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  • Feliz cumpleaños

    Estoy de cumpleaños profesional: ahora hace tres décadas que vivo de mi afición. Si admitimos que vivir de la afición consiste en obtener una remuneración económica a cambio de utilizar un conocimiento adquirido por mero placer, lo estoy haciendo desde Diciembre de 1984, cuando la revista MOTOCICLISMO publicó por primera vez un artículo mío. Entonces la prensa se publicaba en papel, en la lista de precios aparecían separadas las motos nacionales y las importadas, y la redacción de MOTOCICLISMO estaba en la calle Isaac Peral. En la portada de ese número 880, que costaba 200 pesetas, aparecía Carlos Morante probando las Ducati 750 F1, y en el interior Alan Cathcart rodaba con la Bimota Tesi y Pepe López con la BMW con la que Gaston Rahier ganó el Dakar un mes después.

    Estos treinta años en la profesión me han permitido conocer a muchas personas formidables que figuraban entre mis ídolos o directamente habitaban en los pósters de mi habitación, y ahora viven en el recuerdo, mental o digital. En los Grandes Premios llegué a la era de los americanos, y por ello traté a Kevin Schwantz, John Kocinski y Wayne Rainey. No se me olvida la tristeza opresora de aquella tarde de domingo en Misano, cuando cargábamos las motos para rodar la semana siguiente en Laguna Seca, y los comentarios sobre la lesión de Rainey tras el accidente de la mañana circulaban en voz baja por el circuito. Coincidí poco con mi admirado Freddie Spencer y mucho con los dos australianos grandes: Wayne Gardner y Mick Doohan. De entre los de casa, estaban Joan Garriga y sus duelos con la vida y con Sito Pons, y las historias protagonizadas por Carlos Cardús y quienes le rodeaban: su guapísima esposa de origen sueco; George Vukmanovich, el mecánico enano que había trabajado con Erv Kanemoto; o Kel Carruthers. También disfruté de la compañía de Juan López Mella o Luis d’Antín, a quien todos llamábamos Toni. De entre los técnicos, no puedo olvidar lo mucho que aprendí hablando con Antonio Cobas o Gerrit van Witteveen. Y si pasamos a la prensa, me enseñaron Javier Herrero, Claudio Boet, César Agüí, Dennis Noyes y Mike Martínez, y me reí con José Luis Aznar y Julián Companys.

    Para rematar el listado de mitos con los que coincidí, una referencia a Don Francisco X. Bultó: circuito de Albacete, principios de los ’90, tarde de sábado después de los entrenamientos, box lleno de motos medio desmontadas alrededor de las que brujulean pilotos de edades y niveles variados, desde chiquillos a Sete Gibernau. Y en un rincón, señorialmente sentado en una silla plegable, elegante con chaqueta y sombrero, atento a las motos y a los pilotos, repartiendo consejos entre sobrinos y nietos, el mismísimo Don Paco Bultó, el brillante ingeniero de Montesa que se fue a fundar su propia marca para continuar en las carreras. Me habría quedado una vida hablando con él, pero también yo era un piloto privado, y también mi moto estaba medio desmontada en un box.

    Pasando de las personas a los lugares, me doy cuenta de los muchos circuitos estupendos que ahora están arrinconados. De acuerdo que las instalaciones actuales del Jarama son ridículas, y que si Suzuka es peligroso para Salzburgring no quedan palabras. Pero hemos perdido la sensación de coronar la rampa Pegaso en una 500, de hacer la sección de Eau Rouge en Spa, o de encarar la bajada sin peraltes de Donington. Los circuitos anodinos de ahora solo me traen a la cabeza los resultados de las carreras que se disputan en ellos; los circuitos antiguos reavivan sensaciones más variadas. El frío húmedo de Spa incluso en verano, las caras de preocupación de los pilotos de 500 cc en la parrilla de Salzburgring, bajo una lluvia fina que convertía un circuito sin escapatorias en un infierno incrustado en un valle paradisíaco. De Suzuka tengo un recuerdo gastronómico: en 1994, siendo oficiales de Yamaha en 125 cc, ocultamos un jamón en las cajas de las motos, cruzamos medio planeta y muchas aduanas y lo sacamos al montar el box; no hubo empleado, de bajo nivel o directivo, de Yamaha, Dunlop u Öhlins, que no pasara por nuestro box con cualquier excusa para disfrutar del jamón. Y del Jarama recuerdo una sonrisa sorprendida del generalmente inexpresivo Alex Crivillé: charlaba con él tras el último entrenamiento del GP de Yugoslavia de 1991, que la guerra de los Balcanes había trasplantado súbitamente a Madrid; después de hablar de lo que esperaba de la carrera del día siguiente y, mientras cerraba mi libreta de notas, le dije: “Ahora me gustaría hacerte una consulta personal”. Sonrió sorprendido, y continué ya con tono de piloto preocupado: “Alex, la semana que viene corro aquí y los tiempos no me salen. Díme algún truco, por favor”. Me miró y, aun no sé si tomándome en serio, dijo que un punto clave era frenar en la bajada de Bugatti con las ruedas en la cuarta escasa de asfalto que había entre la línea blanca y la tierra. Me quedé pálido: “Es decir, que dices que hay que tirarse cuesta abajo a fondo y frenar la moto en ese palmo de asfalto. Pero si pisas la tierra o la raya, te atizas”. “Claro”, me respondió con naturalidad, “pero así frenas más tarde y con la trazada más redonda abres antes”. Obviamente, él llegó a Campeón del Mundo de 500 y yo puntué en una carrera del Castellano-Manchego de 125.

    No fueron éstos los únicos pilotos grandes con los que compartí experiencias. En los raids internacionales de los años 2007 y 2008 coincidí con los que aun son punteros en el Dakar, como “Nani” Roma y Stephane Peterhansel, dos trabajadores, nobles y simpáticos, como corresponde a su origen endurero. Como muestra del señorío de Peterhansel, esta anécdota: en el Rali Vodafone Transibérico de 2007, salió a probar una evolución del Mitsubishi con unos BF Goodrich nuevos, y muchos puestos más atrás, yo copilotaba a Quique de Dios en un Land Cruiser 90 que tenía casi más años que caballos. En una pista que se retorcía entre cerros cubiertos de pinos que tapaban los precipicios, Peterhansel había rodado monte abajo hasta que los pinos le habían parado; después de que pasáramos los últimos, una grúa le rescató y volvió a la carrera, ya solo para continuar con las pruebas. Mucho después (¿cuántas horas duraba aquel tramo?) el mejor piloto de la historia del Dakar nos alcanzó y, al pasarnos, abrió el trocito deslizante de su ventanilla para sacar la mano y darnos las gracias por cederle el paso. ¡A nosotros!

    Hablar de raids me trae sensaciones de Africa que al menos por ahora no se pueden repetir. Disfruté de los dos últimos dakares africanos, que ahora parecen tan lejanos y se corrieron en 2006 y 2007, y viajé por esos países actualmente tan poco recomendables. Echo de menos la inmensidad vacía de Mauritania, las dunas catedral de Argelia, cruzar el Hoggar, las pistas sin agarre de la sabana de Mali, los baobabs,… ¡Cuánta libertad perdemos con la intolerancia!

    El listado de vehículos que me han dejado huella en este periodo es una buena muestra de mitos, reliquias, aciertos y errores. El BMW M3 E30 aun no era una leyenda cuando lo probé, pero me demostró que la teoría de dinámica de automóviles se puede llevar a la práctica con unos niveles de placer de conducción muy reconfortantes. Las motos de mil de principios de los noventa eran misiles en aquella época y paquidermos a día de hoy, porque más la reducción de peso que el aumento de potencia fueron la clave en la evolución de las motos deportivas en las dos décadas siguientes.

    Otras dos experiencias con motos generaron conclusiones algo más tristes. La Yamaha GTS 1000 fue la primera apuesta de un fabricante generalista por algo distinto al chasis y la horquilla de siempre. Ni de lejos alcanzó los objetivos de ventas, y menos los de abrir camino. Ahora es fácil diagnosticar los motivos, ninguno de los cuales la descalificaba aisladamente: peso, tamaño, precio y comportamiento de la dirección sensible al desgaste del neumático delantero. Pero todos ellos juntos la convertían en una alternativa débil frente a las maravillas que produjo la industria a mediados de los noventa.

    Algo similar le sucedió a Bimota, que creció al calor de un defecto de los japoneses: durante muchos años, los motores japoneses eran superiores en prestaciones y fiabilidad a los del resto, y sus chasis y suspensiones notablemente inferiores. Bimota, que formó su nombre con los apellidos de sus fundadores (Bianchi, Morri y Tamburini) adaptó la tradición de otros fabricantes europeos de chasis, como Harris o Egli, montó un motor japonés en un buen chasis italiano y lo vistió con elegancia. En esa época, disfruté de un día entero en Misano rodando con sus joyas, cuando en Misano se giraba en sentido antihorario. (Unos años después lo alargaron y cambiaron el sentido de giro, con lo que se perdió la secuencia derecha – derecha – horquilla a la izquierda que había tras la recta, y que conducía a una secuencia de curvas a la izquierda cada vez más rápidas, donde hasta un servidor llegaba con soltura a 200 km/h). Lo malo es que los japoneses aprendieron a hacer chasis y suspensiones, y terminaron ofreciendo motos con las prestaciones de una Bimota por menos de la mitad de precio. Los italianos, como reacción, optaron por italianizarse a base de montar motores Ducati no siempre competitivos, en lugar de explorar territorios alternativos como el del lujo, o la exclusividad de las motos a medida o al menos personalizadas. A estas alturas ya no les queda la alternativa de que la compre como juguete un fabricante alemán de coches, porque Audi ya tiene Ducati y Mercedes acaba de hacerse con MV Agusta.

    Si pasamos al capítulo de recuerdos sonoros de vehículos significativos, el protagonismo se lo llevan los motores de dos tiempos, especialmente los de carreras. Ya han pasado por este blog las Aprilia 125 y 250 que me rompieron los esquemas en Mugello, y mi Gilera 125 SP 02 con la que me atreví a afrontar el viaje más largo que puede hacer un motorista: el que hay de la tribuna a la parrilla de salida. Quiero ahora mencionar un instante concreto y un lugar exacto: últimas vueltas del último entrenamiento cronometrado del Gran Premio del ’92 en Brno. No me atrevo a asegurar el nombre del país porque en aquella época cambiaba cada año, aunque creo que en 1990 era la República Socialista de Checoslovaquia, en el ’91 la República Democrática de Checoslovaquia y un año más tarde se habían separado y era simplemente República Checa. El lugar era el final de la subida que hay tras la horquilla de abajo, justo antes del zig-zag que antecede a la recta que termina en las dos curvas de antes de meta. El bosque cerrado aumenta la proporción de oxígeno y genera eco, por eso la Honda NSR 500, unos 160 CV de mala leche sobre dos ruedas, de Wayne Gardner, sonaba grave, profunda, sin ocultar ni la potencia ni las malas intenciones con quien no supiera tratarla. A pesar de lo inclinado de la pendiente subía de vueltas de modo casi violento, y cuando Gardner cortaba para hacer el izquierda – derecha, la mezcla de rugido y silbido del motor desaparecía en un instante, como si el motor hubiera dejado súbitamente de existir. Y le sustituía el silbido rotundo de los Brembo de carbono, y el roce desesperado de los Michelin contra el asfalto, que después de controlar los muchos caballos al salir de la horquilla, se esforzaban en sentido contrario para parar el misil. Todo esto (otro disfrute que ya se ha prohibido) lo oía al borde del guardarraíl, solo unas chapas de acero entre un australiano y una moto japonesa que querían romper las leyes de Newton, y yo.

    La evolución de los chasis y las suspensiones de las motos japonesas y la desaparición de los motores de dos tiempos son solo dos de las muchas evoluciones técnicas que he vivido en estos treinta años. Cuando llegué al sector quedaban algunos platinos y muy pocos coches montaban inyección de combustible, las motos estrenaban neumáticos radiales y nacían las bicis de montaña. Ahora han quedado atrás los carburadores y los frenos de tambor, y empiezan a desaparecer las lámparas halógenas y las bicis con llantas de 26”. En nada el cambio manual de engranajes pasará a los libros de historia, a la vez que llega el coche con célula de combustible y el diesel inicia el declive. ¡Los próximos treinta años van a ser apasionantes!


  • Celica to the Sahara: té a la menta y wifi

    “¡Lo tiene usted como nuevo!”. Maniobraba con cuidado en el muelle 5 del puerto de Algeciras, para que el largo voladizo delantero del Celica no se enganchara en la rampa de acceso al “Ciudad de Málaga”. El empleado de Trasmediterránea me ayudaba con indicaciones mientras observaba el coche con admiración. “Pues va a cumplir 23 años”, le respondí. Y con la seguridad del que basa lo que dice en un recuerdo vivo, me dijo: “Lo sé, monté en uno igual el día de mi Primera Comunión”.

    Era la primera jornada de nuestro viaje al Sahara con el Celica, e íbamos a romper una regla básica de los viajes: no conduzcas de noche por lugares desconocidos. El barco zarpó con retraso, atracó con más retraso, el cruce de la frontera tuvo la tardanza habitual, y nuestro hotel en Tánger era un minúsculo riad en una callejuela de la medina. Y además era sábado por la noche. Cruzar las avenidas de la ville nouvelle, repletas de coches y de gente, requirió decisión y a veces arrojo para meter el morro del Celica en el caos de Mercedes antiguos, Dacias nuevos y autobuses llenos. Atravesar una de las grandes glorietas fue un paso más en la emoción, porque un alcance múltiple había bloqueado una parte, y la otra se liaba por los conductores que miraban un deportivo rojo y bajito que se abría paso entre el caos. A la altura del Grand Socco, el coche casi no cabía en las estrechas calles abarrotadas por igual de chilabas y ropa occidental, subimos por la rue de la Kasbah bordeando la muralla, y ahí se perdía incluso el Google Maps cargado en el iPad. De modo que condujimos hasta que las calles se convirtieron en laberintos peatonales, y dejamos el Celica descansando de la primera etapa, mientras nosotros caminábamos hasta el Riad Albarnous.

    Tánger es ahora una muestra de los extremos económicos y sociales del Marruecos de hoy, que no olvida su pasado de ciudad internacional. El nuevo puerto y las muchas fábricas son los símbolos visibles de la enorme inversión que le ha caído a la zona, en la que ahora se asientan los marroquíes jóvenes, multilingües y con estudios que antes emigraban. Son las consecuencias esperadas del plan de modernización Tánger Metrópoli, que aun añadirá el primer tren de alta velocidad de Africa, que unirá Tánger con Casablanca y que se adjudicó a los franceses sin concurso.

    Ya hay avenidas, buenos pisos, centros comerciales, tiendas de lujo y coches pintones. En el centro se mantienen la kasbah y la medina, solo que limpias y orientadas al negocio, no a la presión sobre los pocos turistas. Y el antiguo puerto comercial tendrá en 2016 amarres para 1.610 yates, frente a un paseo marítimo remozado y domado.

    A la mañana siguiente, nos llovió al pasear por una kasbah aun ajena a estos cambios. Quieren remozarla, y ojalá no la conviertan en un parque temático para los turistas de los yates; me vale con que cumplan con el otro objetivo que se han marcado, que es eliminar atascos como el que nos tragamos ayer para llegar al hotel. Y, sobre todo, que no borren el pasado con el que nos topamos en cada esquina: “Almacenes Alcalá. Tejidos. Novedades”, reza el cartel de una tienda con aire español y sesentero, no lejos de un Café Tingis, en cuyo toldo se lee: “Todo Siempre Rapido Fresco”, así, con el exceso de mayúsculas compensando la falta de tildes y comas. Al borde de la muralla de la medina, el Grand Socco sigue recordando que Tánger fue Zona Internacional desde 1912 hasta la independencia de Marruecos en 1956, con la administración compartida por Francia, España, Gran Bretaña, Portugal, Suecia, Países Bajos, Bélgica, Italia y Estados Unidos. Sentados en las escaleras del Cinema Rif, aun en uso, queda a la derecha el cementerio judío, al borde de la rue du Portugal, y al frente los cementerios cristiano y musulmán, entre la rue d’Italie y la avenue Hassan I. A la izquierda, tras una mezquita, está St. Andrew’s Church, construída en un terreno cedido por la Reina Victoria de Inglaterra. Tiene una mezcla de estilos arquitectónicos y usos religiosos: iglesia anglicana con arcos moriscos, cruces cristianas sin imágenes por respeto al Islam, inscripciones del Corán en alfabeto sufí, bancos de madera sobre fondo de paredes encaladas como en una capilla andaluza. Hasta un mihrab para orar mirando a La Meca y un rincón adaptado a los judíos. El cementerio del jardín acoge la tripulación completa de un avión de la RAF derribado el 31 de Enero de 1945; el tripulante de más edad tenía 21 años. Otras lápidas son biografías de la era colonial: Basil Scott nació en Bombay en 1859 y falleció en Tánger en 1926; William Kirby Green descansa en Tánger desde 1945 tras haber sido el Comisionado de Nyasaland, el actual Malawi.

    Un paseo hasta la ville nouvelle supone disfrutar de un derroche de arquitectura colonial francesa, ver Tarifa desde la Terrasse des Paresseux (la terraza de los perezosos), o degustar un té a la menta en el Grand Café de Paris, frente al impecable Consulado Francés y la oficina de Royal Air Maroc. Algunas calles más abajo languidece, avergonzado tras la preciosa valla de forja, el Gran Teatro Cervantes, que tras su inauguración en 1913 fue el teatro más grande y más conocido del norte de Africa. Hoy parece esperar la muerte, olvidado por su titular, el Estado español. La achacosa fachada, con azulejos, relieves, estatuas y marquesinas, no es más que el anuncio de un interior que fue espléndido.

    Nos anochece con otro té a la menta en la azotea del Albornous. Alrededor, edificios viejos de la medina restaurados para ser hotelitos de capricho al gusto occidental, junto a construcciones decrépitas cuyas terrazas comparten la colada y antenas parabólicas herrumbrosas; algo más lejos, la playa y su paseo marítimo occidentalizado. Y en las afueras, las obras de quince aparcamientos, 25 colegios, un palacio de congresos, hoteles,… Para no olvidar el pasado, en la recepción del hotel está la prenda que le da nombre, una que perteneció al abuelo del propietario: capote de lana, con capucha y mangas, que no se debe confundir con una chilaba, aunque se le parezca, que usaban los pastores para protegerse del frío. Del árabe al’burnous pasó al español para definir una bata de baño.

    Larache está a menos de cien kilómetros en términos geográficos, y a muchos años en situación económica. Fue fundada, ocupada, destruída y reconstruída por varios países en muchas ocasiones, se convirtió en el puerto más importante del protectorado español, y ahí parece haberse acabado la historia. La desembocadura del río Lucus, en cuya orilla izquierda se asienta la ciudad, sigue teniendo el poco calado que dificultó tantas invasiones que acabaron en naufragio, y la autopista del Atlántico parece esquivar la ciudad, lo mismo que las inversiones. Aquí no hay grandes hoteles, menos aun avenidas, y el puerto no es más que pesquero. Mientras disfrutamos de ensalada marroquí, sardinas a la parrilla y té a la menta para dos por 68 dirhams, unos seis Euros, no vemos un solo extranjero. La antigua plaza de España, actual place de la Libération, aun luce preciosos edificios coloniales en estilo neomudéjar. Por la puerta de Bab Barra se llega al zoco de la alcaicería, construído por los españoles en el siglo XVII, donde la ausencia de turistas permite pasear con calma y ver cómo un zoco actual es la versión física del milanuncios.com occidental: se vende todo, nuevo o usado, útil o inútil, incluso aquello que se podría tirar, en la confianza de que a alguien le sirva y se puedan sacar una monedas. Pero eso es todo. Salvo el Consulado de España, el centro de la ciudad es una colección de edificios a punto de caerse, sean coloniales o anteriores, como la fortaleza que los portugueses levantaron en el siglo XVI, y que ahora está a punto de derrumbarse sobre las basuras que la rodean.

    Nuestro alojamiento es el Villa Zahra, un hotel de una habitación (?) ubicado en la orilla derecha del Lucus, propiedad de Philippe de Montbarton, un cocinero francés que tuvo restaurante propio en St. Tropez, se divorció, vino a vivir a Larache, se casó y se convirtió al Islam. Confiesa que hace diez años que no prueba el jamón, pero que cuando en su trabajo lo corta para servirlo, aun siente cómo la boca se le hace agua.

    Casi seiscientos kilómetros de autopista y de lluvia nos hacen falta para llegar a Marrakech. Desde que se abrió la autopista y hasta hace unos años, había que andarse con mil ojos con los vehículos lentos por viejos y la posibilidad de que niños, ganado o niños guiando ganado, la cruzaran. Ahora ese peligro ha desaparecido. Ya no ruedan por aquí los vetustos camiones Berliet o Bedford, ni los Peugeot 504 “pick up” cargados de cabras. Ya no se cruza la autopista a las bravas, porque hay vallas laterales y se están instalando puentes. Pero no hay que bajar la guardia: en cualquier momento un Porsche Cayenne Turbo o similar puede surgir de la nada a velocidades ilegales incluso en Europa.

    Al salir de Larache, con lluvia intensa y niebla intermitente, había encendido las luces del coche, antinieblas incluídas. Un rato después me dí cuenta de que el resto de los vehículos las llevaba todas apagadas. Aun no me había africanizado del todo. Llegando a Marrakech nos concentramos para afrontar el reto del día: cómo encontrar, en una ciudad de 1,6 millones de habitantes, un riad de cinco habitaciones ubicado en una callejuela a la que se llegaba por una calle peatonal a la que se llegaba desde un calle de la medina. La mezcla de Google Maps, sentido de la orientación y fortuna lo permitió: primero, rodando con mil ojos por las avenidas y rotondas de los alrededores, y luego cruzando la muralla por Bab Lalla Aouda Saadia para seguir por Dearb El Aisa y luego por rue Rachidia. Rodábamos despacio para no perdernos, aunque como siempre presionados por el ritmo enloquecido de las motos que te rodean como un enjambre de abejas. Mirando a la vez hacia delante, al iPad y por los retrovisores, vi en un momento que el usuario de la moto que estaba detrás llevaba el caso sin abrochar y conducía con una mano, porque con la otra sujetaba el móvil por el que hablaba. La siguiente vez que miré, era otro tío en otra moto, esta vez con sus retrovisores de varillas doblados hacia dentro para caber por sitios más estrechos. Antes de que la calle adelgazara tanto que el Celica no cupiese, lo aparcamos en un lugar aparentemente seguro y caminamos hasta el riad Djebel, un sosegado oasis de silencio en medio del frenesí de Marrakech.

    Se cumplen ahora 25 años de mi primer viaje a Marruecos, y día a día no puedo evitar las comparaciones entre lo que ví entonces y lo que veo ahora, en 2014. Sí huyo, al menos todo lo que puedo, de establecer juicios de valor sobre si el cambio es a peor o a mejor. Y sin embargo sé que voy a dedicar mucho tiempo de este viaje a esos juicios, como cuando entramos en la plaza Djemaa el Fnaa. Ahora está pavimentada por completo y barrida a diario. Al caer la tarde, antes de que una muchedumbre de turistas la aborde, un ejército de hacendosos marroquíes instala cientos de puestos de frutas, zumos y recuerdos, más decenas de chiringuitos para dar de cenar. Hace años, en medio del polvo y del desorden, vendían hachís e imitaciones de ropa de marca; ahora venden imitaciones de ropa de marca junto a Samsung Galaxy 4 y iPhone 5 (¿reales o también de imitación?). Y los esfuerzos para atraer a los turistas a cenar a cada entoldado son una sucesión de gritos y chistes en varios idiomas. No, no voy a entrar en cuál de las dos plazas es mejor, si no en algo más complejo: lo que los marroquíes ofrecen ahora a los turistas, ¿es más o menos real que lo de antes?, ¿muestran el Marruecos de hoy en día, o lo que los marroquíes creen que sus visitantes esperan?

    Sigo dándole vueltas al asunto a la mañana siguiente, al pasear sin rumbo por la medina y toparnos con las consecuencias de la globalización. Más o menos la mitad de los vendedores lleva el mismo corte de pelo que un futbolista portugués que juega en un equipo español. Más o menos la mitad vende la camiseta de un futbolista argentino que juega en un equipo todavía español. Y todos hablan ininterrumpidamente por el móvil y visten ropa occidental. ¿De verdad son así, es así como quieren llegar a ser, o es un ejercicio de mimetismo con sus clientes para mejorar las ventas?

    Buscamos un regreso a la realidad y al pasado y visitamos la Maison de la Photographie, una formidable colección de fotos del Marruecos de verdad, tomadas entre 1870 y 1950, de antes del colonialismo a casi su final. Es un recorrido por personas, costumbres y vestimentas que ilustra el cambio de un país aislado de Occidente en el siglo XIX y a su rebufo en el XXI. A pesar de ello, hay quien a la vez conserva las tradiciones y vive de ellas, como Bennouna Faissal, que en un local de un callejón cercano ha instalado un telar manual y vende lo que elabora. Eso sí, lo explica en inglés y francés, y ha adaptado su oferta a los gustos de su clientes extranjeros: si los hombres occidentales gustan de llevar en invierno bufanda aunque lo llamen foulard, Bennouna Faissal se los hace, aunque en árabe se llame chal. Y como la lana local es demasiado áspera para los cutis extranjeros, la mezcla con algodón importado. Salimos del local con algunas compras, camino de la excepcional mederssa Ali ben Youssef, en la que hasta 900 estudiantes alojados en 132 pequeñas habitaciones (ciertamente apretados) estudiaban textos legales y religiosos. “Tú que entras por mi puerta, que tus más altas expectativas se vean superadas”, viene a decir el texto que da la bienvenida en la entrada desde el siglo XIV. Y lo cumple con las cúpulas elaboradas con cedro del Atlas, con las mashrabiyyas de los balcones, los ornamentos hispano moriscos del patio, con arcos de estuco, mosaicos policromados y un mihrab en mármol de Carrara.

    Rematamos la búsqueda del Marruecos real en el barrio de los tintoreros, en una zona aun no convertida en parque temático, donde aun usan excremento de paloma para conseguir amoníaco, y tintan de rojo con amapolas, de naranja con azafrán y de azul con índigo.

    Nos vamos a ir de Marrakech y sigo dándole de vueltas a los viajes de ahora y a los de antes. Hemos perdido ese componente de aislamiento que suponía un viaje, ese alejarse del día a día propio y encerrarse en una realidad ajena que marcaba la carencia de comunicaciones. Las llamadas de teléfono se hacían de fijo a fijo, a través de un locutorio con cabinas de madera por las que se colaba el griterío local, con largas demoras y voces cruzadas de telefonistas en varios idiomas que hablaban de retrasos, conexiones y culminaban en un “le pongo con Madrid”. Ahora, cualquier riad, ksar, kasbbah o villa tiene una wifi estupenda, y muchas tardes terminan con un té a la menta mientras la lectura de la prensa occidental en versión digital le deja a uno entre estupefacto y triste, pensando si volver al supuesto progreso de Occidente o quedarse a vivir en un palmeral. (Continuará).


  • Celica to the Sahara: los porqués si es que hacen falta

    Leo con devoción la revista inglesa Car desde los ochenta del siglo pasado, y se lo perdono casi todo: sus rarezas, la versión británica del “chauvinismo” que les hace encumbrar a todo lo que se fabrica en la islas, y la manía que le tienen a la mayoría de los coches japoneses. Por el otro lado, les agradezco la ayuda para mejorar mi inglés, lo que he aprendido de coches gracias a ellos, la pasión que ponen en cada ejemplar y la intensidad expresiva de las fotos.

    Cada mes transmiten, con vivacidad y originalidad, un punto de vista diferente, en los textos y en las imágenes, y buscan maneras alternativas de contagiar la ilusión por los coches y por conducir. En una época en que la prensa del motor es sinónimo de “copiar/pegar” las notas de prensa de las marcas, este esfuerzo, y el filtro correspondiente, son muy de agradecer.

    Por eso se atrCttS1evieron, en 1995, a mezclar un coche y un destino en principio incompatibles, y se bajaron a Marruecos en un Ferrari. El contenido y las imágenes rompieron conceptos, inspiraron otras ideas locas y se convirtieron en una costumbre, ya que con el tiempo lo han repetido con otros vehículos.

    Hasta aquel momento, las pruebas que la prensa publicaba de un Ferrari se basaban en recorridos por los alrededores de la fábrica de Maranello o vueltas a un circuito, nunca un viaje y menos fuera de Europa. Y las fotos estaban tomadas en Fiorano, o buscaban reproducir un sabor italiano, utilizando como fondo las casas típicas, o que se suponen típicas, de Italia. Por eso, ver aquel Ferrari 512M recortado contra una duna o entre murallas de adobe generó una iconografía que algunos otros, entre ellos Top Gear, han seguido posteriormente.

    ferraritosahara 1Repasaba y releía una vez más el texto y las fotos de aquel Ferrari to the Sahara del ’95 en el número del cincuentenario de Car, cuando una neurona traviesa se puso a enlazar ideas y al rato ya estaba organizando mi Celica to the Sahara: un viaje similar, solo que con mi Celica Sáinz Réplica de 1991. Me puse manos a la obra con los dos ingredientes básicos habituales, que son el mapa Michelin 742 y la guía Lonely Planet, y el viaje comenzó a tomar forma. Con una idea básica en la cabeza, entré en www.booking.com, y comprobé cómo han cambiado los hoteles en Marruecos. Se han añadido hoteles enormes de cadenas occidentales en las zonas turísticas, que cada vez hay más, y se están restaurando casonas antiguas, palacetes y otros edificios tradicionales, y transformado en pequeños hoteles, con encanto, que se diría en España, con precios entre deliciosamente razonables y cercanos al atraco. Ese iba a ser el segundo objetivo del viaje: recorrer Marruecos saltando de un riad a un ksar, y de una kasbah a una villa.

    En estos prolegómenos me encontraba cuando Lorenzo Silva publicó “Siete ciudades en Marruecos”, subtitulado “Historias del Marruecos español”, que me hizo recordar una vez más la rigidez con que España mira al norte, como negando la relación que hemos tenido y tenemos con nuestro sur más cercano. Paseando por esas páginas recordé la relación estrecha y no siempre amistosa entre Marruecos y España, las posesiones que hasta mediados del siglo pasado hemos tenido en la zona y que, hasta hace nada en términos históricos, los 266.000 km2 de territorio entre Marruecos y Mauritania, Argelia y el Atlántico, eran una provincia española.

    No es algo que se lea en los libros de historia, porque a pesar de la censura y la mala memoria, hay quien no olvida la reciente guerra de Sidi Ifni, con Carmen Sevilla y Gila acudiendo a la zona para alegrar un rato a las tropas. Personalmente tengo un recuerdo directo de nuestro último episodio africano: fue, claro, a finales de 1975, cuando apareció por mi barrio madrileño de entonces un vehículo distinto por dos motivos. En primer lugar, era un VW Escarabajo, una auténtica rareza en la limitada oferta de la época. Además, aquel color arena pálido le acentuaba el aire extranjero y a la vez extraño, y le hacía destacar entre la linealidad de los otros coches aparcados en la calle. El segundo punto que le apartaba del resto se veía al acercarse: aquellas letras SH en la matrícula le delataban como un recién llegado de lejos y, a la vez, demostraban que lo que decían las listas de “Matrículas españolas por provincias” de las agendas de nuestros padres era cierto: el Sahara era, o había sido, una provincia española, y las matrículas de sus vehículos llevaban las letras SH. En un par de ocasiones vi al conductor, que parecía en Madrid tan fuera de lugar como su coche, con la piel aun tostada y ese aire formal que mantienen los militares cuando se quitan el uniforme.

    De modo que así surgió el tercer objetivo del viaje: pasar por aquellas ciudades del norte de Africa con huella española. Después de unas horas de trabajo tomó forma una ruta que mezclaba los tres objetivos: cruzar el Atlas para alcanzar el final del asfalto por Zagora y Erfoud; alojarse en el Riad Djebel de Marrakech y en El Amine de Fez; y pasear por Tánger, Larache, Tetuán y Ceuta.

    Sí, claro, tenía su riesgo hacer unos cuatro mil kilómetros con un deportivo de hace 23 años. Me preocupaba la siniestralidad de las carreteras marroquíes, a las que había que enfrentarse con prudencia, concentración y anticipación. Sobre la fiabilidad del coche, me centré en la revisión de ruidos y crujidos que pudieran delatar la cercanía de un fallo, y solo se mantenía, y de modo intermitente, el de la transmisión delantera derecha. Otro asunto que me tenía intranquilo era la altura de conducción. Me explico: para conducir en circunstancias desfavorables, es mejor ir alto, ya que así se tiene más campo de visión, algo que los camioneros y los motoristas saben bien. Tras haber viajado por Marruecos en moto y en todo terreno, lo he comprobado. Pero un deportivo, por definición, es bajito. Para cuantificar lo de “bajito”, he bajado al garaje, y la cinta métrica me ha dicho que, en el Land Cruiser 80, mis ojos están a 168 cm. del suelo, y en el Celica a 130. Comprobaré sobre el terreno la importancia de esos 38 centímetros. Y no queda más que cargar con las herramientas básicas, más un cierto equipo de emergencias al estilo de McGyver con fusibles, alambre, cinta americana, goma de cámara, paciencia e imaginación. Con ese equipaje, mucha ilusión y el billete de Trasmediterránea, estamos en el muelle 5 del puerto de Algeciras, esperando que llegue el Ciudad de Málaga, para ir con un Celica al Sahara.

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  • Se nos atragantaron las dunas

    Era domingo y no lo sabíamos. Es más, nos daba igual. Lo importante era haber dormido en una cama y ducharse y desayunar con decencia, acciones que tienen un valor especial si el viajero duda sobre cuándo las repetirá. No es que el hotel de Douz, en Túnez, fuera gran cosa, pero me supo a gloria aquel día en que íbamos a dar una vuelta, breve, eso sí, al Gran Erg Oriental. Digo breve y debía decir brevísima, porque el recorrido que habíamos previsto para el día no llegaba a los trescientos kilómetros, y el Gran Erg Occidental tiene unos 190.000 km2 y ocupa parte de Túnez y de Argelia.

    El fiel Land Cruiser 70 nos esperaba a la puerta del hotel con una sorpresa: un pinchazo lento en la rueda trasera izquierda. Como siempre en Africa, la prudencia es lo primero, y nos fuimos a buscar un sitio en el que reparar la rueda antes de salir. Y como siempre en Africa, lo encontramos, la reparamos y echamos unas risas. Cuando cogimos pista cundió mucho: lisa, de tierra dura, en buen estado, y con tracción trasera, dos kilos de presión y marchas largas mirábamos el paisaje a unos sesenta por hora. A veces había algo de tole ondulee, la cortaba la arena, o nos parábamos en poblados formados por chozas de adobe congregadas alrededor de pequeños pozos en los que abrevaban cabras. Sin novedad llegamos a Dar Fellah, el puesto de entrada al Parque Nacional de Ibil. Pegamos la hebra con el guardia, disfrutamos de un té a la menta, y al volver al coche tomamos una decisión clave: coger la pista de la izquierda suponía lo más sencillo y más directo hasta Ksar Ghilane, nuestro destino. Demasiado fácil. Seguir de frente nos llevaría a hacer un bucle que incluía las garas de Tembaïn, dos montañas de piedra, como dos obeliscos desmesurados, en medio de un mar de dunas. Nuestra guía principal del viaje era el libro “Pistes du Sur Tunisien”, de Jacques Gandini, que decía que girar a la izquierda nos hacía pasar de la viñeta 7 a la 37, del km. 52 al 160.

    Han pasado casi diez años y todavía recuerdo que al arrancar y seguir de frente vi por el retrovisor la cara de asombro del guardia del parque, como preguntándose si sabíamos lo que hacíamos metiéndonos por allí en un coche solo.

    A partir de este punto el rutómetro se volvió más africano: 24 km. en tres viñetas nos llevaron a un puesto de la policía; otros catorce en dos viñetas para llegar a un modesto campamento, siempre con rumbo sur. Desde este punto solo había pistas difuminadas, navegación por GPS y, por fin, en el km. 108, en la lejanía, el sorprendente aspecto de las garas de Tembaïn, la sensación de que eso no debería estar ahí: dos enormes torres de piedra, verticales, paralelas entre sí, como dos monolitos fuera de sitio, pinchados en un mar de dunas que, como dice el tópico, se extendía hasta donde llega la vista. Volveremos sobre eso más tarde.

    Para acercarnos a la garas tomamos una pista por la que deberíamos volver más tarde, y que en el rutómetro se describía con giros gramaticales que no anticipaban nada bueno: “Inicio de una bonita zona de dunas”, “Si te pierdes, retornar al inicio. ZONA COMPLICADA”, “Otro cordón de dunas a franquear”. Según avanzábamos por las viñetas, utilizábamos más recursos, del coche y propios: tracción integral con bloqueo central, luego el bloqueo trasero, más tarde paramos para dejar los neumáticos a un kilo de presión, las conversaciones se enfriaron,… No mucho después nos atascamos en la arena, y comenzó un ciclo que, aun no lo sabíamos, se iba a repetir demasiadas veces: bajarse del coche, buscar cómo sacarlo del atasco, subirse al paragolpes trasero para bajar la pala y las planchas que iban en la baca, palear, colocar las planchas, subirse al coche, sacarlo de la arena y dejarlo en una zona dura, volver a por la pala y las planchas, acarrearlas hasta el coche, subirse al paragolpes trasero, fijarlas, subirse al coche, mirar el rutómetro y el GPS, reanudar la marcha. Llegamos a las garas, disfrutamos de su inverosilimitud, tomamos el camino de regreso, y los efectos de la dureza del día ya se notaban. Estábamos cansados, el día avanzaba, comenzaba a tener callos en las manos a pesar de usar guantes, y no debíamos llevar más de 150 km.

    El origen de la dureza, y a la vez su compensación, eran la variedad y la belleza del paisaje en que nos desenvolvíamos. Ya no quedaba pista dura, que mayoritariamente estaba sustituida por tres variedades de desierto, a cuál más bonita y más exigente. A ratos había dunas pequeñas, de arena dura, de entre medio metro y dos metros de altura. Divertidas, sencillas, agradables, que provocaban una velocidad media baja y me mantenían manoteando constantemente. Aquí fue donde cuantificamos y desmontamos el tópico, la frase fácil de que “las dunas se extendían hasta donde llegaba la vista”. Nos detuvimos en lo alto de una de esas pequeñas dunas, con el ralentí del motor y el susurro de la brisa como única banda sonora. Comprobamos el rumbo y contamos cuántas dunas se veían en esa dirección “hasta donde se extendía la vista”: treinta y dos. Puse segunda corta y siguiendo cuidadosamente el rumbo, trepamos o esquivamos las siguientes treinta y dos dunas. Al llegar a la última, la subimos, nos paramos en lo alto y, entre risas, repetimos el proceso: comprobar el rumbo y contar dunas. Esta vez eran treinta y cinco.

    El segundo tipo de paisaje al que nos enfrentamos en ese largo día era la hierba de camello, que se forma esporádicamente donde hay agua subterránea y crece el monte bajo. La erosión arrastra la arena en el entorno del monte bajo, por lo que los matojos van ganando altura respecto a su alrededor. El resultado es que cada matojo se asienta en un resalto de tierra dura de menos de un metro de alto y otro de diámetro, a unos dos metros del matojo más cercano. La altura y la distancia entre ellos hacen que no se deban subir, ya que solo lo haría una rueda y habría peligro de vuelco, además de que el impacto al trepar dañaría bujes y suspensiones. Por eso hay que esquivarlos, todos, uno a uno, durante horas, rodando en infinitas eses en los huecos que quedan entre ellos. Aunque parezca una conducción inocente, es agotadora física y psicológicamente, y hace que el ritmo de avance se hunda.

    Estamos hablando de rodar en segunda larga a punta de gas, manoteando permanentemente con un ojo en la brújula para no perder el rumbo rectilíneo que no se sigue ni un instante, porque una y otra vez el volante gira y gira para esquivar los montículos. Y que ni se te ocurra golpearte con uno, o amagarlo, porque el ruido que emitirá el coche te recordará que es tierra muy dura que le hace daño. No hace falta recordar que todo este manoteo de volante le venía muy bien a los callos de mis manos.

    Y el tercer tipo de paisaje, bellísimo, peligroso, son las dunas grandes, de hasta veinte metros de altura. Lo más prudente era esquivarlas, y solo nos atrevimos con alguna si era pequeña y no nos quedaba más remedio.

    La única novedad en este paisaje llegó en forma de meseta de piedra sin salida: de repente estábamos en un altozano pedregoso y allí abajo se veía la pista que debíamos seguir. Miramos alrededor y no vimos forma de bajar para tomar la pista. Comprobamos el rutómetro, el GPS, la brújula y el mapa y sí, la pista era aquella. Y seguíamos sin ver la manera de alcanzarla. Nos bajamos del Land Cruiser y recorrimos los alrededores, de nuevo el ralentí del motor y el susurro del viento sonando en el atronador silencio del Sahara, las piernas acusando el cansancio del día y el sol en retirada. “¿Y por esta pendiente hasta llegar a la torrentera que gira a la derecha? Nos lleva por detrás del cerro y tiene pinta de que acabaremos en la pista”. Señalaba con optimismo un pedregal en cuesta abajo, luego una torrentera que en algún momento llevó agua, un cerro pelado y la pista deseada al fondo. Era una de esas veces en que se escoge la alternativa menos mala, y además basándose en la intuición, no en los hechos. Encaramos el descenso de modo totalmente perpendicular a la pendiente, con tracción a las cuatro ruedas y todos los bloqueos para mover el coche con golpes de gas, las ventanillas bajadas y medio cuerpo fuera para intuir el recorrido, en silencio para oír los comentarios del otro, retumbando entre las piedras el eco de los chasquidos de las articulaciones de los ejes según pasaban de tope de extensión a tope de compresión y viceversa. Recuerdo que la sensación de bajar se materializaba porque nos metíamos en la sombra de la meseta, nuestros ruidos hacían eco contra su pared, la veía crecer en el retrovisor. Un  rato más tarde, al alcanzar la pista, me despedí de ella mirándola por el espejo. Resulta que sí se podía bajar por aquel pedregal.

    Una de las muchas veces que las dunas habían cubierto las pistas, nos vimos en una meseta de arena. No tenía claro cómo bajar de allí a la zona de dunas bajas de nuestra izquierda que nos conduciría de nuevo por el camino correcto. O al menos eso decía el GPS. Estábamos cansados, me dolían los brazos de tanto palear, miré el sol y el reloj. Entonces tomamos la decisión correcta: quedaban treinta minutos de luz, acampar entre las dunas bajas sería cómodo, y ese era el tiempo necesario para montar el campamento sin la dificultad de hacerlo a oscuras. Prefería pararme allí y comenzar el día siguiente con energía, antes que alargar con riesgo un día largo y duro. Paré el motor y, entre saltando y deslizando por la ladera de la duna, bajamos en varios viajes desde la meseta todo lo necesario para montar un campamento reparador. Cuando el sol se ocultó empezábamos a hacer la cena, con la silueta del Land Cruiser recortada sobre la meseta de arena. Comimos y dormimos como se hace cuando se está agotado, y nos despertó el amanecer.

    Los amaneceres en el desierto son formidables. La luz dorada y las sombras largas dan un aspecto menos real al paisaje, que parece más tridimensional que cuando el sol, castigando desde lo alto, parece aplanarlo. Con el arranque del día cada sonido, incluso el silencio, parece más intenso, y hasta el aire tiene mayor energía. Salí de la tienda, me puse las botas y vi el mar de dunas bajas frente a mí, el que nos debía llevar a Ksar Ghilane. Di media vuelta y alcé los ojos por la meseta de arena hasta llegar al Land Cruiser que me esperaba arriba, paralelo al borde. Por la noche, en el saco de dormir, había pensado en cada uno de los movimientos necesarios, así que me limité a poner en marcha el plan. Trepé por la ladera, y solo oía la arena deslizándose entre mis botas, y mi respiración. Al llegar arriba resonaba mi corazón y durante un instante, solo un instante, se me pasó por la cabeza la posibilidad de que el coche no arrancara. Arrancó como ha de ser, con decisión y al primer intento, y le dejé cogiendo temperatura. Caminé por el borde de la meseta de arena hasta llegar a una zona más ancha y algo más baja, justo lo que necesitaba para que, tras rodar por el borde de la meseta, girase para encarar la bajada sin peligro de vuelco. La maniobra no parecía difícil más que por un hecho: solo había una trazada, y salirse significaría engancharse o volcar. Haciendo marcas en la arena con las botas señalé la trayectoria que debían seguir las ruedas del lado izquierdo, las que vería al sacar la cabeza por la ventanilla. Subí al coche. Cinturón. Bloqueo trasero. Metí segunda corta. Cogí aire. Saqué la cabeza, pisé un pelo el acelerador y solté con cariño el embrague.

    El Land Cruiser siguió las marcas de las botas, giró fielmente en el ensanchamiento, se colocó frente a la bajada y con serenidad y una punta de gas para mantener la trayectoria se posó al pie de la meseta. Con el coche de nuevo al lado, el desayuno calentado en el camping gas me pareció un manjar.

    Una vez recogido y cargado el campamento reanudamos la marcha, y la mañana no se nos dio mal: solo cuatro horas y dos sesiones de pala y planchas más tarde llegamos al altozano desde el que se veía nuestro objetivo: las ruinas del alcázar de Tisavar y algo más allá el oasis de Ksar Ghilane. Y moviéndose por allí, seres humanos.

    Tisavar fue construido por los romanos para defender su territorio en la Limes Tripolitanus. Lo modificaron y renombraron los bereberes en el siglo XVI, lo reconstruyeron los franceses en 1945 y ahora yace abandonado a dos kilómetros del palmeral y las charcas de Ksar Ghilane, otra de las preciosas ubicaciones de “El paciente inglés”. Después de día y medio de soledad y algunas horas de tensión, paramos el Land Cruiser junto a las ruinas y cruzamos unas palabras con los viajeros que las visitaban.

    El hambre nos llevó pronto al oasis, donde comimos con mesa y silla antes de tomar la pista ancha, lisa y dura paralela al oleoducto que viene de un sitio poco recomendable: Bork El Khadra, ese punto en que se cruzan las fronteras de Túnez, Libia y Argelia. Qué distinta es la sensación de conducir cuando el estómago está lleno, la pista marcada, cada cuarto de hora te cruzas con un coche y cada media hora ves una señal de tráfico. Cuarenta kilómetros más tarde apareció el asfalto, y aunque ya íbamos en tracción a dos ruedas, largas y sin bloqueos, la ruedas a un kilo convertían la conducción en un fenómeno a cámara lenta, con un angustioso tiempo de respuesta entre girar el volante y que el coche hiciera caso. Paramos a hinchar en Beni Keddache y se nos hizo fácil llegar con luz a Medenine, donde después de un repaso de aprietes y niveles para el Land Cruiser  y una ducha para nosotros, el mundo se veía con mejores ojos. A la mañana siguiente, como compensación por el esfuerzo, nos fuimos a la Patisserie de Mohammed Khelfa a comernos unos cuernos de gacela, los dulces típicos de la ciudad, buñuelos bañados en miel y rellenos de almendras y nueces picadas. Nos los merecíamos.


  • Después de volver

    Tras vivir una experiencia intensa, hay que dejar que reposen los recuerdos y se repasen los hechos para obtener conclusiones y enseñanzas. Que en nueve días en un Panda por Marruecos, son muchas de las dos.

    La primera conclusión es que el Panda Raid  es más carrera que viaje turístico. Entre ocho y diez horas al día en el coche más montar el campamento y hacer de mecánico no lo sitúan como viaje de placer. Sin embargo, es una carrera sin sus licencias ni sus normativas, ya que no hacen falta casco, hans, mono, jaula, arneses, bacquets,… Es decir, se coloca en un terreno intermedio al que le ha llevado una evolución lógica: una vez establecido el objetivo de dar vueltas por Marruecos en un Panda, siempre habrá alguien que querrá no solo darlas, también llegar antes o en mejores condiciones que los demás. Este razonamiento ha conducido a que las diferencias entre coches, y por ello entre presupuestos y tiempos de dedicación, sean inmensas, y lo explico en escala creciente: lo más sencillo, barato y cercano al espíritu original es comprar un Seat Panda de serie de menos de mil Euros. El coche estará en mejor o peor estado, se trabajará más o menos duramente durante el invierno, y los usuarios lo cuidarán o lo rematarán en el raid, pero siempre hablamos de 50 CV o menos, tracción a dos ruedas pequeñas, y unos asientos diseñados por la Santa Inquisición, el Dr. Mengele o una joint venture entre ambos. Estos ingredientes, los que nosotros escogimos y cocinamos, garantizan dolor de espalda y atascarse muchas veces en la arena.

    El siguiente paso es un salto en potencia, bien por escoger un Panda con motor Fire, por meterle el motor de un Punto de 1.200 cc y 75 CV, o por recurrir al catálogo de Abarth. Eso no resuelve lo de la espalda, y sí reduce lo de los atascos.

    Otro paso más es tirar de chequera hasta un Fiat Panda con tracción a las cuatro ruedas, que pasa por el mismo sitio que los coches del párrafo anterior, solo que arriesgando menos y con menos sufrimiento para el coche, al avanzar por tracción y no solo por inercia.

    Y aun queda un paso más, que es desfondar la cuenta corriente al añadir al Panda 4×4 una costosa preparación de raids, la misma que en una carrera: bacquets, arneses, jaula,… El absurdo al que nos lleva esto es que la preparación cuesta al menos lo que el coche. Que cuesta tres o cuatro veces más que el Panda que hemos llevado nosotros, el del primer párrafo.

    En sí, esto no es ni malo ni bueno, solo una cuestión de opiniones, de la manera que cada uno tiene de interpretar el Panda Raid. Por el lado de la organización, se debería opinar si se meten en la misma cesta, si se colocan en la misma clasificación, un Panda de menos de mil Euros con 25 años a cuestas y casi de serie, y un medio prototipo de más de seis mil. Y como participante, creo que es más razonable ir al Panda Raid con un coche de serie, y tras pasar por el fisioterapeuta a que te arregle la espalda, reservar los seis mil para un Land Cruiser.

    Claro que cada participante es un mundo, y en el campamento se veían todo tipo de galaxias. Algunos venían de correr en rallies, de asfalto o de tierra, en busca de nuevas experiencias. Otros venían de ninguna parte y no sabían dónde se metían, como los del coche al que se le paró el motor el último día, en plena playa de Essaouira, y cuando nuestro diagnóstico señaló como culpable al distribuidor, uno de ellos le dijo muy serio al otro: “Apunta: eso se llama distribuidor”. (No me atrevo a decir que este fue el mayor caso de desconocimiento técnico que viví, porque hubo que quien dijo que oyó decir que alguien medía el nivel de aceite en la varilla por el lado de la goma que ajusta en el bloque).

    Un subgrupo abundante en el Raid era, y lo digo con respeto agradecido, el de los mecánicos de pueblo, que han llegado al Panda Raid por eliminación: para alguien con cierto oficio técnico, poco dinero y algo de habilidad al volante, un Campeonato de España se escapa por complejidad técnica, presupuesto y manos, y sin embargo se atreve a preparar un Panda en su taller, pagar los gastos y conducirlo. Como gente decidida, noble y con recursos, resultaron unos excelentes compañeros de penurias, porque eran los primeros a la hora de empujar, palear, reparar, y celebrar los fracasos con carcajadas.

    Si ya hemos visto qué es y quién corre, toca ahora hablar de cómo se corre. Las dos limitaciones básicas son la escasa potencia y el diámetro de las ruedas. A causa de lo primero, cualquier cuesta se atraganta, y con solo cuatro marchas y relación abierta, se pasa mucho rato en segunda y tercera forzando el motor. Y las ruedecitas de 13” hacen que todo sean baches grandes, escalones grandes o simplemente pasos infranqueables. Por eso, porque todos los obstáculos son importantes, hay que mantener la concentración de modo permanente, incluso en lo fácil, incluso yendo despacio. Aunque parezca lo contrario, la altura al suelo no supone ningún límite, y los ángulos de entrada y salida son enormes, ya que no hay voladizos.

    Dos condicionante físicos en un Panda básico son la dirección y los frenos: nuestro coche no tenía asistencia en ninguno, y en las etapas largas se cansaban los brazos y la pierna derecha. Después del regreso, la primera vez que frené en un coche con asistencia, casi salgo disparado por el parabrisas.

    Algunos participantes no eran conscientes de la larga lista de limitaciones de los coches., y nos adelantaban en las zonas de piedra, saltando de una en otra, o arriesgaban en los agujeros de los oueds, o no miraban la aguja de la temperatura,… Por eso estaban tan concurridos los alrededores del camión de la organización, donde se compraban recambios, y un grupo de mecánicos marroquíes reparaba lo que las etapas y la falta de manos rompían. El panorama de aquella UVI mecánica y nocturna era triste, proporcional a la gravedad de los daños: transmisiones rotas, amortiguadores reventados, ballestas partidas, puentes traseros con forma de spaghetti, culatas recalentadas y todo lo que se puede romper en un coche antiguo y maltratado. Cierto que alguno tuvo mala suerte en forma de avería, pero otros eran asiduos, y dejaban cada tarde su Panda en el entorno del camión, y lo recogían recompuesto cada mañana. Al menos hasta que se agotaron las existencias de piezas.

    La lista de daños en nuestros coches, por el contrario, fue breve. En el de nuestros compañeros Jaime y Alberto se segó el soporte de la gemela izquierda en la segunda etapa; un apaño sobre el terreno nos permitió llegar despacito hasta Midelt, donde un mecánico local lo reparó. Dos días después, una tormenta de arena provocó fallos de carburación. De nuevo actuación de McGyver sobre el terreno, y solución definitiva en el campamento por la noche.

    Lo más grave que le pasó a nuestro Panda rojo fue que se aflojó la manivela del elevalunas del conductor.

    Para terminar del todo este Panda Raid 2014, después de quitarnos la arena de encima y contar las batallitas a los amigos, solo nos queda lavar el coche y venderlo. Hemos salido con bien de este desafío y vamos a por el siguiente.


  • Diario de a bordo

    Sábado, 8 de Marzo: Madrid – Algeciras

    “Ya no te queda nada” es la frase que mas oí la semana pasada. “¡Qué bien os lo vais a pasar!” es la que más nos han dicho el sábado por la mañana, en Madrid, al pie del Palacio Real. Eso sí, con un deje de envidia cariñosa y un toque de “cómo me alegro por vosotros”.

    Los Panditas llenamos la plaza en el primer sábado con sol en muchos meses, lo que significa que mucha, pero que mucha gente nos acompañó en la salida, bastantes con cara de no saber bien de qué iba la cosa. Tras la salida, el aburrimiento previsto de casi 700 kilómetros a ritmo de hace veinte años. Nuestro Panda se portó como un coche de verdad, llaneando con valentía incluso a 110 por hora reales, y padeciendo en las subidas, en las que nos quedábamos a 80 por hora.

    Llegamos a Algeciras antes de lo que nos temíamos, que era la medianoche, y mañana primer madrugón para no perder el barco.

    Domingo, 9 de Marzo: Algeciras – Ifrane

    Esperar. Eso es algo habitual en Africa. Esperar siempre, esperar para todo. Esta mañana hemos empezado a esperar antes de tomar el barco en Algeciras, luego en la cola para sellar los pasaportes en el barco, y en la aduana del puerto también. Es decir, que hemos salido de la aduana del puerto de Tánger Med ocho horas después de que sonara el despertador en el hotel de Algeciras.

    A continuación, un enlace aburridísimo de 250 km de asfalto, hasta entrar en la primera especial del raid, en la que nos hemos perdido en un bosque de alcornoques. Cuando hemos encontrado la pista buena, el Pandita se ha enganchado en la arena. Ese es el momento en que piensas “¡Seré patoso!”, solo que miras alrededor y ves un montón de Pandas empanzados, y reconoces que tu coeficiente de patosidad está en la media.

    Ya de noche cerrada alcanzamos Ifrane, en las estribaciones de Atlas, donde hemos combatido el mucho frío con una “harira magrebí” (sopa típica de la zona, que es un chute de calorías), y un “tajine” (carne estofada). Un repasito al coche y a dormir, que la organización nos ha prometido para mañana una etapa de once horas.

    Lunes, 10 de Marzo: Ifrane – Maadid

    ¡Qué día más completo! Para empezar, ducha, afeitado, ropa limpia y desayuno sentados, cuatro lujos que no esperamos repetir a corto plazo. Luego, una sesión de pistas entre barrancos sobrecogedores y valles espectaculares. En medio de ese paisaje, el coche de nuestros amigos Jaime y Alberto tiene una avería en la suspensión trasera, y hacemos un apaño para seguir. Llegamos a Midelt rodando entre 20 y 40 km/h, y allí un mecánico artista, a base de radial, martillazos e ingenio, deja el coche como nuevo.

    El siguiente episodio fueron tres arenales, y solo en el primero nos atascamos, porque se quedó clavado el que iba delante. Y como remate, campamento en medio de la nada, con lo que supone de quitar piedras, montar tiendas, hacer de mecánico sobre las piedras que no has quitado y revisar el coche a la luz de la linterna,… ¡Justo a lo que hemos venido!

    Martes, 11 de Marzo: Maadid – Merzouga

    Hoy nos hemos congregado, al inicio de la etapa, en un colegio en las cercanías de Er Rachidia, para entregar la ayuda escolar que llevamos en los coches. Ver el colegio, los medios, los niños, sus ropas,… nos ha hecho pensar sobre lo bien que vivimos y lo poco que lo apreciamos.

    A continuación, triunfo en la etapa de navegación: sin experiencia previa, 15 minutos han bastado para localizar las dos balizas.Y para acabar la etapa, un tramo por un oued de 1,35 kilómetros, para el que nos han hecho falta 46’ 23”. Sin comentarios.

    Al llegar al campamento, ducha en un jaima lúgubre y oscura para quitarme la mugre.

    Miércoles, 12 de Marzo: Merzouga – Tazoulait

    Si digo que hemos llegado al campamento a las cuatro de la tarde, parecerá que la etapa ha sido sencilla. Si digo que llegar nos ha costado ocho horas y media ya no lo parece tanto. Eso sí, ha habido disfrute en forma de pistas duras, de algo de dunas, el gustazo de cruzar en dos ocasiones un chott (lago seco), y la posibilidad de sufrir la tole ondulè, ese rizado con forma de techo de uralita que desmonta coches y osamentas.

    Para darle emoción a la jornada, el coche de nuestros amigos Jaime y Alberto ha empezado a dar fallos de motor a mitad de la etapa, y nos ha tocado reparar como se ha podido en medio de una tormenta de arena. Con el apaño se ha llegado al campamento, y mantenemos la esperanza de que los mecánicos de la organización encuentren el remedio definitivo. Por nuestro lado, el Pandita rojo va como un reloj.

    Jueves, 13 de Marzo: Tazoulait – Tansikht

    Antes de empezar, aclaro que seguimos cruzando el desierto del Sahara. Desierto y Sahara. Y es ahora cuando cuento que comenzó a llover con fuerza a eso de las tres de la mañana. Se oía tan claramente dentro de la tienda que me desperté. Seguía lloviendo con fuerza a las cuatro de la mañana. Y a eso de las cinco, el agua había traspasado la lona que ponemos debajo de la tienda, y la tienda, y la esterilla, y el saco, y mi ropa, y me estaba calando. Salimos de la tienda encharcada a las cinco y media, no valía la pena seguir allí, y pasamos un rato largo y triste recogiendo y embalando ropa y enseres empapados de agua y pringados de arena. Más o menos como nosotros.

    ¿Y la etapa? Demasiados kilómetros de tole ondulé, esa pista dura y ondulada como la uralita, que ha sacudido a nuestros Pandas y nos tiene las espaldas algo trastocadas. Además, unos valles preciosos cubiertos de palmerales, llanuras que parecen no acabar nunca, y una trialera de piedra en subida en la que la sonrisa de satisfacción me daba dos vueltas a la cara.

    Dado el lamentable y mugriento estado de los cuatro miembros del equipo, esta noche huimos del campamento de la organización, y nos alojamos en un hotel que en España merecería el ingreso en prisión sin fianza del dueño, y que a nosotros nos ha parecido una bendición de Alá. Para remate, tiene la wifi que me permite enviar este comentario.

    Viernes, 14 de Marzo: Tansikht – Essaouira

    Fuimos los primeros en salir del campamento, los primeros en llegar al control de salida del tramo, y de los primeros en saber que el tramo estaba suspendido: las lluvias habían convertido un riachuelo que debíamos cruzar en un señor río de más de veinte metros de ancho, demasiado para un Panda. De modo que la etapa ha consistido en un aburridísimo recorrido por carretera de casi quinientos kilómetros, en el que había dos alicientes: cruzar Marrakech en medio del caos de tráfico de un viernes y llegar al hotel de Essaouira. Ya solo nos queda la etapa de la playa mañana, e iniciar el regreso, largo y cansado, hasta casa.

    Sábado, 15 y domingo, 16: Essaouira – Madrid

    Siento sonar grandilocuente, pero con el Panda en la playa de Essaouira me sentía como con el Land Cruiser en la orilla del Lago Rosa, en las afueras de Dakar, los dos años que fui al rallye: la misma satisfacción, el orgullo del trabajo bien hecho, respirar hondo en una playa del Atlántico después de muchos días penando por Africa.

    El contrapunto amargo lo puso el accidente de unos participantes, que demuestra que nunca se debe bajar la guardia, ni en el último kilómetro de una prueba de nueve días. Al final, la suerte y los médicos de la organización convirtieron un vuelco frontal en un accidente de consecuencias leves. Pero nos fuimos de allí con mal cuerpo.

    Y sin tiempo para despedidas, un retorno demoledor, a base de 28 horas seguidas en el Panda, sin más paradas que los repostajes o el trayecto en barco, con dolor de piernas, de espalda, de cabeza,… Horas después de llegar a casa aun me zumban los oídos, me retiembla la espalda, me molestan las rodillas,.. Es el precio de la aventura de cuatro mil kilómetros por Marruecos en nueve días a bordo de un utilitario de otra época.


  • Otro invierno en el garaje

    ¡Otro invierno en el garaje! Sí, ya sé que no hay atajo sin trabajo ni temporada sin pretemporada, así que no queda otra, con esta afición, que muchas horas en el garaje junto a la caja de las herramientas y un vehículo que este invierno es un Seat Marbella Special con el que he repetido experiencias propias de otras épocas. Por ejemplo, la secuencia de bajar a mano la ventanilla de la puerta del conductor, orientar a mano el retrovisor exterior mientras el microclima del habitáculo se contamina con el exterior, y subir a mano la ventanilla. Cuando lo hice me sentí igual que si estuviera redactando esto en una máquina de escribir mecánica e hiciera las copias con papel carbón.
    Uno de los puntos que más nos llamó la atención en la salida de la edición del Panda Raid de 2013 fue la disparidad en la carga de los vehículos. Algunos iban llenos a reventar en el interior, y sobre el techo montaban una baca igualmente llena; a otros les bastaba, y hasta sobraba, con la capacidad del maletero. Decidido a comprobar la realidad en primera persona, desmonté el asiento trasero y cogí o simulé todo lo que, a mi juicio, nos haría falta llevar en el raid: dos ruedas de repuesto, un bidón de agua y otro de combustible, una tienda de campaña, dos sacos y dos esterillas; una caja para recambios y herramientas, y otra para comida, menaje y equipo de acampada. Añadí dos cajas más para simular la ayuda que todos los participantes hemos de llevar a las escuelas del sur de Marruecos, y dos bolsas de viaje con el equipaje personal. Jugué un rato a los rompecabezas y ¡sorpresa!: sobraba sitio. Repasé la carga por si había olvidado algo, metí una lata de aceite por si acaso, y aun cabía más. Como broma final, en recuerdo de algo que vimos en la salida de 2013, aun cargué una maleta rígida grandota, y todavía se cerraba el portón.
    Es decir, que habíamos despejado una de las dudas más grandes: no hace falta baca. Eso eliminaba otras dudas relacionadas (¿qué baca?, ¿de dónde la sacamos?, ¿cómo la fijamos al techo?,…) y las preocupaciones sobre rodar por pistas con muchos kilos muy arriba en un coche corto y ligero.
    El siguiente paso fue afrontar un hecho angustioso: nuestro Panda frenaba agónicamente poco. Para ser más preciso, una presión enorme sobre el pedal de freno generaba una deceleración escasa, en una distancia de frenado que siempre parecía demasiado larga. En principio vimos que los latiguillos delanteros eran muy probablemente los originales, y con un cuarto de siglo de trabajo encima, estaban cuarteados y posiblemente cedidos. Las pastillas delanteras caminaban hacia la cristalización, más o menos como las zapatas. Y qué decir del líquido de frenos, sucio, con restos de lodos antiguos, con burbujas y vacíos, y los tambores de freno pegados con fuerza. Tras un rato de trabajo sucio, había latiguillos y pastillas nuevas, zapatas lijadas, tambores engrasados, y un circuito sangrado con líquido nuevo y fresco. A la hora de probarlo, no nos podíamos creer la diferencia: seguía sin haber servofreno, ni falta que hacía, pero ahora frenar no era tan agotador para la pierna derecha, y la deceleración había pasado de angustiosa a placentera.
    Esta fase de restauración del coche, de cambiar piezas agotadas por la edad, continuó con las gomas de soporte del escape, que estaban unas cuarteadas y otras directamente desaparecidas, y el refrigerante, que tenía aspecto añejo.
    A continuación llevamos nuestro Marbella Special a Al Límite 4×4, un taller especializado en preparaciones TT, que iba a hacer lo que se escapa a nuestros recursos: protector de cárter, barra de refuerzo entre las copelas de la suspensión delantera, y modificaciones en las suspensiones, a base de taco de nylon de 30 mm en los muelles y algo más de flecha en las ballestas. Santi Bravo, propietario del taller, encaró el trabajo con una ilusión enorme: su primer coche fue un Panda, y su primer coche de carreras fue también un Panda. Se nota la ilusión en el acabado del protector de cárter, bien soldado y fácil de montar y desmontar, y en la barra de refuerzo, sencilla y camuflada al pintarla en el rojo de la carrocería. Además, a Santi le debemos el bienestar de nuestras espaldas; me explico: desde que compramos el Marbella, nos habíamos quejado de que el asiento del conductor tenía el respaldo demasiado inclinado, lo que producía molestias en los riñones y obligaba a conducir lejos del volante para no ir con las piernas encogidas, o a la distancia correcta con las piernas dolorosamente comprimidas. Pues bien, Santi descubrió que nuestra versión de Marbella tiene un asiento con inclinación de respaldo regulable, solo que el mecanismo estaba bloqueado. Lo reparó, y desde entonces conducimos solo algo lejos del volante y con las piernas solo algo dobladas. ¡Todo un avance!
    El trabajo que llevo contado hasta el momento, decenas de horas y de gestiones desarrolladas meses antes del raid, nos parecía algo teórico y lejano en el tiempo respecto a su objetivo, y por ello un tanto aburrido. De ahí que nos ilusionaran, y a la vez nos acercaran a la realidad, los comunicados que nos enviaba la organización con informaciones tangibles, que nos situaban en la carrera, explicaciones sobre el uso de la brújula o la interpretación del libro de ruta, las definiciones de los controles de paso, o los consejos para facilitar los pasos de aduana. Nos llevamos una alegría cuando comunicaron el lugar de salida en Madrid: la plaza de Oriente, justo en la fachada principal del Palacio Real.
    La preparación del coche incluye un punto básico, que es sustituir los “neumatiquillos” de serie, unos humildes y razonables 135 R13 de carretera. Si, son lo más lógico para un cochecito de 680 kilos, y 40 CV que va por asfalto, pero un raid por Marruecos pide más. Nuestra elección fueron unos INSA Turbo Cazador, más anchos y más altos, sin modificar el diámetro de la llanta, que por reglamento no puede ser otra que la original de 13”. Gracias a Neumáticos Soledad, fabricantes de INSA, y al taller Midas de unos amigos, montamos y equilibramos los doce neumáticos, hicimos las dos alineaciones,… y de repente los Panda nos parecieron coches de raid. No habían dejado de ser cochecitos y veteranos, pero ahora más altos y con sus tacos en las ruedas, nos parecían más valientes, casi desafiantes.
    Cuando se participa en alguna prueba de coches o motos con un vehículo “de serie”, se deduce de inmediato que se pueden modificar pocas cosas, de lo que se deduce de inmediato que la preparación da poco trabajo. ¡Qué error! Lo aprendí cuando a principios de los noventa ayudé a César Agüí a preparar su Honda RC30 para el Nacional de Superbikes, y lo he confirmado este invierno con el Panda. A lo que llevo contado sobre trabajos en el coche hay que añadir que conseguimos y montamos cinturones de seguridad autoenrrollables, una reja para separar el habitáculo de la zona de carga, tomas de corriente, termómetro de refrigerante, un sistema primitivo y eficaz para controlar velocidades y distancias, rótulas de dirección nuevas, y un sinfín de detalles que devoraron horas y energía. Durante el mucho tiempo que le dedicamos a estos menesteres me acordé de una habilidad de los mecánicos de carreras que descubrí en mis años en el Mundial de motos. Casi todos los aficionados les han visto trabajar asombrosamente deprisa en un fin de semana de carreras, por ejemplo sustituyendo neumáticos, cambiando desarrollos o reglajes de suspensión, o reparando tras una caída. Lo que aprendí es lo asombrosamente despacio que trabajan en la nave, la lentitud reflexiva que utilizan cuando plantean una modificación. Recuerdo a un técnico que iba a montar la recién llegada caja de control de detonaciones en una Honda RS 250 de 1993 con “kit A”: la superpuso en la cara exterior de la viga derecha del chasis y la miró analíticamente durante un rato. Superpuso su mazo de cables de varias formas, y en todas ellas consideró si las posibles ubicaciones podrían molestar al piloto, o tendrían alguna influencia en el giro del manillar. Comprobó si el depósito de combustible encajaba bien según las posibles colocaciones de la caja y sus soportes; si montar o desmontar la caja y esos soportes molestarían a la hora de montar o desmontar el radiador, el motor, los manguitos y otros cables. Y solo tras repensar hechos, posibilidades y combinaciones, fijó la caja. Por las mismas lentitudes y consideraciones circulamos nosotros al improvisar modificaciones y añadidos, pensando en cómo se movería la carga en los saltos al colocar la reja, o en los puntos de calor y los vivos de chapa al tirar cables.
    Generalmente, al hablar de coches y motos y conjugar el verbo probar, se piensa en probar el coche o la moto, y en que eso supone rodar todo lo deprisa que se pueda. Pues no. Probar es simular el comportamiento de todo lo que se va a utilizar en las condiciones más posibles cercanas a las reales, hasta asegurarse de que cumple las expectativas. Y se prueba todo. Los pedales del Panda están bastante juntos, lo que puede no ser compatible con el hecho de que para ir a Africa lo mejor es llevar unas buenas botas; de ahí que una de mis pruebas fuera llevar botas cada vez que montaba en el Panda. También probamos el transformador de 12 v A/C a 220 v C/C, e hice kilómetros cargando el móvil, la batería de la cámara y el ordenador portátil. Hasta la almohada hinchable para la tienda de campaña tuvo que pasar su examen.
    Con el coche casi listo para la prueba final, cansados nosotros de vivir en el garaje, llegó el gran susto, en forma de estruendoso charco de aceite bajo el motor. La manera más lógica de localizar el origen de una pérdida de aceite es buscar justo encima de la mancha: la ley de la gravedad delata la avería. Pero cuando el vehículo tiene protector de cárter, el aceite cae hasta el suelo por donde puede, no en vertical, y localizar la avería no es tan directo. Ese fue nuestro rato de angustia, de pensar en de dónde sacamos un motor y cómo y dónde lo cambiamos y cuánto nos va a costar, porque ya dábamos por hecho que el motor había caído en acto de servicio. Fue entonces cuando vimos que el cuerpo de plástico del sensor de presión de aceite había reventado, y por ahí el aceite caía a chorros. Un sensor nuevo, bastante limpieza, y el susto se quedó en eso.
    Y por fin llegó el día de la prueba, el día de comprobar los límites de 40 CV y 680 kilos, y de ver hasta dónde rompían las limitaciones del coche de serie las modificaciones de nuestro trabajo. El invierno más lluvioso en muchos años ha convertido las llanuras en barrizales o lagos y las pendientes en toboganes de lodo, pero había que descubrir cómo van los Panditas por campo. Aprendimos que siendo corto y sin voladizos, los ángulos son formidables y no hay límites de geometría en las pendientes. Nos sorprendimos de las ventajas de la ligereza en las zonas de arena, aunque no nos vamos a ilusionar porque la arena mojada se endurece, y la que encontraremos en Marruecos estará seca. Y por último nos alegró que una vez atascados en el barro, porque claro que nos atascamos, esos 680 kilos hacen que sacar los Panda de donde sea resulte sencillo.
    Hasta aquí los preparativos, los días encerrado en el garaje y la parte teórica. El sábado 8 de Marzo nos congregamos frente al Palacio Real para poner en marcha la aventura y el domingo 9 pisamos Africa. ¡Qué ganas!


  • El vestido de boda de Muriel y el Panda Raid 2014

    “La boda de Muriel” es una película australiana estrenada en el año 1994 que se mete en charcos variopintos, como la incomunicación en las familias, el machismo, o los matrimonios de conveniencia para conseguir una nacionalidad. La protagonista, Muriel Heslop, educada para encontrar un príncipe azul con el que casarse y al que hacer feliz, no es tan atractiva físicamente como sus amigas, y ve que el tiempo pasa y no consigue el objetivo al que la han dirigido.

    En mi escena preferida de la película, Muriel recorre tiendas para novias en Sidney en las que se prueba vestidos. La magia de la escena está en la mezcla de ilusión y frustración: los empleados atienden con cariño a una mujer aparentemente ilusionada, que anhela estar resplandeciente en el mejor día de su vida. Solo el espectador y Muriel saben que es mentira, que no hay candidato a marido, que estamos ante un consuelo, un sucedáneo, un engaño para calmar una frustración.

    Desde entonces, llamo “Síndrome de Muriel” a las acciones que cada uno se aplica para consolarse por no conseguir lo que anhela. Y para combatir el síndrome, aplico la teoría de las escalas. Es decir: lo tengo difícil para quitarle el puesto a Adrian Newey, y a estas alturas es dudoso que adelante a Stephane Peterhansel en su historial de victorias en el Dakar: seis en moto y cinco en coche. También lo de fundar un equipo en el Mundial de motos o emular a Ferruccio Lamborghini u Horacio Pagani se me está poniendo cuesta arriba.

    Eso sí, no quiero ser de los que conocen los coches o los circuitos solo si salen en la Play Station, o saben diferenciar los paisajes africanos dependiendo de si han visto el correspondiente reportaje en Discovery Channel.

    Así que, aplicando la teoría de las escalas, en lugar de quedarme frustrado en casa, prefiero materializar mis sueños a un tamaño menor y sentirme, en pequeño claro está, como Mike Brewer y Edd China de “Wheeler Dealers” comprando y preparando un coche, trabajando con menos medios y la misma ilusión que HRT, o compitiendo como “Nani“ Roma y organizando la carrera como Frank Williams. Por eso voy a participar en el Panda Raid de 2014.

    El asunto arrancó a principios de Diciembre de 2012, en uno de esos días en que la carga de trabajo y la ilusión por hacerlo bien me mantenían en la oficina más horas de las recomendables. Recogía mis bártulos de empleado nómada (ordenador portátil con wifi, lápices de memoria, teléfono móvil,…), cuando una revista que había al lado me distrajo: “Panda Raid 2012” decía el titular, junto a una foto de un pequeño Panda deambulando con valentía por el desierto. Entré en la revista y del primer vistazo se activó el virus africano, el que se me inoculó allá por 1989 y con el que convivo desde entonces. Una neurona mala fue más rápida que mi consciencia, extendió la revista a un compañero y me hizo decir: “No tiene mala pinta, ¿verdad Santi?”. Sin que yo lo supiera, una cepa del virus había saltado con éxito hacia el otro lado de la mesa. La habíamos liado.

    En ratos sueltos dí vueltas al asunto, brujuleé por Internet y, un par de semanas más tarde, como sin darle importancia, sondeé el terreno en una conversación que iba de otra cosa: “Santi, ¿te acuerdas de lo del Panda Raid? Estoy dándole vueltas desde entonces”. El abanico de respuestas posibles era muy amplio, desde el “Perdona pero ni me acordaba” a un “Sí, bueno” que no sería más que una manera cortés de decir que no conservaba interés alguno en el asunto. Pero la cuestión se puso fea porque la respuesta, con una mezcla de ilusión y culpabilidad anticipada, como de niño que va a hacer algo que sabe que no debería hacer, fue: “Ya he estado buscando coches en Internet”. Ibamos de mal en peor.

    Las vacaciones de Navidad dejaron hueco para dar una vuelta por la documentación que había conseguido y por el imprescindible mapa Michelin 742. Esos ingredientes, mezclados con experiencias previas, un vistazo a los calendarios de 2013 y 2014, más un rato de calculadora, crearon la salsa con la que elaboré el plan.

    Al regresar al trabajo lo puse en marcha, de modo que, dejando de lado las indirectas, se lo planteé abiertamente a mi compañero Santiago: “Nunca has estado en Africa, pero eres prudente, tienes sentido común, sabes de mecánica y no solo de la de los coches actuales; tu experiencia arqueológica con las Vespas y las MZ vendría muy bien para entender un coche como el Panda. Creo que haríamos un buen equipo”. Acordado este punto, pasamos al siguiente: “En mi opinión, sería más sencillo y más divertido montar un equipo con dos coches. No se duplican el gasto ni los costes, y sí la mano de obra disponible. Simplificamos el trabajo de búsqueda de información y la preparación de los coches, y nos podemos apoyar sobre el terreno”. Santi seguía de acuerdo.

    El siguiente episodio tuvo lugar a finales de Febrero: comida con amigos que tienen debilidad por Africa y las motos de campo. Mala mezcla. Les cuento mi plan y a la reacción que esperaba, la de expresar envidia, uno de los presentes añade, con sonrisa malévola, la españolísima frase de “¿A que no hay cojones de inscribirse?” Empiezo a tener la sensación de que el equipo se está formando.

    El 1 de Marzo sale de Madrid la edición 2013 del Panda Raid, y llego antes que la mayoría de los participantes y algunos de la organización, equipado con papel, lápiz y cámara de fotos. Es el momento perfecto para recoger información directa. Dos horas mirando, anotando, charlando y fotografiando dan para mucho sobre lo que hay que hacer y bastante sobre lo que no. Algunos de los participantes demuestran una inexperiencia preocupante, y a otros parece que les sobra el tiempo, el dinero o ambos. Saco ideas claras sobre ese término medio en el que está la virtud, y obtenemos las primeras conclusiones:

    – Motor: El más recomendable y habitual es el 903 cc de carburador; el 850 es descendiente del que usaba el 600, y le falta potencia (no es que al otro le sobre). La rueda de repuesto con tacos no cabe en el compartimento motor.

    – Carrocería y suspensiones: Hay quien llega con los muelles delanteros cedidos y un protector de cárter demasiado bajo; se enganchará en el primer bache. Otros llevan protecciones de verdad, amortiguadores de botella separada y jaula de tubos; ni tanto ni tan calvo. Vale con mantener la altura al suelo, o levantarlo un poco, y una protección de cárter decente y que no se descuelgue mucho.

    – Accesorios: Hay dispersión de criterios, todo lo comprendido entre escaso y excesivo; lo recomendable parece ser: coger la carcasa de un cuadro de mandos original, y usarlo de soporte para el Trip y algún reloj adicional. Quizá unos faros supletorios, pero que no tapen el radiador si van en el paragolpes, ni demasiado atrás si van en la baca, porque entonces iluminan el propio techo.

    – Interior: Parece exagerado montar bacquets de carreras, vale con unos bacquets sencillos, o unos asientos decentes conseguidos en un desguace, siempre que no sean demasiado grandes. Delante de la rejilla de separación de carga que se coloca tras los asientos delanteros no debe haber nada suelto; lo digo porque el habitáculo es el hábitat durante 4.000 km, y el desorden y la falta de ergonomía que se veían antes de la salida en algunos coches son agobiantes. Idem respecto a cables de instalaciones eléctricas colgando.

    – Maletero: Es suficientemente grande al desmontar los asientos traseros, siempre que se lleve solo lo que se ha de llevar, y se ordene adecuadamente, clasificado en cajas por tipo de uso y éstas ordenadas por frecuencia de uso, por ejemplo. No tiene sentido que lo primero que se vea al abrir un maletero a punto de reventar sean dos «jerrycans» de combustible de 20 litros cada uno, y 20 litros de agua mineral en botellas de plástico. Vale con un «jerry», que va al fondo del maletero, y cinco litros de agua, que se renuevan cada día. Tampoco es admisible que el equipaje personal vaya en una maleta de avión.

    – Neumáticos: Los más usados son los Fedima recauchutados de campo, los Insa Turbo y los Black Star. Los neumáticos más grandes (155/80 R13) sin suspensiones levantadas quedan demasiado cerca de los pasos de rueda, con mucho peligro de tocar con paragolpes y aletas.

    – Baca: Entre los que no la llevan, y los que la llevan a reventar, hay un mundo. ¿Hace falta de verdad? Anoto que a los coches mejor ordenados no les hace falta.

    Al volver de las vacaciones de verano, pasamos de las conversaciones informales a los hechos, y en pocas semanas la ilusión se transforma en realidad: ya hemos creado un equipo de cuatro personas, comprado el primer coche, apalabrado el segundo y tenemos suficiente información sobre la preparación a realizar como para empezar a trabajar en él. ¿Qué de dónde ha salido el primer coche? Santi es un artista navegando y persiguiendo por segunda mano.es, milanuncios.com, autoscout24 y similares, y el Panda en cuestión llevaba tres años parado en el fondo de un garaje, parcialmente cubierto con una sábana vieja, tras el fallecimiento de su usuario. Unas negociaciones por teléfono y un par de visitas dejaron el precio a tiro, y un arrancador y tres intentos más tarde, el motorcito volvió a la vida. A continuación, transferencia, ITV, seguro y ya está en casa para empezar a trabajar en él.

    Su estado general es más que bueno: nos creemos que en 24 años recién cumplidos solo ha recorrido los 50.000 km que dice el marcador. Una vez limpio por dentro y por fuera, lo más grave era el olor a gasolina, culpa de unos tubos cuarteados que ya hemos cambiado. Con aceite y filtros nuevos, y un reapriete general, hemos salido a probarlo por pistas y el resultado ha sido formidable.

    Los siguientes pasos son cambiar algunos silentblocks agrietados, como los soportes de la línea de escape y los apoyos de suspensiones. Y en paralelo buscamos información sobre neumáticos, indagamos en los foros para aprender de la experiencia de los participantes de las cinco ediciones anteriores y suspiramos porque llegue ¡ya! el 8 de Marzo de 2014, día de la salida.


  • Una de fronteras (2ª y última parte)

    La primera sensación que nos produjo la esperada frontera entre Marruecos y Mauritania fue… ninguna, por lo que casi nos la saltamos. De una señal oxidada y tirada en el suelo dedujimos que las decrépitas casetas que había a la izquierda eran las instalaciones aduaneras. Menos mal que un tipo nos requirió a golpe de silbato de árbitro de fútbol, y nos guió hasta aparcar los coches, con precisión milimétrica, en el lugar exacto de la solana que él quería, con la marcialidad y el rigor propios de quien ordena las aeronaves en la cubierta de un portaaviones. Su uniforme, sin embargo, no era muy reglamentario, ya que constaba de chaqueta larga en color azul celeste con charreteras, propia de domador de leones del Gran Circo Mundial, pantalón azul marino y sandalias, y se tocaba con un gorrito blanco de jubilado inglés en el torneo de tenis de Wimbledon. Tras pedirnos los papeles de siempre y hacernos las preguntas habituales, nos invitó a pasar, pero solo a los hombres, al interior de un chamizo. No había puertas, las escasas ventanas tenían cierres de madera sin cristales, y el ralo mobiliario eran sillas y mesas de oficina de hacía más de treinta años. En cada uno de los tres aposentos del chamizo habilitado como oficina, tras las mesas estaba el jergón en el que dormían los empleados que nos iban a atender. Y todo el conjunto de mesas, sillas, jergones, archivadores y máquinas de escribir, se envolvía en esa fina capa de polvo de arena que desde ese momento nos iba a seguir como una cola a su cometa por todo Mauritania, que haría borrosas las ciudades a los lejos, y engulliría al tren minero de Zouerat. Pero antes de llegar a esos episodios, nos quedaban unas horas de papeleos.
    Una vez que el del gorrito de tenis nos hizo entrar a la digamos oficina, un tipo de paisano, envarado pero cordial, se empezó a ocupar de los papeles de nuestros coches. A continuación pasamos al aposento de enfrente, donde nos esperaba quien dijo ser aduanero, dispuesto a que rellenáramos más formularios y a poner más sellos. Una vez acabada su función, nos guió al cuarto del fondo. Allí, una tercera persona, con el uniforme oficial coronado por una gorra de Nike, registraba cuando entramos las cajas que un mauritano había bajado de la altísima baca de su Land Cruiser Serie 60, y encontraba decenas de sandalias. Hizo un alto en la disputa con el supuesto contrabandista, puso más sellos en nuestros papeles, y salimos al exterior.
    Arrancamos los coches, que seguían cociéndose al sol en la ubicación matemáticamente precisa del secarral en el que los habíamos dejado, avanzamos cien metros, los volvimos a dejar al sol inclemente del desierto, y nos dirigimos a otro chamizo, el que alojaba el puesto de la policía. Era éste otra caseta, esta vez de piedra vista, con gallinas a la entrada, el catre a la derecha y una pequeña cocina a la izquierda. En otros términos, lo que por estos pagos europeos y en el medio rural sería una caseta de pastor, de cuando los pastores no tenían teléfono móvil ni llevaban las ovejas al veterinario en un “pick up”. Una vez que cruzamos la cocina nos introdujimos en un aposento rodeado por columnas de papeles amarillos y archivadores metálicos desvencijados. Algunos ventanucos en el muro de piedra, que nunca tuvieron marcos ni cristales, dejaban pasar la luz. Del techo colgaba, por toda iluminación, una bombilla de coche con un cable enganchado al final del cual una batería, también de un automóvil, esperaba la caída del sol para cubrir con luz mortecina el cuartucho. Al fondo de este cuadro, y parapetado tras una mesa metálica de oficina decadente nos aguardaba un individuo agradable aunque frío, que charlaba animadamente mientras llenaba de sellos nuestros pasaportes. Unas frases después, salíamos de Marruecos, se acababa por muchos días el asfalto y entrábamos en la tierra de nadie.
    Aun sin recuperarnos del impacto de la frontera marroquí, el estado de la pista en la tierra de nadie nos dejó a cuadros: pozas de arena y escalones de piedra más que suficientes como para arruinar a los Peugeot 504 y Mercedes veteranos que se jubilan en Europa y bajan a Africa a vivir un segundo turno.
    Nos habían insistido en que el salto de Marruecos a Mauritania, en lo referido a costumbres y nivel de vida, es equivalente al que hay entre España y Marruecos. Y aquellos primeros metros mauritanos eran el inicio de la demostración. El asfalto se había acabado en el lado marroquí del puesto fronterizo, lo que empezaba a dar la razón al siempre fiable mapa Michelin de la zona, que pintaba poco más de mil kilómetros de carreteras pavimentadas en una superficie total del país algo por encima del millón de kilómetros cuadrados.
    Los edificios de la aduana mauritana estaban construidos con piedras, restos de vías de ferrocarril, vigas herrumbrosas, paneles de madera, planchas de plástico, y otros desechos que el tiempo y el destino habían acarreado a aquel lugar del mundo. En la primera de las chabolas, un militar de uniforme sin identificaciones y con parsimoniosa caligrafía colonial llenó unos folios sueltos con cuantos datos veía en nuestros pasaportes y en las documentaciones de nuestros coches. En la segunda, tres militares charlaban mientras la radio de pilas emitía música local y oraciones, que servían de fondo a la cumplimentación de más formularios, esta vez referidos a declaraciones de divisas y otra vez a los vehículos. Y todo ello entre risas educadas, frases en idiomas mezclados, algún pago dudosamente necesario, mucho “merci” y bastantes “buon route”.
    Llegar desde esta aduana a Nuadibou representó mucho más de lo que se hace en bastantes excursiones de todoterreno en España. Insisto en que se había acabado el asfalto, y la pista seguía siendo una sucesión de escalones de piedra y pozas de arena hasta llegar al cruce con el tren minero de Zouérat, que a estas alturas merece una detenida descripción. En el interior de Mauritania, en las zonas de Fdérik y Zouérat, se comenzaron a explotar en los años sesenta del siglo pasado una de las mayores reservas mundiales de mineral de hierro, en concreto hematita y magnetita. Como era posible la explotación a cielo abierto, la única dificultad consistía en trasladar el mineral al puerto de Nouâdhibou, separado en línea recta por poco más de quinientos kilómetros de desierto… , y un territorio en disputa. Porque entre las minas y el Atlántico estaba la entonces provincia española del Sáhara Occidental, y el gobierno español negó a los mauritanos que su tren minero cruzara un territorio que años más tarde se convirtió en escenario de la guerra entre Marruecos y el Frente Polisario. Por eso el tren recorre en total más de setecientos kilómetros, primero en dirección sur hasta Choûm, y luego hacia el oeste, hasta encontrar la costa del Atlántico, para esquivar la discutida frontera. Al principio de la explotación, el mineral se transportaba en camiones, pero las necesidades de volumen y las averías de los camiones al cruzar unas pistas infames aconsejaron la construcción del tendido ferroviario. No es de extrañar el interés del gobierno mauritano en esta explotación minera, porque a pesar de la caída internacional de los precios del hierro, representa el 21% de los ingresos de divisas del país.
    La compañía que explota las minas, la Société Nationale Industrielle et Minière, más conocida por SNIM, presume de que es éste el tren más largo del mundo, y de que la longitud de los convoyes llega a los dos kilómetros y medio. Durante nuestro recorrido por el norte de Mauritania nos cruzamos varias veces con él, y aunque no lo medí en ninguna ocasión, me lo creo: llegan a tirar de él hasta cuatro locomotoras de 3.300 caballos cada una, y puede llevar 84 toneladas de mineral de hierro en cada uno de los más de doscientos vagones. Como labor social, se enganchan al final un vagón de pasajeros, alguna plataforma de transporte y cisternas de gasóleo para cubrir en lo posible las necesidades más elementales de las aldeas que se cruzan.
    Y entre medias circulan los vagones que dan apoyo a las nueve bases de mantenimiento del servicio, en forma de repuestos, comida, agua y combustible. No olvidemos de qué estamos hablando: una media de 17.000 toneladas de tren, una media de 25 toneladas de carga por eje, pasando tres veces al día por vías que se cubren de arena, que soportan más de cincuenta grados centígrados en verano y bajan de cero en las noches de invierno. Los carriles se desgastan y se deforman, las traviesas ceden, el balasto se hunde. No es de extrañar que de las vías se desprendan trozos de acero como cuchillos, que rodean su trazado. Estos restos, más los tornillos y otros desechos de las reparaciones aparecen esporádicamente en las cercanías del trazado, lo que supone el mayor peligro para quienes conducen por la zona: no es que puedan pinchar una rueda, es que pueden rajar de modo irreparable los neumáticos de uso africano que llevábamos en nuestros coches. De ahí el principio básico que se debe respetar escrupulosamente: la vía es el guía hasta Choûm, pero desde lejos, sin acercarse a ella, es una referencia permanente y alejada.

    Pasada la vía del tren, camino de Nuadibou, cruzamos lo que el día en que Alá lo permita, será la carretera a Atar, casi seiscientos kilómetros de los cuales ahora merecen llamarse carretera no más de cien, los últimos antes de llegar a Atar. Lo que había a la salida de Nuadibou era una pista ancha de tierra compactada, pero cada medio kilómetro se habían plantado una especie de barricadas de tierra para evitar que la utilizaran los camiones y la dañasen. Por culpa de estas barreras, conducíamos por la pista a unos 90 km./h hasta llegar a las barricadas, frenábamos y saltábamos al desierto, maniobrábamos en primera o segunda para rodearla, volvíamos a la pista, acelerábamos, y vuelta a empezar. Rodábamos de este modo paralelos a la vía, con los coches perseguidos por la sutil estela de polvo, cuando nos alcanzó el tren más largo del mundo. Las locomotoras tiraban de él a no más de sesenta por hora, con la ristra inacabable de vagones coronados por viajeros sentados directamente sobre el mineral, que nos saludaban. La luz del atardecer nos cogía a contraluz, por lo que para nosotros el convoy era un perfil de vagones, mineral y siluetas que saludaban, envuelto todo en la bruma de la arena que flotaba.
    Como reducíamos la velocidad cada vez que llegábamos a una de las barricadas que pretendían cuidar la futura carretera, los vagones nos iban adelantando, más y más vagones, hasta que nos alcanzó el de pasajeros que cierra el convoy, el de los potentados que han pagado un billete en lugar de trepar a los vagones de carga. Poco a poco el gusano metálico se alejaba y se disipaba, envuelto en el vaho gris del desierto, para terminar a lo lejos como engullido por él.
    Finalmente llegamos a Nuadibou, triste, pobre y polvorienta. Apenas había una calle pavimentada en la segunda ciudad de Mauritania, el Port – Étienne de la época colonial, y sus 72.000 habitantes caminaban o conducían por calles, claro, polvorientas. Los edificios no pasaban de las dos plantas, no había aceras, el tráfico parecía más suicida que caótico, y por todas partes había carteles electorales, ya que faltaba apenas una semana para las presidenciales. Tras cruzar la ciudad alcanzamos el “Centre de Pêche”, una especie de club de pesca deportiva en el que se habían construido algunas habitaciones muy básicas. Es decir, la energía eléctrica la suministraba un generador, y cuando estaba apagado tampoco había agua caliente. Las habitaciones eran pequeñas, y las camas simples colchonetas apoyadas sobre zócalos de obra. Pero al borde del mar, frente a la Bahía de Lévrier, se agradecía el ambiente acogedor, el frescor de las habitaciones, y la pequeña ducha, aunque nos amenazaran con agua gélida si uno se bañaba a deshora.

    Nos quedamos a cenar en el “Centre de Pêche”, y disfrutamos una vez más de las adorables contradicciones africanas. En la sala de este restaurante ubicado entre un desierto y un océano, las mesas estaban servidas por dos camareros negros, descendientes de los originarios habitantes de la zona que dieron nombre al país. Eran altos, graves, elegantes en sus movimientos y severos en su gesto, y de no ser por el color de la piel y de que hablaban en francés, estarían en su salsa en cualquier restaurante londinense de lujo. El uniforme era un impecable chaqué blanco, y los modales, la seriedad y el ceremonial, directamente trasladados del París de hace cincuenta años, de la metrópoli que les educó para servir a los colonialistas.
    El menú se aproximaba más a la gula que a la necesidad de alimentación: para empezar, unos deliciosos filetes de un pescado no identificado marinado en salsa de limón; más tarde, gambas rebozadas, para terminar con un pez local a la brasa con patatas fritas y salsa a base de cebolla picada. Tras esto, flan, y las tres tazas de té, y una larga tertulia sobre saharauis, viajes por el desierto, campos minados, tormentas de arena, camioneros marroquíes borrachos y aduaneros mauritanos corruptos. Ahmed Kenkou, que se unió en ese momento a nuestro viaje, es un mauritano casado con una vasca de Mondragón; ella llegó con un proyecto de Cooperación Española, se casó con Ahmed y viven en Nouakchott. El hablaba un español suelto, sin acento local, con populismos y tacos abundantes, y vivía de guiar por Mauritania con su Toyota Hilux a viajeros, aventureros, cooperantes, equipos de televisión, naturalistas, y a todo aquel que deseara recorrer el inmenso país. Contaba que el Ramadán, muy poco entendido en la Europa cristiana a pesar de su similitud con la Cuaresma, es una época de reflexión, que obliga a pensar, y controlar el cuerpo a la vez: “Si estás todo el día sin comer ni beber, entenderás a quien pasa hambre y sed. Aquí dejar de fumar no es un problema”, continuaba, “lo puedes hacer cuando quieras. Hoy no se ha fumado un solo cigarrillo en todo el país, y esta noche se vuelve a fumar, porque el Ramadán hace que tu cerebro controle tu cuerpo”. Era una interpretación sana del Corán, tan alejada de los extremos liberales de la costa marroquí como de los integrismos, aunque no debemos olvidar que las matrículas de los vehículos nos recordaban con insistencia dónde nos encontrábamos: RIM, República Islámica de Mauritania. Y nos fuimos a dormir, porque a la mañana siguiente empezaba el desierto de verdad.


  • Una de fronteras (1ª parte)

    El siguiente control estaba a la entrada de la península de arena de cuarenta kilómetros de longitud en cuyo extremo sur se asentaba nuestro destino del día, Dakhla, la antigua Villa Cisneros. El del uniforme, con pocas ganas de escribir, directamente nos preguntó si teníamos “la ficha”, porque sabía que muchos europeos, para no perder tiempo, junto a la documentación llevan muchas fotocopias de un folio en el que han condensado la información que se pide en esos controles: nombre y apellidos de los ocupantes de los vehículos, números de pasaporte, fechas de nacimiento, profesiones,… Y a continuación, los del propio vehículo, desde la matrícula y el número de chasis a datos del seguro y cualquier otro que satisfaga el afán vigilante de los policías o militares. Pasado el control, y llenos los depósitos de gasóleo barato, reanudamos el rumbo sur. Se es consciente de rodar por una península al ver crecer a la izquierda la lengua de agua que la separa del continente, y terminar conduciendo entre dunas escoltadas a ambos lados por mar. Llegados al extremo y alcanzada Dakhla, nos alojamos en el Sahara Regency, ostentoso hasta en el nombre, donde no se pudo discutir el precio de la habitación y cuya recepción y fachada principal tenían la grandiosidad y la opulencia de un establecimiento similar, pero ubicado en una capital de Occidente. Nos atendió en la recepción, en correcto inglés, una guapísima árabe, de ojos atractivamente grandes y peligrosamente negros, cuya vestimenta no tenía nada que ver con el recato que los occidentales suponemos en las mujeres de la zona.
    La habitación, simple y escueta, tenía el indudable atractivo de un poseer ducha con agua, y el dudoso honor de unas ventanas con vistas al cuartel de la ciudad, donde los militares alineaban los helicópteros de combate con los que no hacen tanto guerreaban contra las fuerzas del Polisario. Cuartel, por cierto, construido por los españoles. Este Villa Cisneros en disputa que veía desde la ventana de la habitación del hotel, fue español desde mucho más tarde que otras ciudades de la zona, y se bautizó así en honor del Cardenal Cisneros. Menos mal que los locales parecían no saber que Francisco Jiménez de Cisneros, nacido Gonzalo Cisneros en 1436, llegó a ser Inquisidor General de Castilla. En la época de los Reyes Católicos, fomentó una política intransigente contra los moriscos, lo que provocó la rebelión de Las Alpujarras de 1499 a 1501, lo que a su vez dio lugar al decreto según el cual los musulmanes de Castilla debían convertirse o abandonar el territorio. Se ve que por entonces no se había inventado esa horrible palabra de la multiculturalidad, ni se practicaba como virtud. Cisneros llegó a ser regente a la muerte de Felipe El Hermoso, junto al Condestable de Castilla y el Duque de Nájera. Lo que acerca al Cardenal a Africa es su decidido apoyo a la política expansionista de Fernando El Católico en el norte del continente; por eso se dio su nombre a la villa cuya construcción comenzaron los españoles en 1885. Desde cuatro años antes había amarrado un pontón en la desembocadura del Río de Oro, llamado así porque se creía que, remontándolo, se llegaría a esas inmensas minas de oro que la imaginación y la codicia ubican en todos territorios inexplorados. Antes de que los ingleses se establecieran en la zona, que ya habían visitado, el Gobierno español de Cánovas decidió en Diciembre de 1884 tomar bajo su protección (¡brillante eufemismo!) todos los territorios comprendidos entre Cabo Bojador y Cabo Blanco, donde ahora se sitúa Nuadibou. Una de las primeras medidas fue establecer una factoría donde estaba anclado el pontón, y terminar al año siguiente fundando la ciudad.
    Ahora Dakhla es una mezcla de punto avanzado de la ocupación marroquí, puerto pesquero, y último lugar habitado antes de la frontera con Mauritania. Por eso era un buen momento para dedicarles un rato de cariño a nuestros sufridos Land Cruisers, y comprobar niveles y aprietes. En un instante convertimos la calle en un taller, y a la sombra del edificio del Sahara Regency sacamos las herramientas y jugamos a los mecánicos. Como era de esperar todo estaba correcto, salvo un leve consumo de aceite por culpa del calor y las muchas horas a alto régimen, y el apriete de la baca, que comenzaba a sufrir tras tantos kilómetros de asfalto irregular cargada con la pala y las pesadas planchas para la arena.
    Al caer la tarde y pasear por la ciudad, sorprendía un cambio notable respecto a lo visto en Marruecos. Era razonable esperar que, al anochecer, los hombres salieran a pasear, que tomaran café o té a la menta en las terrazas de los bares, o merodearan por los mercadillos. Lo que sorprendía era la cantidad de mujeres que paseaban o compraban, solas o con otras mujeres, con la cabeza cubierta o con el cabello a la vista, con el tradicional recogido o con el pelo suelto, casi todas con sombra de ojos y labios pintados. Y en todos los casos, en ellos y en ellas, y en el aire fresco del cercano Atlántico, se percibía la alegría de las noches del Ramadán.
    En ese paseo por Dakhla descubrimos con envidia a una pareja de suecos, muy jóvenes, que viajaban en una Honda Africa Twin. No tardamos en pegar la hebra y la envidia nos corroió al escuchar sus planes: tenían a su entera disposición todo un año para viajar por Africa. En principio su plan consistía en bordear la costa del Atlántico hasta Gambia, donde embarcarían con rumbo a Namibia para evitar países conflictivos. De allí, a Ciudad del Cabo, y rumbo norte en paralelo a la costa del Indico por Mozambique, Tanzania, Kenia y desde ahí a improvisar. Lo contaban con toda la naturalidad del mundo, como si ese viaje fuera poco más que un paseo de domingo por la tarde. Y es que la urgencia de los viajeros es inversamente proporcional al alcance de su viaje; es decir, una salida de fin de semana se cuaja de prisa e inmediatez, y un recorrido de un año se cubre de tranquilidad, uno asume que ha abandonado su casa temporalmente para conocer el mundo, y para ello es necesario dedicar tiempo, incluso perderlo, charlando con los locales y vagando por las ciudades. Recordé una sensación similar, experimentada años atrás no lejos de Dakhla en términos continentales: bajábamos en moto por la Transahariana argelina rumbo a Tamanrasset, con la idea de torcer luego al este y volver por Djanet hasta Ouargla y Argel. Caía la tarde cuando paramos apresuradamente en una aldea para recoger agua de un pozo y terminar la jornada del día, y saludamos a un austríaco solitario que departía sin prisa alguna con los hombres del lugar. Llevaba una de aquellas Yamaha XT500 de depósito metálico, negro y plata. A la vista del equipaje de su moto y de la serenidad de su mirada, se intuía lo que nos respondió: “Voy a Ciudad del Cabo, más o menos en línea recta, y tengo tiempo de sobra para llegar”. En comparación, lo nuestro no era más que dar una vuelta a Argelia, así que volvimos con prisa a las motos y le dejamos con celos. A nosotros nos dio vergüenza reconocer ante los suecos de Villa Cisneros que solo íbamos hasta Dakar y encima en coche y además el viaje solo iba a durar tres semanas, así que nos despedimos con una sonrisa y un sincero buena suerte. Como suele suceder en estos viajes, nos volvimos a topar con ellos en otras ciudades y otros países, hasta perderles de vista ya en Senegal.
    El insípido desayuno del pretencioso Regency Hotel de Dakhla me supo a gloria, porque la mañana amanecía con sabor a desafío: todo aquello que nos habían comentado y habíamos leído sobre Mauritania iba a dejar de ser un relato ajeno para convertirse en experiencia propia, en un trocito de nuestro historial de viajeros. Volvimos en principio sobre nuestras huellas en la península de arena, recobramos el rumbo sur ya en el continente, y pasamos numerosos controles esta vez de militares. Hasta 1994, la única manera de recorrer los poco más de cuatrocientos kilómetros que hay entre Villa Cisneros y la frontera mauritana era incorporándose al convoy del ejército marroquí que hacía el recorrido dos veces por semana, a velocidad de camión militar de desecho, en una pista infame rodeada por los campos de minas, y con los pasaportes de los integrantes de la caravana retenidos por los militares. Los veteranos de esta experiencia recuerdan los días pasados al raso en el puesto mauritano de la frontera, a la espera de la llegada del convoy marroquí, la exasperante lentitud del viaje, y la tensión de no poder alejarse unos metros en las paradas para hacer lo que se suele hacer en las paradas de un viaje, por temor a pisar una mina en medio de un desahogo tan humano.
    Ya no es tan complicado porque el viaje se hace por libre, la pista está asfaltada, y hasta se puede parar a hacer una foto de la indicación del GPS cuando se cruza el Trópico de Cáncer, esos 23º 27’ 00” Norte que no faltan en los mapas de la zona y que carecen de significado alguno en medio de esta nada. Además, hay hasta algo que se puede llamar área de servicio, el Motel Barbás, actual punto de referencia de quienes recorren la zona, porque es el último punto del territorio en el que repostar, comer y dormir con ciertas garantías para las tres actividades antes de entrar en Mauritania.
    Esa frontera parece no llegar nunca, porque los cuatrocientos kilómetros son tediosos, monótonos y lentos, y porque los controles militares se multiplican. Y como muestra del nivel de vida de la zona, un ejemplo: cada vez que ante la pregunta sobre su profesión, mi mujer respondía que es farmacéutica, siempre había una petición de medicinas. Menos mal que íbamos pertrechados al respecto, y convertimos cada control en un dispensario. Abríamos las puertas traseras del coche, sacábamos la caja de medicinas y poníamos en marcha el consultorio.
    Sin embargo, tan al sur la situación se agrava. Uno de los militares pedigüeños, con unos horribles eccemas en los pies, asentía a todas las explicaciones sobre el tratamiento y la frecuencia con que había de darse la pomada que le entregábamos, siempre después de lavarse cuidadosamente la zona con agua y jabón. Su mirada, el aspecto de sus pies y el del poblacho cercano en el que parecía vivir nos obligó a la siguiente pregunta: “¿Tienes jabón?” De modo que nada más verle la cara le entregamos las pastillas recién robadas del Sahara Regency, e inmediatamente su compañero de puesto nos pidió algo contra la diarrea, con lo que repetimos la entrega de medicinas.
    De este ejemplo no se debe deducir que los conocimientos de idiomas de los policías, de los militares de estos viajeros, permitían mantener el diálogo médico que parece deducirse del párrafo anterior. Todas las conversaciones se desarrollaban en una mezcla irreverente de francés, español, manoteos, señas y dibujos en el mismo cuaderno en el que los encargados de los controles elaboraban sus informes y anotaban los datos de los viajeros. El esfuerzo por contener la risa era notable cuando un fornido soldado explicaba entre las dunas al borde la carretera que sufre de diarrea, con gestos acalorados y movimientos convulsos, o un militar con chancletas y Kalashnikov al hombro enseñaba los pies llenos de eccemas y ponía cara de que le picaba más de lo razonablemente soportable.
    Hay que añadir al cuadro un comentario más sobre el uniforme de estas personas, además de lo ya mencionado de las chancletas. En la mayoría de los casos no solo no llevaban armas, los uniformes estaban viejos y desteñidos, y carecían de identificaciones, símbolos, galones o simplemente la bandera marroquí. Simplemente un pantalón caqui, una camisa de tono similar y en casos extremos algo en la cabeza. Pero lo mejor, como siempre en Africa, estaba por llegar.