En la época del turismo masificado, viajar por un país no turístico es una vivencia intensa. Hacerlo solo y en moto le añade profundidad.
Recorrer un país que no es un destino turístico habitual es, para quien vive en un país turístico, pasarse el día abriendo una caja de sorpresas, porque lo que damos por hecho no sucede, y lo inesperado se convierte en habitual.
En España nos parece normal que haya una multitud de señales que indican no solo a dónde se dirige cada calle o carretera, también dónde se encuentran los hoteles o los museos; y todos los lugares que ofrecen servicios a los turistas, como bares, hoteles o restaurantes, cuentan con sus carteles bien visibles, luminosos y llenos de colores. Por no mencionar todos esos pequeños servicios adicionales que prestan las oficinas de los bancos, las empresas de cambio de moneda, los cajeros automáticos, las máquinas de venta de bebidas y las tiendas de conveniencia.
Mercado en el centro de Argel.
Callejuela en la kasbah de Argel.
Lo de que muchas de las casas de la kasbah de Argel están a punto de caerse no es una frase hecha.
Cuando llegué a Argel, la capital del país, con 3,3 millones de habitantes, me topé de repente con la ausencia de casi todo lo anterior. Cierto que en el centro los establecimientos de hostelería abundan y tienen carteles, pero en las ciudades del interior los pocos que hay carecen de identificación. No vi en dos semanas un negocio de cambio de moneda y solo los hoteles que pertenecen a cadenas occidentales tienen rótulos en el exterior.
Aprendí esto último porque me había encaprichado con alojarme en el Hotel El Djazaïr, el antiguo St. George, uno de los mejores de Argel e, indudablemente, el de mayor peso histórico. Se han alojado en él desde Edith Piaf al Che Guevara, el Barón Rothschild y Simone de Beauvoir, y lo que le hace más atractivo es que, durante las campañas africanas de la II Guerra Mundial, se convirtió en el cuartel general aliado y acogió a Winston Churchill y al General Eisenhower, entre otros. Pues bien, mi BMW y yo pasamos tres veces por delante de la puerta sin darnos cuenta, porque no hay un solo cartel identificador.
Varios días más tarde hicimos exactamente lo mismo en El Oued, porque tampoco el inmenso Hotel La Gazelle d’Or tiene carteles en el exterior. Así que cuando llegué a Ghardaïa no busqué los carteles del Hotel Belvedere; en su lugar, recurrí a un sistema más antiguo: memoricé que “es el edificio de color como amarillo que hay al subir la cuesta del cerro que conduce al hospital y que está a continuación de la entrada de Urgencias”; así lo encontré a la primera.
Otra obviedad en la que caí una vez sobre el terreno es que un país sin turistas es un país sin tiendas de recuerdos. Personalmente esas tiendas no me gustan, nada, pero en ocasiones son el único lugar en donde comprar algo típico del país. Sin embargo, en Argelia no hay, y lo poco que compré lo encontré en el lugar más auténtico de todos, el mercado en el que los locales se aprovisionan de lo que necesitan. En el mercado de Ghardaïa encontré unas jarras de barro forradas de tejido de esparto, en las que los argelinos beben agua fresca, porque funcionan con el mismo principio termodinámico que los botijos: el tejido humedecido, al evaporarse, reduce la temperatura de la jarra, y ésta, al ser de arcilla y por ello porosa, permite también una evaporación que enfría el agua.
El mercado de Ghardaïa, otra manera de entender el concepto de centro comercial.
Una herramienta a la que los occidentales nos hemos acostumbrado para conseguir información cuando estamos en un lugar que no nos es habitual es Google Maps, con sus buscadores de servicios (gasolineras, restaurantes, farmacias, …) y los enlaces que nos permiten ampliar la información, conocer el horario de apertura, las opiniones de otros usuarios, cómo llegar, … Pero, claro, si no hay turistas, no se alimenta esa base de datos, por lo que deja de ser útil: los horarios que aparecen no son los reales o figuran negocios que han cerrado; por eso, tras los primeros fracasos, lo abandoné.
En el fondo, hay otro motivo detrás de esta característica de país sin turistas, y es que tampoco los argelinos consumen los servicios que demandan los turistas, ellos simplemente por falta de dinero. La renta per cápita en Argelia es la sexta parte de la española, por lo que pocos argelinos “salen” a bares, restaurantes y hoteles. En conclusión, si no hay turistas y los argelinos salen poco, más de un día pasé apuros para encontrar algo que comer o cenar.
La cumbre de estas peripecias la alcancé ya al final del viaje, en Orán. Tenía interés en visitar el Fuerte de Santa Cruz, una fortaleza militar construida por los españoles en el siglo XVI, cuando Orán era nuestra, para proteger tanto la misma ciudad como el puerto. Se asienta en lo alto del monte Murdjadjo, en el lado oeste de la bahía, con vistas espectaculares sobre Orán desde un lado y sobre Mazalquivir desde el otro. Guiándome por Google Maps, comprobé que podía llegar hasta las cercanías del Fuerte si subía en el teleférico de la ciudad hasta su parada final, ya en la parte alta del Murdjadjo y, siempre según Google Maps, caminaba unos quince minutos. Una vez que me bajé del teleférico, los dos primeros minutos del supuesto paseo fueron eso, un paseo. A partir de ahí, Maps me hizo bajar por un sendero solo para cabras situado una ladera reseca por la que no habría bajado ni en la bici de montaña, y me obligó a caminar por el borde de una carretera estrecha a pleno sol y sin cartel indicador alguno que me guiara. Al llegar al “Parking Santa Cruz”, con el Fuerte ya a la vista, Maps me guio hacia un camino pavimentado que arrancaba del aparcamiento en dirección al propio Fuerte y lo abordé convencido de que, a pesar del calor, ya estaba llegando. Unos cien metros más adelante, al pie de la muralla, el camino se terminaba, de repente, en medio de la ladera. Se me ocurrió entonces que, estando tan cerca y por no dar la vuelta, podía trepar por esa ladera, ya que la entrada al Fuerte no podía estar lejos. Cuando ayudándome con las manos llegué a lo alto del desnivel, vi no solo que no había manera de llegar al Fuerte; además, lo que tenía delante, o para ser más preciso, unos quinientos metros más abajo, al fondo del precipicio al que me asomaba, era la base militar de Mazalquivir.
Renegando de Google Maps y del Ministerio de Turismo de Argelia, si es que existe, deshice el ascenso y el camino interrumpido, y seguí caminando por el borde de la carretera estrecha hasta finalmente llegar al Fuerte de Santa Cruz. Lo visité pensando en cómo iba a regresar, en si sería inevitable otra media hora caminando al sol por la carretera estrecha para luego subir por la ladera reseca que no podría hacer en la bici de montaña. Y, sin embargo, cuando salí del Fuerte, desde un Renault Clio negro, viejo y sin identificaciones me dijeron “¿Taxi?”, y por unos pocos dinares me llevaron hasta la estación del teleférico.
Las impresionantes ruinas de Timgad, sin un solo visitante.
Orán frente al Mediterráneo, con el Fuerte de Santa Cruz en lo alto.
Más puentes de Constantina.
Estas anécdotas propias de un país sin turistas se dan, por contraste, en un lugar plagado de atractivos que deberían reunir a muchos visitantes. Me encantaron Argel y de Orán como réplicas estropeadas de París al borde del Mediterráneo; en definitiva, lo que se construyó en la época colonial, ajado por años de dejadez. Disfruté de esas avenidas flanqueadas por edificios señoriales, ahora con las fachadas dañadas por el tiempo, faltas de una mano de pintura. Me enamoré de la vista de Orán desde el bulevar, con el puerto y el mar a la derecha y las fachadas blancas asomándose al agua, con las avenidas a distintos niveles y el Fuerte de Santa Cruz vigilando al fondo; me recordaba a Mónaco, en versión dejada y empobrecida, habitado por enjambres de Dacia y Hyundai en lugar de por manadas de Ferrari y Lamborghini.
El impacto de la visita a las ruinas de Timgad se debió tanto a su enormidad como a la soledad del lugar. Asociamos un resto de gran valor histórico con el hecho de que haya una multitud visitándolo, y la ciudad romana de Timgad es inmensa en superficie y la visité completamente solo. He repasado las fotos y los vídeos de mi estancia, y nada más que aparecen dos vigilantes escondidos en busca de una sombra. Paseé con calma bajo el Arco de Trajano, recorrí los baños y me senté en el teatro, siempre solo y en silencio.
Qué decir de los cientos de kilómetros que la BMW y yo recorrimos por el desierto, de la agobiante sensación de vacío que genera cruzarlo, especialmente en moto. La calma tensa cuando uno se para en el arcén, no oye más que la propia respiración, y mientras se bebe agua y se hacen unas fotos, se mira de soslayo a la moto y se le pregunta: “¿Ahora vas a arrancar, verdad?”
Estaba igualmente vacío Beni Isguem, una de las cinco ciudades de la pentápolis de Ghardaïa, en el valle de M’Zab. Allí surgió la rama mozabita del Islam, una interpretación estricta, aunque no violenta del Corán, que se manifiesta de modo claro en la ciudad: los infieles no podemos quedarnos a dormir dentro de la muralla, solo podemos recorrer la ciudad con un guía local, las mujeres van cubiertas de tal modo que solo se les ve un ojo, no se puede fotografiar a las personas, … En todo mi recorrido por la ciudad de Beni Isguem no vi un occidental, solo paseábamos el guía y yo por calles tan estrechas que si pasaba un burro no cabíamos los tres, y sentía que estaba en otro momento de la historia.
En ese sentido, deambular por un país sin visitantes permite percibir la realidad sin distorsión alguna, no como en los lugares adaptados para ofrecer al viajero lo que espera. Lo entendí la noche en que salí a cenar en Timgad, y acabé en el único lugar que estaba abierto, un local con un interior mínimo y caluroso, con dos mesas en la acera frente a una pequeña barbacoa de carbón. El dueño, con un inglés atropellado y un despliegue de amabilidad, me enseñó todo lo poco que había disponible para cenar, y escogí sopa de garbanzos y brochetas de pollo. Mientras el pollo se cocinaba en la barbacoa y disfrutaba de la sopa, intensa hasta ser picante, muy especiada, recordándome a la harira marroquí, miraba a un taxista joven y gordo que lavaba su coche en la acera, frente a mí. Se había traído unos cubos de agua, y estaba dejando impecable su baqueteado Hyundai Atoz. Daba igual que yo imaginara al pequeño Hyundai con sus ruedas de juguete por las carreteras argelinas, o que hiciera mentalmente el abultado presupuesto de reparación de los muchos golpes y roces que tenía; para el taxista era su joya y su herramienta de trabajo, y quería presentárselo limpio a sus clientes. También el del restaurante estaba orgulloso de su trabajo y sonreía agradecido cuando elogié la sopa y me servía satisfecho las brochetas, que en su inglés básico no eran de pollo (“chicken”) sino de algo que sonaba a cocina (“kitchen”).
El Fuerte de San Gregorio visto desde el Fuerte de Santa Cruz; abajo, Orán y su puerto.
En el barco de ida y en el de vuelta mi moto era la única y no había más occidental que yo; en los muchos kilómetros recorridos a pie y en moto, no me topé con otro viajero ni con su vehículo. Y sin embargo, nunca me sentí mirado, nunca generé la menor atención. Me había acostumbrado a que, de un modo u otro, la condición de viajero me convierte en atención bien de los curiosos, bien de quien me quiere vender algo. En Argelia solo me ofrecieron sus servicios los que cambian divisas en el mercado negro, nunca un restaurante o una tienda. Era como ser un voyeur cuando lo que quería era mimetizarme, ser espectador alejado en lugar de cercano.
Le daba vueltas a esta extraña conclusión mientras cerraba el equipaje en el hotel de Orán. Preparé el billete del barco y el pasaporte lleno de sellos, y saqué del fondo de la bolsa de viaje las llaves de casa. Ya a bordo, desmonté la SIM de Djezzy del móvil y monté la del operador español, mientras le daba vueltas a lo cerca que está Argelia en lo geográfico y la distancia que nos separa en todo lo demás.
Argelia está ahí enfrente, a una noche de navegación desde Valencia o Almería, con un millón de razones para visitarla. Solo que no es un país turístico, casi ni abierto a Occidente. Quizá por eso me gusta tanto que este ha sido mi tercer viaje a Argelia, los tres en moto.
¿Cómo se mide la importancia, o el valor, o la intensidad de un viaje? Supongo que cada uno de los que lo miden tendrá sus parámetros. Mi primera referencia para calcularlo son las llaves de casa. A diario las llevo a mano, junto a los mandos de su alarma y del garaje. Si voy a hacer un viaje de varios días, ese conjunto de objetos deja de estar en un bolsillo y pasa al fondo del equipaje, y ese movimiento práctico me recuerda que nos los necesitaré, que estaré unos días lejos de casa.
La segunda de mis medidas del valor de un viaje está en el pasaporte, porque llevarlo encima quiere decir que he salido de los confines de esta Vieja Europa que cada vez se parece más a nuestra casa. Si además en el pasaporte se ha añadido un visado y un aduanero lo ha complementado con unos cuantos sellos, el viaje adopta ya una dimensión superior, la de adentrarse en un tipo de países alejado, no necesariamente en lo geográfico, de lo que llamamos casa.
Pues bien, ahora estoy varios escalones por encima de ese segundo nivel. En la pequeña mochila que tengo a mi lado hay un pasaporte con visado y sellos. También hay un permiso temporal de importación de vehículos, que le va a permitir a mi BMW pasearme por Argelia durante unos días, a contar desde esta mañana, cuando desembarcamos. Y también guardo en la mochila un seguro válido por un mes, porque por estas tierras los acuerdos internacionales sobre seguros de vehículos no son válidos, y hay que contratar uno al entrar en el país.
Además, mientras me tomo un “café noir”, intenso de verdad, en la terraza de un bar de Argel, frente a la orilla sur del Mediterráneo, he traspasado la barrera que define simbólicamente un viaje de verdad en nuestro mundo digitalizado: he extraído la tarjeta SIM española de mi teléfono móvil y he instalado una local que compré hace un rato en el puerto. El número de teléfono que habitualmente me relaciona con mi entorno está inactivo, y ahora hay otro número, temporal, que me sitúa en un lugar nuevo. Ya tengo la sensación de estar lejos de casa y, a la vez, de poder moverme con comodidad las próximas semanas.
La acogedora sala de espera del puerto de Valencia.
A punto de atracar en el puerto de Argel.
Parece que la narración de un viaje por Argelia no puede iniciarse sin contar anécdotas sucedidas en el cruce de la frontera, quizá sea porque es la primera peculiaridad que uno se encuentra al llegar a Argelia, la primera de muchas. Así que vamos con ello, destacando que esta vez esos ingredientes especiales arrancaron estando aun en España, en el puerto de Valencia. Se aguardaba para embarcar en una explanada cutre, un aparcamiento al aire libre con cubiertas de chapa metálica para dar una cierta sombra, y con unos baños provisionales al fondo. Ni comida ni bebida por las cercanías.
Después de más de una hora de espera se abrió la barrera que había al fondo del aparcamiento, y la Policía Portuaria nos permitió acceder, a los que cabíamos, en la siguiente zona, unos sesenta coches y mi moto. La única diferencia con el secarral anterior es que éste no tenía ni sombra ni baños.
Tras un sofocante rato ahí, pasamos a un muelle del puerto y tanto Balearia como la Policía Nacional y la Guardia Civil fueron rápidos, así que poco después mi BMW y yo embarcábamos en el Regina Baltica. Me sorprendió que no accediéramos a la bodega a través de la rampa habitual de popa, ancha y casi horizontal; en su lugar nos hicieron subir por un acceso lateral en la popa, estrecho y empinado, y al alcanzar la bodega un empleado cuyos gestos no entendía bien me hizo maniobrar para ascender por otra rampa a una plataforma superior donde nos aglomeraban a todos los coches que no llevaban baca y a la única moto que había a bordo.
Como era de suponer, esa entrada laberíntica provocó que, a la mañana siguiente, tras atracar en Argel, la bodega se convirtiera en un follón de bocinas, gritos, coches que maniobraban en los diferentes niveles y empleados dando órdenes que nadie seguía.
Un rato más tarde, con las dos ruedas y los dos pies ya en tierra firme y toda mi paciencia activada, inicié los trámites de la aduana. Mis anteriores experiencias en fronteras argelinas han merecido ser narradas aquí, y aun en 2025 el acceso al país, además del visado, requiere de una amplia carga burocrática. La preocupación por los trámites me daba vueltas por la cabeza en la media hora que pasé haciendo cola en una nave del puerto bajo, otra vez, un techo metálico, con el calor y la humedad del puerto agobiando. Cuando por fin me llegó el turno, el primer aduanero que me atendió revisó el pasaporte, el visado, la documentación de la moto y las reservas de los hoteles en que supuestamente me iba a alojar en la estancia, otro de los requisitos de acceso, y rellenó unos cuantos formularios.
Después de ese paso inicial avancé unos diez metros, lo necesario para que dos aduaneros comprobaran otra vez mi documentación y me permitieran avanzar hasta el lugar en el que el cuarto aduanero de la mañana me señaló, con precisión milimétrica, el lugar en el que debía aparcar la moto. Como su inglés y mi francés no tenían muchos puntos en común, solo entendí que la moto se quedaba allí, y que yo debía dirigirme a la colección de ventanillas ubicadas en contenedores de obra convertidos en oficinas para hacer no supe bien qué. Tras preguntar, esperar y volver a preguntar, otro aduanero cumplimentó más formularios, que incluían datos del pasaporte, del visado, de la documentación de la moto y hasta los nombres de mis padres. A estas alturas, la carpeta en la que guardaba la documentación del viaje había engordado a base de papeles, cartulinas y fotocopias, todos con muchas firmas y sellos.
Con todo bien guardado, y tras preguntar y repreguntar, deduje que debía volver a donde dejé la moto para llevarla a que registraran el equipaje. Y una vez que, tras un rato de charla, hacer como que lo registraban, y mirar por enésima vez el pasaporte volví a preguntar, fui incapaz de entender lo que me decían, pero arranqué la moto y me dirigí a donde apuntaban los dedos de los policías con los que había hablado. Solo que algo había entendido mal, porque después de bajar de la nave en la que estaba y llegar a la rotonda que indicaban, otro policía manoteaba mientras me gritaba que qué hacía y que a dónde iba. Paré, me disculpé, me fijé en a dónde apuntaba su nuevo gesto y cuando llegué encontré, qué alegría, un policía que sabía algo de inglés y además explicarse. No solo me dijo que ya había terminado el papeleo, además me guio hasta la oficina en que pude contratar el seguro de la moto.
Y aquí me sucedió algo que se fue repitiendo a lo largo del viaje. Como aun no había salido de la zona de aduanas, no había podido cambiar euros por dinares, de modo que pregunté al empleado de la oficina de seguros si podía pagar con tarjeta. A lo que me respondió que se había estropeado el terminal de pagos, pero que admitía euros en efectivo. No le di más importancia al hecho, ni siquiera cuando unos minutos más tarde me sucedió lo mismo mientras compraba una SIM local. Ni siquiera esa tarde entendí lo que sucedía, en pleno centro de Argel, al toparme con varios tipos que me ofrecían cambiar euros con una mejor cotización que en el mercado oficial: 220 dinares por cada euro, en lugar de 145.
Solo al día siguiente, cuando iba a pagar mi estancia nada menos que en el Hotel El Djazaïr, el antiguo St. George, y ¡también! falló el terminal de pagos, lo comprendí: en el momento de cobrar cualquier compra o servicio, los empleados de cualquier establecimiento fuerzan la situación para cobrar en euros en efectivo, los cambian luego en el mercado negro, ingresan la cantidad correcta en dinares en la contabilidad de su empresa, y se quedan con la diferencia.
Un área de servicio cualquiera.
Después de disfrutar de la carretera de los túneles de Constantina.
Ghardaïa de noche.
Ya con los papeles en regla y la SIM en marcha, mi BMW y yo iniciamos el curso de adaptación a la conducción argelina, otra peculiaridad a la que hay que acostumbrarse. En la primera clase del curso, nada más salir del puerto, aprendimos algo útil para todo el viaje: el asfalto brilla como si lo hubieran pulido y debe agarrar tirando a poco. La otra lección de la mañana, igualmente válida en toda Argelia, es que por aquí los semáforos, las señales y las líneas del suelo tienen un valor relativo, de modo que desconecté en mi mente el modo de conducción europeo, activé el de supervivencia y recorrí ya sin miedo el centro de Argel, lo mismo que a lo largo del viaje iba a callejear por ciudades como Constantina u Orán.
La tercera lección de conducción iba a llegar al día siguiente, en la inesperada autovía entre Argel y Constantina. Digo inesperada porque temía tener que cubrir esos casi cuatrocientos kilómetros por una carretera estrecha y en mal estado, y me topé con una formidable autovía de tres carriles. Eso sí, el asfalto seguía brillando, y yo no entendía ni las velocidades del resto de los vehículos ni el motivo de sus repentinos cambios de carril.
Como no tenía prisa, preferí rodar despacio y con prudencia, fijándome en los demás, hasta que entendí la mecánica de la conducción: en principio los camiones circulan por el carril derecho, los vehículos más ligeros por el central, y los que adelantan o tiene prisa por el izquierdo; hasta ahí todo claro. Pero cuando hay baches, y los del carril derecho suelen ser grandes; el camión que se acerca a ellos se cambia al carril central sin realizar indicación alguna, por lo que los que circulaban por el carril central pasan al izquierdo también sin avisar. Así de fácil.
Con la lección aprendida, pasé a rodar por la izquierda mientras miraba a los camiones de la derecha, y cuando les veía moverse sabía que en unos segundos alguien del carril central me cerraría el paso, y debía frenar con anticipación.
La última clase del curso de conducción fue la más dura, y llegó a ser físicamente dolorosa. Una característica del tráfico urbano de los países en desarrollo es el elevado número de atropellos en zonas urbanas: cada vez más tráfico y cada vez más rápido, frente a peatones que cruzan sin mirar y por cualquier parte. Como la solución no pasa, por falta de respeto a ambos, por instalar semáforos o pintar pasos de cebra, la alternativa suele ser construir barreras reductoras de velocidad, o guardias tumbados, o badenes, según como los llame cada uno. Solo que en Argelia, incluso en los pueblos más pequeños, parece que se les ha ido la mano tanto en la cantidad como en su perfil y su altura. De tal modo que mi moto, una trail con cierto recorrido de suspensión, necesitaba pasarlos en primera o como mucho en segunda. Por eso cada cruce de localidad se eternizaba, porque había que reducir hasta primera, salvar el obstáculo, acelerar hasta el siguiente badén con tiempo solo para poner segunda, reducir de nuevo, y así hasta salir del pueblo. Decenas de cruces como ese cada día terminaban produciendo dolor de espalda y molestias en las manos por la frenadas, además de reducir la velocidad media de cada desplazamiento.
Claro que peor lo pasaban otros, como los abundantes vehículos sencillos y pequeños, muchos de origen coreano, con minúsculas llantas de 13”, para las que los badenes eran casi escalones. O los camiones con remolque, en los que cuando el último eje del remolque salvaba un badén, el primero de la cabina casi había llegado al siguiente.
La parte bonita de Argel es realmente bonita.
Uno de los muchos puentes de Constantina.
Sin embargo, no todo fue negativo en la conducción, ni mucho menos. Al placer de rodar en moto por lugares desconocidos, solitarios y poco frecuentados, al disfrute de ser la única moto durante muchos días y miles de kilómetros, se une el atractivo de los paisajes únicos. Si tuviera que destacar tres momentos de placer al manillar está claro que uno de ellos sería callejear por Argel y Orán, una vez que había memorizado lo más básico de su trazado y me desenvolvía con soltura, aunque sin bajar la guardia, por calles y plazas. Seguía pendiente del brillo del asfalto y de la importancia solo relativa de los semáforos, pero qué agradable era moverse libremente por esos barrios afrancesados del centro, que siempre acaban asomándose al Mediterráneo. Otro momento fantástico y a la vez inesperado tuvo lugar en Constantina, conocida como la ciudad de los puentes, porque está construida entre colinas, valles y barrancos que se comunican con enormes puentes. Asomado a uno de los más grandes, el puente Sidi M’Cid, vi abajo una carretera que serpenteaba junto al río Rhummel y que entraba y salía de túneles excavados a pico en la roca. No tardé en localizar en Google Maps la manera de llegar hasta allí, y a la mañana siguiente pude rodar encajado entre la montaña y el precipicio, entre túneles y bajo el puente.
Y el tercer momento de placer el manillar fue el más largo e intenso, la sensación de cruzar cientos de kilómetros de desierto, esa “inmensa cantidad de absolutamente nada”, como lo definió un argentino, que produce a la vez deleite y agobio. Cada vez que me paraba para beber agua o hacer alguna foto, repetía la sensación de oír simplemente mi respiración y el susurro del viento, de no ver más seres vivos que algún camello ocasional o cabras solitarias, de sentirme integrado en la naturaleza y amenazado por ella.
Porque ciertas circunstancias me habían obligado a realizar el viaje un mes más tarde de lo que me hubiera gustado, ya bien adentrado Junio, con lo que supone de mucho calor. Seco salvo en la costa, pero con intensidad cruel incluso en la noche. Aunque intenté evitarlo iniciando los recorridos más temprano, la barrera de los treinta grados se saltaba ya a las nueve de la mañana, poco después pasaba la de los 35º, y de ahí no se bajaba hasta el anochecer. Esas temperaturas, con la ropa de moto con protecciones, más casco y guantes, me obligaba en los peores días a parar como mucho cada 60 kilómetros para beber. Llegué a aficionarme a unos batidos de frutas con leche, fáciles de encontrar en cada pueblo, a la venta en botellas de medio litro, que me bebía de un trago. Y curiosamente el peor momento de calor lo viví ya llegando al final del viaje, en los kilómetros previos a alcanzar Orán. Debía acercarse el mediodía, rodaba por una autovía con tráfico denso y desordenado que me obligaba a estar atento, cruzando una especie de polígono industrial infinito plagado de concesionarios de automóviles, unos abiertos y prósperos y otros cerrados y sucios; el termómetro de la moto decía que su motor aguantaba pero el ambiente estaba a 41ºC, y yo me cocía dentro de mi ropa protectora. Aguanté como pude, sudando por dentro, hasta que de repente, con los primeros edificios de la ciudad a la vista, el efecto del mar hizo bajar la temperatura unos diez grados.
A estas alturas, ¿hay alguna posibilidad de hacer viajes diferentes? Sí, claro, desplazándose en moto, en solitario, por Marruecos, y sin herramientas digitales. Lo he puesto en práctica y el resultado han sido nueve días intensos, disfrutando y padeciendo carreteras, paisajes y ciudades.
Sentado frente a un “tajine” de pollo en el Grand Socco de Tánger, recapitulo sobre el primer día de viaje. Había salido de casa antes del amanecer, con el objetivo de llegar al puerto de Tarifa a tiempo para abordar el barco que zarpa a las 17:00 h. Y conseguí plantarme en el puerto a las 14:40 h, eso sí, sin comer y con dolores en los hombros y los brazos en el último tercio del viaje. La posición erguida de las motos trail viajeras y el haber perdido la costumbre de los viajes largos en moto me hicieron pagar ese peaje de incomodidad. A cambio, y gracias al más que amable empleado de la naviera FRS, modificamos las tarjetas de embarque y subí al barco de las 15:00 h. Una hora más tarde, que por el cambio de hora con Marruecos eran de nuevo las 15:00 h, mi moto y yo salimos de la bodega del barco, y bajamos la rampa de popa para toparnos, una vez más, con la realidad de la burocracia africana: el policía de aduanas que me había atendido a bordo se olvidó de poner un sello, yo no me había dado cuenta, y el policía del puerto no nos dejaba pasar. La solución pasó por subir la rampa del barco, dejar la BMW en la bodega, localizar un policía a bordo, conseguir el sello que faltaba, volver a la bodega, bajar de nuevo la rampa y, con los papeles ya en regla y los pasajeros del viaje de regreso ya embarcando, entrar en Tánger.
Mi moto tiene una pantalla digital que, mediante una conexión Bluetooth, se comunica con el teléfono móvil, en el que está descargada la aplicación de BMW, que incorpora un programa de navegación. Como había decidido que este iba a ser un viaje analógico, en lugar de limitarme a seguir la flecha del navegador durante nueve días, hice otra cosa. Mi mochila cargaba con un ejemplar en papel del mapa Michelin 742 y una edición también en papel de la guía Lonely Planet de Marruecos, que incluye un pequeño plano del centro de Tánger, D
urante el trayecto en el barco localicé las ubicaciones del puerto y del hotel en el que había hecho una reserva. Mi cerebro tiene una función de orientación y otra de memoria, que se comunican entre sí; con la primera estudié el recorrido, incluyendo algunos puntos intermedios, y guardé esos datos en la segunda función de mi cerebro. Y de ese modo tan natural, la moto cargada y yo nos sumergimos en el tráfico de Tánger, que sigue siendo el tradicional de Marruecos, aunque en versión modernizada.
Un viajero veterano me había prevenido sobre el asfalto marroquí de la zona: brillante, gris claro por desgastado, lo que significa poco agarre. Solo que iba tan concentrado en no perderme en mis primeros minutos por Tánger que, cuando encontré justo la calle que subía del paseo marítimo al bulevar Pasteur, y abrí gas sin darme cuenta de que había un charco, aprendí una lección que me iba a venir muy bien para el resto del viaje. No, no me caí, pero por un instante cada rueda de la moto y mi intención apuntaban a un lado, y cuando entre el control de tracción y mi subconsciente unificaron el criterio de los tres, tenía claro que en los próximos días el tacto de mi mano derecha debía ser tan delicado como el de un neurocirujano.
Paseando por la ciudad vi algunas novedades que me sorprendieron, por lo que suponen de cambios no necesariamente a mejor. Hay numerosos repartidores de Glovo, en las paradas de taxis los Dacia han desbancado en proporción a los Mercedes de la Serie W123, y la custodia del Consulado de Francia ya no está a cargo de un respetable Toyota Land Cruiser, porque su puesto lo ocupa ahora un Dacia Sandero.
Daba vueltas a estos cambios buscando un lugar donde cenar, y me topé con establecimientos que ofrecían pizza, kebab, wok, hamburguesa, sándwich, tacos, shawarma, panini, … es decir, variedades gastronómicas de casi todo el mundo, menos de Marruecos. Huí de la zona por la que caminaba, construida en la época de mayor influencia francesa, y acabé junto a la medina, en la terraza de un local llamado “Restaurant Populaire”. Y ahora, disfrutando del tajine de pollo veo pasar una cantidad sorprendente de vehículos de las diversas tallas de Range Rover, intercalados con muchos Mercedes AMG, y cuando estoy punto de maldecir contra la globalización por la pérdida de identidad que implica, me doy cuenta de varias cosas. En primer lugar, el garito en el que ceno luce su nombre en francés, el idioma de una de las metrópolis que ha tenido el territorio. Se ubica en la plaza que antiguamente albergaba el mercado más importante de la ciudad, por lo que se llama “Grand Socco”, del francés “grande” y del árabe “mercado”, que son algunas de las culturas que ocuparon la zona. Y lo que disfruto, el tajine, es un plato típico bereber, los habitantes originales de la zona. En conclusión, que lo de invadir y mezclar culturas e idiomas, empezó mucho antes del siglo XXI.
Dedico la mañana siguiente a seguir buscando esas combinaciones culturales. Los Estados Unidos de América existen como país independiente desde 1776; solo un año más tarde, Mohamed Ben Abdallah, entonces Sultán de Marruecos, firmó un acuerdo con el recién nacido país, lo que supone su primer reconocimiento como país independiente Nueve años más tarde sellaron un Tratado de Paz y Amistad, el más antiguo en la historia de los EE.UU. que no se ha roto. Para aprovechar las posibilidades que ofrecía el acuerdo, los estadounidenses abrieron una legación en Tánger, que a día de hoy se mantiene abierta como museo y centro cultural. La sensación en el interior del edificio es de mansión en el sur profundo de los Estados Unidos, y hay que salir a los patios o asomarse por las ventanas para recordar que uno sigue en la medina de Tánger.
Durante la 2ª Guerra Mundial, el carácter de ciudad internacional y su posición en el mapa convirtió a Tánger en eso que alguien con pocas ganas de inventar metáforas nuevas llamaría “nido de espías”. Y por supuesto la O.S.S (Oficina de Estudios Estratégicos, bonito eufemismo), que luego cambió su nombre a CIA, tenía un agente en la ciudad que trabajaba en la legación. Se llamaba William Eddy, era un hijo de misioneros que había nacido en Siria en 1896, por lo que hablaba árabe, y combatió en la 1ª Guerra Mundial en los marines. Al estallar la segunda volvió al ejército, y en Junio de 1942 utilizaba la cobertura de agregado naval en el consulado de Tánger. En realidad, trabajaba en un cuarto oculto tras una falsa puerta, que ahora se puede visitar, donde se escondía su equipo de comunicaciones. Desde allí ayudó a coordinar el desembarco aliado en marruecos que bajo el nombre de “Operation Torch” terminó expulsando al Afrika Korps del Magreb. La portada del San Francisco Chronicle del 8 de Noviembre de 1942 lo dejaba bien claro: “Los yankees invaden el norte de Africa”.
Atravieso a pocos metros de la legación la lonja de pescado, que generaría taquicardia en un inspector de sanidad, y acabo paseando por el jardín que rodea la pequeña iglesia de St. Andrews, la que construyeron los ingleses para dar servicio religioso a los europeos residentes, y que celebra ceremonias católicas, protestantes, musulmanas y judías en la misma capilla.
El jardín es también cementerio, y me llaman la atención cinco lápidas colocadas en línea, las de la tripulación completa de un avión que se estrelló en la zona el 31 de Enero de 1945; el más joven de los caídos tenía 19 años, el más mayor 21. Ahora que en nuestro desnortado Occidente hablamos con algo de miedo de la generación de cristal, sorprende recordar cómo hace ochenta años, los jóvenes pilotaban bombarderos y daban la vida por sus principios.
Miro alrededor a los jóvenes tangerinos de la actualidad, y detecto evoluciones diferentes entre ellos y ellas. Por el lado masculino, la chilaba prácticamente ha desaparecido; es más, el aspecto de muchos se etiquetaría como moderno en Europa: barbas cuidadas, peinados casi esculpidos, pantalones ajustados, músculos de gimnasio, gafas de espejo, zapatillas de colores, y el largo etcétera que define a un moderno. Sin embargo, me inquieta que la vertiente femenina no haga lo mismo: hay mucha cabeza cubierta con pañuelos, bastantes caras ocultas, y hasta atuendos desagradablemente cercanos al hijab o incluso al burka.
Con todo, lo más sorprendente es que estos extremos se juntan: hay numerosas parejas formadas por señor moderno y señora con hijab, lo que suprime toda modernidad en el varón.
Admito que también veo a señoras espléndidas que se lucen con ropa ajustada y maquillaje. Como ciudadano del sur de Europa, y sabiendo de lo que son capaces los integristas, espero que sean mayoría en el futuro las señoras occidentalizadas que eduquen a sus hijos en esos valores.
Por los condicionantes de mi viaje analógico, había memorizado que iba a realizar el recorrido de Tánger a Tetuán por la carretera N16, la que va por la costa del Atlántico al estrecho de Gibraltar, luego a Ceuta y, finalmente, por el Mediterráneo hasta Tetuán. Solo que descubrí que en las señales de las carreteras marroquíes nunca pone el nombre de la carretera, algo común en Europa. Este detalle añadió interés a un recorrido con curvas impensablemente cerradas, pendientes exageradas y asfalto brillante, de ese que da mala espina. En todo caso, poco después mi BMW y yo entrábamos en la antigua capital del Protectorado español, que por eso y por no ser turística, tiene un aspecto muy diferente al de Tánger. Por ejemplo, si no hay turistas no hay tiendas ni restaurantes para turistas, de modo que me dejo llevar por la medina hasta un lugar en el que no veo más que tetuaníes, y me siento a comer un formidable guiso de sardinas, tomates y patatas. Miro a mi alrededor y confirmo encantado que soy el único extranjero, el único occidental. Ya inmerso en el ambiente y con la tripa llena, paseo por entre los puestos, que al no recibir turistas venden solo productos para la población local. Los vendedores charlan relajados, sin presionarme para que les compre, sonríen, hablan en español. Cuando no puedo resistir la tentación compro unas preciosas babuchas después de, claro, mucha charla y bastante negociación.
En un puesto callejero me hago con un dulce y la dependienta, una adolescente hija de la panadera, no sabe cómo tratar a un extranjero, además hombre, que compra lo que un marroquí: azorada, pide ayuda a su madre, la que en definitiva me sonríe y me cobra.
Seguimos con las mezclas culturales: cuando esa noche llego al hotel, veo que el recepcionista mira embobado en la pantalla del televisor un partido de la liga francesa de fútbol entre el Paris St. Germain y el Niza. Como no habla francés, se ha conectado a una web siria, y así escucha los comentarios en árabe.
También de Tetuán a Chefchaouen iba a seguir la N16, la carretera de la costa, pero la peculiar señalización me lleva por la N2, la principal, que discurre por el interior. Los primeros kilómetros son de autovía, aunque con asfalto de escaso agarre. Poco más tarde se inician tramos de obras con la maquinaria al borde la calzada, tramos sin asfaltar, animales cruzando, … todo lo necesario para que no me aburra. En una zona decente entre dos de obras consigo por fin adelantar a un camión lento y, al rebasarlo, veo que ruedo nada menos que en cuarta a casi 90 km/h; comparado con el ritmo que llevaba me parece rápido y hasta peligroso, y en ese momento me pasa una furgoneta a más de 120 km/h.
Huyendo de todo esto decido desviarme por una carretera estrecha y recomendada, la que en paralelo al oued Laou baja entre desfiladeros hasta el pequeño pueblo costero de Et-Tlete-de-Oued-Laou. El nombre abulta más que el pueblo, pero la carretera es una delicia, casi cincuenta kilómetros exclusivamente de segunda y tercera, entre cortados, barrancos y cerros. Para aderezar el recorrido a mitad de camino, en Es-Sebt-de-Saïd hay mercado, lo que quiere decir que no hay carriles, prioridades ni normas: motos, coches, furgonetas, camiones, burros y peatones nos mezclamos en la calle central, buscando cada uno el hueco ajustado a su tamaño para salir cuanto antes de allí. La ventaja de la moto en estas circunstancias es que necesita tan poco hueco como un burro y acelera más.
El viaje había empezado en Tánger, una ciudad costera y cosmopolita, y continuó por Tetuán, en el interior, españolizada y poco visitada. Chefchaouen mezcla esos adjetivos, porque está en las montañas y lejos de la costa, y por recibir turismo de todo el mundo tira a cosmopolita sin olvidar que estuvo cerrada a nosotros, los infieles, hasta no hace tanto en términos históricos, y quienes se atrevían a entrar eran ajusticiados. Charles de Foucauld dice que fue el primero en entrar y además salió en Julio de 1883, pero no hay pruebas que lo confirmen. El que sí lo hizo de verdad y lo contó fue Walter Harris, corresponsal del Times de Londres en Tánger, ya en 1888.
Sin embargo, ahora se recibe a los visitantes y a sus divisas con los brazos abiertos en los muchos restaurantes y las incontables tiendas de recuerdos de la ciudad que más parece, al menos en su cogollo central pintado de azul, una mezcla de parque temático y centro comercial abierto.
Bien cenado y mejor dormido arranco el día siguiente con uno de los objetivos duros del viaje, que me va a garantizar muchas horas de moto. Salgo de Chefchaouen en dirección este por la N2 para darme un atracón de curvas cruzando las montañas del Rif en dirección a Ketama. El inicio de esos casi cien kilómetros es formidable, con paisajes espectaculares entre barrancos infinitos, zonas de obras, asfalto como una alfombra arrugada y algún conductor de furgoneta con pocas ganas de llegar a viejo. Solo que doce km. después de Ketama tomo el desvío a Es-Sebt y el mundo parece cambiar. La temperatura baja a 18ºC, una niebla hecha de trozos, como de soplidos de dragón, ciega a ratos la carretera que sigue colgada de las montañas. Paso el recorrido completo sin ver un europeo en ningún medio de transporte, y casi ningún local. El estado del asfalto y el exceso de curvas hacen que me empiecen a doler los hombros cuando giro para tomar la N16 en busca de algo que parece sencillo: ver el Peñón de Vélez de la Gomera, esa roca territorio español desde que en 1508 Pedro Navarro, almirante castellano, decidió tomarlo porque era refugio de piratas marroquíes que asaltaban naves españolas.
Como aclaré al principio, este es un viaje analógico, y ni el mapa Michelin 742 ni la guía Lonely Planet aclaraban cómo llegar al peñón. Tiro primero de intuición y llego a Cala Idris, poco más que una playa y un embarcadero, donde no había rastro de peñón alguno. Desando el camino, llego a Torres de Alcalá (sí, ese es su nombre, en español), y no solo no encuentro el peñón después de callejear pesadamente con la BMW cargada; además me doy cuenta en primer lugar de que los cerros llegan hasta la costa, lo que me impide ver la línea litoral e intuir la ubicación del peñón, y además de que en la zona no se habla otro idioma que no sea el árabe. De nuevo en la N16 pregunto en una gasolinera y confirmo lo del idioma mientras compruebo las dificultades de los locales para interpretar un mapa. Lo único que saco de la charla entre surtidores es algo que me recuerda a la palabra “peñón” que se pronuncia mientras un dedo apunta a la N16 en dirección este. Otra vez a rodar, con mi sentido de la orientación echando humo aunque sin sacar conclusiones.
Cuando llego a un pueblo llamado Rouadi, que ni aparece en mi mapa, me detengo de nuevo con la sensación de que me he debido dejar atrás un desvío a la izquierda que no he visto. Me acerco a un tipo joven que pasa cerca, con la esperanza de que tengamos algún idioma en común, y resulta ser otro que no habla más que árabe. Sin embargo, parece que entiende lo que le pregunto, y me responde algo que me suena a “Plage Badis”, mientras señala el centro del pueblo y me indica hacia la derecha, que es el Norte. Entonces recuerdo que el Peñón de Vélez de la Gomera se encuentra cerca de una aldea llamada Badis o Bades, y que a lo mejor lo que me está queriendo decir el joven es que del centro de Rouadi parte la carretera que me puede llevar a Badis o Bades y su playa y, con ello, al peñón.
Asumo el riesgo, doy media vuelta, tomo la supuesta carretera a la playa, que tampoco aparece en mi mapa, y serpenteo por un paisaje entre desértico y apocalíptico, de cerros cubiertos por monte bajo y una cinta de asfalto estrecha y sin arcén que se despereza entre ellos. Al rodar sin ver el horizonte solo sé que sigo más o menos con rumbo Norte, es decir, hacia el mar, aunque no lo veo hasta que, de repente, a los 17 kilómetros, la carretera desaparece, avanzo como puedo por una pista de tierra con piedra suelta, llego a una playa fea y sucia, y me topo con el Peñón de Vélez de la Gomera.
Hasta 1930 era un islote a unos metros de tierra; ese año un terremoto hizo aflorar una lengua de tierra hasta entonces sumergida, y el islote se convirtió en península. Esa lengua de tierra mide 85 metros de anchura, lo que la convierte en la frontera más estrecha, además de ser una de las más jóvenes, del mundo. Para rematar la peculiaridad del lugar, es una frontera no operativa, no se puede cruzar: el peñón es zona militar, y no hay tránsito en ningún sentido.
Urbanísticamente, Alhucemas es una ciudad única, porque no tiene la estructura habitual de las ciudades marroquíes, de medina central con calles estrechas y tortuosas, rodeada de una zona de crecimiento de la época del protectorado o de la colonial, con edificios altos en avenidas rectas, y el motivo está en su origen. La zona fue habitada intermitentemente desde antiguo, y era conocida por la presencia de plantas de lavanda, “al-hoceima” en árabe. Las playas circundantes se escogieron como ideales para el primer desembarco aeronaval de la historia, la operación franco-española que tuvo lugar el 8 de Septiembre de 1925, y que determinó el final de la guerra de Marruecos.
Días después del desembarco se decidió que, en la playa situada al este y protegida por farallones, se construyera un poblado civil para acoger a los paisanos que por motivos profesionales seguían a las tropas. El poblado recibió el nombre de Cala Quemado, que es a día de hoy el topónimo de la playa.
Con su crecimiento, Cala Quemado ocupó la llanura superior, y Alfonso XIII decidió en 1927 llamar a esa ciudad Villa Sanjurjo, en honor al general que había dirigido el desembarco. Durante la república el nombre cambió a Villa Alhucemas, para pasar a denominarse, tras la independencia de Marruecos, al-Hoceima en árabe y Alhucemas en español.
Hoy en día, Alhucemas mezcla, aun siendo una ciudad joven, detalles antiguos y actuales, como una gasolinera Shell del protectorado, con hoteles de cadenas europeas; bares en los que grupos de hombre discuten pausadamente frente a cafés muy cargados, con locales solo para mujeres. En la playa de Cala Quemado ellas no se bañan, se limitan a tomar el sol sin despojarse de ninguna prenda, mientras ellos chapotean luciendo bañadores occidentales. En uno de esos bares en los que solo hay hombres, el Café Belle Vue, cerca de la plaza de Mohamed VI, capto una conversación en alemán: unos de los que hablan es un viajero alemán (debemos ser solo dos los europeos que nos hemos dejado caer por la zona), los otros tres son marroquíes que vivieron en Alemania, donde aprendieron el idioma, y han regresado a su país. Y en el ascensor del hotel coincido con una mujer con vestimenta y aspecto locales, que me habla en inglés y me dice que es de los Países Bajos, con la altanería con la que algunos originarios del Norte de Europa nos hablan a los del Sur.
De Alhucemas a Melilla mi BMW y yo nos deslizamos por la carretera de la costa, con el Mediterráneo a la izquierda, y cerros y desmontes a la derecha. A ratos el recorrido se hace pesado y hasta peligroso no por las obras en sí, sino por la ausencia de señalización y de desvíos. Nunca he pasado tan cerca de excavadoras en movimiento, y menos aún mientras cargaban camiones; nunca he visto tantas Caterpillar en tan pocos kilómetros.
Llego al puesto fronterizo de Beni Enzar preocupado por lo que me pueda encontrar, son muchos meses de noticias preocupantes sobre la frontera de Melilla, y me temo que pase horas de colas y papeleos para entrar en España. Me fijo en la hora al detenerme ante el primer policía marroquí que me pide la documentación y miro al frente: no hay nadie, en el sentido más estricto del término, ni un solo viajero en todo el puesto fronterizo. Tan “nadie” que veo claramente, en fila, los policías de los dos países ante los que me tocará pararme y las cabinas en las que entregaré documentos. Solo dieciséis minutos después de llegar, me dice “Puede pasar” el último policía; pongo primera junto a una bandera española y decido que la mejor manera de cerrar este viaje es disfrutando de un pescado a la parrilla y de una Cruzcampo en un chiringuito de la playa de Melilla. Misión cumplida.
La
carretera N2 de Mauritania comunica la capital, Nouakchott, con Rosso, ya en la
orilla del río Senegal y en la frontera con el país del mismo nombre, y marca
la transición del desierto al sahel, que es como se llama la sabana de
Africa Occidental. Los alrededores de Nouakchott mantienen el aspecto muchas
veces de erg, el desierto de dunas,
otras de hamada, las llanuras
pedregosas, con acacias espinosas bajas y dispersas, y manadas de camellos,
cabras y burros. Unos kilómetros más adelante sobresaltaba darse cuenta de que,
sobre las dunas de arena rojiza, ya crecía algo de monte bajo, y las acacias
eran mayores y más abundantes. Luego se veía una vaca. Más tarde manadas
enteras pastando entre los matojos que crecían sobre la arena, y hasta un
pájaro. Ya cuando se sentía la presencia verde y húmeda del río Senegal,
estallaba una tormenta de vida y color: vacas de cuernos largos, grupos de
facoceros, bandadas de pájaros, manglares, arrozales, humedales. Nuestros ojos
se sorprendían después de diez días por la mitad norte de Mauritania,
acostumbrados a los ocres, tostados, rojizos y a las piedras calcinadas, paisajes
en los que los pocos animales uniformizaban sus colores. Ahora destelleaban
distintos tonos de verdes, y hasta el azul de las aguas del río Senegal,
paralelo al cual corría la pista que habíamos tomado. Las personas se
contagiaban de este esplendor de vida, y el vestuario era un arrebato de
colores en los estampados, algo más discreto en ellos, explosivo en ellas, y en
el brillo de su piel, y en su sonrisa. Y al ver sonrisas francas respondiendo a
cada saludo, me daba cuenta de que en Mauritania apenas se sonreía, quizá para
seguir la línea de un entorno seco, adusto e inexpresivo.
Con el fin de evitar
la atestada frontera de Rosso y el conflictivo transbordador del río Senegal,
optamos por tomar la pista que bordea la orilla del río y cruza en su
desembocadura en Diama, donde está la presa que regula el caudal del agua
empleada en los regadíos, y la central hidroeléctrica que abastece de energía
tanto a Mauritania como a Senegal, desde Nouakchott hasta Saint Louis.
Alcanzamos el puesto fronterizo cuando el sol empezaba a caer a nuestra
derecha, del lado del Atlántico. Frente a nosotros, las ya conocidas barracas,
una de Aduanas y otra de Policía, y el ceremonial de pasaportes, “carte
grisse”, sellos, algún soborno discreto, caligrafía colonial en grandes
cuadernos de contable antiguo, oficinas decrépitas que son también cocina,
salón y dormitorio, mucho “oui, monsieur” y bastante “merci beaucoup”. Cruzamos
la presa, salimos de Mauritania y alcanzamos lo previsto como el mayor escollo del
viaje: la entrada en Senegal.
A lo
largo del mucho tiempo dedicado a la organización de este viaje se plantearon
diversas dificultades, y hasta llegaron momentos en los que lo más adecuado
parecía dejar de lado nuestras ideas de viajes africanos. Al principio, la
elección del recorrido se hizo por eliminación, al descartar los países o zonas
de visita poco recomendable por lo arriesgado, como Argelia, Costa de Marfil,
Liberia, Sierra Leona, el norte de Malí, o la Casamange en el sur del Senegal.
Después de establecido un recorrido y, cuando el plan estaba avanzado, un
intento de golpe de estado en Mauritania cerró las fronteras del país y nos
invitó a limitar el ámbito del viaje a Marruecos. Meses más tarde, supimos a
través de la Embajada española en Nouakchott que no había motivo alguno para
evitar la visita, y reanudamos los planes. Sin embargo el mayor escollo nos
esperaba más al sur. Hacía tiempo que algún africano y bastantes europeos
practicaban un curioso negocio en el Africa francófona, de Argelia a Senegal,
pasando por Marruecos, Mauritania y aun otros países. Compraban en Europa
vehículos de cierta edad, como Peugeot 505, Renault 18 y 21, Mercedes Clase E
de cuando no se llamaban Clase E, Land Cruisers y Monteros veteranos,
furgonetas, camioncitos, … A continuación viajaban hasta esos países
conduciéndolos, los vendían, y con el margen se pagaban unos días de vacaciones
y el billete de regreso a casa. El beneficio no daba para montarlo como negocio
a gran escala, pero sí para que se realizara con cierta frecuencia. El
perjudicado era el sector local de la venta de vehículos y el Gobierno, que veían
a los clientes de estos países pobres decidirse por la compra de antiguallas a
precio razonable, antes que por la adquisición de vehículos nuevos duramente
gravados con impuestos.
Con el
fin de proteger este sector y de cobrar impuestos, el Gobierno senegalés
prohibió desde mediados del año 2003 la entrada de vehículos de más de cinco
años, salvo que existiera constancia de su permanencia temporal en el país.
Esta constancia se expresaba, aparentemente, en una autorización de admisión
temporal emitida por la Dirección de Estudios y Legislación de la Dirección
General de Aduanas del Ministerio de Economía y Finanzas de la República de
Senegal. O al menos eso es lo que ponía en el encabezamiento del papel que
tanto trabajo nos costó conseguir, porque dada la veteranía de nuestros coches
nos era imprescindible. Fueron largos cruces de faxes, correos electrónicos sin
respuesta, y conversaciones telefónicas en idiomas mezclados, que arrojaron
como resultado final ese documento que guardábamos como oro en paño, con la
firma al pie del director de todo eso que cité antes. No resultó fácil
obtenerlo, ya que si es difícil juntar en una misma frase las palabras “Africa”
y “organización”, ya es para nota lidiar con la burocracia africana. Al final
nos llegó el documento y con él en el bolsillo y una sonrisa optimista,
cruzamos el río Senegal por la presa de Diama, alcanzamos su orilla sur y con
ello el otro lado de la frontera.
El
oficial de la aduana era un negro alto, joven, delgado y barbilampiño, de
uniforme verde oscuro y unas enormes gafas de pasta que habían pasado de moda
antes de que él naciera. Nos había recibido en la caseta de ladrillo que
actuaba como oficina de aduanas, miró y remiró la autorización con minuciosidad
de entomólogo, y con frialdad distante dijo que no podíamos pasar con los
coches. Tirar la toalla a mitad de un viaje es lo último que se puede hacer, y
perder la esperanza lo penúltimo, así que empezamos a apretar. La primera
respuesta fue no, y la segunda que telefoneáramos a su jefe en Saint Louis, de
modo que le pedimos el número y lo hicimos. Hablamos con el jefe, el oficial de
la aduana también lo hizo, y el resultado fue negativo de nuevo. Cerca de las
casetas entre las que se desarrollaba este rifirrafe burocrático había varios
coches de matrícula europea, más de cinco años de edad y aspecto de haber
quedado varados en una tormenta legal, lo que nos daba muy mala espina. Parecía
que no quedaban posibilidades, pero uno de los aduaneros comentó que si íbamos
a Saint Louis a ver personalmente al jefe, era casi seguro que nos dejarían pasar.
Decidimos entonces que Ahmed, el guía mauritano que nos acompañaba, iría hasta
la ciudad a hacer un intento más en su Toyota Hilux, que con menos de cinco
años podía pasar la frontera sin pegas. La otra posibilidad era probar a la
mañana siguiente en la frontera de Rosso, quizá más benevolente por su
concurrencia, ¡o resignarse y volver conduciendo hasta Madrid! Más de cuatro
mil kilómetros de aburridísima conducción por la ruta más corta y con el rabo
entre las piernas me parecía un final triste para un viaje en el que habíamos
puesto mucha ilusión. Ahmed se puso manos a la obra, con el sellado de pasaportes
y la contratación de su seguro para el coche, ya que tampoco Senegal participa
de los acuerdos internacionales sobre seguros de vehículos.
Una vez
que el Hilux pasó la barrera y sus luces rojas se perdieron en la carretera que
se internaba en el país, me sentí cansado. Ya había anochecido, el calor húmedo
comenzaba a agobiar, y los mosquitos parecían deleitarse con nuestra sangre
europea, por lo que me refugié en el coche. Cerré la puerta, subí las
ventanillas, y entonces me fijé en lo que me rodeaba. A la izquierda, la caseta
de las Aduanas senegalesas. A la derecha, la de la policía senegalesa. Delante,
una barrera metálica, muy cerrada. Detrás de ésta, tres farolas iluminaban a
medias el inicio de la red de carreteras de Senegal. Al fondo, una cabaña con
techo de paja y muchos carteles de Coca Cola era el primer establecimiento
hostelero del país en el que queríamos entrar. No se veía nada más, con las ventanillas
subidas hacía mucho calor dentro del Land Cruiser y me quedé dormido.
Al despertarme,
y con los ojos ya adaptados a la oscuridad, veía luces entre los árboles, oía voces
que debían venir de un poblado cercano, policías que se movían entre las
casetas, y pasó un grupo de personas seguido por un mono. Salí del coche para hacer
entre los árboles lo que se suele hacer entre los árboles, y noté que el viento
fresco que se había levantado alejaba los mosquitos, y que las voces que
llegaban del poblado sonaban alegres. Un rato después llegó el papel que nos
faltaba, y reanudamos los intentos para salir de Mauritania y entrar en
Senegal.
Conseguir
el sí del responsable en Saint Louis no suponía automáticamente la entrada en
el país; era imprescindible soportar antes el purgatorio burocrático. Empecé
por la caseta de la aduana, y me encontré en ella, a solas, con el oficial que
nos había negado la entrada unas horas antes. Había ido a un poblado cercano,
donde probablemente vivía, a romper el ayuno del Ramadán, y a su regreso había
cambiado el uniforme verde oscuro por una ropa occidental oscura también.
Mantenía sus descomunales gafas de pasta, como de azafata del «Un, Dos,
Tres», su mirada escrutadora, y escribía sobre un gran cuaderno con la
misma caligrafía de escuela colonial de sus colegas del resto de Africa. Le
miraba en silencio, no quería turbar su ensimismamiento y reavivar con ello el
incidente fronterizo, por lo que se me iban los ojos al ruidoso televisor que
había colocado cobre un taburete y en el que la RTS, la Radiodifussion
Télévision Sénégalaise emitía un programa de música de los años 50 y 60. Tenía
ante mí dos consecuencias de la interacción entre blancos y negros. En vivo, el
senegalés educado con el estilo de la metrópoli practicando una adaptación de la
burocracia occidental. En la pantalla del televisor, la música de los negros de
esta zona que fueron esclavizados y mezclaron su cultura en los Estados Unidos
con los instrumentos musicales de los blancos.
Tras
esta escena, y una vez sellados los pasaportes en la caseta de Policía, nos
quedaba el seguro. En Europa sería impensable contratar un seguro un sábado por
la noche en medio del campo. Pero esto era Africa: en un poblado cercano, una
mujer extendía las pólizas de seguro en su propia casa, a cualquier hora. Hasta
allí nos dirigimos por una pista rapidísima, franqueamos un obstáculo que haría
volcar a cualquier incauto, y nos presentamos en su casa. Da igual que la mujer
estuviese durmiendo; salió del interior en bata y nos cumplimentó los
formularios del seguro en el porche, junto a un grupo de jóvenes que escuchaban
embobados la música de Bob Marley a un volumen tal que se debía oír en Camerún.
Volvimos a la frontera, mostramos una vez más los papeles, y la barrera se
levantó ante el morro de nuestros coches. Estábamos en Senegal.
m Grid 3 Accen
El Rallye Dakar se ha convertido en una leyenda de tal
calado que, aunque no pase por la ciudad de Dakar desde 2007, mantiene ese
nombre porque trasciende a la ciudad. Es lo que en Marketing llaman “el poder
de la marca”.
Desde su primera edición en 1979 se asoció la carrera a sus recorridos iniciales por el noroeste de Africa, y algunos aprendimos a recitar, como un rosario laico, el recorrido de esas etapas de los ‘80: El Golea, In Salah, Tamanrasset, … más Atar y Tombuctú. En nuestro imaginario, las montañas del Assekrem nos parecían ubicadas en otro planeta, y nos sonaba que Níger se debía encontrar en una galaxia cercana. Luego la carrera se sumergía en países que solo parecían existir en los libros de historia y de viajes: Malí, Níger, Chad, Burkina Fasso, … para reaparecer en territorio conocido, recorrer pistas de Senegal y alcanzar, por fin, el lago Rosa y Dakar
La fascinación que generó este primer capítulo del
Dakar, el capítulo africano, se basa en dos puntos. Por un lado, se recorrían
territorios con los que los seguidores europeos tenían una ligazón basada en la
época colonial y la cercanía geográfica. Por otro, muchos aficionados tuvimos
la oportunidad, por esa cercanía, de visitar en persona algunas zonas de la
carrera.
La organización francesa se movía a finales de los 70
y principios de los 80 con relativa comodidad por sus antiguas colonias (Argelia,
Marruecos, Mauritania y Senegal) aprovechando relaciones comerciales, mismo
idioma, y facilidad para las comunicaciones por barco y avión. Además, la zona
era política y socialmente estable, y los regímenes (dictaduras militares que,
en bastantes casos, habían llegado al poder tras una guerra o un golpe de
estado) veían con buenos ojos el paso de la carrera por su país por dos motivos:
mejora de la imagen internacional y notables ingresos en divisas. No debemos
nunca olvidar este factor económico, que se cuantifica en la siguiente cifra
asombrosa: los dos o tres días que el Dakar tardaba en pasar por Níger,
suponían el 1% de PIB anual del país.
La cercanía emocional tras la época colonial, no
exenta de paternalismo, también suponía una ventaja. Para los franceses se
recorrían los territorios naturales de la Legión Extranjera, del padre Charles
de Foucauld y de Antoine de St. Exupery, más el hecho de que algunos de los
seguidores e incluso participantes habían nacido en las zonas de carrera en esa
época colonial.
Como consecuencia de todo ello pasaron a la categoría de mito muchos lugares de paso de la carrera. De entre ellos escojo como ejemplo destacado y peculiar el Bidón V: en 1923, una expedición organizada por la Compañía General Transahariana buscaba el recorrido más directo entre Argelia y Sudán, y decidió crear balizas y puntos de reavituallamiento desde Reganne (actual Argelia), último punto habitado en el desierto. Así aparecieron los bidones I, II, III, … hasta cubrir los poco más de mil kilómetros que hay hasta Gao (Níger) por el Tanezrouft.
Unos años más tarde, y para facilitar los viajes, la
Compañía General Transahariana ubicó depósitos de agua y de combustible en el Bidón
V, que se rellenaban gracias a los aviones que aterrizaban en la pista de
tierra que se construyó al lado.
Y en Noviembre de 1930 ya existía una gasolinera Shell, y unas carrocerías de coches que servían como refugio. Las fotos de la época generan una mezcla de nostalgia, solidaridad aventurera y pena: con los vehículos de los años ’30, sin más ayuda de navegación que una brújula y un mapa impreciso pero, eso sí, con pamela, se podía ir de Reganne a Gao.
El segundo punto de cercanía de los Dakares africanos
a los aficionados europeos, la posibilidad de recorrer etapas por uno mismo, ha
sido determinante para su asentamiento en la leyenda. Durante años, miles de
aficionados, especialmente del Sur de Europa, hemos bajado una y otra vez al
Norte de Africa, para rodar con reverencia y algo de miedo por los mismos
lugares que nuestros ídolos. Las dunas del Erg Chebbi o el lago Iriki, en
Marruecos, siguen siendo lugar de peregrinación y entrenamiento, y continúan
utilizándose como sede de otras carreras, incluso organizadas por la ASO, la
misma empresa que monta el Dakar.
En Argelia, cuando era posible ir, se ha disfrutado de
la ruta hacia el Sur, bien por la Transahariana, a través de Ghardaia, In Salah
y Tamanrasset, bien por el Tanezrouft, desde Adrar y Reganne a Gao pasando,
claro, por el bidón V.
Mauritania ofrecía el tenebroso cruce del muro creado
por los marroquíes durante la guerra contra el Polisario y su zona minada, más
las pistas cercanas a Atar y el paso de Nema.
Más al Sur, alcanzaron nivel mítico nombres como
Agadez o Niamey en Níger, Gao y Bamako en Malí, o Bobo Dioulasso en Alto Volta.
Rodando con mi Land Cruiser LJ70 en las dunas del Lago Rosa
Y el máximo en geografía dakariana lo tienen, sin duda alguna, dos topónimos senegaleses, cercanos geográficamente: la ciudad que le da nombre a la carrera y uno de los pequeños lagos que hay en sus afueras, al noreste, junto a la costa atlántica: el lago Retba, que conocemos como Lago Rosa por el color que toman sus aguas por la presencia de un alga salina. Durante muchos años, la última etapa, el objetivo final y sueño de muchos, era hacer el corto recorrido por las cercanías del Lago Rosa, los últimos metros tras días de placer y sufrimiento.
Las últimas viñetas de la última etapa del último Dakar africano.
He tenido el placer de recorrer, en moto y en coche,
algunos de esos lugares tan señalados, sintiendo aunque con más lentitud que
los pilotos del Dakar, el placer de cruzarlos. Los preciosos cordones de dunas
de todos los tamaños en el Erg Chebbi, de Marruecos; la sensación de irrealidad
del lago Iriki, también en Marruecos; y la magia de Atar, lejos de cualquier
parte aunque administrativamente se localice en Mauritania. Tengo un recuerdo
intenso de la soledad que supone bajar, kilómetros y kilómetros, por las pistas
vacías que configuran la Transahariana, antes de llegar a Tamanrasset, y nunca
olvidaré el ascenso, desde esa ciudad, hasta la Ermita del Padre Foucauld, en
lo más alto de las montañas del Assekrem: perdí la cuenta de las veces que me
caí en esa cuesta arriba inacabable, kilómetros de pista de piedra, como subir
una escalinata de catedral que ascendiera más de mil metros en vertical. Y sin
olvidar las dunas del Gran Erg Oriental, al sur del Chott El Jerid, en Túnez,
la mención especial solo puede ir al Lago Rosa, esa meta soñada, en la que mi
Land Cruiser LJ70 y yo disfrutamos por las dunas como si nos esperara el
escalón más alto del podio de la carrera.
En paralelo a todo ello se han publicado decenas de
libros sobre este Dakar africano, que han contribuido a documentar la leyenda.
Es cierto que algunos carecen de sustancia o andan sobrados de egolatría, pero
otros ilustran desde dentro la carrera y las sensaciones de un viaje africano
acelerado. Con modestia quiero mencionar mi participación en esta bibliografía,
ya que se editó de modo limitado el blog que tuve la oportunidad de escribir,
en directo desde la carrera, en el Dakar de 2007, cuando nadie sabía que iba a
ser el último africano.
A continuación, el Dakar llegó a Hispanoamérica, y
apenas ha generado leyenda o bibliografía, y menos aun componentes míticos. El
apartado de los viajes para disfrutar del recorrido no se ha cultivado en
Europa, tanto por la distancia y los costes, como por la dificultad de
desplazar hasta allí los vehículos propios. Además, no ha habido apoyo en la
historia, cuyo contacto occidental es España, y apenas en las tradiciones
locales, que se perciben como lejanas desde aquí. Por ello, y tras once años en
el continente, el Dakar abandona América sin haber creado leyenda y sin dejar
poso, y se traslada a la península arábiga. Y, ¿qué va a encontrar allí?
No hay un pasado colonial, como en el Norte de Africa
o en el Sur de América, y la relación emocional casi no existe. Hasta los años
’50 del siglo pasado, la región era muy pobre, y estaba habitada por pescadores
que aun utilizaban dhow, el pequeño barco de vela triangular de origen egipcio,
además de pastores de cabras y algunos camelleros. Wilfred Thesiger fue uno de
los pocos occidentales que recorrió la zona y su libro “Arenas de Arabia” es
una de las escasas referencias previas al descubrimiento de petróleo hace ahora
poco más de cien años.
Con este escaso conocimiento de una zona prácticamente
deshabitada, aventurar de dónde vendrán los mitos de este tercer capítulo del
Dakar es arriesgado. Por lo que ha adelantado la organización, la carrera
saldrá del puerto de Yedda, en la costa del Mar Rojo, bien comunicado con Europa
a través del Mediterráneo y el Canal de Suez. A continuación tomará rumbo
Norte, aunque deberá esquivar la ciudad de Medina, prohibida a los no
musulmanes. Se desviará hacia las montañas de Al Hijaz y tendrá mucha arena
hasta llegar a Riad, la capital de Arabia Saudí.
Lo mejor podría empezar aquí, al acercarse al
Territorio Vacío (“Ar Rub Al Khali”), la inmensa zona del sur del país,
deshabitada e inhóspita como el desierto del Teneré, uno de los lugares míticos
del Dakar africano. Pero está cerca del territorio de Yemen, inmerso desde 2015
en una guerra civil, que cuenta con la intervención no declarada de otros
países, como la propia Arabia Saudí, Estados Unidos o Irán, y del apoyo de Al
Qaeda.
Por fin, el Dakar 2020 terminará en Al Quiddiya, una
ciudad en construcción, parte del plan Visión 2030 de modernización del país,
que se inaugurará en 2022: se sitúa a 40 minutos de Riad, tendrá ocho millones
de habitantes y un parque temático de juegos y deporte de 334 km2, lo que viene
a ser cien veces Central Park, solo que en medio del desierto, no en medio de
Manhattan. Sí, será el fin del recorrido, aunque dudosamente pasará a la lista
de mitos del Dakar.
Las habilidades de la recepcionista del hotel de Midelt están más cerca de la amabilidad y el servicio al cliente que de la cartografía y los idiomas. Ni con las explicaciones verbales ni con lo que había dibujado en el reverso la factura me queda muy claro dónde se tomaba la pista que nos iba a llevar a cruzar el Atlas. Por eso nos pasamos de largo el inicio de la pista, nos salimos de la ciudad por el lado norte, y paramos a preguntar en la gasolinera que hay a la salida. Con más explicaciones multilingües y más ilustraciones en el mapa de la recepcionista, parece quedar claro que entre un café y el puente sobre el río, debe haber una calleja, y nada más pasar la mezquita que encontraríamos después arrancaba la pista. Perderse en medio del desierto al menos tiene un componente épico; hacerlo sin salir de la ciudad de partida es algo más degrada el currículum de un viajero.
Lentamente la pista trepa por el Atlas marroquí, bajo un cielo azulísimo que enmarca las cumbres aun cubiertas de nieve. Ancha, lisa, nítida, con curvas amplias y precipicios infinitos, caracolea entre lomas y valles, produciendo esa adictiva mezcla de placer y miedo. Placer por el de la conducción suave, fluida, siempre en tercera hilando con suavidad los virajes. Miedo porque un error, un imprevisto, sitúa a dos toneladas y media de coche alto cerca del abismo.
Tardamos muy poco en sentirnos lejos del mundo, en encontrarnos con mínimos poblados, de apenas media docena de habitantes más burros y gallinas, y preguntarnos por qué viven aquí y de qué, qué harán cuando el frío y sus nieves bloqueen todas las comunicaciones. En cada grupo de casas de piedra o adobe, una charla (¿en qué idioma?), unas risas, y confirmar la ruta.
Al rato, la pista, ya no en tan buen estado, comparte el fondo del valle con un río que baja bravo, y se encaja entre la ladera a la derecha y el agua a la izquierda. El invierno, como en España, ha sido tardío y ha traído lluvias abundantes y concentradas, lo que se nota en los desprendimientos de tierra y piedras, en los daños en la pista. A pesar de ellos, seguimos hasta toparnos con la sorpresa de la mañana: la fuerza de las aguas se ha llevado parte de la pista, que apenas mide un metro de anchura, y ahora limita a la izquierda con un escalón de más de un metro de altura.
Si algún lector se ha preguntado por qué los todoterreneros llevamos botas cómodas para caminar aquí tiene la respuesta: se paran los motores y se comienza a caminar por el fondo del valle, en busca de una alternativa, que en pocos minutos queda clara. Como el fondo del río es de piedra suelta, circular por él no plantea pegas para los coches, y en ningún lugar la profundidad pasa del medio metro. Unos cientos de metros más adelante encontramos una manera de salir del río y volver a la pista, que allí ha recuperado su anchura; eso sí, la salida es un escalón doble que requiere de segunda corta con bloqueo trasero. Ya solo queda regresar a los coches y retroceder por la pista hasta encontrar un punto, antes de su estrechamiento, en el que descender hasta el río. Y una vez encontrado el lugar, memorizar el recorrido, el punto exacto en el que entrar en el río sin riesgos, vadearlo con los sustos reducidos al mínimo, y no pasarse el punto de salida.
Hacerlo, finalmente, no es más que materializar un plan y disfrutar un placer. Las BFGoodrich se agarran sin pegas al fondo de piedra suelta, el agua ni de lejos asoma por encima del capó, y las irregularidades del fondo del cauce hacen que el Land Cruiser suba y baje dentro del agua, como un barco en un mar agitado.
Después del doble escalón de salida, el coche se queda descansando en la pista, chorreando agua fresca de las alturas del Atlas, mientras lo aprendido con el paso del primer coche sirve de lección para los demás.
Reconstruida la caravana, volvemos a la marcha, con la satisfacción del haber vencido una dificultad que añadimos a los temas de tertulia: “¿Os acordáis de aquel día en el Atlas, que el río se había llevado la pista por delante,…?”
La alegría dura poco: unos kilómetros más adelante, la pista ha desaparecido de nuevo, solo que esta vez no hay manera de continuar por el río, ni de retomar la pista más adelante. No queda otra que agachar las orejas, reconocer que vamos a perder medio día y dar media vuelta, incluyendo pasar por el vadeo de hace un rato, y hacer el doble escalón, ahora de bajada para entrar en el río.
Según avanza la mañana, los precipicios son más profundos y las cumbres están más cerca. Nos dirigimos por una pista del Atlas marroquí con el fin de cruzarlo por el paso de Agoudal. La anchura es sobrada para un único coche, por lo que se mantiene la preocupación por la posibilidad de encontrar tráfico de cara. En un viaje similar, tres años antes, nos topamos en la bajada con varias motos y un minibús; ¡qué mal rato pasamos todos!
Esta vez el recorrido está despejado, y nos limitamos, ahí es nada, a recrear la vista por un paisaje casi cinematográfico, de esas películas de catástrofes planetarias que apenas dejan sobre la faz de la tierra al protagonista, una acompañante atractiva y unos cuantos malos. Según gana altura la pista, y gana mucha, los valles se ven como cuarteados, con infinitos tonos pardos, ocres, tostados, y cada vez las manchas verdes son más esporádicas. El altímetro del GPS hace mucho que pasó de 2.500 m y seguimos subiendo con majestuosidad, curvas suaves y casi dulces que son balcones a precipicios imposibles, con vistas a cortados sin fin. A media mañana alcanzamos el punto más alto, a exactamente 2.925 metros sobre le nivel del mar. El aire es tan puro que casi duele cuando llega a los pulmones, y el primer vistazo al bajarme del coche me hace decir: “Por esta vista ha valido la pena todo el viaje”.
Llegando a Zagora coincidimos en la carretera con un Land Cruiser Serie 90, ajado pero vistoso, con toda la pinta de pertenecer a un mecánico local. Justo lo que nos hacía falta. Ya a la puerta de nuestro hotel le cuento las dificultades del arranque de la mañana, y no tardamos en entrar en la cantinela habitual de la zona: “soy mecánico”, lo que continua con una retahíla detallada de los muchos vehículos europeos que ha reparado, incluyendo participantes en todo tipo de carreras de coches, motos y quads, más algún apoyo a equipos oficiales del Dakar y similares. Una vez ennoblecido el currículum y a falta de conexión con Linkedin, me dice que lo mejor para una avería como la de mi coche es que vayamos al taller de un amigo suyo, electricista del automóvil, esto último pronunciado en el mismo tono reverencial con el que se referiría al que ha descubierto la vacuna contra el SIDA o ha logrado un acuerdo de paz entre árabes y palestinos.
Nos montamos en mi Land Cruiser y, en el centro de la avenida principal de Zagora, tomamos un desvío a la izquierda que nos conduce a un callejón asfaltado y sin aceras, flanqueado por negocios pequeños y variados. Siguiendo las indicaciones del mecánico, aparco el coche donde debería estar la acera del callejón, y a la puerta de una lavandería que ofrece servicios de plancha y vende además ropa típica de la región. Enfrente, un taller de carrocería del automóvil en cuyo interior no caben automóviles, por lo que el Renault 12 en el que trabajan el jefe y su empleado revive en el exterior. Y en el entorno, una carnicería, un taller de camiones, otro de material de fontanería,… este será mi ecosistema en las próximas horas. Daba por hecho que el taller de electricidad del amigo me iba a sorprender, aunque nunca tanto. Es un cuartucho de unos dos metros por cuatro, con suelo de tierra, un mostrador de madera y un par de sillas viejas. Todo el equipamiento profesional son un cargador de baterías que intenta resucitar algunas tiradas por el suelo, un buscapolos y un número indefinido de recambios sencillos y ya usados tirados en las estanterías: bombillas, fusibles, algún relé. No es que esperase una sucursal de la NASA, pero me decepciono.
Una vez metido en el diagnóstico de mi coche, el electricista me dice que falla el alternador, y que hay que desmontarlo. El asunto se lía porque, al intentar sacarlo se topan con que uno de los tornillos está gripado, y no queda otra que extraerlo con sus soportes, para lo cual hay que sacar también el compresor del aire acondicionado y un manguito, para lo cual hay que verter el refrigerante. A la vista de la situación y de que la cosa va para largo, recurro a coger unas cajas de botellas de Coca Cola que hay por allí e improvisar una silla. De esta guisa, sentado en las cajas de Coca Cola, con la espalda contra la pared, la cabeza del electricista metida en el compartimento motor del Land Cruiser, un ayudante atacando por el lateral, y otro ayudante, éste negro como el carbón, metido en el pase de rueda, me dedico a contemplar el callejón.
Los parroquianos acuden numerosos a la lavandería, y como el hueco entre el coche y su puerta de acceso es tirando a estrecho, cruzamos saludos frecuentes. El Renault 12, o mejor dicho su carrocería, que es lo único que le queda, recibe martillazos artísticos en la acera del taller de chapa, en un loable intento por recuperar la forma original. A la puerta del taller del electricista, un Citroën ZX ha acudido con dolores en la bomba de combustible; cuando acaben con él, le sustituirá un Mercedes 190 con líos variados en la caja de relés. Y en esas suena mi móvil, porque un proveedor me invita a visitar la nueva fábrica de Hankook en Budapest, “la fábrica de neumáticos más moderna del mundo”.
Para estirar las piernas, merodeo por los alrededores del callejón. Me topo con un precioso Fiat 131 aun con motor, pero con el habitáculo vacío, frente a unos paisanos bajo un camión que se esfuerzan en que arranque de nuevo. Algo más allá, una tienda de no más de veinte metros cuadrados ofrece más o menos lo que un Leroy Merlin y un Zara Home juntos; en versión magrebí, claro.
De regreso a mi coche, veo caras de satisfacción al haber conseguido sacar el alternador rebelde; a continuación, el electricista del automóvil entra en su laboratorio, lo deposita cuidadosamente en la mesa de madera desgastada, y procede al desmontaje. Más por intuición que por diagnóstico científico, culpa de los males al puente de diodos; por supuesto, el mecánico tiene uno “parecido” en su taller, así que manda al ayudante en su ciclomotor que vaya a por él.
Vuelve a sonar el móvil, con una llamada que me parece venir, como la anterior, de una galaxia lejana. Pero me viene de perlas, porque es un jefe de taller de confianza que, con la prudencia propia de la falta de información, me confirma que los síntomas del coche pueden estar relacionados con un alternador que falla.
Me siento en la silla incómoda, junto al mostrador de madera, esperando que vuelva el del recado. Hay carteles de carreras antiguas tapando los desconchones de las paredes; el Citroën ZX se va con su bomba reparada y esa joya de la ingeniería alemana que fue el Mercedes 190, y al que jubilaron en su país de origen hace muchos años, ingresa en busca de cura.
El puente de diodos que ha traído el del ciclomotor no se parece ni de lejos al del alternador de mi coche, pero estos mecánicos marroquíes siempre tienen un plan B, o un amigo que lo tiene: tirando de móvil (¿cómo vivían cuando no existían?) localizan a un amigo de otra ciudad que tiene un alternador igual, y un taxista, también amigo, que precisamente esta noche va a hacer el recorrido entre las dos ciudades. Aplazamos entonces el final de la reparación de mi Land Cruiser para mañana, y mi retorno al hotel se convierte en el enésimo momento memorable del día; el del ciclomotor, que tiene un mínimo sillín monoplaza, me dice que me siente en el transportín, para llevarme al taller, desde donde su jefe, el mecánico, me llevará al hotel en el otro Land Cruiser. Hacía décadas que no me llevaban en moto, sin casco, y sentado en una parrilla portabultos, y nunca lo había hecho en medio del tráfico sin ley de Marruecos: frenazos, baches, giros bruscos, conducción a una mano para saludar con la otra, o señalarme algo. Afortunadamente Zagora no es D.F., y pronto llegamos al taller.
A primera hora de la mañana del día siguiente, el mecánico me recoge en su 90 y me lleva a su taller. Mi Land Cruiser está allí, y comienza a glosar los esfuerzos y desvelos que, hasta altas horas de la madrugada, han desplegado su amigo y él para reparármelo. Pero no le hago caso, porque mis ojos se desvían a otro hecho: los mecánicos aun duermen en el suelo fresco de sintasol, en un rincón del taller y al pie de una estantería con restos de motores y cajas de cambio, que esperan ser un día donantes de algún elemento útil. Nuestra charla no altera el sueño de los mecánicos, ni ruido de la soldadura que remedia un silenciador medio colgando, ni la negociación del precio de la reparación. Antes de cerrar finalmente el trato repaso el coche y compruebo que fallan la emisora de radio y el GPS, así que volvemos una vez más al callejón. Ya me siento como en casa, como parte del ecosistema y, mientras el negro que ayer se sumergía en el paso de rueda ahora enreda en las cajas de fusibles de mi coche, me paso al taller de chapa de al lado y pego la hebra con el negro chapista. Le debe encantar que un blanco se interese por su trabajo y me empieza a contar, mientras disimulo mi cara de horror, cómo está reconstruyendo lo que queda de un Mitsubishi L200. El interior es un almacén sucio y desordenado en el que se amontonan algunas de las muchas piezas que le faltan, y el exterior es una carrocería pelada (hasta de pintura), que está lijando a mano. Pero sonríe con fe, y el brillo de sus ojos asegura que en algún momento eso volverá a ser un coche, arrancará y hasta tendrá un color.
Sí, claro, es mucho más fácil ir de Zagora a Ouarzazate por la N9, ancha y asfaltada. Pero ni tiene gracia ni se aprende. Pinchamos en el GPS las coordenadas del punto de salida y nos metemos en el palmeral, millones de palmeras flanqueando el río Draa, con pequeños cultivos entre ellas, con cientos de casas de adobe salpicadas en las que habitan los muchos que viven del cultivo del dátil. Repentinamente hemos cambiado de planeta, estamos entre pistas y callejuelas estrechas y polvorientas que se retuercen entre palmeras y casas de adobe, que a veces no llevan a ningún sitio, o al río, o a un cercado, y nos obligan a maniobrar y a desandar el camino. Estrechas de verdad, de modo que a veces pasamos con los retrovisores plegados y las puertas de los coches peligrosamente cerca del adobe. Después de unos días en inmensos ergs y chotts, de repente estamos rodeados de un verde fresco, casi íntimo, en zonas habitadas, en las que de repente surgen niños que gritan y juegan persiguiéndose.
Llueve. Llueve mucho. Trepar por la carretera que va de Aït Benhaddou a Telouet, en la cara sur del Atlas, es lo más parecido que he hecho a conducir bajo la ducha. Y el estado de la carretera no ayuda. Recurriendo a la memoria, reconozco que está tan mal como la primera vez que pasé por aquí, cuando aún no era más que una pista de montaña, estrecha y peligrosa. Luego se asfaltó y civilizó, pero las obras de mejora que estos meses afronta la han dejado peor que nunca. Y las lluvias del invierno, que todavía colean, agravan la situación. Al menos hoy, la recorro de día. Muchos tramos han perdido el asfalto, sustituido por barro. No hay muros de contención y sí abundantes desprendimientos de tierra y piedras. Las cunetas corren llenas de agua como riachuelos de montaña hasta desbordarse, y esa misma energía mantiene nítido el parabrisas, casi sin necesidad de usar los limpias. A veces escampa y nos deslumbra un cielo azulísimo, aunque no es más que un momento de paz en el temporal.Nos cruzamos con camiones sobrecargados, con alturas y longitudes que casi duplican a la del camión vacío. Nos adelantan camioneros suicidas, con maniobras que nos hacen dudar si son valientes o es que tienen pocas ganas de llegar a viejos. Tras coronar el Tizi-n-Tichka, iniciamos el descenso por la cara norte, en la que las obras de mejora de la carretera están prácticamente terminadas. Ya hay en muchos puntos dos carriles de subida y eso significa, desde el punto de vista práctico, que estamos ante una vía de tres carriles y cada uno interpreta el sentido de la circulación como Alá y la prisa que tenga le dan a entender, y el tamaño de su vehículo le permita.
Vuelve a llover cuando, ya anochecido, entramos en Marrakech. Tantos años viniendo y nunca, ni de lejos, había visto la ciudad de esta manera: a oscuras, calles mojadas y vacías, sin carros ni burros, ni turistas, ni taxistas, sin puestos de baratijas ni mostradores de tiendas invadiendo la calzada. Solo una ciudad tranquila, oscura y refrescada por el agua. Las cercanías de la plaza Djemaa el Fnaa, generalmente un bullicio de personas y actividad, desbordan silencio; las calles estrechas, en las que no se puede entrar con un vehículo, y menos tan grandes como los nuestros, nos reciben casi clandestinamente. Comienza a preocuparme que nos metamos por alguna zona prohibida o sin salida, o en calles tan estrechas que no podamos pasar, y sin embargo lo que sucede es mucho más. Sí, nos metemos por una zona prohibida y el policía que nos ve llegar, tan sorprendido como nosotros (“¿de dónde saldrán estos?”, debe decirse) nos flanquea una salida moviendo los conos reflectantes para que no bloqueemos la zona. Sí, reconozco algunas calles, no me creo que estemos en la parte más comercial del zoco de Marrakech, en las calles que desembocan en la plaza Djemaa el Fnaa; en el momento no soy capaz de verbalizarlo lo que siento porque pienso que no puede ser y porque me esfuerzo en meter casi dos metros de anchura de Land Cruiser por esas callejas. Y al final, claro, llegamos a la plaza, en la que el agua del suelo sirve de reflejo a la inusual tranquilidad. La lluvia ha alejado a los turistas y a los vendedores, a los puestos de comida y recuerdos. Es una sensación por completo irreal, cruzar la plaza ante la mirada entre atónita y sorprendida de los pocos que pasean, en un silencio solo roto por las ruedas que chapotean en los charcos. Es una visión que me trae a la cabeza la estética de Blade Runner, esa irrealidad intensa, con mucho campo de visión, con luces fuertes y oscuridades profundas. El espíritu de Ridley Scott nos persigue al dejar atrás la plaza, merodear por los alrededores y encontrar, finalmente, un lugar donde dejar a los Land Cruiser pasar la noche mientras los viajeros, cansados y sorprendidos, nos vamos al hotel. “C’est l’Afrique, patron”.
La portada del libro me miraba fijamente. Incluso abierto, con la foto de su portada aplastada contra la mesa en la que trabajaba, sentía que me miraba fijamente. Me concentré en lo que estaba haciendo, organizar un viaje de un par de semanas por Túnez. Sobre la mesa estaban el mapa Michelin 744, la guía Lonely Planet y el libro en cuestión: “Pistes du Sud Tunisien a travers de l’histoire”, de Jacques Gandini. Era la época previa a Google Earth, Wikiloc y los foros, cuando la información no era digital, si no que se basaba en el papel y en el boca a boca. Un amigo, que había cruzado Marruecos en su Land Cruiser guiado por los cinco tomos de “Pistes du Maroc”, del mismo autor, me lo recomendó cuando supo de mi proyecto sobre Túnez.
Y ahí estábamos mi primitivo francés y yo, desentrañando las explicaciones de Monsieur Gandini, intentando confirmarlas sobre el mapa y convirtiéndolas después en un rutómetro. Mientras me miraba la portada.
Volví a ella. Aparecía un ksar (ksour en plural), una construcción fortificada para defenderse de cualquier tipo de peligro: bandidos, invasores, tormentas o insectos, y guardar grano, animales y familias. En este caso, eran almacenes de grano y alimentos más algunas habitaciones elementales, que se levantaban en el sur de Túnez. Se ubicaba sobre una ladera al pie de una cresta rocosa, y a su puerta se encontraba el Land Cruiser Serie 70 blanco del autor del libro. Los edificios aparecían abandonados y parcialmente en ruinas, y el vehículo apuntaba hacia abajo. Me asaltó el pensamiento práctico de si lo habían estacionado así para que la foto saliera más bonita, ¿había sitio en aquella ladera escarpada para dar la vuelta entre las piedras, o habían recorrido la pista marcha atrás y cuesta arriba?
Dejé la organización del viaje y me centré en ampliar la información sobre la zona de la foto de la portada. El interior del libro me ayudó: Photo de coverture: ksar berbère de Jraa, parcour H3. El recorrido H3 llevaba de Ghoumrassen a Matmata, en el sureste del país, una de las zonas que teníamos previsto visitar, y la página 157 entraba en detalles: “Ksar Jraa (33º 09,45’N, 10º 14,22’ E), un verdadero ksar de opereta, un decorado de teatro, construido sobre una línea de cerros. Un tanto deteriorado, tiene la particularidad de poseer una puerta con dintel bajo la habitación en bóveda del acceso. Atención, la parte superior del camino es demasiado estrecha para dar la vuelta. Si suben varios vehículos, prueba a aparcar cien metros más abajo, antes de llegar al ksar. Regresar por el mismo camino”. Me quedó claro: si el autor del libro, con un Land Cruiser de la Serie 70, había llegado a Ksar Jraa, también mi LJ70 y yo íbamos a llegar. El día elegido para conseguirlo comenzó con madrugón, con el objetivo de hacer una visita previa a Chenini, una villa bereber ubicada en una ladera, a solo 18 kilómetros de Tataouine. Y esa era la clave, que al estar tan cerca de una ciudad turística, o se llega a Chenini a muy primera hora, o uno se topa con alrededores convertidos en un atasco de autobuses y las callejuelas del poblado fundado en el siglo XII en una sucursal de las playas españolas en verano. Gracias a esa previsión, cuando llegué a Chenini el Land Cruiser se quedó solo en el aparcamiento y pude vagar tranquilo por entre las ruinas.
Los restos de las casas, de piedra y adobe, parecían encaramarse en la ladera, agarrarse a las rocas para no caer pendiente abajo. Cansaba imaginar el esfuerzo de haber acarreado tanto material desde las llanuras cercanas, en burros o en carros arrastrados por mulas, y luego subirlo primero hasta las callejas y posteriormente hasta cada planta de las viviendas.
La soledad y el silencio invitaban a imaginar cómo habría sido la vida en la zona, y eso me llevó a trepar entre piedras y colarme por arcos semiderruidos para introducirme en lo que, en algún momento, fueron cocinas, silos, cuadras o dormitorios. En una de esas incursiones, pasando de estancia en estancia por entre muros caídos y huecos de puertas, me encontré con otro resto de la historia, de una historia mucho más reciente. Lo miré dos veces porque no llegaba a creer que, pasados más de sesenta años, aun quedara por allí un bidón de combustible del Afrika Korps, con sus escudos y sus textos estampados en la chapa: Kraftstoff, 20 l, Feuergefährlich, y algo más abajo el logotipo del fabricante. Otra muestra de la precisión alemana, que busca evitar los errores: los Wehrmachtkanister, que así se llamaban oficialmente estos bidones, llevaban claramente marcado su uso (combustible, kraftstoff, o agua, wasser), en el primer caso indicaban que su contenido era inflamable (Feuergefährlich), y la capacidad del envase.Por supuesto que evalué la posibilidad de llevármelo. Miré hacia abajo, hacia el Land Cruiser que me esperaba en el aparcamiento, y le vi lejos y ya no tan solitario. Comparé el volumen del bidón con el de la pequeña mochila que llevaba, y no me quedó más que suspirar. No había manera de esconderlo en la mochila y menos entre la ropa de verano que llevaba, me cruzaría con muchas personas bajando hasta el aparcamiento, y el coche ya estaba rodeado de otros vehículos. Así que me resigné, hice la foto que ahora publico, y seguí con la visita a Chenini.
Según comenzaban a trepar y a desperdigarse los turistas por las callejuelas, más me escondía yo para mantener la sensación de soledad de primera hora. Afronté el último trozo de calle solitaria y vi que albergaba un pequeño taller artesano. Entré para descubrir un telar manual para alfombras, al artesano que lo manipulaba y, amontonado a la derecha, el resultado de sus últimos trabajos. Alfombras de colores vivos, con motivos bereberes, se agolpaban con un orden que no acerté a entender, motivos geométricos, colores vivos unos y parduzcos otros y, en ningún lugar, una sospechosa caja de cartón con leyendas tipo “Made in Pakistan” o similares. Pegué la hebra con el tejedor, compartimos unas risas, y sus ganas de hacer negocios con extranjeros para él ricos se unieron a mi tendencia a llevarme recuerdos de los viajes. Repasamos las alfombras que me mostró y no resistí la tentación de un ejemplar en lana de cierto tamaño, que poco después envolvimos en bolsas negras de basura y guardé en el Land Cruiser. En lugar de un bidón del Afrika Korps, me llevé de Chenini una alfombra.
El aparcamiento situado al pie de las ruinas de Chenini estaba lleno de autocares de turistas cuando arranqué el Land Cruiser con su carga ya en el maletero. Había acertado con la hora de llegada y era el momento de irse. Encendí el GPS con las coordenadas de Ksar Jraa según el libro de Gandini y, pasado Guermessa, tomé la C207 hacia Matmata antes de llegar a Ghoumrassem. La carretera, estrecha, se cruzaba con valles paralelos entre sí, algunos de los cuales tenía que ser el de Ksar Jraa. Siguiendo la flecha en la pantalla del GPS y mi instinto, me metí por una de las pistas que encontré a la derecha para darme cuenta, poco después, de que no tenía salida y solo conducía a unos apriscos. Media vuelta y retorno a la carretera. Algo más adelante apareció otra pista a la derecha, candidata a albergar el ksar que buscaba. Avancé por el fondo del valle, recorriendo la pista en buen estado, pero ni rastro del ksar, a pesar de que la flecha del GPS insistía en que estaba llegando. Vi unas cabañas de piedra en la ladera izquierda, justo donde me indicaba el GPS y, a su alrededor, una familia y sus cabras. Con la transfer en reductora subí monte arriba hasta que las caras de susto de la familia me dejaron claro que tampoco era por allí. Bien, pues si ni el mapa Michelin ni el GPS me llevaban a Ksar Jraa, lo haría el método más antiguo de orientación de los viajeros: preguntar a los lugareños.
Me bajé del Land Cruiser y trepé por la ladera, sonriendo por amabilidad y porque me hacía gracia la situación a la que me habían llevado mis ganas de localizar, precisamente, ese ksar, una actitud entre la tenacidad y la terquedad. Tenía claro que los habitantes de aquellas cabañas no hablaban más que árabe, así que me limité a decir “Ksar Jraa” en tono de interrogación, mientras miraba monte arriba. La mujer me miró horrorizada, y con sus manos dijo claramente que no, que no se llegaba en la dirección que yo señalaba con la vista. Alcé la mirada y le di la razón: unos metros más arriba hacía falta equipo de escalada para seguir el rumbo. Es muy posible que me lo explicara de modo geográficamente intachable en perfecto árabe, pero yo lo comprendí siguiendo sus gestos y fijándome dónde miraba: regresa al fondo del valle, me decían sus manos y sus ojos, y una vez allí, vuelve hasta la carretera. Tómala hacia la derecha y, cuando encuentres el siguiente valle, coge la pista de la derecha. Te encontrarás Ksar Jraa.
Dando las gracias de palabra y con la sonrisa, me subí al Land Cruiser y di la vuelta, cuidando de no volcar. Llegué al fondo del valle, luego a la carretera y giré a la derecha, como me había dicho mi guía improvisada. Y sí, unos cientos de metros más adelante aparecía a la derecha una pista que se internaba en un nuevo valle, paralelo al anterior. Entré con un ojo en el recorrido y otro mirando la pantalla del GPS, que insistía en que Ksar Jraa estaba cada vez más cerca. Finalmente apareció, sus ruinas encaramadas en la ladera reseca, al pie de los últimos riscos, lo que coronaban el valle. Recordando los consejos de Gandini en su libro, hice los metros finales marcha atrás, porque no había sitio para dar la vuelta en la puerta del ksar. Me bajé del coche con la satisfacción de haber llegado y con la duda de si habría valido la pena el esfuerzo, después de haber visitado ksour en buen estado en los últimos días. Comencé a caminar a trompicones entre las ruinas de la edificación, claramente deshabitada desde hacía mucho tiempo. Las piedras que se desprendían de la construcción hacían difícil avanzar por el patio central, que se había convertido en una mezcla de monte bajo y pedruscos. En el interior de las ghorfas, las construcciones alargadas que forman el ksar, no quedaban huellas de sus habitantes, y la escaleras y rampas para subir a las plantas altas se habían derrumbado.
Con un cierto pesar caminé hasta un cerro cercano, frente a la entrada, para reproducir la foto de la portada del libro de Gandini, la que me miraba mientras preparaba este viaje. Al ver el encuadre de la foto en el visor de la cámara, todavía una analógica, comprobé que el ksar en ruinas era el mismo que el del libro, solo cambiaba que el Land Cruiser aparcado era negro y con matrícula española.
Los años han pasado, los recuerdos permanecen y la alfombra también: la foto de la portada del libro de Jacques Gandini que aparece junto a este texto está hecha sobre esa alfombra, en la que apoyo los pies cuando estoy en el salón de casa. Y en la que pienso cuando analizo la sutil frontera que separa la terquedad de la tenacidad.
Sentado frente a un té a la menta en la terraza del Grand Café de Paris, en la Plaza de Francia de Tánger, y teniendo en la otra acera el Consulado francés, recapitulo mis primeras 48 horas de este viaje por un Marruecos que es diferente cada vez que vuelvo.
El Land Cruiser de los policías que custodian el Consulado tiene la pintura con poco brillo tras década y media aparcado bajo el sol africano y aguantando el viento del Atlántico, y el cubrecárter cuelga hasta el suelo para hacer juego con la dejadez generalizada de los edificios del entorno. Me dedico a contemplar el siempre peculiar parque móvil local y a ver pasar a la gente. Por lo que respecta a los taxis, los entrañables Mercedes siguen en recesión, duramente presionados por los Dacia de producción local. En el lado “civil”, ya hay Evoques, algún Range Rover Sport y Ford Kuga, y anoche vi un par de Porsche Cayenne en la puerta de discotecas de moda.
Pero el paisanaje se va adocenando, que es otra manera de denominar las consecuencias de la globalización. La manera de vestir, de peinarse, de moverse, de lucir y manejar los teléfonos, tiene ya poca diferencia con la que se ve en la Europa que está solo unos kilómetros al norte. Es el efecto contrario a la Torre de Babel, que lentamente nos unifica, y que me va persiguiendo cada vez que salgo de España. Una desgracia para aquellos que viajamos buscando algo distinto a lo que tenemos en casa.
La famosa vida nocturna de Tánger es un ejemplo de esta unificación: salí en mi primera noche en la ciudad a conocerla, y me volví de vacío al hotel porque ella no había aparecido. “Hasta las doce o la una no empieza la animación”, me dijo el empleado de la recepción del hotel cuando le pregunté a qué hora abrían los locales. Subí a mi habitación a hacer tiempo y encendí el televisor, otra de mis maneras de conocer un país y su cultura, junto con visitar los supermercados y pararme en los escaparates de las agencias inmobiliarias. Vale, la cultura de un país que se conoce a través de sus programas de televisión no es lo que muchos entienden por cultura, vamos a dejarlo en cultura popular o costumbres, pero como estudio sociológico vale. Y frente al televisor me termino encontrando con el programa “Arabs Got Talent”, la versión local, fotocopia del original, del “Got Talent” que igualmente se fotocopia en casi todo Occidente. Repite los decorados, el escenario, el guión, el ritmo del que se ve por España. Hay tres presentadores jueces que examinan a los participantes, uno de ellos mujer y otro occidental, dos presentadores graciosos entre bambalinas, y de vez en cuando aparecen los acompañantes del aspirante a artista, que muestran sus nervios y revelan sus confidencias a los espectadores. Solo veo una diferencia con la versión occidental: en los anuncios del intermedio aparece uno de crema depilatoria femenina y las modelos se depilan los brazos mientras pantalones y faldas largas ocultan sus piernas. Apago el televisor mientras recuerdo que en un anterior viaje por la zona hice una exploración televisiva similar y me encontré con “Master Chef Maghreb”.
Mientras termino el té a la menta en el Grand Café, saco un libro de la mochila. Para compensar estas decepciones del viaje, mi compañero de recorrido es la recién publicada autobiografía de John le Carré. Hace tiempo que las novelas de le Carré son el alimento de mi escepticismo, esa sensación imprescindible para no terminar de creernos lo que vemos y oímos, lo que quieren que veamos y oigamos, o lo que nos interesa ver y oír. Y si ese es el entorno habitual de una novela de le Carré, la autobiografía “Volar en círculos” es un concentrado. Me siento en un banco de la “Terrasse des Paresseux”, la terraza de los perezosos, un mirador al inicio de la Ville Nouvelle y a un paso de la medina, con vistas en primer plano al puerto de pescadores y más allá al Estrecho de Gibraltar, con la ciudad de Tarifa como fondo a poco despejado que esté el día. Abro el libro y reconozco las sensaciones de la época en que Tánger fue ciudad internacional, nido de espías y contrabandistas y otras historias clandestinas. Los personajes de este libro de le Carré podían haberse desenvuelto por aquí, incluso en el cercano Hotel el Minzah, son personas, no personajes, reales y algunos hasta conocidos, los que en su día aparecieron en los periódicos y ahora lo hacen en los libros de historia. Hay Primeros Ministros británicos (Harold MacMillan o Harold Wilson) y el ambiente en que se movían (el caso Profumo), Yasir Arafat, la mafia rusa posterior a la caída del muro, Bob Murdoch y dos directores del KGB, sir Alec Guinnes preparándose para la versión de la BBC de “El Topo”, … Me tropiezo con este párrafo: “Regla número uno de la Guerra Fría: nada, absolutamente nada es lo que parece. Todos tienen una segunda intención, cuando no una tercera.”
Camino hacia el “Grand Socco”, la plaza que marca el límite entre la Ville Nouvelle y la medina, en busca de la versión tangerina de ese ambiente, y lo que descubro es de nuevo la globalización: los abundantes turistas encuentran lo que buscan en tiendas ordenadas de precio fijo y restaurantes con una carta internacional escrita en muchos idiomas. Sí, el Cinema Rif y su arquitectura de la metrópoli sigue presidiendo la plaza del 9 de Julio, solo que ahora hay césped y bancos, y los restaurantes ofrecen pizza, chawarma y comida bio. Buscando refugio subo por la Rue d’Italie hasta que me topo con Dar Kasbah: en 1884 la compañía británica Eastern Telegraph Company tendió el cable telegráfico entre Gibraltar y Tánger, y construyó en esta ciudad un edificio para albergar sus oficinas y acomodar a sus invitados. Un siglo y pico después, el edificio es un hotel coqueto y el patio un restaurante silencioso aislado del trajín de las tiendas y del turismo, lo que en los libros de viajes con poca imaginación sería un oasis de tranquilidad en medio del bullicio de la medina. Pues eso.
Le llama la atención a mi estómago hambriento el reclamo de la pizarra que se asoma a la calle: “Tajine de calamares”. Siento debilidad entre gastronómica y emocional por el tajine, sin duda porque me recuerda viajes y episodios disfrutados en esta parte del mundo, así que no queda otra que entrar a preguntar al camarero por la receta. Me siento en unas butacas bajas, rodeado de palmeras por tres lados y el viejo edificio inglés por el cuarto, con un sol suave filtrándose con timidez entre las hojas que agita el viento del Atlántico. El camarero es el prototipo de gordo feliz que transmite felicidad, atiende a los pocos comensales en inglés, francés, español y árabe, y me tienta con la receta: “Es un plato muy sencillo, nada más que una cama de tomate con un poquito de ajo muy picado, y encima los calamares”.
Mientras preparan mi tajine, acabo ferozmente con las aceitunas aliñadas, y los calamares, el tomate y el ajo me duran muy poco y los saboreo mucho. Parece que llevo días en Tánger y no llevo ni 48 horas; me cuesta trabajo recordar qué día es y parece que faltan semanas para volver a España. El tiempo parece avanzar más despacio, y los problemas que se atestan en las portadas de los periódicos europeos y en las atascadas neuronas de algunos humanos parecen haberse diluido, arrastradas por la brisa del Atlántico, disipándose como el humo del tajine, ahora vacío.
Continúo el paseo por la historia al encontrarme edificios como la “Misión Católica Española” o las “Escuelas Españolas de Alfonso XIII”, cuya placa de mármol en la fachada reza “Fundación Casa Riera. Año 1912”. Suenan previos a las glaciaciones y acaban de cumplir solo un siglo.
Un empleado de una tienda, de esa edad de los mayores en estos países que resulta indefinida para los visitantes, me confiesa: “Nací en Villa Sanjurjo, aunque ahora lo llaman Al Hoceima”. Me lo cuenta en una ensalada de idiomas y topónimos que no desbrozo hasta que por la noche tiro de documentación vía Internet en el hotel: la zona en la que se desarrolló el desembarco de Alhucemas, en Septiembre de 1925, estaba deshabitada en aquel momento, y los locales la llamaban al Hoceima, que en árabe significa espliego, por ser la vegetación de la zona. Tras el desembarco, el asentamiento militar se convirtió en permanente y pasó a denominarse Villa Sanjurjo, en honor del General José Sanjurjo, responsable del desembarco que luego estudió Eisenhower cuando preparaba el de Normandía. Durante la República Española se llamó Villa Alhucemas, el franquismo le retornó su nombre original, y tras la independencia de Marruecos pasó a ser indistintamente Alhucemas o al Hoceima. “Viví nueve años en Bélgica”, continúa su relato, “allí trabajé con un italiano”. Me habla en una mezcla irreverente de español, italiano y francés que me cuesta trabajo seguir, y narra una vida intensa en la que las diferencias entre países, idiomas y culturas se diluye. Con una sonrisa pícara concluye: “¡Soy rifeño!”, y no sé si me quiere recordar lo que pasó entre rifeños y españoles hace ahora 90 años.
Con el estómago lleno y el recuerdo de las guerras de Marruecos en mente, retomo el paseo para ver cómo cambia Tánger, no necesariamente a mejor. El estado de obras de la ciudad moderna me recuerda al de España inmediatamente después de nuestro ingreso en la Unión Europea, cuando los fondos de ayuda colaboraron en la construcción o mejora de puertos, aeropuertos, universidades, autovías, hospitales y cualquier otro elemento que requiera muchas toneladas de hormigón.
El centro de la ciudad es un arrebato de grúas y hormigoneras, en el que las zonas colapsadas por el tráfico se van a sortear mediante pasos elevados, calles desoladas se urbanizan, edificios pequeños y viejos se derriban para sustituirlos por torres, y el precioso paseo marítimo se sustituye por algo más discutible y tirando a ampuloso.
La enorme obra del paseo comienza al pie de la medina, donde el antiguo puerto de pescadores ha desaparecido, y el nuevo, terminado pero aun cerrado, no tiene personalidad alguna. Continúa en un largo paseo marítimo, que un enjambre de operarios remata los días de mi visita ante la próxima inauguración oficial por parte de Mohamed VI. Consiste fundamentalmente en una plataforma de hormigón salpicada por algunos bancos de forja, que limita al mar con una barandilla de acero inoxidable y forma indefinida, y con algunas de esas cajas de cristal que permiten el acceso a un aparcamiento subterráneo. Salvo en algunos detalles de los bancos de forja, nada hay que recuerde al lugar en el que está; no hay formas árabes ni bereberes ni moriscas, no hay recuerdos de los trabajos en yeso o azulejo de la zona; recuerda, y mucho, a eso que en Europa llamamos plazas duras, un lugar poco humano, inhóspito, árido, recalentado en verano; lo contrario de los espacios públicos de la ciudad concebidos como prolongación de la vivienda, lugares de estancia y no de paso. Podría estar en Valencia, Niza o Nápoles, y en todas ellas estaría fuera de lugar.
Quedan por añadir las discotecas playeras al aire libre, que se abrirán cuando mejore el tiempo y, es de desear, añadirán algo de color no gris a este tedio arquitectónico.
Los tangerinos pasean de lado a lado sin terminar de encontrarse a gusto, y solo llegan a detenerse, solo encuentran comodidad, en la zona de escalinatas ya cercana a la única parte con vegetación de la obra, los “Jardins de la Corniche”. Allí Tánger pierde de nuevo su identidad, porque la plaza cercana está presidida por un McDonald’s, y la acera continúa con un Hotel Hilton y, claro, un enorme centro comercial, el Tanger City Mall, al que mi debilidad por la arquitectura, el espíritu viajero y un toque de morbo me hacen entrar.
La estructura interior es la misma que la de los centros comerciales de Europa, con las tiendas en las plantas inferiores, y los cines y los establecimientos de comida rápida en las superiores, y las plantas se comunican mediante escaleras mecánicas que se cruzan entre sí para que no haya manera de recorrer el edificio sin pasearse ante los escaparates de las tiendas.
Estas y los restaurantes son los mismos que a este lado del estrecho, desde Stradivarius y llao llao a las habituales tiendas del gripo Inditex, más Tele Pizza y similares. Desde el interior del edificio no se ve el exterior, los visitantes languidecen en las mesas ante sus consumiciones, y no veo a nadie tomarse un té a la menta.
Abundan las tiendas de telefonía móvil porque no hay un marroquí mayor de edad sin su móvil, y la decoración y tipología de estas tiendas son las mismas que en Europa; la única diferencia es que en lugar de Movistar o Vodafone el logo de la entrada dice Meditel o Imwi.
Decido centrarme en el Tánger que me gusta en mis últimas horas en la ciudad, de modo que cruzo la Ville Nouvelle subiendo por la Avenue Mohamed V hasta llegar de nuevo a la “Terrasse des Paresseux”, y saco de la mochila el libro de le Carré. Entre recuerdos de la Guerra Fría y vistazos a Tarifa, me enamoro de la casita que está frente a mí, en la calle que baja al puerto: dos plantas con jardín, contraventanas cerradas, ni estilo colonial francés ni español, ni marroquí; es un diseño intemporal y ecléctico. Parece a la vez deshabitada y bien cuidada, con los setos recortados y ni una teja fuera de sitio. Me recuerda a la casa de Ifni de la que también acabé prendado, una joyita modernista en el extremo de la Plaza de España opuesto al Consulado.
Trepo hasta la terraza del Salón Bleu, un café ubicado en la parte más alta de la medina, con una terraza en la azotea que casi exige licencia de la Federación de Alpinismo para llegar arriba. Disfruto de un zumo de naranja recién exprimido, con la kasbah a mis pies, el nuevo puerto sin estrenar allá abajo y al fondo España. Me distraigo viendo atracar el barco que llega de Tarifa y casi no me doy cuenta de la mujer que tiende la ropa en una azotea cercana. Está entrada en años y en carnes, luce ropa tradicional marroquí, lleva la cabeza tapada con un pañuelo y tiende la colada, una mezcla también de ropa tradicional marroquí y calzoncillos de Calvin Klein.
En una tienda minúscula del zoco, no más de seis metros cuadrados, repaso con lentitud álbumes de postales antiguas. Me muevo con cuidado no solo para escoger bien, es que es todo tan pequeño que si me muevo sin orden me choco con las paredes y doy codazos a estantes y armarios cuajados de todo tipo de antiguallas. Termino escogiendo una foto de la mezquita de Djama Zitung, en Mequínez, y otra del bulevar de Argel. Ambas en blanco y negro, cada una tiene más de medio siglo.
Se acerca la noche y llego a la estación de tren de Tánger con tiempo de sobra, quiero saborear la experiencia del tren nocturno a Marrakech, en el que he reservado litera, sin prisas.
La estación está en obras por la construcción de la primera línea ferroviaria de alta velocidad de Africa, que unirá estas dos ciudades. Por eso parece ahora recién bombardeada, llena de hormigón desnudo y vallas. El plan inicial era inaugurar la línea en 2015, aunque ahora se habla de algo tan indefinido como la segunda mitad de 2018, lo que, a la vista de las obras que recorreré en los próximos días, suena optimista.
Viajar por países que crecen y avanzan deprisa implica encontrarse con anacronismos, que ilustran fielmente la rapidez de su desarrollo. El edificio de la estación está algo viejo, un vistazo al restaurante pide a gritos que no entres, pero los carteles luminosos que anuncian salidas y llegadas son tan actuales como los de cualquier estación europea, y la wifi gratuita de la ONCF va tan deprisa como la de mi casa. El tren en sí tiene vagones antiguos, las literas de los departamentos están forradas de una especie de eskay, y las paredes se cubren con un papel pintado que me recuerda al de la casa de Mr. Bean.
En mi departamento, dos literas están ocupadas por marroquíes, y un paseo por el vagón me dice que en los demás son mayoritarios los europeos jóvenes y mochileros. Creo que si no aprendo árabe en media hora voy a hablar poco esta noche. De mis dos compañeros de departamento, uno se duerme nada más salir de Tánger y no despertará hasta Marrakech, bastantes horas más tarde. El otro continúa las conversaciones por el móvil que ya llevaba iniciadas cuando subió al tren. Solo las interrumpe para hacer una vídeo llamada por WhatsApp en la que retransmite a su mujer una visita guiada al vagón.
Mi cena de esta noche se desarrolla en dos fases: la primera fue una empanadilla recalentada en el bar de la estación de Tánger, y la segunda un bocadillo de pollo comprado en el carrito de comida del tren. Escribo que es de pollo solo porque me lo dijo el empleado, no porque lo indicara su sabor. Decido que me merezco más y que debo mejorar el nivel gastronómico del viaje. Cuando algo más tarde me quedo dormido, mi compañero locuaz de departamento aun sigue hablando; no sé qué me admira más, si su locuacidad o la resistencia de la batería de su móvil.
Me despierto y lo primero que percibo es el tono rojizo de la tierra que veo por la ventanilla: debemos estar cerca de Marrakech. He debido dormir de un tirón unas ocho horas, sin que me molestaran el traqueteo de los vagones o la tertulia del vecino. Consolado porque la experiencia ha sido menos dura de lo esperado, llegamos con retraso a la estación de Marrakech y, para mantener la fluidez del viaje y evitar sustos, compro el billete para dentro de un par de días con destino a Mequínez. Me disculpo con mi estómago a base de desayunar un estupendo bizcocho de almendras y un café recién hecho, mientras la rapidísima wifi gratuita de la estación me permite leer el periódico y ponerme al día de mensajes.
Estuve por primera vez en Marrakech en 1989, y cada visita posterior ha mostrado que la ciudad basa su economía en el turismo, se adapta a él, y se distorsiona para ofrecer a los visitantes no lo que en realidad es, sino lo que éstos buscan. Y aunque mantengo esta idea en la cabeza cuando inicio mi paseo por la ciudad, vuelvo a asombrarme. En la Place des Ferblantiers (la plaza de los hojalateros) las tiendas están limpias y ordenadas, los precios son fijos y visibles en una etiqueta, la mercancía está colocada y no amontonada y los artesanos trabajan a la vista. Me quedo asombrado al ver todo esto, y más todavía cuando pasa con naturalidad y parsimonia un Bentley Bentayga.
Hecho a andar y termino en la Maison de la Photographie, en busca de más fotos antiguas. Al final, me llevo las reproducciones de dos postales: una de la plaza Djemaa el Fnaa, de alrededor de 1926, y otra de la medersa Ben Youssef, de más o menos 1920. Y no me puedo resistir ante la reproducción de un mapa de la zona de Abraham Ortelius, de alrededor de 1635, en que los topónimos mezclan indistintamente el latín y el español, y sin embargo nunca aparece el árabe.
Como el síndrome de la ciudad turística convertida en parque temático me persigue, prefiero alejarme del cogollo y camino en dirección sur, hacia las tumbas saadianas, a las que accedo por la ceremoniosa Bab Agnaou. Ahí sí descubro el verdadero Marrakech, en el despilfarro sereno de mármol de carrara y muscarnas, en la tranquilidad del esplendor, en la integración de los edificios y los jardines.
Como a base de pastilla en la azotea de un restaurante discreto, y me despido de Marrakech con una doble pena: por despedirme de una ciudad que me gusta, y porque me parece que está dejando de gustarme.
El tren a Mequínez es más nuevo y más cómodo que el que me llevó a Marrakech. Siguiendo los consejos de los veteranos, viajo en primera clase: es bastante más agradable y la diferencia de precio resulta asumible. En mi departamento, de seis asientos confortables, inician el viaje una señora marroquí de unos cincuenta años, vestida de negro de los pies a la cabeza, que no deja respirar a su smartphone, y un caballero de vago aspecto oriental que se dedica a lo mismo. Según paramos en las sucesivas estaciones del recorrido, el departamento se llena de viajeros que, a pesar de la escasa distancia que nos separa, habitamos planetas distintos. Frente a mí hay una chica local de treinta y pocos, preciosos ojos verdes y notable sobrepeso. Entró en el departamento con dos maletas y los auriculares conectados al iPhone, y ahí sigue, escuchando su música. De frente a mi derecha, se sienta un joven con perilla de aspecto árabe, que saludó en un inglés impecable al entrar: cabeza rapada, camiseta ajustada color rojo coral, zapatillas Nike fluorescentes. Ha sacado un iPad y unos cascos, y contempla ensimismado la pantalla. A lo largo del viaje demostrará su tecnofilia al sacar, de una caja protectora, todas las conexiones posibles entre iPads, iPhones, cascos y auriculares, y me hará exclamar varias veces, en silencio asombrado: “Ah, ¿pero eso se puede hacer?” al verle combinar de asombrosas maneras todos sus cacharros digitales. A mi derecha, el señor medio oriental duerme un rato y dedica otro a leer un libro en su tableta, protegida por una funda de “The Economist”. La señora de mi derecha duerme ahora, salvo cuando suena su minúsculo móvil, que saca de entre los ropajes. Y yo tomo notas, miro por la ventanilla, intento ser esponjoso, como en cada viaje.
Deben ser las siete cuando el tren se detiene en la estación Emir Abdelkader, de Mequínez. Es decir, algo más de ocho horas de viaje para algo menos de quinientos kilómetros. Quiero comprar el billete para el tercer y último recorrido en tren del viaje, el de Mequínez a Tánger, y me atrevo al más difícil todavía: comprarlo en una máquina automática. Es el Marruecos de los contrastes generados por un crecimiento tan rápido, el que asombra a los que no vienen, el que no se creen los que lo ven de lejos. La máquina me deja escoger idioma entre árabe, francés e inglés, el menú de la pantalla es sencillo y, efectivamente, segundos después tengo mi tercer billete de tren guardado en la mochila.
El petit taxi que me lleva al Riad Ritaj es de color azul azulejo de cuarto de baño de la posguerra. Llovizna como con dejadez, y el riad es tan céntrico, que me toca vagar por calles en las que casi no caben los burros hasta que llego a él. El mejunje de idiomas en que el recepcionista se esfuerza en hablarme consigue que me entere de la mitad de lo que me dice. Distingo que, como deben estar casi vacíos, me da una “habitación buena” aunque mi reserva es de “habitación normal”. Y añade algo de “invitación”, “fiesta”, “cena”, y “habrá música de” algo que no llego a comprender.
Acepto encantado esa invitación tan difusa y subo a la “habitación buena”, que resulta serlo: exquisita decoración tradicional marroquí a base de telas, alfombras y un baño cuajado de zellij, ese mosaico formado por minúsculos azulejos que destaca especialmente en la zona de Fez y Mequínez.
Conectado a la wifi del hotel, bastante más lenta que las de las estaciones de la ONCF, me llevo la alegría de conseguir reserva en el Hotel el Minzah para la última etapa de mi viaje, los días finales de Tánger. Es el hotel cuajado de historias y leyendas, historias reales de espías y sobre su papel inspirador en la película “Casablanca”. Un paseo por Google me dice que le han bajado la categoría de cinco a tres estrellas (y por eso se ha puesto a tiro de mi bolsillo) porque una inspección de sanidad en Septiembre pasado estuvo a punto de cerrarlo. Le siguen comentarios sobre el porqué de la inspección y de hacer público el resultado, pero me da igual: dos noches en el Minzah valen la pena cualquier riesgo.
Bajo a la “fiesta con música” y me encuentro unos preparativos que no me aclaran mucho. En busca de más información, me acerco al de recepción, y solo le entiendo algo de festival du film o similar. Poco a poco aquello se llena de marroquíes y franceses, la mayoría de aspecto bohemio; finalmente llegan los músicos, seis marroquíes con ropas típicas e instrumentos locales, que comienzan a tocar y bailar ese estilo llamado gnaua. Es una música de origen subsahariano que trajeron a Marruecos y Argelia los esclavos de los árabes; de hecho, se canta en árabe con palabras intercaladas de idiomas del sur, como bambara y fulani. Su nombre viene del término que en tamazight, el dialecto bereber del sur del Atlas, significa mudo, la manera en que se denominaba a los esclavos porque hablaban un idioma que nadie entendía, como si fueran mudos para quien los escuchaba.
Por supuesto yo soy ajeno a todas estas cuestiones, ya que me centro en otras dos. En primer lugar, los camareros sirven vino local con generosidad, y como viajero tenía un elevado interés en analizarlo. Digamos que se quedó en aprobado raspado por su tacto rasposo. El otro asunto es el motivo de la fiesta, cada vez más ruidosa por la música y el creciente número de botellas vacías. Veo que algún asistente llevaba colgando una acreditación a algún acto, y afinando la vista me parece leer FICAM; Google es una excelente ayuda en estos casos, porque me condujo a descubrir que las personas que me rodean son asistentes al Festival International de Cinéma d’Animation de Meknés, así, en el mismo francés que figura en sus tarjetas.
Después de dar buena cuenta de ensaladas y de pastilla, decido que es el momento ideal para dar fin a mi incursión entre los cineastas, los músicos de gnaua y algún otro huésped del hotel con la misma cara de extrañeza que yo.
A la mañana siguiente, cuando bajo a desayunar, no quedan huellas de la fiesta. Me saluda el matrimonio “de Haití, somos de Boston, vivimos en Nueva York, hemos llegado esta mañana desde París, a ver a nuestra hija que está viviendo aquí” (así es como se me presentaron la noche anterior) y me preguntan muy amablemente si había dormido bien. Les digo que sí y les devuelvo la cortesía. “¿Y a mí no me lo pregunta?”, me suelta una señora de edad que desayuna en la otra única mesa ocupada. Recordaba haberla visto cenando sola antes del inicio de la fiesta del festival de cine. Me mira con esa cara con que miran las personas que están permanentemente enfadadas con el mundo: “No he dormido nada. Nada. Creo que deberían avisar a la agencia de viajes si tienen pensado hacer una fiesta o algo así. No he dormido nada.”. Le digo que lo siento mucho, mientras el matrimonio de Haití, somos de Boston, vivimos en Nueva York, hemos llegado esta mañana desde París, a ver a nuestra hija que está viviendo aquí me sonríe, y yo me centro en las tortitas con mermelada y el café recién hecho.
Paseo por Mequínez con lluvia y frío. El mausoleo Mulay Ismail está cerrado por obras, de modo que solo puedo visitar el pequeño y atractivo museo Dar Jamai. Luego doy vueltas por una medina mucho menos turística y por ello bastante más real que la de Marrakech, y termino con un té a la menta en una bulliciosa terraza en frente de Bab al Mansour, la puerta de Almanzor. Entre medias, enredando por callejones, me topo con un funduk desvencijado y convertido en carpintería y almacén de maderas. Por fin un sitio natural, no construido específicamente para mostrárselo a los turistas: el estado decrépito, dejado, no impide entender la estructura original, con las cuadras en la planta baja rodeando el patio, y las puertas de los dormitorios en la primera planta, conformando lo que en un barrio castizo sería una corrala. De alguien sitio viene el ruido de un serrucho y en todas partes huele a madera y a serrín, fundamentalmente porque por todas partes hay restos de serrín y maderas a medio trabajar o simplemente amontonadas, esperando ser útiles en algún mueble. Los gatos se acurrucan en los bancos de trabajo o pasean entre tablones y cabeceros de cama, y parecen tan en su casa como una caravana de camellos cargada de sal que llegara desde Tombuctú. Después de la artificiosidad de Marrakech, este arrebato de sinceridad me reconcilia con el Marruecos que me gusta.
La mañana siguiente amanece fría y soleada, un día de esos que invitan a la sonrisa. Me montó en otro petit taxi de color azulejo de cuarto de baño de la posguerra, un Peugeot 206 con taxímetro que me cobra la ridícula cantidad de 11 dirhams por llevarme y darme charla. La estación de ferrocarril es un edificio antiguo, pero restaurado, limpio y ordenado, y todo funciona. A través de la wifi, siempre gratuita, rápida y estable, leo en “Car Magazine”·la prueba del Bugatti Chiron, 2,4 millones de libras esterlinas más impuestos. Lo veo muy lejos del entorno en el que estoy, y pienso en lo que representaría ese dinero para los niños que, junto a sus madres, esperan un tren en esta estación.
Cuando voy a salir al andén, el empleado que comprueba los billetes, ya entrado en años, me dice: Voie deux, next train. Y me doy cuenta que, con sus limitaciones culturales, se esfuerza en ser amable, no quiere que me confunda de tren y me aclara que el mío parará en el andén dos, pero no es el que está a punto de llegar, que saldrá a las 10:11 h según las pantallas y con destino a Casablanca, sino el de las 10:31 h que me va a llevar a Tánger.
Se me hacen cortas las cinco horas en el tren 182 y a media tarde, sonriente, entro en el hotel el Minzah por la misma puerta por la que accedieron Rita Hayworth, Rock Hudson, Rex Harrison o Yves Saint Laurent. Se notan los años en la estructura y en el diseño, no así en el estado de pintura y mobiliario, y la atención en la recepción es la de hotel de la vieja escuela, esa que entiende un viaje como una exploración lujosa y un acontecimiento social, simultáneamente.
Mientras me dirijo a la habitación que me han asignado, sonrío al recordar que la leyenda dice que, durante la Segunda Guerra Mundial, para evitar conflictos, los huéspedes germanófilos ocupaban el ala izquierda del edificio y los aliadófilos la derecha. Mi habitación está en la derecha, y desde las ventanas se ven el puerto de Tánger y, al fondo, Tarifa. Por la noche bajo al Caid’s Piano Bar, pido una cerveza (Casablanca, por supuesto) y compruebo lo que dice otra tradición: Michael Curtiz se inspiró en este hotel para el diseño de interiores de su película fetiche. Ninguno de los hombres de negocios españoles que se acodan en la barra se llama Rick ni lleva smoking blanco, pero los arcos, las cortinas y las sensaciones predicen que Elsa y Viktor no tardarán en llegar.
Mi último día en Tánger merece dos visitas especiales. En primer lugar, vuelvo a la iglesia de St. Andrews, la que construyeron los residentes ingleses en un terreno cedido por el sultán allá por 1881. Pasear por su jardín que además sirve como cementerio es pasear por la historia, y al entrar en el edificio me llevo la sorpresa de que alguien ha tenido la brillante idea de darle forma de libro: “The Sultan’s gift” se titula, aludiendo a ese regalo del solar. El autor es Lance Taylor, profesor de inglés en el American Language Center de Tánger y encargado de las cuestiones seglares y operativas de la iglesia de 1995 a 1999.
Las 270 páginas del libro tienen apartados propios de hojita parroquial, narrando mínimos detalles provincianos sobre la vida de unos británicos casi olvidados por su metrópoli en un hábitat en el que no terminan de cuajar. Por otro lado, muestra interesantes retratos de la difícil vida en la zona, la compleja convivencia de cultura (marroquíes, ingleses, alemanes, estadounidenses, …; religiosos, comerciantes, diplomáticos, supervivientes, …). Las fotos son un formidable testimonio de la vida de ese pequeño grupo en ese momento de la historia en que los blancos se sentían superiores y se ataviaban con sus mejores galas para ir a la ceremonia religiosa del domingo.
Afortunadamente el libro no ignora esa época que tanto me atrae y cita, por ejemplo, que el libro de Iain Finlayson “Tangier. City of the dream” recuerda en qué hotel se hospedaba cada una de las nacionalidades, salvo que hubiera que coincidir en el Minzah. Habla también de la división de los residentes franceses entre las facciones pro y anti Vichy, o de los bandos republicano y franquista de los españoles.
Se recuerda que, a pesar del control de fronteras español sobre la zona internacional, los franceses partidarios de la Francia Libre que habían sido sorprendidos en en el protectorado pro-Vichy del sur de Marruecos, llegaban hasta Tánger en busca de una escapada a través de Gibraltar para unirse a las tropas de De Gaulle. Y con los submarinos alemanes patrullando el estrecho, eso no era un paseo bajo las estrellas.
Otras veces se recuerdan episodios de la vida en Tánger reproduciendo párrafos de la prensa local, sean tomados de noticias o de necrológicas. Mi favorito es el que publicó Le Journal de Tanger el 21 de Febrero de 1998 en recuerdo de Gordon Browne, un graduado de Harvard que llegó a la ciudad en 1929 como comprador de lana para un fabricante de alfombras de Estados Unidos, y falleció en Arizona ya con 96 años: Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Browne y otros once estadounidenses fueron reclutados por la Oficina de Servicios Estratégicos (la antecesora de la CIA) para trabajar en el norte de Africa. Se les conoció como “los Doce Apóstoles”. Las actividades de Browne en el Tánger libre durante la época se llenaron de aventuras al proporcionar información sobre los desembarcos aliados de 1942. … En la víspera de los desembarcos, Browne utilizó faroles para señalizar los recorridos a los planeadores que se utilizaron en la operación. Por esta hazaña, que le expuso a evidentes riesgos si era capturado, el Presidente Roosevelt le premió con la Medalla Presidencial al Mérito con Estrella de Plata por “valor en la acción”.
La segunda visita especial del último día me lleva a la Librairie des Colonnes, una institución en la ciudad, recientemente restaurada, que fue lugar habitual de reunión de Paul Bowles, Jean Genet, Samuel Becket y William Burroughs. Me deslumbro paseando entre las estanterías, me frena el desconocimiento de árabe y francés para comprar muchos de los libros interesantes, y de repente me topo con la limitación más importante: acostumbrado a viajar por Africa en Land Cruiser, donde caben todas las compras, caigo en que solo me puedo llevar los libros que me quepan en el escueto equipaje que me permite mi escuálida tarifa de Air Arabia. Aun así, salgo de la librería con una excelente visión de las perspectivas de cambios en el Marruecos actual (“Marruecos en Transición”, de Pierre Vermeren) y un retrato del pasado de la zona (“Abd el Krim y el Protectorado”, de José María Campos).
Me despido de el Minzah con un descomunal desayuno en la habitación por culpa del madrugón para llegar al vuelo muy tempranero de Air Arabia a Madrid. Tanto, que aparezco en mi ciudad a primera hora de la mañana, con la misma desubicación que cada vez que vuelvo a Europa desde Africa, con la misma idea en la cabeza: “Están locos estos europeos, cada vez les entiendo menos”.
He disfrutado en los últimos días de la lectura de “La primera travesía del Sáhara en automóvil”, en edición de Octubre de 1988, que reproduce fielmente la edición original en español de los años 20. Sí, esa época en que se traducían los nombres propios, por lo que figuran como autores José María Haardt y Luis Audouin-Dubreuil. De haber sido una edición original en francés, y a la vista de las alturas por las que andan las cotizaciones, estaría dudando entre conservarla entre algodones o mejorar mi situación financiera con su venta.
Además he merodeado por “You Tube” repasando vídeos con las primitivas filmaciones realizadas por los protagonistas de la aventura.
No hay que confundirla con otras dos parecidas y posteriores, bastante más conocidas: el Crucero Negro cruzó Africa desde Europa hasta Suráfrica entre Octubre de 1924 y Junio de 1925. Y el Crucero Verde que llegó hasta Beijing por el Turkestán y el Desierto de Gobi, salió en Abril de 1931 y llegó en Febrero de 1932.
Esta travesía es la primera por que tuvo lugar antes: arrancó de Touggourt (Argelia) el 17 de Diciembre de 1922, a donde regresó el 6 de Marzo de 1923. En su recorrido bajó por In Salah hasta Tombouctou, recorriendo permanentemente lo que entonces eran colonias francesas.
Leído casi un siglo después, llaman la atención muchos aspectos de este viaje. Uno de ellos es la simplicidad logística de la expedición: no hay camiones de apoyo, ni helicópteros de seguimiento, ni radio para comunicarse, menos aun teléfonos vía satélite o sistemas GPS. Claro, nada de eso existía en 1922. Simplemente las pequeñas orugas de Citroën, cargadas de comida, agua, herramientas y repuestos. El único apoyo con que contaron era la naciente estructura colonial francesa, que les permitía alojarse en los puestos militares en los que se reabastecían, y utilizar los fiables guías locales.
A pesar de lo que parecen indicar las fotos, los pequeños Citroën con orugas eran ágiles y no tan lentos como imaginamos, resultaban maniobrables por ser cortos y sus ángulos eran excelentes.
Otro elemento impactante del relato es el ambiente en que se desarrolla y el tono en el que se redacta el libro. Los hechos suceden en los felices años veinte, una vez cerradas las heridas de la I Guerra Mundial y cuando aun no se presentía la segunda. El colonialismo francés en Africa se estaba asentando, no olvidemos que aun duraría cuatro décadas más y abarcaría de Argelia a Senegal pasando por Mauritania. Esto se refleja en el paternalismo que emana el libro, la permanente sensación de que el ser humano es superior y los habitantes locales unos afortunados porque los franceses han decidido dedicar su tiempo y su esfuerzo a llevarles por el camino del bien. El mismo tono que se respiraría unos años más tarde cuando Holywood decidió ambientar sus películas en Africa.
El poso amargo que deja el libro es que ahora, cuando sí tenemos GPS y equipos de comunicaciones, no podemos hacer estos viajes. Es curioso que estos días son otros franceses los que recorren ese mismo desierto: los paracaidistas de la Operación Serval, lanzada desde Malí para liberar los territorios de la invasión de los extremistas islámicos.
Porque le sacamos partido a los coches, les buscamos las cosquillas, nos las buscamos a nosotros, nos desplazamos no entre vallas y señales sino entre incertidumbres e improvisación, con GPS, brújula y mirando al sol, con sentido de la orientación, preguntando por la ruta a desconocidos en idiomas que no conocemos, y nos sonreímos y nos damos las gracias, y nos despedimos llevando la mano al corazón; porque lo mismo vas en primera corta con los diferenciales bloqueados y el estómago encogido, y al coronar el paso la pista se transforma en una carretera tan recientemente abierta que no aparece en el mapa. Ni el Google Earth. Todo es improvisación, imprevistos, soluciones y risas.
Cualquier nimiedad se puede complicar, cualquier problema se resuelve solo. El cruce de la frontera de Melilla, que generalmente requiere poco más que algo de paciencia frente a la burocracia, fue esta vez una pesadilla de tres horas que estuvo a punto de impedir el viaje. Ese retraso y una vuelta por Chefchaouen nos hicieron llegar tardísimo a hotel de Azrou. Y de repente, de noche en medio del Atlas, no tenemos donde dormir porque el del hotel ha ocupado nuestras habitaciones alegando no se qué excusas.
Un rato más tarde, en un hotelito cercano y también lleno, nos habilitan una sala y una jaima para que durmamos los siete viajeros, y nos preparan una exquisita cena que nos hace olvidar cómo se había torcido un día sencillo.
Sonrientes y desayunados con generosidad afrontamos los deslumbrantes paisajes del paso de Agoudal, o cómo cruzar el Atlas por pistas solitarias a 3.000 metros de altitud, admirando vistas de tratado de geología o de película de dinosaurios. En esa pista estrecha, colgada sobre un precipicio al que no se le ve el fondo, vienen de repente y de cara un vetusto Peugeot 205, un minibús y unos alemanes en BMW GS que, por su cara, deducimos que ahora se están dando cuenta de dónde se han metido. Y para rematar la visita a este Marruecos menos conocido, dormimos en Les 5 Lunes, en plena garganta del Dades.
El Marruecos más previsible, el de la hamada de piedra y el paisaje llano sin fin es el de la mañana siguiente, en un bucle entre Erfoud y Zagora, ya asomados a Argelia. Paramos a improvisar un bocadillo de jamón en una llanura y descubrimos un suelo tapizado de fósiles, como si alguien hubiera tirado por el suelo las existencias de un museo arqueológico. Algo más allá, un control militar: la siempre difusa y desde los ’90 conflictiva frontera entre Marruecos y Argelia es ahora un lugar muy vigilado: no solo hay que evitar el contrabando de tabaco y combustible como antes, es una de las barreras básicas para evitar la llegada de yihadistas a Occidente, y el ejército marroquí ha dispuesto controles visibles y puestos de vigilancia discretos. Rodando por el fondo de un valle árido, me siento seguido por prismáticos desde lugares que solo intuyo. En los controles, entre risas y bromas, toman notas sobre viajeros, vehículos, nacionalidades y destinos. Y llaman al siguiente puesto de control para avisar de nuestra llegada. Me hace sentirme seguro, porque si un pinchazo o algo más grave nos sucediera, una patrulla militar aparecería antes o después.
La siguiente sorpresa nos espera al llegar al Auberge du Sud: lo que hemos reservado para esa noche no es una habitación en ese hotel, cercano a las dunas del Erg Chebbi, si no una jaima en las dunas, a la que solo se llega en camello. De modo que metemos todo lo necesario para la noche en una mochila pequeña, y diez minutos de Land Rover más tarde nos subimos a los camellos. ¡Qué sensación disfrutar de un anochecer entre dunas a lomos de un camello! El sol se va acostando mientras la pequeña caravana serpentea por el erg. A oscuras, manteniendo el equilibrio y parte de la dignidad, pierdo el sentido de la orientación mientras subimos y bajamos dunas. Las luces tenues que se empezaron a ver hace un rato se van convirtiendo en un campamiento de jaimas, eso sí, con camas de verdad y baño en el interior.
Los golpes contra una sartén nos despiertan cuando aun es de noche, nos calzamos las botas y a la luz de la luna trepamos por la duna enorme que cierra el campamento por el este, para llegar a la cumbre a tiempo de ver amanecer. El sol comienza a deslumbrar desde Argelia, asomándose desde más allá del Erg Chebbi y dotando de forma a las llanuras de la hamada primero y a las dunas después. Estas cambian de color según las ilumine la luna o el sol aun anaranjado. Allí abajo, en el campamento, los camellos que nos trajeron anoche aun dormitan. Respiramos muy hondo, disfrutamos del momento, de la sensación de estar en otro planeta y casi en otra época.
De regreso al campamento comprobamos el hambre que da trepar por las dunas, y van cayendo las tortitas del desierto bien cargadas de miel, los vasos de zumo de naranja y los tazones de café con leche. Repetimos al revés el desplazamiento de ayer: algo más de una hora de camello, esta vez con luz, diez minutos de Land Rover y volvemos a nuestros coches para tomar la carretera hasta Taouz, donde se acaba el asfalto. Allí nos topamos con guías interesados que nos atemorizan con malas noticias: nuestra idea es hacer un recorrido por pistas hasta Zagora, y nos insisten en que es fácil perderse, que los caminos están poco marcados, que el paso del oued en Hassi Ramlia es imposible, que nos es imprescindible un guía, y que yo soy guía, … Una llamada a través del móvil a un amigo marroquí cambia las perspectivas: las pistas están claras, no hay dificultades ni peligros, el único punto difícil es cruzar el oued en Ramlia, cuando lleguéis al pueblo buscáis a cualquier chaval, le decís que vais de mi parte, y por 20 € os guía por un paso que, de lo contrario, es imposible.
Confiando en nuestro amigo, el instinto y el GPS, nos adentramos en las pistas con rumbo Oeste. Con buen ritmo y pistas claras llegamos pronto a Hassi Ramlia, donde el oued Daoura ha bajado violento durante el invierno, y el antiguo cruce sencillo del río es ahora es ahora un infierno de arena en el que penan muchos embragues de atrevidos. Pero con Hamid a bordo es fácil: nos guía a través de un largo rodeo por el N del pueblo, entre trampas de arena, pistas duras del palmeral y la erosión del río desbordado que ha llenado de escalones la antigua llanura. Los Land Cruiser se mueven con soltura por la zona, aun sin bloqueos y con presiones altas, y media hora más tarde, Hamid nos deja en la pista al otro lado del problema, ya apuntando hacia el Tafilalet. Nos da apuro verle bajarse del coche, en plena hamada, pero nos mira con sonrisa de tranquilidad: está en su hábitat natural, se siente seguro. “Y ahora, ¿cómo vuelves?”, le preguntamos con preocupación. “Andando”, dice con naturalidad. “O guiando a otro coche”, añade, y lo subraya con una sonrisa.
Los tiempos en Africa son impredecibles. Los de la burocracia, las visitas, los repostajes y los viajes. No hay quien estime el tiempo necesario para cualquier función, sea sencilla o complicada. Continuábamos por la pista clara aunque algo lenta, pensando en al posible dificultad del paso entre el Djebel Rhart y el Djebel Tadrart, cuando de repente ¡asfalto! La pista desemboca en ¡una rotonda!, correctamente señalizada, de la que salen otra pista y una carretera impecable y recién asfaltada. Como esta novedad no coincide ni con el mapa Michelin 742 ni con ningún navegador, y veo un camión de obra en las cercanías, llegamos hasta él. El camionero y yo no tenemos más idioma en común que el de la amabilidad, y eso basta para dejar claro que la carretera llega a Zagora, nuestro destino del día. En resumen, que la etapa que, según los guías interesados de Taouz era imposible, acaba muchas horas antes de lo previsto en la piscina del Riad Lamane.
Seguimos con lo impredecible: planteamos una larga etapa de dos días, con campamento nocturno en el lago Iriki, a través de los 442 km entre Zagora y Ouarzazate, que incluyen los 128 km de pista que hay entre Mhamid y Foum Zguid. El asfalto se acaba en Mhamid, justo al borde del río Draa. Un invierno lluvioso ha hecho que el deshielo de la primavera multiplique los caudales de los ríos, que se han llevado por delante puentes que construyeron los franceses en la época colonial. Como el que deberíamos utilizar justo ahora. Pero los locales nos aseguran que el lecho del río es de piedra, y que la profundidad es escasa. Pasamos un rato mirando cómo cruzan burros y camellos, y memorizando el recorrido zigzagueante a seguir. Solo que una vez en el Land Cruiser, por no molestar a unos camellos que cruzaban en el otro sentido, me desvío un metro, solo un metro, de la ruta ideal, y el panorama cambia: el lecho cede, el agua comienza a pasar sobre el capó, y no me queda tiempo más que para pisar el acelerador a fondo, girar hacia la zona de menos profundidad y confiar en mi buena suerte. Cuando el segundo coche llega a la otra orilla, preguntamos para confirmar la pista hacia Foum Zguid, y no nos queda otra que reírnos: está al otro lado del río, no hacía falta haberlo cruzado. Repetimos el vadeo, y esta vez yo acierto con la zona de baja profundidad, y el Land Cruiser KDJ120 se sale de ella, de tal modo que parece sumergirse como un buzo para luego surgir de las aguas.
La pista está muy clara y conducimos en silencio expectante por la inmensa llanura de este lago casi siempre seco. Hay tramos especialmente lisos en los que los coches parecen flotar, y tras muchas horas a baja velocidad por pistas rizadas nos atrevemos a poner cuarta y hasta quinta. Lo que contraría es el viento, que difumina el horizonte y, sobre todo, porque dificultaría enormemente la acampada prevista. Durante varias horas avanzamos intercambiando posibilidades por la radio e imaginando cómo montar las tiendas con esta ventolera, y cómo preparar y disfrutar una cena. En realidad, el objetivo de la acampada era disfrutar de las sensaciones más que de los hechos: montar el campamento, cocinar, hacer una hoguera bajo las estrellas … y si eso no es posible, con tristeza y decepción debemos buscar una alternativa. Que surge al parar algo más adelante: si en el cerro vemos un puesto militar, es que hay alguien con conocimiento del terreno y muchas ganas de hablar. El militar que baja desde el altozano nos explica sus duros turnos de trabajo, habla de soledad y de echar de menos a la familia. Y también de que la tormenta de viento no va a amainar, que no nos recomienda acampar, y que aun llegamos con luz a Foum Zguid, pero mejor por la pista nueva que se abre a nuestra derecha, y no por la que figura en los mapas, que está machacada por los camiones.
El consejo resulta ser utilísimo, porque la pista nueva nos permite llegar, aun de día, a Foum Zguid, como nos había asegurado. En el control militar a la entrada de la ciudad, casi nos reciben con un pésame: éramos por completo ajenos a que el Real Madrid jugaba esa tarde con la Juve en Turín, y más aun a que había perdido por dos a uno. Pero aquellos militares estaban al tanto, y al ver la E de nuestras matrículas, nos supusieron aficionados al fútbol y seguidores del Madrid.
Vivimos un Marruecos distinto, montañoso y rebelde al llegar a Telouet varios días más tarde. La mayoría de los viajeros visita Aït Benhaddou, cercana a Ouarzazate y accesible por carretera. Pocos llegan a Telouet, porque hay casi 80 km de curvas asfaltadas desde Ouarzazate o tramos sin asfaltar y en mal estado si se llega desde Tizi’n’Tichka. Mejor que no vengan, para así visitar en silencio y soledad la kashba del pasha Glaoui, o lo que queda de ella. Muchas zonas del inmenso palacio de adobe se han derrumbado, y las que quedan en pie impresionan por el trabajo de estuco, los techos de cedro policromado y los mosaicos de zelj. Sorprendidos por la belleza del edificio y entristecido por su estado, volvemos a los Land Cruiser para acometer el final del viaje: los algo menos de 140 km hasta Marrakech, cruzando el Atlas por el puerto de Tichka, lo que supone afrontar las obras de mejora de la carretera y las de reparación de los daños del invierno. Al caer la noche, una parrillada de sardinas en un chiringuito en la estruendosa plaza Djemaa el Fnaa nos quita las penas y nos ensordece. Entre risas, concluimos de nuevo que nos gusta viajar por Marruecos con los Land Cruiser. ¿Cuándo volvemos?