas”. Al que se haya dedicado a las carreras esto le sonará. Pues bien, el paso de entrar a correr riesgos supuso una mejora de tiempos de entre el 2 y el 4%. De vuelta a casa me senté frente al ordenador, abrí una hoja de Excel, y metí los tiempos de todos los participantes en mi categoría de todos los tramos de las cuatro carreras que había habido hasta el momento. Por último, simulé lo que habría pasado de haber rebajado mis tiempos entre un 2 y un 4%. La conclusión es que no tendría ni un punto más en el campeonato.

    El segundo paso previo a la carrera fue asustarme al ver el pronóstico del tiempo para la zona: agua, agua y más agua. Estaba claro que no iba a haber polvo, pero el peligro de una carrera como la de Burgos no me hacía ninguna gracia. Por otro lado, si había logrado acabar en el barro de Burgos, ¿por qué no iba a hacer lo mismo en el de Jaén?

    Y el tercero paso tuvo lugar al ver la lista de inscritos: diez en Históricos (más que nunca), varios debutantes, y no figuraba el piloto que iba cuarto en la provisional. Yendo quinto a solo 10 puntos de él, estaba claro que el objetivo era terminar a toda costa para avanzar un puesto.

    Tras la dureza del raid de Melilla, en JRx4 Competición le dedicaron unas horas al Land Cruiser: se repararon tres amortiguadores y se fijaron los dos paragolpes; hubo sesión de refuerzos en los apoyos del capó; más un trapecio nuevo, con sus soportes para el segundo amortiguador, y al final se montó la caja de dirección que un alma caritativa donó hace unos meses.

    Con todo eso salimos de viaje camino de Santisteban del Condado en medio del atasco del puente de Todos los Santos, con el KDJ 95 desenvolviéndose con soltura entre camiones y domingueros. Hasta que, a unos ochenta kilómetros de Madrid comenzó a perder potencia, de modo que aun con centralita, la velocidad máxima no pasaba de 110 Km/h. Los indicadores de a bordo no decían nada extraño, y no se habían encendido en el cuadro las luces que delatarían un fallo electrónico. Solo había una pista: el manómetro de presión del turbo no pasaba de 0,3 bar, cuando el tope es 0,7 sin centralita y casi 1,4 con ella. Nos paramos en uno de esos mesones desamparados que escoltan las carreteras de la zona, y nos pusimos a buscar una pérdida de presión en el circuito de admisión. Sin los ruidos mecánicos asociados a una rotura mecánica, sospechaba que se perdía presión de soplado por algún punto. Después de unos minutos de búsqueda vana, acompañada por pensamientos lúgubres del modelo “con esta potencia y un piloto de mi nivel, lo mejor es darse la vuelta”, encontramos el fallo: una fisura en el tubo de vacío que lleva señal al sensor de presión. Como siempre viajo con la Victorinox y la Leatherman fue fácil despejar la zona y desmontar el tubo en cuestión. Y si yo siempre viajo con las herramientas multiuso, Alvaro, como buen sanitario, lleva el botiquín del que sacamos el esparadrapo con el que reparamos la avería.

    Bastante más contentos volvimos a la carretera, para ponernos muy serios a la mañana siguiente: cielo gris plomizo, frío antipático y amenaza de lluvia torrencial sobre un suelo arcilloso. Cuando salimos a la especial llevaba dos horas lloviendo y nos dedicamos a esquivar olivos que pasaban peligrosamente cerca, mientras comprobaba que el suelo unas veces agarraba poco y otras nada. Poco contentos recogimos la clasificación, en la que estábamos 42º de los 45 que habíamos acabado, décimos de diez en Históricos, y rigurosamente últimos de los que no habían ni roto ni volcado.

    Y a la mañana siguiente fue peor: no había parado de llover desde el día anterior, y la organización aplazó la salida para comprobar el estado de los casi setenta kilómetros de tramo que habían preparado. Ya eran las nueve cuando nos convocaron: un vadeo peligroso obligaba a dejar el recorrido a la mitad en la primera pasada. ¿Y luego? Pues según avanzaran la mañana, la lluvia y el barro, se decidiría cómo continuar (o si suspender) la carrera. De modo que salimos en convoy neutralizado hasta el nuevo inicio de carrera, y al llegar al punto de partida los que salíamos de los últimos paramos los motores durante la más de media hora que esperamos para salir. Vale la pena ahora describir ese rato y empezamos por el escenario: valle entre cerros cubiertos de olivos, tierra arcillosa convertida en barro y el río que no se podía vadear deslizándose travieso por allí cerca, como orgulloso de habernos estropeado la carrera; cielo color panza de bombardero y nubes apretadas amenazando con más agua. Ahora los actores: pilotos y copilotos bromeando para conjurar los miedos o prefiriendo hablar de otra cosa; algún lugareño haciendo comentarios sobre la cosecha de la aceituna o, ya sobre el atril, respecto a las carreras; y un par de guardias civiles (de los de antes, con jersey verde, tripa y experiencia) mostrando con humildad su conocimiento sobre la zona.

    A la hora de la verdad, el tramo no nos dejó aburrirnos: tras solo cuatro kilómetros fallaron los lavaparabrisas y empezamos a ver poco; los seis primeros kilómetros estaban muy rotos y rodé despacio, para luego subir el ritmo al encontrar pistas algo más rápidas, aunque nunca por encima de 80 Km/h. Nos perdimos en unos de esos olivares infinitos con los árboles dispuestos en cuadrícula perfecta, al seguir las huellas de un coche que se había confundido antes. En la reunión previa a la carrera nos habían advertido del peligro: “Entre los olivos nos se ve nada, no encontraréis la salida; es como perderse en el desierto”. Me permito un matiz, porque en el desierto se ve todo (un mar de dunas, una planicie infinita) pero no hay referencias que orienten; en un olivar no se ve nada, los árboles ocultan cualquier referencia posible, todas las filas de olivos son iguales, todos los cruces son calcados. Guiándonos por la orientación (“desde la última vez que estábamos seguros hemos ido cuesta abajo; luego tenemos que subir”) tiramos cerro arriba, con las ruedas embozadas en barro casi sin agarre, cuando vimos pasar un coche a unos 200 metros. ¡Habíamos encontrado la salida!

    Poco después arreció la lluvia, lo que era una excelente noticia porque limpiaba el parabrisas embarrado. Algo más tarde llegamos a una curva de 90º a la izquierda, en las cercanías de un pueblo, con entrada en plano y giro brusco hacia un barbecho con talud a la izquierda y desnivel fuerte a la derecha. Por la cantidad, variedad y profundidad de las rodadas en seguida vimos que aquello estaba muy feo: las huellas de los que habían pasado antes habían dejado un abanico de casi 90º. Entramos en segunda y abrí a fondo para que los caballos evitaran que nos quedáramos empanzados. El coche avanzaba de lado, con las ruedas arañando la arcilla para sacarnos, y con contravolante al lado derecho. Cuando las ruedas delanteras encontraron algo de agarre, la izquierda se subió al talud y de repente, despacito, como a cámara lenta, volcamos y nos quedamos acostados sobre el lado derecho. De inmediato paré el motor y quité el contacto para evitar males mayores. Alvaro y yo estábamos bien, y como había gente en la curva anterior preferimos esperar sin movernos, porque de lado en una ladera es difícil salir solo del coche.

    Como tenía claro que había hecho todo lo que sé hacer pero no había sido suficiente, y que si estaba en un coche volcado cerca de un pueblo cuyo nombre desconocía era por un error mío y también porque me había atrevido a correr, lo que más me hubiera gustado en ese momento era desaparecer. Vale, había sido culpa mía y asumía el castigo de lavar un coche rebozado en barro, pagar la reparación y quedarme sin puntos en esta carrera. Pero no, el castigo que me esperaba era mayor y más largo.

    Debían ser las 11:15 h cuando volcamos. Por señas los que vinieron a ayudarnos nos preguntaron si estábamos bien, y a gritos nos dijeron que traían un tractor. Mientras, Alvaro y yo acordamos que si no se perdía mucho aceite al estar volcados, al volver a la posición echábamos un vistazo al coche y retornábamos a la carrera. Oíamos conversaciones y ruidos metálicos, y cuando el motor del tractor aceleró el coche volvió a estar vertical. Pero la rueda delantera derecha había desllantado, y todo el aceite del motor se había salido, por lo que el tractor nos sacó marcha atrás, en medio de un montón de lugareños que contemplaban el espectáculo a domicilio y a los que apenas veíamos, porque el retrovisor derecho había desaparecido, el parabrisas estaba empañado, y además maniobraba marcha atrás y cuesta abajo, arrastrado por un tractor, sin dirección asistida ni servofreno. Cuando por fin paramos y salimos del Land Cruiser nos rodeó un silencio entre expectante y respetuoso, entre “están locos estos romanos” e “hijo, qué necesidad”. Tras un vistazo al coche vimos que no quedaba más que retirarse, y llamé a la asistencia. Y después de revisar el coche y poner el aceite del motor a nivel, descubrimos que el circuito no cogía presión, y que lo más juicioso era que volviese a Madrid en grúa. Bajo una lluvia densa y pesada, dejamos al Land Cruiser en la grúa y llegamos, calados, al único sitio de Venta de los Santos (ya nos habíamos enterado de que se llamaba así el pueblo en cuestión) en que nos podían dar de comer. En lo que la compañía de asistencia en carretera organizó nuestro retorno vimos el final de la carrera de Moto GP de Estoril, comimos, vibramos con Marc Márquez en la de 125 cc y tomamos café. Cuatro horas después de volcar nos recogió un taxi, y una más tarde nos subimos a un tren en la fantasmagórica estación de Vilches, con sus carteles del kilómetro 295,566 de alguna línea ferroviaria.

    Las tres horas largas de tren dieron para tomar estas notas y recordar una de esas canciones que son tratados de filosofía de las que hablé hace varias entradas. Me daba vueltas por la cabeza una estrofa de ese himno al optimismo, a la asertividad y al atrevimiento en las decisiones que es “Take it easy”, la joya que escribieron Jackson Browne y Glenn Frey hace casi cuarenta años. La estrofa, en traducción adaptada al estado de ánimo en un tren después de volcar dice: “Podemos perder o podemos ganar / pero nunca más estaremos aquí / Así que decídete, ponte a ello / y tómatelo con calma.” Cuando llegué a casa doce horas después de pasar un rato colgado como un murciélago dentro del Land Cruiser, tenía claro que habíamos perdido en Jaén por haber estado allí, y que nos pondríamos de nuevo a ello en Cuenca.


  • La soledad intermitente

    Llevaba un tiempo buscando las palabras que sirvieran de etiqueta a un sentimiento que suelo tener en las carreras. Es la sensación que me produce el salir al tramo cronometrado en una zona con muchos espectadores, comisarios y hasta cámaras de televisión, y estar al poco solo en medio del campo. Tras un tiempo indefinido y de cuando en cuando, uno se encuentra a alguien, al pasar cerca de un pueblo o cruzar una carretera, y unos instantes después vuelve a estar solo en unos cerros en la Sierra de Filabres, en el fondo de una rambla en Almería o en una estepa de Burgos. Al encontrar las palabras de la etiqueta, la soledad intermitente, me he dado cuenta de que parece el título de una novela de Lorenzo Silva. Motivo de sobra para dejarlo así.

    Puedo situar con precisión de lugar, día y hora la primera vez que tuve ese sentimiento, gracias a que a mi memoria la complementa la documentación que guardo en papel y en disco duro. Fue exactamente a primera hora de la mañana del sábado 7 de Enero de 2006, en un lugar de Mauritania llamado Amatil, a 34 Km. de Atar. Es decir, horriblemente lejos de cualquier parte. Hacía mucho frío, un frío seco y crudo. Era el lugar de salida de la etapa del día del Dakar de aquel año, que había arrancado con el enlace desde el campamento de Atar y terminaba en Nouakchott. El lugar en cuestión era una llanura pedregosa cercana a la carretera, en la que los pilotos esperaban turno antes de iniciar el tramo. En la línea de salida se encontraban los comisarios, y a su alrededor algunos periodistas y curiosos. Al estar cerca de Atar, que tiene algo parecido a un aeropuerto, y que hasta puede recibir vuelos del extranjero, el número tanto de periodistas como de curiosos era muy superior a lo habitual en una etapa mauritana del Dakar. Digamos que en la llanura estaríamos cincuenta vehículos y a razón de tres personas en cada uno, casi todos colocados por detrás de la línea de salida. Por delante de ésta, un par de fotógrafos y luego nada. Escribo “nada” con la rotundidad que esa palabra tiene en Mauritania, una nada ancha y profunda, intensa, inquietante, un exponerse a una naturaleza áspera y desabrida, como sin terminar. Hacia ese vacío, esa soledad, se lanzaban los pilotos tras tomar la salida, dejando atrás la relativa muchedumbre de la llanura pedregosa. Me ponía en su lugar e imaginaba la sensación de pilotos y copilotos al precipitarse a ese hueco deshabitado.

    Cuando un año más tarde debuté como copiloto en raids, interioricé la sensación y la viví de primera mano. Los enlaces se suelen hacer por carretera abierta al público, y por ello con coches en los que hay personas. Se cruzan pueblos, se reciben saludos y, al llegar a la salida del tramo, hay hasta conversación, por breve que sea, con los comisarios. Vale, el asunto no suele llegar más allá de unos saludos educados y deseos de buena suerte, pero al menos es un diálogo con personas, mientras algunos lugareños miran expectantes. Unos segundos después, al zambullirse en el tramo, arranca una soledad que durará hasta que se pase cerca de un pueblo o una carretera, se llegue a un control de paso o simplemente se alcance el final del tramo.

    En las carreras portuguesas, con afición abundante y tramos de varias horas, esta soledad que va y viene es especialmente evidente. En el Transibérico Vodafone de 2007 estábamos haciendo la última especial del sábado y rodábamos solos hacía rato por un bosque. Nos acercábamos a un cruce de caminos en el que desde lejos vi a un comisario que debía llevar allí muchas horas, simplemente viendo pasar coches y anotando dorsales. El estaba en su trabajo y nos veía venir, yo estaba al mío (“A 200 metros, en el cruce, giramos a la derecha”) y le imaginaba en su aburrimiento. Unos segundos después había salido del tedio y corría hacia nuestro coche volcado para ayudarnos: “¿Estáis bien? ¿Os ayudo a salir? ¿Necesitáis una ambulancia?”. Solo hizo falta un tirón con la eslinga para poner nuestro coche sobre las ruedas, comprobar que más o menos podíamos acabar el tramo y dar las gracias, para que él y nosotros volviéramos a nuestra soledad intermitente.

    Una versión distinta de esta sensación la viví en mi época de las motos en los circuitos, y era especialmente intensa en el Mundial. La carrera, desde el punto de vista del trabajo y la organización, se inicia como función de equipo mucho antes de esas once de la mañana del domingo en que salen los de 125. Hay días de trabajo en la nave, en las tandas de entrenamientos libres y oficiales del viernes y el sábado, y además en el breve libre del domingo. Todos ellos suponen el esfuerzo de varias personas, entre ellas por supuesto el piloto. Pero cuando el comisario hacía la señal de abandonar la parrilla y me tocaba dejar allí al piloto (“¡Suerte, Jorge!”), sentía que mis posibilidades de colaborar habían acabado, que desde ese momento ya no podíamos hacer nada por él, que se quedaba solo frente a la carrera.

    Ahora como piloto vivo la misma escena desde el otro lado y con un decorado algo diferente. Cuando el copiloto dice que ha llegado la hora de dejar la asistencia y dirigirse al enlace, nos despedimos de Julio y Walter. Al cerrar la puerta del Land Cruiser, sé que allí dentro me espera la soledad intermitente.


  • La obsesión por terminar

    Aunque la Baja Africa sea la carrera con menos kilómetros del calendario supone el viaje más largo y más pesado: tres días y una hora nos llevó a nosotros, desde que salimos del taller de JRx4 Competición el viernes a las doce del mediodía hasta que volvimos, cansados y satisfechos, el lunes a la una.

    El viaje de ida, conocida la incomodidad del Land Cruiser por carretera, lo hicimos de tres tirones: cuando llevábamos unos 200 Km. estábamos en algún lugar de La Mancha de cuyo nombre no me enteré y paramos a comer. Doscientos kilómetros más tarde no aguantábamos más y nos bajamos a estirar las piernas. Y del siguiente empujón llegamos al puerto de Almería, con tiempo de charlar con otros equipos que ya estaban allí, cenar algo y echar una cabezada (Sí, se puede echar una cabezada en un coche de carreras. Todo consiste en pensar que a uno le espera un fin de semana duro e intenso, y que en el barco se va a dormir poco y mal).

    Como a todo buen viajero, me encanta la sensación de meter el vehículo en un barco, porque supone que se va a saltar la barrera del agua y al atracar se estará al otro lado. Pero como había decidido pasar el fin de semana con el programa de ahorro de energía permanentemente conectado dejé lo poético, y cuando aun no habíamos zarpado de Almería ya estaba durmiendo en el camarote. Ese sueño más la cabezada del coche sumaron del orden de siete horas, suficientes para atracar en Melilla a las siete y media de la mañana del sábado lleno de energía.

    Nada más desembarcar, visita a una gasolinera (¡el diesel estaba a 0,91 €/litro!), verificaciones administrativas, verificaciones técnicas y reunión previa a la carrera. En ese momento nos recordaron que Melilla es peculiar y su carrera más, y que por diversas dificultades la especial tendría 11,3 Km. de recorrido y el tramo solo 26. Considerando que en la categoría de Históricos le dábamos dos vueltas al tramo, acabábamos de hacer un viaje de más de 600 Km. de carretera y casi ocho horas de barco para competir en solo 63 Km. Y nos faltaba volver.

    Eso sí, los comentarios dejaban claro que el recorrido era un verdadero “rompecoches”, que se confirmó con algo oído por ahí: los cinco últimos kilómetros de la especial, que son los primeros cinco del tramo, están en la pista de pruebas de carros de combate que hay frente al cuartel de la Legión. En Melilla. Pocas bromas.

    Al llegar a la especial se acabaron las sonrisas: terreno pétreo, con polvo denso arrastrado por un viento desapacible, poco agarre en un recorrido artificioso y forzado, todo él marcado con cintas. Y sobre todo, agujeros y socavones del tamaño de los carros de combate que pasan por la zona. Terminamos la especial algo asustados, sextos de siete inscritos en nuestra categoría, y por delante de los tres que ya se habían retirado: dos averías y un vuelco con evacuación en ambulancia.

    Alvaro Ortega, mi nuevo copiloto, debutaba en raids y estaba a cuadros: su mucha experiencia en los rallies de asfalto, tierra y regularidad le decía que esto no tiene nada que ver: son tramos de velocidad pero secretos; las viñetas solo marcan desvíos y peligros, ni agujeros, ni curvas; y encima hay que estar atento a los trips y al crono.

    En la asistencia vimos un amortiguador de la rueda trasera izquierda reventado sin reparación posible y, como faltaban dos horas hasta salir a la especial, nos fuimos a la habitación del hotel a echarnos la siesta.

    A media tarde salimos a dar la primera pasada al tramo de 26 Km. y entendimos eso que nos habían dicho por la mañana de que la carrera de Melilla es peculiar. Como prácticamente no hay sitio en la ciudad para un raid, nos metieron por cualquier parte: rodeamos polígonos industriales, cruzamos vertederos y escombreras, y recorrimos parte de la valla que nos separa de Marruecos. El recorrido (insisto, solo 26 Km.) se hizo largo, complicado, retorcido; mezclaba asfalto, cemento, pedregales, polvaredas, todo ello con un sinnúmero de agujeros y socavones entre medias. Y quedaba lo peor.

    El rutómetro decía que en el Km. 23 empezaban las trialeras. La primera era una doble subida a unos 60º de unos cuatro metros de altura cada sección, y tras un tramo llano una bajada a 45º de unos quince metros de desnivel. Como ya veníamos calientes, es decir, a ritmo de carrera, lo hicimos sin pensarlo. Tras alguna que otra sorpresa de menor entidad, llegamos a una subida descarnada, de unos veinte metros de altura a 60º con escalones intermedios.

    Cuando se está concentrado, por ejemplo en competición, el cerebro humano aumenta su rendimiento, tanto en capacidad y rapidez como en memorización. Gracias a este segundo punto, recuerdo que al llegar frente a la subida me surgieron cuatro ideas de modo consecutivo:

    a)    Un coche no puede subir por ahí.

    b)    Y si lo conduzco yo menos.

    c)     Pero si la han puesto en la carrera es que se puede subir

    d)    Y si yo estoy corriendo me toca lanzarme.

    En ese instante ya había metido la primera y, con el motor en el corte de inyección, las ruedas saltando entre los escalones y el estómago francamente encogido, coronamos la subida. Solo nos quedaba una última trialera, algo más corta, pero camuflada tras una curva ciega en una ladera.

    Finalmente hicimos el enlace hasta la asistencia resoplando aliviados, y reconozco que el único disfrute del tramo fue haber acabado; entre sustos y agujeros no me lo había pasado nada bien. De hecho, fueron solo 37’ 35” con poco más de 20º C de temperatura ambiente y acabé con la ropa ignífuga empapada en sudor.

    Los escasos veinte minutos de la asistencia sirvieron para reparar algunos puntos y, sobre todo, preparar una larga lista de daños: otro amortiguador, esta vez en la rueda delantera derecha estaba reventado, y el trapecio inferior de la rueda delantera izquierda tenía una fisura. Es decir, de las cuatro ruedas solo una estaba ilesa. Además, los soportes de las puntas derechas de los dos paragolpes se habían roto, y el capó motor hubo que fijarlo con cinta americana. Al menos Alvaro ya se iba haciendo a las novedades, y hasta sobreponiéndose a algún error del rutómetro.

    Salimos a la segunda y última pasada al tramo más relajados, obsesionados por terminar en un terreno que se iba deteriorando más por el paso de los coches. De modo que pilotaba algo más despacio, Alvaro iba más centrado, tirábamos en las zonas fáciles y cuidábamos el cLand Cruiser en las difíciles.

    En ocasiones se dice que el coche cruje, gruñe, se queja, y en realidad no son metáforas. Un coche en definitiva es una estructura formada por piezas unidas entre sí mediante soldaduras, tornillos, remaches, pasadores y apoyos de goma. Las aceleraciones y las frenadas, la fuerza centrífuga de las curvas o las irregularidades del terreno generan cargas sobre esa estructura. Estas cargas provocan pequeñas deformaciones; si la carrocería se deforma por torsión, al retorcerse se puede oír el roce de una moldura de plástico presionada por la chapa desplazada; si hay un tope de suspensión, se oyen los trapecios golpeando contra los topes de goma; si las ruedas saltan por entre los baches tocando el suelo esporádicamente, los chillidos del neumático al tomar contacto con el suelo recuerdan las sobrecargas en la transmisión. También en la mecánica hay consecuencias: las torsiones creadas en el motor y la cadena cinemática cuando casi 200 CV pugnan por subir una pendiente en mal estado generan unas deformaciones por el principio de acción y reacción. Esas deformaciones en la carcasa de la caja de cambios pueden influir en el delicado mecanismo interno del selector, de modo que se salte la marcha y aparezca un falso punto muerto en plena trialera. Eso fue lo que nos pasó.

    De modo que estábamos a unos 60º de inclinación, en medio de los agujeros, con 15 metros de caída por detrás, el motor girando en vacío y el Land Cruiser comenzando a bajar marcha atrás. Mi primera reacción fue, claro, inconsciente: pisar los dos pedales del lado izquierdo, meter marcha atrás, manotear en el volante para enderezar la carrocería, soltar los pedales y dejarlo bajar despacio. En más de una ocasión pensé que bajábamos rodando, pero al final llegamos al pie de la trialera con las cuatro ruedas en el suelo. Una vez allí, el tiempo justo para decir “¡Uff!”, primera a fondo, la mano izquierda agarrada con fuerza al volante y la derecha sujetando la palanca de cambio para que no se volviera a saltar la primera. Llegamos arriba por los pelos, con el morro asomándose por encima de la cuesta y los Cooper gruñendo sobre la tierra reseca mientras el motor daba las últimas bocanadas antes de calarse. Pero llegamos.

    Nos quedaba la trialera final, más corta y más irregular que la anterior, por lo que me eran imprescindibles las dos manos sobre el volante, de modo que me tocó delegar: “Alvaro, ahora sujeta tú la palanca con la mano izquierda, que estamos llegando”. Medio kilómetro más allá estaba el cronometraje de final de tramo, y unos metros más adelante los suspiros de alivio mientras el comisario nos sellaba el cartón.

    Habíamos acabado la carrera (van tres de cuatro) y los puntos nos colocan quintos en la provisional de la categoría no lejos de los cuartos. De modo que después de dejar el coche en el parque cerrado, nos dimos una buena ducha seguida de una mejor cena con unos cuantos compañeros de las carreras.

    Pudimos dedicar parte de la mañana del domingo a ver algunos coches de las otras categorías hacer el tramo de la pista de pruebas, sí, justo frente al cuartel de la Legión, y de inmediato bajamos al puerto a coger el barco de las dos. Tras comer y disfrutar de la siesta a bordo, atracamos en Almería ya anochecido y condujimos un rato para llegar a dormir más acá de Granada. A la mañana siguiente alcanzamos Madrid y dejamos el Land Cruiser en JRx4 Competición con una lista de trabajos demasiado larga.

    Como el calendario ha vuelto a cambiar (y no será la última vez) parece que tendremos unas cuatro semanas entre Melilla y Jaén para repasar el coche y prepararnos nosotros. Será una carrera más larga y más natural, a la que iremos con un triple objetivo: divertirnos, acabar y ganar otro puesto en la general.


  • Salimos en los papeles

    El número de Octubre de la revista Fórmula Todo Terreno publica la prueba de nuestro Toyota Land Cruiser. ¡Qué alegría! Para cualquiera que la lea, parecemos lo que no somos: un equipo con infraestructura, experiencia y medios que desarrolla un plan ambicioso.
    Como el objetivo de este blog es contar las interioridades y las emociones de una temporada de carreras, toca hablar de cómo se hace una de estas pruebas. Que es mucho más sencillo de lo que parece.
    Quedamos para la sesión de fotos en un lugar precioso cuya ubicación no puedo revelar, ya que aun está a salvo de talibanes del CO2 (también llamados ecologistas) y del Seprona, pero que era muy conocido por el probador de la revista. Un terreno ideal para las fotos, con pistas rápidas y duras con poco agarre, pinares con fondo de arena y algún desnivel fotogénico.
    Una sesión de fotos consiste en hacer el recorrido de unos 300 metros que indica el fotógrafo, dar media vuelta y repetirlo en sentido contrario. Luego otra media vuelta y repetirlo. Y otra y otra vez. En cada pasada el fotógrafo está en un sitio diferente, para obtener fotos distintas con fondos distintos, y lo más importante es no mirarle nunca, porque entonces la foto queda fea. Se repiten las pasadas hasta que en una de ellas uno se encuentra al fotógrafo haciendo señas y al parar le dice: “Aquí ya tengo algunas buenas. Vamos a otro sitio”.
    El dar muchas pasadas a los mismos 300 metros puede resultar aburrido salvo que se contemple como un entrenamiento, que es lo que hice. Unas veces estiraba la segunda y otras cambiaba a tercera, unas pasadas las hacía con el diferencial central suelto y otras bloqueado,… Y así todas las combinaciones que se me ocurrieron. Aprendí dos cosas útiles: una, que al salir de curvas lentas no vale la pena llevar la primera hasta la zona roja, sino que es más rápido cambiar antes a segunda (más o menos lo que hacía “Rocket” Ron Haslam con las 500 de GP). La segunda es que en terreno arenoso con el diferencial central bloqueado el coche es angustiosamente subvirador, y me tocó ver algunos pinos demasiado cerca hasta convencerme. Esta prueba me vino muy bien ante los rumores de que la especial de la Baja Africa se iba a disputar en la arena de la playa, y ya sé cómo actuar.
    Aprovechamos también la sesión para grabar algunos vídeos con una sencilla cámara compacta, ya que la revista ofrece un curioso sistema: al acercar un teléfono móvil a determinada zona de la página de la prueba, se descarga automáticamente un vídeo sobre el teléfono. Inserto junto a esta entrada dos de esos vídeos, porque creo que ambos son interesantes y merecen un comentario.
    Vídeo 3El primero está grabado en una de las zonas ya mencionadas, de pinar con fondo de arena, rodando entre 2ª y 3ª con centralita, a un ritmo que sería el 80% del de carrera. Cuando veía vídeos de pilotos de verdad rodados con cámaras a bordo, me admiraba esa velocidad de manoteo, ese permanente movimiento de manos. Al ver este vídeo concluyo que no soy Walter Röhrl, pero que manoteo bastante más de lo que esperaba.
    Vídeo 8El segundo vídeo es sorprendente por lo contrario: parece que voy parado. En realidad estiraba la segunda hasta 4.200 rpm y pasaba a tercera, al llegar al zig-zag que casi no se ve en el vídeo, frenaba y reducía a segunda. La curva a la derecha la tomaba aun con agarre, pero al girar a la izquierda pisaba fuerte y el Land Cruiser salía deslizando. En cuanto estaba recto, tercera a fondo y apretaba los dientes, para pasar a tercera casi de pie sobre el acelerador, con el motor rugiendo, para llegar a unos 80 km/h a la subida de arena, con la sensación de que iba de frente contra la Gran Muralla China. Como ví el vídeo en la pantalla de la cámara nada más grabarlo, no me podía creer la sensación de lentitud que transmite.
    Una vez acabada la sesión de fotos y vídeos, volvimos al pueblo, donde recibí un regalo que los urbanitas de estómago exquisito sabemos apreciar: tomates, pepinos, calabacines, zanahorias, acelgas y una enorme sandía, todos recién cogidos de la huerta. La sandía y las zanahorias encontraron acomodo en la red portacascos de la parte trasera del Land Cruiser; los calabacines, los tomates y los pepinos se situaron entre la parte trasera de los bacquets y el refuerzo del piso. Y el mejor sitio para que las acelgas llegaran enteras a casa era entre el extintor del copiloto y el pedal de los trips. Y así acabó la sesión de pruebas: cociendo acelgas y preparando crema de zanahorias.


  • Unas vacaciones demasiado largas

    Una vez aplazada la prueba de Junio en Jaén se abría un periodo sin carreras demasiado largo: más de tres meses de vacaciones, tras los cuales el calendario de la segunda mitad de la temporada se comprimirá de un modo agobiante. El mejor remedio contra ese agobio era remangarse cuanto antes para adelantar trabajo.
    En principio no parecía haber mucho pendiente, pero el perfeccionismo se encargó de que la lista de asuntos por resolver creciera de modo preocupante. Lo primero, claro, fue una limpieza exhaustiva del barro que aun quedaba de la carrera de Burgos. Para no dañar la pintura al quitarlo, aunque fuera del chasis o de las suspensiones, lo intenté en principio con madera blanda, en concreto con un trozo de tarima flotante. No era suficiente. Cogí después una rama de encina que ayudó algo, pero aun quedaba barro pegado. No quedó más remedio que recurrir a un destornillador plano golpeado por un martillo. Y aun así había trozos duros como cemento que se resistían. Terminé, lo reconozco, pegando martillazos a pegotes que tenían intención de quedarse a vivir en los bajos del coche. Al final, había salido barro como para poner una fábrica de botijos.
    Una vez limpio el coche, arrancó la fase de los detalles: se había partido el soporte adicional de la punta derecha del paragolpes delantero, la rueda de repuesto derecha seguía perdiendo aire, había caídas distintas en las ruedas delanteras, que hacían que la dirección volviera más deprisa de un lado que de otro,… Poco a poco, con más dificultades unas veces que otras, lo fuimos solucionando. Los dos puntos más complicados fueron el aire acondicionado y las ruedas.
    Lo que nos confundió con el aire fue que dejó de funcionar cuando se desmontaron el compresor y algunos tubos cercanos al cambiar el turbo entre Serón y la Baja Almanzora. Nos encabezonamos en que la pérdida de gas que impedía enfriar al sistema se relacionaba con esas piezas desmontadas, cuando en realidad el gas se escapaba por un poro del condensador, provocado por una pedrada o por los años. Como me ha tocado usar el coche en un verano tórrido sin aire acondicionado, me alegra mucho que vuelva a funcionar; sobre todo porque el próximo viaje a Almería, más correr en Melilla y volver a Madrid, iba a suponer una sesión de sauna demasiado prolongada.
    Y lo de las ruedas hay que contarlo con calma: arrancamos el año con las Cooper 215/85 R16, y cuando quisimos pasar a las 235/85, encontramos enormes dificultades para desmontarlas. Las llantas, los años y el poco cariño han hecho que el interior de las llantas esté demasiado rugoso, lo que unido a los flancos reforzados de los Cooper hacen que los neumáticos se peguen a las gargantas de las llantas. En su momento conseguimos montar los 235 en cinco de las seis llantas, y el sexto se colocó en una que me prestó JRx4 Competición para Burgos. Estas largas vacaciones eran el momento ideal para atacar a la sexta rueda, la rebelde. Pretendía, además, tener desmontados los cuatro neumáticos 215/85 para venderlo, y concederle un respiro al dolorido presupuesto. Julio no pudo desmontar esa sexta rueda en su taller, y la llevó a uno especializado que fracasó igualmente. El siguiente paso fue intentarlo en una máquina de desmontaje de ruedas de camiones. Después de muchos esfuerzos por parte de la máquina y del operario, solo se logró arrancar trozos de goma del flanco. Nos quedaba una única alternativa: si una desmontadora potente (por ser para camiones) no podía, habría que recurrir a otro tipo de máquina potente, la de ruedas de coches deportivos. De modo que a base de favores (¡qué importante es el capítulo de “Muchas gracias” de este blog!) accedí a un “maquinón” que se atreve con los enormes neumáticos de las versiones superiores de Ferrari y Porsche. Empezamos con ilusión y, tres cuartos de hora más tarde, tiramos la toalla. ¡Era imposible desmontar aquella rueda! Como nos hacía falta la llanta y los flancos del neumático ya estaban muy dañados, hasta hacerlo inutilizable, decidimos “sacrificarlo”.
    Voy a describir la escena: anochecer, taller ya cerrado, solo quedamos tres personas y los tres con cara de “este maldito neumático no va a poder conmigo”. La radial chilla y el eco se repite por toda la nave; del neumático salen chispas y un humo negro, denso, de olor acre a goma quemada. En principio no parece tan difícil anticipar el desenlace de este duelo entre la radial y el neumático, pero a mitad del corte el panorama es triste: el disco de la radial se ha consumido, en nuestras ropas se han pegado puntos negros de las salpicaduras de goma chamuscada, y el taller parece el escenario en el que acaba de terminar un concierto de AC/DC: una nube de humo negro y perezoso da vueltas buscando la salida, y los ecos aun se oyen de fondo.
    Hizo falta un buen rato más y un disco nuevo en la radial para acabar con el Cooper y sacarlo de la llanta. Una vez fuera vimos que el espesor de los cordajes, la anchura de la capa de caucho y la cantidad de cables de acero de refuerzo lo convierten en un excelente neumático de campo, a prueba de ramas ocultas, piedras afiliadas y hojas de corte de radial. Por cierto, las salpicaduras de goma chamuscada no salen de la camisa, y ¿alguien quiere tres neumáticos Cooper de campo?
    La siguiente cuestión resuelta durante este verano ha sido la del copiloto. Es evidente que lo mejor es tener siempre el mismo copiloto, por las ventajas de compenetración y coordinación. Y es evidente que haber tenido tres en tres carreras ha sido una fuente de dificultades. Fue www.mercadoracing.org quien me puso en contacto con Alvaro Ortega, de Talavera de la Reina (Toledo). Tras bastantes años como copiloto en campeonatos regionales de rallies de asfalto y tierra, mi propuesta de la media temporada que queda del Nacional de Raids le tiene más que ilusionado. Empezar a trabajar juntos antes del verano ha traído muchas ventajas; por ejemplo, hemos probado el coche y se ha roto un maleficio que parecía insalvable, el de los interfonos. Los más fieles a este blog recordarán que en Serón funcionaron solo a partir del primer tramo largo, en la Baja Almanzora hubo que confiar más en la maña que en la ciencia, y en Burgos fue la astucia y no la habilidad la que nos permitió comunicarnos sin gritos. Por eso, que funcionaran al probarlos cinco semanas antes de la carrera fue una enorme alegría. La prueba también sirvió para comprobar las enormes diferencias entre especialidades tan aparentemente iguales como los rallies de asfalto y tierra, y los raids: los rutómetros, los trips y sus pedales, y las muchas horas de tramo serán las novedades para Alvaro. Por casualidad, y no para que se aclimatara, las pruebas las hicimos en un secarral de cierto lugar de la provincia de Toledo cuyo nombre no puedo revelar, los días en que arreciaba la ola de viento cálido de Africa, y con el aire acondicionado aun sin reparar. El que Alvaro sonriera después de ese estreno es prueba de su ilusión.
    La logística de la próxima carrera, la Baja Africa en Melilla, es claramente la más compleja y acelerada del año. El plan, que va francamente justo, es el siguiente: salida de Madrid el viernes a media mañana, con destino a Almería. Solo de escribirlo, y pensar en los duros que son el “bacquet” y las suspensiones, ya me duelen la espalda y otra parte del cuerpo. Esperamos llegar a Almería con tiempo de echar una cabezada, ya que a media noche zarpará el barco que ha de atracar en Melilla al amanecer del sábado con el tiempo justo para desembarcar, tomar un café y pasar las verificaciones administrativas. Inmediatamente después las verificaciones técnicas y el parque cerrado. A media mañana tramo especial, luego dos pasadas a un tramo de 45 Km, y para la categoría de Históricos la carrera habrá acabado a eso de las siete de la tarde. Desde ese momento estaremos de vacaciones hasta que vuelva el frenesí: sacaremos el Land Cruiser del parque cerrado a eso de la una del mediodía de domingo, tenemos que coger el barco de las 14:30 h y llegar a Almería a cenar. Y tras dormir en algún punto del camino, entraremos en Madrid el lunes, con la espalda y otra parte del cuerpo algo doloridas.
    Aunque mis objetivos para este año sean, claramente, divertirme y aprender, el espíritu competitivo nunca se olvida por completo. Los comentarios hablan de un recorrido muy duro y en Históricos, además, corto, unos 100 kms, repartidos en tres tramos. A la vista de los inscritos, y si no hago ninguna tontería, deberíamos embarcar el domingo en Melilla habiendo ganado algún puesto en la provisional.
    Solo tres semanas después de regresar corremos el Montes de Cuenca, quince días más tarde toca en Jaén, y acabamos la temporada en Cádiz a mediados de Noviembre. Un final demasiado apretado después de unas vacaciones demasiado largas.


  • Una de Land Cruisers

    Cuando cargo algo en el maletero de un Land Cruiser me parece que estoy metiendo el equipaje para una expedición. Al sentarme en el puesto del conductor, siento como si fuera a empezar una aventura. Y cuando alzo la vista y miro por el parabrisas, me parece que acabo de recoger el campamento y enfilo una pista mauritana que se pierde en una tormenta de arena. Estas sensaciones son el resultado de una relación de camaradería que comenzó con un reto: al regreso de un viaje por Marruecos decidí que quería comprar exactamente un Land Cruiser Serie 70 de motor 2L-T de los que se fabricaron entre Abril de 1990 y Mayo de 1993 y que nunca se vendieron oficialmente en España. Lo que los “landcruiserólogos” etiquetan como un LJ70 de los últimos ¿Y por qué me quería complicar la vida con una compra tan concreta? Porque ese coche tenía un chasis corto y manejable pero con suficiente capacidad de carga para dos personas con equipaje para viajes largos; porque el motor era duro, sencillo y gastaba poco; porque con dos ejes rígidos, reductora de verdad y muelles en las suspensiones ofrecía un equilibrio ideal entre carretera, pista y trialeras. Y además, porque en su sencillez y sobriedad me parecía precioso.
    Después de ocho meses de búsqueda encontré una unidad totalmente de serie y en fabuloso estado de conservación a pesar de sus 12 años de edad. Tras muchas horas de trabajo en el garaje de casa, más la ayuda de algún especialista en lo más complejo, se convirtió en una joya: tremendamente capaz en campo y desmesuradamente discreto, con esa timidez de los coches negros de hace muchos años a los que no se han añadido ni adhesivos ni colorines sonrojantes. El interior era espartano por lógico: mucha chapa y poco plástico, todo desmontable con un destornillador de estrella, asientos cómodos y sencillos, y esa permanente sensación de confianza que desde entonces me transmiten los Land Cruiser, como un compañero de viaje de los de toda confianza que asegurara cada vez que arrancase: “Que no te quepa duda: vamos a llegar”.
    Mientras lo preparaba en casa, en aquel invierno de 2002 a 2003, comprobé que también la mecánica era así: piezas sencillas, fáciles de desmontar, reparar y volver a montar siempre con pocas herramientas, como pensadas para una vida dura, escasa en cariño y mantenimiento.
    Una vez acabado el trabajo de taller y tras cuantas rutas por España, nos planteamos un desafío a la altura de las capacidades de ese Serie 70: bajar hasta Dakar, cruzando Marruecos, el Sahara, Mauritania y Senegal, con la calma propia de los buenos viajes africanos. Y una vez alcanzado el destino, retorno en contenedor para el coche y en avión para los viajeros. Como compañeros de viaje escogimos a unos buenos amigos y a su excelente coche: un Land Cruiser Serie 80, con una preparación igualmente eficaz y discreta.
    Todo viaje largo y lento, especialmente si es por Africa, da para muchas experiencias, de modo que aquellas tres semanas, combinadas con mi afición a la literatura de viajes, desembocaron en el libro en el que conté lo que vivimos. Antiguamente, los libros no publicados amarilleaban en el fondo de algún cajón y uno se topaba con ellos al hacer limpieza. Hoy en día languidecen en el fondo de un disco duro y uno se los encuentra cuando años más tarde busca documentación para una entrada de su blog. Por eso, al redactar estas líneas me he topado con episodios de aquel viaje protagonizados por nuestros dos Land Cruisers y Africa. Como éste:
    La primera sensación que produce la esperada frontera entre Marruecos y Mauritania es… ninguna, por lo que casi nos la saltamos. De una señal oxidada y tirada en el suelo debes deducir que las decrépitas casetas que hay a la izquierda son las instalaciones aduaneras. Menos mal que un tipo nos requirió a golpe de silbato de árbitro de fútbol, y nos guió hasta aparcar los coches, con precisión milimétrica, en el lugar exacto de la solana que él quería, con la marcialidad y el rigor propios de quien ordena las aeronaves en la cubierta de un portaaviones. Su uniforme, sin embargo, no era muy reglamentario, ya que constaba de chaqueta larga en color azul celeste con charreteras, propia de domador de leones del Gran Circo Mundial, pantalón azul marino y sandalias, y se tocaba con un gorrito blanco de jubilado inglés en el torneo de tenis de Wimbledon. Tras pedirnos los papeles de siempre y hacernos las preguntas habituales, nos invitó a pasar, pero solo a los hombres, al interior de un chamizo. No había puertas, las escasas ventanas tenían cierres de madera sin cristales, y el ralo mobiliario eran sillas y mesas de oficina de hace más de treinta años. En cada uno de los tres aposentos del chamizo habilitado como oficina, tras la mesa estaba el jergón en el que dormían los empleados que nos iban a atender. Y todo el conjunto, mesas, sillas, jergones, archivadores y máquinas de escribir, cubiertos por esa fina capa de polvo de arena que desde ese momento nos iba a seguir como una cola a su cometa por todo Mauritania, que haría borrosas las ciudades a los lejos, y engulliría al tren minero de Zouèrat. Pero antes de llegar a esos episodios, nos quedaban unas horas de papeleos.
    Una vez que el del gorrito de tenis nos hizo entrar a la digamos oficina, un tipo de paisano, envarado pero cordial, se empezó a ocupar de los papeles de nuestros coches. A continuación pasamos al aposento de enfrente, donde nos esperaba quien dijo ser aduanero, dispuesto a que rellenáramos más formularios y a poner más sellos. Una vez acabada su función, nos guió al cuarto del fondo. Allí, una tercera persona, con el uniforme oficial coronado por una gorra de Nike, registraba cuando entramos las cajas que un mauritano había bajado de la altísima baca de su Land Cruiser Serie 60, y encontraba decenas de sandalias. Hizo un alto en la disputa con el supuesto contrabandista, puso más sellos en nuestros papeles, y salimos al exterior.
    Arrancamos los coches, que seguían cociéndose al sol en la ubicación matemáticamente precisa del secarral en el que los habíamos dejado, avanzamos cien metros, los volvimos a dejar al sol inclemente del desierto, y nos dirigimos a otro chamizo, que esta vez alojaba el puesto de policía. Era éste otra caseta, esta vez de piedra vista, con gallinas a la entrada, el catre a la derecha y una pequeña cocina a la izquierda. En otros términos, lo que por estos pagos europeos y en el medio rural sería una caseta de pastor, de cuando los pastores no tenían teléfono móvil ni llevaban las ovejas al veterinario en un “pick up”. Una vez que cruzamos la cocina nos introdujimos en un aposento rodeado por columnas de papeles amarillos y archivadores metálicos desvencijados. Algunos ventanucos en el muro de piedra, que nunca tuvieron marcos ni cristales, dejaban pasar la luz, y del techo colgaba, por toda iluminación, una bombilla de coche con un cable enganchado al final del cual una batería, también de un automóvil, esperaba la llegada de la noche para alimentar la lámpara. Al fondo de este cuadro, y parapetado tras una mesa metálica de oficina decadente nos aguardaba un individuo agradable aunque frío, que charlaba animadamente mientras llenaba de sellos nuestros pasaportes. Unas frases después, salíamos de Marruecos, se acababa por muchos días el asfalto y entrábamos en la tierra de nadie.
    Me encariñé mucho con aquel Land Cruiser 70, serio, estoico y de fiar, como personaje castellano de novela de Delibes. No era para menos, porque en este largo viaje africano todo el trabajo que dio fue un reapriete de la baca no original en Dakhla, la antigua Villa Cisneros; rellenar el aceite en Atar después de casi 600 kms con reductora y bloqueo trasero; y quitar las langostas de los faros y el radiador, tras cruzar una nube inacabable entre Chinguetti y Nouakchott. Recuerdo con cariño aquel enorme volante de plástico y la dirección lenta y suave; quizá demasiado lenta para las trialeras o las pistas rápidas de Mauritania, pero ideal para hacer muchos kilómetros de pista en un día, maniobrar en los atascos de Dakar o esquivar a los Peugeot 504 en los cruces de Nouakchott. Acabé el libro sobre este viaje narrando la recogida de los coches en el puerto de Valencia y la confianza que ya tenía en él:
    Arrancar aquel motor de camioncito al primer intento para sacar al Land Cruiser del contenedor me recordó la enorme confianza que ya tenía en algo que para mí es desde ese momento un compañero de aventuras; según maniobraba para salir de la panza metálica, cumplí la promesa que le hice antes de salir de casa, unos meses antes: “Si nos llevas a Dakar y volvemos en una pieza, te merecerás el apodo de ‘El Africano’”. Y un rato más tarde, enfilábamos una ancha autovía europea a ritmo tranquilo, con la satisfacción del deber cumplido, de los sueños convertidos en realidad tangible. El polvo de mil caminos africanos emborronaba el negro del capó que se abría paso en aquella tarde de invierno, mientras me prohibía organizar otro viaje por Africa sin antes escribir un libro contando éste. Así que ahora que cierro el relato, voy a buscar mi mapa Michelin 741 para desplegar el lado Este, el de Túnez y Libia.
    Y efectivamente, tras el viaje a Dakar del otoño de 2003 llegó otro por Túnez en la primavera de 2005, igualmente inolvidable. Un tiempo después, el crecimiento de la familia hizo que necesitara un coche más grande y ya no tengo en casa el 70. Pero me sigo acordando de esa serenidad al arrancar el motor, la postura erguida, de control, el tacto de camión fiable de la palanca de cambios, y la visión del capó ancho y negro abriendo camino.
    Al LJ70 le sucedió, casualidades de la vida, el Serie 80 de los amigos con los que viajamos a Dakar. Se hace difícil comparar el 80 con el 70 porque es otro planeta: largo, ancho, pesado, potente, menos discreto, algo más lujoso en su sobriedad, y en un color blanco igualmente apropiado para viajar por sitios poco recomendables. Sin embargo el espíritu es el mismo, esa sensación de poder con todo, de llegar a cualquier parte aunque no haya carretera, de cargar con el equipaje, la comida y la tienda de campaña. Como coche familiar para todo uso, aunque desde fuera cueste entenderlo, es ideal: cabe todo lo que se le cargue, por autovía rueda en silencio y con comodidad a velocidades superiores a las legales, y al salir del asfalto, con tres bloqueos, cabestrante, ruedas M/T y reductora de verdad, se le puede aplicar la viaje frase de los todoterreneros: “Si cabe, pasa”.
    El tercer Land Cruiser de mi lista fue el KDJ120 de prensa del Lisboa – Dakar de 2006, un KXR con la preparación que exige la normativa de la carrera: barras, bacquets, depósito adicional, trips, GPS,… y en lo demás de estricta serie. El Land Cruiser con el dorsal 937 iba más que sobrecargado: cuatro personas con enorme equipaje, dos ruedas de repuesto, herramientas y unos cuantos cacharros perfectamente prescindibles. Además, neumáticos A/T poco apropiados para las pistas africanas, y muelles de serie, demasiado blandos para la carga total. Pero llegamos, y me pude hacer mi segunda foto en un Land Cruiser junto al Lago Rosa.
    Aquellas tres fabulosas semanas en el penúltimo Dakar africano fueron mi introducción a los raids y a la vez una enorme sorpresa: el Dakar no era lo que me habían contado. Tras muchos años “viviéndolo” por prensa y televisión, me di cuenta de que la realidad era más intensa, más cruda, más profunda de lo que suponía. Quizá porque la prensa que yo había leído no estaba dentro de la carrera, quizá porque hay pocos periodistas que hayan sido pilotos, quizá porque los pilotos que cuentan el Dakar son pilotos pero no escritores, … El caso es que solo doce meses más tarde llegaron el cuarto Land Cruiser y un desafío: acompañar al equipo de competición de Toyota España en el vehículo de asistencia del Dakar 2007, hacer de conductor y de ayudante para todo lo que hiciera falta, y escribir in situ, cada noche, el blog del equipo. En otras palabras, vivir el que iba a ser el último Dakar africano desde primera fila de las butacas de patio, y además contarlo casi en directo.
    El Land Cruiser era de nuevo un Serie 120 largo, pero esta vez con preparación más exigente: Öhlins, BF Goodrich A/T, y todo lo necesario para llegar cada tarde al campamento antes que los dos coches de carreras del equipo con las cuatro personas que formábamos la asistencia. Es obvio que también con este Land Cruiser de dorsal 717 me encariñé y por los mismos motivos de siempre: la sensación de fiabilidad y de confianza, a pesar de la dureza de esta carrera dentro de la carrera.
    Redactar el blog fue otra experiencia formidable: sin borradores ni reflexiones escribía los textos cada noche donde y cuando podía. Y sin yo saberlo, lectores de varios países compartían con nosotros las penurias y los placeres de una experiencia irrepetible. De entre los más de 400 comentarios recibidos, fue éste el que me indicó que había transmitido adecuadamente el Dakar desde dentro a quienes lo vivían desde la tranquilidad de sus casas: Gran crónica, tengo arena en las zapatillas. Felicidades.
    Pocos meses después, debutaba como copiloto de raids en el quinto Land Cruiser, un KZJ95 que para entonces ya tenía ocho años. Quique de Dios y yo conseguimos todo aquello a lo que pueden aspirar dos novatos con el coche menos potente del parque cerrado: aprender y disfrutar. Al menos yo sí aprendí mucho y disfruté un montón, porque las dos carreras en que participamos eran puntuables para el Mundial, por lo que el nivel de organización y de rivales era una excelente escuela. Volcamos en ambas, solo que en el Transibérico lo hicimos en el último tramo del último día y pudimos llegar a meta, y en la Baja España dañamos tanto el coche que no solo nos retiramos, es que el pobre Land Cruiser fue directo al desguace. Pero aquel coche blanco con matrícula de Barcelona fue una excelente escuela, que continuó con su sucesor: otro KZJ95 de la misma época, con la misma escasez de potencia y las mismas ganas a bordo. Lo estrenamos en el Terras del Rei de 2008, y se rompió la mangueta delantera derecha a once kilómetros de acabar el último tramo del último día, porque como no llevábamos asistencia no hubo tiempo para revisarla. Rematé la temporada 2008 con una de las carreras más bonitas: la Baja Portalegre, que logramos acabar con el motor desfalleciente.
    El séptimo, y por ahora último, de los Land Cruisers de esta crónica sentimental es el KDJ95 que protagoniza mecánicamente este blog.
    A la hora de hablar de Land Cruisers es imprescindible hablar de Takeo Kondo, ingeniero del equipo de diseño de estos coches durante más de un cuarto de siglo y que llegó a ser conocido como “Mr. TT”, puesto que se le consideraba el mejor ingeniero de vehículos TT del mundo. El joven Kondo terminó sus estudios de ingeniería en Japón e ingresó en Toyota, justo en el departamento dedicado a los todo terreno. Por entonces se trabajaba en los BJ40 y FJ55 en los que colaboró, y su primer trabajo como Ingeniero Jefe fue precisamente mi Serie 70 de muelles, el de Abril de 1990. Luego repitió en otros modelos como el Serie 90 con el que corro ahora, y posteriormente fue ascendido a responsable de todos los proyectos de Land Cruiser hasta su jubilación, a principios de este siglo. Al tener Kondo-san este historial, no es de extrañar que me hiciera mucha ilusión tener una foto de mi LJ70, su primer trabajo directo, dedicada por él. La conseguí gracias a la ayuda de un contacto dentro de Toyota, y ahora cuelga en una pared del garaje al lado del KDJ95 de carreras. Es una foto tomada en las montañas del sureste de Túnez y firmada por “Takeo Kondo. Former Chief Engineer of Land Cruiser. May 2005”. Para mí representa lo mismo que tener uno de mis libros favoritos firmado por su autor.


  • Maestros, mitos y manías

    Cada uno escoge a sus maestros y a sus mitos. Y cada persona decide a quién le tiene manía. Incluso puede convertir en mito a un maestro, y a la vez tenerle manía. Es lo que me pasa con Kenny Roberts.
    Puede que los más jóvenes del lugar no sepan quién es “King” Kenny, o Kenny “Marciano” Roberts, o como mucho recuerden que su hijo ganó el Mundial de 500 cc en el año 2000 con la Suzuki azul y verde de Telefónica MoviStar. Roberts padre había nacido en Modesto (California) y no hizo caso al nombre de su ciudad, porque tras ganarlo todo en las motos dijo una frase que dolió mucho a este lado del charco: “En Europa tienen un campeonato que ellos llaman del Mundo. Voy a ir allí a ver qué es eso”. Más o menos lo soltó así, y no solo vino con aquellas preciosas Yamaha de colores amarillo y negro: cambió la manera de pilotar (de ahí lo de “Marciano”), ganó tres veces seguidas el Mundial, cuando se retiró montó un equipo con las Yamaha de las que se había bajado y el dinero de Marlboro, y se llevó tres títulos de 500 cc con Wayne Rainey y uno de 250 cc con John Kocinski. Después se convirtió en fabricante de motos de Gran Premio, primero con las Modena tricilíndricas de dos tiempos, y luego con el cambio de reglamento se pasó a las cuatro tiempos.
    Por su planteamiento racional y técnico de las carreras, por ese espíritu práctico y sin prejuicios de los estadounidenses, y los resultados que con ellos obtuvo, le considero un maestro. Subió a mito por su equipo, porque cuando los demás empezábamos a pasar del concepto de “amiguetes que van a las carreras pero ya tenemos hasta patrocinador”, el Marlboro Roberts Yamaha Team nos sacaba vuelta en organización, imagen y resultados. Y por su frase y su permanente engreimiento, le tengo manía.
    Pasé muchas horas en las temporadas 90 a 94 frente a su box, o merodeando entre sus camiones para aprender. Lo que en otros equipos no pasaba de “se me ha ocurrido que podríamos…” en el suyo era un procedimiento establecido desde la pretemporada, conocido y aplicado por todos y reflejado por escrito en un manual de trabajo. Recuerdo la impresión que me causó ver en el tablón de avisos del camión la normativa sobre el uniforme que cada miembro del equipo debía llevar cada día (viernes, sábado y domingo) del Gran Premio. Diferenciaba la ropa de los que saldrían el domingo acompañando a los pilotos a la parrilla, los que más se ven por la televisión, del resto. Y detallaba hasta el calzado, los calcetines y el cinturón.
    Tampoco olvido su libro “Tecniques of Motor Cycle Road Racing”, del que guardo una primera edición de 1988. No es que pueda aplicar en la práctica sus consejos sobre pruebas de neumáticos, porque las aullantes dos tiempos que él pilotaba tienen poco que ver con mi rugiente diesel de dos toneladas. Tampoco puedo utilizar con facilidad sus explicaciones sobre los entrenamientos de pretemporada. Sin embargo sigue resultando útil todo su espíritu, esa idea de tomarse las carreras como algo casi científico, al menos parcialmente predecible, que se puede prever, organizar, coordinar, afrontar con frialdad y luego medir, cuantificar, analizar, para al final obtener conclusiones con las que mejorar en la siguiente carrera.
    Por eso, aunque Kenny buscara Mundiales de 500 cc y yo solo divertirme en un Nacional, los principios son los mismos y los sigo con el respeto que debo a un maestro. De él he aprendido que para evitar peligrosos olvidos se utiliza una lista del complejo equipaje de las carreras, que incluye desde el Pasaporte Técnico de la FIA para el Land Cruiser o las gafas de repuesto para mí, al bolígrafo azul con pulsador y sin capuchón, para poder usarlo con una sola mano. Y una enorme hoja Excel que tiene en cada solapa el control de un apartado (calendario, clasificaciones, presupuestos, preparación física, …) y una solapa inicial de resumen que se imprime como un A3.
    Lo único que tienen en común Kenny Roberts y Dennis Noyes, otro de mis maestros en las carreras, es que ambos nacieron en Estados Unidos, aunque lejos uno de otro. Dennis lo hizo en Hoopeston (Illinois) y una serie de casualidades en las que no vamos a entrar le colocaron, con ventipocos años, dando clases de inglés en Barcelona. Los más jóvenes del lugar, esos que no conocen a Roberts padre, habrán oído a Dennis en las retransmisiones de los Grandes Premios por la televisión: es el que sabe de motos, está informado y pone cordura en el gallinero. Se le distingue, además de por su acento, porque siempre lleva la gorra de los Cubs de Chicago, el equipo de béisbol profesional de la capital del estado en que nació. Suele presumir de que la gorra está hecha a medida, y eso se nota en que no tiene sistema de ajuste en la nuca.
    Cuando Dennis llegó a España, no tenía interés por las motos. Pero se aficionó de tal modo que empezó a escribir en las revistas de motos y a competir, y se encontró en el Nacional de Velocidad con jovencitos prometedores como “Sito” Pons y Carlos Cardús (no te pierdas la foto en la que se ve a Dennis en primer plano y detrás a Cardús en una Ducati Pantah). A mí me enamoraba su manera de escribir. Las revistas españolas de motos de los ochenta publicaban pruebas elogiosas y casi almibaradas de cualquier cosa con dos ruedas. Y las crónicas de las carreras del Mundial eran relatos épicos que repetían la cantinela de “los valientes pilotos españoles sin medios frente a los enormes equipos extranjeros”. Eso de “recupero en las curvas los que pierdo en las rectas”. Dennis puso aquello patas arriba. En el enfrentamiento entre las “míticas” marcas europeas y las recién llegadas motos japonesas “sin alma”, dijo que las primeras tenían leyenda, precios altos y se averiaban, y que las segundas eran eficaces, baratas y fiables, aunque no tuvieran abolengo. A pesar de ello solía correr con Ducati, y cuando se pasó a hacer el Nacional de Superbikes con una Honda, un amigo y yo le pusimos una pancarta en la tribuna de Le Mans en el Jarama: “Dennis, déjate de cuentos chinos. ¡Forza Ducati!” Aquello fue a mediados de los ochenta.
    Sus crónicas de carreras hablaban de hombres enfrentándose a hombres, y de hombres peleando contra máquinas. De charlas de madrugada en un box, y de aburridas y provechosas sesiones de entrenamientos privados meses antes del inicio de la temporada. Su cerrado inglés de Illinois le abrió las puertas de los equipos anglosajones en la época del desembarco de estadounidenses, australianos y neozelandeses: Roberts, Spencer, Schwantz, Kocinski, Gardner, Doohan, Rainey, Crosby, …
    Lo mejor de sus artículos eran las anécdotas y su manera desenfadada y natural de contar la trastienda de las carreras, la técnica y la humana. De una de esas anécdotas me acuerdo mucho ahora, cuando la competición es parte cotidiana de la vida en mi casa. Era víspera de Navidad, la familia Noyes estaba a punto de mudarse a una casa más grande allí en Miraflores de la Sierra, y al padre de familia le llegó la Ducati con la que iba a participar en el campeonato del año siguiente. En medio del lío de la inminente mudanza, Dennis puso la moto en el único sitio en que cabía: en el salón, al lado del árbol de Navidad. Una tarde, su hijo Kenny, por entonces un niño y ahora piloto en el Mundial de Moto 2, volvió a casa después de jugar en la de un amigo, miró a su padre con cara de extrañeza y le preguntó: “Papá, ¿por qué en casa de Fulanito no hay una moto de carreras junto al árbol de Navidad?” Mi Land Cruiser no duerme en el salón de casa, pero no se nos hace raro a la vuelta de una carrera ver la ropa ignífuga tendida junto al resto de la colada, que mi mujer responda a una amiga “No, ese fin de semana no podemos quedar porque tenemos carrera” y que mi hija diga con naturalidad a sus compañeros de guardería algo así como “Mi papá tene un coche de cadedas”.


  • Vamos a organizarnos

    Al regreso del Raid Tierras de Cid paré en una gasolinera, ya cerca de casa, para quitarle al Land Cruiser al menos una parte de la enorme cantidad de barro que llevaba encima. Y estando parado en el lavadero dejó unas manchas de aceite. Cuando a la mañana siguiente lo saqué del garaje de casa para llevarlo a JRx4 Competición, lo que había era bastante más que gotas.
    En un vehículo digamos normal es más fácil relacionar la posición de las manchas con su origen, y el tamaño de las manchas con la gravedad de la avería. Pero en los que llevan una chapa de protección de los bajos que empieza en el morro y acaba más allá de la transfer no es tan sencillo. El motivo es que el aceite, o el fluido que sea, cae primero sobre la chapa, desliza sobre ésta, y luego con el tiempo y los movimientos una parte o toda acaba en el suelo. Por eso la diagnosis la hizo Julio Romero por el viejo procedimiento de desmontar y mirar, y lo que vio estaba claro: habíamos tenido mucha suerte, porque el retén trasero del cigüeñal había pasado a mejor vida, pero lo había hecho después de acabar la carrera. Ya que se bajaba la caja de cambios para sustituir ese retén, era razonable aprovechar para poner nuevos el rodamiento de apoyo del primario, más el disco de embrague, la maza y el collarín. A la lista de piezas había que añadir el intermitente delantero derecho, porque el original quedó enterrado en algún barrizal de la provincia de Burgos, más el filtro de aceite y su soporte al bloque. El gato que tanta guerra nos dio en la carrera no tiene reparación, por lo que uno nuevo se añade a la lista de la compra de recambios y accesorios. En resumen, una buena dentellada al presupuesto de LCA Competición.
    Para compensar, un alma caritativa que además es lector de este blog, ha donado una cremallera de dirección, que es muy bienvenida ya que antes o después habrá que cambiarla.
    Lo del soporte del filtro de aceite me permite hacer un comentario sobre mecánica. Soy de los que piensan que un mecánico, y más el de carreras, debe aunar la ingeniería con el cariño, entendiendo la primera como precisión y ciencia, y el segundo como el tiempo y la delicadeza necesarios para aplicar la anterior. Nuestro Land Cruiser ha estado falto de ambos en las temporadas previas a ésta, y se nota en detalles como el del soporte. Es una pieza fabricada en aluminio inyectado, un material ligero, con buenas propiedades de transmisión del calor, y menos resistencia mecánica que los aceros y las fundiciones. Por ello hay que tener cuidado al montar piezas de acero sobre piezas de aluminio, porque si se aplica al aluminio el par de apriete del acero, termina dañándose. Eso le pasaba al soporte, que se había agrietado al apretar con excesiva fuerza tanto el propio filtro como los manguitos de aceite que llegan a él.
    Otras dos cuestiones me inquietaban tras la carrera de Burgos. Por un lado, el alojamiento para la de Jaén. Nuestras carreras se disputan, por lo general, en localidades pequeñas (Serón, Lerma, Santisteban del Condado) que ofrecen una lista de hoteles y hostales más bien limitada. Es decir, o se reserva con meses de antelación y conociendo la zona, o hay que afrontar el hecho de dormir lejos de la salida. Y si el coche de carreras, que esos días es mi único medio de transporte, se queda en el parque cerrado, ¿cómo me desplazo?
    La otra preocupación venía, una vez más, de la búsqueda de copiloto. Una nueva decepción y varias llamadas de teléfono me situaron sin compañero tres semanas antes de la carrera. Este hecho se relaciona con el anterior, ya que cuando se tiene un copiloto estable, el trabajo entre carreras se reparte, de modo que se hace más llevadero. Si uno se encarga del coche (listado de trabajos pendientes, piezas necesarias, su compra y entrega, plazos, limpieza, mejoras, pequeños detalles,…), el otro se encarga de la administración (inscripción, transferencia, alojamiento, coordinación del viaje,…). En mi caso, la ausencia de copiloto fijo hace que tras cada carrera asuma las funciones de ambos, más la búsqueda de sustituto.
    Y en medio de estas preocupaciones llegó la noticia de que se aplazaba a después del verano la carrera de Jaén. El motivo es el peligro de incendio en la zona tras unos meses de lluvias abundantes que habían llenado la zona de vegetación, y unos días de sol fuerte que la habían secado.
    Según el organizador del campeonato, la carrera se celebrará después del verano. Como parece que la Baja España 2010 no contempla la categoría de Históricos, y además no iba a ir por lo desorbitado de los costes, se abre un hueco de cuatro meses, ideal para organizarme después de pagar el peaje propio de todo debutante. Cuántas veces he recordado la frase de Antonio Muñoz Molina: “El extranjero es quien ignora cosas muy simples que a su alrededor sabe todo el mundo; el que desconoce la malla invisible de normas y de informaciones cotidianas que el bien asentado da tan por supuestas que no repara en ellas”. Y no es en absoluto una queja sobre el ambiente de las carreras que, todo lo contrario, es relajado y acoge amablemente a cualquier recién llegado. Simplemente que las labores que son rutinarias para los veteranos, lo que resulta conocido por los viejos del lugar, es una novedad y casi un descubrimiento para quienes nos estrenamos en estas funciones.
    De modo que ahora tengo cuatro meses largos para terminar el coche, buscar alojamientos, coordinar viajes y, sobre todo, reducir la volatilidad de los copilotos. Si, como se comenta, finalmente no se celebrará la carrera de Valencia, y sus fechas las ocupará la de Jaén, nos esperan cuatro carreras en nueve semanas. Eso supone que, como quedará muy poco tiempo para imprevistos, todo lo previsible deberá estar hecho de antemano.
    Aprovecharé también estos cuatro meses para contar en este blog no las carreras en sí, sino lo que sucede entre ellas, detrás de ellas, y lo que se siente dentro y fuera.


  • Jugando con los límites

    En realidad, no existen. Límite es el nombre que pudorosamente le damos a lo que hay más allá de la zona en la que estamos cómodos, a lo que se ubica donde están nuestros miedos, a donde pensamos que no podemos llegar.
    Había oído muchas historias de las que se escuchan con los ojos abiertos y la mente asombrada sobre carreras largas en barrizales, sobre roderas de medio metro de profundidad, coches caídos en los sembrados, rescates imposibles cuando se ha acabado en la cuneta o en una acequia, y me sonaba a lo que solo hacen los pilotos buenos. Pero esta vez me ha tocado hacerlo a mí, y hemos acabado de una pieza y en el podio.
    Y eso que empezamos con prisas: recogí el Land Cruiser el jueves antes de la carrera, y conocí al copiloto para Burgos, Abel Barriga, el mismo viernes por la tarde. Conseguimos que el trip funcionara mínimamente en el enlace entre el parque cerrado y el tramo especial del sábado, y no lo terminamos de arreglar del todo hasta el sábado por la noche. Los interfonos estuvieron inactivos hasta cinco minutos antes de salir al tramo, y toda la carrera la hicimos con un gato prestado porque el nuestro no daba presión.
    El tramo especial del sábado estaba en Salas de los Infantes, en una ladera abrupta preciosa, con castillo en lo alto. A ratos rodábamos dentro de un bosque y a ratos en pistas sencillas aunque escarpadas. Las fotos del sábado se distinguen bien de las de domingo: el coche aparece limpio. El planteamiento para el segundo día de carrera estaba muy claro, y no se cumplió en absoluto: nos prometieron pistas anchas y rápidas, adelantamientos fáciles, mucho tirar de cuarta y quinta en las rectas y hacer cruzadas en las curvas; todo ello en un tramo de 300 kilómetros al que todos, salvo nuestra categoría de Históricos, darían dos vueltas.
    Todos esos kilómetros a buen ritmo suponen muchos litros de combustible y nosotros mantenemos el depósito de serie de solo 90 litros. Por eso llenamos el sábado por la tarde verdaderamente hasta arriba: despacio, para que salieran las burbujas, haciendo paradas para que salieran más burbujas, y al final agitando el coche para que salieran las últimas burbujas. Aquí hay que reconocer que lo de agitar con el brazo el Land Cruiser es, en este caso, prácticamente simbólico, porque con muelles duros ni el brazo de Popeye lo mueve.
    Igualmente pensaba que 300 kilómetros rápidos bajo un sol castellano de poema de Machado exigirían beber mucho. De modo que a la mochila de agua habitual (litro y medio, a mi izquierda) le añadí el “Camelback” de la bici de montaña, dos litros más, para los que encontré un hueco entre el bacquet y la centralita de los interfonos.
    Sin embargo, las noches de viernes y sábado fueron de lluvia constante, por lo que el domingo amanecimos frente a 300 km. de pistas de tierra dura cubiertas por una capa de barro denso, como cemento negro, sobre el que no valía la pena acelerar a fondo en primera al salir de las curvas, porque las cuatro ruedas giraban en vacío, y había que pasar a segunda con el motor aun a medio régimen. En las fotos del tramo se ve con claridad que las salpicaduras de barro no pasan de la línea de la cintura del coche, prueba de su densidad casi de piedra.
    En el kilómetro 20 se averió el pedal del trip, por lo que desde ese momento Abel ponía a cero los parciales con la mano, si los baches le dejaban. En el 23 alcanzamos al Land Cruiser azul con el dorsal 46, que a su vez perseguía al enorme Patrol GR largo de Mickey Thompson. Con los coches casi siempre de lado y las cunetas embarradas diciendo ¡llámame!, no me atrevía a pasar a ninguno. Nos alcanzó nuestro rival el Range Rover rojo de Javier Pérez, y nos quedamos los cuatro en caravana hasta llegar a una zona de badenes ya en el km. 53. En cada badén cabía un Land Cruiser enterito, y allí conseguimos pasar al coche azul y el Range nos pasó a todos. Subimos el ritmo, … y nos saltamos el siguiente cruce, por lo que perdimos todas las posiciones que habíamos ganado.
    Reanudamos la persecución, y en el km.108 (¡solo un tercio de carrera!) dejó de funcionar el lavaparabrisas. Rodando solos no suponía gran dificultad, porque el barro denso no llegaba a manchar el parabrisas. Pero cuando alcanzamos al Patrol GR, el barro que escupía me dejaba a ciegas. No me atrevía a arriesgar un adelantamiento, ya que con el parabrisas sucio no identificaba bien el estado del terreno. El principal culpable era un pegotón de barro que se había quedado a vivir en la parte superior izquierda del parabrisas; cada vez que los limpiaparabrisas barrían, extendían parte de ese barro por el resto del cristal. Al final, tomamos una decisión juiciosa: “Abel, ¿queda algo de papel de taller en el hueco de tu puerta? Pues haz dos mitades, cuando encuentre un hueco nos paramos y nos bajamos a limpiar”. Y así lo hicimos, en una mañana fría y húmeda de Castilla, como los niños rumanos que limpian los cristales de los coches en la Castellana a cambio de una limosna.
    Con el parabrisas limpio (¡qué fácil es pilotar cuando se ve!) volvimos a la carrera, ya casi dando por perdido el cazar al Patrol GR. Sin embargo, allá por el km. 170, al salir de una horquilla a la izquierda, nos lo encontramos intentando salir de la cuneta derecha, en la que se había caído. Aceleré con cuidado mientras intentaba llevar el Land Cruiser a la izquierda para pasarle, pero el barro dijo que no: comenzamos a deslizar hacia la derecha, como seguramente había hecho el Patrol unos momentos antes, y acabamos en la misma cuneta y haciendo lo mismo: primera corta, bloqueo del diferencial central, gas con la delicadeza de un neurocirujano, y dedos cruzados. Salimos los dos a la vez, y volvimos a la persecución.
    A estas alturas ya había hecho en varias ocasiones cosas que creía que no sabía hacer. Como enderezar el coche después de que haya deslizado hacia un lado, al compensar haya deslizado al contrario, al volver a compensar haya vuelto a deslizar, … y así en un angustioso movimiento de péndulo a cámara no tan lenta, en que el coche se tuerce a un lado y entre un ágil manoteo y golpes de gas se esfuerza uno porque el morro del coche y mis intenciones apunten al mismo sitio. Si escribo algunos números la magnitud del movimiento quedará más clara: pesamos el Land Cruiser en la báscula de la Federación durante las verificaciones de la carrera de Serón: 2.040 kilos, listo para correr, aunque sin copiloto ni piloto. La ficha técnica dice que, sin la rueda de repuesto en el portón, la longitud del vehículo es de 4.665 mm. Estamos hablando, por tanto, de un pequeño autobús, con el que no hay que pelearse, por el contrario hay que tratarle con cariño y algo de firmeza para que vaya donde uno quiere.
    Con todo, concluir con éxito, y varias veces, una maniobra aun más complicada que la anterior es lo que me dejó más satisfecho. En ocasiones se rueda sobre un camino de ladera en el que, por ejemplo, a la izquierda está el talud, y a la derecha, medio metro más abajo, el llano sembrado. Si el coche empieza a cruzarse hacia el lado izquierdo, probablemente golpeará en el talud y rebotará hacia la derecha, con peligro de caer en el sembrado volcando. Y si se cruza hacia el lado derecho, hay muchas posibilidades de caer de lado, es decir, de varias vueltas de campana. ¿Cómo se sale de ésta? Si no se puede controlar el coche sobre la pista, y antes de caer de lado, ¡se tira el coche de frente hacia el sembrado! Con el suficiente golpe de gas, y después del vuelo, se aterriza más o menos en plano y, una vez con el coche bajo control, se busca la manera de volver al camino. Por supuesto que no se puede perder la inercia, ya que eso significaría quedarse atascado en el barro. Lo que sí se pierde, vamos a reconocerlo, es el color de la cara.
    Aun estábamos en el km. 170 cuando me parecía que llevábamos una vida metidos en el Land Cruiser. Allá por el 208 empezó a chispear, lo que limpió algo el parabrisas y volvimos a ver algo mejor. Mi retaguardia ya había pasado hace mucho tiempo de dolorida a insensible cuando nos llevamos una sorpresa en una trialera que debía estar alrededor del km. 240: subida de tierra muy erosionada por las lluvias del invierno, haciendo eses entre árboles. Y allí estaba, con la rueda trasera derecha colgando, el Land Cruiser de Joan Roca. Si en nuestra categoría éramos cuatro los inscritos y Joan había roto, y aguantábamos otros 60 km., ¡haríamos podio!
    Me olvidé del reloj y de los kilómetros, del miedo a volcar y de que era imposible frenar en aquel barrizal sin que el coche se pusiera de lado. Me centré en controlar las frenadas, en hacer cada curva con el gas necesario para mantener el control, en beber de vez en cuando, en no calentarme cuando veía que nos acercábamos a otro coche.
    Por eso, cuando al coronar un cerro vi al fondo los torreones del Parador de Lerma no me lo creí. “Tres kilómetros para meta”, dijo Abel. No era consciente de lo dura que había sido la Baja Tierras del Cid 2010 hasta que llegamos al parque cerrado y vimos dentro los coches supervivientes: habían cortado la carrera porque una segunda vuelta habría sido inviable. Solo los dos primeros, veteranos del Dakar a bordo de prototipos, habían dado la vuelta en menos de las 4 h 35’ que la organización había previsto como máximo. Y de los 48 inscritos, solo habíamos llegado 28.
    Después de bajar del podio he comprendido que soy capaz de pilotar durante 5 h 11’ 16” con el coche de lado, que puedo sacarlo de las cunetas, tirarlo a los sembrados, volver a la pista y regresar por carretera a casa tras la carrera como si no hubiera pasado nada. Bueno sí, una cosa: que ahora los límites están mucho más allá.