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  • Ayer estuve limpiando el garaje

    Digo garaje porque desde un punto de vista práctico, el semisótano de casa se utiliza principalmente como garaje del parque móvil. Aquí guardo los coches que caben, las bicis y en su día las motos. También actúa como taller en el que mecaniquear sobre ese parque móvil. Mirado de un modo más emocional, este garaje es una suerte de museo de objetos recopilados a los largo de años de viajes y carreras, que ahora cuelgan de las paredes para recordar buenos momentos en los que disfruté y malos momentos en los que aprendí. Y rodeado de aspiradora, fregona y escoba, según desempolvo, friego o barro, los ojos y las manos pasan por esos objetos y reviven el instante en que se hizo la foto, utilicé el pase o vestí el uniforme.

    De éstos hay cuatro, en concreto cuatro camisas que conservo de cuatro experiencias en carreras. La última de ellas cobró un valor especial un año después de lucirla: es la camisa del Dakar de 2007, el último africano, en el que fui asistencia de Xavi Foj, y con la que subí a acompañarle en el podio del Lago Rosa. Junto a cada una de las cuatro camisas cuelga una foto, y la de ese Dakar ha envejecido deprisa: se ve el Land Cruiser 120 de Xavi en el momento de tomar la salida frente a la formidable fachada del Monasterio de los Jerónimos en Lisboa, a tiro de piedra de la Torre de Belén. En el ambiente flota la sensación que nos ronroneaba en la cabeza esos días: nos vamos a Africa, y hay que llegar a Dakar como sea. En aquellos días claro que no sabíamos que iba a ser el último Dakar africano, y que no volvería a salir de Europa.

    En una cajonera al otro lado del garaje, y guardada con cuidado en una bolsa, hay una bandera española. La compré a finales de 2006 para llevarla a ese Dakar, y la metí con esperanza fetichista en el fondo de la bolsa de viaje junto a una promesa hecha a mí mismo: la luciré en el podio de Dakar. Porque íbamos a llegar. Un desierto, dos continentes, tres semanas y siete países más tarde, llegamos todos a Dakar. El sábado por la noche la saqué de la bolsa y la pasé a la mochila, y el domingo por la mañana, frente al Lago Rosa, la desplegué. A la hora de subir al podio con todo el equipo, Etienne Lavigne, director del Dakar, me la cogió y la colocó sobre el capó del Land Cruiser de Xavi. Así salimos en las fotos de prensa.

    A la izquierda de la camisa y la foto de ese Dakar hay otras que me traen un recuerdo agridulce: parrilla de salida de 500 cc en Montmeló, 1994, junto a Juan López Mella, al que habían cedido la Suzuki Lucky Strike de Kevin Schwantz, que no corría por lesión. Había conocido a Juan unos años antes, quizá cuando él corría (y ganaba) el Nacional de Superbikes con una Honda RC30, y yo era mecánico de César Agüí en el mismo campeonato y con la misma moto. Juan siguió con su RC30 en Superbikes hasta el 92, en que Dani Amatraín se trajo una Ducati de fábrica. En la primera carrera, en Albacete, Dani sin despeinarse le metía un segundo por vuelta a Juan. La segunda se corrió en Calafat, una pista lenta en la que la Ducati no podía aprovechar toda su caballería y, aún así, Dani ganó con 31 segundos de ventaja sobre Juan, que fue todo lo que podía ser: segundo. El lunes siguiente, a primera hora, Pedro Parajuá, ex piloto y mecánico de confianza de Juan, me llamó. Era la época en que Yamaha vendía motores a Harris y a ROC para que hicieran motos de 500 cc con que poblar unas parrillas anoréxicas, lo mismo que hace ahora Dorna con las CRT en MotoGP. “¿Sabes si a Harris o a ROC les queda alguna moto? ¿Tienes sus teléfonos?”, fueron las dos preguntas que me hizo Juan. Le dí los números de teléfono, no publiqué nada para no interferir en la maniobra, y poco después Juan debutó en el Mundial de 500 con una Yamaha ROC.

    Al final de la temporada 94, con Schwantz lesionado, Suzuki decidió ceder las dos motos en la última carrera; una a un inglés y la otra a Juan, que me contrató para ese fin de semana como asesor, traductor, intermediario y lo que hiciera falta. Nos pasamos los tres días descubriendo lo que era un equipo de fábrica y una moto inconducible, o conducible solo por un tipo como Schwantz. La característica fundamental de aquella moto, además de que el motor corría un disparate, es que tendía a levantarse y abrir la trayectoria cuando se daba gas, y en un circuito como Montmeló lleno de curvas enlazadas, eso es un desastre. La Suzuki tenía tijas que creaban divergencia entre la horquilla y la pipa de dirección, excéntricas en las fijaciones del motor al chasis para variar su posición, y diversas alturas de anclaje del basculante al cuadro para cambiar la geometría. Pero ni por esas.

    Al principio Juan no se aclaraba, porque cuando abría gas con ganas la moto subviraba, se le acababa el asfalto, y terminaba cortando. Alex Barros, el otro piloto de Suzuki aquel año le dio algunos consejos, y ni aun así hizo buenos tiempos. La conclusión a la que llegamos es que la única manera de ir deprisa con aquel trasto era llevarlo como Schwantz: abrir gas con tanta rapidez, casi con violencia, que se provocara un derrapaje en la rueda trasera que compensara el subviraje del chasis. Y hacerlo en cada curva de cada vuelta. Con resignación llegamos el domingo a la parrilla, sabiendo que el resultado no iba a ser gran cosa, aunque al menos íbamos a aprender. En la foto que conservo él está pensativo y yo serio, ambos uniformados de Suzuki Lucky Strike. El sabor amargo de la foto y de la camisa se debe a que Juan nos dejó unos meses más tarde por culpa de un accidente de carretera.

    En la pared de enfrente hay una foto dedicada. Está tomada en una zona árida y montañosa de Túnez, y lo único que destaca entre los cerros pelados es el Land Cruiser LJ70 con el que hice un viaje formidable por aquel país en 2005. La foto me la dedicó Takeo Kondo, el ingeniero de Toyota que dedicó tantos años de su vida profesional a los todo terreno de la marca, que se le terminó conociendo como “Mr. Land Cruiser”.

    En Japón no se cultivan con la misma intensidad que en Occidente los conceptos de individuo o liderazgo, y los egos, si existen, son de tallas muy inferiores a los nuestros. Por eso Takeo Kondo no tiene biografía publicada ni hueco en la Wikipedia, y cuando se busca información sobre su vida aparecen más vacíos que datos. Sí se sabe que al acabar sus estudios de ingeniería comenzó a trabajar en Toyota Motor Corporation, en el equipo responsable de los Land Cruiser. Colaboró primero en la ingeniería del FJ55 de 1967, y luego en el BJ40 de 1974. Y en 1985 le llegó su oportunidad, porque le pusieron al frente de un desafío: el Serie 70 de 1984, con ejes rígidos y ballestas se había convertido en un mito, pero el mercado demandaba un vehículo que no perdiera prestaciones en campo y brillara en carretera, que siguiera siendo un Land Cruiser sin machacar la espalda de los ocupantes. Y Kondo creó el primer Land Cruiser “blando”, con ejes rígidos, sí, pero con muelles de suspensión, justo el LJ70 con el que hice el viaje por Túnez. A la vista del éxito del vehículo, se le nombró ingeniero jefe del proyecto de la Serie 90, lanzada en 1996, y luego supervisor de los ingenieros jefes de las Series 70, 90 y 100. Cuando, gracias a un buen contacto, conseguí que me dedicara la foto, estaba parcialmente jubilado como director de I+D de Kayaba, el fabricante japonés de amortiguadores para coches y motos.

    En el garaje hay también pases que reavivan la memoria. Los más actuales son de plástico, con colores corporativos, como el de una reciente peregrinación a Maranello en el que se lee: “Ferrari. Ospite” (más huésped que visitante). Estos modernos son fáciles de limpiar, con un trapo vuelven sus colores, sus brillos y sus recuerdos, y por eso me centro en el más antiguo de todos: una especie de sobrecito de plástico, ya tirando a rígido y grisáceo, que tiene dentro un papel añejo: el pase de prensa de las XXXI 24 Horas de Montjuic, las de 1985. Casi nadie se acuerda ya de aquella carrera absurda y maravillosa, que consistía en dar vueltas en moto durante un día por un parque en medio de la ciudad de Barcelona. Y sin embargo hubo una época en que los nombres de cada curva tenían un sabor épico, como el Karrouesel del antiguo Nürburgring o Eau Rouge en Spa, y a la vez se ligaban con el punto exacto de la ciudad en que se encontraban. La recta del Estadio, además de un punto del circuito, era la zona que pasaba frente al Estadio Olímpico inaugurado en 1929. La horquilla del Museo Arqueológico, además de estrecha y en bajada, era el acceso a la puerta principal del museo. Otros tramos tenían hasta canción popular, como aquella que decía:

    “Baixando la Font del Gat

    Una noia, una noia,

    Baixando la Font del Gat,

    Una noia i un soldat,…”

    Ordenados cronológicamente mis recuerdos de Montjuic empiezan en el viaje en autocar desde Madrid, porque las primeras veces que fui no tenía vehículo propio. Era una época previa a la red de autovías, cuando un Madrid – Barcelona, en autobús y de noche, era una experiencia, y no precisamente cómoda. Si no había autovías, no había áreas de servicio, y la parada a mitad de camino se hacía en un bar de La Almunia de Doña Godina, a una hora que me parecía indefinida, a la que no sabía si tomarme un bocadillo, un café, o ni siquiera salir del autocar. Llegado a Barcelona, algún año dormí en casa de un amigo, y otros la noche de la carrera la pasé en el parque, durmiendo entre bramidos de escape.

    Las motos que vi correr eran, por decirlo de algún modo, heterogéneas. Las del Mundial de Resistencia se dividían en dos grupos, ya que por un lado estaban las japonesas de cuatro cilindros en línea con chasis de cuando los japoneses aun no sabían hacer chasis, y las Ducati todavía descendientes de Fabio Taglioni. Y en el otro lado, los participantes locales que salían con lo que tenían a mano, incluyendo Yamaha RD350 y Montesa Crono 350.

    Por el lado de los pilotos la mezcla era mayor, si cabe: jóvenes mundialistas, viejas glorias que no colgaban el casco, y aficionados venidos a más. En esa edición de 1985 estaban sobre la Ducati de fábrica “Min” Grau, Quique de Juan y Juan Garriga, y la JJ Cobas BMW la llevaron “Sito” Pons, Carlos Cardús y Luis Miguel Reyes. La lista seguía con Jacinto Moriana (que ya había fichado a Antonio Cobas para JJ), Javier Marqués (con quien luego me crucé en el Team Aspar), Ignacio Bultó, Andrés Pérez Rubio (entonces importador de Bimota), Carlos Morante, Dani Amatraín y Dennis Noyes.

    Si ahora unimos las palabras “Barcelona” y “carreras”, parece que solo existe Montmeló; pero durante muchos años Montjuic, para motos y para coches, fue un circuito de Mónaco con menos “glamour” y más autenticidad, y las citas anuales del Gran Premio de motos, la Fórmula 1 y las 24 horas eran momentos clave para la ciudad. Solo que de esto hace tanto tiempo que muchos no lo han conocido. La lista de patrocinadores de la carrera, que figura en la parte baja del pase, nos habla de una época en que existía publicidad de marcas de tabaco, como Marlboro, o de bebidas con alcohol, como Kronenbourg o Gin MG. Y se compraba en Galerías Preciados.

    Estoy acabando la limpieza del garaje y ya solo me queda un cuadro, en el que hay varias fotos de mi temporada en la Copa Gilera. Unas de esas fotos muestran la secuencia de la curva de entrada a la recta de Jerez, una curva escenario de comentados incidentes, como el de Sete y Rossi, o el reciente de Lorenzo y Márquez. El tramo entre los dos codos consecutivos de Nieto y Peluqui y la meta era lo único que yo hacía bien en Jerez, y por eso le tengo cariño a ese ángulo y entiendo su dificultad. En las pequeñas Gilera 125 abríamos a fondo al salir de los codos y hacíamos las dos rápidas de detrás del “paddock” sin cortar. El desarrollo iba justo y la banda de potencia era estrecha, por lo que si se cortaba al entrar en alguna de las rápidas, al levantar la moto y por tanto alargarse el desarrollo el motor se moría y se perdía mucho tiempo. Como digo era lo único que se me daba bien, y sabía que si me acercaba a un rival al llegar a las rápidas, me lo comería en el corto tramo recto entre la segunda rápida y la horquilla, porque mi motor seguía empujando al no salirse de la estrecha banda de potencia. Ahí había que estar atento a lo que hacía el de delante: si se iba a la derecha para intentar una trazada redondita, se le pasaba por dentro. Si se ponía en el medio para tapar el hueco, me colocaba a la derecha para intentarlo por fuera. En la foto del garaje mi rival, muy conservador, llegó despacio y se fue al interior, y me dejó la trazada redonda de fuera.

    Pensando en Sete, Rossi, Lorenzo y Márquez, recuerdo que esa decisión que se tomaba en un instante, gas a fondo en la recta corta, tenía difícil rectificación. Una vez que habías decidido lo que ibas a hacer y llegabas a la horquilla, el circuito se volvía estrecho y la escapatoria corta.

    Le doy vueltas a eso mientras friego el suelo del garaje, cuando espero a que se seque y cuando vuelvo a meter el Celica en la plaza del fondo. En la misma posición en que colocaba el Land Cruiser de carreras, o antes el Serie 70 de la foto de Kondo san. Apago la luz y subo a casa pensando en que este sótano es mucho más que un garaje.


  • Si es mentira, no me importará

    El río Senegal desemboca en el Atlántico, su orilla derecha está en Mauritania y la izquierda en el país del que toma el nombre. Miles de años arrastrando lodos han hecho que forme una lengua de arena, de 40 kilómetros de longitud, paralela a la costa. En el hueco entre la tierra firme y la lengua hay una pequeña isla, de apenas 400 metros de anchura y dos kilómetros de longitud. Esta islita es el lugar que escogió Louis Caullier en 1659 para funda una ciudad y llamarla Saint Louis, no por su nombre, si no por el de Luis XIV, Rey de Francia en ese momento.

    La ciudad se convirtió con el tiempo en la capital de la AOF, Afrique Occidentale Française, la colonia gala que englobaba los actuales territorios de Mauritania, Senegal, Malí, Guinea, Costa de Marfil, Níger, Alto Volta (ahora Burkina Fasso) y Dahomey (ahora Benin). El crecimiento hizo que St-Louis ocupara toda la isla, se extendiera por el continente, y saltara hasta la lengua de arena que ofrece su costa oriental a la desembocadura del Senegal y la occidental al océano. A pesar de lo que dice Google Earth, la lengua de arena se llama N’Dar en wolof y Langue de Barbarie en francés, la isla casi rectangular es St. Louis, y la zona continental de la ciudad se conoce como Sor.

    Habíamos llegado a Saint Louis como se ha de llegar a las ciudades con encanto: anochecido y cansados, así que las modestas cabañas del Hotel Cap St-Louis, con aire acondicionado, eso sí, nos parecieron un lujo desmedido. Y pronto por la mañana salimos a ver la flotilla pesquera, con un número de piraguas y pescadores que depende de a quién se pregunte, pero que debe andar alrededor de tres mil de las primeras y cinco mil de los segundos. Las barcas duermen en la playa occidental de la Langue de Barbarie, frente al Atlántico, y aquel día era el tercero consecutivo sin salir a faenar por culpa de lo embravecido del mar. Las barcas eran poco más que piraguas grandes de madera, las mayores de unos quince metros de eslora, que los mismos pescadores reparaban en la playa. Emplean motores fuera borda, (japoneses, claro) y lo más destacado es la pintura del casco, con la brillantez y diversidad de colores propias de Senegal, salpicada de frases en árabe y en wolof, dos de las lenguas oficiales del país. En aquella época las barcas solo se utilizaban para pescar; faltaban unos años para que llegara la inmigración ilegal a Canarias y al continente europeo, y que bastantes de ellas sirvieran para iniciar el último viaje de algunos desesperados, y el próspero negocio de unos faltos de escrúpulos.

    Al pie del faro y en la otra orilla de la barra se terminaba de vender el pescado secado al sol, y se encontraba la bulliciosa parada de los autobuses que comunican península, isla y tierra firme. No eran más viejas camionetas, la mayoría Renault y Mercedes, empleadas como minibuses en Europa, que llegadas aquí se pintan de naranja y blanco, se decoran abundantemente y transportan, apretados sí, hacinados no, a los locales.

    Los mercados callejeros de St-Louis son alegres, ruidosos, amplios, bulliciosos y bien surtidos. Al viajero que llega de la parca Mauritania le sorprende todo ello, por el contraste con la seriedad y adustez vividas días atrás, aunque quizá lo que más sorprenda sean las mujeres, y por varios motivos. En primer lugar, porque las hay por la calle, por lo colorista de sus vestidos, los pañuelos en la cabeza, los hombros desnudos, la piel muy negra y muy brillante, y la sonrisa siempre lista. Y además por su elegancia y su coquetería, expresada en las miradas de perfil, las sonrisas directas, los cuellos erguidos y majestuosos, el andar sereno con caderas suaves, las telas algo ceñidas; después de muchos días vemos mujeres que hacen de mujeres, mujeres orgullosas de serlo, que quieren que los hombres se enteren de que lo son, que se arreglan y presumen.

    En aquella época de la aviación que se ha dado en llamar heroica, la pequeña península de St-Louis desempeñó un papel modesto pero imprescindible. Los hidroaviones que se encargaban del servicio postal desde Francia a las colonias africanas y América del Sur hacían aquí escala, y de hecho una parte de la península aún se llama hidrobase. Hay recuerdos en el coqueto y veterano Hôtel de la Poste, cuyo nombre señala que la carga inicial de los aviones era el correo. El hotel se fundó en 1850, y a principios del siglo XX era el lugar de estancia habitual de los pocos adinerados que hacían noche en Sant Louis, en el largo recorrido desde Europa hasta el sur de Africa o América. En el bar del hotel, el recargado Safari Bar, hay una abrumadora colección de objetos de aquella época en que solo los pudientes volaban, y lo hacían con baúles y aire aguerrido, despegando de aeródromos en los que desafiaban a la vez el destino terrenal del hombre y la ley de la gravedad; no como hoy, cuando los aeropuertos parecen estaciones de autobús de provincias o empigorotadas réplicas de estaciones espaciales.

    La imagen más repetida en las paredes del Safari Bar es la de Jean Mermoz, que tras jugarse la vida en la fuerza aérea francesa en la Primera Guerra Mundial, se convirtió en piloto civil. Pasó a la pequeña historia de Saint Louis al ser el piloto de la línea aérea que traía el correo desde Toulouse sin escalas, hazaña que se inició en 1927. Como le debía saber a poco, tres años más tarde abrió la línea de correo de Toulouse hasta Natal, en Brasil, siempre con escala en St. Louis. Contribuye al halo heroico de Mermoz que, tras despegar un día de Diciembre de 1936 desde Dakar, lanzara un mensaje por radio sobre un fallo en el motor, y no se volviera a saber más de él. Lo de “vive deprisa, muere joven, y harás un bonito cadáver” está en vigor desde mucho antes de James Dean. El resto de la iconografía del Safari Bar se consagra a los carteles de Air France, mapas de la ciudad en la época colonial, y otros añejos documentos de tiempos sepias que resultaron agradables siempre que fueras blanco.

    En el extremo sur de la isla hay un pequeño museo que no tiene ni nombre, en un edificio alejado del bullicio y de la gente, con un interior de viejo hospital abandonado. Lo más reseñable es una colección de fotografías en blanco y negro de la época colonial. Se ven el palacio del gobernador en su época de esplendor, los automóviles llegados de la metrópoli, la construcción del puente Faidherbe, el que une la isla con el continente. Lo que más me llamó la atención fueron unas fotografías, dispersas en varios paneles, sobre el apoyo de los senegaleses al ejército francés en las dos guerras mundiales: veteranos negros con un uniforme salpicado de medallas, soldados desfilando con orgullo antes de partir hacia el frente, o cementerios cuajados de senegaleses muertos por Francia. Me planteé entonces por qué alguien puede luchar para defender a su opresor colonial de quien a su vez le oprime. ¿Sería una versión bélica y antigua del Síndrome de Estocolmo? ¿Sería que no hay peor convencido que un arrepentido? ¿Sería el fervor del converso? Y, por otro lado, ¿qué pensaría el soldado alemán al ver en la trinchera de enfrente a un negro con el uniforme de su enemigo? A qué extrañas mezclas conducen los caprichos del hombre.

             Los mercados de Saint Louis eran demasiado atractivos como para no hacer un intento más y localizar algo de artesanía local. En la Plaza Faidherbe nos hablaron del lugar donde se agolpan las tiendas de los artesanos locales, a pocos kilómetros de distancia, en tierra firme. Nos decepcionó a la llegada, porque resultó ser un descampado con unas cabañas de adobe con techo de paja, en las que íbamos a dar un varapalo a nuestra economía. ¿Cómo resistirse a ese cofrecillo de madera, con cerradura metálica, de diseño típico del sur de Mauritania? ¿Y qué de los pendientes de plata, al estilo de los tuaregs de Níger? Más dura fue la negociación del precio de una cajita de caoba con incrustaciones de plata repujada, aunque lo que pagamos no fue más que una fracción de lo que cobraría una tienda en Europa. Bajo el sol africano, y acosados por los pocos comerciantes, no era el momento más apropiado para acordarse de Oscar Wilde; pero no se debe olvidar que la mejor manera de evitar la tentación es caer en ella: durante la preparación del viaje había leído algo sobre las sillas senegalesas de pesada madera tropical, fabricadas en dos piezas para transportarse plegadas en el camello; y allí estaban, esperándome, listas para regatear y cargarlas en el Land Cruiser. Las excusas sobre cómo las podríamos llevar allí dentro hasta España sin que se estropeasen ellas ni que espachurrasen al resto de las cosas eran eso, excusas, de modo que no tardamos en salir del recinto de los artesanos con sillas, caja, cofre, pendientes y una sonrisa de comprador satisfecho.

    La comunicación entre la isla y la tierra firme representó durante muchos años una dificultad. Hasta 1858 se hacía con barcazas, que transportaban personas, mercancías, animales, y todo aquello que movía el ejército colonial francés. En 1858, Louis Faidherbe, gobernador de la colonia, botó el Bauteville, un barco capaz de trasladar 150 personas a la vez, que hacía el viaje diez veces al día. Un año más tarde era insuficiente, y se botó un segundo barco. No tardaron en quedarse cortos, y en 1865 se inauguró un puente flotante, formado por pontones que soportaban una plataforma de madera. De los pontones, tres se separaban del puente para crear un hueco de veinte metros por el que pasaban los barcos que navegaban por el río Senegal.

    Pocos años después, la apertura del tren Dakar – St. Louis aumentó el tráfico en la zona, y también el puente flotante se quedó pequeño, por lo que se decidió construir un puente metálico fijo, aunque con una sección móvil que permitiera la navegación río arriba. Llegados a este punto se mezclan realidades, leyendas y mentiras, que voy a contar en orden descendiente de veracidad.

    El puente se inauguró el 14 de Julio de 1897, mide 507,35 metros, y la sociedad constructora fue Nouguier, Kessler et Cie. Hay una sección central capaz de girar 90 grados.

    A pesar de lo que se dice, el diseño no fue de Gustav Eiffel. La confusión surge porque la otra compañía que se presentó al concurso fue la Société de Construction de Levallois-Perret, propiedad de Monsieur Eiffel.

    Tampoco es verdad que se aprovechara el diseño de un proyecto anterior, un puente sobre el Danubio bien entre Austria y Hungría, quizá en Viena o Budapest, o en Rumanía. Tanto en Austria como en Hungría era frecuente la navegación por el Danubio, y un puente tan bajo como el Faidherbe dificulta el paso de los barcos. Y por el lado rumano, solo hubo negociaciones iniciales con compañías extranjeras para construir un puente sobre el Danubio, del que finalmente se encargó una empresa local.

    La leyenda más atractiva e inverosímil de todas es tan bonita que si es mentira, no me importará. Dice que el puente fue diseñado y construído en Francia para Saint Louis, Missouri, Estados Unidos, y que las piezas se embalaron para transportarlas en barco a través del Atlántico. Pero un error, quizá al redactar la documentación de embarque, llevó el cargamento al otro Saint Louis, el de Africa. Y los senegaleses, a toda prisa, lo montaron allí donde todavía permanece.

    Mis recuerdos del puente son vivos y coloristas como la ciudad en las que se asienta. Recuerdos de cruzarlo en el Land Cruiser para moverme por la zona, fuera por necesidad o para comprar sillas de madera. Y de atravesarlo a pie para llegar al mercado que hay en tierra firme, atendido por mujeres sonrientes con vestidos llamativos, donde comprábamos plátanos grandes y jugosos. Desde esa orilla continental miraba la isla y sentía un sabor colonial similar al del otro lado del océano, porque el clima, las casas, las gentes y sus sonrisas me recordaban el malecón de La Habana. Al fin y al cabo, sus habitantes vienen del mismo sitio.


  • Operación Impala cincuenta años después

    Vivimos en un mundo en el que te puedes hacer amigo de cuatro mil desconocidos sin salir de casa ni haberles visto la cara. Pero no hay manera de ir a visitarles a la mayoría de ellos. Es la principal reflexión que se me ha venido a la cabeza al leer la preciosa edición conmemorativa del cincuentenario de la Operación Impala, aquel excepcional viaje que cinco barceloneses desarrollaron en cien días de 1962. El motivo fue que Montesa iba a lanzar un nuevo modelo, y Oriol Regás sugirió a Pedro Permanyer, directivo de la marca, que una buena manera de promocionar la resistencia del modelo sería realizar un viaje duro y vistoso. Se decidió cruzar Africa, partiendo de Ciudad de El Cabo, a donde se enviaron tres motos por avión, y donde se compró un Land Rover, que sería el vehículo de apoyo. Ahí comienza la aventura de Oriol Regás, Tei Elizalde, Enrique Vernis, Rafa Marsáns y Manuel Maristany, autor del libro. Desde ese punto, el viaje recorre Africa y su pasado, y el libro retrata un mundo más sencillo y más inocente que el actual. Cierto que aparecen el “apartheid” de Suráfrica, la pobreza generalizada, la desorganización de los países recién descolonizados,… Pero no hay guerra, guerrilla ni terroristas, no hay extremistas ni salvapatrias, y con más o menos dificultades cruzan la Unión Surafricana, Rodesia del Sur y del Norte, Tanganika, Kenia, Uganda, Etiopía, Eritrea, Sudán, Egipto, Libia, Túnez, Francia y España. Un repaso rápido dice que cuatro países han cambiado de nombre en el tiempo transcurrido y un quinto se ha dividido: la Unión Surafricana en ahora la República de Suráfrica, Rodesia del Sur es Zimbabwe y la de Norte es Zambia, y Tanganika se llama ahora Tanzania. Recientemente, en 2012, el inmenso Sudán Anglo-Egipcio se escindió en Sudán del Norte y Sudán del Sur. Respecto al estado actual de estos países, ahora Suráfrica es un lugar violento, hay revueltas en Kenia, desde donde no se puede pasar a Etiopía por los bandidos somalíes, a ninguno de los dos Sudán deben uno acercarse, también Egipto anda revuelto, de Libia mejor ni hablar y Túnez no termina de tranquilizarse.
    El retrato que de Africa hace el libro tiene un adorable toque naïf propio de la época, como en los episodios con blancos que viven en la zona, sean misioneros, diplomáticos o directores de hoteles de lujo: “Jesús Uranga y José Salas, los españoles cuyas direcciones nos había facilitado don Mario Ponce de León [cónsul de España en Ciudad de El Cabo], estuvieron encantados de recibirnos, hacernos de cicerones y cambiar con nosotros noticias de la patria lejana. Jesús Uranga, como he dicho antes, era el representante de una fábrica de armas de Eibar, fan del Athletic de Bilbao y ex miembro del Orfeón Donostiarra. En un céntrico restaurante [de Johanesburgo] donde nos invitaron a cenar, comentamos el tema del apartheid. José Salas estaba en contra pero no le veía salida. Jesús Uranga, tampoco. ¿Entonces, qué? Si se daba libertad a los negros y el derecho de voto, ¿qué ocurriría después? ¿El país se iría a la mierda? ¿Los negros acabarían con la minoría blanca? Para poner punto final a estas tristes reflexiones, Jesús Uranga pidió una botella de whisky y nos animó a cantar Maitetxu mía y otros zorcicos norteños”
    Tampoco hay que perderse el episodio, en la misma ciudad, “con el primer secretario de nuestra embajada, José Navarro Rubio quien, juntamente con Pilar, su mujer, nos acogieron con los brazos abiertos y organizaron un picnic en nuestro honor en el jardín de su chalet en las afueras de la ciudad. Y, entre otras gollerías, nos obsequiaron con una tortilla de patatas de tamaño natural, la obra maestra de la ingeniería culinaria española desconocida es estas latitudes australes”. Los hechos quedaron ilustrados con la foto de la izquierda, que retrata una época: matrícula delantera de las motos pintada sobre el guardabarros metálico y cromado, señora sentada de lado en la Impala con vestido de falda de vuelo, collar de varias vueltas y pelo cardado, señores aventureros con camisa blanca y corbata, y a la izquierda la aleta de un Volkswagen Escarabajo de primera generación (¿Te has dado cuenta de que están lanzando la tercera?).
    El viaje ve continuos cambios de paisaje, vegetación y fauna según sigue hacia el norte, e incluso casi la desaparición de flora y fauna al llegar al desierto. Antes de eso se cruza la selva, cuya humedad genera unas cuantas caídas entre los expedicionarios, y la sabana. También sufren los lógicos cambios de clima: el calor del desierto, las muchas lluvias en las zonas tropicales (añadimos alguna caída más), y el frío, lo propio de recorrer las tierras altas de, por ejemplo, Kenia. Reproduzco la foto de uno de esos momentos fríos, al cruzar el Ecuador a 9.109 pies (2.776 metros) en la carretera de Nairobi a Nakuru, y aprovecho para decir que pasé por allí casi cuarenta años más tarde que la Operación Impala, y el cartel que se ve al fondo sigue igual.
    El viaje aporta también sus dosis de aventura viajera, algo inevitable en un recorrido africano de 20.000 km. Se atreven a cruzar el norte de Kenia para entrar en Etiopía por Moyale y son capaces de hacer los más de 300 kilómetros de lo que entonces era una pista infernal entre Jartúm y Atbara, en Sudán, paralela al Nilo y al tren que construyeron los ingleses. Pero seguir por el desierto de Nubia hasta Wadi Halfa es excesivo: más de 600 km. de pista poco marcada, con un único pozo en los 369 km. entre Abu Hamed y Wadi Halfa, está más cerca de la sinrazón que de la aventura, y por eso hacen el recorrido en un tren de mercancías. Los vehículos se atan a un vagón plataforma, y los cinco viajeros montan su campamento en un vagón de carga; sí, dentro del vagón instalan mesa, sillas y catres para hacer algo cómodo lo que es su casa durante dos días. Según los gustos, el paisaje es desolador o formidable: “En Abu Hamed, el Nilo vira hacia el Oeste, hacia el lejano Sahara, mientras, el ferrocarril enfila hacia el Norte, en línea recta, un atajo de unos 400 kilómetros a través del desierto, dividido en diez etapas de unos 50 kilómetros aproximadamente cada una, al final de las cuales se levanta una escueta estación equipada con reservas de carbón y de agua para aprovisionar las locomotoras de los trenes. Estas estaciones solo tienen un número, del uno al diez, menos la once, sin número, que corresponde a Wadi Halfa, principio de trayecto. Final, en nuestro caso.”
    “La vegetación desaparece por completo. Ni la más mínima mata de esparto. Ni una triste brizna de paja. Nada. Empieza el desierto implacable. Da la impresión de que el sol ha calcinado la superficie vegetal que antaño cubriría este enorme ámbito geográfico, dejando al descubierto los huesos de la tierra, reduciéndolos a menudos fragmentos, que luego el kasmin, el abrasador viento del desierto, convirtió en granos de arena, formando dunas, por las que asoman cortantes crestas de basalto negro, contra las que no han podido las mandíbulas de fuego del sol.”
    Tampoco en Wadi Halfa pudieron montarse en las motos, porque la pista era peligrosa, y porque la policía egipcia no quería que se viera el apoyo de los soviéticos en la construcción de la presa de Assuan. De modo que se bajaron del tren y se subieron al Amenofis IV, un barco mixto de carga y pasajeros que les dejó en Shellal, unos 100 km. al sur de Luxor.
    Tras las fotos en las pirámides y la esfinge, en las cercanías de El Cairo, abordaron un recorrido que hoy es de ciencia ficción: Alejandría y El Alamein en Egipto; Tobruk, Bengasi y Trípoli en Libia, y de allí a Túnez para coger el barco a Marsella.
    Las noticias que con los medios de la época habían enviado los viajeros a España les habían convertido, sin que ellos lo supieran, en unos héroes. La recepción en Barcelona tuvo ese carácter, con la Diagonal plagada de pancartas, periodistas y fotógrafos, y las tres Impala y el Land Rover (de mote “Kiboko”), escoltados por motoristas y aficionados. Hubo discursos de bienvenida, brindis y un Te Deum en la iglesia de La Merced, patrona de la ciudad. Uno de los párrafos que más me ha impresionado del libro, por lo realista y humano viene a continuación: tras los discursos, las fotos, las entrevistas y los abrazos, tras cruzar 20.000 km. de Africa y Europa entre el 13 de Enero y el 16 de Abril de 1962, hay que ir a dormir a casa; y ese cierre de la aventura, ese último episodio sencillo e íntimo, que convierte al aventurero en humano, se narra así: “Operación Impala finalizó materialmente en el garaje de los padres de Tei [Elizalde] en la barcelonesa calle de Alfonso XII, donde dejamos las tres Impalas a la espera de que mañana las vendrían a buscar los mecánicos de Montesa para darles un repaso a fondo y redactar un informe. Descargamos a Kiboko del peso de nuestros baúles metálicos y el resto del equipo expedicionario, que dejamos apilado junto a la pared del fondo. Kiboko exhaló un largo suspiro de alivio. […] Nosotros cargamos con nuestras maletas y bolsas de mano y nos despedimos con sendos apretones de mano. […] A Enrique [Vernis] y Oriol [Regás] los vino a buscar un amigo suyo con su coche. Rafa y yo pillamos un taxi. Nuestras carreras coincidían bastante. El taxista me dejó primero a mí en Pau Clarís esquina Mallorca, y luego siguió calle abajo hasta Gran Vía. […] Mis padres, mis hermanos y mi cuñada Consuelo, me acogieron calurosamente en el hogar familiar y me agasajaron con una cena exquisita y yo tuve que resumirles mi aventura africana y contestar a sus preguntas”. Un final simple para un viaje que ahora parece que recorre más la historia que la geografía.


  • De mecánico en Nuakchot

     

    Es lo que tienen las elecciones en Mauritania, que te cortan las carreteras desde un par de días antes a dos días después, y si te cogen en Nuakchot, pues te quedas a disfrutar de la ciudad. No es que haya mucho que ver, más bien casi nada, pero los viajes unas veces te llevan a paraísos y otras a lugares así.

    Al entrar en Nuakchot, la primera impresión en deprimente; la segunda también. Entramos por el barrio de los camioneros, una sucesión de pequeños locales que aspiran a ser talleres, rodeados por restos de camiones, casi todos Mercedes de color verde oscuro, de aquellos de cabina redondeada y retrasada, en distinto nivel de montaje, desmontaje, oxidación o achatarramiento, dependiendo de si los están reparando, son donantes de piezas o simplemente están a la espera por si acaso. Y alrededor de los camiones se agita un enjambre de negros hacendosos con mono azul, que sueldan, cortan, reparan o simplemente dudan sobre qué hacer para que la reliquia vuelva a rodar.

    La visita al Novotel es breve: recepción lujosa, aire acondicionado que funciona, tabla con precios expresados en Euros con tipografía grande y en ouguiyas mauritanas en pequeño. Me da mala espina, así que me acerco y confirmo que una noche allí le da a una familia local para vivir un mes. Regresamos al coche y terminamos hospedados en el Hotel El’Amane, cuatro veces más barato y cien veces más africano. La habitación es básica, está limpia y fresca aunque no hay aire acondicionado, y el televisor funciona, aunque no lo encenderemos en toda la estancia porque no hemos venido a Africa a ver la tele.

    Como el edificio no tiene ascensor, cada vez que entramos o salimos recorremos las escaleras y los descansillos, y eso me hace ver las revistas que se dejan en las mesas bajas. Son de esas revistas que se editan por todo Africa, sea anglófona o francófona, con cabeceras del tipo “La Nouvelle Afrique” o “Future Africa”, y que personalmente reparto en dos tipos: las que culpan a los colonizadores blancos de todos los males de Africa, y las que culpan a los africanos. En ambos casos su lectura entristece, porque siempre se pone en duda que haya un buen futuro para el continente.

    Cuando el hambre apremia nos dirigimos a Le Prince, un local regentado por libaneses, que ni en un arrebato de optimismo llamaría restaurante. Pero tiene tres ventajas: los bocadillos de carne picada con patatas fritas están de lujo, como les funciona la nevera sirven Coca Cola fría de verdad, y en el comedor interior no se oye la campaña electoral, lo que es un alivio. Ya desde Chinguetti nos persiguen los carteles por las calles y las caravanas de coches con los altavoces atados con cuerdas, que pregonan los méritos de cada candidato. El más habitual es el actual presidente, que lleva en el poder veinte años tras ganar todos los comicios, aunque en ocasiones para conseguirlo haya tenido que meter en la cárcel a los líderes de la oposición antes de las elecciones. En los carteles se le ve con cara de profesor de Maatemáticas de instituto español de provincias en los años ’50, con rostro severo y hasta malencarado, bigote de guardia civil de la época y mirada reprobatoria. Para contentar a los pro-occidentales, en algunas fotos se ha puesto un traje azul marino, de corte desfasado, eso sí; en otras luce el tradicional bu-bu mauritano, en tono azul claro con detalles en ocre, para hacerle un guiño a los islamistas. Otro de los candidatos tiene un aspecto más conservador, como de santón hindú o imam iraní, y hay hasta una candidata.

    Dar una vuelta por Nuakchot produce de todo menos alegría. Cerca del barrio de los camioneros, por el que entramos a la ciudad, está el de los mecánicos, con una organización que no oculta la mugre. Cada manzana, y aun cada calle, se especializa en un modelo de coche: Peugeot 504, Mercedes 300D, Toyota Hilux,… Se dejan en las calle unidades de estos vehículos en diferente estado de canibalización, de modo que cuando alguien llega para reparar su coche, busca la zona especializada, y los mecánicos se encargan de encontrar las piezas necesarias para el arreglo entre los cadáveres metálicos del entorno.

    Tampoco es que el centro de Nuakchot sea mucho mejor, sobre todo porque no existe. Me explico. La administración colonial del Africa Occidental Francesa estaba en Saint Louis, en el actual Senegal, de modo que cuando Mauritania se independizó en 1958, no tenía capital. A alguien se le ocurrió construirla sobre un antiguo asentamiento árabe, a unos cinco kilómetros de la costa atlántica, cuyo nombre en hassaniya (la lengua local mezcla de árabe y bereber) significa “lugar de los vientos”. Por ello no tiene la estructura urbanística habitual en la zona: mezquita grande en el centro, medina, murallas, barrio judío, barrio de los esclavos negros liberados,.. Y como está lejos de la costa, no hay puerto, atarazanas, barrio de pescadores,… Sí que hay calles anchas y rectilíneas, con una cinta de asfalto de unos seis metros en el centro, y más de diez de tierra a cada lado, que se usan para aparcar, circular, montar un mercadillo o abandonar un coche averiado. Y en caso de que uno se encuentre un coche parado en el asfalto, o un carro que circula despacio, no hay más que dar un volantazo, adelantar por la tierra y volver luego al asfalto. O no, según apetezca.

    Me gusta esa indefinición urbanística y el parque móvil que se mueve por ella; es más, me gustan los países en que los taxis son Mercedes repintados, desechados en Europa y rehabilitados más allá; los países en que los Peugeot 505 son grandes coches; esos lugares en que son válidos los vehículos que pondrían los pelos de punta a los empleados de una ITV española, y en los que las normas de tráfico no son más que sugerencias bastante flexibles y sujetas a interpretación. Por eso he disfrutado de taxis Mercedes en Marruecos con los asientos atados con cinturones de seguridad para evitar que se cayeran por el suelo en los baches; de autobuses repintados a mano por dentro y por fuera que trepaban por las pistas del Atlas al ritmo de los burros; de Toyota Corolla en Kenia que parecían catálogos de ruidos a punto de explotar; y de Seat Ibiza de primera generación que adelantaban en los rasantes ciegos de las carreteras sin asfaltar de Indonesia.

    Nuestros coches de este viaje se encuentran a mitad de camino entre esos fenómenos arqueológicos locales y las modernidades europeas, y se portan de maravilla entre el tráfico local. Es aquí donde mejor se entienden algunas características de mi Land Cruiser Serie 70: volante casi de camión y dirección suave para serpentear entre el tráfico desordenado; motor que no da tirones ni por debajo del ralentí, para sortear cualquier incidencia sin cambiar de marcha; cristales grandes y línea de cintura baja para ver bien los agujeros del asfalto. El tráfico de Nuakchot, al estilo del de Nouadhibou y no muy lejos del de Marruecos o del que nos espera en Senegal, se basa en una mezcla de interpretación relajada del Código de la Circulación, y la ley de la selva. A los cruces se llega con decisión, se mete el morro del coche para achantar a los taxistas, mayoritariamente senegaleses, y se entra. Lo de quién tiene preferencia es secundario. Ahora, si al meter el morro se ve venir un autobús o un camión, se da la vuelta a la preferencia y se le cede amablemente el paso. Por eso son ideales para esta conducción caballerosa los volantes grandes y los motores Diesel de la vieja escuela, para no detenerse nunca ni acelerar mucho, maniobrar en callejuelas y aglomeraciones, rodear plazoletas con tales agujeros que parece que las han bombardeado, y evaluar las maniobras en los cruces y avenidas. Todo ello, claro, compensando con mucho claxon el hecho de que nunca se usen intermitentes.

    Para agradecer a nuestros coches su buen comportamiento, una tarde de esos días electorales se la dedicamos  ellos. ¡Qué buen taller puede ser la explanada frente a un hotel! Lo primero es descargar las herramientas y comprobar niveles y aprietes; tras cinco mil kilómetros desde casa, con mucho calor y algo de reductora, falta un cuarto de litro de aceite en el motor. Luego quitamos la pasta que forman la grasa y la arena del desierto en cierres, bisagras y cerraduras, y volvemos a lubricar. Los filtros de aire nos llevan un buen rato. Y por último nos encargamos de eliminar las huellas que dejó la plaga de langostas que encontramos al salir del oasis de Terjit: ha cegado los faros, el radiador y parte del parabrisas.

    Y luego vaciamos todo el interior para limpiar y ordenar. “Todo el interior” significa bolsas de equipajes, cajas con víveres y repuestos, tienda de campaña y sacos de dormir, sillas y mesa, los bidones de agua y los de combustible, las planchas y la pala para la arena, gatos, medicinas, toda la ropa comprendida entre el bañador y el forro polar, y en definitiva lo que la prudencia y la experiencia aconsejar llevar para un viaje africano de tres semanas largas. Una vez limpio el interior, volvemos a colocarlo respetando reglas que a veces son contradictorias: lo más pesado, abajo y entre los ejes; y lo de uso más frecuente cerca del portón trasero.

    La vida es maravillosa cuando juegas a ser mecánico bajo el sol africano, el reloj avanza despacio, las cosas se arreglan con una caja de herramientas y algo de paciencia, el vigilante del hotel viene a darnos palique, y nuestras mujeres nos traen latas de refrescos para combatir el calor.


  • Las puertas del sueño

    No, no voy a decir que el Dakar actual no me gusta, que el resultado lo determina sobre todo el presupuesto del equipo, y menos aún voy a entrar sobre cuál es mejor, si el americano o el africano. El Dakar arrancó en 1979 y reflejaba el mundo de la época; más de tres décadas después el mundo es muy otro, en algunos aspectos bastante peor, y la carrera se ha adaptado a esos cambios.

    Hace poco cayó en mis manos el libro que ha generado estas reflexiones, una maravilla titulada “1er Rallye Paris Dakar. Les portes du rêve”, de cuyo título he tomado el de esta entrada. El autor es Michel Delannoy, un amigo de Thierry Sabine que participó en las tres primeras ediciones de la carrera, y luego tardó muchos años en lanzarlo, porque no se editó hasta 2005.

    El libro es una formidable colección de historias y anécdotas, que con un buen montón de fotos, nos muestran la distancia del Dakar de entonces al de ahora en los vehículos, los equipos, la organización, las normas, los presupuestos,… Y también la distancia entre aquel mundo y éste: hoy en día se desaconseja cruzar todas las zonas por las que pasaba la primera edición, que eran Argelia desde Argel a la frontera con Níger, un rodeo hasta Niamey para entrar en Malí por Gao, y de allí con rumbo oeste por Bamako hasta Dakar.

    El reglamento de aquella edición no eran más que diez folios a máquina con consejos sobre elección del vehículo, los neumáticos y el material de repuesto, la ropa, las vacunas y las formalidades administrativas. Para correr con un coche se exigían arco de seguridad, arneses, extintor, fusibles de seguridad, brújula, eslinga y dos ruedas de repuesto.

    La organización se enfrentó como pudo a los imprevistos: El recorrido de Marsella a Argel se hizo en un barco de línea regular, con los coches y motos de carreras mezclados con los argelinos que volvían a pasar la Navidad a casa. La noche de la travesía de Marsella a Argel, el 27 de Diciembre, murió el presidente argelino, Houari Boumédienne, que llevaba varias semanas agonizando en un hospital. Las autoridades locales, temiendo incidentes en un país aun inestable y para proteger la carrera, decidieron neutralizar el recorrido hasta Laghouat, y formar un convoy con la protección de motoristas de la gendarmería.

    Los coches más habituales entre los inscritos eran los Range Rover y los Toyota Land Cruiser de la Serie 40. En aquella primera edición había clasificación conjunta, sin separar coches y motos, y el primer vehículo de cuatro ruedas acabó en cuarta posición. Por entonces se permitían tres personas a bordo, y este cuarto clasificado es un buen ejemplo de lo aficionado y heterodoxo de los participantes: Joseph Terbiant, un francés que vivía en Costa de Marfil, Genestier, su chófer, y Jean Lemordant, preparador parisino especializado en Mini. ¡Y ganaron!

    El autor del libro acabó la carrera en 26ª posición con pocos incidentes en su BJ40 blanco con matrícula de París, salvo unas vueltas de campana entre Tahoua y Talcho (Níger), que doblaron el puente delantero y desperdigaron herramientas y pertenencias en cien metros a la redonda. Jean-Jacques Ratet, que con los años se convirtió en un clásico del Dakar, les puso boca arriba, recogieron sus cosas y llegaron a Niamey, donde los mecánicos del Concesionario Toyota pasaron la noche reforzando el puente con ballestas de camión.

    Un buen ejemplo de que casi todo valía fue el caso de Christian Sandron y Philippe Alberto. Tenían un Peugeot 504 bien preparado, y se habían inscrito (y habían pagado) para salir en la Nueva Orleans – Caracas que iba a organizar Jean Claude Bertrand, el inventor de este tipo de carreras. Bertrand era el organizador de lo que se conocía como Rallye Costa a Costa, porque salía de Costa de Marfil y acababa en la Costa Azul francesa. También se le llamó Rallye Abidjan – Niza, por las ciudades de partida y llegada. Thierry Sabine era un ayudante de Bertrand, y cuando el Dakar de Sabine se hizo más popular que el Costa a Costa, la relación se rompió. La carrera de Nueva Orleans a Caracas se canceló, y Bertrand tardaba en devolver el dinero de las inscripciones, por lo que Sandron y Alberto vendieron el 504 y se inscribieron en el Dakar con el coche de calle de Sandron, un Citroën Dyane 6 con más de 100.000 km. Abandonaron en la etapa de Arlit a Agadez, llegaron a Bamako fuera de carrera, y con el dinero que sacaron de la venta del coche se pagaron los billetes de avión de vuelta.

    Mis favoritos por el lado de los coches son los hermanos Marreau, Claude y Bernard. Tenían un taller en París, y habían hecho El Cabo – Argel en un R-12 Gordini. Para el primer Dakar prepararon un precioso R-4 amarillo y rojo con motor de R-5 TS y tracción a las cuatro ruedas con un sistema Sinpar. Tenía tan poca altura al suelo que sacaron el escape por arriba, como se llevan hoy en día las tomas elevadas, con el silenciador sujeto al vierteaguas del techo. Menos mal que no volcaron. La mayor limitación estaba en los neumáticos, porque no se fabricaban para campo en llanta de 13”; de hecho en casi todas las fotos aparecen con los desmontables en la mano, reparando pinchazos.

    Si el lado de los coches es un despliegue de improvisación y amateurismo, el de las motos se desborda en historias carentes de pies y cabeza, como la del equipo Moto Guzzi (sí, he escrito Moto Guzzi), que inscribió a cinco motos. Seudem, el importador francés, en contra de la opinión de la fábrica, decidió llevar a Africa los veteranos V2 con transmisión por cardán. La primera en retirarse fue Martine Rénier, que se fracturó una muñeca en la etapa Reganne – In Salah, aun en Argelia. El mismo día el equipo se llevó dos sorpresas al rodar por vez primera en arena: el consumo de combustible se disparaba y las llantas traseras (¡de palos!) se rompían por las vibraciones. Y hubo una tercera sorpresa que llegó unos días más tarde: los chasis se fisuraban por la parte posterior de la pipa de la dirección, de modo que las Guzzi parecían “chopper” cruzando Africa. Entre Tamanrasset e In Guezzam, Alain Piatek se cayó y destrozó el chasis, y con cada vez menos llantas traseras de repuesto en los Toyota de asistencia, Alain Legrand se retiró al llegar a Tahoma y donó los restos de su moto para reparar las supervivientes. Unos días después hizo lo mismo Eric Breton (marido de Martine Rénier), y a partir de ahí pasaron las noches apañando la moto y soldando el chasis de Bernard Rigoni, y éste sí llegó a Dakar.

    Otro que se peleó con las llantas fue Fenouil. Llevaba una BMW GS 800 preparada por Scheck con apoyo de la fábrica, la moto más potente de la carrera: 55 CV, para 150 kg. Pero la mala puesta a punto de las suspensiones, una simple horquilla telescópica delante y dos amortiguadores hidráulicos detrás, se cargaba las llantas. Su mecánico pasaba las noches arreglándolas a martillazos, y en Bamako pudo seguir porque le dejó una llanta trasera el comandante de la escolta presidencial. El motor se terminó rompiendo, y se retiró en Bakel.

    Por supuesto que había motos japonesas en la carrera, y estaban en el equipo mejor organizado, el de Yamaha Sonauto, por supuesto con las XT 500. Sonauto fue importador de Yamaha para Francia durante muchos años, y al frente estuvo Jean Claude Olivier. Era este un tipo elegante con traje y corbata cuando representaba el papel de directivo de Sonauto. También derrochaba clase corriendo el Bol d’Or en el Ricard, dirigiendo el equipo Gauloises con Christian Sarron, o pilotando la monstruosa moto con la que salió en varios Dakar, con motor de FZ y cuatro cilindros. La estructura que montaron para el Dakar de 1979 era un anticipo de lo que se convirtió en norma muchos años después: un camión con piezas y dos mecánicos, y un coche como asistencia rápida. Es más, fueron los únicos que llevaban tienda de campaña; los demás dormían al raso.

    He dejado para el final el caso de Pierre Berty y su XT 500, que llegaron hasta Dakar, aunque en una caída en la primera etapa se rompió el maleolo del pie derecho. Todas las mañanas alguien le arrancaba la moto, y se hizo el recorrido desde el 31 de Diciembre en que se rompió el pie hasta el 14 de Enero en que llegó a Dakar sin quitarse la bota derecha.

    Eran otros tiempos, otras ilusiones y un mundo mucho más sencillo, en el que inscribirse en una carrera de locos dependía solo del grado de locura de uno, y no del nivel de desquiciamiento del mundo que nos rodea. En la actualidad, participar en una prueba del Mundial de Raids de cuatro días requiere más medios, organización y presupuesto que esos primeros Dakares. Los coches casi de serie que participaban entonces, a día de hoy no son válidos ni como asistencia. Y los pilotos y copilotos que antes solo necesitaban atrevimiento, algo de experiencia y ciertas nociones de mecánica se han transformado en una mezcla de atletas, volantistas, navegantes y mecánicos.

    El motivo por el que miro con cariño el libro de Michel Delannoy es la cercanía que siento a aquella realidad: yo, con mi coche y mis conocimientos, podía haber participado en un Abidjan – Niza o en esos Dakares; uno actual nos  viene, a mis patrocinadores y a mí, bastantes tallas grande. Y en el mundo actual, una carrera entre el Nueva Orleans dolido por el Katrina y la Caracas de Hugo Chávez va más allá de las ficciones de Spielberg.


  • Un día cualquiera de viaje por Africa

    Tras un par de días recorriendo el cauce del río Draa, que unas veces tenía charcas y casi todas estaba seco y pedregoso, llegamos al ksar Tafnidilt, unos veinte kilómetros al norte de Tan Tan y casi 300 al sur de Agadir, en Marruecos. Por su aspecto de fortaleza amurallada con torreones y portón de acceso, y porque se llega solo por pistas, es un lugar idílico para el que viaja por el desierto. Y supone un descanso de agradecer después de aguantar dos días de baches y dormir en tienda de campaña.

    Una vez duchados, tras disfrutar de la primera cerveza en mucho tiempo, y justo antes de atacar un delicioso plato de pescado, nos sentamos a decidir el plan del día siguiente. Para empezar, queríamos visitar los restos del fuerte francés que hay sobre el altozano que está frente al hotel. A continuación, tomar bien la pista o bien el cauce del Draa con rumbo noroeste hasta llegar al Atlántico, que debía andar a unos treinta kilómetros en línea recta. Y luego, seguir bordeando la costa, hasta llegar a Sidi Ifni, por pista o carretera, dependiendo de cómo se diera el día.

    La harira y la corvina estaban formidables, y mientras las disfrutábamos nos fijamos con envidia en que andaba por allí un italiano viajando solo en un Land Cruiser 70 de los últimos, con motor V8. También se nos pusieron los dientes largos al ver llegar un grupo de franceses con buggies bien equipados y con camión de apoyo y todo. Nos fuimos a dormir (¡a una cama!) pensando en el día siguiente y que en Africa los planes se cumplen. ¡Qué ilusos!

    En el desayuno nos encontramos con el placer del café de puchero recién hecho y el pan del desierto untado con mantequilla y mermelada. Había llovido durante la noche, y eso nos aseguraba menos polvo en las pistas y arena más dura en las dunas, al menos en las primeras horas de la mañana, hasta que el sol secara la capa superior.

    Cargamos el equipaje en nuestros Land Cruiser, y nos subimos al altozano, donde los diez mil metros construidos del fuerte francés que dominaba el entorno y permitía vigilar el cauce del río Draa. Su techumbre y su orgullo se han derrumbado, y no quedan más que algunos arcos y los muros de adobe arañados por el tiempo y la lluvia. Mientras paseaba por entre los restos, imaginaba para qué servía cada estancia y las escenas que allí se pudieron vivir. Lo que parece que fue un despacho con ventanales, quizá el del oficial al mando, parece avergonzarse de su estado: no tiene cubierta, las ventanas ya no son más que agujeros en las paredes, pero allí debió haber una recia mesa de madera, frente a la que se cuadraron muchos militares, con la silueta del oficial al mando recortándose al resol del desierto que se vigilaba por el ventanal.

    Continuamos el paseo por el fuerte y, al llegar a su parte posterior, vimos desde lo alto al camión de los franceses de los buggies con toda la pinta de haber hundido el eje delantero en el barro de la llanura. ¿Por qué se había metido en esa vega cercana al cauce seco del río, que tenía todo el aspecto de ser una trampa de barro? Un rato después, cuando decidimos que ya habíamos tenido suficiente visita al fuerte francés e iniciamos el descenso, comprobamos que los franceses y sus buggies, más alguien del hotel, se habían congregado alrededor del camión atrapado. Con el espíritu de colaboración del desierto crecido, decidimos acercarnos por si fuéramos de ayuda. Y antes de llegáramos, salieron corriendo hacia nosotros, haciendo aspavientos con los brazos para que nos detuviéramos: “El suelo está duro arriba”, nos dijeron cuando llegaron hasta donde nos habíamos parado, “pero por debajo está blando. Por eso se ha hundido el camión y os podías haber hundido vosotros también”. “¿Y por qué se ha metido vuestro camión por aquí?”, les preguntamos. “Para rescatar al de los alemanes”, y al responder señalaron un precioso camión vivienda MAN que había unos treinta metros a la derecha y que, en contra de lo que parecía, no estaba acampado en ese llano cerca de la pista. Al acercarnos a él entendimos la realidad: estaba hundido hasta los ejes delante y detrás, y se veían las marcas de que alguien llevaba todo un día excavando en vano con pala y azadón para sacarlo. ¡Menudo panorama!

    “Si tiráis de la parte de atrás de nuestro camión con vuestros coches desde una zona dura”, sugirió uno de los franceses, “mientras nosotros empujamos desde la cabina, seguro que lo sacamos”. Nos pusimos manos a la obra, con una mezcla sana de entusiasmo y prudencia. Primero, reconocimos a pie el terreno, y solo después nos subimos a los coches, rodeamos la zona engañosa por una pista lateral, y bajamos rectos por una ladera pedregosa, hasta dejarlos en la posición necesaria: unos metros detrás del camión, y apoyados sobre el monte bajo. A continuación, enganchamos dos eslingas desde el camión, largas, anchas y pesadas, hasta las bolas de remolque de nuestros coches. Mientras tanto, los franceses habían colocado planchas bajo las ruedas traseras del camión, y excavado con azadón una salida tras las delanteras. Cuando todo estuvo listo, nos montamos en los Land Cruiser (en el mío puse los tres bloqueos, la reductora y crucé los dedos) y a la voz de ¡ya! del que dirigía la maniobra, aceleramos con ganas y soltamos el embrague. El efecto fue más o menos el mismo que si estuviéramos tirando de la Catedral de Burgos: al tensarse la eslinga el coche saltó de lado y luego se frenó bruscamente, como si la mano de un gigante lo agarrara por detrás. Vuelta a intentarlo: repasamos la posición de las eslingas mientras los de la pala y el azadón trabajaban un poco más, hicimos un segundo intento,… y ¡nada! Es decir, lo mismo que al tercero.

    A estas alturas, la rueda delantera derecha del camión estaba hundida hasta el buje, y la cabina se apoyaba en el barro a través del paragolpes. Como todo el mundo daba opiniones y no se ponía de acuerdo, me acerqué a un francés que prudentemente se había alejado unos pasos. Cincuentón, con la cabeza afeitada y la cara de tranquilidad de quien ha toreado en peores plazas y ha salido al menos con la cabeza alta: “No saben escuchar y no se dan cuenta de lo que pasa. Las ruedas traseras tienen tracción sobre las planchas, pero al girar las delanteras se hunden cada vez más. Deberían desconectar la tracción delantera y bloquear el diferencial trasero. Pero no me escuchan y solo discuten entre ellos.” Lo dijo sin tensión, con una serenidad muy apropiada para primera hora de la mañana en una hamada del Sahara. Una especie de “Ellos sabrán lo que hacen, que ya son mayorcitos”, pero dicho en inglés con acento francés.

    Recolocamos nuestros coches para mejorar el ángulo de tiro, se cavó más con pala y azadón, los franceses parlanchines se pusieron de nuevo todos a una a empujar desde la cabina, y al cuarto intento el camión retrocedió unos treinta centímetros. ¡Qué éxito! Habíamos sacado las ruedas delanteras de la parte más profunda del agujero, y eso era un gran avance. De modo que nos pusimos ilusionados a tirar por quinta vez, ¡y el camión salio de la trampa! Aun estaba dentro del Land Cruiser y oía los gritos de alegría y los aplausos de los franceses, que resonaban en la atmósfera del desierto.

    Durante el proceso me dí cuenta de algo que allí parecía obvio: éramos unas cuantas personas enfocando nuestro ingenio y nuestras manos para salir de una trampa de la Naturaleza. Sin cacharritos electrónicos que nos ayudaran, o al menos sugirieran ideas mágicas. Con la serenidad de quien no tiene otra cosa que hacer ni otro sitio al que ir. Y con la concentración que permite que eso es lo único que importa, por encima de la apertura a la baja de Wall Street o el informe para el inminente consejo de dirección.

    Para la segunda parte, la de sacar el camión de los alemanes, poco podíamos hacer. Así que después de recibir los agradecimientos de rigor, nos despedimos y tomamos la pista hacia el Atlántico, ya con unas horas de retraso.

    Esta pista se ondulaba, trepaba por unos cerros y se descolgaba de otros; a veces era un pedregal y otras se cubría con arena; y de modo intermitente cruzaba entre manadas de camellos. Al rato, llegamos al océano.

    Los restos del pequeño fuerte de Foum-el-oued-Draa marcaban el límite del acantilado, con el Atlántico amenazador abajo, y sus olas empujando hacia arriba el flujo del río. El viento soplaba con fuerza en esta llanura áspera, con algunos matojos y muchas piedras; el paisaje era precioso e invitaba a quedarse un rato disfrutándolo, pero el viento incómodo nos hizo volver a los coches.

    Cogimos la pista paralela a la costa en dirección noreste, con el acantilado y el Atlántico a la izquierda y la hamada a la derecha. A pesar de ser completamente plana, resultaba lenta y pesada por la cantidad de piedra suelta, y solo nos alegramos al llegar a la primera duna de verdad que encontramos después de una semana de viaje: una lengua de arena de unos cinco metros de altura que cruzaba la llanura. De nuevo nos dejamos llevar por la prudencia y primero la inspeccionamos a pie. Menos mal, porque la cara posterior, la que no veíamos al acercarnos, tenía caída suave solo en una parte, y se descolgaba a casi sesenta grados en el resto. Por eso hicimos unas marcas en el suelo con las botas para que nos sirvieran de referencia, y sin bajar presiones atacamos la subida. Como no hace falta presumir no diré que coronamos al primer intento, aunque sí reconozco que no hubo que recurrir a palas ni a planchas.

    Después de más de treinta kilómetros al borde del océano llegamos al inmenso fuerte de Aoreora, una construcción militar parcialmente en ruinas pero no abandonada, que vigila la costa y la desembocadura del oued del mismo nombre, al inicio de Playa Blanca. Para bajar a la playa, donde queríamos comer, había que tirarse por una bajada de arena, larga, irregular, empinada,… ¡emocionante!, uno de esos momentos que se disfrutan con intensidad, aunque por dentro una voz juiciosa y preocupada diga: “Espero que no tengas que dar la vuelta y subir por donde estás bajando”.

    La playa habría sido el lugar ideal para comer, de no ser por la basura ¿Basura? En el sur de Marruecos casi no hay vertederos ni servicio de recogida de basuras. Por eso se tiran donde se puede; por ejemplo, al río. Cuando llueve, el agua arrastra la basura, y cuando llueve mucho, los envases plásticos flotan río abajo hasta llegar a las playas. O sea, donde estábamos. Aun así, una buena sesión de queso manchego y de fuet al borde del Atlántico no son mala cosa.

    Cuando acabamos de comer, no vimos otra forma de salir de la playa que tirar río arriba. El cauce tenía agua solo a intervalos, y el fondo estaba lo suficientemente duro como para no quedarnos enganchados. Unos minutos después éramos los conductores los que estábamos enganchados a la experiencia: rodar por el fondo del cañón serpenteante que encajonaba el río, con suelo de adherencia cambiante, con charcas esporádicas, en segunda o tercera, y conectando los limpiaparabrisas antes de meterse en cada tramo inundado para no quedar temporalmente cegados por el agua que saltaba. Tan bien nos lo pasamos que no nos dimos cuenta de un error de navegación: nos habíamos saltado el desvío a la izquierda que nos habría conducido a Playa Blanca, con rumbo noreste, y ahora el cauce del río y los GPSs decían que íbamos hacía el sur-sureste. Por suerte lo nuestro era un viaje de placer, sin prisas ni presión alguna, y seguimos disfrutando del río hasta que la pista dejó el cauce y trepó hasta una meseta que no tenía salida: nos bajamos de los coches ante un cortado a pico de unos cincuenta metros de altura, sobre una llanura en la que se cruzaban varias pistas. Una de ellas era la nuestra. Después de consultar mapas y GPSs, dimos media vuelta, encontramos la manera de bajar de la meseta a la llanura, y tomamos la pista que pensábamos era la buena.

    Una vez allí comenzamos con los habituales cálculos del atardecer: cuánto tiempo de luz nos queda, cuántos kilómetros hay hasta la carretera o el lugar habitado más cercano, y si haremos o no conducción nocturna por campo. Debíamos estar en la última hora de luz, y suponíamos que en unos diez o quince kilómetros en línea recta nos toparíamos con la carretera N1, la que baja desde Tánger hasta la frontera mauritana. Entonces vimos alguien a lo lejos, cerca de una de esas obras que misteriosamente se desarrollan en un lugar aparentemente sin sentido, y nos acercamos a preguntar. En una mezcla de francés y español poco respetuosa con ambas gramáticas, nos confirmaron que sí, que íbamos por el buen camino. El que llevaba la voz cantante era un tipo enjuto y arrugado, de no más de cuarenta años, sonriente y vestido con un bou bou, la prenda azul claro con bordados pardos que se utiliza en muchas zonas del Africa noroccidental. Sin perder la sonrisa, y añadiendo algo de humildad, nos preguntó si teníamos aspirinas. Miré a mi alrededor: una obra primitiva para asegurar unas tuberías semienterradas que llevarían agua a algún sitio habitado, una jaima hecha con restos y nada más hasta donde llegaba la vista. Menos aun una farmacia. Le dimos una caja de aspirinas. La hospitalidad del desierto apareció inmediatamente: “¿Venís a la jaima? Mi mujer nos preparará un té”

    Aunque la tienda no tendría más de tres metros por lado y poco más de uno de altura, el interior era acogedor: el suelo estaba tapizado con alfombras, y dentro uno se aislaba del viento áspero, de esa sensación cruda del desierto, como de que el mundo aun está sin terminar de hacer, y por eso no hay vegetación, ni casi animales, y el paisaje es así de sobrio.

    El té, y en ese entorno aun más, estaba delicioso, y la conversación fluía con suavidad: “Soy de El Aiuún, y de joven peleé en el Polisario”, confesó sin darle más importancia. Nos habló de su familia, repartida entre el sur de Europa y el norte de Africa. Su mujer regaló vestidos con estampados de colores a las nuestras, él nos regaló un bou bou y una chilaba, y nosotros nutrimos su alacena y su botiquín.

    Nos hicimos unas fotos con ellos (después de pedir permiso, por supuesto) y me pidió con una sonrisa: “¿Me las pasarás?”. Por culpa de los prejuicios pensé en la dificultad de sacar copias en papel de las fotos digitales, y de hacérselas llegar por correo postal. Empecé a explicárselo en el idioma bastardo en el que nos comunicábamos, y se echó a reír: ”¡No, no! Me las mandas aquí”. Y de un pliegue del bou bou sacó un teléfono móvil desplegable con teclado completo y pantalla grande, una especie de Blckberry coreana con correo electrónico. Por supuesto, la dirección de correo era francesa, para evitar las intromisiones de las autoridades marroquíes.

    Después de una despedida afectuosa, volvimos a los coches para aprovechar los últimos minutos de luz. Conocíamos el rumbo y seguíamos unas pistas que se cruzaban como spaghettis en un plato, con dirección siempre hacia la carretera N1, que se intuía a lo lejos. Cuando llegamos al asfalto había anochecido y nos hicimos la pregunta habitual en los viajes relajados: “Y ahora, ¿a dónde vamos?” Decir izquierda significaba más de 150 kilómetros hasta Ifni: demasiado lejos y demasiado peligroso par hacerlo a oscuras. Así que giramos a la derecha entre risas, porque estábamos a solo veinte minutos de que nos cuidaran de nuevo en el ksar Tafnidilt. Todo un día dando vueltas por el desierto para acabar en el punto de partida. Disfrutamos de nuevo de una ducha y acto seguido del mejor cous cous que he tomado en mi vida.

    P.D.: Al amanecer del día siguiente me encontré en el patio del hotel con el francés prudente de la cabeza afeitada, que no hablaba muy bien de sus compatriotas: “Ayer, en cuanto os fuisteis, los franceses se largaron con su camión y dejaron tirados a los alemanes. Así que los alemanes se fueron a Tan Tan y contrataron una excavadora Caterpillar. La trajeron en un tráiler hasta donde pudo llegar el camión, y el resto lo hizo la excavadora rodando. Con la pala abrieron una rampa de salida para el camión; luego la asentaron en terreno firme y tiró desde allí. Sacaron el camión y les cobraron 800 Euros”. Mucho dinero en términos marroquíes, no demasiado si la alternativa es que tu camión siga atrapado en un barrizal.

    “Y tú, ¿en qué viajas?”, le pregunté. “Tuve todoterrenos mientras se podía viajar por Africa, y me movía hasta Costa de Marfil, Malí o Bourkina Fasso. Pero como ahora no te puedes mover, los vendí y tengo una Peugeot Expert”. “Eso es una furgoneta”. “Sí, claro, para los sitios por los que ahora te dejan ir no me hace falta más. Lo malo es que me gusta hacer dunas, y si bajo presiones el cárter va demasiado cerca del suelo. A veces te aparece una piedra escondida y… Por eso estoy parado aquí: rajé el cárter, y lo he llevado a soldar a Tan Tan. En cuanto lo tengan listo, lo monto y sigo viaje.”

    La conversación siguió con Argelia como tema, el Assekrem, la ermita de Charles de Foucauld, y el Gran Erg Oriental: “Lo crucé haciendo paragliding, con un motor con hélice en la espalda y un parapente”. Sentí un gran ataque de envidia y me fui a desayunar.


  • Nos vamos a Marruecos

    La próxima vez que conduzcas por una carretera en la civilizada Europa, fíjate en los límites que tienes a los lados. Primero hay una línea blanca continua, que te señala hasta dónde puedes llegar. Luego hay un guardarraíl incluso doble, que te impide físicamente ir más allá. Y por último una valla metálica, que te separa del entorno. No hay espacio para la iniciativa individual.

    Es más, solo puedes abandonar tu condición de estabulado donde está permitido, y ni siquiera queda la opción de hacer en la cuneta lo que se solía hacer en la cuneta: los árboles tras los que esconderse están más allá de la valla.

    El único lugar en que ir al baño o repostar o comer algo es una de esas pulcras y asépticas áreas de servicio, fotocopias unas de otras, que han sustituido a las gasolineras y bares de carretera.

    El repostaje, por supuesto en régimen de autoservicio, parece un mero trasvase, por completo inodoro, que se hace hasta con guantes. La comida, si nos atrevemos a llamarla así, se basa en una batería de armarios refrigerados, en los que se apelmazan alimentos retractilados con aspecto de sintéticos, junto a refrescos de colores. Inodoro de nuevo.

    Y tras el mostrador, una empleada obviamente inodora que sonríe porque lo dice la normativa de la compañía, y te pregunta si tienes la tarjeta de fidelidad, por ejemplo, la de Megaoil. No entienden que quiero sentirme libre cuando viajo, por lo que no quiero sntirme atado a nada ni a nadie, y además quiero oler dónde estoy.

    ¿Y los baños? No queda otro remedio que desahogarse en el lugar predeterminado en que la normativa te deja, y a eso se añade que a la entrada de los servicios hay un cartel que me dice que exactamente 18 minutos antes de que yo llegara, Irina los ha dejado pulcros para mí. ¿Hasta eso está previsto?

    Ya no quedan empleados de mono azul que den caladas a un pitillo mientras te llenan el depósito de gasoil; que te dan el cambio que guardan en una carterilla de cuero en bandolera y dicen “¡Gracias, jefe!” si les dejas propina. Tipos que huelen a tabaco y, claro, a gasoil.

    Ya no queda un bar grasiento al lado, con un cartel a medio oxidar que demuestra la falta de originalidad al bautizar el local: El Cruce, El Frenazo o simplemente el punto kilométrico de la carretera en la que se encuentra. Y con un interior presidido por cabezas de toros entre carteles de corridas locales, y bocadillos dudosos sobre la barra. Con la banda sonora del ruido de las fichas de dominó con las que juegan unos camioneros, el pasodoble que suena en la radio, el “¡Oído cocina!” que surge del fondo en respuesta a un grito desde la barra.

    Y menos aun quedan esos baños de olor disuasorio, que no conocían el Ajax desde su instalación, en los que la cadena del inodoro no era tal, simplemente una cuerda que colgaba de una cisterna casi clavada en el techo, y en la que casi nunca había agua.

    Por eso a uno le acompañaban en los viajes los olores y las sensaciones, los recuerdos de sonidos y personas y lugares, y con ello el sentimiento tan buscado de estar lejos de casa, de estar en un sitio distinto al habitual y poniéndose a prueba frente a él.

    “El camino más corto”, de Manu Leguineche es un libro de cabecera para cualquier seguidor de la literatura de viajes. Narra una vuelta al mundo en un Land Cruiser antecesor del que voy a utilizar en unos días para bajar a Marruecos, y no se titula así como ironía sobre el largo recorrido sobre el que trata, no; la cosa va de metáforas: “El camino más corto para encontrarse uno a sí mismo da la vuelta al mundo” es una acertadísima frase de Hermann Keyserling, en su libro “Diario de viaje de un filósofo”. Keyserling, un alemán de origen lituano, es una curiosa mezcla de dos actividades que no suelen coincidir en la misma persona, y que para muchos hasta resultan contradictorias: era filósofo y viajero. Quien se encuentre con una foto suya, evidentemente en blanco y negro porque falleció en 1946, verá que tiene cara precisamente de eso, de filósofo. Mirada la foto más despacio es sencillo caer en el detalle de la piel curtida y las arrugas alrededor de los ojos de quien suele mirar muy lejos, estudiando desde la distancia un paisaje que dejará de ser virgen en cuanto se reanude el camino. Con algo de sorna, diría que la cara de Keyserling tiene la perilla de Lenin con algo de “Indiana” Jones. “Quiero anchura,” continua en la cita el filósofo y viajero, ”dilataciones donde mi vida tenga que transformarse por completo para subsistir, donde la intelección requiera una radical renovación de los recursos intelectuales, donde tenga que olvidar mucho – cuanto más, mejor – de lo que supe y fui”.

    Por eso me alegra tanto volver a viajar por Africa, porque me obliga a olvidar mi comodidad europea y adaptarme a lo distinto y cambiante, y me permite sentirme pleno al cruzar el Atlas, al escuchar el eco del motor del coche rebotando en un valle, o mi propia respiración cuando me detengo a disfrutar del momento: “Siento en mí la beatitud de la libertad conquistada”. Qué bonita manera de poner en palabras la sensación de importancia, cuando a la vez uno se reconoce nadie ante la inmensidad de la Naturaleza que te envuelve en Africa.


  • Aquel bocadillo de sardinas (3ª parte)

    La verdad es que no me dí cuenta del todo de que habíamos llegado a la salida del cañón. Sería porque sus paredes habían reducido la altura lentamente, o por mi ensimismamiento, pero de repente me enfrenté a una nueva llanura sahariana, con sus agujeros y sus pedregales. Y a la vez comencé a oír voces, unas cerca y otras lejos, con un tono de felicidad totalmente impropio de las circunstancias. Las voces cercanas eran las de mis compañeros, que gritaban: “¡Eh, están ahí, son ellos!” Las lejanas venían de a unos cien metros, de los compañeros que salieron en moto el segundo día: “¡Estamos aquí!”. Les miré, y vi que se bajaban de un Land Cruiser blanco y verde, la decoración de la gendarmería argelina. Los acompañaban tres gendarmes y un guía.

    Mi primera reacción fue ninguna. Simplemente miré. Mi cerebro necesitó unos segundos para procesar la información y establecer la conclusión: ese era el rescate que esperábamos hacía días. Luego vinieron los abrazos, las preguntas mutuas y las explicaciones. Que si las primeras motos habían llegado esa mañana a Djanet tras mil dificultades, que no sabían nada de los de los coches, que habían ido al cuartel de la gendarmería a pedir ayuda, y que como suponían que saldríamos del cañón, fueron a buscarnos a aquel punto.

    De los gendarmes de la foto, los dos de la derecha hablaban palabras de algo parecido al francés, lo que les permitía entrar en la conversación. El otro, el del bigote, era más callado, y noté que me miraba con detenimiento. Debió fijarse en mi estado, porque sin decir palabra abrió el coche, y sacó algo de su macuto, que me ofreció con ese respeto que la hospitalidad árabe le da a todos sus gestos. Lo tomé mientras le sonreía. Era un objeto alargado, envuelto en el papel de un periódico impreso en árabe. Lo abrí, y al verlo entendí que me estaba regalando su almuerzo del día, el bocadillo de sardinas que le habría preparado su mujer en una casa de adobe de Djanet. Le miré de nuevo dudando si aceptarlo, porque suponía dejarle sin comer, pero su cara no necesitaba traducción: te hace más falta que a mí, parecía decir. Devoré aquel bocadillo de sardinas sin respirar, y me supo a gloria.

    Nos montamos en el Land Cruiser e iniciamos el camino a Djanet. Las conversaciones se apagaban, porque el cansancio podía con la alegría. Rodábamos por una llanura con dunas bajas esporádicas y alguna zona de arena, y según iban pasando los kilómetros, un pensamiento triste y funesto se me iba asentando en la cabeza. Miré de reojo a mis compañeros, y me pareció que ellos pensaban lo mismo y también lo callaban. Continuaba la pista con rumbo a Djanet, y seguía pensando que con la comida, el agua y las fuerzas que nos quedaban, muy dudosamente habríamos llegado a pie.

    En este silencio rumiado de ideas turbias llegamos a la ciudad, que obviamente nos pareció otra metrópoli. En realidad, su importancia solo está en ser el último lugar habitado de la región: hacia el Este, tras 80 Km. de nada está Libia, y al Sur le separan 220 kilómetros de Níger. Pero había casas y personas, y una especie de colegio o polideportivo o algo así con camastros en los que podríamos dormir, y hasta una especie de restaurante en la plaza del centro. Además, mientras la gendarmería nos rescataba, habían llegado los de los coches. ¡Estábamos todos!

    Mis recuerdos de los días que pasamos en Djanet hasta conseguir plazas en el vuelo de Air Algerie a Argel están estrechamente adheridos a la palabra reconstrucción. Más la física, que es más rápida, que la mental, que requiere asumir e interiorizar la anchura y la profundidad de lo sucedido.

    El colegio, o polideportivo o lo que fuera tenía un par de duchas, a las que nos dirigimos por turnos. El sudor, el polvo y el barro se habían hecho uno con las ropas que no nos habíamos quitado en muchos días. No fue por tanto una de esas duchas diarias de nuestro aburrido occidente; estaba más cerca de los baños que nos daban las madres cuando volvíamos sucios de jugar por el campo, en los que se frotaba con energía para liberar a la piel de la mugre que le cambiaba el color.

    No había sido consciente de nuestro aspecto ni de nuestro olor hasta que algo me llamó la atención al salir de la ducha y toparme con un compañero que me llevaba unos minutos de ventaja en esta fase higiénica de la reconstrucción. Fue el olfato el que me hizo fijarme en él y preguntarme qué tenía de raro. Al poco lo entendí, cuando mi nariz reconoció el olor del desodorante, de la loción para después del afeitado, en definitiva ese olor a limpio frecuente en nuestra vida diaria y que nosotros habíamos olvidado.

    El siguiente episodio lo ilustra con precisión una foto que no voy a publicar, aunque no me resisto a describir. Aparezco sentado en una de las literas, a medio vestir tras salir del baño, con el pelo aún mojado, mirándome absorto los pies como no sabiendo por dónde empezar. Esos pies que caminaron durante días con las botas de moto de campo y no se las quitaron de noche por el frío. Tras lavarme, veía las pequeñas heridas, las hinchazones, las ampollas. El que hubieran vuelto los coches con nuestros equipajes fue una bendición para esos pies, porque una vez seca la mercromina, les supo a caminar por las nubes ponerse unos suaves calcetines de algodón ¡limpios! y unas ligeras zapatillas de deporte.

    Otro paso adelante en nuestra sencilla felicidad fue hacernos habituales del restaurante con pastelería de la plaza de Djanet. Fueran dos o tres días los que pasamos hasta conseguir un billete a Argel, todos ellos desayunamos, comimos y cenamos allí. Y le dí un trato especial a sus dulces, con la miel y la almendra que los árabes les prodigan. Tras cada comida o cena, me sentaba en el suelo, frente a la plaza, y tomaba mi dosis compensatoria de hidratos de carbono.

    Una vez en Argel, vimos que no era nada sencillo conseguir billetes para España. Solo un vuelo al día y mucha desorganización lo hicieron difícil. Nos ayudó mucho el representante local de Iberia, que consiguió meter en el avión de ese día a la mitad del grupo. El resto nos quedamos hasta el día siguiente, y el responsable de Iberia actuó de guía de un lugar en el que se olía la desgracia. Estábamos en la Argelia de meses antes de las elecciones que hubieran ganado los integristas de no ser por un golpe de estado, vivíamos el prólogo de una guerra civil de diez años que nadie llama así, y que dos décadas más tarde se mantiene con las actividades de Al Qaeda en El Magreb. Cruzamos Argel de noche, y en las calles había miles de hombres jóvenes, estáticos, simplemente dejando pasar el tiempo: “Son los emigrantes que han venido a la ciudad huyendo del hambre. Viven en pisos compartidos en régimen de “cama caliente”. Como no tienen trabajo ni nada que hacer, se limitan a esperar en la calle que llegue el turno de dormir”, nos decía el de Iberia. Nos invitó a cenar entre los arcos blancos del hotel que fue cuartel de los aliados en las operaciones africanas en la Segunda Guerra Mundial: “Con los datos de pobreza y desempleo que hay aquí”, comentaba como anunciando el futuro, “la sociología dice que se dan las condiciones para una revolución.” Triste profecía, porque pasados unos meses su oficina fue atacada e incendiada, como tantos otros establecimientos occidentales.

    Unos días más tarde, ya en Madrid, un traumatólogo miraba boquiabierto la radiografía de mi mano derecha: “¿Y con la mano así has venido en moto al hospital?” Me limité a asentir con cara culpable, mientras ocultaba todo lo demás. Llevaba varios días moviéndome por la ciudad en moto con la mano dolorida, pero al notar el tono acusador de su pregunta decidí que era mejor no entrar en detalles sobre cómo y dónde me había producido la lesión, y qué había hecho en Africa y Europa desde entonces. Lo mejor era dejarle que me vendara y hacer caso a sus recomendaciones. Al fin y al cabo, ya estaba terminando la reconstrucción: lo único que me faltaba eran, según la báscula de casa, ocho kilos, a pesar de los dulces de Djanet y de aquel bocadillo de sardinas.


  • Aquel bocadillo de sardinas (2ª parte)

    No todas las irregularidades se ven, las sombras engañan, los matojos los disimulan, y lo que hubiera en el suelo se lo tragó la rueda delantera pero no la trasera, que hizo un tope de suspensión. De repente noté que mi cuerpo se iba levantando, como empujado por las caderas, luego que me ponía de pie sobre la moto y el manillar se alejaba hasta que se me escapó de las manos. Entonces vi que la moto se alejaba sola, deprisa, dejé de subir y comencé inevitablemente a bajar. Lo siguiente que recuerdo es que estaba tirado en el suelo, veía la Yamaha muy lejos, yo hacía evaluación de daños y una voz al lado me decía preocupada: “Pensé que te habías matado”. Sin pensármelo mucho y con la ayuda del preocupado, volví a la moto, que no estaba dañada y arrancó a la primera (¡benditas motos japonesas!) y continuamos por la pista hasta que alcanzamos a los que se habían parado para reagruparse. Como quitándole importancia me acerqué a la médico del viaje para contarle mi revolcón; entonces se inquietó y comenzó a explorarme. Estaba en esas cuando el desierto empezó a dar vueltas a mi alrededor, y me senté en el suelo hasta que se me pasó el mareo. En ese momento quien me había sujetado el casco señaló la marca que éste tenía en la parte posterior: había sido el golpe fuerte en la nuca el que había provocado la conmoción, un golpe suficientemente violento como para haber girado el casco integral de modo que la parte delantera casi me rompe la nariz. Terminé el recorrido del día dormitando en el asiento trasero de uno de los Patrol, con la mano derecha hinchándose por algún otro golpe.
    Una de aquellas noches la pasamos en Serouenout, un fuerte de la Legión Extranjera, ya abandonado. Se construyó para controlar el primer pozo con agua potable desde Idelès, que está exactamente a 195 kilómetros. Cuando llegamos tenía agua, lo que supuso que alguno pudo ducharse, es decir: echarse un cubo de agua por encima, de pie y desnudo en medio de la nada, enjabonarse y aclararse a cubos en las mismas circunstancias.
    La mañana siguiente arrancó como una más: recoger el campamento y tomar pista variada, esta vez con rumbo Norte hasta entrar en Iherir, un cañón con fondo de arena entre paredes de roca que no se podían ni escalar. El deterioro de las pistas de la zona, según los guías, aconsejaba cruzar este cañón, que tenía la salida no lejos de Djanet, un pueblo a 80 kilómetros de la frontera libia. Mediado el día, los de las motos nos habíamos enganchado unas cuantas veces en la arena, y habíamos esperado muchas a los coches, que se empanzaban con facilidad. Repetíamos la maniobra de palas, planchas y empujón, y volvíamos a la ruta.
    Poco a poco el cielo se fue ennegreciendo, y luego comenzó a llover. Los bancos de arena se volvieron barrizales infranqueables, por el fondo del cañón comenzó a formarse un arroyo, y después de seis horas de lluvia el cañón era ya un río caudaloso. ¿Cuál fue exactamente el momento en que fuimos conscientes del paso de “dificultad” a “peligro”? ¿Cuándo nos dimos cuenta de que aquello no era una batallita que contar al regreso? ¿Que podía no haber regreso? Es la misma incertidumbre que se experimenta cuando uno tiene una molestia física y no sabe en qué categoría encuadrarla: no tiene importancia, o me tomo una pastilla, o pido hora para el médico, o voy a urgencias, o llamo ahora mismo a una ambulancia.
    El río ya tenía hasta dos metros de profundidad, y un ensanchamiento del cañón había creado una laguna que lo bloqueaba. Nos era igual, porque estábamos agotados de sacar motos y coches del barro, y no podíamos continuar. Trepamos por un lateral para dormir por turnos, mientras otros hacían guardias por si subía más el nivel del río. Habíamos racionado el agua y la comida, y arrastrado las motos pendiente arriba hasta donde lo permitieron nuestras fuerzas, para que no las arrastrara la corriente.
    Por mi parte, la palabra extenuación se queda corta para definir mi estado. Llegué al ensanchamiento en que acampamos más por las palabras de ánimo de mis compañeros que por mis fuerzas, me arrastré cañón arriba en busca de refugio, y allí me quedé dormido.
    Durante la noche dejó de llover, y a primera hora decidimos que los que mejor montaban en moto salieran en busca de ayuda. Como suponíamos que la salida del cañón estaba cerca, y desde ahí había poco hasta Djanet, casi no llevaban ni agua ni comida. Así iban más ligeros, y nos dejaban víveres a los demás, que dedicamos el día fundamentalmente a recuperarnos del agotamiento.
    El tercer día amaneció despejado, ya no corría agua por el cañón, y nadie venía a buscarnos. No quedaban agua ni comida para muchos días, por lo que decidimos salir de allí: las motos que quedábamos continuaríamos hacia la salida del cañón, y los coches volverían sobre sus pasos, temiendo que la salida Este estuviera inutilizable para ellos. Sin más equipaje que algo de agua y comida nos pusimos en marcha, y nos topamos con un infierno de barro: en ocho horas de esfuerzo, de desenterrar motos de trampas de barro, de hundirnos hasta los muslos para sacarlas, avanzamos diez kilómetros. Para ahorrar comida, nos arrastramos a los pies de una palmera escuálida, la primera en no se sabe qué distancia, y engullimos unos dátiles raquíticos. ¿Será por esto por lo que ahora disfruto con pasión de los dátiles dorados y gordos, y los compro por kilos cuando viajo por el Norte de Africa? A la vista del estado del terreno, y de nuestro lamentable estado físico, sobre todo de mi mano, solo quedaba una salida: abandonar las motos y continuar a pie. Allí se quedaron las Yamaha, los cascos y los guantes, y seguimos sabiendo lo duro que es caminar con las botas que llevábamos.
    Esperábamos llegar pronto a la salida del cañón, pero cayó la noche sin vislumbrarla, y cenamos una pequeña lata de conservas para cuatro. Además, el frío intenso de la noche nos impidió dormir, porque no llevábamos tiendas ni sacos.
    No es sencillo transformar en palabras lo que sentí aquel amanecer. Al haber maldormido, nos agrupamos aún de noche junto a un fuego, esperando echar a andar de nuevo en cuanto hubiera luz suficiente. Era una mezcla de soledad, esperanza lejana y confianza en el triunfo de la tenacidad. La sed y el hambre ya condicionaban nuestro comportamiento: hablábamos poco y hasta ahorrando palabras, para no forzar una lengua reseca que se pegaba al paladar. Los movimientos eran los justos, muy pensados para reducir al mínimo el gasto de energía. El agua racionada suponía beber un tapón de la cantimplora cada varias horas, y ese era un momento que se esperaba con alegría: el breve placer de la humedad en la boca, la sensación de energía recuperada cuando esos dos traguitos bajaban hasta el estómago.
    Continuábamos caminando casi por instinto de supervivencia, porque los músculos se habían cansado hace días, y ni les dábamos tregua para recuperarse ni alimento para nutrirse. Aun así, tras cada parada para descansar y beber un tapón de agua, nos levantábamos con lentitud y retomábamos el lento caminar por el fondo de aquel cañón del que parecía que no íbamos a salir nunca.
    ¿Se es consciente en esas circunstancias del calibre del peligro que se corre? El deterioro físico es innegable, y el cerebro lo reconoce, pero la debilidad del cuerpo es inferior al instinto de supervivencia, que sigue extrayendo fuerza de donde no queda, e ilusión y esperanza de cualquier rincón. Por eso seguíamos andando en nuestro cuarto día en el cañón Iherir, pensando en que ni estábamos tan cansados, ni quedaba tanto para la salida, ni Djanet estaba tan lejos.
    Todos hemos vivido un susto, una sorpresa que nos traslada durante un instante de la placidez al borde del final. Es tan rápido, que uno simplemente se asoma al límite y, antes de que asuma lo que hay, el impacto ya ha pasado. Quedan entonces la impresión interna, junto a la palidez, el temblor de manos, el sudor frío o el estómago encogido como reacciones fisiológicas. Sin embargo, la llegada lentísima de ese posible final se evalúa de otro modo, básicamente negándolo, porque viene demasiado despacio, porque no se quiere admitir, porque se piensa que habrá un remedio a tiempo.
    (continuará)


  • Aquel bocadillo de sardinas (1ª parte)

    Allahu akbar, Allahu akbar,… Ashhadu an la llah ila Allah,… Amanecía en Ghardaia y pensaba, una vez más, si no me había metido en un lío demasiado gordo. En el patio del albergue había una Yamaha XT 600 esperándome para recorrer el Sahara argelino durante los próximos diez días, y yo casi no sabía montar en moto de campo. No me había hecho a la idea de lo que me esperaba, porque los viajes en avión son rápidos y le alejan a uno de la realidad, trasladan los cuerpos pero no dan tiempo a las mentes a adaptarse: el día anterior había amanecido en Madrid, esa noche me había acostado en Ghardaia, y la voz del minarete al amanecer me recordaba dónde estaba y lo que iba a hacer desde esa mañana.
    El inicio del viaje fue menos duro de lo que me temía, porque rodamos por la Transahariana, que en esa zona es simplemente aburrida: una cinta de asfalto que cruza la nada, no hay tráfico, ni curvas, ni rasantes, ni casi paisaje. Tampoco hay ciudades ni gasolineras en los 400 kilómetros entre El Golea e In Salah, así que hay que tener cuidado para no quedarse tirados. Menos mal que en el viaje, además de nueve motos, había tres Nissan Patrol que llevaban el equipaje, la comida, las tiendas de campaña, los repuestos y muchos bidones de gasolina.
    Para dejar de lado el aburrimiento a veces saltábamos de la carretera con un golpe de gas y nos divertíamos entre las dunas que aparecían de vez en cuando. La mayoría eran pequeñas, unos montículos de no más de cuatro metros de altura, ideales para entrenamiento de los inexpertos. En otras ocasiones nos maravillaban dunas inmensas, de las que parecen engullir las dimensiones. Solo desde lejos se da uno cuenta de su tamaño catedralicio, y cuando se acerca y se inicia el ascenso, nunca hay potencia suficiente, ni sensación de inclinación o de cuánto falta para coronar. La moto lentamente va perdiendo velocidad, a la vez que se pierden las referencias y la sensación de pendiente. Y cuando el motor ya no puede más y la moto se queda encallada, al bajarse uno se da cuenta de que el asiento, antes alto como en todas las motos de trail, está muy cerca del suelo, porque la moto se ha hundido hasta los ejes.
    Sería agotador sacar la moto de la arena tirando de ella hacia arriba, y después peligroso para el embrague arrancar cuesta arriba para continuar el ascenso de la duna. ¿Cuál es la solución? Pues aplicar uno de los muchos trucos que un novato aprende en Africa: la moto se desentierra a base de tirar hacia un lado del ancho manillar hasta dejarla volcada sobre la arena; una vez tumbada se le da media vuelta tirada en el suelo, de modo que siga tumbada pero con la rueda delantera apuntando hacia abajo; entonces se la pone de pie, y se reanuda la marcha en descenso. Al llegar al pie de la duna, media vuelta, se cogen aire y carrerilla, y se intenta de nuevo.
    El mismo viento que forma las dunas puede arrastrarlas hasta la carretera y crear una duna sobre el asfalto. Cuando nos encontrábamos con esto, las motos esperábamos a los coches, que al ser grandes y estar cargados tenían más dificultad para franquear el paso por una arena fina y recién depositada, y había que recurrir a algún empujón para ayudarles.
    Y siempre en todos los puntos del recorrido esa alegría de montar en moto en dirección al sur, alejándose de Europa, internándose en Africa, notándose a la vez distinto del entorno y bien recibido por éste, el placer del ronroneo del motor entre las piernas rumbo a la aventura, a la dificultad buscada. El desafío suave de hacer algo distinto y arriesgado, de encontrar una experiencia diferente a base de exponerse a lo nuevo y a lo desconocido.
    Llegando a Tamanrasset nos encontramos con el morabito (es decir, tumba y lugar de culto) de Moulay Hassan, un santón que peregrinaba en dirección a La Meca y falleció allí. La tradición dice que todo caminante que se aventure por el desierto y dé tres vueltas a su tumba, en solitario y en sentido contrario al de las agujas del reloj, recibirá la protección de Alá durante su travesía. Dimos las tres vueltas montados en las Yamaha. Por si acaso.
    Tamanrasset nos pareció una metrópoli, con algunas calles asfaltadas y hasta aceras con bordillos, varias gasolineras, mercado e incluso un hotel que merecía ese nombre. Tenía un notable aire de ciudad fronteriza, aunque la frontera con Níger se encontrara a 400 Km., y hubiera 200 más hasta Arlit, el siguiente punto habitado. El origen de esa sensación es que entre “Tam” y la frontera de Borne no hay carretera, solo un “Revêtement dètèriorè (piste)” (pista con firme deteriorado), según dejaba bien claro el mapa Michelin 952 en edición de 1987 que llevaba encima. Para animar, el resto hasta Arlit, ya en Níger, era “Pista poco balizada”. Eso en dirección sur, porque hacia el oeste no había más que un par de pistas borrosas hasta una indefinida frontera con Mauritania situada a más de 500 Km., y al este las montañas del Assekrem, unos picos de roca volcánica que nos desafiaban desde sus casi tres mil metros de altura. Por eso tenía una cierta sensación de vértigo, como de que el mundo se acababa allí, y uno decide si se atreve a asomarse al más allá. Nos alojamos en el hotel Tahat, que supuso la primera ducha en lo que iba de viaje, y desayunar en silla y mesa por última vez en muchos días.
    A estas alturas del recorrido ya había empezado a “africanizarme”, lo que queda en evidencia en la foto en la que estoy sentado en un bordillo. Todo el convoy se había detenido en una gasolinera a la salida de Tamanrasset en la que se repostaba ¡con bomba manual! Se habría ido la luz, estropeado el motor de la bomba o lo que fuera, el caso es que el empleado iba a trasegar a mano unos cientos de litros de combustible. Con un concepto del tiempo muy africano, me senté en un bordillo a la sombra y esperé con paciencia. Aunque me faltaban bastantes viajes por Africa y leer unos cuantos libros de Richard Kapuscinski para entender lo que representa el tiempo en Africa, este fue el inicio de una larga amistad entre nosotros.
    Mi debut en las dificultades propias de las motos de campo comenzó precisamente al salir de la gasolinera. Tomamos rumbo NE para subir a dormir a la ermita de Charles de Foucauld, en lo alto del Assekrem: una pista pedregosa de montaña, que en 85 km asciende desde los 1.390 m de altitud de Tamanrasset hasta coronar a 2.585 m. Llevaba puesto un buen equipo de protección, que incluía rodilleras de las que se extienden hacia abajo por las espinillas hasta meterse dentro de las botas; por eso las primeras veces que me caí no me preocupé, hasta iba contando los aterrizajes forzosos. Unas horas más tarde había cambiado de humor: el sol empezaba a caer, había perdido la cuenta de las caídas y no terminaba de alcanzar la cumbre. La pista de piedra parecía una escalinata sin fin, uno de esos tramos que en moto se suben con golpes de gas y decisión, justo lo que le falta a un inexperto.
    Era claramente de noche cuando los últimos llegamos arriba, cansados, algo doloridos y bastante orgullosos. Estábamos en una meseta casi cuadrada, de unos cien metros de lado, encajada entre picachos, en la que se dejaban los coches, motos y camiones que llegaban, con un rústico albergue de piedra y quince minutos a pie más arriba la ermita en sí. Además, parte de la meseta estaba rodeada de una valla de piedra como de un metro de altura, no para evitar la entrada de nadie, si no como medida de seguridad para evitar que alguien cayera por los precipicios casi sin fondo que la rodeaban.
    Nos preparamos para cenar y dormir en el albergue, cobijados del viento reseco la zona, y pregunté, guiado por la lógica y por la necesidad, dónde estaba el servicio. Las instrucciones que me dieron me llevaron a una especie de minúscula construcción, que parecía una garita de vigilancia, como una cabina de teléfonos hecha en piedra de la zona. Estaba como incrustada en la valla del perímetro, de modo que una mitad, la del interior, daba a la meseta y tenía la puerta de acceso, y la mitad del exterior colgaba sobre el precipicio. Abrí la puerta y me encontré con lo que no me atrevía a imaginar: la mitad del suelo era un rectángulo de apenas 60 por 30 cm., y el resto era un agujero que daba al precipicio y cuyo fondo no se veía. Obviamente era un retrete sostenible, porque los restos caían cientos de metros más bajo y no quedaba nada que limpiar.
    Solo cuando nos despertamos y comenzó a amanecer pude entender dónde estábamos. Nos rodeaba un bosque de picachos de piedra volcánica de más de 2.900 metros de altura, entre los que se filtraba el sol formando flecos de luz. Junto a la ermita de Foucauld, una placa del Touring Club de Francia fechada en 1939 señalaba las cumbres de los alrededores, porque salvo Tamanrasset no había ciudades ni ríos que indicar en cientos de kilómetros a la redonda.
    El descenso desde la cumbre fue otro examen para un novato: el mismo estilo de pista de piedra llena de escalones que en la subida, solo que esta vez cuesta abajo y con rumbos N y NE hasta Hirafok e Ideles. Ya había aprendido la lección, me sentaba más atrás y controlaba la moto con el gas para no bajar rodando. Una vez que me había hecho con el truco, empecé a darme cuenta de la eficacia de las suspensiones de largo recorrido, el agarre de los neumáticos mixtos en la piedra suelta, todas las muchas ventajas que ofrecen los vehículos actuales en esos entornos hostiles. Claro, la única manera de viajar por esos andurriales es recurrir a la avanzada tecnología del hombre blanco. Entonces nos topamos con unos argelinos que ascendían en un Peugeot 404 (sí, he escrito 404; no 504 y menos aún 505), uno agarrado al volante y los otros detrás a pie, empujando al achacoso Peugeot en cada escalón. ¿Desde dónde vendrían? ¿Cuándo y cómo llegarían a la cumbre, si llegaban? No volví a pensar en las ventajas de las suspensiones de largo recorrido.
    Nuestro viaje continuó varios días inolvidables con rumbo E, por las pistas rápidas y pedregosas del Hoggar. No puedo olvidar la sensación de recorrerlas en moto del amanecer al anochecer, y entonces montar las tiendas y disfrutar de la cena bajo las estrellas. Y despertarnos aún de noche, con el frío seco del desierto dándonos los buenos días, mientras calentábamos las manos abrazando la taza de café; el silencio solo contaminado por comentarios en voz baja, mientras levantábamos el campamento. Uno de aquellos días, en medio de la grandeza de las planicies infinitas, el guía extendió el índice señalando el final de la llanura: “¿Veis aquellas montañas del fondo con un hueco entre los dos picos del centro?” El sol se apuntaba, y convertía en una silueta recortada el punto al que se refería el guía. Asentimos con prudencia. “Esta noche dormiremos nada más pasar ese punto”. Y nos llevó el día entero llegar hasta él, teniéndolo como referencia permanente mientras la pista maltrecha se retorcía esquivando oueds, zanjas y pedregales. Cuando se despejaba el terreno, abría gas y sentía la moto flotar sobre la pista dura, a unos 90 Km/h, sujetando con cariño el manillar y disfrutando de una experiencia de conducción inigualable.
    La manera habitual de guiarse en este tipo de pistas es fiarse de las referencias naturales cuando las hay (montañas, oasis, gargantas,…) o seguir el rumbo marcado por las balizas. Estas son cualquier tipo de señal que alguien ha dejado para marcar el recorrido, como unas piedras amontonadas y hasta pintadas de blanco, o un bidón ya vacío de aceite, relleno de piedras para que no lo vuelque el viento, y a veces con un palo que sobresale para verlo mejor. Se colocan de modo que desde cada baliza se ve la siguiente, por lo que si no hay despistes, no faltan balizas y la visibilidad es buena, es difícil perderse. En cualquiera de los otros casos, ya te lo imaginas.
    Pero no vi el agujero.
    (continuará).