• El vestido de boda de Muriel y el Panda Raid 2014

    “La boda de Muriel” es una película australiana estrenada en el año 1994 que se mete en charcos variopintos, como la incomunicación en las familias, el machismo, o los matrimonios de conveniencia para conseguir una nacionalidad. La protagonista, Muriel Heslop, educada para encontrar un príncipe azul con el que casarse y al que hacer feliz, no es tan atractiva físicamente como sus amigas, y ve que el tiempo pasa y no consigue el objetivo al que la han dirigido.

    En mi escena preferida de la película, Muriel recorre tiendas para novias en Sidney en las que se prueba vestidos. La magia de la escena está en la mezcla de ilusión y frustración: los empleados atienden con cariño a una mujer aparentemente ilusionada, que anhela estar resplandeciente en el mejor día de su vida. Solo el espectador y Muriel saben que es mentira, que no hay candidato a marido, que estamos ante un consuelo, un sucedáneo, un engaño para calmar una frustración.

    Desde entonces, llamo “Síndrome de Muriel” a las acciones que cada uno se aplica para consolarse por no conseguir lo que anhela. Y para combatir el síndrome, aplico la teoría de las escalas. Es decir: lo tengo difícil para quitarle el puesto a Adrian Newey, y a estas alturas es dudoso que adelante a Stephane Peterhansel en su historial de victorias en el Dakar: seis en moto y cinco en coche. También lo de fundar un equipo en el Mundial de motos o emular a Ferruccio Lamborghini u Horacio Pagani se me está poniendo cuesta arriba.

    Eso sí, no quiero ser de los que conocen los coches o los circuitos solo si salen en la Play Station, o saben diferenciar los paisajes africanos dependiendo de si han visto el correspondiente reportaje en Discovery Channel.

    Así que, aplicando la teoría de las escalas, en lugar de quedarme frustrado en casa, prefiero materializar mis sueños a un tamaño menor y sentirme, en pequeño claro está, como Mike Brewer y Edd China de “Wheeler Dealers” comprando y preparando un coche, trabajando con menos medios y la misma ilusión que HRT, o compitiendo como “Nani“ Roma y organizando la carrera como Frank Williams. Por eso voy a participar en el Panda Raid de 2014.

    El asunto arrancó a principios de Diciembre de 2012, en uno de esos días en que la carga de trabajo y la ilusión por hacerlo bien me mantenían en la oficina más horas de las recomendables. Recogía mis bártulos de empleado nómada (ordenador portátil con wifi, lápices de memoria, teléfono móvil,…), cuando una revista que había al lado me distrajo: “Panda Raid 2012” decía el titular, junto a una foto de un pequeño Panda deambulando con valentía por el desierto. Entré en la revista y del primer vistazo se activó el virus africano, el que se me inoculó allá por 1989 y con el que convivo desde entonces. Una neurona mala fue más rápida que mi consciencia, extendió la revista a un compañero y me hizo decir: “No tiene mala pinta, ¿verdad Santi?”. Sin que yo lo supiera, una cepa del virus había saltado con éxito hacia el otro lado de la mesa. La habíamos liado.

    En ratos sueltos dí vueltas al asunto, brujuleé por Internet y, un par de semanas más tarde, como sin darle importancia, sondeé el terreno en una conversación que iba de otra cosa: “Santi, ¿te acuerdas de lo del Panda Raid? Estoy dándole vueltas desde entonces”. El abanico de respuestas posibles era muy amplio, desde el “Perdona pero ni me acordaba” a un “Sí, bueno” que no sería más que una manera cortés de decir que no conservaba interés alguno en el asunto. Pero la cuestión se puso fea porque la respuesta, con una mezcla de ilusión y culpabilidad anticipada, como de niño que va a hacer algo que sabe que no debería hacer, fue: “Ya he estado buscando coches en Internet”. Ibamos de mal en peor.

    Las vacaciones de Navidad dejaron hueco para dar una vuelta por la documentación que había conseguido y por el imprescindible mapa Michelin 742. Esos ingredientes, mezclados con experiencias previas, un vistazo a los calendarios de 2013 y 2014, más un rato de calculadora, crearon la salsa con la que elaboré el plan.

    Al regresar al trabajo lo puse en marcha, de modo que, dejando de lado las indirectas, se lo planteé abiertamente a mi compañero Santiago: “Nunca has estado en Africa, pero eres prudente, tienes sentido común, sabes de mecánica y no solo de la de los coches actuales; tu experiencia arqueológica con las Vespas y las MZ vendría muy bien para entender un coche como el Panda. Creo que haríamos un buen equipo”. Acordado este punto, pasamos al siguiente: “En mi opinión, sería más sencillo y más divertido montar un equipo con dos coches. No se duplican el gasto ni los costes, y sí la mano de obra disponible. Simplificamos el trabajo de búsqueda de información y la preparación de los coches, y nos podemos apoyar sobre el terreno”. Santi seguía de acuerdo.

    El siguiente episodio tuvo lugar a finales de Febrero: comida con amigos que tienen debilidad por Africa y las motos de campo. Mala mezcla. Les cuento mi plan y a la reacción que esperaba, la de expresar envidia, uno de los presentes añade, con sonrisa malévola, la españolísima frase de “¿A que no hay cojones de inscribirse?” Empiezo a tener la sensación de que el equipo se está formando.

    El 1 de Marzo sale de Madrid la edición 2013 del Panda Raid, y llego antes que la mayoría de los participantes y algunos de la organización, equipado con papel, lápiz y cámara de fotos. Es el momento perfecto para recoger información directa. Dos horas mirando, anotando, charlando y fotografiando dan para mucho sobre lo que hay que hacer y bastante sobre lo que no. Algunos de los participantes demuestran una inexperiencia preocupante, y a otros parece que les sobra el tiempo, el dinero o ambos. Saco ideas claras sobre ese término medio en el que está la virtud, y obtenemos las primeras conclusiones:

    – Motor: El más recomendable y habitual es el 903 cc de carburador; el 850 es descendiente del que usaba el 600, y le falta potencia (no es que al otro le sobre). La rueda de repuesto con tacos no cabe en el compartimento motor.

    – Carrocería y suspensiones: Hay quien llega con los muelles delanteros cedidos y un protector de cárter demasiado bajo; se enganchará en el primer bache. Otros llevan protecciones de verdad, amortiguadores de botella separada y jaula de tubos; ni tanto ni tan calvo. Vale con mantener la altura al suelo, o levantarlo un poco, y una protección de cárter decente y que no se descuelgue mucho.

    – Accesorios: Hay dispersión de criterios, todo lo comprendido entre escaso y excesivo; lo recomendable parece ser: coger la carcasa de un cuadro de mandos original, y usarlo de soporte para el Trip y algún reloj adicional. Quizá unos faros supletorios, pero que no tapen el radiador si van en el paragolpes, ni demasiado atrás si van en la baca, porque entonces iluminan el propio techo.

    – Interior: Parece exagerado montar bacquets de carreras, vale con unos bacquets sencillos, o unos asientos decentes conseguidos en un desguace, siempre que no sean demasiado grandes. Delante de la rejilla de separación de carga que se coloca tras los asientos delanteros no debe haber nada suelto; lo digo porque el habitáculo es el hábitat durante 4.000 km, y el desorden y la falta de ergonomía que se veían antes de la salida en algunos coches son agobiantes. Idem respecto a cables de instalaciones eléctricas colgando.

    – Maletero: Es suficientemente grande al desmontar los asientos traseros, siempre que se lleve solo lo que se ha de llevar, y se ordene adecuadamente, clasificado en cajas por tipo de uso y éstas ordenadas por frecuencia de uso, por ejemplo. No tiene sentido que lo primero que se vea al abrir un maletero a punto de reventar sean dos «jerrycans» de combustible de 20 litros cada uno, y 20 litros de agua mineral en botellas de plástico. Vale con un «jerry», que va al fondo del maletero, y cinco litros de agua, que se renuevan cada día. Tampoco es admisible que el equipaje personal vaya en una maleta de avión.

    – Neumáticos: Los más usados son los Fedima recauchutados de campo, los Insa Turbo y los Black Star. Los neumáticos más grandes (155/80 R13) sin suspensiones levantadas quedan demasiado cerca de los pasos de rueda, con mucho peligro de tocar con paragolpes y aletas.

    – Baca: Entre los que no la llevan, y los que la llevan a reventar, hay un mundo. ¿Hace falta de verdad? Anoto que a los coches mejor ordenados no les hace falta.

    Al volver de las vacaciones de verano, pasamos de las conversaciones informales a los hechos, y en pocas semanas la ilusión se transforma en realidad: ya hemos creado un equipo de cuatro personas, comprado el primer coche, apalabrado el segundo y tenemos suficiente información sobre la preparación a realizar como para empezar a trabajar en él. ¿Qué de dónde ha salido el primer coche? Santi es un artista navegando y persiguiendo por segunda mano.es, milanuncios.com, autoscout24 y similares, y el Panda en cuestión llevaba tres años parado en el fondo de un garaje, parcialmente cubierto con una sábana vieja, tras el fallecimiento de su usuario. Unas negociaciones por teléfono y un par de visitas dejaron el precio a tiro, y un arrancador y tres intentos más tarde, el motorcito volvió a la vida. A continuación, transferencia, ITV, seguro y ya está en casa para empezar a trabajar en él.

    Su estado general es más que bueno: nos creemos que en 24 años recién cumplidos solo ha recorrido los 50.000 km que dice el marcador. Una vez limpio por dentro y por fuera, lo más grave era el olor a gasolina, culpa de unos tubos cuarteados que ya hemos cambiado. Con aceite y filtros nuevos, y un reapriete general, hemos salido a probarlo por pistas y el resultado ha sido formidable.

    Los siguientes pasos son cambiar algunos silentblocks agrietados, como los soportes de la línea de escape y los apoyos de suspensiones. Y en paralelo buscamos información sobre neumáticos, indagamos en los foros para aprender de la experiencia de los participantes de las cinco ediciones anteriores y suspiramos porque llegue ¡ya! el 8 de Marzo de 2014, día de la salida.


  • Una de fronteras (2ª y última parte)

    La primera sensación que nos produjo la esperada frontera entre Marruecos y Mauritania fue… ninguna, por lo que casi nos la saltamos. De una señal oxidada y tirada en el suelo dedujimos que las decrépitas casetas que había a la izquierda eran las instalaciones aduaneras. Menos mal que un tipo nos requirió a golpe de silbato de árbitro de fútbol, y nos guió hasta aparcar los coches, con precisión milimétrica, en el lugar exacto de la solana que él quería, con la marcialidad y el rigor propios de quien ordena las aeronaves en la cubierta de un portaaviones. Su uniforme, sin embargo, no era muy reglamentario, ya que constaba de chaqueta larga en color azul celeste con charreteras, propia de domador de leones del Gran Circo Mundial, pantalón azul marino y sandalias, y se tocaba con un gorrito blanco de jubilado inglés en el torneo de tenis de Wimbledon. Tras pedirnos los papeles de siempre y hacernos las preguntas habituales, nos invitó a pasar, pero solo a los hombres, al interior de un chamizo. No había puertas, las escasas ventanas tenían cierres de madera sin cristales, y el ralo mobiliario eran sillas y mesas de oficina de hacía más de treinta años. En cada uno de los tres aposentos del chamizo habilitado como oficina, tras las mesas estaba el jergón en el que dormían los empleados que nos iban a atender. Y todo el conjunto de mesas, sillas, jergones, archivadores y máquinas de escribir, se envolvía en esa fina capa de polvo de arena que desde ese momento nos iba a seguir como una cola a su cometa por todo Mauritania, que haría borrosas las ciudades a los lejos, y engulliría al tren minero de Zouerat. Pero antes de llegar a esos episodios, nos quedaban unas horas de papeleos.
    Una vez que el del gorrito de tenis nos hizo entrar a la digamos oficina, un tipo de paisano, envarado pero cordial, se empezó a ocupar de los papeles de nuestros coches. A continuación pasamos al aposento de enfrente, donde nos esperaba quien dijo ser aduanero, dispuesto a que rellenáramos más formularios y a poner más sellos. Una vez acabada su función, nos guió al cuarto del fondo. Allí, una tercera persona, con el uniforme oficial coronado por una gorra de Nike, registraba cuando entramos las cajas que un mauritano había bajado de la altísima baca de su Land Cruiser Serie 60, y encontraba decenas de sandalias. Hizo un alto en la disputa con el supuesto contrabandista, puso más sellos en nuestros papeles, y salimos al exterior.
    Arrancamos los coches, que seguían cociéndose al sol en la ubicación matemáticamente precisa del secarral en el que los habíamos dejado, avanzamos cien metros, los volvimos a dejar al sol inclemente del desierto, y nos dirigimos a otro chamizo, el que alojaba el puesto de la policía. Era éste otra caseta, esta vez de piedra vista, con gallinas a la entrada, el catre a la derecha y una pequeña cocina a la izquierda. En otros términos, lo que por estos pagos europeos y en el medio rural sería una caseta de pastor, de cuando los pastores no tenían teléfono móvil ni llevaban las ovejas al veterinario en un “pick up”. Una vez que cruzamos la cocina nos introdujimos en un aposento rodeado por columnas de papeles amarillos y archivadores metálicos desvencijados. Algunos ventanucos en el muro de piedra, que nunca tuvieron marcos ni cristales, dejaban pasar la luz. Del techo colgaba, por toda iluminación, una bombilla de coche con un cable enganchado al final del cual una batería, también de un automóvil, esperaba la caída del sol para cubrir con luz mortecina el cuartucho. Al fondo de este cuadro, y parapetado tras una mesa metálica de oficina decadente nos aguardaba un individuo agradable aunque frío, que charlaba animadamente mientras llenaba de sellos nuestros pasaportes. Unas frases después, salíamos de Marruecos, se acababa por muchos días el asfalto y entrábamos en la tierra de nadie.
    Aun sin recuperarnos del impacto de la frontera marroquí, el estado de la pista en la tierra de nadie nos dejó a cuadros: pozas de arena y escalones de piedra más que suficientes como para arruinar a los Peugeot 504 y Mercedes veteranos que se jubilan en Europa y bajan a Africa a vivir un segundo turno.
    Nos habían insistido en que el salto de Marruecos a Mauritania, en lo referido a costumbres y nivel de vida, es equivalente al que hay entre España y Marruecos. Y aquellos primeros metros mauritanos eran el inicio de la demostración. El asfalto se había acabado en el lado marroquí del puesto fronterizo, lo que empezaba a dar la razón al siempre fiable mapa Michelin de la zona, que pintaba poco más de mil kilómetros de carreteras pavimentadas en una superficie total del país algo por encima del millón de kilómetros cuadrados.
    Los edificios de la aduana mauritana estaban construidos con piedras, restos de vías de ferrocarril, vigas herrumbrosas, paneles de madera, planchas de plástico, y otros desechos que el tiempo y el destino habían acarreado a aquel lugar del mundo. En la primera de las chabolas, un militar de uniforme sin identificaciones y con parsimoniosa caligrafía colonial llenó unos folios sueltos con cuantos datos veía en nuestros pasaportes y en las documentaciones de nuestros coches. En la segunda, tres militares charlaban mientras la radio de pilas emitía música local y oraciones, que servían de fondo a la cumplimentación de más formularios, esta vez referidos a declaraciones de divisas y otra vez a los vehículos. Y todo ello entre risas educadas, frases en idiomas mezclados, algún pago dudosamente necesario, mucho “merci” y bastantes “buon route”.
    Llegar desde esta aduana a Nuadibou representó mucho más de lo que se hace en bastantes excursiones de todoterreno en España. Insisto en que se había acabado el asfalto, y la pista seguía siendo una sucesión de escalones de piedra y pozas de arena hasta llegar al cruce con el tren minero de Zouérat, que a estas alturas merece una detenida descripción. En el interior de Mauritania, en las zonas de Fdérik y Zouérat, se comenzaron a explotar en los años sesenta del siglo pasado una de las mayores reservas mundiales de mineral de hierro, en concreto hematita y magnetita. Como era posible la explotación a cielo abierto, la única dificultad consistía en trasladar el mineral al puerto de Nouâdhibou, separado en línea recta por poco más de quinientos kilómetros de desierto… , y un territorio en disputa. Porque entre las minas y el Atlántico estaba la entonces provincia española del Sáhara Occidental, y el gobierno español negó a los mauritanos que su tren minero cruzara un territorio que años más tarde se convirtió en escenario de la guerra entre Marruecos y el Frente Polisario. Por eso el tren recorre en total más de setecientos kilómetros, primero en dirección sur hasta Choûm, y luego hacia el oeste, hasta encontrar la costa del Atlántico, para esquivar la discutida frontera. Al principio de la explotación, el mineral se transportaba en camiones, pero las necesidades de volumen y las averías de los camiones al cruzar unas pistas infames aconsejaron la construcción del tendido ferroviario. No es de extrañar el interés del gobierno mauritano en esta explotación minera, porque a pesar de la caída internacional de los precios del hierro, representa el 21% de los ingresos de divisas del país.
    La compañía que explota las minas, la Société Nationale Industrielle et Minière, más conocida por SNIM, presume de que es éste el tren más largo del mundo, y de que la longitud de los convoyes llega a los dos kilómetros y medio. Durante nuestro recorrido por el norte de Mauritania nos cruzamos varias veces con él, y aunque no lo medí en ninguna ocasión, me lo creo: llegan a tirar de él hasta cuatro locomotoras de 3.300 caballos cada una, y puede llevar 84 toneladas de mineral de hierro en cada uno de los más de doscientos vagones. Como labor social, se enganchan al final un vagón de pasajeros, alguna plataforma de transporte y cisternas de gasóleo para cubrir en lo posible las necesidades más elementales de las aldeas que se cruzan.
    Y entre medias circulan los vagones que dan apoyo a las nueve bases de mantenimiento del servicio, en forma de repuestos, comida, agua y combustible. No olvidemos de qué estamos hablando: una media de 17.000 toneladas de tren, una media de 25 toneladas de carga por eje, pasando tres veces al día por vías que se cubren de arena, que soportan más de cincuenta grados centígrados en verano y bajan de cero en las noches de invierno. Los carriles se desgastan y se deforman, las traviesas ceden, el balasto se hunde. No es de extrañar que de las vías se desprendan trozos de acero como cuchillos, que rodean su trazado. Estos restos, más los tornillos y otros desechos de las reparaciones aparecen esporádicamente en las cercanías del trazado, lo que supone el mayor peligro para quienes conducen por la zona: no es que puedan pinchar una rueda, es que pueden rajar de modo irreparable los neumáticos de uso africano que llevábamos en nuestros coches. De ahí el principio básico que se debe respetar escrupulosamente: la vía es el guía hasta Choûm, pero desde lejos, sin acercarse a ella, es una referencia permanente y alejada.

    Pasada la vía del tren, camino de Nuadibou, cruzamos lo que el día en que Alá lo permita, será la carretera a Atar, casi seiscientos kilómetros de los cuales ahora merecen llamarse carretera no más de cien, los últimos antes de llegar a Atar. Lo que había a la salida de Nuadibou era una pista ancha de tierra compactada, pero cada medio kilómetro se habían plantado una especie de barricadas de tierra para evitar que la utilizaran los camiones y la dañasen. Por culpa de estas barreras, conducíamos por la pista a unos 90 km./h hasta llegar a las barricadas, frenábamos y saltábamos al desierto, maniobrábamos en primera o segunda para rodearla, volvíamos a la pista, acelerábamos, y vuelta a empezar. Rodábamos de este modo paralelos a la vía, con los coches perseguidos por la sutil estela de polvo, cuando nos alcanzó el tren más largo del mundo. Las locomotoras tiraban de él a no más de sesenta por hora, con la ristra inacabable de vagones coronados por viajeros sentados directamente sobre el mineral, que nos saludaban. La luz del atardecer nos cogía a contraluz, por lo que para nosotros el convoy era un perfil de vagones, mineral y siluetas que saludaban, envuelto todo en la bruma de la arena que flotaba.
    Como reducíamos la velocidad cada vez que llegábamos a una de las barricadas que pretendían cuidar la futura carretera, los vagones nos iban adelantando, más y más vagones, hasta que nos alcanzó el de pasajeros que cierra el convoy, el de los potentados que han pagado un billete en lugar de trepar a los vagones de carga. Poco a poco el gusano metálico se alejaba y se disipaba, envuelto en el vaho gris del desierto, para terminar a lo lejos como engullido por él.
    Finalmente llegamos a Nuadibou, triste, pobre y polvorienta. Apenas había una calle pavimentada en la segunda ciudad de Mauritania, el Port – Étienne de la época colonial, y sus 72.000 habitantes caminaban o conducían por calles, claro, polvorientas. Los edificios no pasaban de las dos plantas, no había aceras, el tráfico parecía más suicida que caótico, y por todas partes había carteles electorales, ya que faltaba apenas una semana para las presidenciales. Tras cruzar la ciudad alcanzamos el “Centre de Pêche”, una especie de club de pesca deportiva en el que se habían construido algunas habitaciones muy básicas. Es decir, la energía eléctrica la suministraba un generador, y cuando estaba apagado tampoco había agua caliente. Las habitaciones eran pequeñas, y las camas simples colchonetas apoyadas sobre zócalos de obra. Pero al borde del mar, frente a la Bahía de Lévrier, se agradecía el ambiente acogedor, el frescor de las habitaciones, y la pequeña ducha, aunque nos amenazaran con agua gélida si uno se bañaba a deshora.

    Nos quedamos a cenar en el “Centre de Pêche”, y disfrutamos una vez más de las adorables contradicciones africanas. En la sala de este restaurante ubicado entre un desierto y un océano, las mesas estaban servidas por dos camareros negros, descendientes de los originarios habitantes de la zona que dieron nombre al país. Eran altos, graves, elegantes en sus movimientos y severos en su gesto, y de no ser por el color de la piel y de que hablaban en francés, estarían en su salsa en cualquier restaurante londinense de lujo. El uniforme era un impecable chaqué blanco, y los modales, la seriedad y el ceremonial, directamente trasladados del París de hace cincuenta años, de la metrópoli que les educó para servir a los colonialistas.
    El menú se aproximaba más a la gula que a la necesidad de alimentación: para empezar, unos deliciosos filetes de un pescado no identificado marinado en salsa de limón; más tarde, gambas rebozadas, para terminar con un pez local a la brasa con patatas fritas y salsa a base de cebolla picada. Tras esto, flan, y las tres tazas de té, y una larga tertulia sobre saharauis, viajes por el desierto, campos minados, tormentas de arena, camioneros marroquíes borrachos y aduaneros mauritanos corruptos. Ahmed Kenkou, que se unió en ese momento a nuestro viaje, es un mauritano casado con una vasca de Mondragón; ella llegó con un proyecto de Cooperación Española, se casó con Ahmed y viven en Nouakchott. El hablaba un español suelto, sin acento local, con populismos y tacos abundantes, y vivía de guiar por Mauritania con su Toyota Hilux a viajeros, aventureros, cooperantes, equipos de televisión, naturalistas, y a todo aquel que deseara recorrer el inmenso país. Contaba que el Ramadán, muy poco entendido en la Europa cristiana a pesar de su similitud con la Cuaresma, es una época de reflexión, que obliga a pensar, y controlar el cuerpo a la vez: “Si estás todo el día sin comer ni beber, entenderás a quien pasa hambre y sed. Aquí dejar de fumar no es un problema”, continuaba, “lo puedes hacer cuando quieras. Hoy no se ha fumado un solo cigarrillo en todo el país, y esta noche se vuelve a fumar, porque el Ramadán hace que tu cerebro controle tu cuerpo”. Era una interpretación sana del Corán, tan alejada de los extremos liberales de la costa marroquí como de los integrismos, aunque no debemos olvidar que las matrículas de los vehículos nos recordaban con insistencia dónde nos encontrábamos: RIM, República Islámica de Mauritania. Y nos fuimos a dormir, porque a la mañana siguiente empezaba el desierto de verdad.


  • Una de fronteras (1ª parte)

    El siguiente control estaba a la entrada de la península de arena de cuarenta kilómetros de longitud en cuyo extremo sur se asentaba nuestro destino del día, Dakhla, la antigua Villa Cisneros. El del uniforme, con pocas ganas de escribir, directamente nos preguntó si teníamos “la ficha”, porque sabía que muchos europeos, para no perder tiempo, junto a la documentación llevan muchas fotocopias de un folio en el que han condensado la información que se pide en esos controles: nombre y apellidos de los ocupantes de los vehículos, números de pasaporte, fechas de nacimiento, profesiones,… Y a continuación, los del propio vehículo, desde la matrícula y el número de chasis a datos del seguro y cualquier otro que satisfaga el afán vigilante de los policías o militares. Pasado el control, y llenos los depósitos de gasóleo barato, reanudamos el rumbo sur. Se es consciente de rodar por una península al ver crecer a la izquierda la lengua de agua que la separa del continente, y terminar conduciendo entre dunas escoltadas a ambos lados por mar. Llegados al extremo y alcanzada Dakhla, nos alojamos en el Sahara Regency, ostentoso hasta en el nombre, donde no se pudo discutir el precio de la habitación y cuya recepción y fachada principal tenían la grandiosidad y la opulencia de un establecimiento similar, pero ubicado en una capital de Occidente. Nos atendió en la recepción, en correcto inglés, una guapísima árabe, de ojos atractivamente grandes y peligrosamente negros, cuya vestimenta no tenía nada que ver con el recato que los occidentales suponemos en las mujeres de la zona.
    La habitación, simple y escueta, tenía el indudable atractivo de un poseer ducha con agua, y el dudoso honor de unas ventanas con vistas al cuartel de la ciudad, donde los militares alineaban los helicópteros de combate con los que no hacen tanto guerreaban contra las fuerzas del Polisario. Cuartel, por cierto, construido por los españoles. Este Villa Cisneros en disputa que veía desde la ventana de la habitación del hotel, fue español desde mucho más tarde que otras ciudades de la zona, y se bautizó así en honor del Cardenal Cisneros. Menos mal que los locales parecían no saber que Francisco Jiménez de Cisneros, nacido Gonzalo Cisneros en 1436, llegó a ser Inquisidor General de Castilla. En la época de los Reyes Católicos, fomentó una política intransigente contra los moriscos, lo que provocó la rebelión de Las Alpujarras de 1499 a 1501, lo que a su vez dio lugar al decreto según el cual los musulmanes de Castilla debían convertirse o abandonar el territorio. Se ve que por entonces no se había inventado esa horrible palabra de la multiculturalidad, ni se practicaba como virtud. Cisneros llegó a ser regente a la muerte de Felipe El Hermoso, junto al Condestable de Castilla y el Duque de Nájera. Lo que acerca al Cardenal a Africa es su decidido apoyo a la política expansionista de Fernando El Católico en el norte del continente; por eso se dio su nombre a la villa cuya construcción comenzaron los españoles en 1885. Desde cuatro años antes había amarrado un pontón en la desembocadura del Río de Oro, llamado así porque se creía que, remontándolo, se llegaría a esas inmensas minas de oro que la imaginación y la codicia ubican en todos territorios inexplorados. Antes de que los ingleses se establecieran en la zona, que ya habían visitado, el Gobierno español de Cánovas decidió en Diciembre de 1884 tomar bajo su protección (¡brillante eufemismo!) todos los territorios comprendidos entre Cabo Bojador y Cabo Blanco, donde ahora se sitúa Nuadibou. Una de las primeras medidas fue establecer una factoría donde estaba anclado el pontón, y terminar al año siguiente fundando la ciudad.
    Ahora Dakhla es una mezcla de punto avanzado de la ocupación marroquí, puerto pesquero, y último lugar habitado antes de la frontera con Mauritania. Por eso era un buen momento para dedicarles un rato de cariño a nuestros sufridos Land Cruisers, y comprobar niveles y aprietes. En un instante convertimos la calle en un taller, y a la sombra del edificio del Sahara Regency sacamos las herramientas y jugamos a los mecánicos. Como era de esperar todo estaba correcto, salvo un leve consumo de aceite por culpa del calor y las muchas horas a alto régimen, y el apriete de la baca, que comenzaba a sufrir tras tantos kilómetros de asfalto irregular cargada con la pala y las pesadas planchas para la arena.
    Al caer la tarde y pasear por la ciudad, sorprendía un cambio notable respecto a lo visto en Marruecos. Era razonable esperar que, al anochecer, los hombres salieran a pasear, que tomaran café o té a la menta en las terrazas de los bares, o merodearan por los mercadillos. Lo que sorprendía era la cantidad de mujeres que paseaban o compraban, solas o con otras mujeres, con la cabeza cubierta o con el cabello a la vista, con el tradicional recogido o con el pelo suelto, casi todas con sombra de ojos y labios pintados. Y en todos los casos, en ellos y en ellas, y en el aire fresco del cercano Atlántico, se percibía la alegría de las noches del Ramadán.
    En ese paseo por Dakhla descubrimos con envidia a una pareja de suecos, muy jóvenes, que viajaban en una Honda Africa Twin. No tardamos en pegar la hebra y la envidia nos corroió al escuchar sus planes: tenían a su entera disposición todo un año para viajar por Africa. En principio su plan consistía en bordear la costa del Atlántico hasta Gambia, donde embarcarían con rumbo a Namibia para evitar países conflictivos. De allí, a Ciudad del Cabo, y rumbo norte en paralelo a la costa del Indico por Mozambique, Tanzania, Kenia y desde ahí a improvisar. Lo contaban con toda la naturalidad del mundo, como si ese viaje fuera poco más que un paseo de domingo por la tarde. Y es que la urgencia de los viajeros es inversamente proporcional al alcance de su viaje; es decir, una salida de fin de semana se cuaja de prisa e inmediatez, y un recorrido de un año se cubre de tranquilidad, uno asume que ha abandonado su casa temporalmente para conocer el mundo, y para ello es necesario dedicar tiempo, incluso perderlo, charlando con los locales y vagando por las ciudades. Recordé una sensación similar, experimentada años atrás no lejos de Dakhla en términos continentales: bajábamos en moto por la Transahariana argelina rumbo a Tamanrasset, con la idea de torcer luego al este y volver por Djanet hasta Ouargla y Argel. Caía la tarde cuando paramos apresuradamente en una aldea para recoger agua de un pozo y terminar la jornada del día, y saludamos a un austríaco solitario que departía sin prisa alguna con los hombres del lugar. Llevaba una de aquellas Yamaha XT500 de depósito metálico, negro y plata. A la vista del equipaje de su moto y de la serenidad de su mirada, se intuía lo que nos respondió: “Voy a Ciudad del Cabo, más o menos en línea recta, y tengo tiempo de sobra para llegar”. En comparación, lo nuestro no era más que dar una vuelta a Argelia, así que volvimos con prisa a las motos y le dejamos con celos. A nosotros nos dio vergüenza reconocer ante los suecos de Villa Cisneros que solo íbamos hasta Dakar y encima en coche y además el viaje solo iba a durar tres semanas, así que nos despedimos con una sonrisa y un sincero buena suerte. Como suele suceder en estos viajes, nos volvimos a topar con ellos en otras ciudades y otros países, hasta perderles de vista ya en Senegal.
    El insípido desayuno del pretencioso Regency Hotel de Dakhla me supo a gloria, porque la mañana amanecía con sabor a desafío: todo aquello que nos habían comentado y habíamos leído sobre Mauritania iba a dejar de ser un relato ajeno para convertirse en experiencia propia, en un trocito de nuestro historial de viajeros. Volvimos en principio sobre nuestras huellas en la península de arena, recobramos el rumbo sur ya en el continente, y pasamos numerosos controles esta vez de militares. Hasta 1994, la única manera de recorrer los poco más de cuatrocientos kilómetros que hay entre Villa Cisneros y la frontera mauritana era incorporándose al convoy del ejército marroquí que hacía el recorrido dos veces por semana, a velocidad de camión militar de desecho, en una pista infame rodeada por los campos de minas, y con los pasaportes de los integrantes de la caravana retenidos por los militares. Los veteranos de esta experiencia recuerdan los días pasados al raso en el puesto mauritano de la frontera, a la espera de la llegada del convoy marroquí, la exasperante lentitud del viaje, y la tensión de no poder alejarse unos metros en las paradas para hacer lo que se suele hacer en las paradas de un viaje, por temor a pisar una mina en medio de un desahogo tan humano.
    Ya no es tan complicado porque el viaje se hace por libre, la pista está asfaltada, y hasta se puede parar a hacer una foto de la indicación del GPS cuando se cruza el Trópico de Cáncer, esos 23º 27’ 00” Norte que no faltan en los mapas de la zona y que carecen de significado alguno en medio de esta nada. Además, hay hasta algo que se puede llamar área de servicio, el Motel Barbás, actual punto de referencia de quienes recorren la zona, porque es el último punto del territorio en el que repostar, comer y dormir con ciertas garantías para las tres actividades antes de entrar en Mauritania.
    Esa frontera parece no llegar nunca, porque los cuatrocientos kilómetros son tediosos, monótonos y lentos, y porque los controles militares se multiplican. Y como muestra del nivel de vida de la zona, un ejemplo: cada vez que ante la pregunta sobre su profesión, mi mujer respondía que es farmacéutica, siempre había una petición de medicinas. Menos mal que íbamos pertrechados al respecto, y convertimos cada control en un dispensario. Abríamos las puertas traseras del coche, sacábamos la caja de medicinas y poníamos en marcha el consultorio.
    Sin embargo, tan al sur la situación se agrava. Uno de los militares pedigüeños, con unos horribles eccemas en los pies, asentía a todas las explicaciones sobre el tratamiento y la frecuencia con que había de darse la pomada que le entregábamos, siempre después de lavarse cuidadosamente la zona con agua y jabón. Su mirada, el aspecto de sus pies y el del poblacho cercano en el que parecía vivir nos obligó a la siguiente pregunta: “¿Tienes jabón?” De modo que nada más verle la cara le entregamos las pastillas recién robadas del Sahara Regency, e inmediatamente su compañero de puesto nos pidió algo contra la diarrea, con lo que repetimos la entrega de medicinas.
    De este ejemplo no se debe deducir que los conocimientos de idiomas de los policías, de los militares de estos viajeros, permitían mantener el diálogo médico que parece deducirse del párrafo anterior. Todas las conversaciones se desarrollaban en una mezcla irreverente de francés, español, manoteos, señas y dibujos en el mismo cuaderno en el que los encargados de los controles elaboraban sus informes y anotaban los datos de los viajeros. El esfuerzo por contener la risa era notable cuando un fornido soldado explicaba entre las dunas al borde la carretera que sufre de diarrea, con gestos acalorados y movimientos convulsos, o un militar con chancletas y Kalashnikov al hombro enseñaba los pies llenos de eccemas y ponía cara de que le picaba más de lo razonablemente soportable.
    Hay que añadir al cuadro un comentario más sobre el uniforme de estas personas, además de lo ya mencionado de las chancletas. En la mayoría de los casos no solo no llevaban armas, los uniformes estaban viejos y desteñidos, y carecían de identificaciones, símbolos, galones o simplemente la bandera marroquí. Simplemente un pantalón caqui, una camisa de tono similar y en casos extremos algo en la cabeza. Pero lo mejor, como siempre en Africa, estaba por llegar.


  • ¿Son tan buenos los coches buenos?

    Desde que el mundo es mundo, existen los coches normales y los coches buenos. Los normales hacen su trabajo con más o menos brillantez, siempre con dignidad, y tienen costes de compra y posesión generalmente razonables. Los coches buenos dan un algo más, sea real, emocional, intangible o simplemente sugerido. Y sus costes de compra y posesión no siempre son razonables.

    No voy a diseccionar los motivos de compra de los coches buenos, ni si el incremento de precio se justifica; simplemente voy a entrar en si los últimos coches buenos que he probado son de verdad buenos.

    Empezando por fuera está claro que entran por los ojos. Más allá de la imagen de marca de los logotipos que lucen en el morro, y de que se supone que ese prestigio se contagia a quien los conduce, son indudablemente atractivos. Puede gustar más la línea conservadora de un Mercedes Clase C, el aspecto más dinámico de un Serie 3 de BMW, el atractivo minimalista de un Audi A4 o la elegancia deportiva del nuevo Lexus IS300h, pero nunca se dirá que son feos.

    Los interiores se asocian a lo que se espera de sus marcas, y los cuatro justifican ser eso que los aficionados a las etiquetas llaman “D Premium”. Hay menos plásticos que en un coche normal y son de mayor calidad, hay acabados en un satinado discreto en lugar de supuestos cromados que no suelen ser más que plásticos plateados. El tacto de los botones es firme y fiable, destila una precisión alejada de la sensación fofa de un mandito barato. Cierto es que en las zonas menos visibles (parte inferior de las puertas y asientos, o las áreas más cercanas a los pies) la calidad decae, pero en lo que se ve y se toca hay clase.

    La consecuencia del precio superior permite a ingenieros y diseñadores subir un escalón en materiales, ajustes, formas y procesos. Está claro que algunas de las mejoras permitidas por un mayor presupuesto son obvias: calidad y espesor de moqueta, plásticos blandos bien ajustados, y gomas de puerta de labios múltiples que reducen el ruido aerodinámico y hacen que el sonido al cerrar sea más rotundo. Existen otros elementos no visibles que ayudan, y mucho, a que el comportamiento del coche sea superior.

    La función básica de una suspensión es aislar a la estructura del coche y a sus ocupantes de los golpes y las vibraciones generados al rodar, sin perjudicar la transmisión de potencia, la frenada o la dirección. Una suspensión sencilla y barata para un coche poco potente es un eje torsional con amortiguadores; un sistema práctico y barato para una furgoneta es un eje rígido con ballestas; ambos son escasos para vehículos que pretenden ser rápidos y confortables. Para éstos se necesitan suspensiones con varios brazos (más piezas, más precisas) que se apoyan en tacos de goma con rigidez variable según el eje de la fuerza, que ceden para absorber los baches pero no para que cambie la posición del neumático respecto al suelo.

    En una suspensión, se llaman elementos no suspendidos aquellos que se mueven al actuar el sistema, sea por baches o por la dinámica del vehículo: neumático, llanta, buje, disco, pinza y parte del muelle, del amortiguador y de los triángulos y tirantes de suspensión, ya que otra parte se considera unida al chasis y por lo tanto “suspendida”. Cuanto menor sea el peso de las piezas no suspendidas, mejor funcionará la suspensión, ya que menor es la masa que se desplaza, que luego debe ser frenada por el hidráulico del amortiguador.

    Por eso, cuando el presupuesto lo permite, los coches buenos montan suspensiones brazos múltiples, que permiten una geometría más precisa, y los brazos se fabrican en aluminio forjado. Si van en la parte trasera, el fabricante se molesta en que bajen un poco y el paragolpes posterior suba algo para que se vean desde detrás. Hay que presumir en los atascos.

    La consecuencia de esa menor masa  es un comportamiento más fino de la suspensión, como si de repente hubiera menos baches o fueran más pequeños.

    Y hay apartados aun menos visibles que distinguen a los coches buenos. Una carrocería rígida supone mejores ajustes que reducen ruidos aerodinámicos, y menores variaciones en la geometría de suspensión para una mayor precisión en curvas. Y también permite que los huecos de puertas sean más grandes, para facilitar la entrada y la salida al habitáculo. Un punto crítico es el umbral de la puerta trasera de una berlina: si lo elevamos, aumenta la rigidez torsional, y a la vez obliga a levantar más la pierna a quien quiera pasar al asiento trasero. No olvidemos que la edad media de los usuarios de los coches caros es alta, y más aun la de sus padres, por lo que estos aspectos relacionados con la agilidad son especialmente importantes. Un par de soluciones caras se ven en los coches que he probado. La primera es emplear aceros de alta resistencia, muy alta resistencia o resistencia ultra alta. De verdad que se llaman así. Con estos materiales, un menor espesor garantiza una mayor rigidez, a costa de una factura más alta. Eso sí, no se pueden calentar demasiado en los procesos de estampación y soldadura, lo que dificulta una soldadura por puntos que utilice, para mayor rigidez, muchos puntos cercanos.

    Al llegar aquí, para explicar la segunda solución que se aplica en los coches buenos, voy a recurrir a una comparación: imaginemos una prenda de vestir, sea chaqueta, cazadora o rebeca, que se cierra por delante con un botón. Si una vez abotonada la prenda tiramos desde los lados, se deformará mucho. Un primer remedio sería usar dos botones, o mejor tres. Y la solución definitiva sería poner una cremallera, ya que une todos los puntos de las dos mitades.

    Para unir con mucha rigidez dos piezas de acero de  muy alta resistencia, en lugar de muchos puntos de soldadura que las sobrecalentarían, o un cordón que las achicharraría, se emplea ¡pegamento! Sí, un sistema de unión de origen aeronáutico, que a cambio de no ser barato ofrece una enorme rigidez. ¿Y qué otra pega plantea? En piezas recién soldadas con calor se puede seguir trabajando unos segundos más tarde, porque el proceso de enfriamiento es muy rápido; en una cadena de montaje las piezas se sueldan consecutivamente, casi sin esperas. Las uniones pegadas requieren de tiempo de curado, por lo que el proceso de fabricación es más largo, y ya sabemos lo que cuesta el tiempo.

    Y con esto llegamos a la conclusión, que es la respuesta a la pregunta que sirve de título a esta entrada: dejando de lado el “snobismo” de la marca y algunos extras prescindibles, sí, se nota y se disfruta cuando un coche es bueno, vale la pena ese tacto preciso y confiable en el volante, la nitidez en la entrada y en el paso en curva, la solidez en una secuencia de curvas enlazadas, el sonido agradable y amortiguado. Los coches buenos son buenos; siempre, lástima que sean caros.


  • Ayer estuve limpiando el garaje

    Digo garaje porque desde un punto de vista práctico, el semisótano de casa se utiliza principalmente como garaje del parque móvil. Aquí guardo los coches que caben, las bicis y en su día las motos. También actúa como taller en el que mecaniquear sobre ese parque móvil. Mirado de un modo más emocional, este garaje es una suerte de museo de objetos recopilados a los largo de años de viajes y carreras, que ahora cuelgan de las paredes para recordar buenos momentos en los que disfruté y malos momentos en los que aprendí. Y rodeado de aspiradora, fregona y escoba, según desempolvo, friego o barro, los ojos y las manos pasan por esos objetos y reviven el instante en que se hizo la foto, utilicé el pase o vestí el uniforme.

    De éstos hay cuatro, en concreto cuatro camisas que conservo de cuatro experiencias en carreras. La última de ellas cobró un valor especial un año después de lucirla: es la camisa del Dakar de 2007, el último africano, en el que fui asistencia de Xavi Foj, y con la que subí a acompañarle en el podio del Lago Rosa. Junto a cada una de las cuatro camisas cuelga una foto, y la de ese Dakar ha envejecido deprisa: se ve el Land Cruiser 120 de Xavi en el momento de tomar la salida frente a la formidable fachada del Monasterio de los Jerónimos en Lisboa, a tiro de piedra de la Torre de Belén. En el ambiente flota la sensación que nos ronroneaba en la cabeza esos días: nos vamos a Africa, y hay que llegar a Dakar como sea. En aquellos días claro que no sabíamos que iba a ser el último Dakar africano, y que no volvería a salir de Europa.

    En una cajonera al otro lado del garaje, y guardada con cuidado en una bolsa, hay una bandera española. La compré a finales de 2006 para llevarla a ese Dakar, y la metí con esperanza fetichista en el fondo de la bolsa de viaje junto a una promesa hecha a mí mismo: la luciré en el podio de Dakar. Porque íbamos a llegar. Un desierto, dos continentes, tres semanas y siete países más tarde, llegamos todos a Dakar. El sábado por la noche la saqué de la bolsa y la pasé a la mochila, y el domingo por la mañana, frente al Lago Rosa, la desplegué. A la hora de subir al podio con todo el equipo, Etienne Lavigne, director del Dakar, me la cogió y la colocó sobre el capó del Land Cruiser de Xavi. Así salimos en las fotos de prensa.

    A la izquierda de la camisa y la foto de ese Dakar hay otras que me traen un recuerdo agridulce: parrilla de salida de 500 cc en Montmeló, 1994, junto a Juan López Mella, al que habían cedido la Suzuki Lucky Strike de Kevin Schwantz, que no corría por lesión. Había conocido a Juan unos años antes, quizá cuando él corría (y ganaba) el Nacional de Superbikes con una Honda RC30, y yo era mecánico de César Agüí en el mismo campeonato y con la misma moto. Juan siguió con su RC30 en Superbikes hasta el 92, en que Dani Amatraín se trajo una Ducati de fábrica. En la primera carrera, en Albacete, Dani sin despeinarse le metía un segundo por vuelta a Juan. La segunda se corrió en Calafat, una pista lenta en la que la Ducati no podía aprovechar toda su caballería y, aún así, Dani ganó con 31 segundos de ventaja sobre Juan, que fue todo lo que podía ser: segundo. El lunes siguiente, a primera hora, Pedro Parajuá, ex piloto y mecánico de confianza de Juan, me llamó. Era la época en que Yamaha vendía motores a Harris y a ROC para que hicieran motos de 500 cc con que poblar unas parrillas anoréxicas, lo mismo que hace ahora Dorna con las CRT en MotoGP. “¿Sabes si a Harris o a ROC les queda alguna moto? ¿Tienes sus teléfonos?”, fueron las dos preguntas que me hizo Juan. Le dí los números de teléfono, no publiqué nada para no interferir en la maniobra, y poco después Juan debutó en el Mundial de 500 con una Yamaha ROC.

    Al final de la temporada 94, con Schwantz lesionado, Suzuki decidió ceder las dos motos en la última carrera; una a un inglés y la otra a Juan, que me contrató para ese fin de semana como asesor, traductor, intermediario y lo que hiciera falta. Nos pasamos los tres días descubriendo lo que era un equipo de fábrica y una moto inconducible, o conducible solo por un tipo como Schwantz. La característica fundamental de aquella moto, además de que el motor corría un disparate, es que tendía a levantarse y abrir la trayectoria cuando se daba gas, y en un circuito como Montmeló lleno de curvas enlazadas, eso es un desastre. La Suzuki tenía tijas que creaban divergencia entre la horquilla y la pipa de dirección, excéntricas en las fijaciones del motor al chasis para variar su posición, y diversas alturas de anclaje del basculante al cuadro para cambiar la geometría. Pero ni por esas.

    Al principio Juan no se aclaraba, porque cuando abría gas con ganas la moto subviraba, se le acababa el asfalto, y terminaba cortando. Alex Barros, el otro piloto de Suzuki aquel año le dio algunos consejos, y ni aun así hizo buenos tiempos. La conclusión a la que llegamos es que la única manera de ir deprisa con aquel trasto era llevarlo como Schwantz: abrir gas con tanta rapidez, casi con violencia, que se provocara un derrapaje en la rueda trasera que compensara el subviraje del chasis. Y hacerlo en cada curva de cada vuelta. Con resignación llegamos el domingo a la parrilla, sabiendo que el resultado no iba a ser gran cosa, aunque al menos íbamos a aprender. En la foto que conservo él está pensativo y yo serio, ambos uniformados de Suzuki Lucky Strike. El sabor amargo de la foto y de la camisa se debe a que Juan nos dejó unos meses más tarde por culpa de un accidente de carretera.

    En la pared de enfrente hay una foto dedicada. Está tomada en una zona árida y montañosa de Túnez, y lo único que destaca entre los cerros pelados es el Land Cruiser LJ70 con el que hice un viaje formidable por aquel país en 2005. La foto me la dedicó Takeo Kondo, el ingeniero de Toyota que dedicó tantos años de su vida profesional a los todo terreno de la marca, que se le terminó conociendo como “Mr. Land Cruiser”.

    En Japón no se cultivan con la misma intensidad que en Occidente los conceptos de individuo o liderazgo, y los egos, si existen, son de tallas muy inferiores a los nuestros. Por eso Takeo Kondo no tiene biografía publicada ni hueco en la Wikipedia, y cuando se busca información sobre su vida aparecen más vacíos que datos. Sí se sabe que al acabar sus estudios de ingeniería comenzó a trabajar en Toyota Motor Corporation, en el equipo responsable de los Land Cruiser. Colaboró primero en la ingeniería del FJ55 de 1967, y luego en el BJ40 de 1974. Y en 1985 le llegó su oportunidad, porque le pusieron al frente de un desafío: el Serie 70 de 1984, con ejes rígidos y ballestas se había convertido en un mito, pero el mercado demandaba un vehículo que no perdiera prestaciones en campo y brillara en carretera, que siguiera siendo un Land Cruiser sin machacar la espalda de los ocupantes. Y Kondo creó el primer Land Cruiser “blando”, con ejes rígidos, sí, pero con muelles de suspensión, justo el LJ70 con el que hice el viaje por Túnez. A la vista del éxito del vehículo, se le nombró ingeniero jefe del proyecto de la Serie 90, lanzada en 1996, y luego supervisor de los ingenieros jefes de las Series 70, 90 y 100. Cuando, gracias a un buen contacto, conseguí que me dedicara la foto, estaba parcialmente jubilado como director de I+D de Kayaba, el fabricante japonés de amortiguadores para coches y motos.

    En el garaje hay también pases que reavivan la memoria. Los más actuales son de plástico, con colores corporativos, como el de una reciente peregrinación a Maranello en el que se lee: “Ferrari. Ospite” (más huésped que visitante). Estos modernos son fáciles de limpiar, con un trapo vuelven sus colores, sus brillos y sus recuerdos, y por eso me centro en el más antiguo de todos: una especie de sobrecito de plástico, ya tirando a rígido y grisáceo, que tiene dentro un papel añejo: el pase de prensa de las XXXI 24 Horas de Montjuic, las de 1985. Casi nadie se acuerda ya de aquella carrera absurda y maravillosa, que consistía en dar vueltas en moto durante un día por un parque en medio de la ciudad de Barcelona. Y sin embargo hubo una época en que los nombres de cada curva tenían un sabor épico, como el Karrouesel del antiguo Nürburgring o Eau Rouge en Spa, y a la vez se ligaban con el punto exacto de la ciudad en que se encontraban. La recta del Estadio, además de un punto del circuito, era la zona que pasaba frente al Estadio Olímpico inaugurado en 1929. La horquilla del Museo Arqueológico, además de estrecha y en bajada, era el acceso a la puerta principal del museo. Otros tramos tenían hasta canción popular, como aquella que decía:

    “Baixando la Font del Gat

    Una noia, una noia,

    Baixando la Font del Gat,

    Una noia i un soldat,…”

    Ordenados cronológicamente mis recuerdos de Montjuic empiezan en el viaje en autocar desde Madrid, porque las primeras veces que fui no tenía vehículo propio. Era una época previa a la red de autovías, cuando un Madrid – Barcelona, en autobús y de noche, era una experiencia, y no precisamente cómoda. Si no había autovías, no había áreas de servicio, y la parada a mitad de camino se hacía en un bar de La Almunia de Doña Godina, a una hora que me parecía indefinida, a la que no sabía si tomarme un bocadillo, un café, o ni siquiera salir del autocar. Llegado a Barcelona, algún año dormí en casa de un amigo, y otros la noche de la carrera la pasé en el parque, durmiendo entre bramidos de escape.

    Las motos que vi correr eran, por decirlo de algún modo, heterogéneas. Las del Mundial de Resistencia se dividían en dos grupos, ya que por un lado estaban las japonesas de cuatro cilindros en línea con chasis de cuando los japoneses aun no sabían hacer chasis, y las Ducati todavía descendientes de Fabio Taglioni. Y en el otro lado, los participantes locales que salían con lo que tenían a mano, incluyendo Yamaha RD350 y Montesa Crono 350.

    Por el lado de los pilotos la mezcla era mayor, si cabe: jóvenes mundialistas, viejas glorias que no colgaban el casco, y aficionados venidos a más. En esa edición de 1985 estaban sobre la Ducati de fábrica “Min” Grau, Quique de Juan y Juan Garriga, y la JJ Cobas BMW la llevaron “Sito” Pons, Carlos Cardús y Luis Miguel Reyes. La lista seguía con Jacinto Moriana (que ya había fichado a Antonio Cobas para JJ), Javier Marqués (con quien luego me crucé en el Team Aspar), Ignacio Bultó, Andrés Pérez Rubio (entonces importador de Bimota), Carlos Morante, Dani Amatraín y Dennis Noyes.

    Si ahora unimos las palabras “Barcelona” y “carreras”, parece que solo existe Montmeló; pero durante muchos años Montjuic, para motos y para coches, fue un circuito de Mónaco con menos “glamour” y más autenticidad, y las citas anuales del Gran Premio de motos, la Fórmula 1 y las 24 horas eran momentos clave para la ciudad. Solo que de esto hace tanto tiempo que muchos no lo han conocido. La lista de patrocinadores de la carrera, que figura en la parte baja del pase, nos habla de una época en que existía publicidad de marcas de tabaco, como Marlboro, o de bebidas con alcohol, como Kronenbourg o Gin MG. Y se compraba en Galerías Preciados.

    Estoy acabando la limpieza del garaje y ya solo me queda un cuadro, en el que hay varias fotos de mi temporada en la Copa Gilera. Unas de esas fotos muestran la secuencia de la curva de entrada a la recta de Jerez, una curva escenario de comentados incidentes, como el de Sete y Rossi, o el reciente de Lorenzo y Márquez. El tramo entre los dos codos consecutivos de Nieto y Peluqui y la meta era lo único que yo hacía bien en Jerez, y por eso le tengo cariño a ese ángulo y entiendo su dificultad. En las pequeñas Gilera 125 abríamos a fondo al salir de los codos y hacíamos las dos rápidas de detrás del “paddock” sin cortar. El desarrollo iba justo y la banda de potencia era estrecha, por lo que si se cortaba al entrar en alguna de las rápidas, al levantar la moto y por tanto alargarse el desarrollo el motor se moría y se perdía mucho tiempo. Como digo era lo único que se me daba bien, y sabía que si me acercaba a un rival al llegar a las rápidas, me lo comería en el corto tramo recto entre la segunda rápida y la horquilla, porque mi motor seguía empujando al no salirse de la estrecha banda de potencia. Ahí había que estar atento a lo que hacía el de delante: si se iba a la derecha para intentar una trazada redondita, se le pasaba por dentro. Si se ponía en el medio para tapar el hueco, me colocaba a la derecha para intentarlo por fuera. En la foto del garaje mi rival, muy conservador, llegó despacio y se fue al interior, y me dejó la trazada redonda de fuera.

    Pensando en Sete, Rossi, Lorenzo y Márquez, recuerdo que esa decisión que se tomaba en un instante, gas a fondo en la recta corta, tenía difícil rectificación. Una vez que habías decidido lo que ibas a hacer y llegabas a la horquilla, el circuito se volvía estrecho y la escapatoria corta.

    Le doy vueltas a eso mientras friego el suelo del garaje, cuando espero a que se seque y cuando vuelvo a meter el Celica en la plaza del fondo. En la misma posición en que colocaba el Land Cruiser de carreras, o antes el Serie 70 de la foto de Kondo san. Apago la luz y subo a casa pensando en que este sótano es mucho más que un garaje.


  • El Gran Cañón no era tan colorado

    Empecemos por una obviedad: cuando se rueda en moto de noche y por carreteras desconocidas, solo se ve lo que ilumina el faro, y uno no se da mucha cuenta de lo que hay más allá de las cunetas, como el color de la tierra o de la vegetación, el tipo de árboles o su altura. Por eso no le dí importancia a que me parecieran blanquecinas las cunetas de la carretera 89, a la altura de Chino Valley, en Nevada, Estados Unidos.
    Hacía unos cuantos días que, tras dar una vuelta por Los Angeles y sus inacabables alrededores, habíamos alquilado tres motos y recorríamos la Costa Oeste. Empezamos por San Diego, y el día de las cunetas blanquecinas nos metimos un buen montón de millas con la idea de subir a primera hora de la mañana siguiente a ver el Gran cañón. Y esperábamos seguir viaje por Yosemite, Las Vegas y San Francisco, para cerrar el bucle devolviendo las Yamaha XJ en la siniestra oficina de American Motorcycle Rentals and Sales, Inc., en Los Alamitos, entre Anaheim y Long Beach, California.
    El caso es que, llegando a Williams, hacía mucho frío, el asfalto estaba mojado y las cunetas blancas, y solo un rato más tarde enlacé todo eso. Cualquier ropa de moto, como el Goretex que llevaba esa noche, forma pliegues al ir sentado, que desaparecen al ponerse de pie. Y según avanzaba aquella noche de Noviembre de 1991, los pliegues del Goretex se llenaban de nieve, la que había pintado de blanco las cunetas y nos congelaba las manos. Pensaba, igual que los dos amigos con los que viajaba, en llegar a Williams, encontrar un motel de esos que hay en todas partes en el que entrar en calor y un restaurante en el que recuperar energías. En ocasiones los estereotipos son reales, y nada más entrar en Williams localizamos un motel con su enorme aparcamiento. El frío y las muchas horas encima de la moto nos habían dejado medio rígidos, y cuando paramos los motores frente a la cristalera de la oficinilla del motel, nos quedamos sentados, cubiertos a trazos por la nieve, mientras el recepcionista nos miraba, calentito él, desde su cubículo, sin entender a cuento de qué venía eso de pasar frío en moto. Apoyamos las motos en las patas de cabra, y al ponernos de pie y erguirnos, la nieve acumulada en los pliegues de la ropa cayó al piso del aparcamiento. Nosotros miramos la nieve, como si diera forma o cuantificara el frío y el cansancio que llevábamos encima. Y el de recepción nos miró de nuevo y se reafirmó en su opinión inicial. Unos minutos después, ya en una habitación del motel, nos congregamos los tres frente a un radiador, y pasó mucho tiempo hasta que nos empezamos a quitar guantes, sotoguantes y el resto de las muchas capas de ropa que llevábamos encima.
    Por mañana, prontito y con un desayuno acorde con lo que nos esperaba, afrontamos las 60 millas que hay de Williams a la entrada al Parque Nacional del Gran Cañón. En Williams había medio metro de nieve, y la carretera era una colección de placas de hielo, y nieve derretida y sin derretir, aunque esas adversidades nos daban igual, pensando en la maravilla que nos íbamos a encontrar. Que no nos decepcionó.

    La imagen que solemos conservar del Gran Cañón es básicamente colorada, por el tipo de terreno de los alrededores, y sin embargo aquel día era fundamentalmente blanco, de una blancura impactante y casi sólida, pura y fría como el aire que respirábamos desde el mirador a más de 2.000 metros de altitud. Nos sentíamos muy pequeños al reconocer que veíamos una parte minúscula del cañón: tiene más de 300 kilómetros de largo, la anchura mínima es de 6 km. y la máxima de 27. Asomarse a ver el fondo es de lo más parecido que hay a mirar por la ventanilla de un avión en vuelo, solo que esta vez sin despegar: la profundidad llega a los 2.500 metros. La ventisca solo nos dejaba disfrutar de la vista a ratos, y esa intermitencia aumentaba la impresión de grandeza. Ya que estábamos allí decidimos disfrutar del entorno y tomamos el único tramo de carretera practicable por una moto en aquel momento, el recorrido de 25 millas por la cara sur que lleva al mirador de Desert View. Una vez allí aprovechamos para llenar el estómago de algo caliente en el bar del refugio, donde nos atendió Roberto, uno de los muchos hispanos que nos contaron su vida. Estaba contento porque ya tenía permiso de trabajo, disfrutaba de su Honda CX 500 y prefería servirles hamburguesas a los turistas japoneses en el Gran Cañón que pasar hambre en su Méjico natal. Allí recordé que el primero en llegar al Gran Cañón, como a tantos otros sitios, fue un español que también venía de Méjico, el capitán García López de Cárdenas. Le había mandado a explorar la zona su jefe, Francisco Vázquez de Coronado, quien a su vez había sido enviado por el virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza. El virrey había leído sobre la leyenda de las siete ciudades de Cíbola, ya se sabe, una de esas de ciudades misteriosas plenas de riquezas sin fin. Vázquez de Coronado, trescientos españoles y más de ochocientos indígenas salieron de Culiacán, en Méjico, en 1540, y no encontraron ninguna de las riquezas de las que hablaba la leyenda. A uno de sus capitanes, López de Cárdenas, los indios zuñi le hablaron de un caudaloso río que corría por el fondo de un cañón, y fue a explorarlo. Unos de sus hombres, el capitán Jaramillo, lo contó así: “Halló una barranca de un río que fue imposible, por una parte, ni otra, hallarle bajada para caballo, ni aun para pie, sino por una parte muy trabajosa, por donde tenía casi dos leguas de bajada. Estaba la barranca tan acantilada de peñas que apenas podían ver el río, el cual, aunque es, según dicen, tanto o mucho mayor que el de Sevilla, desde arriba aparecía un arroyo.” Sin agua ni medios dieron marcha atrás, y durante 225 años ningún blanco volvió al cañón. Los relatos no dejan claro el punto exacto por donde López de Cárdenas y sus hombres llegaron, y se especula que fueron Moran Point o Desert View, donde Roberto nos atendía.

    Por la noche, de regreso a Williams y entrados en calor, nos sumergimos en lo que a nosotros nos parecía una película y no es más que el día a día de los habitantes de la zona: bares en los que tipos con camisa de franela a cuadros, sombrero Stetson y botas de montar beben cervezas que les sirven camareras que deberían llamarse MaryJo, mientras la música de fondo la ponen tipos vestidos de la misma guisa cantando “country”.


  • Una de hielo y nieve

    Este “blog” es más de tomar rumbo sur y recorrer Africa, y por eso suele incluir estampas de dunas, baobabs y acacias, y habla de sed y calor. De ahí que me pareciera tan interesante una experiencia de conducción en Suecia el pasado mes de Enero, entre hielo y nieve a 5 grados bajo cero. La primera sorpresa para el sureño es la naturalidad con que se desenvuelven los nativos en ese ambiente: los niños van al colegio y los adultos a trabajar, sacan a pasear a los perros y hasta se ve a alguien en bici. Sí, hay nieve en las aceras, y placas de hielo ocasionales, pero se consideran lo normal porque es el ambiente en el que han crecido. El tráfico rodado, segunda sorpresa, se desarrolla sin pegas. Por un lado está el hecho de que han aprendido a conducir con hielo y nieve, y han interiorizado los trucos para hacerlo con éxito. Y no hay que pensar que un ejército de máquinas quitanieve deja impoluto cualquier tramo asfaltado; las vías principales están bastante limpias, y en las demás se tira de excavadora o cada uno de su pala. El segundo punto clave son los neumáticos de invierno, obligatorios por ley y de efectos casi mágicos. El autocar que nos llevaba desde el centro de Estocolmo a la pista de pruebas de las afueras parecía ágil sobre la mezcla de nieve que caía y nieve medio fundida, una combinación poco de fiar. Me asusté cuando encaró la salida de la autopista a una velocidad aparentemente exagerada para el agarre que suponía, y sin embargo trazó la raqueta limpiamente, sin dudas y menos aun deslizamientos.
    La primera pista de pruebas que utilizamos tenía una serie de maniobras lentas marcadas con conos y piquetas sobre una ladera nevada. A baja velocidad, la nieve que caía se acumulaba sobre el parabrisas y los retrovisores, no había fuerza del viento que la eliminase, y la visibilidad disminuía poco a poco. Además, la suma de forros polares, guantes y gorro le dejaba a uno medio rígido al volante y nuevamente limitaba la visión. Mis antiguos guantes BMW para moto, largos y con Goretex, son muy cómodos y me mantienían las manos calientes, pero suprimían el tacto de la dirección. Y casi me daba vergüenza ver el estado del piso del coche, cubierto de un chocolate derretido formado por el cóctel de agua, nieve y barro.
    Lo que quedaba de la segunda pista de pruebas era un lugar ideal para probar neumáticos de invierno y controles de estabilidad: era un circuito de asfalto, debía andar por el kilómetro y medio de longitud, con desniveles y curvas lentas y rápidas, y la quitanieves lo había dejado medianamente limpio, aunque enmarcado entre bordillos de hielo y nieve. La adherencia era engañosa, porque unas veces se rodaba sobre asfalto mojado, en otras había hielo o nieve que caídos de los laterales al paso de los coches, o hasta charcos medio congelados. Y estas circunstancias cambiaban cada vuelta, lo que obligaba a conducir a la descubierta y a improvisar. Aun así, me maravillaban los neumáticos de invierno en una frenada de tercera a segunda en bajada, a la que se llegaba tras una curva rápida para las circunstancias. Donde esperaba entrar medio cruzado y tirando de ABS, todos los coches llegaban con limpieza y hasta se abría gas sin traumas. Vuelta a vuelta me sorprendía de lo que son capaces unos neumáticos casi desconocidos en el sur de Europa, con su goma específica para el frío y sus laminillas casi mágicas en el dibujo.
    Otro punto del circuito les superaba, y allí el éxito dependía del control de estabilidad del vehículo o de la delicadeza del conductor: una curva de noventa grados a la izquierda con salida en subida, que daba paso a un recta, donde si aceleraba con franqueza todos los coches subviraban mientras la electrónica intentaba llevarles por el buen camino. Con algo de práctica, y solo llevando los coches con motores más suaves, fui capaz de hacer bien la curva: trazada amplia y redondita, ni una corrección con el volante, entrar con el gas ya abierto y pisar con delicadeza.
    Me sentí como en casa en la tercera pista de pruebas: una zona sin asfaltar en medio de un bosque, y por completo cubierta de nieve. El único truco era llevar la iniciativa a base de mantener siempre el gas y casi siempre una marcha menos de lo previsto, como en barro o en arena. Disfruté los cruces de puentes, las inclinaciones laterales y la peligrosa cercanía de los árboles, y nada más que la blancura de la nieve me hizo sentir distinto que en algunas andanzas africanas.


  • Si es mentira, no me importará

    El río Senegal desemboca en el Atlántico, su orilla derecha está en Mauritania y la izquierda en el país del que toma el nombre. Miles de años arrastrando lodos han hecho que forme una lengua de arena, de 40 kilómetros de longitud, paralela a la costa. En el hueco entre la tierra firme y la lengua hay una pequeña isla, de apenas 400 metros de anchura y dos kilómetros de longitud. Esta islita es el lugar que escogió Louis Caullier en 1659 para funda una ciudad y llamarla Saint Louis, no por su nombre, si no por el de Luis XIV, Rey de Francia en ese momento.

    La ciudad se convirtió con el tiempo en la capital de la AOF, Afrique Occidentale Française, la colonia gala que englobaba los actuales territorios de Mauritania, Senegal, Malí, Guinea, Costa de Marfil, Níger, Alto Volta (ahora Burkina Fasso) y Dahomey (ahora Benin). El crecimiento hizo que St-Louis ocupara toda la isla, se extendiera por el continente, y saltara hasta la lengua de arena que ofrece su costa oriental a la desembocadura del Senegal y la occidental al océano. A pesar de lo que dice Google Earth, la lengua de arena se llama N’Dar en wolof y Langue de Barbarie en francés, la isla casi rectangular es St. Louis, y la zona continental de la ciudad se conoce como Sor.

    Habíamos llegado a Saint Louis como se ha de llegar a las ciudades con encanto: anochecido y cansados, así que las modestas cabañas del Hotel Cap St-Louis, con aire acondicionado, eso sí, nos parecieron un lujo desmedido. Y pronto por la mañana salimos a ver la flotilla pesquera, con un número de piraguas y pescadores que depende de a quién se pregunte, pero que debe andar alrededor de tres mil de las primeras y cinco mil de los segundos. Las barcas duermen en la playa occidental de la Langue de Barbarie, frente al Atlántico, y aquel día era el tercero consecutivo sin salir a faenar por culpa de lo embravecido del mar. Las barcas eran poco más que piraguas grandes de madera, las mayores de unos quince metros de eslora, que los mismos pescadores reparaban en la playa. Emplean motores fuera borda, (japoneses, claro) y lo más destacado es la pintura del casco, con la brillantez y diversidad de colores propias de Senegal, salpicada de frases en árabe y en wolof, dos de las lenguas oficiales del país. En aquella época las barcas solo se utilizaban para pescar; faltaban unos años para que llegara la inmigración ilegal a Canarias y al continente europeo, y que bastantes de ellas sirvieran para iniciar el último viaje de algunos desesperados, y el próspero negocio de unos faltos de escrúpulos.

    Al pie del faro y en la otra orilla de la barra se terminaba de vender el pescado secado al sol, y se encontraba la bulliciosa parada de los autobuses que comunican península, isla y tierra firme. No eran más viejas camionetas, la mayoría Renault y Mercedes, empleadas como minibuses en Europa, que llegadas aquí se pintan de naranja y blanco, se decoran abundantemente y transportan, apretados sí, hacinados no, a los locales.

    Los mercados callejeros de St-Louis son alegres, ruidosos, amplios, bulliciosos y bien surtidos. Al viajero que llega de la parca Mauritania le sorprende todo ello, por el contraste con la seriedad y adustez vividas días atrás, aunque quizá lo que más sorprenda sean las mujeres, y por varios motivos. En primer lugar, porque las hay por la calle, por lo colorista de sus vestidos, los pañuelos en la cabeza, los hombros desnudos, la piel muy negra y muy brillante, y la sonrisa siempre lista. Y además por su elegancia y su coquetería, expresada en las miradas de perfil, las sonrisas directas, los cuellos erguidos y majestuosos, el andar sereno con caderas suaves, las telas algo ceñidas; después de muchos días vemos mujeres que hacen de mujeres, mujeres orgullosas de serlo, que quieren que los hombres se enteren de que lo son, que se arreglan y presumen.

    En aquella época de la aviación que se ha dado en llamar heroica, la pequeña península de St-Louis desempeñó un papel modesto pero imprescindible. Los hidroaviones que se encargaban del servicio postal desde Francia a las colonias africanas y América del Sur hacían aquí escala, y de hecho una parte de la península aún se llama hidrobase. Hay recuerdos en el coqueto y veterano Hôtel de la Poste, cuyo nombre señala que la carga inicial de los aviones era el correo. El hotel se fundó en 1850, y a principios del siglo XX era el lugar de estancia habitual de los pocos adinerados que hacían noche en Sant Louis, en el largo recorrido desde Europa hasta el sur de Africa o América. En el bar del hotel, el recargado Safari Bar, hay una abrumadora colección de objetos de aquella época en que solo los pudientes volaban, y lo hacían con baúles y aire aguerrido, despegando de aeródromos en los que desafiaban a la vez el destino terrenal del hombre y la ley de la gravedad; no como hoy, cuando los aeropuertos parecen estaciones de autobús de provincias o empigorotadas réplicas de estaciones espaciales.

    La imagen más repetida en las paredes del Safari Bar es la de Jean Mermoz, que tras jugarse la vida en la fuerza aérea francesa en la Primera Guerra Mundial, se convirtió en piloto civil. Pasó a la pequeña historia de Saint Louis al ser el piloto de la línea aérea que traía el correo desde Toulouse sin escalas, hazaña que se inició en 1927. Como le debía saber a poco, tres años más tarde abrió la línea de correo de Toulouse hasta Natal, en Brasil, siempre con escala en St. Louis. Contribuye al halo heroico de Mermoz que, tras despegar un día de Diciembre de 1936 desde Dakar, lanzara un mensaje por radio sobre un fallo en el motor, y no se volviera a saber más de él. Lo de “vive deprisa, muere joven, y harás un bonito cadáver” está en vigor desde mucho antes de James Dean. El resto de la iconografía del Safari Bar se consagra a los carteles de Air France, mapas de la ciudad en la época colonial, y otros añejos documentos de tiempos sepias que resultaron agradables siempre que fueras blanco.

    En el extremo sur de la isla hay un pequeño museo que no tiene ni nombre, en un edificio alejado del bullicio y de la gente, con un interior de viejo hospital abandonado. Lo más reseñable es una colección de fotografías en blanco y negro de la época colonial. Se ven el palacio del gobernador en su época de esplendor, los automóviles llegados de la metrópoli, la construcción del puente Faidherbe, el que une la isla con el continente. Lo que más me llamó la atención fueron unas fotografías, dispersas en varios paneles, sobre el apoyo de los senegaleses al ejército francés en las dos guerras mundiales: veteranos negros con un uniforme salpicado de medallas, soldados desfilando con orgullo antes de partir hacia el frente, o cementerios cuajados de senegaleses muertos por Francia. Me planteé entonces por qué alguien puede luchar para defender a su opresor colonial de quien a su vez le oprime. ¿Sería una versión bélica y antigua del Síndrome de Estocolmo? ¿Sería que no hay peor convencido que un arrepentido? ¿Sería el fervor del converso? Y, por otro lado, ¿qué pensaría el soldado alemán al ver en la trinchera de enfrente a un negro con el uniforme de su enemigo? A qué extrañas mezclas conducen los caprichos del hombre.

             Los mercados de Saint Louis eran demasiado atractivos como para no hacer un intento más y localizar algo de artesanía local. En la Plaza Faidherbe nos hablaron del lugar donde se agolpan las tiendas de los artesanos locales, a pocos kilómetros de distancia, en tierra firme. Nos decepcionó a la llegada, porque resultó ser un descampado con unas cabañas de adobe con techo de paja, en las que íbamos a dar un varapalo a nuestra economía. ¿Cómo resistirse a ese cofrecillo de madera, con cerradura metálica, de diseño típico del sur de Mauritania? ¿Y qué de los pendientes de plata, al estilo de los tuaregs de Níger? Más dura fue la negociación del precio de una cajita de caoba con incrustaciones de plata repujada, aunque lo que pagamos no fue más que una fracción de lo que cobraría una tienda en Europa. Bajo el sol africano, y acosados por los pocos comerciantes, no era el momento más apropiado para acordarse de Oscar Wilde; pero no se debe olvidar que la mejor manera de evitar la tentación es caer en ella: durante la preparación del viaje había leído algo sobre las sillas senegalesas de pesada madera tropical, fabricadas en dos piezas para transportarse plegadas en el camello; y allí estaban, esperándome, listas para regatear y cargarlas en el Land Cruiser. Las excusas sobre cómo las podríamos llevar allí dentro hasta España sin que se estropeasen ellas ni que espachurrasen al resto de las cosas eran eso, excusas, de modo que no tardamos en salir del recinto de los artesanos con sillas, caja, cofre, pendientes y una sonrisa de comprador satisfecho.

    La comunicación entre la isla y la tierra firme representó durante muchos años una dificultad. Hasta 1858 se hacía con barcazas, que transportaban personas, mercancías, animales, y todo aquello que movía el ejército colonial francés. En 1858, Louis Faidherbe, gobernador de la colonia, botó el Bauteville, un barco capaz de trasladar 150 personas a la vez, que hacía el viaje diez veces al día. Un año más tarde era insuficiente, y se botó un segundo barco. No tardaron en quedarse cortos, y en 1865 se inauguró un puente flotante, formado por pontones que soportaban una plataforma de madera. De los pontones, tres se separaban del puente para crear un hueco de veinte metros por el que pasaban los barcos que navegaban por el río Senegal.

    Pocos años después, la apertura del tren Dakar – St. Louis aumentó el tráfico en la zona, y también el puente flotante se quedó pequeño, por lo que se decidió construir un puente metálico fijo, aunque con una sección móvil que permitiera la navegación río arriba. Llegados a este punto se mezclan realidades, leyendas y mentiras, que voy a contar en orden descendiente de veracidad.

    El puente se inauguró el 14 de Julio de 1897, mide 507,35 metros, y la sociedad constructora fue Nouguier, Kessler et Cie. Hay una sección central capaz de girar 90 grados.

    A pesar de lo que se dice, el diseño no fue de Gustav Eiffel. La confusión surge porque la otra compañía que se presentó al concurso fue la Société de Construction de Levallois-Perret, propiedad de Monsieur Eiffel.

    Tampoco es verdad que se aprovechara el diseño de un proyecto anterior, un puente sobre el Danubio bien entre Austria y Hungría, quizá en Viena o Budapest, o en Rumanía. Tanto en Austria como en Hungría era frecuente la navegación por el Danubio, y un puente tan bajo como el Faidherbe dificulta el paso de los barcos. Y por el lado rumano, solo hubo negociaciones iniciales con compañías extranjeras para construir un puente sobre el Danubio, del que finalmente se encargó una empresa local.

    La leyenda más atractiva e inverosímil de todas es tan bonita que si es mentira, no me importará. Dice que el puente fue diseñado y construído en Francia para Saint Louis, Missouri, Estados Unidos, y que las piezas se embalaron para transportarlas en barco a través del Atlántico. Pero un error, quizá al redactar la documentación de embarque, llevó el cargamento al otro Saint Louis, el de Africa. Y los senegaleses, a toda prisa, lo montaron allí donde todavía permanece.

    Mis recuerdos del puente son vivos y coloristas como la ciudad en las que se asienta. Recuerdos de cruzarlo en el Land Cruiser para moverme por la zona, fuera por necesidad o para comprar sillas de madera. Y de atravesarlo a pie para llegar al mercado que hay en tierra firme, atendido por mujeres sonrientes con vestidos llamativos, donde comprábamos plátanos grandes y jugosos. Desde esa orilla continental miraba la isla y sentía un sabor colonial similar al del otro lado del océano, porque el clima, las casas, las gentes y sus sonrisas me recordaban el malecón de La Habana. Al fin y al cabo, sus habitantes vienen del mismo sitio.


  • Avanzamos, a veces hacia atrás

    Durante muchos años, el crecimiento de una persona y su prosperidad social se reflejaban en la calidad y el empaque de su coche. Después de un Seat 600, de un Renault 4 L o de un Citroën 2CV, llegaban un 124, un R 12 o un GS. Incluso un Simca 1200. Eran más grandes y cómodos, tenían cuatro puertas y maletero o portón, y sus prestaciones dinámicas estaban muy por delante de las del coche al que sucedían en la familia. Por dentro, había hasta lujos: radio cassette, calefacción de agua caliente con la posibilidad de orientar el flujo de aire, asientos no diseñados para machacar la espalda, lavaparabrisas manual,… Para colmo de lujos, había alguna luz interior y guarnecidos que tapaban parcialmente la chapa.

    Por encima se situaba una clase social superior, la del Seat 132, el R 18 y el Citroën CX, lo que creaba un escalonamiento claro, y sin superposición. Y los clientes de estos coches más grandes y caros buscaban lujo, y no pedían, es más les asustaba, un dinamismo siquiera remotamente deportivo.

    Ahora hay clientes que necesitan coches de cierto tamaño pero no pueden pagar esos lujos, clientes que pueden pagar lujos pero quieren coches pequeños, y otros que quieren coches grandes y lujosos y esperan de ellos un comportamiento deportivo. Por eso las gamas más que superponerse se pisan, se entremezclan, cruzan sus precios y crean dos fenómenos que hace poco me han llamado la atención.

    Repasaba recientemente los competidores actuales del segmento C, y recordaba los años en que sus antecesores remotos (124, R12 y similares) eran el primer coche decente al que accedía un español. Me sorprendió ver que en la actualidad, las versiones más baratas, esas que se anuncian por 12.000 €, me retraían a las sensaciones de sus antepasados: llantas de chapa con neumáticos estrechitos, techos tapizados con poco más que una lámina de plástico, un plafoncito de luz interior con un interruptor oscilante que parecía que se iba a romper en cualquier momento, interiores de chapa vista, mandos de calefacción de varillas y cables,.. Los guarnecidos eran poco más que una tela pegada sobre una lámina de plástico, y la única novedad de la radio era que tenía FM (no la encendí por temor a que me apareciera la voz de Matías Prats narrando un gol de Gento, o la de Bobby Deglané presentando una canción de Los Tres Sudamericanos).

    Es admirable la flexibilidad que plantean ahora los fabricantes de automóviles en sus gamas: aquella misma carrocería, pobremente vestida y escuálidamente empujada por un motorcillo Diesel, se puede comprar por el triple de precio con un interior casi suntuoso y un motor con el triple de potencia. Por otro lado, mi sensación subjetiva era que el avance desde el Renault 12, considerando el cuarto de siglo largo que ha pasado, era hacia atrás.

    Unas semanas después me topé con otro avance, esta vez hacia delante. Durante muchos años, el segmento E Premium estaba formado por “coches de abuelos”. Los 240D y 300 E, los Volvo grandotes, los Jaguar eran grandes, bonitos, cómodos, y también blandos de suspensión, con poco tacto de dirección, con asientos más butaca que bacquet y, por ello, territorio prohibido para quien buscara a la vez lujo y emoción.

    Ahora los fabricantes han conseguido aunar las dos características: coches serios y formales, con corte de berlina clásica, acabados interiores lujosos y silencio monacal. Y, a la vez, motores, potentes que lo poco que suenan lo suenan bien, suspensiones cómodas aunque no blandas, cambios rápidos y prestaciones más que interesantes.

    Estos E Premium que valen para quien se quiere divertir los inventó BMW con su Serie 5 y le siguieron Mercedes con algunas versiones de su Clase E y Audi con algunas de sus A6. Las marcas japonesas en unos casos ya llegan y en otros están aprendiendo. Un Infiniti M30d con motor Diesel V6 de 238 CV, interior presidencial y cambio secuencial de pulsadores demuestra lo segundo a base de contradicciones: el motor empuja y mucho, los pulsadores del cambio tienen forrada en cuero la parte que se toca con los dedos, para tener buen tacto, y son de algo que parece titanio en la cara que se ve. Pero las suspensiones blandísimas multiplican el balanceo y el cabeceo hasta hacer que el control de estabilidad haga horas extras en casi todas las rotondas. En resumen, sí pero no.

    En el otro extremo me he encontrado con un Lexus GS450h en versión F-Sport; silencio, confort y lujo a velocidad de paseo dominical, que se daban la vuelta al buscarle las cosquillas: empuje contundente al juntarse en el sistema híbrido el V8 de gasolina y los dos motores eléctricos, aplomo en el slalom entre conos de las pista de pruebas y hasta la posibilidad, con el control de estabilidad desconectado, de poner de lado cinco metros de coche y dos toneladas de confort. Y eso no es propio de abuelos.


  • Operación Impala cincuenta años después

    Vivimos en un mundo en el que te puedes hacer amigo de cuatro mil desconocidos sin salir de casa ni haberles visto la cara. Pero no hay manera de ir a visitarles a la mayoría de ellos. Es la principal reflexión que se me ha venido a la cabeza al leer la preciosa edición conmemorativa del cincuentenario de la Operación Impala, aquel excepcional viaje que cinco barceloneses desarrollaron en cien días de 1962. El motivo fue que Montesa iba a lanzar un nuevo modelo, y Oriol Regás sugirió a Pedro Permanyer, directivo de la marca, que una buena manera de promocionar la resistencia del modelo sería realizar un viaje duro y vistoso. Se decidió cruzar Africa, partiendo de Ciudad de El Cabo, a donde se enviaron tres motos por avión, y donde se compró un Land Rover, que sería el vehículo de apoyo. Ahí comienza la aventura de Oriol Regás, Tei Elizalde, Enrique Vernis, Rafa Marsáns y Manuel Maristany, autor del libro. Desde ese punto, el viaje recorre Africa y su pasado, y el libro retrata un mundo más sencillo y más inocente que el actual. Cierto que aparecen el “apartheid” de Suráfrica, la pobreza generalizada, la desorganización de los países recién descolonizados,… Pero no hay guerra, guerrilla ni terroristas, no hay extremistas ni salvapatrias, y con más o menos dificultades cruzan la Unión Surafricana, Rodesia del Sur y del Norte, Tanganika, Kenia, Uganda, Etiopía, Eritrea, Sudán, Egipto, Libia, Túnez, Francia y España. Un repaso rápido dice que cuatro países han cambiado de nombre en el tiempo transcurrido y un quinto se ha dividido: la Unión Surafricana en ahora la República de Suráfrica, Rodesia del Sur es Zimbabwe y la de Norte es Zambia, y Tanganika se llama ahora Tanzania. Recientemente, en 2012, el inmenso Sudán Anglo-Egipcio se escindió en Sudán del Norte y Sudán del Sur. Respecto al estado actual de estos países, ahora Suráfrica es un lugar violento, hay revueltas en Kenia, desde donde no se puede pasar a Etiopía por los bandidos somalíes, a ninguno de los dos Sudán deben uno acercarse, también Egipto anda revuelto, de Libia mejor ni hablar y Túnez no termina de tranquilizarse.
    El retrato que de Africa hace el libro tiene un adorable toque naïf propio de la época, como en los episodios con blancos que viven en la zona, sean misioneros, diplomáticos o directores de hoteles de lujo: “Jesús Uranga y José Salas, los españoles cuyas direcciones nos había facilitado don Mario Ponce de León [cónsul de España en Ciudad de El Cabo], estuvieron encantados de recibirnos, hacernos de cicerones y cambiar con nosotros noticias de la patria lejana. Jesús Uranga, como he dicho antes, era el representante de una fábrica de armas de Eibar, fan del Athletic de Bilbao y ex miembro del Orfeón Donostiarra. En un céntrico restaurante [de Johanesburgo] donde nos invitaron a cenar, comentamos el tema del apartheid. José Salas estaba en contra pero no le veía salida. Jesús Uranga, tampoco. ¿Entonces, qué? Si se daba libertad a los negros y el derecho de voto, ¿qué ocurriría después? ¿El país se iría a la mierda? ¿Los negros acabarían con la minoría blanca? Para poner punto final a estas tristes reflexiones, Jesús Uranga pidió una botella de whisky y nos animó a cantar Maitetxu mía y otros zorcicos norteños”
    Tampoco hay que perderse el episodio, en la misma ciudad, “con el primer secretario de nuestra embajada, José Navarro Rubio quien, juntamente con Pilar, su mujer, nos acogieron con los brazos abiertos y organizaron un picnic en nuestro honor en el jardín de su chalet en las afueras de la ciudad. Y, entre otras gollerías, nos obsequiaron con una tortilla de patatas de tamaño natural, la obra maestra de la ingeniería culinaria española desconocida es estas latitudes australes”. Los hechos quedaron ilustrados con la foto de la izquierda, que retrata una época: matrícula delantera de las motos pintada sobre el guardabarros metálico y cromado, señora sentada de lado en la Impala con vestido de falda de vuelo, collar de varias vueltas y pelo cardado, señores aventureros con camisa blanca y corbata, y a la izquierda la aleta de un Volkswagen Escarabajo de primera generación (¿Te has dado cuenta de que están lanzando la tercera?).
    El viaje ve continuos cambios de paisaje, vegetación y fauna según sigue hacia el norte, e incluso casi la desaparición de flora y fauna al llegar al desierto. Antes de eso se cruza la selva, cuya humedad genera unas cuantas caídas entre los expedicionarios, y la sabana. También sufren los lógicos cambios de clima: el calor del desierto, las muchas lluvias en las zonas tropicales (añadimos alguna caída más), y el frío, lo propio de recorrer las tierras altas de, por ejemplo, Kenia. Reproduzco la foto de uno de esos momentos fríos, al cruzar el Ecuador a 9.109 pies (2.776 metros) en la carretera de Nairobi a Nakuru, y aprovecho para decir que pasé por allí casi cuarenta años más tarde que la Operación Impala, y el cartel que se ve al fondo sigue igual.
    El viaje aporta también sus dosis de aventura viajera, algo inevitable en un recorrido africano de 20.000 km. Se atreven a cruzar el norte de Kenia para entrar en Etiopía por Moyale y son capaces de hacer los más de 300 kilómetros de lo que entonces era una pista infernal entre Jartúm y Atbara, en Sudán, paralela al Nilo y al tren que construyeron los ingleses. Pero seguir por el desierto de Nubia hasta Wadi Halfa es excesivo: más de 600 km. de pista poco marcada, con un único pozo en los 369 km. entre Abu Hamed y Wadi Halfa, está más cerca de la sinrazón que de la aventura, y por eso hacen el recorrido en un tren de mercancías. Los vehículos se atan a un vagón plataforma, y los cinco viajeros montan su campamento en un vagón de carga; sí, dentro del vagón instalan mesa, sillas y catres para hacer algo cómodo lo que es su casa durante dos días. Según los gustos, el paisaje es desolador o formidable: “En Abu Hamed, el Nilo vira hacia el Oeste, hacia el lejano Sahara, mientras, el ferrocarril enfila hacia el Norte, en línea recta, un atajo de unos 400 kilómetros a través del desierto, dividido en diez etapas de unos 50 kilómetros aproximadamente cada una, al final de las cuales se levanta una escueta estación equipada con reservas de carbón y de agua para aprovisionar las locomotoras de los trenes. Estas estaciones solo tienen un número, del uno al diez, menos la once, sin número, que corresponde a Wadi Halfa, principio de trayecto. Final, en nuestro caso.”
    “La vegetación desaparece por completo. Ni la más mínima mata de esparto. Ni una triste brizna de paja. Nada. Empieza el desierto implacable. Da la impresión de que el sol ha calcinado la superficie vegetal que antaño cubriría este enorme ámbito geográfico, dejando al descubierto los huesos de la tierra, reduciéndolos a menudos fragmentos, que luego el kasmin, el abrasador viento del desierto, convirtió en granos de arena, formando dunas, por las que asoman cortantes crestas de basalto negro, contra las que no han podido las mandíbulas de fuego del sol.”
    Tampoco en Wadi Halfa pudieron montarse en las motos, porque la pista era peligrosa, y porque la policía egipcia no quería que se viera el apoyo de los soviéticos en la construcción de la presa de Assuan. De modo que se bajaron del tren y se subieron al Amenofis IV, un barco mixto de carga y pasajeros que les dejó en Shellal, unos 100 km. al sur de Luxor.
    Tras las fotos en las pirámides y la esfinge, en las cercanías de El Cairo, abordaron un recorrido que hoy es de ciencia ficción: Alejandría y El Alamein en Egipto; Tobruk, Bengasi y Trípoli en Libia, y de allí a Túnez para coger el barco a Marsella.
    Las noticias que con los medios de la época habían enviado los viajeros a España les habían convertido, sin que ellos lo supieran, en unos héroes. La recepción en Barcelona tuvo ese carácter, con la Diagonal plagada de pancartas, periodistas y fotógrafos, y las tres Impala y el Land Rover (de mote “Kiboko”), escoltados por motoristas y aficionados. Hubo discursos de bienvenida, brindis y un Te Deum en la iglesia de La Merced, patrona de la ciudad. Uno de los párrafos que más me ha impresionado del libro, por lo realista y humano viene a continuación: tras los discursos, las fotos, las entrevistas y los abrazos, tras cruzar 20.000 km. de Africa y Europa entre el 13 de Enero y el 16 de Abril de 1962, hay que ir a dormir a casa; y ese cierre de la aventura, ese último episodio sencillo e íntimo, que convierte al aventurero en humano, se narra así: “Operación Impala finalizó materialmente en el garaje de los padres de Tei [Elizalde] en la barcelonesa calle de Alfonso XII, donde dejamos las tres Impalas a la espera de que mañana las vendrían a buscar los mecánicos de Montesa para darles un repaso a fondo y redactar un informe. Descargamos a Kiboko del peso de nuestros baúles metálicos y el resto del equipo expedicionario, que dejamos apilado junto a la pared del fondo. Kiboko exhaló un largo suspiro de alivio. […] Nosotros cargamos con nuestras maletas y bolsas de mano y nos despedimos con sendos apretones de mano. […] A Enrique [Vernis] y Oriol [Regás] los vino a buscar un amigo suyo con su coche. Rafa y yo pillamos un taxi. Nuestras carreras coincidían bastante. El taxista me dejó primero a mí en Pau Clarís esquina Mallorca, y luego siguió calle abajo hasta Gran Vía. […] Mis padres, mis hermanos y mi cuñada Consuelo, me acogieron calurosamente en el hogar familiar y me agasajaron con una cena exquisita y yo tuve que resumirles mi aventura africana y contestar a sus preguntas”. Un final simple para un viaje que ahora parece que recorre más la historia que la geografía.