Durante muchos años, el crecimiento de una persona y su prosperidad social se reflejaban en la calidad y el empaque de su coche. Después de un Seat 600, de un Renault 4 L o de un Citroën 2CV, llegaban un 124, un R 12 o un GS. Incluso un Simca 1200. Eran más grandes y cómodos, tenían cuatro puertas y maletero o portón, y sus prestaciones dinámicas estaban muy por delante de las del coche al que sucedían en la familia. Por dentro, había hasta lujos: radio cassette, calefacción de agua caliente con la posibilidad de orientar el flujo de aire, asientos no diseñados para machacar la espalda, lavaparabrisas manual,… Para colmo de lujos, había alguna luz interior y guarnecidos que tapaban parcialmente la chapa.
Por encima se situaba una clase social superior, la del Seat 132, el R 18 y el Citroën CX, lo que creaba un escalonamiento claro, y sin superposición. Y los clientes de estos coches más grandes y caros buscaban lujo, y no pedían, es más les asustaba, un dinamismo siquiera remotamente deportivo.
Ahora hay clientes que necesitan coches de cierto tamaño pero no pueden pagar esos lujos, clientes que pueden pagar lujos pero quieren coches pequeños, y otros que quieren coches grandes y lujosos y esperan de ellos un comportamiento deportivo. Por eso las gamas más que superponerse se pisan, se entremezclan, cruzan sus precios y crean dos fenómenos que hace poco me han llamado la atención.
Repasaba recientemente los competidores actuales del segmento C, y recordaba los años en que sus antecesores remotos (124, R12 y similares) eran el primer coche decente al que accedía un español. Me sorprendió ver que en la actualidad, las versiones más baratas, esas que se anuncian por 12.000 €, me retraían a las sensaciones de sus antepasados: llantas de chapa con neumáticos estrechitos, techos tapizados con poco más que una lámina de plástico, un plafoncito de luz interior con un interruptor oscilante que parecía que se iba a romper en cualquier momento, interiores de chapa vista, mandos de calefacción de varillas y cables,.. Los guarnecidos eran poco más que una tela pegada sobre una lámina de plástico, y la única novedad de la radio era que tenía FM (no la encendí por temor a que me apareciera la voz de Matías Prats narrando un gol de Gento, o la de Bobby Deglané presentando una canción de Los Tres Sudamericanos).
Es admirable la flexibilidad que plantean ahora los fabricantes de automóviles en sus gamas: aquella misma carrocería, pobremente vestida y escuálidamente empujada por un motorcillo Diesel, se puede comprar por el triple de precio con un interior casi suntuoso y un motor con el triple de potencia. Por otro lado, mi sensación subjetiva era que el avance desde el Renault 12, considerando el cuarto de siglo largo que ha pasado, era hacia atrás.
Unas semanas después me topé con otro avance, esta vez hacia delante. Durante muchos años, el segmento E Premium estaba formado por “coches de abuelos”. Los 240D y 300 E, los Volvo grandotes, los Jaguar eran grandes, bonitos, cómodos, y también blandos de suspensión, con poco tacto de dirección, con asientos más butaca que bacquet y, por ello, territorio prohibido para quien buscara a la vez lujo y emoción.
Ahora los fabricantes han conseguido aunar las dos características: coches serios y formales, con corte de berlina clásica, acabados interiores lujosos y silencio monacal. Y, a la vez, motores, potentes que lo poco que suenan lo suenan bien, suspensiones cómodas aunque no blandas, cambios rápidos y prestaciones más que interesantes.
Estos E Premium que valen para quien se quiere divertir los inventó BMW con su Serie 5 y le siguieron Mercedes con algunas versiones de su Clase E y Audi con algunas de sus A6. Las marcas japonesas en unos casos ya llegan y en otros están aprendiendo. Un Infiniti M30d con motor Diesel V6 de 238 CV, interior presidencial y cambio secuencial de pulsadores demuestra lo segundo a base de contradicciones: el motor empuja y mucho, los pulsadores del cambio tienen forrada en cuero la parte que se toca con los dedos, para tener buen tacto, y son de algo que parece titanio en la cara que se ve. Pero las suspensiones blandísimas multiplican el balanceo y el cabeceo hasta hacer que el control de estabilidad haga horas extras en casi todas las rotondas. En resumen, sí pero no.
En el otro extremo me he encontrado con un Lexus GS450h en versión F-Sport; silencio, confort y lujo a velocidad de paseo dominical, que se daban la vuelta al buscarle las cosquillas: empuje contundente al juntarse en el sistema híbrido el V8 de gasolina y los dos motores eléctricos, aplomo en el slalom entre conos de las pista de pruebas y hasta la posibilidad, con el control de estabilidad desconectado, de poner de lado cinco metros de coche y dos toneladas de confort. Y eso no es propio de abuelos.
Es lo que tienen las elecciones en Mauritania, que te cortan las carreteras desde un par de días antes a dos días después, y si te cogen en Nuakchot, pues te quedas a disfrutar de la ciudad. No es que haya mucho que ver, más bien casi nada, pero los viajes unas veces te llevan a paraísos y otras a lugares así.
Al entrar en Nuakchot, la primera impresión en deprimente; la segunda también. Entramos por el barrio de los camioneros, una sucesión de pequeños locales que aspiran a ser talleres, rodeados por restos de camiones, casi todos Mercedes de color verde oscuro, de aquellos de cabina redondeada y retrasada, en distinto nivel de montaje, desmontaje, oxidación o achatarramiento, dependiendo de si los están reparando, son donantes de piezas o simplemente están a la espera por si acaso. Y alrededor de los camiones se agita un enjambre de negros hacendosos con mono azul, que sueldan, cortan, reparan o simplemente dudan sobre qué hacer para que la reliquia vuelva a rodar.
La visita al Novotel es breve: recepción lujosa, aire acondicionado que funciona, tabla con precios expresados en Euros con tipografía grande y en ouguiyas mauritanas en pequeño. Me da mala espina, así que me acerco y confirmo que una noche allí le da a una familia local para vivir un mes. Regresamos al coche y terminamos hospedados en el Hotel El’Amane, cuatro veces más barato y cien veces más africano. La habitación es básica, está limpia y fresca aunque no hay aire acondicionado, y el televisor funciona, aunque no lo encenderemos en toda la estancia porque no hemos venido a Africa a ver la tele.
Como el edificio no tiene ascensor, cada vez que entramos o salimos recorremos las escaleras y los descansillos, y eso me hace ver las revistas que se dejan en las mesas bajas. Son de esas revistas que se editan por todo Africa, sea anglófona o francófona, con cabeceras del tipo “La Nouvelle Afrique” o “Future Africa”, y que personalmente reparto en dos tipos: las que culpan a los colonizadores blancos de todos los males de Africa, y las que culpan a los africanos. En ambos casos su lectura entristece, porque siempre se pone en duda que haya un buen futuro para el continente.
Cuando el hambre apremia nos dirigimos a Le Prince, un local regentado por libaneses, que ni en un arrebato de optimismo llamaría restaurante. Pero tiene tres ventajas: los bocadillos de carne picada con patatas fritas están de lujo, como les funciona la nevera sirven Coca Cola fría de verdad, y en el comedor interior no se oye la campaña electoral, lo que es un alivio. Ya desde Chinguetti nos persiguen los carteles por las calles y las caravanas de coches con los altavoces atados con cuerdas, que pregonan los méritos de cada candidato. El más habitual es el actual presidente, que lleva en el poder veinte años tras ganar todos los comicios, aunque en ocasiones para conseguirlo haya tenido que meter en la cárcel a los líderes de la oposición antes de las elecciones. En los carteles se le ve con cara de profesor de Maatemáticas de instituto español de provincias en los años ’50, con rostro severo y hasta malencarado, bigote de guardia civil de la época y mirada reprobatoria. Para contentar a los pro-occidentales, en algunas fotos se ha puesto un traje azul marino, de corte desfasado, eso sí; en otras luce el tradicional bu-bu mauritano, en tono azul claro con detalles en ocre, para hacerle un guiño a los islamistas. Otro de los candidatos tiene un aspecto más conservador, como de santón hindú o imam iraní, y hay hasta una candidata.
Dar una vuelta por Nuakchot produce de todo menos alegría. Cerca del barrio de los camioneros, por el que entramos a la ciudad, está el de los mecánicos, con una organización que no oculta la mugre. Cada manzana, y aun cada calle, se especializa en un modelo de coche: Peugeot 504, Mercedes 300D, Toyota Hilux,… Se dejan en las calle unidades de estos vehículos en diferente estado de canibalización, de modo que cuando alguien llega para reparar su coche, busca la zona especializada, y los mecánicos se encargan de encontrar las piezas necesarias para el arreglo entre los cadáveres metálicos del entorno.
Tampoco es que el centro de Nuakchot sea mucho mejor, sobre todo porque no existe. Me explico. La administración colonial del Africa Occidental Francesa estaba en Saint Louis, en el actual Senegal, de modo que cuando Mauritania se independizó en 1958, no tenía capital. A alguien se le ocurrió construirla sobre un antiguo asentamiento árabe, a unos cinco kilómetros de la costa atlántica, cuyo nombre en hassaniya (la lengua local mezcla de árabe y bereber) significa “lugar de los vientos”. Por ello no tiene la estructura urbanística habitual en la zona: mezquita grande en el centro, medina, murallas, barrio judío, barrio de los esclavos negros liberados,.. Y como está lejos de la costa, no hay puerto, atarazanas, barrio de pescadores,… Sí que hay calles anchas y rectilíneas, con una cinta de asfalto de unos seis metros en el centro, y más de diez de tierra a cada lado, que se usan para aparcar, circular, montar un mercadillo o abandonar un coche averiado. Y en caso de que uno se encuentre un coche parado en el asfalto, o un carro que circula despacio, no hay más que dar un volantazo, adelantar por la tierra y volver luego al asfalto. O no, según apetezca.
Me gusta esa indefinición urbanística y el parque móvil que se mueve por ella; es más, me gustan los países en que los taxis son Mercedes repintados, desechados en Europa y rehabilitados más allá; los países en que los Peugeot 505 son grandes coches; esos lugares en que son válidos los vehículos que pondrían los pelos de punta a los empleados de una ITV española, y en los que las normas de tráfico no son más que sugerencias bastante flexibles y sujetas a interpretación. Por eso he disfrutado de taxis Mercedes en Marruecos con los asientos atados con cinturones de seguridad para evitar que se cayeran por el suelo en los baches; de autobuses repintados a mano por dentro y por fuera que trepaban por las pistas del Atlas al ritmo de los burros; de Toyota Corolla en Kenia que parecían catálogos de ruidos a punto de explotar; y de Seat Ibiza de primera generación que adelantaban en los rasantes ciegos de las carreteras sin asfaltar de Indonesia.
Nuestros coches de este viaje se encuentran a mitad de camino entre esos fenómenos arqueológicos locales y las modernidades europeas, y se portan de maravilla entre el tráfico local. Es aquí donde mejor se entienden algunas características de mi Land Cruiser Serie 70: volante casi de camión y dirección suave para serpentear entre el tráfico desordenado; motor que no da tirones ni por debajo del ralentí, para sortear cualquier incidencia sin cambiar de marcha; cristales grandes y línea de cintura baja para ver bien los agujeros del asfalto. El tráfico de Nuakchot, al estilo del de Nouadhibou y no muy lejos del de Marruecos o del que nos espera en Senegal, se basa en una mezcla de interpretación relajada del Código de la Circulación, y la ley de la selva. A los cruces se llega con decisión, se mete el morro del coche para achantar a los taxistas, mayoritariamente senegaleses, y se entra. Lo de quién tiene preferencia es secundario. Ahora, si al meter el morro se ve venir un autobús o un camión, se da la vuelta a la preferencia y se le cede amablemente el paso. Por eso son ideales para esta conducción caballerosa los volantes grandes y los motores Diesel de la vieja escuela, para no detenerse nunca ni acelerar mucho, maniobrar en callejuelas y aglomeraciones, rodear plazoletas con tales agujeros que parece que las han bombardeado, y evaluar las maniobras en los cruces y avenidas. Todo ello, claro, compensando con mucho claxon el hecho de que nunca se usen intermitentes.
Para agradecer a nuestros coches su buen comportamiento, una tarde de esos días electorales se la dedicamos ellos. ¡Qué buen taller puede ser la explanada frente a un hotel! Lo primero es descargar las herramientas y comprobar niveles y aprietes; tras cinco mil kilómetros desde casa, con mucho calor y algo de reductora, falta un cuarto de litro de aceite en el motor. Luego quitamos la pasta que forman la grasa y la arena del desierto en cierres, bisagras y cerraduras, y volvemos a lubricar. Los filtros de aire nos llevan un buen rato. Y por último nos encargamos de eliminar las huellas que dejó la plaga de langostas que encontramos al salir del oasis de Terjit: ha cegado los faros, el radiador y parte del parabrisas.
Y luego vaciamos todo el interior para limpiar y ordenar. “Todo el interior” significa bolsas de equipajes, cajas con víveres y repuestos, tienda de campaña y sacos de dormir, sillas y mesa, los bidones de agua y los de combustible, las planchas y la pala para la arena, gatos, medicinas, toda la ropa comprendida entre el bañador y el forro polar, y en definitiva lo que la prudencia y la experiencia aconsejar llevar para un viaje africano de tres semanas largas. Una vez limpio el interior, volvemos a colocarlo respetando reglas que a veces son contradictorias: lo más pesado, abajo y entre los ejes; y lo de uso más frecuente cerca del portón trasero.
La vida es maravillosa cuando juegas a ser mecánico bajo el sol africano, el reloj avanza despacio, las cosas se arreglan con una caja de herramientas y algo de paciencia, el vigilante del hotel viene a darnos palique, y nuestras mujeres nos traen latas de refrescos para combatir el calor.
No, no voy a decir que el Dakar actual no me gusta, que el resultado lo determina sobre todo el presupuesto del equipo, y menos aún voy a entrar sobre cuál es mejor, si el americano o el africano. El Dakar arrancó en 1979 y reflejaba el mundo de la época; más de tres décadas después el mundo es muy otro, en algunos aspectos bastante peor, y la carrera se ha adaptado a esos cambios.
Hace poco cayó en mis manos el libro que ha generado estas reflexiones, una maravilla titulada “1er Rallye Paris Dakar. Les portes du rêve”, de cuyo título he tomado el de esta entrada. El autor es Michel Delannoy, un amigo de Thierry Sabine que participó en las tres primeras ediciones de la carrera, y luego tardó muchos años en lanzarlo, porque no se editó hasta 2005.
El libro es una formidable colección de historias y anécdotas, que con un buen montón de fotos, nos muestran la distancia del Dakar de entonces al de ahora en los vehículos, los equipos, la organización, las normas, los presupuestos,… Y también la distancia entre aquel mundo y éste: hoy en día se desaconseja cruzar todas las zonas por las que pasaba la primera edición, que eran Argelia desde Argel a la frontera con Níger, un rodeo hasta Niamey para entrar en Malí por Gao, y de allí con rumbo oeste por Bamako hasta Dakar.
El reglamento de aquella edición no eran más que diez folios a máquina con consejos sobre elección del vehículo, los neumáticos y el material de repuesto, la ropa, las vacunas y las formalidades administrativas. Para correr con un coche se exigían arco de seguridad, arneses, extintor, fusibles de seguridad, brújula, eslinga y dos ruedas de repuesto.
La organización se enfrentó como pudo a los imprevistos: El recorrido de Marsella a Argel se hizo en un barco de línea regular, con los coches y motos de carreras mezclados con los argelinos que volvían a pasar la Navidad a casa. La noche de la travesía de Marsella a Argel, el 27 de Diciembre, murió el presidente argelino, Houari Boumédienne, que llevaba varias semanas agonizando en un hospital. Las autoridades locales, temiendo incidentes en un país aun inestable y para proteger la carrera, decidieron neutralizar el recorrido hasta Laghouat, y formar un convoy con la protección de motoristas de la gendarmería.
Los coches más habituales entre los inscritos eran los Range Rover y los Toyota Land Cruiser de la Serie 40. En aquella primera edición había clasificación conjunta, sin separar coches y motos, y el primer vehículo de cuatro ruedas acabó en cuarta posición. Por entonces se permitían tres personas a bordo, y este cuarto clasificado es un buen ejemplo de lo aficionado y heterodoxo de los participantes: Joseph Terbiant, un francés que vivía en Costa de Marfil, Genestier, su chófer, y Jean Lemordant, preparador parisino especializado en Mini. ¡Y ganaron!
El autor del libro acabó la carrera en 26ª posición con pocos incidentes en su BJ40 blanco con matrícula de París, salvo unas vueltas de campana entre Tahoua y Talcho (Níger), que doblaron el puente delantero y desperdigaron herramientas y pertenencias en cien metros a la redonda. Jean-Jacques Ratet, que con los años se convirtió en un clásico del Dakar, les puso boca arriba, recogieron sus cosas y llegaron a Niamey, donde los mecánicos del Concesionario Toyota pasaron la noche reforzando el puente con ballestas de camión.
Un buen ejemplo de que casi todo valía fue el caso de Christian Sandron y Philippe Alberto. Tenían un Peugeot 504 bien preparado, y se habían inscrito (y habían pagado) para salir en la Nueva Orleans – Caracas que iba a organizar Jean Claude Bertrand, el inventor de este tipo de carreras. Bertrand era el organizador de lo que se conocía como Rallye Costa a Costa, porque salía de Costa de Marfil y acababa en la Costa Azul francesa. También se le llamó Rallye Abidjan – Niza, por las ciudades de partida y llegada. Thierry Sabine era un ayudante de Bertrand, y cuando el Dakar de Sabine se hizo más popular que el Costa a Costa, la relación se rompió. La carrera de Nueva Orleans a Caracas se canceló, y Bertrand tardaba en devolver el dinero de las inscripciones, por lo que Sandron y Alberto vendieron el 504 y se inscribieron en el Dakar con el coche de calle de Sandron, un Citroën Dyane 6 con más de 100.000 km. Abandonaron en la etapa de Arlit a Agadez, llegaron a Bamako fuera de carrera, y con el dinero que sacaron de la venta del coche se pagaron los billetes de avión de vuelta.
Mis favoritos por el lado de los coches son los hermanos Marreau, Claude y Bernard. Tenían un taller en París, y habían hecho El Cabo – Argel en un R-12 Gordini. Para el primer Dakar prepararon un precioso R-4 amarillo y rojo con motor de R-5 TS y tracción a las cuatro ruedas con un sistema Sinpar. Tenía tan poca altura al suelo que sacaron el escape por arriba, como se llevan hoy en día las tomas elevadas, con el silenciador sujeto al vierteaguas del techo. Menos mal que no volcaron. La mayor limitación estaba en los neumáticos, porque no se fabricaban para campo en llanta de 13”; de hecho en casi todas las fotos aparecen con los desmontables en la mano, reparando pinchazos.
Si el lado de los coches es un despliegue de improvisación y amateurismo, el de las motos se desborda en historias carentes de pies y cabeza, como la del equipo Moto Guzzi (sí, he escrito Moto Guzzi), que inscribió a cinco motos. Seudem, el importador francés, en contra de la opinión de la fábrica, decidió llevar a Africa los veteranos V2 con transmisión por cardán. La primera en retirarse fue Martine Rénier, que se fracturó una muñeca en la etapa Reganne – In Salah, aun en Argelia. El mismo día el equipo se llevó dos sorpresas al rodar por vez primera en arena: el consumo de combustible se disparaba y las llantas traseras (¡de palos!) se rompían por las vibraciones. Y hubo una tercera sorpresa que llegó unos días más tarde: los chasis se fisuraban por la parte posterior de la pipa de la dirección, de modo que las Guzzi parecían “chopper” cruzando Africa. Entre Tamanrasset e In Guezzam, Alain Piatek se cayó y destrozó el chasis, y con cada vez menos llantas traseras de repuesto en los Toyota de asistencia, Alain Legrand se retiró al llegar a Tahoma y donó los restos de su moto para reparar las supervivientes. Unos días después hizo lo mismo Eric Breton (marido de Martine Rénier), y a partir de ahí pasaron las noches apañando la moto y soldando el chasis de Bernard Rigoni, y éste sí llegó a Dakar.
Otro que se peleó con las llantas fue Fenouil. Llevaba una BMW GS 800 preparada por Scheck con apoyo de la fábrica, la moto más potente de la carrera: 55 CV, para 150 kg. Pero la mala puesta a punto de las suspensiones, una simple horquilla telescópica delante y dos amortiguadores hidráulicos detrás, se cargaba las llantas. Su mecánico pasaba las noches arreglándolas a martillazos, y en Bamako pudo seguir porque le dejó una llanta trasera el comandante de la escolta presidencial. El motor se terminó rompiendo, y se retiró en Bakel.
Por supuesto que había motos japonesas en la carrera, y estaban en el equipo mejor organizado, el de Yamaha Sonauto, por supuesto con las XT 500. Sonauto fue importador de Yamaha para Francia durante muchos años, y al frente estuvo Jean Claude Olivier. Era este un tipo elegante con traje y corbata cuando representaba el papel de directivo de Sonauto. También derrochaba clase corriendo el Bol d’Or en el Ricard, dirigiendo el equipo Gauloises con Christian Sarron, o pilotando la monstruosa moto con la que salió en varios Dakar, con motor de FZ y cuatro cilindros. La estructura que montaron para el Dakar de 1979 era un anticipo de lo que se convirtió en norma muchos años después: un camión con piezas y dos mecánicos, y un coche como asistencia rápida. Es más, fueron los únicos que llevaban tienda de campaña; los demás dormían al raso.
He dejado para el final el caso de Pierre Berty y su XT 500, que llegaron hasta Dakar, aunque en una caída en la primera etapa se rompió el maleolo del pie derecho. Todas las mañanas alguien le arrancaba la moto, y se hizo el recorrido desde el 31 de Diciembre en que se rompió el pie hasta el 14 de Enero en que llegó a Dakar sin quitarse la bota derecha.
Eran otros tiempos, otras ilusiones y un mundo mucho más sencillo, en el que inscribirse en una carrera de locos dependía solo del grado de locura de uno, y no del nivel de desquiciamiento del mundo que nos rodea. En la actualidad, participar en una prueba del Mundial de Raids de cuatro días requiere más medios, organización y presupuesto que esos primeros Dakares. Los coches casi de serie que participaban entonces, a día de hoy no son válidos ni como asistencia. Y los pilotos y copilotos que antes solo necesitaban atrevimiento, algo de experiencia y ciertas nociones de mecánica se han transformado en una mezcla de atletas, volantistas, navegantes y mecánicos.
El motivo por el que miro con cariño el libro de Michel Delannoy es la cercanía que siento a aquella realidad: yo, con mi coche y mis conocimientos, podía haber participado en un Abidjan – Niza o en esos Dakares; uno actual nos viene, a mis patrocinadores y a mí, bastantes tallas grande. Y en el mundo actual, una carrera entre el Nueva Orleans dolido por el Katrina y la Caracas de Hugo Chávez va más allá de las ficciones de Spielberg.
“¿A que no hay cojones?” Estoy seguro de que esta frase se pronunció, en un inglés muy fino, eso sí, en una terminal del aeropuerto de Linate, en Milán, la tarde del GP de Fórmula 1 de Monza de 1988. El avión en que debían regresar al Reino Unido los directivos del equipo McLaren llevaba retraso, y para aprovechar el tiempo arrancaron una conversación que empezó con los planes de futuro de la empresa y debió de acabar con la frase en cuestión. Junto con una conclusión rotunda: vamos a fabricar el mejor coche deportivo del mundo.
Los presentes eran Ron Dennis y Mansour Ojjeh, por entonces jefes supremos de McLaren, su responsable de marketing, Creighton Brown, y nada menos que Gordon Murray, que se había unido al equipo el año anterior después de varias temporadas en que sus ideas habían creado escuela en la F1 y tras hartarse de su jefe, Bernie Ecclestone, por entonces propietario de Brabham.
Aquella tarde arrancó un cuento de hadas en versión de automoción que terminó el 25 de Mayo de 1998 con la fabricación de la unidad número 117 (la última, destinada a Azug Ojjeh, hermano de Mansour) de lo que para mí es, y probablemente será, el mejor deportivo de todos los tiempos.
En un primer vistazo, hay varios factores que alimentan la leyenda del McLaren F1: que hay pocos, que son muy caros, que el nombre es prestigioso y que corre mucho. Si profundizamos, vemos que el atractivo reside en la pureza del concepto: se parte de cero en la ingeniería, el diseño y en el historial de McLaren en coches de calle. No se emplea ni una sola pieza que venga de otro vehículo. Y además no se admite compromiso alguno: el motor es un V12 atmosférico porque es lo mejor para un deportivo de elite. Se coloca en el centro del coche y no mueve más que a las ruedas traseras para asegurar el comportamiento ideal de los deportivos clásicos. Para reducir el peso el chasis es un monocasco de carbono, y para aumentar la discreción no hay alerones ni concesiones estéticas.
La historia del McLaren F1 es, desde el punto de vista de los deseos imposibles de un ingeniero de automoción, todo un cuento de hadas. Eso sí, no quiere esto decir que esa pureza de concepto primero y de desarrollo después, la parte práctica que hay de la idea a la producción, haya sido cursi. Hay anécdotas que muestran las caras humanas, apasionadas e imprevistas del proyecto.
Por ejemplo, cuando a principios de Abril de 1992 se llevó el Clinic Model, un prototipo no rodante, en un remolque cerrado, a la cantera Penrhym, en Gales. Las revistas especializadas ofrecían fortunas por una foto espía que hasta el momento nadie había conseguido, y por ello se decidió que la sesión de fotos para el catálogo de lanzamiento se haría en un lugar alejado y discreto, como una cantera medio abandonada en Gales. Aquel día llovió, nevó, granizó, salió el sol y siempre hizo mucho frío, pero nadie molestó a quienes fotografiaban lo que en aquel momento era el coche más secreto del mundo. Hasta que de repente apareció un helicóptero, y una fila de policías y voluntarios de apoyo peinando la zona. No, no buscaban el coche, buscaban a un niño que había desaparecido de un camping cercano. Y pasaron de largo sin darse cuenta de que allí estaba el McLaren.
La segunda anécdota que acerca a la realidad el cuento de hadas sucedió en el calor de la pista de pruebas de Nardo, en Italia, unos meses más tarde, en Agosto de 1993. El prototipo XP3 estaba allí para las pruebas de velocidad máxima. En los intentos iniciales, Mika Hakkinen había llegado a 220 millas por hora (353,9 km/h), y antes del tirón definitivo se detectó una avería en la caja de cambios, una Weismann exclusiva para este coche. Una vez abierta, los mecánicos vieron que tenían repuesto de todo salvo de los rodamientos, que tardarían cuatro días en llegar desde Inglaterra. El jefe de mecánicos, Bruce McIntosh, había vivido en Italia en los ’60, y supo cómo solucionarlo: “Me fui a Brindisi, encontré una casa de cuscinetti (tienda de rodamientos), dejé los trozos rotos en el mostrador y pregunté: “¿Tiene algo parecido a esto?”. Y a los treinta segundos, literalmente, el chaval volvió con todos los rodamientos que necesitaba menos uno, que era dos milímetros demasiado ancho. Me indicó dónde había un tornero que lo podría rebajar. Todo lo que ví en el taller pequeño y polvoriento era un torno viejo. Expliqué que quería quitar 2 mm al rodamiento, el chaval dijo que sin problemas, sacó una herramienta de corte cerámica, quitó exactamente un milímetro por lado, me cobró diez pavos y en dos horas había vuelto, montamos la caja y volvimos a pista. Estas cosas solo pasan en Italia”. Con la caja de cambios reparada, a última hora de la tarde del domingo 8 de Agosto, Jonathan Palmer lanzó el XP3 a 231 millas por hora (371,7 km/h).
El texto entre comillas del párrafo anterior está tomado de “Driving Ambition. The oficial inside story of the McLaren F1”, el libro que escribió Doug Nye junto a Ron Dennis y Gordon Murray. Que sea el libro “oficial” mediatiza el contenido, pero permite el acceso a fotos, documentos y faxes que ilustran el desarrollo del coche. Y, sobre todo, muestra los dibujos y manuscritos de Murray. No solo era una época anterior al correo electrónico y al diseño por ordenador, es que Murray rechazaba la electrónica y trabajaba a mano: listas de objetivos de diseño, notas a mano de las pruebas de competidores o de prototipos, notas internas, y cientos de dibujos a mano alzada, en planta o en perspectiva, a lápiz, con bolígrafo o a color, la mayoría en hojas cuadriculadas arrancadas de un cuaderno de espiral.
De esta joya de libro guardo una reimpresión de la primera edición de 1999, hecha en Italia, y comprada en Melbourne. A veces los cuentos de hadas recorren muchos kilómetros.
Ese prototipo XP3 de los rodamientos del cambio rotos tiene ahora mucho significado. A día de hoy es el McLaren F1 más antiguo de los que se fabricaron, porque el XP1 sufrió un accidente y ardió en Namibia cuando un ingeniero de BMW, proveedor del motor, hacía las pruebas de conducción en alta temperatura. Y el XP2 se sacrificó en la prueba de choque para la homologación. Además, su propietario y usuario actual es Gordon Murray, que lo guarda en el garaje de su casa de Surrey.
No había citado hasta el momento que el origen del motor es BMW, y quiero destacarlo hablando de Paul Rosche, el genio de los motores de la marca alemana, que lideró el proyecto. Murray y Rosche se habían conocido en los años de los Brabham – BMW, entre 1982 y 1985. Esa buena relación allanó la comunicación entre los ingleses de McLaren y su sueño del deportivo ideal, y los bávaros y su cabezonería. Además, le añadió un toque sentimental: como muchos amantes de los automóviles, Murray y Rosche lo eran también de los aviones con motores de pistón. Por ello, cuando escucharon el arranque del V12 que BMW había desarrollado para el McLaren, impecable gracias a su gestión electrónica, la ausencia de volante de inercia y el equilibrado ideal, decidieron modificarlo. Unos retoques sobre la señal de chispa y la apertura de inyectores, en relación con la señal de velocidad del cigüeñal aun movido por el motor de arranque, hacen que la puesta en marcha del McLaren F1 suene con las toses y dudas de un Spitfire cuando se pone en marcha. Otro motivo más para desear uno, aunque me separen de él, dependiendo de versión y estado, entre uno y tres millones de Euros.
La película “Casablanca” sigue siendo un filón de citas. En los tiempos de turbulencia que ahora vivimos, ser demasiado racional impide tomar decisiones, y para evitarlo utilizo con frecuencia la frase que Ilsa Lund (Ingrid Bergman) le dirige a Rick Blaine (Humphrey Bogart) mientras viven su idilio en el París a punto de ser ocupado por un ejército alemán que arrasa Europa: “With the whole world crumbling, we pick this time to fall in love”. Suena más preciso, más descriptivo en el original en inglés que en la traducción al español que he empleado en el título.
Quizá esté utilizando la cita como una justificación de la compra poco racional que acabo de hacer. O quizá sea que tengo una edad en la que cada vez se siente menos la necesidad de justificarse. La cuestión es que ha pasado delante de mí un Toyota Celica Carlos Sáinz Réplica, la unidad 3.530 de una serie limitada a 5.000, con historial conocido, en estado de concurso y a la venta a precio lógico. Como para decir que no. Ya está en casa. Desde este momento me puedo considerar un coleccionista de coches porque tengo dos: el Land Cruiser Serie 80 y el Celica. Y ahora, a disfrutarlos, antes de que se derrumbe el mundo.
El disfrute comenzó en el retorno a casa tras recogerlo, al ir tomándole la medida a un vehículo distinto a los que conduzco habitualmente. Más bajo que un turismo actual, mucho más ligero que un TT, más potente que cualquiera de los dos. Con un buen tacto de dirección, solo me puedo quejar de un aro de volante demasiado fino para mis manos grandes, porque hace falta tacto cuando se comienza a explorar la enorme capacidad de tracción que suponen las cuatro ruedas empujando a través de tres diferenciales. No es que corra descomunalmente en las rectas, que sí que corre, es que se puede acelerar mucho antes a la salida de las curvas (o a la mitad de las rotondas) y las rectas cunden más.
Luego lo disfruté desde el punto de vista mecánico. Empecé por mirar sus interioridades, los niveles, el estado de discos, pastillas y guardapolvos, las posibles pérdidas u holguras en las transmisiones,… Estaba impecable. Vi el único cambio que se ha hecho respecto al original: latiguillos de freno metálicos con funda negra, para que no se note que existen, y pastillas Galfer rojas, eficaces en frío y constantes en caliente. Localicé el gato original y la llave de ruedas, memoricé en el radiocassette (sí, sí, el original sigue ahí montado) mis emisoras preferidas y ajusté asiento y espejos.
Cuando recogí el coche llevaba montadas unas llantas de 7” x 17”, de unos 34 mm de bombeo con neumáticos Goodyear Eagle F1 en medidas 215/45 R17 83 Y. No dudo de que sea una combinación excelente, y de hecho el coche iba como por raíles. Pero prefiero mantenerlo en sus especificaciones de fábrica, así que he montado las llantas Toyota de fábrica, de 6 1/2” x 15” y de unos 48 mm de bombeo, con unos Bridgestone RE 93 215/50 R 15 88V, la medida original. Hasta aquí todo muy bien, salvo un detalle: estos neumáticos están fabricados en las dos primeras semanas de 1991: banda de rodadura brillante, flancos cansados y hasta cedidos,… lo que asegura un escaso agarre, especialmente en agua. De modo que los mantendré para las pruebas iniciales, y los usaré con mucho cuidado.
En honor a la edad del Celica y aprovechando ese radiocassette original, busqué en la buhardilla de cada la colección de cintas TDK (también made in Japan) que solía usar en la época en que se fabricó este coche para grabar música de aquellos días. Y lo que al final terminé buscando fue un grupo, o al menos un estilo, que encajara con el carácter noble, directo y claro del Sáinz Réplica. Los neorrománticos sonaban artificiosos, ampulosos; The Clash, Los Nikis o Los Ramones eran demasiado crudos, casi ásperos en un coche que, a su estilo, es cómodo. Solo encontré el acuerdo completo al llegar a The Jam, especialmente en “That’s Entertainment”. Hubo también sintonía entre coche y música con aquel grupo madrileño, ahora de culto, llamado con razón Los Elegantes: buena imagen y mucha energía, como el Celica.
El remate de este disfrute inicial, de este retorno sentimental y mecánico a los ´90, ha sido recorrer las carreteras en que por entonces se disputaban rallies, como las de Hoyo de Manzanares, Colmenar Viejo y San Agustín del Guadalix. Considerando el tráfico y el estado de los neumáticos, el coche es diabólico en los tramos lentos, permite abrir en las horquillas en subida de segunda media hora antes de lo que pensaba, y eso implica llegar a la siguiente horquilla mucho más deprisa de lo que esperaba. Hay un subviraje en curvas de entre 100 y 120 km/h, quizá por deriva de los neumáticos delanteros cansados, y en las curvas ciegas rápidas… me falta mucho para encontrarle el límite. Eso sí, en las de tercera, con las gomas y el asfalto caliente, los neumáticos chirrían pero el chasis respeta milimétricamente la trayectoria.
Es obligatorio mencionar que he debido adaptarme a su motor de gasolina, después de muchos años “dieselizado”. En el Celica no se cambia a 2.000 rpm, ni se sale de las rotondas a dos mil vueltas. Es una alegría estrujarlo hasta las siete mil y ver cómo la carretera se estrecha, o reducir hasta segunda al entrar en las horquillas (que sí, que las horquillas con los motores de gasolina se hacen en segunda)
En esas estaba cuando se convocó en Madrid el primer Cars and Coffee de España. Cars and Coffee es una iniciativa que arrancó en el Sur de California en 2005 con el único objetivo de reunir aficionados a los coches y sus juguetes, para verlos, enseñarlos y charlar un rato. Sin dejar hueco a los millonarios caprichosos, que para eso está Peeble Beach, ni a los tuneros. La única pega que se les ha planteado a los organizadores californianos es dónde meter los más de seiscientos coche que suelen reunirse.
El arranque en España tuvo lugar en el aparcamiento del Rozas Village, y nos juntamos del orden de ochenta coches, con abundancia de Porsche 911 de todas las edades y bastantes cacharros americanos. Entre estos me llamaron la atención un Chevrolet Impala del 55 en color azul cielo, y un Ford Mustang “Bullit Edition”, lanzado para conmemorar los cuarenta años de la película “Bullit”.
Como la organización ubicaba los coches por nacionalidad, a mi Celica le tocó el sector japonés. Una vez aparcado, a la izquierda había un par de Honda S2000, pequeños, elegantes, trasluciendo la calidad de la ingeniería de Honda. Y a la derecha, un enorme, ostentoso, orgulloso Nissan Skyline GTR, apodado “Godzilla”, con unos neumáticos enormes en unas llantas inmensas, que a duras penas cabían en unas aletas sobredimensionadas. El Skyline merece su leyenda, pero en las últimas ediciones parece diseñado más para vídeo consolas que para la carretera.
La vida social de mi Celica continuó durante la grabación de un vídeo en el circuito del Jarama, protagonizado por un Toyota GT86, al que acompañaban deportivos veteranos de la misma marca: un MR2 de la segunda generación, otro de la tercera, un Celica xT 2.0 de 1983 y mi Sáinz Replica. Me hizo mucha ilusión rodar por la pista, aunque fuera al ritmo pausado de rodaje cinematográfico, porque cuando nació mi coche el Jarama era un circuito importante.
Ya no es tan sencillo encontrar neumáticos apropiados para este tipo de coche. Por un lado, los deportivos actuales utilizan perfiles más bajos y mayores anchuras, y por otro hasta los turismos de hoy en día llevan llantas de más de quince pulgadas. Además, la caída de ventas ha adelgazado los catálogos de los fabricantes de neumáticos y ha hecho reducir las existencias de sus almacenes; por eso han tardado un mes en llegar las únicas gomas que me valían, unos Dunlop SP Sport 9000, con un dibujo que estéticamente no me convence. Una vez montados, y ajustadas las presiones a 2,7 bar, he repetido los recorridos anteriores para comprobar las diferencias con los Bridgestone envejecidos. Sigue habiendo un excelente tacto de dirección en línea recta, con reacción inmediata a los movimientos del volante. El confort de rodadura se mantiene y en tramos de curvas, independientemente de la posición del gas, no le puedo encontrar pegas a la estabilidad al ritmo al que es juicioso rodar en carretera abierta.
Tras estas primeras experiencias, ya siento el Celica como mío. He grabado mis emisoras habituales en su radio, y en él escucho las cintas de la música que me gustaba en los ´90. En su documentación pone mi nombre, hemos pasado la ITV y su Bluetooth está coordinado con mi móvil. Para rematar, le he regalado unas placas de matrícula acrílicas que acentúan que sigue siendo un coche actual, aunque no le haga falta. Se ha convertido en el coche que uso con asiduidad y naturalidad, cuando me apetece, sin más planes que disfrutarlo. Porque no vale la pena darle más vueltas, tal y como decía Rick Blaine en “Casablanca” cuando una mujer le pregunta si se verán esa noche: “I never make plans that far ahead” (Nunca hago planes con tanta antelación).
Hace unos años, las motos japonesas y las BMW jugaban en ligas diferentes. Por eso las revistas no las comparaban entre sí. En aquella época se decía que las BMW eran mucho más caras porque eran más fiables y porque había que pagar la marca. Entonces no se utilizaba lo de las marcas “Premium” para justificar un precio más alto. Hasta que llegó Dennis Noyes, una vez más rompiendo los convencionalismos de las revistas de motos de la época, y decidió comparar a las BMW con su leyenda: ¿son tan buenas como dicen?, ¿justifican su precio?, ¿se merecen su fama?
Me he acordado de esta historia a costa del Toyota GT86, que aun no se ha comenzado a vender y ya tiene leyenda. La prensa le pone por la nubes, no se atreve a compararle con lo que parece estar por debajo (Volkswagen Scirocco, Peugeot RCZ, Mazda MX-5) porque dicen que es muy superior, ni con lo que está por arriba (Porsche Cayman, Audi TT) porque es mucho más barato. Se dice que El Cid ganaba batallas después de muerto, pues ahora resulta que el GT86 ha entrado en la leyenda antes que en el mercado. Después de probarlo, junto a parte de su competencia, en la Serranía de Ronda y en el circuito Ascari, creo que es un buen momento para analizar si merece o no esa leyenda. Vamos por partes.
Lo primero es felicitar a Toyota por su habilidad en la comunicación, que ha permitido generar al principio expectación y luego emoción. Solo con algunas fotos o con tomas de contacto con prototipos, la prensa ya transmitía que algo importante se acercaba. Y cuando pudo probar las unidades de preserie, traídas en avión desde Japón, en lugares como el circuito del Jarama, el mensaje era “Toyota ha vuelto a hacer buenos deportivos”, “La pasión ha vuelto”, “Diversión sobre ruedas” y similares.
El segundo punto a destacar es que la mayoría de los actuales probadores de coches carecen de la experiencia necesaria para juzgar el GT86 con perspectiva. A mi juicio, el que ha aprendido a conducir en coches de más de tonelada y media y con ayudas electrónicas, no analiza con imparcialidad un coche de 1.200 kilos que se gira con el pie derecho. Lo mismo que no entiende el miedo a conducir bajo la lluvia un 323i de finales de los ´80 o un 911 de los de verdad en una secuencia de enlazadas. Porque lo que hace el GT86 es repetir la receta de coche ligero con potencia media, centro de gravedad en posición baja y precio contenido. Claro que sin los sustos de hace veinte años.
Bien, vale, pero ¿va tan bien como dicen? El coche es bonito, corto, ancho y muy bajo, aunque no tanto como para que entrar o salir resulten incómodos o se sienta la tentación de llamarlo bajar o subir. Una vez dentro, los asientos sujetan sin agobiar, el cuadro es correcto, los ajustes buenos y los materiales, por ponerlo en perspectiva, casi del segmento D.
En tráfico urbano, sea con cambio manual o automático, la conducción es agradable. El motor no es ningún trueno hasta cuatro mil vueltas, pero no da tirones y el tacto es agradable. Gracias a que el motor es boxer y está colocado muy pero que muy abajo, el capó es a su vez muy bajo; por ello, aunque también el conductor se siente abajo, ve el morro del coche y calcula los giros en las calles y al aparcar.
Al salir a la carretera, es casi tan cómodo como un MX-5, tiene algo más de tacto que un Scirocco y parece más deportivo que un RCZ. A ritmo ligero gira plano, hay al menos dos marchas para cada curva y uno se plantea que hasta valdría para viajar, aunque las plazas traseras solo sirvan para niños. En un tramo de carretera como el de Marbella a Ronda, con todo tipo de curvas, y también con tráfico y precipicios, cualquiera de los cuatro coches que he citado es estupendo; podemos hacer comentarios más basados en criterios subjetivos cobre colores de interior, diseños o tactos, pero casi me quedo con cualquiera
Cuando se entra en el circuito Ascari y se les buscan las cosquillas, aparece el límite de cada uno. La comodidad del MX-5 se convierte en exceso de balanceo y en inestabilidad delantera en los cambios bruscos de apoyo. El motor es algo más lento que el resto, el tacto de dirección sigue siendo bueno, pero el Mazda dice que aquí no se encuentra a gusto. El Peugeot me hizo sentir que la postura de conducción cómoda en ciudad y carretera ya no es tan buena en circuito. Y que las espectaculares llantas de 19” dan un tacto demasiado brusco, poco sensible. El VW Scirocco que probé era un dos litros turbo con 210 CV, cambio DSG y llantas de 19”. Pintón como él solo. Al acelerar salía disparado con ganas, hasta que los caballos se le atragantaban a un chasis que no deja de ser el de un Golf, y entraba la electrónica a poner orden. Cuando había recuperado la compostura y volvía a abrir gas, se repetía el ciclo. Como consecuencia, la conducción no es fluida y menos aun divertida; parece como si en lugar de disfrutar con el motor uno se peleara contra él.
En el caso del GT86, e insisto en que da igual que sea manual o automático, las palabras definitorias son fluidez y confianza. Con el motor por encima de las cuatro mil vueltas, los cambios de marcha, hacia arriba o hacia abajo, solo generan aceleración lineal, sin tirones. Una conducción fina permite abrir a fondo en segunda, con el control de estabilidad en Sport, con la certeza de que no habrá cruzadas ni sustos. Y eso asegura que la siguiente curva llegará muy deprisa.
El hecho de que las ruedas delanteras solo sirvan para girar permite no solo un tacto de dirección excelente; también que no haya ni gota de subviraje ni aun de deriva en cualquier tipo de curva.
En las dos primeras vueltas me saltó el ABS en la curva lenta a la izquierda antes de las rápidas de entrada en meta, un punto crítico para hacer tiempos. Pregunté a los instructores de la prueba por la trazada correcta, y me respondieron con una sonrisa: “Has frenado tarde, y como la curva está en rasante, te has quedado sin carga y ha saltado el ABS. El truco está en cortar antes, frenar a ciegas en la subida, y cuando llegas arriba girar pronto y empezar la bajada con todo el gas.” ¡Cómo cambió el tramo con ese consejo! La frenada se hacía sin pegas, y el coche admitía tirarse hacia abajo en segunda a fondo con el volante aun girado y el control de estabilidad ayudando un poquito. Ahora había que tomarse en serio las dos rápidas que venían a continuación, y la frenada de final de recta, que recuerda a Eau Rouge, ya no era tan fácil. Y por supuesto, a un ritmo arriesgado incluso en seco para un BMW 323i de finales de los ´80.
Cuando me creía que iba deprisa llegó el remate de la jornada: un par de vueltas en el asiento derecho mientras conducía un piloto que había ganado carreras en el Británico de Fórmula 3. Rodando a un ritmo que le permitía darme explicaciones sobre la marcha a utilizar y las trazadas correctas, con el tono aséptico de un locutor de la BBC, enlazaba una cruzada con otra, sin que el volante parara quieto ni un segundo. Con todo, lo que más me impresionó fue el final de la recta de atrás: curva a la derecha en cuarta sin dudar a unos 160 km/h, otra a la derecha algo más cerrada aun en cuarta, y de repente dos marchas menos para un zig-zag izquierda – derecha con salida en horquilla a la izquierda. Ahí, donde conducir fino cuenta, es donde el GT86 demuestra su valor: no se mueve un milímetro en las rápidas, frena recto sin dudar, el cambio automático baja dos marchas más deprisa que el manual (sí, lo he escrito bien, no es al revés) y la dirección lleva el coche a lo largo de la trayectoria en S sin vacilar. El remate es salir de la horquilla con una leve cruzada y una sonrisa que me daba dos vueltas a la cara.
A estas horas, cuando el mercado aún no ha dado su opinión, está claro que el GT86 se merece su leyenda.
Las instalaciones de NQ Australia Rentals en Adelaida eran lo que esperaba de una empresa de alquiler de autocaravanas: una oficina pequeña rodeada de una campa en la que había estacionadas muchas autocaravanas. Una de ellas era la que habíamos reservado para cruzar el continente: desde la costa sur, frente al Mar de Tasmania, hasta Darwin, en el Mar de Timor, casi a la vista de Indonesia. Al bajarme del taxi y mirar al interior, cogí aire: olía a viaje de los buenos, de los que te llevan a lo desconocido, los que huelen a que por muy bien que lo hayas organizado, habrá sorpresas.
En aquella época Internet estaba naciendo pero la reserva había funcionado: un pick up Toyota Hilux convertido en casa con ruedas, matrícula 779 ELZ, nos esperaba. El empleado nos contó con detalle los encantos y los peligros del viaje que íbamos a arrancar, como aquel que ha visto a unos cuantos incautos metidos en líos. Y al final nos entregó el contrato de alquiler con unas indicaciones que eran una promesa de aventura: según lo estipulado, debíamos devolver la autocaravana nueve días más tarde, en el cruce de las calles Smith y Daly, en Darwin, sede de la empresa en la otra punta del continente.
Con los papeles en la mano salimos al exterior, a escuchar las explicaciones sobre cómo funcionaba la que iba a ser nuestra casa por unos días. Como se da por hecho que quien las alquila viene de lejos y con lo puesto, el alquiler incluye todo lo que se necesita para “entrar a vivir”: vajilla, utensilios de cocina, muebles de exterior, ropa de cama,… Una vez aclaradas las dudas y con las llaves en la mano, hicimos la pregunta propia de quien ya tiene casa pero con la nevera vacía: “¿Hay algún supermercado por aquí cerca?” El empleado puso cara de “Eso es lo que preguntáis todos”, nos dio unas indicaciones y nos fuimos a hacer la compra.
En condiciones normales la compra se coloca en el carro del supermercado y, después de pagar, se carga en el maletero del coche. Cuando se llega a casa, se vacía el maletero y se coloca todo, bien en la nevera bien en la alacena. El proceso se simplifica si se tienen en uno la casa y el coche y estacionados ambos en el aparcamiento del supermercado, porque la compra pasa directamente del carro del supermercado a la nevera y la alacena de la autocaravana. Acabada la compra, sentamos encima del cuadro de instrumentos a “Aussie”, un pequeño perro de peluche que habíamos comprado la tarde anterior en una juguetería del centro de Adelaida y que, desde entonces, es la mascota oficial de nuestros viajes. Y así de pertrechados tomamos la Stuart Highway, que a pesar de su nombre es carretera y no autopista. Al principio recorrimos las zonas habitadas de los alrededores de Adelaida: casas de una planta con jardín en urbanizaciones de aspecto relajado, niños jugando y, en general, esa tranquilidad propia de la vida australiana. Luego llegaron los pueblecitos salpicados entre colinas verdes, en ocasiones situados frente al mar. Y siempre encontrando de vez en cuando gasolineras, restaurantes y centros comerciales.
Me resultó sencillo acostumbrarme a conducir aquella casita con ruedas: los mandos estaban bien colocados y no requerían esfuerzo, y además ya tenía cierta experiencia en conducir con el volante a la derecha y el cambio a la izquierda. Necesité algo más de tiempo para hacerme con las dimensiones: no me daban miedo los más de cinco metros de largo, miraba con cuidado los casi tres metros de alto, y sí me asustaban los más de dos metros de ancho, que llenaban por completo el carril. En los giros de las ciudades me lo tenía que pensar muy mucho, y en la carretera no quedaba demasiado margen de seguridad por ninguno de los dos lados.
Más allá de Port Augusta el paisaje comenzó a cambiar. Nos alejábamos del la cordillera Flinders y el horizonte se aplanó; aunque aun había lagunas, el mar iba quedando atrás y el tono de la tierra pasó a ser más pajizo y mate: empezábamos a entrar en el Outback, una parte del mundo que hay que visitar aunque solo sea por el nombre, algo así como el desierto de Taklamakán, allá por China, cuyo nombre en lengua local todo el mundo traduce por “entra y nunca saldrás” (aunque en realidad significa punto sin retorno).
En traducción libre e imaginativa Outback es la parte de atrás de lo de fuera, o el exterior de lo que está detrás, algo así como la zona en la que no todos se atreven a meterse. Geográficamente arranca al norte de Port Augusta y llega hasta Katherine, ya cerca de Darwin, lo que supone del orden de 2.400 kilómetros de carretera, e incluye lagos generalmente secos, zonas reservadas a los aborígenes, desiertos más grandes que algunos países europeos, llanuras al nivel del mar y cordilleras que superan los mil quinientos metros de altitud.
Le daba vueltas a esto con una sonrisa ilusionada cuando de repente me di cuenta de varias cosas, que mezcladas y agitadas suponían un peligro. Por un lado, al salir de las zonas habitadas y aumentar el ritmo de conducción, el consumo de combustible había subido y la aguja del indicador caía deprisa. Por otro, hacía un rato que no veía pueblos y menos aun gasolineras. Y en tercer lugar, el sol llevaba un rato bajando. Ya habíamos pasado Pimba y, según el mapa, el siguiente lugar habitado era Glendambo, a 113 km. En la guía Lonely Planet Pimba ni siquiera merecía una mención, y de Glendambo se decía que tenía veinte habitantes. Empecé a hacer todo tipo de cálculos sobre tiempo remanente de luz, velocidad media y consumo, y comencé a desear que a alguien se le hubiera ocurrido montar una gasolinera en algún lugar entre las dos poblaciones. O lo que fueran.
Mantenía la concentración para conducir gastando poco, a la vez que deseaba que hubiera una gasolinera y calculaba lo que quedaba hasta Glendambo. Y mientras, veía como el sol y la aguja del indicador de combustible seguían bajando. Fue el sol el primero en llegar al final de su recorrido y continuamos el viaje a oscuras, suspirando ahora por ver una luz al fondo que sonara a promesa de combustible.
No fue así. El motor se paró, y dejé a la autocaravana deslizarse en silencio hasta que se quedó parada en el arcén. De noche, en el desierto y sin combustible. Pero con camas, comida, bebida fresca, una cocina, un baño y ropa limpia. ¡Qué sensación más contradictoria! No era la primera vez que me quedaba sin combustible, y cuando me había sucedido me había sentido desamparado, sin movilidad ni protección ni abastecimiento. Sin embargo, en una autocaravana, pareciera como si de repente uno viviese en el arcén de la carretera: inmóvil, sí, pero con apartamento de un dormitorio, baño con ducha y provisiones.
Las carreteras del centro de Australia son muy rectas y bastante planas. Y como las granjas de la zona abastecen de animales vivos a los mataderos de las grandes ciudades de la costa, como Adelaida o Melbourne, se inventaron los “road trains” o trenes de carretera, que no son otra cosa que un camión que tira de dos remolques. O tres, o hasta cinco. (He añadido una foto de uno de ellos tomada días más tarde en otro lugar para poner las cosas en perspectiva) Cuando vimos por los retrovisores de la autocaravana unas luces lejanas viniendo del sur, no sabíamos lo que era, pero decidimos pararle y pedirle ayuda.
Hace falta un cierto valor para plantarse de noche en el centro de una carretera del Outback y hacerle señas con la intención de que se paren a unas luces que se acercan. ¿Quién será?, ¿qué vehículo?, ¿sería de fiar?, incluso, ¿se parará o intentará atropellarnos? Según se acercaban las luces crecía nuestra ansiedad, que desapareció en cuanto entramos en su zona iluminada, porque oí claramente como el conductor de lo que fuera aquello cortaba gas y comenzaba a frenar. Cualquier vehículo tenía sitio para detenerse a nuestra altura, pero daba la casualidad de que lo que habíamos parado era un auténtico “road train” australiano, que necesita una auténtica barbaridad de metros para vencer la inercia de varios remolques lanzados. Por eso nos echamos al arcén para dejarle sitio, y atronó a nuestro lado con todo el ruido propio de frenos en acción y muchos neumáticos rodando, y cuando pasó nos pusimos a correr detrás de él, persiguiendo en la noche sus pilotos rojos que suponían una posibilidad de salir de aquel arcén. Reconozco que corrí bastantes metros: los que necesitó para pararse más los que había desde la cola del último remolque hasta la enorme cabeza tractora Kenworth que tiraba de todo aquello. Cuando llegué a la cabina, por el lado derecho, claro, me encontré con un camionero sonriente, con ganas de ayudarnos, que hablaba con un acento australiano más que cerrado: “Subid, os llevo, hay un “road house” a una media hora de aquí”. Corrí de vuelta a la autocaravana, cogí el dinero y los pasaportes y la cerré, para de nuevo correr hasta la cabeza tractora. A estas alturas, correr de noche por el arcén de la Stuart Highway me parecía lo más natural del mundo.
Por fin nos sentamos los tres en la cabina y arrancamos. Me dí cuenta entonces del otro lado del significado de la inercia de un tren de carretera: hace falta mucho tiempo y mucho esfuerzo del motor para poner en marcha tantos metros de camión y hacer que alcancen una velocidad de crucero aceptable. Mientras aquellas toneladas iban dejando atrás nuestra autocaravana, comenzamos a charlar con el conductor. Empezamos por el de dónde sois, qué os ha pasado y qué hacéis por aquí. Y seguimos por que él vivía de conducir aquellos cacharros desde el centro de Australia hasta cualquier lugar a donde hubiera que llevar el ganado, generalmente Melbourne o Sidney, aunque también iba a Adelaida o Darwin. Entre la jerga y su acento de camionero se me escapaba parte de sus palabras, aunque sí llegué a entender que algunas pastillas no muy legales ayudaban a los componentes del gremio a mantenerse despiertos en las inacabables sesiones al volante que hacen falta para cruzar el continente a velocidad de camión.
Lo que sí entendí bien fueron las explicaciones sobre los peligros de la carretera por culpa de los animales. Los canguros son asustadizos, y salen a pasear por la noche porque a esas horas no hay humanos. Al igual que otros seres noctámbulos, se quedan como bloqueados ante las luces de los vehículos; por eso no se debe viajar cuando el sol ha caído, porque un golpe contra un canguro que se ha quedado inmóvil en el medio del asfalto supone dañar el frontal del coche, incluyendo quedarse sin radiador ni parabrisas. Eso sin considerar que el cuerpo del canguro entre en el habitáculo e impacte contra los pasajeros.
Los únicos que se libran de esta especie de toque de queda de la circulación son los camiones y los todoterreno, siempre que lleven las enormes protecciones delanteras que en jerga local llaman “roo bars”. “Bars” de barras y “roo” como abreviación de “kangaroo”, canguro. Como para entenderlo a la primera.
Los canguros atropellados por la noche quedan tendidos en la carretera, y al salir el sol se convierten en el alimento de los buitres, que se posan en el asfalto para comer sin prisas. Po eso también los buitres estos son un peligro para los conductores, ya que alzan el vuelo muy lentamente, y al ver venir un coche su reacción es lenta, de modo que cuando el coche llega, apenas han alcanzado un metro de altura. Es decir, que el conductor ha de esquivar el canguro muerto en el suelo y evitar que el buitre que se lo estaba comiendo entre por el parabrisas.
Por ahí iba la tertulia de la cabina cuando llegamos a Glendambo, que no era más que el “road house” que nos habían anunciado. Es decir, una gasolinera con bar y un pequeño motel. En otros términos, la versión para el Outback de un área de servicio, con todo el tipismo de la zona. El responsable del local conocía a nuestro camionero, que de inmediato le puso al día de quiénes éramos y qué nos pasaba. Nos miró con cara de “tranquilos, que esto está resuelto”, y nos preguntó con un tono maternal que chocaba con su aspecto rudo: “¿No habéis cenado, verdad?” Un instante después el camionero había reanudado su viaje, nosotros estábamos sentando a una mesa acompañados de unas cervezas a la espera de la cena, y el bar entero nos miraba. No cabía duda de que éramos la novedad: si de verdad Glendambo tenía veinte habitantes, estaban todos allí, con la mirada fija en nosotros, eran todos hombres y nuestra presencia debía ser la novedad del mes. Por el aspecto eran en su mayoría trabajadores manuales de cierta cualificación, que a falta de familia y aun de pareja solo mantenían relaciones sociales entre ellos y con la cerveza, y ello en una zona del desierto alejada y casi despoblada. Al poco llegaron a la mesa nuestros platos, y el del bar nos dijo que ya estaba con lo de buscar una garrafa o algo así para llevar el combustible, y que un tipo nos acercaría a la autocaravana cuando acabáramos de cenar. (Respecto a lo de “acercarnos” hay que hacer una puntualización sobre las escalas australianas: a estas alturas del viaje ya había entendido que todo lo que estuviera a menos de 400 kilómetros se encontraba “ahí al lado”).
Al no entender por completo el idioma y casi nada de las costumbres, preferí dejarle hacer mientras dábamos cuenta de la cena. Entonces se nos sentó a la mesa uno de los mirones, y entre curioso y educado arrancó la conversación para saber algo más de nosotros. Noté que de verdad éramos para ellos lo único novedoso en mucho tiempo, por eso merecíamos su atención, y nos preguntó con interés sincero lo de siempre: de dónde éramos y qué hacíamos por allí.
Cuando acabamos de cenar, llenamos de gasolina la garrafa que nos había conseguido el responsable del bar, y nos presentó al tipo que nos iba a llevar con rumbo sur. Si considerando la economía de lenguaje de los habitantes de la zona digo que nuestro conductor era hombre de pocas palabras, está claro que en su caso lo que fuera más allá de un monosílabo era perorata. Vamos, que dejaba a los personajes castellanos de Delibes por víctimas de incontinencia verbal. Por lo que entendí el parlanchín salía de viaje en dirección sur, y nuestra autocaravana abandonada en el arcén le cogía de paso. Llegamos a su coche, que estaba aparcado en el exterior y comencé a entender su vida: era un veterano Land Cruiser de la Serie 60, con “roo bars”, una buena colección de faros supletorios y un par de escaleras de aluminio en la baca. Por dentro dos emisoras de radio, y la parte posterior convertida en almacén y taller de electricista, con un hueco para dormir. Nos confirmó que trabajaba de electricista por la zona, reparando lo que fuera en granjas, gasolineras o donde le llamaran, que llevaba a bordo las herramientas y el material, y que con frecuencia dormía allí mismo. Y lo decía todo con tranquilidad, con la humildad del que sabe que vive en un entorno en el que la Naturaleza es mucho más fuerte que uno, y es mejor ir por la vida con las orejas gachas.
Por la Stuart Highway, la batería de faros abría una brecha iluminada por delante del Land Cruiser, y el resto del mundo parecía ser de un negro rotundo e inexpugnable. Cuando llegamos a la autocaravana sentí que nos recibía con tristeza, como enfadada por no haberla cuidado primero, y por dejarla abandonada después. Mientras repostaba con la garrafa de gasolina a la luz de los faros del Land Cruiser, oía bajar el combustible por los tubos vacíos, así era de intenso y puro el silencio del desierto. El motor arrancó sin dificultades y la casita con ruedas volvió a la vida. Entonces me acerqué a nuestro benefactor para darle las gracias y permitirle continuar viaje, y me respondió con su habitual escasez de palabras: “Iré yo delante por si los canguros. Vosotros seguidme”. Y se metió en el Land Cruiser. Como no queríamos, encima, hacerle esperar, corrimos hacia la cabina, y de inmediato rodábamos tras él, más bien pegados para evitar que un canguro despistado se metiera entre los vehículos. A la vez, le dábamos vueltas a lo que el tipo, con la sencillez, la hospitalidad y la generosidad de quienes habitan en zonas duras, había hecho por dos desconocidos a los que probablemente nunca más vería: conducir un par de horas de noche por el desierto.
Al llegar de regreso a Glendambo, cuyos veinte habitantes seguían bebiendo cerveza en el “road house”, lo más que aceptó en señal de agradecimiento fue una ronda en el bar. La gente del desierto es igualmente acogedora en todo el mundo, lleve pantalón corto y botas, como en Australia, o chilaba como en el Sahara; solo les diferencia que compartas con ellos cerveza fría o té caliente.
Hace poco tuve el placer de probar un monoplaza en circuito, y confirmé lo que comentan quienes lo han hecho antes: no tiene nada que ver con llevar un turismo, corresponde a otro planeta. No son solo la posición de conducción o las dimensiones; es que intuitivamente comparamos cualquier parámetro de un coche (potencia, par, longitud, altura, anchura de neumáticos,…) con un peso en el entorno de la tonelada y media. Es decir, 200 CV es poco y 300 comienza a ser interesante, y los neumáticos de menos de 255 mm son estrechos. En un monoplaza se mantienen los cuatro discos y las cuatro ruedas gordas, le añadimos la aerodinámica y dejamos el peso en un tercio. Luego un sencillo Fórmula Renault 1600 de solo 170 CV ofrece unas sensaciones y unas prestaciones impensables para casi todos los turismos.
Sin embargo, la primera sensación que se experimenta se refiere a la posición de pilotaje: sentado casi en el suelo y con las piernas estiradas, los pies se meten en un túnel profundo y estrecho, en cuyo final hay tres pedales minúsculos. La anchura de dos zapatos del 42 es la misma que la del túnel, luego un pisotón presiona dos pedales a la vez; es imprescindible usar botines de carreras o, como mínimo, zapatillas de deporte de suela estrecha. El pedal del acelerador tiene unos 50 mm de recorrido y una impecable linealidad entre su desplazamiento y la potencia suministrada por el motor. El del freno no se mueve más de 20 mm, y está duro como pisar una escalinata de catedral gótica. El embrague, más blando de lo que esperaba y con casi 8 cm de recorrido, es modulable; eso sí, no hay donde apoyar el pie izquierdo ni para doblar la pierna y meterla bajo la otra, por lo que en pocas vueltas ésta se cansa.
El cambio, secuencial de cinco marchas con palanca a la derecha, es sorprendentemente fácil de usar. ¿Y el volante? En realidad habría que hablar de un rectángulo de menos de 20 x 30 cm, lo único que cabe en el hueco disponible.
Ir sentado tan bajo y con retrovisores alejados y pequeños asegura mala visibilidad. Y en un circuito con desniveles, como el Jarama, más aun. No se ven ni el principio, ni el final, ni los lados del coche, que además en más ancho por detrás que por delante. De modo que la única referencia son los neumáticos delanteros, cuya parte superior sirve de guía igual que aquellas barras verticales con bola en la punta que se ponían en los paragolpes delanteros de los camiones de cabina retrasada de hace 60 años.
Una vez en marcha, conceptos como girar plano o subvirar pasan a una nueva dimensión. Todos los giros se hacen de modo absolutamente plano, no hay ni un atisbo de balanceo, lo único que se mueve en una curva es el casco del piloto, empujado por la fuerza centrífuga. Y la conexión entre giro del volante y entrada del vehículo en curva es de otro planeta: no hay elementos flexibles que la retrasen o la amortigüen, en el momento en que se inicia el movimiento del volante, el coche entra en la curva, como si el pensamiento del piloto y el chasis fueran uno.
Una vez dentro de la curva se entiende que se podía haber frenado más tarde, entrado más deprisa y abierto gas antes, y la capacidad de absorber caballos al abrir deja a uno helado.
Repentinamente el Jarama es un circuito rápido. Se abre gas tras la doble de final de recta, y se sigue acelerando sin dudas hasta llegar a Le Mans; la curva que hay entre medias se pasa sin cortar ni pestañear. El tramo desde Fangio hasta la Hípica es igualmente de mucho gas; lo que más sorprende no es tirarse a la Rampa Pegaso a ese ritmo, no, lo formidable es coronar y hacer las eses moviendo el volante pero no el pie derecho.
El impacto mayor llega al bajar Bugatti. Por la posición, tan baja, no se ve la pista que gira y desciende, solo las ruedas delanteras apuntando a la quinta planta de la torre de control. Hay que intuir el punto en que se gira, sin cortar tirar el coche por la bajada, y asombrarse del trapo al que se llega a la horquilla de segunda.
En otras palabras, que rodar a ritmo relajado es más fácil de lo que parece, y permite descubrir que hay un mundo más allá en la conducción. Mientras, lo que corre por detrás en el cerebro es la enorme dificultad de sacarle partido a este juguete, confiar por ejemplo en la combinación de agarre de neumáticos delanteros y apoyo aerodinámico del alerón frontal para hacer la curva del túnel a la velocidad a la que verdaderamente se puede hacer.
Por eso, me da miedo pensar lo que debe ser un Fórmula Uno, con un poco más de peso, cinco veces la potencia, y frenos, neumáticos y aerodinámica de otro mundo. Por no citar la postura, con los pies 30 cm por encima de las caderas, las piernas dobladas para hacer sitio al extintor bajo las rodillas, el eje del volante a la altura del cuello, y sobre el volante los controles y el derivabrisas. Más o menos como llevar un camión de cabina retrasada con el asiento por los suelos.
Y a estos datos estáticos hay que añadir los dinámicos: 5 g en frenadas, 3 por la fuerza centrífuga, y unos chicos que se apellidan Alonso, Vettel y Button deseando pasarte aunque sea por encima. Toda una experiencia.
Tras un par de días recorriendo el cauce del río Draa, que unas veces tenía charcas y casi todas estaba seco y pedregoso, llegamos al ksar Tafnidilt, unos veinte kilómetros al norte de Tan Tan y casi 300 al sur de Agadir, en Marruecos. Por su aspecto de fortaleza amurallada con torreones y portón de acceso, y porque se llega solo por pistas, es un lugar idílico para el que viaja por el desierto. Y supone un descanso de agradecer después de aguantar dos días de baches y dormir en tienda de campaña.
Una vez duchados, tras disfrutar de la primera cerveza en mucho tiempo, y justo antes de atacar un delicioso plato de pescado, nos sentamos a decidir el plan del día siguiente. Para empezar, queríamos visitar los restos del fuerte francés que hay sobre el altozano que está frente al hotel. A continuación, tomar bien la pista o bien el cauce del Draa con rumbo noroeste hasta llegar al Atlántico, que debía andar a unos treinta kilómetros en línea recta. Y luego, seguir bordeando la costa, hasta llegar a Sidi Ifni, por pista o carretera, dependiendo de cómo se diera el día.
La harira y la corvina estaban formidables, y mientras las disfrutábamos nos fijamos con envidia en que andaba por allí un italiano viajando solo en un Land Cruiser 70 de los últimos, con motor V8. También se nos pusieron los dientes largos al ver llegar un grupo de franceses con buggies bien equipados y con camión de apoyo y todo. Nos fuimos a dormir (¡a una cama!) pensando en el día siguiente y que en Africa los planes se cumplen. ¡Qué ilusos!
En el desayuno nos encontramos con el placer del café de puchero recién hecho y el pan del desierto untado con mantequilla y mermelada. Había llovido durante la noche, y eso nos aseguraba menos polvo en las pistas y arena más dura en las dunas, al menos en las primeras horas de la mañana, hasta que el sol secara la capa superior.
Cargamos el equipaje en nuestros Land Cruiser, y nos subimos al altozano, donde los diez mil metros construidos del fuerte francés que dominaba el entorno y permitía vigilar el cauce del río Draa. Su techumbre y su orgullo se han derrumbado, y no quedan más que algunos arcos y los muros de adobe arañados por el tiempo y la lluvia. Mientras paseaba por entre los restos, imaginaba para qué servía cada estancia y las escenas que allí se pudieron vivir. Lo que parece que fue un despacho con ventanales, quizá el del oficial al mando, parece avergonzarse de su estado: no tiene cubierta, las ventanas ya no son más que agujeros en las paredes, pero allí debió haber una recia mesa de madera, frente a la que se cuadraron muchos militares, con la silueta del oficial al mando recortándose al resol del desierto que se vigilaba por el ventanal.
Continuamos el paseo por el fuerte y, al llegar a su parte posterior, vimos desde lo alto al camión de los franceses de los buggies con toda la pinta de haber hundido el eje delantero en el barro de la llanura. ¿Por qué se había metido en esa vega cercana al cauce seco del río, que tenía todo el aspecto de ser una trampa de barro? Un rato después, cuando decidimos que ya habíamos tenido suficiente visita al fuerte francés e iniciamos el descenso, comprobamos que los franceses y sus buggies, más alguien del hotel, se habían congregado alrededor del camión atrapado. Con el espíritu de colaboración del desierto crecido, decidimos acercarnos por si fuéramos de ayuda. Y antes de llegáramos, salieron corriendo hacia nosotros, haciendo aspavientos con los brazos para que nos detuviéramos: “El suelo está duro arriba”, nos dijeron cuando llegaron hasta donde nos habíamos parado, “pero por debajo está blando. Por eso se ha hundido el camión y os podías haber hundido vosotros también”. “¿Y por qué se ha metido vuestro camión por aquí?”, les preguntamos. “Para rescatar al de los alemanes”, y al responder señalaron un precioso camión vivienda MAN que había unos treinta metros a la derecha y que, en contra de lo que parecía, no estaba acampado en ese llano cerca de la pista. Al acercarnos a él entendimos la realidad: estaba hundido hasta los ejes delante y detrás, y se veían las marcas de que alguien llevaba todo un día excavando en vano con pala y azadón para sacarlo. ¡Menudo panorama!
“Si tiráis de la parte de atrás de nuestro camión con vuestros coches desde una zona dura”, sugirió uno de los franceses, “mientras nosotros empujamos desde la cabina, seguro que lo sacamos”. Nos pusimos manos a la obra, con una mezcla sana de entusiasmo y prudencia. Primero, reconocimos a pie el terreno, y solo después nos subimos a los coches, rodeamos la zona engañosa por una pista lateral, y bajamos rectos por una ladera pedregosa, hasta dejarlos en la posición necesaria: unos metros detrás del camión, y apoyados sobre el monte bajo. A continuación, enganchamos dos eslingas desde el camión, largas, anchas y pesadas, hasta las bolas de remolque de nuestros coches. Mientras tanto, los franceses habían colocado planchas bajo las ruedas traseras del camión, y excavado con azadón una salida tras las delanteras. Cuando todo estuvo listo, nos montamos en los Land Cruiser (en el mío puse los tres bloqueos, la reductora y crucé los dedos) y a la voz de ¡ya! del que dirigía la maniobra, aceleramos con ganas y soltamos el embrague. El efecto fue más o menos el mismo que si estuviéramos tirando de la Catedral de Burgos: al tensarse la eslinga el coche saltó de lado y luego se frenó bruscamente, como si la mano de un gigante lo agarrara por detrás. Vuelta a intentarlo: repasamos la posición de las eslingas mientras los de la pala y el azadón trabajaban un poco más, hicimos un segundo intento,… y ¡nada! Es decir, lo mismo que al tercero.
A estas alturas, la rueda delantera derecha del camión estaba hundida hasta el buje, y la cabina se apoyaba en el barro a través del paragolpes. Como todo el mundo daba opiniones y no se ponía de acuerdo, me acerqué a un francés que prudentemente se había alejado unos pasos. Cincuentón, con la cabeza afeitada y la cara de tranquilidad de quien ha toreado en peores plazas y ha salido al menos con la cabeza alta: “No saben escuchar y no se dan cuenta de lo que pasa. Las ruedas traseras tienen tracción sobre las planchas, pero al girar las delanteras se hunden cada vez más. Deberían desconectar la tracción delantera y bloquear el diferencial trasero. Pero no me escuchan y solo discuten entre ellos.” Lo dijo sin tensión, con una serenidad muy apropiada para primera hora de la mañana en una hamada del Sahara. Una especie de “Ellos sabrán lo que hacen, que ya son mayorcitos”, pero dicho en inglés con acento francés.
Recolocamos nuestros coches para mejorar el ángulo de tiro, se cavó más con pala y azadón, los franceses parlanchines se pusieron de nuevo todos a una a empujar desde la cabina, y al cuarto intento el camión retrocedió unos treinta centímetros. ¡Qué éxito! Habíamos sacado las ruedas delanteras de la parte más profunda del agujero, y eso era un gran avance. De modo que nos pusimos ilusionados a tirar por quinta vez, ¡y el camión salio de la trampa! Aun estaba dentro del Land Cruiser y oía los gritos de alegría y los aplausos de los franceses, que resonaban en la atmósfera del desierto.
Durante el proceso me dí cuenta de algo que allí parecía obvio: éramos unas cuantas personas enfocando nuestro ingenio y nuestras manos para salir de una trampa de la Naturaleza. Sin cacharritos electrónicos que nos ayudaran, o al menos sugirieran ideas mágicas. Con la serenidad de quien no tiene otra cosa que hacer ni otro sitio al que ir. Y con la concentración que permite que eso es lo único que importa, por encima de la apertura a la baja de Wall Street o el informe para el inminente consejo de dirección.
Para la segunda parte, la de sacar el camión de los alemanes, poco podíamos hacer. Así que después de recibir los agradecimientos de rigor, nos despedimos y tomamos la pista hacia el Atlántico, ya con unas horas de retraso.
Esta pista se ondulaba, trepaba por unos cerros y se descolgaba de otros; a veces era un pedregal y otras se cubría con arena; y de modo intermitente cruzaba entre manadas de camellos. Al rato, llegamos al océano.
Los restos del pequeño fuerte de Foum-el-oued-Draa marcaban el límite del acantilado, con el Atlántico amenazador abajo, y sus olas empujando hacia arriba el flujo del río. El viento soplaba con fuerza en esta llanura áspera, con algunos matojos y muchas piedras; el paisaje era precioso e invitaba a quedarse un rato disfrutándolo, pero el viento incómodo nos hizo volver a los coches.
Cogimos la pista paralela a la costa en dirección noreste, con el acantilado y el Atlántico a la izquierda y la hamada a la derecha. A pesar de ser completamente plana, resultaba lenta y pesada por la cantidad de piedra suelta, y solo nos alegramos al llegar a la primera duna de verdad que encontramos después de una semana de viaje: una lengua de arena de unos cinco metros de altura que cruzaba la llanura. De nuevo nos dejamos llevar por la prudencia y primero la inspeccionamos a pie. Menos mal, porque la cara posterior, la que no veíamos al acercarnos, tenía caída suave solo en una parte, y se descolgaba a casi sesenta grados en el resto. Por eso hicimos unas marcas en el suelo con las botas para que nos sirvieran de referencia, y sin bajar presiones atacamos la subida. Como no hace falta presumir no diré que coronamos al primer intento, aunque sí reconozco que no hubo que recurrir a palas ni a planchas.
Después de más de treinta kilómetros al borde del océano llegamos al inmenso fuerte de Aoreora, una construcción militar parcialmente en ruinas pero no abandonada, que vigila la costa y la desembocadura del oued del mismo nombre, al inicio de Playa Blanca. Para bajar a la playa, donde queríamos comer, había que tirarse por una bajada de arena, larga, irregular, empinada,… ¡emocionante!, uno de esos momentos que se disfrutan con intensidad, aunque por dentro una voz juiciosa y preocupada diga: “Espero que no tengas que dar la vuelta y subir por donde estás bajando”.
La playa habría sido el lugar ideal para comer, de no ser por la basura ¿Basura? En el sur de Marruecos casi no hay vertederos ni servicio de recogida de basuras. Por eso se tiran donde se puede; por ejemplo, al río. Cuando llueve, el agua arrastra la basura, y cuando llueve mucho, los envases plásticos flotan río abajo hasta llegar a las playas. O sea, donde estábamos. Aun así, una buena sesión de queso manchego y de fuet al borde del Atlántico no son mala cosa.
Cuando acabamos de comer, no vimos otra forma de salir de la playa que tirar río arriba. El cauce tenía agua solo a intervalos, y el fondo estaba lo suficientemente duro como para no quedarnos enganchados. Unos minutos después éramos los conductores los que estábamos enganchados a la experiencia: rodar por el fondo del cañón serpenteante que encajonaba el río, con suelo de adherencia cambiante, con charcas esporádicas, en segunda o tercera, y conectando los limpiaparabrisas antes de meterse en cada tramo inundado para no quedar temporalmente cegados por el agua que saltaba. Tan bien nos lo pasamos que no nos dimos cuenta de un error de navegación: nos habíamos saltado el desvío a la izquierda que nos habría conducido a Playa Blanca, con rumbo noreste, y ahora el cauce del río y los GPSs decían que íbamos hacía el sur-sureste. Por suerte lo nuestro era un viaje de placer, sin prisas ni presión alguna, y seguimos disfrutando del río hasta que la pista dejó el cauce y trepó hasta una meseta que no tenía salida: nos bajamos de los coches ante un cortado a pico de unos cincuenta metros de altura, sobre una llanura en la que se cruzaban varias pistas. Una de ellas era la nuestra. Después de consultar mapas y GPSs, dimos media vuelta, encontramos la manera de bajar de la meseta a la llanura, y tomamos la pista que pensábamos era la buena.
Una vez allí comenzamos con los habituales cálculos del atardecer: cuánto tiempo de luz nos queda, cuántos kilómetros hay hasta la carretera o el lugar habitado más cercano, y si haremos o no conducción nocturna por campo. Debíamos estar en la última hora de luz, y suponíamos que en unos diez o quince kilómetros en línea recta nos toparíamos con la carretera N1, la que baja desde Tánger hasta la frontera mauritana. Entonces vimos alguien a lo lejos, cerca de una de esas obras que misteriosamente se desarrollan en un lugar aparentemente sin sentido, y nos acercamos a preguntar. En una mezcla de francés y español poco respetuosa con ambas gramáticas, nos confirmaron que sí, que íbamos por el buen camino. El que llevaba la voz cantante era un tipo enjuto y arrugado, de no más de cuarenta años, sonriente y vestido con un bou bou, la prenda azul claro con bordados pardos que se utiliza en muchas zonas del Africa noroccidental. Sin perder la sonrisa, y añadiendo algo de humildad, nos preguntó si teníamos aspirinas. Miré a mi alrededor: una obra primitiva para asegurar unas tuberías semienterradas que llevarían agua a algún sitio habitado, una jaima hecha con restos y nada más hasta donde llegaba la vista. Menos aun una farmacia. Le dimos una caja de aspirinas. La hospitalidad del desierto apareció inmediatamente: “¿Venís a la jaima? Mi mujer nos preparará un té”
Aunque la tienda no tendría más de tres metros por lado y poco más de uno de altura, el interior era acogedor: el suelo estaba tapizado con alfombras, y dentro uno se aislaba del viento áspero, de esa sensación cruda del desierto, como de que el mundo aun está sin terminar de hacer, y por eso no hay vegetación, ni casi animales, y el paisaje es así de sobrio.
El té, y en ese entorno aun más, estaba delicioso, y la conversación fluía con suavidad: “Soy de El Aiuún, y de joven peleé en el Polisario”, confesó sin darle más importancia. Nos habló de su familia, repartida entre el sur de Europa y el norte de Africa. Su mujer regaló vestidos con estampados de colores a las nuestras, él nos regaló un boubou y una chilaba, y nosotros nutrimos su alacena y su botiquín.
Nos hicimos unas fotos con ellos (después de pedir permiso, por supuesto) y me pidió con una sonrisa: “¿Me las pasarás?”. Por culpa de los prejuicios pensé en la dificultad de sacar copias en papel de las fotos digitales, y de hacérselas llegar por correo postal. Empecé a explicárselo en el idioma bastardo en el que nos comunicábamos, y se echó a reír: ”¡No, no! Me las mandas aquí”. Y de un pliegue del bou bou sacó un teléfono móvil desplegable con teclado completo y pantalla grande, una especie de Blckberry coreana con correo electrónico. Por supuesto, la dirección de correo era francesa, para evitar las intromisiones de las autoridades marroquíes.
Después de una despedida afectuosa, volvimos a los coches para aprovechar los últimos minutos de luz. Conocíamos el rumbo y seguíamos unas pistas que se cruzaban como spaghettis en un plato, con dirección siempre hacia la carretera N1, que se intuía a lo lejos. Cuando llegamos al asfalto había anochecido y nos hicimos la pregunta habitual en los viajes relajados: “Y ahora, ¿a dónde vamos?” Decir izquierda significaba más de 150 kilómetros hasta Ifni: demasiado lejos y demasiado peligroso par hacerlo a oscuras. Así que giramos a la derecha entre risas, porque estábamos a solo veinte minutos de que nos cuidaran de nuevo en el ksar Tafnidilt. Todo un día dando vueltas por el desierto para acabar en el punto de partida. Disfrutamos de nuevo de una ducha y acto seguido del mejor cous cous que he tomado en mi vida.
P.D.: Al amanecer del día siguiente me encontré en el patio del hotel con el francés prudente de la cabeza afeitada, que no hablaba muy bien de sus compatriotas: “Ayer, en cuanto os fuisteis, los franceses se largaron con su camión y dejaron tirados a los alemanes. Así que los alemanes se fueron a Tan Tan y contrataron una excavadora Caterpillar. La trajeron en un tráiler hasta donde pudo llegar el camión, y el resto lo hizo la excavadora rodando. Con la pala abrieron una rampa de salida para el camión; luego la asentaron en terreno firme y tiró desde allí. Sacaron el camión y les cobraron 800 Euros”. Mucho dinero en términos marroquíes, no demasiado si la alternativa es que tu camión siga atrapado en un barrizal.
“Y tú, ¿en qué viajas?”, le pregunté. “Tuve todoterrenos mientras se podía viajar por Africa, y me movía hasta Costa de Marfil, Malí o Bourkina Fasso. Pero como ahora no te puedes mover, los vendí y tengo una Peugeot Expert”. “Eso es una furgoneta”. “Sí, claro, para los sitios por los que ahora te dejan ir no me hace falta más. Lo malo es que me gusta hacer dunas, y si bajo presiones el cárter va demasiado cerca del suelo. A veces te aparece una piedra escondida y… Por eso estoy parado aquí: rajé el cárter, y lo he llevado a soldar a Tan Tan. En cuanto lo tengan listo, lo monto y sigo viaje.”
La conversación siguió con Argelia como tema, el Assekrem, la ermita de Charles de Foucauld, y el Gran Erg Oriental: “Lo crucé haciendo paragliding, con un motor con hélice en la espalda y un parapente”. Sentí un gran ataque de envidia y me fui a desayunar.
La próxima vez que conduzcas por una carretera en la civilizada Europa, fíjate en los límites que tienes a los lados. Primero hay una línea blanca continua, que te señala hasta dónde puedes llegar. Luego hay un guardarraíl incluso doble, que te impide físicamente ir más allá. Y por último una valla metálica, que te separa del entorno. No hay espacio para la iniciativa individual.
Es más, solo puedes abandonar tu condición de estabulado donde está permitido, y ni siquiera queda la opción de hacer en la cuneta lo que se solía hacer en la cuneta: los árboles tras los que esconderse están más allá de la valla.
El único lugar en que ir al baño o repostar o comer algo es una de esas pulcras y asépticas áreas de servicio, fotocopias unas de otras, que han sustituido a las gasolineras y bares de carretera.
El repostaje, por supuesto en régimen de autoservicio, parece un mero trasvase, por completo inodoro, que se hace hasta con guantes. La comida, si nos atrevemos a llamarla así, se basa en una batería de armarios refrigerados, en los que se apelmazan alimentos retractilados con aspecto de sintéticos, junto a refrescos de colores. Inodoro de nuevo.
Y tras el mostrador, una empleada obviamente inodora que sonríe porque lo dice la normativa de la compañía, y te pregunta si tienes la tarjeta de fidelidad, por ejemplo, la de Megaoil. No entienden que quiero sentirme libre cuando viajo, por lo que no quiero sntirme atado a nada ni a nadie, y además quiero oler dónde estoy.
¿Y los baños? No queda otro remedio que desahogarse en el lugar predeterminado en que la normativa te deja, y a eso se añade que a la entrada de los servicios hay un cartel que me dice que exactamente 18 minutos antes de que yo llegara, Irina los ha dejado pulcros para mí. ¿Hasta eso está previsto?
Ya no quedan empleados de mono azul que den caladas a un pitillo mientras te llenan el depósito de gasoil; que te dan el cambio que guardan en una carterilla de cuero en bandolera y dicen “¡Gracias, jefe!” si les dejas propina. Tipos que huelen a tabaco y, claro, a gasoil.
Ya no queda un bar grasiento al lado, con un cartel a medio oxidar que demuestra la falta de originalidad al bautizar el local: El Cruce, El Frenazo o simplemente el punto kilométrico de la carretera en la que se encuentra. Y con un interior presidido por cabezas de toros entre carteles de corridas locales, y bocadillos dudosos sobre la barra. Con la banda sonora del ruido de las fichas de dominó con las que juegan unos camioneros, el pasodoble que suena en la radio, el “¡Oído cocina!” que surge del fondo en respuesta a un grito desde la barra.
Y menos aun quedan esos baños de olor disuasorio, que no conocían el Ajax desde su instalación, en los que la cadena del inodoro no era tal, simplemente una cuerda que colgaba de una cisterna casi clavada en el techo, y en la que casi nunca había agua.
Por eso a uno le acompañaban en los viajes los olores y las sensaciones, los recuerdos de sonidos y personas y lugares, y con ello el sentimiento tan buscado de estar lejos de casa, de estar en un sitio distinto al habitual y poniéndose a prueba frente a él.
“El camino más corto”, de Manu Leguineche es un libro de cabecera para cualquier seguidor de la literatura de viajes. Narra una vuelta al mundo en un Land Cruiser antecesor del que voy a utilizar en unos días para bajar a Marruecos, y no se titula así como ironía sobre el largo recorrido sobre el que trata, no; la cosa va de metáforas: “El camino más corto para encontrarse uno a sí mismo da la vuelta al mundo” es una acertadísima frase de Hermann Keyserling, en su libro “Diario de viaje de un filósofo”. Keyserling, un alemán de origen lituano, es una curiosa mezcla de dos actividades que no suelen coincidir en la misma persona, y que para muchos hasta resultan contradictorias: era filósofo y viajero. Quien se encuentre con una foto suya, evidentemente en blanco y negro porque falleció en 1946, verá que tiene cara precisamente de eso, de filósofo. Mirada la foto más despacio es sencillo caer en el detalle de la piel curtida y las arrugas alrededor de los ojos de quien suele mirar muy lejos, estudiando desde la distancia un paisaje que dejará de ser virgen en cuanto se reanude el camino. Con algo de sorna, diría que la cara de Keyserling tiene la perilla de Lenin con algo de “Indiana” Jones. “Quiero anchura,” continua en la cita el filósofo y viajero, ”dilataciones donde mi vida tenga que transformarse por completo para subsistir, donde la intelección requiera una radical renovación de los recursos intelectuales, donde tenga que olvidar mucho – cuanto más, mejor – de lo que supe y fui”.
Por eso me alegra tanto volver a viajar por Africa, porque me obliga a olvidar mi comodidad europea y adaptarme a lo distinto y cambiante, y me permite sentirme pleno al cruzar el Atlas, al escuchar el eco del motor del coche rebotando en un valle, o mi propia respiración cuando me detengo a disfrutar del momento: “Siento en mí la beatitud de la libertad conquistada”. Qué bonita manera de poner en palabras la sensación de importancia, cuando a la vez uno se reconoce nadie ante la inmensidad de la Naturaleza que te envuelve en Africa.