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  • Una de fronteras (2ª y última parte)

    La primera sensación que nos produjo la esperada frontera entre Marruecos y Mauritania fue… ninguna, por lo que casi nos la saltamos. De una señal oxidada y tirada en el suelo dedujimos que las decrépitas casetas que había a la izquierda eran las instalaciones aduaneras. Menos mal que un tipo nos requirió a golpe de silbato de árbitro de fútbol, y nos guió hasta aparcar los coches, con precisión milimétrica, en el lugar exacto de la solana que él quería, con la marcialidad y el rigor propios de quien ordena las aeronaves en la cubierta de un portaaviones. Su uniforme, sin embargo, no era muy reglamentario, ya que constaba de chaqueta larga en color azul celeste con charreteras, propia de domador de leones del Gran Circo Mundial, pantalón azul marino y sandalias, y se tocaba con un gorrito blanco de jubilado inglés en el torneo de tenis de Wimbledon. Tras pedirnos los papeles de siempre y hacernos las preguntas habituales, nos invitó a pasar, pero solo a los hombres, al interior de un chamizo. No había puertas, las escasas ventanas tenían cierres de madera sin cristales, y el ralo mobiliario eran sillas y mesas de oficina de hacía más de treinta años. En cada uno de los tres aposentos del chamizo habilitado como oficina, tras las mesas estaba el jergón en el que dormían los empleados que nos iban a atender. Y todo el conjunto de mesas, sillas, jergones, archivadores y máquinas de escribir, se envolvía en esa fina capa de polvo de arena que desde ese momento nos iba a seguir como una cola a su cometa por todo Mauritania, que haría borrosas las ciudades a los lejos, y engulliría al tren minero de Zouerat. Pero antes de llegar a esos episodios, nos quedaban unas horas de papeleos.
    Una vez que el del gorrito de tenis nos hizo entrar a la digamos oficina, un tipo de paisano, envarado pero cordial, se empezó a ocupar de los papeles de nuestros coches. A continuación pasamos al aposento de enfrente, donde nos esperaba quien dijo ser aduanero, dispuesto a que rellenáramos más formularios y a poner más sellos. Una vez acabada su función, nos guió al cuarto del fondo. Allí, una tercera persona, con el uniforme oficial coronado por una gorra de Nike, registraba cuando entramos las cajas que un mauritano había bajado de la altísima baca de su Land Cruiser Serie 60, y encontraba decenas de sandalias. Hizo un alto en la disputa con el supuesto contrabandista, puso más sellos en nuestros papeles, y salimos al exterior.
    Arrancamos los coches, que seguían cociéndose al sol en la ubicación matemáticamente precisa del secarral en el que los habíamos dejado, avanzamos cien metros, los volvimos a dejar al sol inclemente del desierto, y nos dirigimos a otro chamizo, el que alojaba el puesto de la policía. Era éste otra caseta, esta vez de piedra vista, con gallinas a la entrada, el catre a la derecha y una pequeña cocina a la izquierda. En otros términos, lo que por estos pagos europeos y en el medio rural sería una caseta de pastor, de cuando los pastores no tenían teléfono móvil ni llevaban las ovejas al veterinario en un “pick up”. Una vez que cruzamos la cocina nos introdujimos en un aposento rodeado por columnas de papeles amarillos y archivadores metálicos desvencijados. Algunos ventanucos en el muro de piedra, que nunca tuvieron marcos ni cristales, dejaban pasar la luz. Del techo colgaba, por toda iluminación, una bombilla de coche con un cable enganchado al final del cual una batería, también de un automóvil, esperaba la caída del sol para cubrir con luz mortecina el cuartucho. Al fondo de este cuadro, y parapetado tras una mesa metálica de oficina decadente nos aguardaba un individuo agradable aunque frío, que charlaba animadamente mientras llenaba de sellos nuestros pasaportes. Unas frases después, salíamos de Marruecos, se acababa por muchos días el asfalto y entrábamos en la tierra de nadie.
    Aun sin recuperarnos del impacto de la frontera marroquí, el estado de la pista en la tierra de nadie nos dejó a cuadros: pozas de arena y escalones de piedra más que suficientes como para arruinar a los Peugeot 504 y Mercedes veteranos que se jubilan en Europa y bajan a Africa a vivir un segundo turno.
    Nos habían insistido en que el salto de Marruecos a Mauritania, en lo referido a costumbres y nivel de vida, es equivalente al que hay entre España y Marruecos. Y aquellos primeros metros mauritanos eran el inicio de la demostración. El asfalto se había acabado en el lado marroquí del puesto fronterizo, lo que empezaba a dar la razón al siempre fiable mapa Michelin de la zona, que pintaba poco más de mil kilómetros de carreteras pavimentadas en una superficie total del país algo por encima del millón de kilómetros cuadrados.
    Los edificios de la aduana mauritana estaban construidos con piedras, restos de vías de ferrocarril, vigas herrumbrosas, paneles de madera, planchas de plástico, y otros desechos que el tiempo y el destino habían acarreado a aquel lugar del mundo. En la primera de las chabolas, un militar de uniforme sin identificaciones y con parsimoniosa caligrafía colonial llenó unos folios sueltos con cuantos datos veía en nuestros pasaportes y en las documentaciones de nuestros coches. En la segunda, tres militares charlaban mientras la radio de pilas emitía música local y oraciones, que servían de fondo a la cumplimentación de más formularios, esta vez referidos a declaraciones de divisas y otra vez a los vehículos. Y todo ello entre risas educadas, frases en idiomas mezclados, algún pago dudosamente necesario, mucho “merci” y bastantes “buon route”.
    Llegar desde esta aduana a Nuadibou representó mucho más de lo que se hace en bastantes excursiones de todoterreno en España. Insisto en que se había acabado el asfalto, y la pista seguía siendo una sucesión de escalones de piedra y pozas de arena hasta llegar al cruce con el tren minero de Zouérat, que a estas alturas merece una detenida descripción. En el interior de Mauritania, en las zonas de Fdérik y Zouérat, se comenzaron a explotar en los años sesenta del siglo pasado una de las mayores reservas mundiales de mineral de hierro, en concreto hematita y magnetita. Como era posible la explotación a cielo abierto, la única dificultad consistía en trasladar el mineral al puerto de Nouâdhibou, separado en línea recta por poco más de quinientos kilómetros de desierto… , y un territorio en disputa. Porque entre las minas y el Atlántico estaba la entonces provincia española del Sáhara Occidental, y el gobierno español negó a los mauritanos que su tren minero cruzara un territorio que años más tarde se convirtió en escenario de la guerra entre Marruecos y el Frente Polisario. Por eso el tren recorre en total más de setecientos kilómetros, primero en dirección sur hasta Choûm, y luego hacia el oeste, hasta encontrar la costa del Atlántico, para esquivar la discutida frontera. Al principio de la explotación, el mineral se transportaba en camiones, pero las necesidades de volumen y las averías de los camiones al cruzar unas pistas infames aconsejaron la construcción del tendido ferroviario. No es de extrañar el interés del gobierno mauritano en esta explotación minera, porque a pesar de la caída internacional de los precios del hierro, representa el 21% de los ingresos de divisas del país.
    La compañía que explota las minas, la Société Nationale Industrielle et Minière, más conocida por SNIM, presume de que es éste el tren más largo del mundo, y de que la longitud de los convoyes llega a los dos kilómetros y medio. Durante nuestro recorrido por el norte de Mauritania nos cruzamos varias veces con él, y aunque no lo medí en ninguna ocasión, me lo creo: llegan a tirar de él hasta cuatro locomotoras de 3.300 caballos cada una, y puede llevar 84 toneladas de mineral de hierro en cada uno de los más de doscientos vagones. Como labor social, se enganchan al final un vagón de pasajeros, alguna plataforma de transporte y cisternas de gasóleo para cubrir en lo posible las necesidades más elementales de las aldeas que se cruzan.
    Y entre medias circulan los vagones que dan apoyo a las nueve bases de mantenimiento del servicio, en forma de repuestos, comida, agua y combustible. No olvidemos de qué estamos hablando: una media de 17.000 toneladas de tren, una media de 25 toneladas de carga por eje, pasando tres veces al día por vías que se cubren de arena, que soportan más de cincuenta grados centígrados en verano y bajan de cero en las noches de invierno. Los carriles se desgastan y se deforman, las traviesas ceden, el balasto se hunde. No es de extrañar que de las vías se desprendan trozos de acero como cuchillos, que rodean su trazado. Estos restos, más los tornillos y otros desechos de las reparaciones aparecen esporádicamente en las cercanías del trazado, lo que supone el mayor peligro para quienes conducen por la zona: no es que puedan pinchar una rueda, es que pueden rajar de modo irreparable los neumáticos de uso africano que llevábamos en nuestros coches. De ahí el principio básico que se debe respetar escrupulosamente: la vía es el guía hasta Choûm, pero desde lejos, sin acercarse a ella, es una referencia permanente y alejada.

    Pasada la vía del tren, camino de Nuadibou, cruzamos lo que el día en que Alá lo permita, será la carretera a Atar, casi seiscientos kilómetros de los cuales ahora merecen llamarse carretera no más de cien, los últimos antes de llegar a Atar. Lo que había a la salida de Nuadibou era una pista ancha de tierra compactada, pero cada medio kilómetro se habían plantado una especie de barricadas de tierra para evitar que la utilizaran los camiones y la dañasen. Por culpa de estas barreras, conducíamos por la pista a unos 90 km./h hasta llegar a las barricadas, frenábamos y saltábamos al desierto, maniobrábamos en primera o segunda para rodearla, volvíamos a la pista, acelerábamos, y vuelta a empezar. Rodábamos de este modo paralelos a la vía, con los coches perseguidos por la sutil estela de polvo, cuando nos alcanzó el tren más largo del mundo. Las locomotoras tiraban de él a no más de sesenta por hora, con la ristra inacabable de vagones coronados por viajeros sentados directamente sobre el mineral, que nos saludaban. La luz del atardecer nos cogía a contraluz, por lo que para nosotros el convoy era un perfil de vagones, mineral y siluetas que saludaban, envuelto todo en la bruma de la arena que flotaba.
    Como reducíamos la velocidad cada vez que llegábamos a una de las barricadas que pretendían cuidar la futura carretera, los vagones nos iban adelantando, más y más vagones, hasta que nos alcanzó el de pasajeros que cierra el convoy, el de los potentados que han pagado un billete en lugar de trepar a los vagones de carga. Poco a poco el gusano metálico se alejaba y se disipaba, envuelto en el vaho gris del desierto, para terminar a lo lejos como engullido por él.
    Finalmente llegamos a Nuadibou, triste, pobre y polvorienta. Apenas había una calle pavimentada en la segunda ciudad de Mauritania, el Port – Étienne de la época colonial, y sus 72.000 habitantes caminaban o conducían por calles, claro, polvorientas. Los edificios no pasaban de las dos plantas, no había aceras, el tráfico parecía más suicida que caótico, y por todas partes había carteles electorales, ya que faltaba apenas una semana para las presidenciales. Tras cruzar la ciudad alcanzamos el “Centre de Pêche”, una especie de club de pesca deportiva en el que se habían construido algunas habitaciones muy básicas. Es decir, la energía eléctrica la suministraba un generador, y cuando estaba apagado tampoco había agua caliente. Las habitaciones eran pequeñas, y las camas simples colchonetas apoyadas sobre zócalos de obra. Pero al borde del mar, frente a la Bahía de Lévrier, se agradecía el ambiente acogedor, el frescor de las habitaciones, y la pequeña ducha, aunque nos amenazaran con agua gélida si uno se bañaba a deshora.

    Nos quedamos a cenar en el “Centre de Pêche”, y disfrutamos una vez más de las adorables contradicciones africanas. En la sala de este restaurante ubicado entre un desierto y un océano, las mesas estaban servidas por dos camareros negros, descendientes de los originarios habitantes de la zona que dieron nombre al país. Eran altos, graves, elegantes en sus movimientos y severos en su gesto, y de no ser por el color de la piel y de que hablaban en francés, estarían en su salsa en cualquier restaurante londinense de lujo. El uniforme era un impecable chaqué blanco, y los modales, la seriedad y el ceremonial, directamente trasladados del París de hace cincuenta años, de la metrópoli que les educó para servir a los colonialistas.
    El menú se aproximaba más a la gula que a la necesidad de alimentación: para empezar, unos deliciosos filetes de un pescado no identificado marinado en salsa de limón; más tarde, gambas rebozadas, para terminar con un pez local a la brasa con patatas fritas y salsa a base de cebolla picada. Tras esto, flan, y las tres tazas de té, y una larga tertulia sobre saharauis, viajes por el desierto, campos minados, tormentas de arena, camioneros marroquíes borrachos y aduaneros mauritanos corruptos. Ahmed Kenkou, que se unió en ese momento a nuestro viaje, es un mauritano casado con una vasca de Mondragón; ella llegó con un proyecto de Cooperación Española, se casó con Ahmed y viven en Nouakchott. El hablaba un español suelto, sin acento local, con populismos y tacos abundantes, y vivía de guiar por Mauritania con su Toyota Hilux a viajeros, aventureros, cooperantes, equipos de televisión, naturalistas, y a todo aquel que deseara recorrer el inmenso país. Contaba que el Ramadán, muy poco entendido en la Europa cristiana a pesar de su similitud con la Cuaresma, es una época de reflexión, que obliga a pensar, y controlar el cuerpo a la vez: “Si estás todo el día sin comer ni beber, entenderás a quien pasa hambre y sed. Aquí dejar de fumar no es un problema”, continuaba, “lo puedes hacer cuando quieras. Hoy no se ha fumado un solo cigarrillo en todo el país, y esta noche se vuelve a fumar, porque el Ramadán hace que tu cerebro controle tu cuerpo”. Era una interpretación sana del Corán, tan alejada de los extremos liberales de la costa marroquí como de los integrismos, aunque no debemos olvidar que las matrículas de los vehículos nos recordaban con insistencia dónde nos encontrábamos: RIM, República Islámica de Mauritania. Y nos fuimos a dormir, porque a la mañana siguiente empezaba el desierto de verdad.


  • Una de fronteras (1ª parte)

    El siguiente control estaba a la entrada de la península de arena de cuarenta kilómetros de longitud en cuyo extremo sur se asentaba nuestro destino del día, Dakhla, la antigua Villa Cisneros. El del uniforme, con pocas ganas de escribir, directamente nos preguntó si teníamos “la ficha”, porque sabía que muchos europeos, para no perder tiempo, junto a la documentación llevan muchas fotocopias de un folio en el que han condensado la información que se pide en esos controles: nombre y apellidos de los ocupantes de los vehículos, números de pasaporte, fechas de nacimiento, profesiones,… Y a continuación, los del propio vehículo, desde la matrícula y el número de chasis a datos del seguro y cualquier otro que satisfaga el afán vigilante de los policías o militares. Pasado el control, y llenos los depósitos de gasóleo barato, reanudamos el rumbo sur. Se es consciente de rodar por una península al ver crecer a la izquierda la lengua de agua que la separa del continente, y terminar conduciendo entre dunas escoltadas a ambos lados por mar. Llegados al extremo y alcanzada Dakhla, nos alojamos en el Sahara Regency, ostentoso hasta en el nombre, donde no se pudo discutir el precio de la habitación y cuya recepción y fachada principal tenían la grandiosidad y la opulencia de un establecimiento similar, pero ubicado en una capital de Occidente. Nos atendió en la recepción, en correcto inglés, una guapísima árabe, de ojos atractivamente grandes y peligrosamente negros, cuya vestimenta no tenía nada que ver con el recato que los occidentales suponemos en las mujeres de la zona.
    La habitación, simple y escueta, tenía el indudable atractivo de un poseer ducha con agua, y el dudoso honor de unas ventanas con vistas al cuartel de la ciudad, donde los militares alineaban los helicópteros de combate con los que no hacen tanto guerreaban contra las fuerzas del Polisario. Cuartel, por cierto, construido por los españoles. Este Villa Cisneros en disputa que veía desde la ventana de la habitación del hotel, fue español desde mucho más tarde que otras ciudades de la zona, y se bautizó así en honor del Cardenal Cisneros. Menos mal que los locales parecían no saber que Francisco Jiménez de Cisneros, nacido Gonzalo Cisneros en 1436, llegó a ser Inquisidor General de Castilla. En la época de los Reyes Católicos, fomentó una política intransigente contra los moriscos, lo que provocó la rebelión de Las Alpujarras de 1499 a 1501, lo que a su vez dio lugar al decreto según el cual los musulmanes de Castilla debían convertirse o abandonar el territorio. Se ve que por entonces no se había inventado esa horrible palabra de la multiculturalidad, ni se practicaba como virtud. Cisneros llegó a ser regente a la muerte de Felipe El Hermoso, junto al Condestable de Castilla y el Duque de Nájera. Lo que acerca al Cardenal a Africa es su decidido apoyo a la política expansionista de Fernando El Católico en el norte del continente; por eso se dio su nombre a la villa cuya construcción comenzaron los españoles en 1885. Desde cuatro años antes había amarrado un pontón en la desembocadura del Río de Oro, llamado así porque se creía que, remontándolo, se llegaría a esas inmensas minas de oro que la imaginación y la codicia ubican en todos territorios inexplorados. Antes de que los ingleses se establecieran en la zona, que ya habían visitado, el Gobierno español de Cánovas decidió en Diciembre de 1884 tomar bajo su protección (¡brillante eufemismo!) todos los territorios comprendidos entre Cabo Bojador y Cabo Blanco, donde ahora se sitúa Nuadibou. Una de las primeras medidas fue establecer una factoría donde estaba anclado el pontón, y terminar al año siguiente fundando la ciudad.
    Ahora Dakhla es una mezcla de punto avanzado de la ocupación marroquí, puerto pesquero, y último lugar habitado antes de la frontera con Mauritania. Por eso era un buen momento para dedicarles un rato de cariño a nuestros sufridos Land Cruisers, y comprobar niveles y aprietes. En un instante convertimos la calle en un taller, y a la sombra del edificio del Sahara Regency sacamos las herramientas y jugamos a los mecánicos. Como era de esperar todo estaba correcto, salvo un leve consumo de aceite por culpa del calor y las muchas horas a alto régimen, y el apriete de la baca, que comenzaba a sufrir tras tantos kilómetros de asfalto irregular cargada con la pala y las pesadas planchas para la arena.
    Al caer la tarde y pasear por la ciudad, sorprendía un cambio notable respecto a lo visto en Marruecos. Era razonable esperar que, al anochecer, los hombres salieran a pasear, que tomaran café o té a la menta en las terrazas de los bares, o merodearan por los mercadillos. Lo que sorprendía era la cantidad de mujeres que paseaban o compraban, solas o con otras mujeres, con la cabeza cubierta o con el cabello a la vista, con el tradicional recogido o con el pelo suelto, casi todas con sombra de ojos y labios pintados. Y en todos los casos, en ellos y en ellas, y en el aire fresco del cercano Atlántico, se percibía la alegría de las noches del Ramadán.
    En ese paseo por Dakhla descubrimos con envidia a una pareja de suecos, muy jóvenes, que viajaban en una Honda Africa Twin. No tardamos en pegar la hebra y la envidia nos corroió al escuchar sus planes: tenían a su entera disposición todo un año para viajar por Africa. En principio su plan consistía en bordear la costa del Atlántico hasta Gambia, donde embarcarían con rumbo a Namibia para evitar países conflictivos. De allí, a Ciudad del Cabo, y rumbo norte en paralelo a la costa del Indico por Mozambique, Tanzania, Kenia y desde ahí a improvisar. Lo contaban con toda la naturalidad del mundo, como si ese viaje fuera poco más que un paseo de domingo por la tarde. Y es que la urgencia de los viajeros es inversamente proporcional al alcance de su viaje; es decir, una salida de fin de semana se cuaja de prisa e inmediatez, y un recorrido de un año se cubre de tranquilidad, uno asume que ha abandonado su casa temporalmente para conocer el mundo, y para ello es necesario dedicar tiempo, incluso perderlo, charlando con los locales y vagando por las ciudades. Recordé una sensación similar, experimentada años atrás no lejos de Dakhla en términos continentales: bajábamos en moto por la Transahariana argelina rumbo a Tamanrasset, con la idea de torcer luego al este y volver por Djanet hasta Ouargla y Argel. Caía la tarde cuando paramos apresuradamente en una aldea para recoger agua de un pozo y terminar la jornada del día, y saludamos a un austríaco solitario que departía sin prisa alguna con los hombres del lugar. Llevaba una de aquellas Yamaha XT500 de depósito metálico, negro y plata. A la vista del equipaje de su moto y de la serenidad de su mirada, se intuía lo que nos respondió: “Voy a Ciudad del Cabo, más o menos en línea recta, y tengo tiempo de sobra para llegar”. En comparación, lo nuestro no era más que dar una vuelta a Argelia, así que volvimos con prisa a las motos y le dejamos con celos. A nosotros nos dio vergüenza reconocer ante los suecos de Villa Cisneros que solo íbamos hasta Dakar y encima en coche y además el viaje solo iba a durar tres semanas, así que nos despedimos con una sonrisa y un sincero buena suerte. Como suele suceder en estos viajes, nos volvimos a topar con ellos en otras ciudades y otros países, hasta perderles de vista ya en Senegal.
    El insípido desayuno del pretencioso Regency Hotel de Dakhla me supo a gloria, porque la mañana amanecía con sabor a desafío: todo aquello que nos habían comentado y habíamos leído sobre Mauritania iba a dejar de ser un relato ajeno para convertirse en experiencia propia, en un trocito de nuestro historial de viajeros. Volvimos en principio sobre nuestras huellas en la península de arena, recobramos el rumbo sur ya en el continente, y pasamos numerosos controles esta vez de militares. Hasta 1994, la única manera de recorrer los poco más de cuatrocientos kilómetros que hay entre Villa Cisneros y la frontera mauritana era incorporándose al convoy del ejército marroquí que hacía el recorrido dos veces por semana, a velocidad de camión militar de desecho, en una pista infame rodeada por los campos de minas, y con los pasaportes de los integrantes de la caravana retenidos por los militares. Los veteranos de esta experiencia recuerdan los días pasados al raso en el puesto mauritano de la frontera, a la espera de la llegada del convoy marroquí, la exasperante lentitud del viaje, y la tensión de no poder alejarse unos metros en las paradas para hacer lo que se suele hacer en las paradas de un viaje, por temor a pisar una mina en medio de un desahogo tan humano.
    Ya no es tan complicado porque el viaje se hace por libre, la pista está asfaltada, y hasta se puede parar a hacer una foto de la indicación del GPS cuando se cruza el Trópico de Cáncer, esos 23º 27’ 00” Norte que no faltan en los mapas de la zona y que carecen de significado alguno en medio de esta nada. Además, hay hasta algo que se puede llamar área de servicio, el Motel Barbás, actual punto de referencia de quienes recorren la zona, porque es el último punto del territorio en el que repostar, comer y dormir con ciertas garantías para las tres actividades antes de entrar en Mauritania.
    Esa frontera parece no llegar nunca, porque los cuatrocientos kilómetros son tediosos, monótonos y lentos, y porque los controles militares se multiplican. Y como muestra del nivel de vida de la zona, un ejemplo: cada vez que ante la pregunta sobre su profesión, mi mujer respondía que es farmacéutica, siempre había una petición de medicinas. Menos mal que íbamos pertrechados al respecto, y convertimos cada control en un dispensario. Abríamos las puertas traseras del coche, sacábamos la caja de medicinas y poníamos en marcha el consultorio.
    Sin embargo, tan al sur la situación se agrava. Uno de los militares pedigüeños, con unos horribles eccemas en los pies, asentía a todas las explicaciones sobre el tratamiento y la frecuencia con que había de darse la pomada que le entregábamos, siempre después de lavarse cuidadosamente la zona con agua y jabón. Su mirada, el aspecto de sus pies y el del poblacho cercano en el que parecía vivir nos obligó a la siguiente pregunta: “¿Tienes jabón?” De modo que nada más verle la cara le entregamos las pastillas recién robadas del Sahara Regency, e inmediatamente su compañero de puesto nos pidió algo contra la diarrea, con lo que repetimos la entrega de medicinas.
    De este ejemplo no se debe deducir que los conocimientos de idiomas de los policías, de los militares de estos viajeros, permitían mantener el diálogo médico que parece deducirse del párrafo anterior. Todas las conversaciones se desarrollaban en una mezcla irreverente de francés, español, manoteos, señas y dibujos en el mismo cuaderno en el que los encargados de los controles elaboraban sus informes y anotaban los datos de los viajeros. El esfuerzo por contener la risa era notable cuando un fornido soldado explicaba entre las dunas al borde la carretera que sufre de diarrea, con gestos acalorados y movimientos convulsos, o un militar con chancletas y Kalashnikov al hombro enseñaba los pies llenos de eccemas y ponía cara de que le picaba más de lo razonablemente soportable.
    Hay que añadir al cuadro un comentario más sobre el uniforme de estas personas, además de lo ya mencionado de las chancletas. En la mayoría de los casos no solo no llevaban armas, los uniformes estaban viejos y desteñidos, y carecían de identificaciones, símbolos, galones o simplemente la bandera marroquí. Simplemente un pantalón caqui, una camisa de tono similar y en casos extremos algo en la cabeza. Pero lo mejor, como siempre en Africa, estaba por llegar.


  • ¿Son tan buenos los coches buenos?

    Desde que el mundo es mundo, existen los coches normales y los coches buenos. Los normales hacen su trabajo con más o menos brillantez, siempre con dignidad, y tienen costes de compra y posesión generalmente razonables. Los coches buenos dan un algo más, sea real, emocional, intangible o simplemente sugerido. Y sus costes de compra y posesión no siempre son razonables.

    No voy a diseccionar los motivos de compra de los coches buenos, ni si el incremento de precio se justifica; simplemente voy a entrar en si los últimos coches buenos que he probado son de verdad buenos.

    Empezando por fuera está claro que entran por los ojos. Más allá de la imagen de marca de los logotipos que lucen en el morro, y de que se supone que ese prestigio se contagia a quien los conduce, son indudablemente atractivos. Puede gustar más la línea conservadora de un Mercedes Clase C, el aspecto más dinámico de un Serie 3 de BMW, el atractivo minimalista de un Audi A4 o la elegancia deportiva del nuevo Lexus IS300h, pero nunca se dirá que son feos.

    Los interiores se asocian a lo que se espera de sus marcas, y los cuatro justifican ser eso que los aficionados a las etiquetas llaman “D Premium”. Hay menos plásticos que en un coche normal y son de mayor calidad, hay acabados en un satinado discreto en lugar de supuestos cromados que no suelen ser más que plásticos plateados. El tacto de los botones es firme y fiable, destila una precisión alejada de la sensación fofa de un mandito barato. Cierto es que en las zonas menos visibles (parte inferior de las puertas y asientos, o las áreas más cercanas a los pies) la calidad decae, pero en lo que se ve y se toca hay clase.

    La consecuencia del precio superior permite a ingenieros y diseñadores subir un escalón en materiales, ajustes, formas y procesos. Está claro que algunas de las mejoras permitidas por un mayor presupuesto son obvias: calidad y espesor de moqueta, plásticos blandos bien ajustados, y gomas de puerta de labios múltiples que reducen el ruido aerodinámico y hacen que el sonido al cerrar sea más rotundo. Existen otros elementos no visibles que ayudan, y mucho, a que el comportamiento del coche sea superior.

    La función básica de una suspensión es aislar a la estructura del coche y a sus ocupantes de los golpes y las vibraciones generados al rodar, sin perjudicar la transmisión de potencia, la frenada o la dirección. Una suspensión sencilla y barata para un coche poco potente es un eje torsional con amortiguadores; un sistema práctico y barato para una furgoneta es un eje rígido con ballestas; ambos son escasos para vehículos que pretenden ser rápidos y confortables. Para éstos se necesitan suspensiones con varios brazos (más piezas, más precisas) que se apoyan en tacos de goma con rigidez variable según el eje de la fuerza, que ceden para absorber los baches pero no para que cambie la posición del neumático respecto al suelo.

    En una suspensión, se llaman elementos no suspendidos aquellos que se mueven al actuar el sistema, sea por baches o por la dinámica del vehículo: neumático, llanta, buje, disco, pinza y parte del muelle, del amortiguador y de los triángulos y tirantes de suspensión, ya que otra parte se considera unida al chasis y por lo tanto “suspendida”. Cuanto menor sea el peso de las piezas no suspendidas, mejor funcionará la suspensión, ya que menor es la masa que se desplaza, que luego debe ser frenada por el hidráulico del amortiguador.

    Por eso, cuando el presupuesto lo permite, los coches buenos montan suspensiones brazos múltiples, que permiten una geometría más precisa, y los brazos se fabrican en aluminio forjado. Si van en la parte trasera, el fabricante se molesta en que bajen un poco y el paragolpes posterior suba algo para que se vean desde detrás. Hay que presumir en los atascos.

    La consecuencia de esa menor masa  es un comportamiento más fino de la suspensión, como si de repente hubiera menos baches o fueran más pequeños.

    Y hay apartados aun menos visibles que distinguen a los coches buenos. Una carrocería rígida supone mejores ajustes que reducen ruidos aerodinámicos, y menores variaciones en la geometría de suspensión para una mayor precisión en curvas. Y también permite que los huecos de puertas sean más grandes, para facilitar la entrada y la salida al habitáculo. Un punto crítico es el umbral de la puerta trasera de una berlina: si lo elevamos, aumenta la rigidez torsional, y a la vez obliga a levantar más la pierna a quien quiera pasar al asiento trasero. No olvidemos que la edad media de los usuarios de los coches caros es alta, y más aun la de sus padres, por lo que estos aspectos relacionados con la agilidad son especialmente importantes. Un par de soluciones caras se ven en los coches que he probado. La primera es emplear aceros de alta resistencia, muy alta resistencia o resistencia ultra alta. De verdad que se llaman así. Con estos materiales, un menor espesor garantiza una mayor rigidez, a costa de una factura más alta. Eso sí, no se pueden calentar demasiado en los procesos de estampación y soldadura, lo que dificulta una soldadura por puntos que utilice, para mayor rigidez, muchos puntos cercanos.

    Al llegar aquí, para explicar la segunda solución que se aplica en los coches buenos, voy a recurrir a una comparación: imaginemos una prenda de vestir, sea chaqueta, cazadora o rebeca, que se cierra por delante con un botón. Si una vez abotonada la prenda tiramos desde los lados, se deformará mucho. Un primer remedio sería usar dos botones, o mejor tres. Y la solución definitiva sería poner una cremallera, ya que une todos los puntos de las dos mitades.

    Para unir con mucha rigidez dos piezas de acero de  muy alta resistencia, en lugar de muchos puntos de soldadura que las sobrecalentarían, o un cordón que las achicharraría, se emplea ¡pegamento! Sí, un sistema de unión de origen aeronáutico, que a cambio de no ser barato ofrece una enorme rigidez. ¿Y qué otra pega plantea? En piezas recién soldadas con calor se puede seguir trabajando unos segundos más tarde, porque el proceso de enfriamiento es muy rápido; en una cadena de montaje las piezas se sueldan consecutivamente, casi sin esperas. Las uniones pegadas requieren de tiempo de curado, por lo que el proceso de fabricación es más largo, y ya sabemos lo que cuesta el tiempo.

    Y con esto llegamos a la conclusión, que es la respuesta a la pregunta que sirve de título a esta entrada: dejando de lado el “snobismo” de la marca y algunos extras prescindibles, sí, se nota y se disfruta cuando un coche es bueno, vale la pena ese tacto preciso y confiable en el volante, la nitidez en la entrada y en el paso en curva, la solidez en una secuencia de curvas enlazadas, el sonido agradable y amortiguado. Los coches buenos son buenos; siempre, lástima que sean caros.


  • Ayer estuve limpiando el garaje

    Digo garaje porque desde un punto de vista práctico, el semisótano de casa se utiliza principalmente como garaje del parque móvil. Aquí guardo los coches que caben, las bicis y en su día las motos. También actúa como taller en el que mecaniquear sobre ese parque móvil. Mirado de un modo más emocional, este garaje es una suerte de museo de objetos recopilados a los largo de años de viajes y carreras, que ahora cuelgan de las paredes para recordar buenos momentos en los que disfruté y malos momentos en los que aprendí. Y rodeado de aspiradora, fregona y escoba, según desempolvo, friego o barro, los ojos y las manos pasan por esos objetos y reviven el instante en que se hizo la foto, utilicé el pase o vestí el uniforme.

    De éstos hay cuatro, en concreto cuatro camisas que conservo de cuatro experiencias en carreras. La última de ellas cobró un valor especial un año después de lucirla: es la camisa del Dakar de 2007, el último africano, en el que fui asistencia de Xavi Foj, y con la que subí a acompañarle en el podio del Lago Rosa. Junto a cada una de las cuatro camisas cuelga una foto, y la de ese Dakar ha envejecido deprisa: se ve el Land Cruiser 120 de Xavi en el momento de tomar la salida frente a la formidable fachada del Monasterio de los Jerónimos en Lisboa, a tiro de piedra de la Torre de Belén. En el ambiente flota la sensación que nos ronroneaba en la cabeza esos días: nos vamos a Africa, y hay que llegar a Dakar como sea. En aquellos días claro que no sabíamos que iba a ser el último Dakar africano, y que no volvería a salir de Europa.

    En una cajonera al otro lado del garaje, y guardada con cuidado en una bolsa, hay una bandera española. La compré a finales de 2006 para llevarla a ese Dakar, y la metí con esperanza fetichista en el fondo de la bolsa de viaje junto a una promesa hecha a mí mismo: la luciré en el podio de Dakar. Porque íbamos a llegar. Un desierto, dos continentes, tres semanas y siete países más tarde, llegamos todos a Dakar. El sábado por la noche la saqué de la bolsa y la pasé a la mochila, y el domingo por la mañana, frente al Lago Rosa, la desplegué. A la hora de subir al podio con todo el equipo, Etienne Lavigne, director del Dakar, me la cogió y la colocó sobre el capó del Land Cruiser de Xavi. Así salimos en las fotos de prensa.

    A la izquierda de la camisa y la foto de ese Dakar hay otras que me traen un recuerdo agridulce: parrilla de salida de 500 cc en Montmeló, 1994, junto a Juan López Mella, al que habían cedido la Suzuki Lucky Strike de Kevin Schwantz, que no corría por lesión. Había conocido a Juan unos años antes, quizá cuando él corría (y ganaba) el Nacional de Superbikes con una Honda RC30, y yo era mecánico de César Agüí en el mismo campeonato y con la misma moto. Juan siguió con su RC30 en Superbikes hasta el 92, en que Dani Amatraín se trajo una Ducati de fábrica. En la primera carrera, en Albacete, Dani sin despeinarse le metía un segundo por vuelta a Juan. La segunda se corrió en Calafat, una pista lenta en la que la Ducati no podía aprovechar toda su caballería y, aún así, Dani ganó con 31 segundos de ventaja sobre Juan, que fue todo lo que podía ser: segundo. El lunes siguiente, a primera hora, Pedro Parajuá, ex piloto y mecánico de confianza de Juan, me llamó. Era la época en que Yamaha vendía motores a Harris y a ROC para que hicieran motos de 500 cc con que poblar unas parrillas anoréxicas, lo mismo que hace ahora Dorna con las CRT en MotoGP. “¿Sabes si a Harris o a ROC les queda alguna moto? ¿Tienes sus teléfonos?”, fueron las dos preguntas que me hizo Juan. Le dí los números de teléfono, no publiqué nada para no interferir en la maniobra, y poco después Juan debutó en el Mundial de 500 con una Yamaha ROC.

    Al final de la temporada 94, con Schwantz lesionado, Suzuki decidió ceder las dos motos en la última carrera; una a un inglés y la otra a Juan, que me contrató para ese fin de semana como asesor, traductor, intermediario y lo que hiciera falta. Nos pasamos los tres días descubriendo lo que era un equipo de fábrica y una moto inconducible, o conducible solo por un tipo como Schwantz. La característica fundamental de aquella moto, además de que el motor corría un disparate, es que tendía a levantarse y abrir la trayectoria cuando se daba gas, y en un circuito como Montmeló lleno de curvas enlazadas, eso es un desastre. La Suzuki tenía tijas que creaban divergencia entre la horquilla y la pipa de dirección, excéntricas en las fijaciones del motor al chasis para variar su posición, y diversas alturas de anclaje del basculante al cuadro para cambiar la geometría. Pero ni por esas.

    Al principio Juan no se aclaraba, porque cuando abría gas con ganas la moto subviraba, se le acababa el asfalto, y terminaba cortando. Alex Barros, el otro piloto de Suzuki aquel año le dio algunos consejos, y ni aun así hizo buenos tiempos. La conclusión a la que llegamos es que la única manera de ir deprisa con aquel trasto era llevarlo como Schwantz: abrir gas con tanta rapidez, casi con violencia, que se provocara un derrapaje en la rueda trasera que compensara el subviraje del chasis. Y hacerlo en cada curva de cada vuelta. Con resignación llegamos el domingo a la parrilla, sabiendo que el resultado no iba a ser gran cosa, aunque al menos íbamos a aprender. En la foto que conservo él está pensativo y yo serio, ambos uniformados de Suzuki Lucky Strike. El sabor amargo de la foto y de la camisa se debe a que Juan nos dejó unos meses más tarde por culpa de un accidente de carretera.

    En la pared de enfrente hay una foto dedicada. Está tomada en una zona árida y montañosa de Túnez, y lo único que destaca entre los cerros pelados es el Land Cruiser LJ70 con el que hice un viaje formidable por aquel país en 2005. La foto me la dedicó Takeo Kondo, el ingeniero de Toyota que dedicó tantos años de su vida profesional a los todo terreno de la marca, que se le terminó conociendo como “Mr. Land Cruiser”.

    En Japón no se cultivan con la misma intensidad que en Occidente los conceptos de individuo o liderazgo, y los egos, si existen, son de tallas muy inferiores a los nuestros. Por eso Takeo Kondo no tiene biografía publicada ni hueco en la Wikipedia, y cuando se busca información sobre su vida aparecen más vacíos que datos. Sí se sabe que al acabar sus estudios de ingeniería comenzó a trabajar en Toyota Motor Corporation, en el equipo responsable de los Land Cruiser. Colaboró primero en la ingeniería del FJ55 de 1967, y luego en el BJ40 de 1974. Y en 1985 le llegó su oportunidad, porque le pusieron al frente de un desafío: el Serie 70 de 1984, con ejes rígidos y ballestas se había convertido en un mito, pero el mercado demandaba un vehículo que no perdiera prestaciones en campo y brillara en carretera, que siguiera siendo un Land Cruiser sin machacar la espalda de los ocupantes. Y Kondo creó el primer Land Cruiser “blando”, con ejes rígidos, sí, pero con muelles de suspensión, justo el LJ70 con el que hice el viaje por Túnez. A la vista del éxito del vehículo, se le nombró ingeniero jefe del proyecto de la Serie 90, lanzada en 1996, y luego supervisor de los ingenieros jefes de las Series 70, 90 y 100. Cuando, gracias a un buen contacto, conseguí que me dedicara la foto, estaba parcialmente jubilado como director de I+D de Kayaba, el fabricante japonés de amortiguadores para coches y motos.

    En el garaje hay también pases que reavivan la memoria. Los más actuales son de plástico, con colores corporativos, como el de una reciente peregrinación a Maranello en el que se lee: “Ferrari. Ospite” (más huésped que visitante). Estos modernos son fáciles de limpiar, con un trapo vuelven sus colores, sus brillos y sus recuerdos, y por eso me centro en el más antiguo de todos: una especie de sobrecito de plástico, ya tirando a rígido y grisáceo, que tiene dentro un papel añejo: el pase de prensa de las XXXI 24 Horas de Montjuic, las de 1985. Casi nadie se acuerda ya de aquella carrera absurda y maravillosa, que consistía en dar vueltas en moto durante un día por un parque en medio de la ciudad de Barcelona. Y sin embargo hubo una época en que los nombres de cada curva tenían un sabor épico, como el Karrouesel del antiguo Nürburgring o Eau Rouge en Spa, y a la vez se ligaban con el punto exacto de la ciudad en que se encontraban. La recta del Estadio, además de un punto del circuito, era la zona que pasaba frente al Estadio Olímpico inaugurado en 1929. La horquilla del Museo Arqueológico, además de estrecha y en bajada, era el acceso a la puerta principal del museo. Otros tramos tenían hasta canción popular, como aquella que decía:

    “Baixando la Font del Gat

    Una noia, una noia,

    Baixando la Font del Gat,

    Una noia i un soldat,…”

    Ordenados cronológicamente mis recuerdos de Montjuic empiezan en el viaje en autocar desde Madrid, porque las primeras veces que fui no tenía vehículo propio. Era una época previa a la red de autovías, cuando un Madrid – Barcelona, en autobús y de noche, era una experiencia, y no precisamente cómoda. Si no había autovías, no había áreas de servicio, y la parada a mitad de camino se hacía en un bar de La Almunia de Doña Godina, a una hora que me parecía indefinida, a la que no sabía si tomarme un bocadillo, un café, o ni siquiera salir del autocar. Llegado a Barcelona, algún año dormí en casa de un amigo, y otros la noche de la carrera la pasé en el parque, durmiendo entre bramidos de escape.

    Las motos que vi correr eran, por decirlo de algún modo, heterogéneas. Las del Mundial de Resistencia se dividían en dos grupos, ya que por un lado estaban las japonesas de cuatro cilindros en línea con chasis de cuando los japoneses aun no sabían hacer chasis, y las Ducati todavía descendientes de Fabio Taglioni. Y en el otro lado, los participantes locales que salían con lo que tenían a mano, incluyendo Yamaha RD350 y Montesa Crono 350.

    Por el lado de los pilotos la mezcla era mayor, si cabe: jóvenes mundialistas, viejas glorias que no colgaban el casco, y aficionados venidos a más. En esa edición de 1985 estaban sobre la Ducati de fábrica “Min” Grau, Quique de Juan y Juan Garriga, y la JJ Cobas BMW la llevaron “Sito” Pons, Carlos Cardús y Luis Miguel Reyes. La lista seguía con Jacinto Moriana (que ya había fichado a Antonio Cobas para JJ), Javier Marqués (con quien luego me crucé en el Team Aspar), Ignacio Bultó, Andrés Pérez Rubio (entonces importador de Bimota), Carlos Morante, Dani Amatraín y Dennis Noyes.

    Si ahora unimos las palabras “Barcelona” y “carreras”, parece que solo existe Montmeló; pero durante muchos años Montjuic, para motos y para coches, fue un circuito de Mónaco con menos “glamour” y más autenticidad, y las citas anuales del Gran Premio de motos, la Fórmula 1 y las 24 horas eran momentos clave para la ciudad. Solo que de esto hace tanto tiempo que muchos no lo han conocido. La lista de patrocinadores de la carrera, que figura en la parte baja del pase, nos habla de una época en que existía publicidad de marcas de tabaco, como Marlboro, o de bebidas con alcohol, como Kronenbourg o Gin MG. Y se compraba en Galerías Preciados.

    Estoy acabando la limpieza del garaje y ya solo me queda un cuadro, en el que hay varias fotos de mi temporada en la Copa Gilera. Unas de esas fotos muestran la secuencia de la curva de entrada a la recta de Jerez, una curva escenario de comentados incidentes, como el de Sete y Rossi, o el reciente de Lorenzo y Márquez. El tramo entre los dos codos consecutivos de Nieto y Peluqui y la meta era lo único que yo hacía bien en Jerez, y por eso le tengo cariño a ese ángulo y entiendo su dificultad. En las pequeñas Gilera 125 abríamos a fondo al salir de los codos y hacíamos las dos rápidas de detrás del “paddock” sin cortar. El desarrollo iba justo y la banda de potencia era estrecha, por lo que si se cortaba al entrar en alguna de las rápidas, al levantar la moto y por tanto alargarse el desarrollo el motor se moría y se perdía mucho tiempo. Como digo era lo único que se me daba bien, y sabía que si me acercaba a un rival al llegar a las rápidas, me lo comería en el corto tramo recto entre la segunda rápida y la horquilla, porque mi motor seguía empujando al no salirse de la estrecha banda de potencia. Ahí había que estar atento a lo que hacía el de delante: si se iba a la derecha para intentar una trazada redondita, se le pasaba por dentro. Si se ponía en el medio para tapar el hueco, me colocaba a la derecha para intentarlo por fuera. En la foto del garaje mi rival, muy conservador, llegó despacio y se fue al interior, y me dejó la trazada redonda de fuera.

    Pensando en Sete, Rossi, Lorenzo y Márquez, recuerdo que esa decisión que se tomaba en un instante, gas a fondo en la recta corta, tenía difícil rectificación. Una vez que habías decidido lo que ibas a hacer y llegabas a la horquilla, el circuito se volvía estrecho y la escapatoria corta.

    Le doy vueltas a eso mientras friego el suelo del garaje, cuando espero a que se seque y cuando vuelvo a meter el Celica en la plaza del fondo. En la misma posición en que colocaba el Land Cruiser de carreras, o antes el Serie 70 de la foto de Kondo san. Apago la luz y subo a casa pensando en que este sótano es mucho más que un garaje.


  • Una de hielo y nieve

    Este “blog” es más de tomar rumbo sur y recorrer Africa, y por eso suele incluir estampas de dunas, baobabs y acacias, y habla de sed y calor. De ahí que me pareciera tan interesante una experiencia de conducción en Suecia el pasado mes de Enero, entre hielo y nieve a 5 grados bajo cero. La primera sorpresa para el sureño es la naturalidad con que se desenvuelven los nativos en ese ambiente: los niños van al colegio y los adultos a trabajar, sacan a pasear a los perros y hasta se ve a alguien en bici. Sí, hay nieve en las aceras, y placas de hielo ocasionales, pero se consideran lo normal porque es el ambiente en el que han crecido. El tráfico rodado, segunda sorpresa, se desarrolla sin pegas. Por un lado está el hecho de que han aprendido a conducir con hielo y nieve, y han interiorizado los trucos para hacerlo con éxito. Y no hay que pensar que un ejército de máquinas quitanieve deja impoluto cualquier tramo asfaltado; las vías principales están bastante limpias, y en las demás se tira de excavadora o cada uno de su pala. El segundo punto clave son los neumáticos de invierno, obligatorios por ley y de efectos casi mágicos. El autocar que nos llevaba desde el centro de Estocolmo a la pista de pruebas de las afueras parecía ágil sobre la mezcla de nieve que caía y nieve medio fundida, una combinación poco de fiar. Me asusté cuando encaró la salida de la autopista a una velocidad aparentemente exagerada para el agarre que suponía, y sin embargo trazó la raqueta limpiamente, sin dudas y menos aun deslizamientos.
    La primera pista de pruebas que utilizamos tenía una serie de maniobras lentas marcadas con conos y piquetas sobre una ladera nevada. A baja velocidad, la nieve que caía se acumulaba sobre el parabrisas y los retrovisores, no había fuerza del viento que la eliminase, y la visibilidad disminuía poco a poco. Además, la suma de forros polares, guantes y gorro le dejaba a uno medio rígido al volante y nuevamente limitaba la visión. Mis antiguos guantes BMW para moto, largos y con Goretex, son muy cómodos y me mantienían las manos calientes, pero suprimían el tacto de la dirección. Y casi me daba vergüenza ver el estado del piso del coche, cubierto de un chocolate derretido formado por el cóctel de agua, nieve y barro.
    Lo que quedaba de la segunda pista de pruebas era un lugar ideal para probar neumáticos de invierno y controles de estabilidad: era un circuito de asfalto, debía andar por el kilómetro y medio de longitud, con desniveles y curvas lentas y rápidas, y la quitanieves lo había dejado medianamente limpio, aunque enmarcado entre bordillos de hielo y nieve. La adherencia era engañosa, porque unas veces se rodaba sobre asfalto mojado, en otras había hielo o nieve que caídos de los laterales al paso de los coches, o hasta charcos medio congelados. Y estas circunstancias cambiaban cada vuelta, lo que obligaba a conducir a la descubierta y a improvisar. Aun así, me maravillaban los neumáticos de invierno en una frenada de tercera a segunda en bajada, a la que se llegaba tras una curva rápida para las circunstancias. Donde esperaba entrar medio cruzado y tirando de ABS, todos los coches llegaban con limpieza y hasta se abría gas sin traumas. Vuelta a vuelta me sorprendía de lo que son capaces unos neumáticos casi desconocidos en el sur de Europa, con su goma específica para el frío y sus laminillas casi mágicas en el dibujo.
    Otro punto del circuito les superaba, y allí el éxito dependía del control de estabilidad del vehículo o de la delicadeza del conductor: una curva de noventa grados a la izquierda con salida en subida, que daba paso a un recta, donde si aceleraba con franqueza todos los coches subviraban mientras la electrónica intentaba llevarles por el buen camino. Con algo de práctica, y solo llevando los coches con motores más suaves, fui capaz de hacer bien la curva: trazada amplia y redondita, ni una corrección con el volante, entrar con el gas ya abierto y pisar con delicadeza.
    Me sentí como en casa en la tercera pista de pruebas: una zona sin asfaltar en medio de un bosque, y por completo cubierta de nieve. El único truco era llevar la iniciativa a base de mantener siempre el gas y casi siempre una marcha menos de lo previsto, como en barro o en arena. Disfruté los cruces de puentes, las inclinaciones laterales y la peligrosa cercanía de los árboles, y nada más que la blancura de la nieve me hizo sentir distinto que en algunas andanzas africanas.


  • Avanzamos, a veces hacia atrás

    Durante muchos años, el crecimiento de una persona y su prosperidad social se reflejaban en la calidad y el empaque de su coche. Después de un Seat 600, de un Renault 4 L o de un Citroën 2CV, llegaban un 124, un R 12 o un GS. Incluso un Simca 1200. Eran más grandes y cómodos, tenían cuatro puertas y maletero o portón, y sus prestaciones dinámicas estaban muy por delante de las del coche al que sucedían en la familia. Por dentro, había hasta lujos: radio cassette, calefacción de agua caliente con la posibilidad de orientar el flujo de aire, asientos no diseñados para machacar la espalda, lavaparabrisas manual,… Para colmo de lujos, había alguna luz interior y guarnecidos que tapaban parcialmente la chapa.

    Por encima se situaba una clase social superior, la del Seat 132, el R 18 y el Citroën CX, lo que creaba un escalonamiento claro, y sin superposición. Y los clientes de estos coches más grandes y caros buscaban lujo, y no pedían, es más les asustaba, un dinamismo siquiera remotamente deportivo.

    Ahora hay clientes que necesitan coches de cierto tamaño pero no pueden pagar esos lujos, clientes que pueden pagar lujos pero quieren coches pequeños, y otros que quieren coches grandes y lujosos y esperan de ellos un comportamiento deportivo. Por eso las gamas más que superponerse se pisan, se entremezclan, cruzan sus precios y crean dos fenómenos que hace poco me han llamado la atención.

    Repasaba recientemente los competidores actuales del segmento C, y recordaba los años en que sus antecesores remotos (124, R12 y similares) eran el primer coche decente al que accedía un español. Me sorprendió ver que en la actualidad, las versiones más baratas, esas que se anuncian por 12.000 €, me retraían a las sensaciones de sus antepasados: llantas de chapa con neumáticos estrechitos, techos tapizados con poco más que una lámina de plástico, un plafoncito de luz interior con un interruptor oscilante que parecía que se iba a romper en cualquier momento, interiores de chapa vista, mandos de calefacción de varillas y cables,.. Los guarnecidos eran poco más que una tela pegada sobre una lámina de plástico, y la única novedad de la radio era que tenía FM (no la encendí por temor a que me apareciera la voz de Matías Prats narrando un gol de Gento, o la de Bobby Deglané presentando una canción de Los Tres Sudamericanos).

    Es admirable la flexibilidad que plantean ahora los fabricantes de automóviles en sus gamas: aquella misma carrocería, pobremente vestida y escuálidamente empujada por un motorcillo Diesel, se puede comprar por el triple de precio con un interior casi suntuoso y un motor con el triple de potencia. Por otro lado, mi sensación subjetiva era que el avance desde el Renault 12, considerando el cuarto de siglo largo que ha pasado, era hacia atrás.

    Unas semanas después me topé con otro avance, esta vez hacia delante. Durante muchos años, el segmento E Premium estaba formado por “coches de abuelos”. Los 240D y 300 E, los Volvo grandotes, los Jaguar eran grandes, bonitos, cómodos, y también blandos de suspensión, con poco tacto de dirección, con asientos más butaca que bacquet y, por ello, territorio prohibido para quien buscara a la vez lujo y emoción.

    Ahora los fabricantes han conseguido aunar las dos características: coches serios y formales, con corte de berlina clásica, acabados interiores lujosos y silencio monacal. Y, a la vez, motores, potentes que lo poco que suenan lo suenan bien, suspensiones cómodas aunque no blandas, cambios rápidos y prestaciones más que interesantes.

    Estos E Premium que valen para quien se quiere divertir los inventó BMW con su Serie 5 y le siguieron Mercedes con algunas versiones de su Clase E y Audi con algunas de sus A6. Las marcas japonesas en unos casos ya llegan y en otros están aprendiendo. Un Infiniti M30d con motor Diesel V6 de 238 CV, interior presidencial y cambio secuencial de pulsadores demuestra lo segundo a base de contradicciones: el motor empuja y mucho, los pulsadores del cambio tienen forrada en cuero la parte que se toca con los dedos, para tener buen tacto, y son de algo que parece titanio en la cara que se ve. Pero las suspensiones blandísimas multiplican el balanceo y el cabeceo hasta hacer que el control de estabilidad haga horas extras en casi todas las rotondas. En resumen, sí pero no.

    En el otro extremo me he encontrado con un Lexus GS450h en versión F-Sport; silencio, confort y lujo a velocidad de paseo dominical, que se daban la vuelta al buscarle las cosquillas: empuje contundente al juntarse en el sistema híbrido el V8 de gasolina y los dos motores eléctricos, aplomo en el slalom entre conos de las pista de pruebas y hasta la posibilidad, con el control de estabilidad desconectado, de poner de lado cinco metros de coche y dos toneladas de confort. Y eso no es propio de abuelos.


  • De mecánico en Nuakchot

     

    Es lo que tienen las elecciones en Mauritania, que te cortan las carreteras desde un par de días antes a dos días después, y si te cogen en Nuakchot, pues te quedas a disfrutar de la ciudad. No es que haya mucho que ver, más bien casi nada, pero los viajes unas veces te llevan a paraísos y otras a lugares así.

    Al entrar en Nuakchot, la primera impresión en deprimente; la segunda también. Entramos por el barrio de los camioneros, una sucesión de pequeños locales que aspiran a ser talleres, rodeados por restos de camiones, casi todos Mercedes de color verde oscuro, de aquellos de cabina redondeada y retrasada, en distinto nivel de montaje, desmontaje, oxidación o achatarramiento, dependiendo de si los están reparando, son donantes de piezas o simplemente están a la espera por si acaso. Y alrededor de los camiones se agita un enjambre de negros hacendosos con mono azul, que sueldan, cortan, reparan o simplemente dudan sobre qué hacer para que la reliquia vuelva a rodar.

    La visita al Novotel es breve: recepción lujosa, aire acondicionado que funciona, tabla con precios expresados en Euros con tipografía grande y en ouguiyas mauritanas en pequeño. Me da mala espina, así que me acerco y confirmo que una noche allí le da a una familia local para vivir un mes. Regresamos al coche y terminamos hospedados en el Hotel El’Amane, cuatro veces más barato y cien veces más africano. La habitación es básica, está limpia y fresca aunque no hay aire acondicionado, y el televisor funciona, aunque no lo encenderemos en toda la estancia porque no hemos venido a Africa a ver la tele.

    Como el edificio no tiene ascensor, cada vez que entramos o salimos recorremos las escaleras y los descansillos, y eso me hace ver las revistas que se dejan en las mesas bajas. Son de esas revistas que se editan por todo Africa, sea anglófona o francófona, con cabeceras del tipo “La Nouvelle Afrique” o “Future Africa”, y que personalmente reparto en dos tipos: las que culpan a los colonizadores blancos de todos los males de Africa, y las que culpan a los africanos. En ambos casos su lectura entristece, porque siempre se pone en duda que haya un buen futuro para el continente.

    Cuando el hambre apremia nos dirigimos a Le Prince, un local regentado por libaneses, que ni en un arrebato de optimismo llamaría restaurante. Pero tiene tres ventajas: los bocadillos de carne picada con patatas fritas están de lujo, como les funciona la nevera sirven Coca Cola fría de verdad, y en el comedor interior no se oye la campaña electoral, lo que es un alivio. Ya desde Chinguetti nos persiguen los carteles por las calles y las caravanas de coches con los altavoces atados con cuerdas, que pregonan los méritos de cada candidato. El más habitual es el actual presidente, que lleva en el poder veinte años tras ganar todos los comicios, aunque en ocasiones para conseguirlo haya tenido que meter en la cárcel a los líderes de la oposición antes de las elecciones. En los carteles se le ve con cara de profesor de Maatemáticas de instituto español de provincias en los años ’50, con rostro severo y hasta malencarado, bigote de guardia civil de la época y mirada reprobatoria. Para contentar a los pro-occidentales, en algunas fotos se ha puesto un traje azul marino, de corte desfasado, eso sí; en otras luce el tradicional bu-bu mauritano, en tono azul claro con detalles en ocre, para hacerle un guiño a los islamistas. Otro de los candidatos tiene un aspecto más conservador, como de santón hindú o imam iraní, y hay hasta una candidata.

    Dar una vuelta por Nuakchot produce de todo menos alegría. Cerca del barrio de los camioneros, por el que entramos a la ciudad, está el de los mecánicos, con una organización que no oculta la mugre. Cada manzana, y aun cada calle, se especializa en un modelo de coche: Peugeot 504, Mercedes 300D, Toyota Hilux,… Se dejan en las calle unidades de estos vehículos en diferente estado de canibalización, de modo que cuando alguien llega para reparar su coche, busca la zona especializada, y los mecánicos se encargan de encontrar las piezas necesarias para el arreglo entre los cadáveres metálicos del entorno.

    Tampoco es que el centro de Nuakchot sea mucho mejor, sobre todo porque no existe. Me explico. La administración colonial del Africa Occidental Francesa estaba en Saint Louis, en el actual Senegal, de modo que cuando Mauritania se independizó en 1958, no tenía capital. A alguien se le ocurrió construirla sobre un antiguo asentamiento árabe, a unos cinco kilómetros de la costa atlántica, cuyo nombre en hassaniya (la lengua local mezcla de árabe y bereber) significa “lugar de los vientos”. Por ello no tiene la estructura urbanística habitual en la zona: mezquita grande en el centro, medina, murallas, barrio judío, barrio de los esclavos negros liberados,.. Y como está lejos de la costa, no hay puerto, atarazanas, barrio de pescadores,… Sí que hay calles anchas y rectilíneas, con una cinta de asfalto de unos seis metros en el centro, y más de diez de tierra a cada lado, que se usan para aparcar, circular, montar un mercadillo o abandonar un coche averiado. Y en caso de que uno se encuentre un coche parado en el asfalto, o un carro que circula despacio, no hay más que dar un volantazo, adelantar por la tierra y volver luego al asfalto. O no, según apetezca.

    Me gusta esa indefinición urbanística y el parque móvil que se mueve por ella; es más, me gustan los países en que los taxis son Mercedes repintados, desechados en Europa y rehabilitados más allá; los países en que los Peugeot 505 son grandes coches; esos lugares en que son válidos los vehículos que pondrían los pelos de punta a los empleados de una ITV española, y en los que las normas de tráfico no son más que sugerencias bastante flexibles y sujetas a interpretación. Por eso he disfrutado de taxis Mercedes en Marruecos con los asientos atados con cinturones de seguridad para evitar que se cayeran por el suelo en los baches; de autobuses repintados a mano por dentro y por fuera que trepaban por las pistas del Atlas al ritmo de los burros; de Toyota Corolla en Kenia que parecían catálogos de ruidos a punto de explotar; y de Seat Ibiza de primera generación que adelantaban en los rasantes ciegos de las carreteras sin asfaltar de Indonesia.

    Nuestros coches de este viaje se encuentran a mitad de camino entre esos fenómenos arqueológicos locales y las modernidades europeas, y se portan de maravilla entre el tráfico local. Es aquí donde mejor se entienden algunas características de mi Land Cruiser Serie 70: volante casi de camión y dirección suave para serpentear entre el tráfico desordenado; motor que no da tirones ni por debajo del ralentí, para sortear cualquier incidencia sin cambiar de marcha; cristales grandes y línea de cintura baja para ver bien los agujeros del asfalto. El tráfico de Nuakchot, al estilo del de Nouadhibou y no muy lejos del de Marruecos o del que nos espera en Senegal, se basa en una mezcla de interpretación relajada del Código de la Circulación, y la ley de la selva. A los cruces se llega con decisión, se mete el morro del coche para achantar a los taxistas, mayoritariamente senegaleses, y se entra. Lo de quién tiene preferencia es secundario. Ahora, si al meter el morro se ve venir un autobús o un camión, se da la vuelta a la preferencia y se le cede amablemente el paso. Por eso son ideales para esta conducción caballerosa los volantes grandes y los motores Diesel de la vieja escuela, para no detenerse nunca ni acelerar mucho, maniobrar en callejuelas y aglomeraciones, rodear plazoletas con tales agujeros que parece que las han bombardeado, y evaluar las maniobras en los cruces y avenidas. Todo ello, claro, compensando con mucho claxon el hecho de que nunca se usen intermitentes.

    Para agradecer a nuestros coches su buen comportamiento, una tarde de esos días electorales se la dedicamos  ellos. ¡Qué buen taller puede ser la explanada frente a un hotel! Lo primero es descargar las herramientas y comprobar niveles y aprietes; tras cinco mil kilómetros desde casa, con mucho calor y algo de reductora, falta un cuarto de litro de aceite en el motor. Luego quitamos la pasta que forman la grasa y la arena del desierto en cierres, bisagras y cerraduras, y volvemos a lubricar. Los filtros de aire nos llevan un buen rato. Y por último nos encargamos de eliminar las huellas que dejó la plaga de langostas que encontramos al salir del oasis de Terjit: ha cegado los faros, el radiador y parte del parabrisas.

    Y luego vaciamos todo el interior para limpiar y ordenar. “Todo el interior” significa bolsas de equipajes, cajas con víveres y repuestos, tienda de campaña y sacos de dormir, sillas y mesa, los bidones de agua y los de combustible, las planchas y la pala para la arena, gatos, medicinas, toda la ropa comprendida entre el bañador y el forro polar, y en definitiva lo que la prudencia y la experiencia aconsejar llevar para un viaje africano de tres semanas largas. Una vez limpio el interior, volvemos a colocarlo respetando reglas que a veces son contradictorias: lo más pesado, abajo y entre los ejes; y lo de uso más frecuente cerca del portón trasero.

    La vida es maravillosa cuando juegas a ser mecánico bajo el sol africano, el reloj avanza despacio, las cosas se arreglan con una caja de herramientas y algo de paciencia, el vigilante del hotel viene a darnos palique, y nuestras mujeres nos traen latas de refrescos para combatir el calor.


  • Las puertas del sueño

    No, no voy a decir que el Dakar actual no me gusta, que el resultado lo determina sobre todo el presupuesto del equipo, y menos aún voy a entrar sobre cuál es mejor, si el americano o el africano. El Dakar arrancó en 1979 y reflejaba el mundo de la época; más de tres décadas después el mundo es muy otro, en algunos aspectos bastante peor, y la carrera se ha adaptado a esos cambios.

    Hace poco cayó en mis manos el libro que ha generado estas reflexiones, una maravilla titulada “1er Rallye Paris Dakar. Les portes du rêve”, de cuyo título he tomado el de esta entrada. El autor es Michel Delannoy, un amigo de Thierry Sabine que participó en las tres primeras ediciones de la carrera, y luego tardó muchos años en lanzarlo, porque no se editó hasta 2005.

    El libro es una formidable colección de historias y anécdotas, que con un buen montón de fotos, nos muestran la distancia del Dakar de entonces al de ahora en los vehículos, los equipos, la organización, las normas, los presupuestos,… Y también la distancia entre aquel mundo y éste: hoy en día se desaconseja cruzar todas las zonas por las que pasaba la primera edición, que eran Argelia desde Argel a la frontera con Níger, un rodeo hasta Niamey para entrar en Malí por Gao, y de allí con rumbo oeste por Bamako hasta Dakar.

    El reglamento de aquella edición no eran más que diez folios a máquina con consejos sobre elección del vehículo, los neumáticos y el material de repuesto, la ropa, las vacunas y las formalidades administrativas. Para correr con un coche se exigían arco de seguridad, arneses, extintor, fusibles de seguridad, brújula, eslinga y dos ruedas de repuesto.

    La organización se enfrentó como pudo a los imprevistos: El recorrido de Marsella a Argel se hizo en un barco de línea regular, con los coches y motos de carreras mezclados con los argelinos que volvían a pasar la Navidad a casa. La noche de la travesía de Marsella a Argel, el 27 de Diciembre, murió el presidente argelino, Houari Boumédienne, que llevaba varias semanas agonizando en un hospital. Las autoridades locales, temiendo incidentes en un país aun inestable y para proteger la carrera, decidieron neutralizar el recorrido hasta Laghouat, y formar un convoy con la protección de motoristas de la gendarmería.

    Los coches más habituales entre los inscritos eran los Range Rover y los Toyota Land Cruiser de la Serie 40. En aquella primera edición había clasificación conjunta, sin separar coches y motos, y el primer vehículo de cuatro ruedas acabó en cuarta posición. Por entonces se permitían tres personas a bordo, y este cuarto clasificado es un buen ejemplo de lo aficionado y heterodoxo de los participantes: Joseph Terbiant, un francés que vivía en Costa de Marfil, Genestier, su chófer, y Jean Lemordant, preparador parisino especializado en Mini. ¡Y ganaron!

    El autor del libro acabó la carrera en 26ª posición con pocos incidentes en su BJ40 blanco con matrícula de París, salvo unas vueltas de campana entre Tahoua y Talcho (Níger), que doblaron el puente delantero y desperdigaron herramientas y pertenencias en cien metros a la redonda. Jean-Jacques Ratet, que con los años se convirtió en un clásico del Dakar, les puso boca arriba, recogieron sus cosas y llegaron a Niamey, donde los mecánicos del Concesionario Toyota pasaron la noche reforzando el puente con ballestas de camión.

    Un buen ejemplo de que casi todo valía fue el caso de Christian Sandron y Philippe Alberto. Tenían un Peugeot 504 bien preparado, y se habían inscrito (y habían pagado) para salir en la Nueva Orleans – Caracas que iba a organizar Jean Claude Bertrand, el inventor de este tipo de carreras. Bertrand era el organizador de lo que se conocía como Rallye Costa a Costa, porque salía de Costa de Marfil y acababa en la Costa Azul francesa. También se le llamó Rallye Abidjan – Niza, por las ciudades de partida y llegada. Thierry Sabine era un ayudante de Bertrand, y cuando el Dakar de Sabine se hizo más popular que el Costa a Costa, la relación se rompió. La carrera de Nueva Orleans a Caracas se canceló, y Bertrand tardaba en devolver el dinero de las inscripciones, por lo que Sandron y Alberto vendieron el 504 y se inscribieron en el Dakar con el coche de calle de Sandron, un Citroën Dyane 6 con más de 100.000 km. Abandonaron en la etapa de Arlit a Agadez, llegaron a Bamako fuera de carrera, y con el dinero que sacaron de la venta del coche se pagaron los billetes de avión de vuelta.

    Mis favoritos por el lado de los coches son los hermanos Marreau, Claude y Bernard. Tenían un taller en París, y habían hecho El Cabo – Argel en un R-12 Gordini. Para el primer Dakar prepararon un precioso R-4 amarillo y rojo con motor de R-5 TS y tracción a las cuatro ruedas con un sistema Sinpar. Tenía tan poca altura al suelo que sacaron el escape por arriba, como se llevan hoy en día las tomas elevadas, con el silenciador sujeto al vierteaguas del techo. Menos mal que no volcaron. La mayor limitación estaba en los neumáticos, porque no se fabricaban para campo en llanta de 13”; de hecho en casi todas las fotos aparecen con los desmontables en la mano, reparando pinchazos.

    Si el lado de los coches es un despliegue de improvisación y amateurismo, el de las motos se desborda en historias carentes de pies y cabeza, como la del equipo Moto Guzzi (sí, he escrito Moto Guzzi), que inscribió a cinco motos. Seudem, el importador francés, en contra de la opinión de la fábrica, decidió llevar a Africa los veteranos V2 con transmisión por cardán. La primera en retirarse fue Martine Rénier, que se fracturó una muñeca en la etapa Reganne – In Salah, aun en Argelia. El mismo día el equipo se llevó dos sorpresas al rodar por vez primera en arena: el consumo de combustible se disparaba y las llantas traseras (¡de palos!) se rompían por las vibraciones. Y hubo una tercera sorpresa que llegó unos días más tarde: los chasis se fisuraban por la parte posterior de la pipa de la dirección, de modo que las Guzzi parecían “chopper” cruzando Africa. Entre Tamanrasset e In Guezzam, Alain Piatek se cayó y destrozó el chasis, y con cada vez menos llantas traseras de repuesto en los Toyota de asistencia, Alain Legrand se retiró al llegar a Tahoma y donó los restos de su moto para reparar las supervivientes. Unos días después hizo lo mismo Eric Breton (marido de Martine Rénier), y a partir de ahí pasaron las noches apañando la moto y soldando el chasis de Bernard Rigoni, y éste sí llegó a Dakar.

    Otro que se peleó con las llantas fue Fenouil. Llevaba una BMW GS 800 preparada por Scheck con apoyo de la fábrica, la moto más potente de la carrera: 55 CV, para 150 kg. Pero la mala puesta a punto de las suspensiones, una simple horquilla telescópica delante y dos amortiguadores hidráulicos detrás, se cargaba las llantas. Su mecánico pasaba las noches arreglándolas a martillazos, y en Bamako pudo seguir porque le dejó una llanta trasera el comandante de la escolta presidencial. El motor se terminó rompiendo, y se retiró en Bakel.

    Por supuesto que había motos japonesas en la carrera, y estaban en el equipo mejor organizado, el de Yamaha Sonauto, por supuesto con las XT 500. Sonauto fue importador de Yamaha para Francia durante muchos años, y al frente estuvo Jean Claude Olivier. Era este un tipo elegante con traje y corbata cuando representaba el papel de directivo de Sonauto. También derrochaba clase corriendo el Bol d’Or en el Ricard, dirigiendo el equipo Gauloises con Christian Sarron, o pilotando la monstruosa moto con la que salió en varios Dakar, con motor de FZ y cuatro cilindros. La estructura que montaron para el Dakar de 1979 era un anticipo de lo que se convirtió en norma muchos años después: un camión con piezas y dos mecánicos, y un coche como asistencia rápida. Es más, fueron los únicos que llevaban tienda de campaña; los demás dormían al raso.

    He dejado para el final el caso de Pierre Berty y su XT 500, que llegaron hasta Dakar, aunque en una caída en la primera etapa se rompió el maleolo del pie derecho. Todas las mañanas alguien le arrancaba la moto, y se hizo el recorrido desde el 31 de Diciembre en que se rompió el pie hasta el 14 de Enero en que llegó a Dakar sin quitarse la bota derecha.

    Eran otros tiempos, otras ilusiones y un mundo mucho más sencillo, en el que inscribirse en una carrera de locos dependía solo del grado de locura de uno, y no del nivel de desquiciamiento del mundo que nos rodea. En la actualidad, participar en una prueba del Mundial de Raids de cuatro días requiere más medios, organización y presupuesto que esos primeros Dakares. Los coches casi de serie que participaban entonces, a día de hoy no son válidos ni como asistencia. Y los pilotos y copilotos que antes solo necesitaban atrevimiento, algo de experiencia y ciertas nociones de mecánica se han transformado en una mezcla de atletas, volantistas, navegantes y mecánicos.

    El motivo por el que miro con cariño el libro de Michel Delannoy es la cercanía que siento a aquella realidad: yo, con mi coche y mis conocimientos, podía haber participado en un Abidjan – Niza o en esos Dakares; uno actual nos  viene, a mis patrocinadores y a mí, bastantes tallas grande. Y en el mundo actual, una carrera entre el Nueva Orleans dolido por el Katrina y la Caracas de Hugo Chávez va más allá de las ficciones de Spielberg.


  • Un cuento de hadas con ruedas

    “¿A que no hay cojones?” Estoy seguro de que esta frase se pronunció, en un inglés muy fino, eso sí, en una terminal del aeropuerto de Linate, en Milán, la tarde del GP de Fórmula 1 de Monza de 1988. El avión en que debían regresar al Reino Unido los directivos del equipo McLaren llevaba retraso, y para aprovechar el tiempo arrancaron una conversación que empezó con los planes de futuro de la empresa y debió de acabar con la frase en cuestión. Junto con una conclusión rotunda: vamos a fabricar el mejor coche deportivo del mundo.

    Los presentes eran Ron Dennis y Mansour Ojjeh, por entonces jefes supremos de McLaren, su responsable de marketing, Creighton Brown, y nada menos que Gordon Murray, que se había unido al equipo el año anterior después de varias temporadas en que sus ideas habían creado escuela en la F1 y tras hartarse de su jefe, Bernie Ecclestone, por entonces propietario de Brabham.

    Aquella tarde arrancó un cuento de hadas en versión de automoción que terminó el 25 de Mayo de 1998 con  la fabricación de la unidad número 117 (la última, destinada a Azug Ojjeh, hermano de Mansour) de lo que para mí es, y probablemente será, el mejor deportivo de todos los tiempos.

    En un primer vistazo, hay varios factores que alimentan la leyenda del McLaren F1: que hay pocos, que son muy caros, que el nombre es prestigioso y que corre mucho. Si profundizamos, vemos que el atractivo reside en la pureza del concepto: se parte de cero en la ingeniería, el diseño y en el historial de McLaren en coches de calle. No se emplea ni una sola pieza que venga de otro vehículo. Y además no se admite compromiso alguno: el motor es un V12 atmosférico porque es lo mejor para un deportivo de elite. Se coloca en el centro del coche y no mueve más que a las ruedas traseras para asegurar el comportamiento ideal de los deportivos clásicos. Para reducir el peso el chasis es un monocasco de carbono, y para aumentar la discreción no hay alerones ni concesiones estéticas.

    La historia del McLaren F1 es, desde el punto de vista de los deseos imposibles de un ingeniero de automoción, todo un cuento de hadas. Eso sí, no quiere esto decir que esa pureza de concepto primero y de desarrollo después, la parte práctica que hay de la idea a la producción, haya sido cursi. Hay anécdotas que muestran las caras humanas, apasionadas e imprevistas del proyecto.

    Por ejemplo, cuando a principios de Abril de 1992 se llevó el Clinic Model, un prototipo no rodante, en un remolque cerrado, a la cantera Penrhym, en Gales. Las revistas especializadas ofrecían fortunas por una foto espía que hasta el momento nadie había conseguido, y por ello se decidió que la sesión de fotos para el catálogo de lanzamiento se haría en un lugar alejado y discreto, como una cantera medio abandonada en Gales. Aquel día llovió, nevó, granizó, salió el sol y siempre hizo mucho frío, pero nadie molestó a quienes fotografiaban lo que en aquel momento era el coche más secreto del mundo. Hasta que de repente apareció un helicóptero, y una fila de policías y voluntarios de apoyo peinando la zona. No, no buscaban el coche, buscaban a un niño que había desaparecido de un camping cercano. Y pasaron de largo sin darse cuenta de que allí estaba el McLaren.

    La segunda anécdota que acerca a la realidad el cuento de hadas sucedió en el calor de la pista de pruebas de Nardo, en Italia, unos meses más tarde, en Agosto de 1993. El prototipo XP3 estaba allí para las pruebas de velocidad máxima. En los intentos iniciales, Mika Hakkinen había llegado a 220 millas por hora (353,9 km/h), y antes del tirón definitivo se detectó una avería en la caja de cambios, una Weismann exclusiva para este coche. Una vez abierta, los mecánicos vieron que tenían repuesto de todo salvo de los rodamientos, que tardarían cuatro días en llegar desde Inglaterra. El jefe de mecánicos, Bruce McIntosh, había vivido en Italia en los ’60, y supo cómo solucionarlo: “Me fui a Brindisi, encontré una casa de cuscinetti (tienda de rodamientos), dejé los trozos rotos en el mostrador y pregunté: “¿Tiene algo parecido a esto?”. Y a los treinta segundos, literalmente, el chaval volvió con todos los rodamientos que necesitaba menos uno, que era dos milímetros demasiado ancho. Me indicó dónde había un tornero que lo podría rebajar. Todo lo que ví en el taller pequeño y polvoriento era un torno viejo. Expliqué que quería quitar 2 mm al rodamiento, el chaval dijo que sin problemas, sacó una herramienta de corte cerámica, quitó exactamente un milímetro por lado, me cobró diez pavos y en dos horas había vuelto, montamos la caja y volvimos a pista. Estas cosas solo pasan en Italia”. Con la caja de cambios reparada, a última hora de la tarde del domingo 8 de Agosto, Jonathan Palmer lanzó el XP3 a 231 millas por hora (371,7 km/h).

    El texto entre comillas del párrafo anterior está tomado de “Driving Ambition. The oficial inside story of the McLaren F1”, el libro que escribió Doug Nye junto a Ron Dennis y Gordon Murray. Que sea el libro “oficial” mediatiza el contenido, pero permite el acceso a fotos, documentos y faxes que ilustran el desarrollo del coche. Y, sobre todo, muestra los dibujos y manuscritos de Murray. No solo era una época anterior al correo electrónico y al diseño por ordenador, es que Murray rechazaba la electrónica y trabajaba a mano: listas de objetivos de diseño,  notas a mano de las pruebas de competidores o de prototipos, notas internas, y cientos de dibujos a mano alzada, en planta o en perspectiva, a lápiz, con bolígrafo o a color, la mayoría en hojas cuadriculadas arrancadas de un cuaderno de espiral.

    De esta joya de libro guardo una reimpresión de la primera edición de 1999, hecha en Italia, y comprada en Melbourne. A veces los cuentos de hadas recorren muchos kilómetros.

    Ese prototipo XP3 de los rodamientos del cambio rotos tiene ahora mucho significado. A día de hoy es el McLaren F1 más antiguo de los que se fabricaron, porque el XP1 sufrió un accidente y ardió en Namibia cuando un ingeniero de BMW, proveedor del motor, hacía las pruebas de conducción en alta temperatura. Y el XP2 se sacrificó en la prueba de choque para la homologación. Además, su propietario y usuario actual es Gordon Murray, que lo guarda en el garaje de su casa de Surrey.

    No había citado hasta el momento que el origen del motor es BMW, y quiero destacarlo hablando de Paul Rosche, el genio de los motores de la marca alemana, que lideró el proyecto. Murray y Rosche se habían conocido en los años de los Brabham – BMW, entre 1982 y 1985. Esa buena relación allanó la comunicación entre los ingleses de McLaren y su sueño del deportivo ideal, y los bávaros y su cabezonería. Además, le añadió un toque sentimental: como muchos amantes de los automóviles, Murray y Rosche lo eran también de los aviones con motores de pistón. Por ello, cuando escucharon el arranque del V12 que BMW había desarrollado para el McLaren, impecable gracias a su gestión electrónica, la ausencia de volante de inercia y el equilibrado ideal, decidieron modificarlo. Unos retoques sobre la señal de chispa y la apertura de inyectores, en relación con la señal de velocidad del cigüeñal aun movido por el motor de arranque, hacen que la puesta en marcha del McLaren F1 suene con las toses y dudas de un Spitfire cuando se pone en marcha. Otro motivo más para desear uno, aunque me separen de él, dependiendo de versión y estado, entre uno y tres millones de Euros.


  • El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos

    La película “Casablanca” sigue siendo un filón de citas. En los tiempos de turbulencia que ahora vivimos, ser demasiado racional impide tomar decisiones, y para evitarlo utilizo con frecuencia la frase que Ilsa Lund (Ingrid Bergman) le dirige a Rick Blaine (Humphrey Bogart) mientras viven su idilio en el París a punto de ser ocupado por un ejército alemán que arrasa Europa: “With the whole world crumbling, we pick this time to fall in love”. Suena más preciso, más descriptivo en el original en inglés que en la traducción al español que he empleado en el título.

    Quizá esté utilizando la cita como una justificación de la compra poco racional que acabo de hacer. O quizá sea que tengo una edad en la que cada vez se siente menos la necesidad de justificarse. La cuestión es que ha pasado delante de mí un Toyota Celica Carlos Sáinz Réplica, la unidad 3.530 de una serie limitada a 5.000, con historial conocido, en estado de concurso y a la venta a precio lógico. Como para decir que no. Ya está en casa. Desde este momento me puedo considerar un coleccionista de coches porque tengo dos: el Land Cruiser Serie 80 y el Celica. Y ahora, a disfrutarlos, antes de que se derrumbe el mundo.

    El disfrute comenzó en el retorno a casa tras recogerlo, al ir tomándole la medida a un vehículo distinto a los que conduzco habitualmente. Más bajo que un turismo actual, mucho más ligero que un TT, más potente que cualquiera de los dos. Con un buen tacto de dirección, solo me puedo quejar de un aro de volante demasiado fino para mis manos grandes, porque hace falta tacto cuando se comienza a explorar la enorme capacidad de tracción que suponen las cuatro ruedas empujando a través de tres diferenciales. No es que corra descomunalmente en las rectas, que sí que corre, es que se puede acelerar mucho antes a la salida de las curvas (o a la mitad de las rotondas) y las rectas cunden más.

    Luego lo disfruté desde el punto de vista mecánico. Empecé por mirar sus interioridades, los niveles, el estado de discos, pastillas y guardapolvos, las posibles pérdidas u holguras en las transmisiones,… Estaba impecable. Vi el único cambio que se ha hecho respecto al original: latiguillos de freno metálicos con funda negra, para que no se note que existen, y pastillas Galfer rojas, eficaces en frío y constantes en caliente. Localicé el gato original y la llave de ruedas, memoricé en el radiocassette (sí, sí, el original sigue ahí montado) mis emisoras preferidas y ajusté asiento y espejos.

    Cuando recogí el coche llevaba montadas unas llantas de 7” x 17”, de unos 34 mm de bombeo con neumáticos Goodyear Eagle F1 en medidas 215/45 R17 83 Y. No dudo de que sea una combinación excelente, y de hecho el coche iba como por raíles. Pero prefiero mantenerlo en sus especificaciones de fábrica, así que he montado las llantas Toyota de fábrica, de 6 1/2” x 15” y de unos 48 mm de bombeo, con unos Bridgestone RE 93 215/50 R 15 88V, la medida original. Hasta aquí todo muy bien, salvo un detalle: estos neumáticos están fabricados en las dos primeras semanas de 1991: banda de rodadura brillante, flancos cansados y hasta cedidos,… lo que asegura un escaso agarre, especialmente en agua. De modo que los mantendré para las pruebas iniciales, y los usaré con mucho cuidado.

    En honor a la edad del Celica y aprovechando ese radiocassette original, busqué en la buhardilla de cada la colección de cintas TDK (también made in Japan) que solía usar en la época en que se fabricó este coche para grabar música de aquellos días. Y lo que al final terminé buscando fue un grupo, o al menos un estilo, que encajara con el carácter noble, directo y claro del Sáinz Réplica. Los neorrománticos sonaban artificiosos, ampulosos; The Clash, Los Nikis o Los Ramones eran demasiado crudos, casi ásperos en un coche que, a su estilo, es cómodo. Solo encontré el acuerdo completo al llegar a The Jam, especialmente en “That’s Entertainment”. Hubo también sintonía entre coche y música con aquel grupo madrileño, ahora de culto, llamado con razón Los Elegantes: buena imagen y mucha energía, como el Celica.

    El remate de este disfrute inicial, de este retorno sentimental y mecánico a los ´90, ha sido recorrer las carreteras en que por entonces se disputaban rallies, como las de Hoyo de Manzanares, Colmenar Viejo y San Agustín del Guadalix. Considerando el tráfico y el estado de los neumáticos, el coche es diabólico en los tramos lentos, permite abrir en las horquillas en subida de segunda media hora antes de lo que pensaba, y eso implica llegar a la siguiente horquilla mucho más deprisa de lo que esperaba. Hay un subviraje en curvas de entre 100 y 120 km/h, quizá por deriva de los neumáticos delanteros cansados, y en las curvas ciegas rápidas… me falta mucho para encontrarle el límite. Eso sí, en las de tercera, con las gomas y el asfalto caliente, los neumáticos chirrían pero el chasis respeta milimétricamente la trayectoria.

    Es obligatorio mencionar que he debido adaptarme a su motor de gasolina, después de muchos años “dieselizado”. En el Celica no se cambia a 2.000 rpm, ni se sale de las rotondas a dos mil vueltas. Es una alegría estrujarlo hasta las siete mil y ver cómo la carretera se estrecha, o reducir hasta segunda al entrar en las horquillas (que sí, que las horquillas con los motores de gasolina se hacen en segunda)

    En esas estaba cuando se convocó en Madrid el primer Cars and Coffee de España. Cars and Coffee es una iniciativa que arrancó en el Sur de California en 2005 con el único objetivo de reunir aficionados a los coches y sus juguetes, para verlos, enseñarlos y charlar un rato. Sin dejar hueco a los millonarios caprichosos, que para eso está Peeble Beach, ni a los tuneros. La única pega que se les ha planteado a los organizadores californianos es dónde meter los más de seiscientos coche que suelen reunirse.

    El arranque en España tuvo lugar en el aparcamiento del Rozas Village, y nos juntamos del orden de ochenta coches, con abundancia de Porsche 911 de todas las edades y bastantes cacharros americanos. Entre estos me llamaron la atención un Chevrolet Impala del 55 en color azul cielo, y un Ford Mustang “Bullit Edition”, lanzado para conmemorar los cuarenta años de la película “Bullit”.

    Como la organización ubicaba los coches por nacionalidad, a mi Celica le tocó el sector japonés. Una vez aparcado, a la izquierda había un par de Honda S2000, pequeños, elegantes, trasluciendo la calidad de la ingeniería de Honda. Y a la derecha, un enorme, ostentoso, orgulloso Nissan Skyline GTR, apodado “Godzilla”, con unos neumáticos enormes en unas llantas inmensas, que a duras penas cabían en unas aletas sobredimensionadas. El Skyline merece su leyenda, pero en las últimas ediciones parece diseñado más para vídeo consolas que para la carretera.

    La vida social de mi Celica continuó durante la grabación de un vídeo en el circuito del Jarama, protagonizado por un Toyota GT86, al que acompañaban deportivos veteranos de la misma marca: un MR2 de la segunda generación, otro de la tercera, un Celica xT 2.0 de 1983 y mi Sáinz Replica. Me hizo mucha ilusión rodar por la pista, aunque fuera al ritmo pausado de rodaje cinematográfico, porque cuando nació mi coche el Jarama era un circuito importante.

    Ya no es tan sencillo encontrar neumáticos apropiados para este tipo de coche. Por un lado, los deportivos actuales utilizan perfiles más bajos y mayores anchuras, y por otro hasta los turismos de hoy en día llevan llantas de más de quince pulgadas. Además, la caída de ventas ha adelgazado los catálogos de los fabricantes de neumáticos y ha hecho reducir las existencias de sus almacenes; por eso han tardado un mes en llegar las únicas gomas que me valían, unos Dunlop SP Sport 9000, con un dibujo que estéticamente no me convence. Una vez montados, y ajustadas las presiones a 2,7 bar, he repetido los recorridos anteriores para comprobar las diferencias con los Bridgestone envejecidos. Sigue habiendo un excelente tacto de dirección en línea recta, con reacción inmediata a los movimientos del volante. El confort de rodadura se mantiene y en tramos de curvas, independientemente de la posición del gas, no le puedo encontrar pegas a la estabilidad al ritmo al que es juicioso rodar en carretera abierta.

    Tras estas primeras experiencias, ya siento el Celica como mío. He grabado mis emisoras habituales en su radio, y en él escucho las cintas de la música que me gustaba en los ´90. En su documentación pone mi nombre, hemos pasado la ITV y su Bluetooth está coordinado con mi móvil. Para rematar, le he regalado unas placas de matrícula acrílicas que acentúan que sigue siendo un coche actual, aunque no le haga falta. Se ha convertido en el coche que uso con asiduidad y naturalidad, cuando me apetece, sin más planes que disfrutarlo. Porque no vale la pena darle más vueltas, tal y como decía Rick Blaine en “Casablanca” cuando una mujer le pregunta si se verán esa noche: “I never make plans that far ahead” (Nunca hago planes con tanta antelación).