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Hay un Golf GTI en el garaje: ¿Y vale para ir a Marruecos?

En la primera parte de esta serie se planteó si, como se suele comentar, un VW Golf GTI es el coche ideal para todo. Ocho mil kilómetros y un viaje por Marruecos después, es hora de comprobarlo de nuevo.

Hay una conversación recurrente entre aficionados a los coches que versa sobre cuál escogerían como vehículo único, como coche para todo. Y por supuesto existe su equivalente en el mundo de las motos.

Durante años, el resultado del debate terminaba llevando a un BMW Serie 3 con carrocería familiar y uno de esos motores diésel potentes tan de moda entonces. Solo que el mundo en general, y el de la automoción en particular, han cambiado tanto que las conclusiones a día de hoy serían otras.

En el puerto de Tánger, aguardando para embarcar con rumbo a Tarifa

En mi caso, teniendo en cuenta consideraciones racionales y emocionales, mezcladas con las necesidades personales, el coche ideal está ya en el garaje, y día a día compruebo si la decisión fue la adecuada o no. Un reciente viaje por los dos lados del estrecho de Gibraltar ha dicho que sí. En las autovías españolas el Golf GTI permite hacer gran parte de los recorridos en sexta a bajo régimen, gracias al mucho par disponible desde ¡1.600 rpm!, y solo se recurre a la quinta en subidas largas y pronunciadas, o por seguridad en adelantamientos largos.

Solo le encontré dos pegas al Golf en este terreno. La primera es culpa de los neumáticos de perfil bajo (225/45 R 18) mezclados con un bastidor rígido: cuando el asfalto está liso y no tiene parches, la marcha es cómoda y silenciosa; cuando está granulado o parcheado, el ruido de rodadura se hace notable, especialmente por culpa de las ruedas traseras.

Por otro lado, cuando se van acumulando los kilómetros, la banqueta del asiento se hace incómoda. Es bastante plana y está cercana al suelo, por lo que los altos levantamos las rodillas, no apoyamos todo el muslo, y el peso concentrado en la parte posterior genera incomodidad más o menos después de 300 kilómetros.

Mi Golf GTI “siete y medio”, como dicen los ingleses, se portó de maravilla en el recorrido marroquí. La ruta de Tánger a Tetuán se hizo al principio por la N 16, bordeando la costa por Alcazarseguir y detrás del monte Musa, para luego pasar a la P 4703 y P 4701 hasta tomar la N 2 ya llegando a Tetuán. Al ser buena la carretera, y con trazado fluido, gran parte del recorrido se pudo hace en cuarta y quinta.

Al día siguiente continué por la N 2 hasta Xauen, ya en el Rif, disfrutando del par en tercera entre ¡1.500 rpm! y 4.000 rpm, recurriendo a cuarta solo en las pocas rectas y a la segunda en curvas lentas y para adelantar camiones largos.

La prueba de fuego del sistema de climatización: fuera había 45,5ºC, dentro se estaba de maravilla.

El momento más duro del viaje para el coche, el que le puso a prueba, fue la mañana que nos llevó de Xauen a Arcila. Ya habiendo bajado de las montañas del Rif y cruzando llanuras en dirección Este hacia la costa del Mediterráneo, el termómetro de exterior legó a 45,5 º C. Eso sí, la temperatura del motor ni se inmutó y en el habitáculo se mantenía un ambiente agradable gracias a los esfuerzos del equipo de climatización.

Respetando el formidable diseño del Golf: se elimina en soporte de las placas de matrícula, y se las fija mediante un soporte invisible

Uno de los atractivos de la séptima generación del VW Golf es que mantiene el diseño limpio y sencillo, que no simple, completamente germánico, que Giorgetto Guigiaro dibujó en los ’70 para la primera generación. Por eso se rompe el equilibrio si se añade cualquier elemento, sean alerones o simples adhesivos. En el caso de mi coche, me chirriaba algo tan aparentemente banal como el soporte de la matrícula: cuando lo compré, las placas de matrícula, de plástico, se sujetaban mediante unos bajomatrículas negros con el nombre de un concesionario alemán: eran un añadido excesivo e innecesario de colores, forma y letras.

Una breve excursión por Google me permitió localizar una sujeción invisible: láminas de plástico con adhesivo de alta resistencia por una cara y Velcro del bueno por la otra.

Sustituir las placas negras por esos adhesivos necesitó solo de un destornillador de estrella, una buena limpieza de la suciedad acumulada detrás de las placas, eliminar todos los restos incluso de humedad con las toallitas suministradas y fijar las láminas. Para mantener la correcta posición de las placas recurrí a la cinta métrica y a un nivel de burbujas, para que quedaran centradas en sus alojamientos y horizontales por completo.

El resultado es fantástico: al diseño original del coche solo se añade el mínimo legal imprescindible: unas placas de matrícula sin tornillos ni remaches visibles, que parecen flotar sobre la carrocería roja.

El indicador de sugerencia de cambio de marchas piensa solo en ahorra combustible; no sabe en qué consiste divertirse al volante.

El cuadro de mandos de mi Golf GTI es del tipo que el grupo VW bautizó como “virtual cockpit” en su lanzamiento: en lugar de relojes analógicos con agujas físicas, es una pantalla que los reproduce digitalmente, y que el usuario puede personalizar. Aunque a día de hoy es bastante común entre todos los fabricantes, cuando apareció fue una novedad.

La configuración que utilizo tiene, en los “relojes” grandes, el cuentavueltas a la izquierda y el velocímetro a la derecha, y en el interior del primero aparece un indicador de la marcha en uso que se convierte en una sugerencia de cambio de marcha cuando el sistema lo cree necesario. Y este indicador merece dos comentarios.

Cada vez que se cambia de velocidad, el indicador desaparece un instante y solo vuelve a encenderse una vez que se ha soltado el embrague por completo y pisado de nuevo el acelerador. Tengo la sensación de que actúa así porque no hay un sensor de marcha engranada en la caja de cambios, si no que relaciona la velocidad del vehículo con el régimen de giro del motor. Por eso se desconecta al pisar el embrague y no regresa hasta que el resultado respeta una lógica.

El segundo comentario es una crítica a las exageradas sugerencias del indicador de cambio de marchas. Cierto que el motor ofrece 370 Nm de par desde solo 1.600 rpm, pero eso es a pleno gas. Además, lo que no sabe el indicador es si estoy aguantando una marcha porque me acerco a una curva y quiero ahorrarme subir y bajar de marcha en pocos metros. En tramos de curvas es habitual que, si estiro el motor en segunda, ya me esté recomendando subir hasta cuarta. Y en cuanto levanto el pie al llegar a una curva, la recomendación desaparece. En la foto que inserto más arriba (y que evidentemente tomó el copiloto), ruedo en cuarta a unas 2.300 rpm y me está pidiendo que pase a sexta cuando la velocidad no llega a 80 km/h. Toda una exageración, que va en contra de la credibilidad del sistema.

Por cierto, hay una circunstancia concreta en que el sistema de cálculo se hace un lío y ofrece un dato falso: en un tramo de curvas en que se cambie con frecuencia entre segunda, tercera y cuarta, llega un punto en que se rueda en segunda con el indicador señalando tercera. Solo al mantener la tercera engranada un rato, el indicador vuelve a la realidad.

Cuando compré el Golf me quedaron tres cuestiones pendientes que no resolvió la tienda vendedora, y que me han llevado a tratar con el departamento de atención al cliente de VW España y con un concesionario de la marca. En los tres casos han sido estupendamente amables y serviciales, aunque solo en uno de ellos has sido eficaces, si por eficacia entendemos responder a mis preguntas.

La primera cuestión se refería al manual del usuario. Con el Golf me entregaron toda la documentación original, incluyendo su manual en perfecto alemán. Como no conseguí la versión en español en la web de VW España, hablé con su departamento de atención al cliente, que me remitió a un concesionario. Ahí, tras una visita personal y varios mensajes de WhatsApp, me proporcionaron el mensaje que me permitió descargar la versión digital en formato pdf.

La segunda pega se refería a porqué en mi coche no funcionaba la conexión del teléfono para Apple Car Play y Android Auto, cuando sí conseguí conectarlo mediante Bluetooth para las funciones de teléfono y música. En VW España no supieron explicármelo, y me remitieron a otro departamento (¿en Alemania?) más especializado. Allí si fueron capaces de decirme que esa función existe, pero que era una opción en los vehículos del mercado alemán, como el mío, y un equipamiento de serie en el español, y que un concesionario me ayudaría, previo pago a activarlo. En el concesionario me confirmaron esta información, aunque no fueron capaces de darme un presupuesto, por lo que sigue sin activar.

Y la tercera pregunta parte de mi interés por cuidar el coche y que su mantenimiento siga a cargo de un concesionario de la marca. Oí que existen planes de mantenimiento a precio fijo en los concesionarios, que permiten cierto ahorro, y por ellos pregunté, hasta quedarme enganchado en la burocracia de las multinacionales: que si tengo que consultarlo, que si en VW no me han dicho nada, que si hay dudas porque los primeros mantenimientos se hicieron en Alemania y no es España, … Conclusión, que tampoco para la tercera cuestión hubo respuesta.

Es decir, que por ahora el Golf GTI “ siete y medio” está a la altura del mito, y el servicio al cliente por debajo.

Un paseo en moto por Argelia (y II)

En la época del turismo masificado, viajar por un país no turístico es una vivencia intensa. Hacerlo solo y en moto le añade profundidad.

 

Recorrer un país que no es un destino turístico habitual es, para quien vive en un país turístico, pasarse el día abriendo una caja de sorpresas, porque lo que damos por hecho no sucede, y lo inesperado se convierte en habitual.

En España nos parece normal que haya una multitud de señales que indican no solo a dónde se dirige cada calle o carretera, también dónde se encuentran los hoteles o los museos; y todos los lugares que ofrecen servicios a los turistas, como bares, hoteles o restaurantes, cuentan con sus carteles bien visibles, luminosos y llenos de colores. Por no mencionar todos esos pequeños servicios adicionales que prestan las oficinas de los bancos, las empresas de cambio de moneda, los cajeros automáticos, las máquinas de venta de bebidas y las tiendas de conveniencia.

Mercado en el centro de Argel.
Callejuela en la kasbah de Argel.
Lo de que muchas de las casas de la kasbah de Argel están a punto de caerse no es una frase hecha.

Cuando llegué a Argel, la capital del país, con 3,3 millones de habitantes, me topé de repente con la ausencia de casi todo lo anterior. Cierto que en el centro los establecimientos de hostelería abundan y tienen carteles, pero en las ciudades del interior los pocos que hay carecen de identificación. No vi en dos semanas un negocio de cambio de moneda y solo los hoteles que pertenecen a cadenas occidentales tienen rótulos en el exterior.

Aprendí esto último porque me había encaprichado con alojarme en el Hotel El Djazaïr, el antiguo St. George, uno de los mejores de Argel e, indudablemente, el de mayor peso histórico. Se han alojado en él desde Edith Piaf al Che Guevara, el Barón Rothschild y Simone de Beauvoir, y lo que le hace más atractivo es que, durante las campañas africanas de la II Guerra Mundial, se convirtió en el cuartel general aliado y acogió a Winston Churchill y al General Eisenhower, entre otros. Pues bien, mi BMW y yo pasamos tres veces por delante de la puerta sin darnos cuenta, porque no hay un solo cartel identificador.

Varios días más tarde hicimos exactamente lo mismo en El Oued, porque tampoco el inmenso Hotel La Gazelle d’Or tiene carteles en el exterior. Así que cuando llegué a Ghardaïa no busqué los carteles del Hotel Belvedere; en su lugar, recurrí a un sistema más antiguo: memoricé que “es el edificio de color como amarillo que hay al subir la cuesta del cerro que conduce al hospital y que está a continuación de la entrada de Urgencias”; así lo encontré a la primera.

Otra obviedad en la que caí una vez sobre el terreno es que un país sin turistas es un país sin tiendas de recuerdos. Personalmente esas tiendas no me gustan, nada, pero en ocasiones son el único lugar en donde comprar algo típico del país. Sin embargo, en Argelia no hay, y lo poco que compré lo encontré en el lugar más auténtico de todos, el mercado en el que los locales se aprovisionan de lo que necesitan. En el mercado de Ghardaïa encontré unas jarras de barro forradas de tejido de esparto, en las que los argelinos beben agua fresca, porque funcionan con el mismo principio termodinámico que los botijos: el tejido humedecido, al evaporarse, reduce la temperatura de la jarra, y ésta, al ser de arcilla y por ello porosa, permite también una evaporación que enfría el agua.

El mercado de Ghardaïa, otra manera de entender el concepto de centro comercial.

Una herramienta a la que los occidentales nos hemos acostumbrado para conseguir información cuando estamos en un lugar que no nos es habitual es Google Maps, con sus buscadores de servicios (gasolineras, restaurantes, farmacias, …) y los enlaces que nos permiten ampliar la información, conocer el horario de apertura, las opiniones de otros usuarios, cómo llegar, … Pero, claro, si no hay turistas, no se alimenta esa base de datos, por lo que deja de ser útil: los horarios que aparecen no son los reales o figuran negocios que han cerrado; por eso, tras los primeros fracasos, lo abandoné.

En el fondo, hay otro motivo detrás de esta característica de país sin turistas, y es que tampoco los argelinos consumen los servicios que demandan los turistas, ellos simplemente por falta de dinero. La renta per cápita en Argelia es la sexta parte de la española, por lo que pocos argelinos “salen” a bares, restaurantes y hoteles. En conclusión, si no hay turistas y los argelinos salen poco, más de un día pasé apuros para encontrar algo que comer o cenar.

La cumbre de estas peripecias la alcancé ya al final del viaje, en Orán. Tenía interés en visitar el Fuerte de Santa Cruz, una fortaleza militar construida por los españoles en el siglo XVI, cuando Orán era nuestra, para proteger tanto la misma ciudad como el puerto. Se asienta en lo alto del monte Murdjadjo, en el lado oeste de la bahía, con vistas espectaculares sobre Orán desde un lado y sobre Mazalquivir desde el otro. Guiándome por Google Maps, comprobé que podía llegar hasta las cercanías del Fuerte si subía en el teleférico de la ciudad hasta su parada final, ya en la parte alta del Murdjadjo y, siempre según Google Maps, caminaba unos quince minutos. Una vez que me bajé del teleférico, los dos primeros minutos del supuesto paseo fueron eso, un paseo. A partir de ahí, Maps me hizo bajar por un sendero solo para cabras situado una ladera reseca por la que no habría bajado ni en la bici de montaña, y me obligó a caminar por el borde de una carretera estrecha a pleno sol y sin cartel indicador alguno que me guiara. Al llegar al “Parking Santa Cruz”, con el Fuerte ya a la vista, Maps me guio hacia un camino pavimentado que arrancaba del aparcamiento en dirección al propio Fuerte y lo abordé convencido de que, a pesar del calor, ya estaba llegando. Unos cien metros más adelante, al pie de la muralla, el camino se terminaba, de repente, en medio de la ladera. Se me ocurrió entonces que, estando tan cerca y por no dar la vuelta, podía trepar por esa ladera, ya que la entrada al Fuerte no podía estar lejos. Cuando ayudándome con las manos llegué a lo alto del desnivel, vi no solo que no había manera de llegar al Fuerte; además, lo que tenía delante, o para ser más preciso, unos quinientos metros más abajo, al fondo del precipicio al que me asomaba, era la base militar de Mazalquivir.

Renegando de Google Maps y del Ministerio de Turismo de Argelia, si es que existe, deshice el ascenso y el camino interrumpido, y seguí caminando por el borde de la carretera estrecha hasta finalmente llegar al Fuerte de Santa Cruz. Lo visité pensando en cómo iba a regresar, en si sería inevitable otra media hora caminando al sol por la carretera estrecha para luego subir por la ladera reseca que no podría hacer en la bici de montaña. Y, sin embargo, cuando salí del Fuerte, desde un Renault Clio negro, viejo y sin identificaciones me dijeron “¿Taxi?”, y por unos pocos dinares me llevaron hasta la estación del teleférico.

Las impresionantes ruinas de Timgad, sin un solo visitante.
Orán frente al Mediterráneo, con el Fuerte de Santa Cruz en lo alto.
Más puentes de Constantina.

Estas anécdotas propias de un país sin turistas se dan, por contraste, en un lugar plagado de atractivos que deberían reunir a muchos visitantes. Me encantaron Argel y de Orán como réplicas estropeadas de París al borde del Mediterráneo; en definitiva, lo que se construyó en la época colonial, ajado por años de dejadez. Disfruté de esas avenidas flanqueadas por edificios señoriales, ahora con las fachadas dañadas por el tiempo, faltas de una mano de pintura. Me enamoré de la vista de Orán desde el bulevar, con el puerto y el mar a la derecha y las fachadas blancas asomándose al agua, con las avenidas a distintos niveles y el Fuerte de Santa Cruz vigilando al fondo; me recordaba a Mónaco, en versión dejada y empobrecida, habitado por enjambres de Dacia y Hyundai en lugar de por manadas de Ferrari y Lamborghini.

El impacto de la visita a las ruinas de Timgad se debió tanto a su enormidad como a la soledad del lugar. Asociamos un resto de gran valor histórico con el hecho de que haya una multitud visitándolo, y la ciudad romana de Timgad es inmensa en superficie y la visité completamente solo. He repasado las fotos y los vídeos de mi estancia, y nada más que aparecen dos vigilantes escondidos en busca de una sombra. Paseé con calma bajo el Arco de Trajano, recorrí los baños y me senté en el teatro, siempre solo y en silencio.

Qué decir de los cientos de kilómetros que la BMW y yo recorrimos por el desierto, de la agobiante sensación de vacío que genera cruzarlo, especialmente en moto. La calma tensa cuando uno se para en el arcén, no oye más que la propia respiración, y mientras se bebe agua y se hacen unas fotos, se mira de soslayo a la moto y se le pregunta: “¿Ahora vas a arrancar, verdad?”

Estaba igualmente vacío Beni Isguem, una de las cinco ciudades de la pentápolis de Ghardaïa, en el valle de M’Zab. Allí surgió la rama mozabita del Islam, una interpretación estricta, aunque no violenta del Corán, que se manifiesta de modo claro en la ciudad: los infieles no podemos quedarnos a dormir dentro de la muralla, solo podemos recorrer la ciudad con un guía local, las mujeres van cubiertas de tal modo que solo se les ve un ojo, no se puede fotografiar a las personas, … En todo mi recorrido por la ciudad de Beni Isguem no vi un occidental, solo paseábamos el guía y yo por calles tan estrechas que si pasaba un burro no cabíamos los tres, y sentía que estaba en otro momento de la historia.

En ese sentido, deambular por un país sin visitantes permite percibir la realidad sin distorsión alguna, no como en los lugares adaptados para ofrecer al viajero lo que espera. Lo entendí la noche en que salí a cenar en Timgad, y acabé en el único lugar que estaba abierto, un local con un interior mínimo y caluroso, con dos mesas en la acera frente a una pequeña barbacoa de carbón. El dueño, con un inglés atropellado y un despliegue de amabilidad, me enseñó todo lo poco que había disponible para cenar, y escogí sopa de garbanzos y brochetas de pollo. Mientras el pollo se cocinaba en la barbacoa y disfrutaba de la sopa, intensa hasta ser picante, muy especiada, recordándome a la harira marroquí, miraba a un taxista joven y gordo que lavaba su coche en la acera, frente a mí. Se había traído unos cubos de agua, y estaba dejando impecable su baqueteado Hyundai Atoz. Daba igual que yo imaginara al pequeño Hyundai con sus ruedas de juguete por las carreteras argelinas, o que hiciera mentalmente el abultado presupuesto de reparación de los muchos golpes y roces que tenía; para el taxista era su joya y su herramienta de trabajo, y quería presentárselo limpio a sus clientes. También el del restaurante estaba orgulloso de su trabajo y sonreía agradecido cuando elogié la sopa y me servía satisfecho las brochetas, que en su inglés básico no eran de pollo (“chicken”) sino de algo que sonaba a cocina (“kitchen”).

El Fuerte de San Gregorio visto desde el Fuerte de Santa Cruz; abajo, Orán y su puerto.

En el barco de ida y en el de vuelta mi moto era la única y no había más occidental que yo; en los muchos kilómetros recorridos a pie y en moto, no me topé con otro viajero ni con su vehículo. Y sin embargo, nunca me sentí mirado, nunca generé la menor atención. Me había acostumbrado a que, de un modo u otro, la condición de viajero me convierte en atención bien de los curiosos, bien de quien me quiere vender algo. En Argelia solo me ofrecieron sus servicios los que cambian divisas en el mercado negro, nunca un restaurante o una tienda. Era como ser un voyeur cuando lo que quería era mimetizarme, ser espectador alejado en lugar de cercano.

Le daba vueltas a esta extraña conclusión mientras cerraba el equipaje en el hotel de Orán. Preparé el billete del barco y el pasaporte lleno de sellos, y saqué del fondo de la bolsa de viaje las llaves de casa. Ya a bordo, desmonté la SIM de Djezzy del móvil y monté la del operador español, mientras le daba vueltas a lo cerca que está Argelia en lo geográfico y la distancia que nos separa en todo lo demás.

Un paseo en moto por Argelia (I)

Argelia está ahí enfrente, a una noche de navegación desde Valencia o Almería, con un millón de razones para visitarla. Solo que no es un país turístico, casi ni abierto a Occidente. Quizá por eso me gusta tanto que este ha sido mi tercer viaje a Argelia, los tres en moto.

¿Cómo se mide la importancia, o el valor, o la intensidad de un viaje? Supongo que cada uno de los que lo miden tendrá sus parámetros. Mi primera referencia para calcularlo son las llaves de casa. A diario las llevo a mano, junto a los mandos de su alarma y del garaje. Si voy a hacer un viaje de varios días, ese conjunto de objetos deja de estar en un bolsillo y pasa al fondo del equipaje, y ese movimiento práctico me recuerda que nos los necesitaré, que estaré unos días lejos de casa.

La segunda de mis medidas del valor de un viaje está en el pasaporte, porque llevarlo encima quiere decir que he salido de los confines de esta Vieja Europa que cada vez se parece más a nuestra casa. Si además en el pasaporte se ha añadido un visado y un aduanero lo ha complementado con unos cuantos sellos, el viaje adopta ya una dimensión superior, la de adentrarse en un tipo de países alejado, no necesariamente en lo geográfico, de lo que llamamos casa.

Pues bien, ahora estoy varios escalones por encima de ese segundo nivel. En la pequeña mochila que tengo a mi lado hay un pasaporte con visado y sellos. También hay un permiso temporal de importación de vehículos, que le va a permitir a mi BMW pasearme por Argelia durante unos días, a contar desde esta mañana, cuando desembarcamos. Y también guardo en la mochila un seguro válido por un mes, porque por estas tierras los acuerdos internacionales sobre seguros de vehículos no son válidos, y hay que contratar uno al entrar en el país.

Además, mientras me tomo un “café noir”, intenso de verdad, en la terraza de un bar de Argel, frente a la orilla sur del Mediterráneo, he traspasado la barrera que define simbólicamente un viaje de verdad en nuestro mundo digitalizado: he extraído la tarjeta SIM española de mi teléfono móvil y he instalado una local que compré hace un rato en el puerto. El número de teléfono que habitualmente me relaciona con mi entorno está inactivo, y ahora hay otro número, temporal, que me sitúa en un lugar nuevo. Ya tengo la sensación de estar lejos de casa y, a la vez, de poder moverme con comodidad las próximas semanas.

La acogedora sala de espera del puerto de Valencia.
A punto de atracar en el puerto de Argel.

Parece que la narración de un viaje por Argelia no puede iniciarse sin contar anécdotas sucedidas en el cruce de la frontera, quizá sea porque es la primera peculiaridad que uno se encuentra al llegar a Argelia, la primera de muchas. Así que vamos con ello, destacando que esta vez esos ingredientes especiales arrancaron estando aun en España, en el puerto de Valencia. Se aguardaba para embarcar en una explanada cutre, un aparcamiento al aire libre con cubiertas de chapa metálica para dar una cierta sombra, y con unos baños provisionales al fondo. Ni comida ni bebida por las cercanías.

Después de más de una hora de espera se abrió la barrera que había al fondo del aparcamiento, y la Policía Portuaria nos permitió acceder, a los que cabíamos, en la siguiente zona, unos sesenta coches y mi moto. La única diferencia con el secarral anterior es que éste no tenía ni sombra ni baños.

Tras un sofocante rato ahí, pasamos a un muelle del puerto y tanto Balearia como la Policía Nacional y la Guardia Civil fueron rápidos, así que poco después mi BMW y yo embarcábamos en el Regina Baltica. Me sorprendió que no accediéramos a la bodega a través de la rampa habitual de popa, ancha y casi horizontal; en su lugar nos hicieron subir por un acceso lateral en la popa, estrecho y empinado, y al alcanzar la bodega un empleado cuyos gestos no entendía bien me hizo maniobrar para ascender por otra rampa a una plataforma superior donde nos aglomeraban a todos los coches que no llevaban baca y a la única moto que había a bordo.

Como era de suponer, esa entrada laberíntica provocó que, a la mañana siguiente, tras atracar en Argel, la bodega se convirtiera en un follón de bocinas, gritos, coches que maniobraban en los diferentes niveles y empleados dando órdenes que nadie seguía.

Un rato más tarde, con las dos ruedas y los dos pies ya en tierra firme y toda mi paciencia activada, inicié los trámites de la aduana. Mis anteriores experiencias en fronteras argelinas han merecido ser narradas aquí, y aun en 2025 el acceso al país, además del visado, requiere de una amplia carga burocrática. La preocupación por los trámites me daba vueltas por la cabeza en la media hora que pasé haciendo cola en una nave del puerto bajo, otra vez, un techo metálico, con el calor y la humedad del puerto agobiando. Cuando por fin me llegó el turno, el primer aduanero que me atendió revisó el pasaporte, el visado, la documentación de la moto y las reservas de los hoteles en que supuestamente me iba a alojar en la estancia, otro de los requisitos de acceso, y rellenó unos cuantos formularios.

Después de ese paso inicial avancé unos diez metros, lo necesario para que dos aduaneros comprobaran otra vez mi documentación y me permitieran avanzar hasta el lugar en el que el cuarto aduanero de la mañana me señaló, con precisión milimétrica, el lugar en el que debía aparcar la moto. Como su inglés y mi francés no tenían muchos puntos en común, solo entendí que la moto se quedaba allí, y que yo debía dirigirme a la colección de ventanillas ubicadas en contenedores de obra convertidos en oficinas para hacer no supe bien qué. Tras preguntar, esperar y volver a preguntar, otro aduanero cumplimentó más formularios, que incluían datos del pasaporte, del visado, de la documentación de la moto y hasta los nombres de mis padres. A estas alturas, la carpeta en la que guardaba la documentación del viaje había engordado a base de papeles, cartulinas y fotocopias, todos con muchas firmas y sellos.

Con todo bien guardado, y tras preguntar y repreguntar, deduje que debía volver a donde dejé la moto para llevarla a que registraran el equipaje. Y una vez que, tras un rato de charla, hacer como que lo registraban, y mirar por enésima vez el pasaporte volví a preguntar, fui incapaz de entender lo que me decían, pero arranqué la moto y me dirigí a donde apuntaban los dedos de los policías con los que había hablado. Solo que algo había entendido mal, porque después de bajar de la nave en la que estaba y llegar a la rotonda que indicaban, otro policía manoteaba mientras me gritaba que qué hacía y que a dónde iba. Paré, me disculpé, me fijé en a dónde apuntaba su nuevo gesto y cuando llegué encontré, qué alegría, un policía que sabía algo de inglés y además explicarse. No solo me dijo que ya había terminado el papeleo, además me guio hasta la oficina en que pude contratar el seguro de la moto.

Y aquí me sucedió algo que se fue repitiendo a lo largo del viaje. Como aun no había salido de la zona de aduanas, no había podido cambiar euros por dinares, de modo que pregunté al empleado de la oficina de seguros si podía pagar con tarjeta. A lo que me respondió que se había estropeado el terminal de pagos, pero que admitía euros en efectivo. No le di más importancia al hecho, ni siquiera cuando unos minutos más tarde me sucedió lo mismo mientras compraba una SIM local. Ni siquiera esa tarde entendí lo que sucedía, en pleno centro de Argel, al toparme con varios tipos que me ofrecían cambiar euros con una mejor cotización que en el mercado oficial: 220 dinares por cada euro, en lugar de 145.

Solo al día siguiente, cuando iba a pagar mi estancia nada menos que en el Hotel El Djazaïr, el antiguo St. George, y ¡también! falló el terminal de pagos, lo comprendí: en el momento de cobrar cualquier compra o servicio, los empleados de cualquier establecimiento fuerzan la situación para cobrar en euros en efectivo, los cambian luego en el mercado negro, ingresan la cantidad correcta en dinares en la contabilidad de su empresa, y se quedan con la diferencia.

Un área de servicio cualquiera.
Después de disfrutar de la carretera de los túneles de Constantina.
Ghardaïa de noche.

Ya con los papeles en regla y la SIM en marcha, mi BMW y yo iniciamos el curso de adaptación a la conducción argelina, otra peculiaridad a la que hay que acostumbrarse. En la primera clase del curso, nada más salir del puerto, aprendimos algo útil para todo el viaje: el asfalto brilla como si lo hubieran pulido y debe agarrar tirando a poco. La otra lección de la mañana, igualmente válida en toda Argelia, es que por aquí los semáforos, las señales y las líneas del suelo tienen un valor relativo, de modo que desconecté en mi mente el modo de conducción europeo, activé el de supervivencia y recorrí ya sin miedo el centro de Argel, lo mismo que a lo largo del viaje iba a callejear por ciudades como Constantina u Orán.

La tercera lección de conducción iba a llegar al día siguiente, en la inesperada autovía entre Argel y Constantina. Digo inesperada porque temía tener que cubrir esos casi cuatrocientos kilómetros por una carretera estrecha y en mal estado, y me topé con una formidable autovía de tres carriles. Eso sí, el asfalto seguía brillando, y yo no entendía ni las velocidades del resto de los vehículos ni el motivo de sus repentinos cambios de carril.

Como no tenía prisa, preferí rodar despacio y con prudencia, fijándome en los demás, hasta que entendí la mecánica de la conducción: en principio los camiones circulan por el carril derecho, los vehículos más ligeros por el central, y los que adelantan o tiene prisa por el izquierdo; hasta ahí todo claro. Pero cuando hay baches, y los del carril derecho suelen ser grandes; el camión que se acerca a ellos se cambia al carril central sin realizar indicación alguna, por lo que los que circulaban por el carril central pasan al izquierdo también sin avisar. Así de fácil.

Con la lección aprendida, pasé a rodar por la izquierda mientras miraba a los camiones de la derecha, y cuando les veía moverse sabía que en unos segundos alguien del carril central me cerraría el paso, y debía frenar con anticipación.

La última clase del curso de conducción fue la más dura, y llegó a ser físicamente dolorosa. Una característica del tráfico urbano de los países en desarrollo es el elevado número de atropellos en zonas urbanas: cada vez más tráfico y cada vez más rápido, frente a peatones que cruzan sin mirar y por cualquier parte. Como la solución no pasa, por falta de respeto a ambos, por instalar semáforos o pintar pasos de cebra, la alternativa suele ser construir barreras reductoras de velocidad, o guardias tumbados, o badenes, según como los llame cada uno. Solo que en Argelia, incluso en los pueblos más pequeños, parece que se les ha ido la mano tanto en la cantidad como en su perfil y su altura. De tal modo que mi moto, una trail con cierto recorrido de suspensión, necesitaba pasarlos en primera o como mucho en segunda. Por eso cada cruce de localidad se eternizaba, porque había que reducir hasta primera, salvar el obstáculo, acelerar hasta el siguiente badén con tiempo solo para poner segunda, reducir de nuevo, y así hasta salir del pueblo. Decenas de cruces como ese cada día terminaban produciendo dolor de espalda y molestias en las manos por la frenadas, además de reducir la velocidad media de cada desplazamiento.

Claro que peor lo pasaban otros, como los abundantes vehículos sencillos y pequeños, muchos de origen coreano, con minúsculas llantas de 13”, para las que los badenes eran casi escalones. O los camiones con remolque, en los que cuando el último eje del remolque salvaba un badén, el primero de la cabina casi había llegado al siguiente.

La parte bonita de Argel es realmente bonita.
Uno de los muchos puentes de Constantina.

 

Sin embargo, no todo fue negativo en la conducción, ni mucho menos. Al placer de rodar en moto por lugares desconocidos, solitarios y poco frecuentados, al disfrute de ser la única moto durante muchos días y miles de kilómetros, se une el atractivo de los paisajes únicos. Si tuviera que destacar tres momentos de placer al manillar está claro que uno de ellos sería callejear por Argel y Orán, una vez que había memorizado lo más básico de su trazado y me desenvolvía con soltura, aunque sin bajar la guardia, por calles y plazas. Seguía pendiente del brillo del asfalto y de la importancia solo relativa de los semáforos, pero qué agradable era moverse libremente por esos barrios afrancesados del centro, que siempre acaban asomándose al Mediterráneo. Otro momento fantástico y a la vez inesperado tuvo lugar en Constantina, conocida como la ciudad de los puentes, porque está construida entre colinas, valles y barrancos que se comunican con enormes puentes. Asomado a uno de los más grandes, el puente Sidi M’Cid, vi abajo una carretera que serpenteaba junto al río Rhummel y que entraba y salía de túneles excavados a pico en la roca. No tardé en localizar en Google Maps la manera de llegar hasta allí, y a la mañana siguiente pude rodar encajado entre la montaña y el precipicio, entre túneles y bajo el puente.

Y el tercer momento de placer el manillar fue el más largo e intenso, la sensación de cruzar cientos de kilómetros de desierto, esa “inmensa cantidad de absolutamente nada”, como lo definió un argentino, que produce a la vez deleite y agobio. Cada vez que me paraba para beber agua o hacer alguna foto, repetía la sensación de oír simplemente mi respiración y el susurro del viento, de no ver más seres vivos que algún camello ocasional o cabras solitarias, de sentirme integrado en la naturaleza y amenazado por ella.

Porque ciertas circunstancias me habían obligado a realizar el viaje un mes más tarde de lo que me hubiera gustado, ya bien adentrado Junio, con lo que supone de mucho calor. Seco salvo en la costa, pero con intensidad cruel incluso en la noche. Aunque intenté evitarlo iniciando los recorridos más temprano, la barrera de los treinta grados se saltaba ya a las nueve de la mañana, poco después pasaba la de los 35º, y de ahí no se bajaba hasta el anochecer. Esas temperaturas, con la ropa de moto con protecciones, más casco y guantes, me obligaba en los peores días a parar como mucho cada 60 kilómetros para beber. Llegué a aficionarme a unos batidos de frutas con leche, fáciles de encontrar en cada pueblo, a la venta en botellas de medio litro, que me bebía de un trago. Y curiosamente el peor momento de calor lo viví ya llegando al final del viaje, en los kilómetros previos a alcanzar Orán. Debía acercarse el mediodía, rodaba por una autovía con tráfico denso y desordenado que me obligaba a estar atento, cruzando una especie de polígono industrial infinito plagado de concesionarios de automóviles, unos abiertos y prósperos y otros cerrados y sucios; el termómetro de la moto decía que su motor aguantaba pero el ambiente estaba a 41ºC, y yo me cocía dentro de mi ropa protectora. Aguanté como pude, sudando por dentro, hasta que de repente, con los primeros edificios de la ciudad a la vista, el efecto del mar hizo bajar la temperatura unos diez grados.

 

Peregrinaciones (laicas) por Inglaterra

En el fondo, lo que busca un peregrino es comprobar si lo que encuentra en el lugar de peregrinación es lo que imaginaba antes de salir de casa. Si para los anglófilos aficionados al mundo del motor Inglaterra es tierra de peregrinación, ¿lo que he vivido en el viaje de este verano es lo que esperaba?

Hace una media hora que he recogido un Nissan Juke manual de alquiler de las oficinas de Avis cercanas a la terminal 5 del aeropuerto de Heathrow, y no me duelen los nudillos de la mano derecha. Esto funciona.

En anteriores experiencias conduciendo por la izquierda, todo había ido bien hasta el momento de cambiar de marcha. Por una reacción instintiva, tras décadas conduciendo con la palanca a mi derecha, cuando el oído me decía que había que cambiar de marcha la mano derecha salía disparada buscando la palanca de cambios y golpeaba con el guarnecido de la puerta. Después de tres o cuatro errores, el dolor en los nudillos me recordaba que la palanca estaba al lado izquierdo.

Esta vez no solo he aprendido, también conduzco concentrado para evitar este tipo de confusiones, y a la hora de cambiar de marcha solo me encuentro con una dificultad, simplemente ergonómica: el movimiento de la mano izquierda para reducir de marcha impar a par (5ª a 4ª, y 3 a 2ª) no es natural, y debo hacerlo con un cuidado especial: a la vez hacia abajo y alejándola del cuerpo, hacia la izquierda.

También centro la atención en las enormes y complejas rotondas británicas en las que además se circula en sentido horario, al revés que en el continente. Muchas de las que encuentro están en lo que por aquí llamamos autovías, lo que garantiza la existencia de muchos carriles y tráfico abundante, que además viene “por el otro lado”.

Solo hay un punto al que no me termino de acostumbrar: el retrovisor interior está, claro, a mi izquierda, y más de una vez, buscándolo a la derecha, me he topado con el oportuno adhesivo de Avis que me recuerda “Drive on the left”.

El otro punto que me llama la atención a la hora de rodar por las carreteras inglesas es el modo de conducción de los conductores locales: se respeta escrupulosamente la velocidad máxima autorizada en cada lugar, sean 20 millas por hora en zona urbana o 70 en autovías. Es más, cuando alguien se coloca en el carril derecho para adelantar (sí, que no se nos olvide que se adelanta por la derecha), los que vienen detrás no se pegan a él, agobiándole para que despeje de inmediato el carril. Al contrario, esperan con paciencia y a distancia, sin presionar, y solo cuando se acaba la maniobra de adelantamiento, aceleran para recuperar su ritmo.

También se respeta, y mucho, la distancia de seguridad, independientemente del tipo de calzada y de la velocidad a la que se ruede. Y al crearse estos amplios huecos entre coches, se facilita la incorporación de los que se unen a la carretera, porque tienen fácil ocupar esos huecos.

Hace tiempo que la prensa británica del motor insiste en el mal estado de sus carreteras; lo recuerdan especialmente cuando vienen a disfrutar de las vías españolas en las abundantes presentaciones a la prensa que se convocan por aquí. De ahí que no me sorprendiera toparme con tal cantidad de baches, agujeros, parches y ondulaciones, especialmente en las carreteras secundarias, lo que allí llaman “B-roads”.

Sí hubo otras dos peculiaridades que me llamaron la atención. En primer lugar, que muchas de esas carreteras no solo no tienen arcén, es que la calzada está limitada por un bordillo. Esto significa que, en caso de apuro, no solo no contamos con un metro más de anchura de calzada, es que el bordillo será un tope con el que chocarse si pilotamos una moto, o que puede ayudarnos a volcar si conducimos un coche.

El otro punto que me sorprendió es la casi ausencia de señalización horizontal, de líneas pintadas en el suelo. Estoy acostumbrado a utilizarlas como referencia para ubicar el vehículo en el carril, y me sirven de guía de cara a trazar las curvas, pero su práctica inexistencia me obligaba a tomar como referencia el bordillo, el coche que rodaba por delante (si había alguno y lo hacía bien) o mi intuición. La falta de línea central continua en las calzadas de un carril por sentido me preocupaba especialmente, porque esa es mi referencia al conducir por el otro lado: si me siento a la derecha del coche y conduzco por el carril izquierdo, debo ver con claridad esa línea y no pisarla nunca con las ruedas, porque eso significaría que estoy invadiendo el carril contrario. Usar el bordillo como referencia es más difícil y menos seguro, porque lo tapa el coche propio y su color no destaca contra el asfalto.

 

Para quienes alimentamos la pasión por las motos y los coches fundamentalmente a través del Reino Unido, recorrerlo ofrece la posibilidad de visitar esos lugares que nos muestran, por ejemplo, las revistas especializadas o “You Tube”. Uno de esos sitios es “Caffeine&Machine”, punto de reunión de los aficionados que necesitan pocas excusas para lucir sus juguetes con ruedas mientras cenan y toman unas cervezas.  El pretexto el día de mi pereginación a “The Hill”, el local de “Caffeine&Machine” cercano a Statford-upon-Avon, era una reunión de propietarios de Aston Martin.

Ver en España un coche de esta marca se etiqueta como sorpresa o acontecimiento; es de imaginar mi cara cuando, al llegar, conté más de veinte. A falta de los cotizadísimos DB5 y DB6, había unas cuantas unidades de cada uno de los modelos que se lanzaron después, incluyendo los últimos DB11 y DB12. Y hasta dos unidades de la recién lanzada serie limitada “DB11 F1 Edition”, uno en el verde metalizado de los Fórmula 1 de Alonso y Stroll, y otro en verde satinado. No fui capaz de decidir cuál me gustaba más.

Como remate de las rarezas, tres orgullosos propietarios aparecieron con unidades del Rapide, ¡tres! Para ser la primera ocasión en que me topo con un Rapide en vivo, ver tres juntos fue todo un choque. Y por cierto, es tan elegante por fuera como escaso de espacio en las plazas traseras.

En general, el entorno de “Caffeine&Machine” era una versión muy británica de eso que se llama “mezcla de tradición y modernidad”: el edificio de “The Hill” fue primero residencia familiar de un terrateniente local, y luego una venta, lo que por Inglaterra se llama “bed&breakfast”. Enclavado entre colinas perennemente verdes, está a solo dos millas de Stratford-upon-Avon, donde nació William Shakespeare. En las mesas de los alrededores del edificio, desde las que contemplo los Aston Martin, hay grabado un código QR que permite acceder a la carta del “pub”, realizar pedidos y pagarlos. Además funciona, porque sin moverme de la mesa y sin dejar de admirar los coches, me traen una pinta y unos sándwiches.

 

Parece obligatorio que una peregrinación automovilística por Inglaterra incluya una visita a una de esas fábricas desconocidas por la mayoría y adoradas por el resto, como Morgan. Aun conservan y utilizan la nave original en la que Harry Morgan arrancó la producción de sus coches allá por 1914. El resto de la zona de fabricación son igualmente naves de ladrillo oscuro, ideales para ambientar películas de la era de la revolución industrial, y ubicadas en las afueras de un pueblo llamado Malvern. Dentro de esas naves conviven tecnologías de muchas décadas diferentes. Por un lado, los motores, los cambios y la electrónica son de origen BMW, lo que significa que hay muchos, pero que muchos cables. Esos motores y sus transmisiones se montan sobre bastidores monocasco elaborados según técnicas aeronáuticas: chapas plegadas de aluminio que se unen entre sí mediante adhesivos y roblonado.

Hasta aquí la modernidad, porque ese conjunto se cubre con una carrocería de chapa de aluminio formada a mano sobre un bastidor de madera. De hecho, las naves en las que se fabrica y monta la carrocería utilizan los mismos utillajes de carpintero que un taller de carruajes y diligencias. Visualmente el resultado final es un coche de aspecto tradicional, solo que con luces de leds y tripas actuales.

A lo largo de la visita nos topamos con el prototipo terminado y las dos primeras unidades de producción del Midsummer, lo que empezó como una charla durante la visita de personal de Pininfarina a Morgan, y acabó como un proyecto conjunto limitado a cincuenta unidades. Que, por cierto, se habían vendido 48 después de anunciarse. Sobre la base del Morgan actual, Pininfarina ha creado una carrocería más envolvente y a la vez más sencilla, destacando el uso de la madera a base de dejarla vista en el habitáculo. Toda una delicia para los fanáticos, y una colección de dudas para quien juzgue estos coches desde un punto de vista objetivo, como iba a descubrir al día siguiente.

Me gusta mantenerme cerca de la realidad mezclando, en las proporciones adecuadas, la teoría con la práctica. Para ello había alquilado, durante un día, un Morgan Plus Four, el modelo actual con motor BMW de dos litros y 255 CV para solo 1.007 kilos.

A la hora de montarse se ha de salvar el ancho estribo lateral, y meter la pierna entre la banqueta del asiento y el volante. Una vez dentro, el codo derecho roza con el guarnecido de la puerta, y la rodilla de ese lado queda encajada entre la propia puerta y la columna de dirección.

Para facilitarme la conducción, había escogido la versión con cambio automático, que me ofrecía una ventaja adicional: en una unidad con volante a

la derecha, como ésta, la presencia de la caja de cambios deja poco sitio en la zona de los pedales, y solo caben el del acelerador, el freno y un reposapié para el izquierdo. Si el cambio es manual, hace falta un pedal de embrague, y el pie izquierdo se queda sin apoyo. Al acabar la visita a la fábrica el día anterior había confirmado la reserva del alquiler, y solicitado consejo sobre rutas de los alrededores enlos que disfrutar del Morgan Plus Four. De modo que al recoger las llaves me encontré en recepción un sobre a mi nombre con rutas sugeridas, que incluían dos puntos de alto interés. El primero era recorrer “The Costwolds”, una zona que admite la definición de “todo lo que el que no sea inglés imagina como el típico pueblo inglés”. El área cubre cinco condados y efectivamente responde al tópico, como iba a comprobar en la ruta: casitas construidas en piedra color miel, rodeadas de pequeños jardines y enclavadas en pueblos tan idílicos, que estaban a punto de pasar a ser cursis. Lugares donde ancianitas bien arregladas pasean a sus perros y meriendan en grupos de amigas, calles en las que un Ranger Rover parece el coche ideal, un Aston Martin DB11 no desentona, y hasta un McLaren en color naranja papaya está en su ambiente.

El segundo punto a destacar en la ruta propuesta a través de “The Costwolds” es que incluía la recomendada carretera A 46 entre Stow-on-the-Wold y Tewksbury, sobre la que había encontrado elogios en la web “Driven to Write”.

Según me explicaron en la entrega del Morgan, la disposición de los faros y de las aletas delanteras tiene sus ventajas, aun cuando uno vaya sentado sobre el eje trasero y el morro del coche se vea lejos: desde el puesto de conducción los faros y las aletas, que son el punto más adelantado y el más ancho del coche, respectivamente, y son la referencia ideal para situar el Morgan en el carril y maniobrarlo a la hora de aparcar.

La primera sensación al arrancar es de crudeza, de sentir realmente el motor y la rodadura. Al ir sentado tan atrás, parece que hay muchos metros de coche por delante, como gobernando un buque desde el castillete de popa, con el largo capó oficiando de cubierta. Los apenas mil kilos y la estrechez hacen que el Morgan se sienta ágil y maniobrable al salir del aparcamiento de la fábrica y cruzar Malvern camino de las carreteras en las que se va a sentir a gusto.

Las millas van transcurriendo y, mientras disfruto de la conducción y de los paisajes de “The Costwolds”, pienso si conducir un Morgan por estas carreteras tan británicas es lo que imaginaba meses atrás, cuando organizaba el viaje. Las carreteras están tan descuidadas como me habían pintado, los conductores son más educados de lo que esperaba, y los pueblos que cruzo son exactamente lo que me habían anunciado, el pueblecito británico ideal entre colinas verdes.

Llueve durante casi todo el día (también lo esperaba de Inglaterra) y eso me permite comprobar el mal ajuste de la capota del Morgan, que genera ruido al agitarse con el viento. No olvidemos que es solo una simple capota de tela, de accionamiento manual, y no una de esas elaboradas cubiertas de muchas capas que protegen a algunos descapotables alemanes. Su ruido se suma al aerodinámico, al de rodadura y al de motor, causados por la falta de aislamiento del entorno. Todo ello, con la capota cerrada por culpa de la lluvia, genera una cierta sensación si no de claustrofobia sí de encierro.

Con los limpiaparabrisas continuamente activados, me doy cuenta de un detalle curioso: como el parabrisas es muy bajo, los limpias han de ser cortos para no salirse por arriba, y por ello hacen falta tres para barrer todo el parabrisas.

Por otro lado, el tamaño contenido del vehículo y la relación entre el peso y la potencia, junto con precisamente esa falta de aislamiento, hacen que la conducción sea ligera, viva y directa, que haya conexión entre la carretera, el coche y mis sentidos, y disfrute a bordo.

Para romper el tópico, y ya en plena A 46 saliendo de Stow-on-the-Wold, deja de llover. Tardo nada y menos en plegar y asegurar la capota, y conduzco las últimas millas hasta Tewksbury y la fábrica Morgan dejando que el olor a campo húmedo entre en el habitáculo, y con las nubes altas por techo. Ahora la sensación es otra, el habitáculo es menos opresivo y el coche parece hasta más ágil.

Aun así, ni con este retorno al aire libre dejo de pensar que su utilidad es tan limitada que no me compraría uno, aun teniendo el dinero necesario y pudiendo aguantar la lista de espera. Es demasiado crudo para viajes largos, vulnerable en tráfico urbano y seco en conducción deportiva. Eso sí, no hay nada más británico que un Morgan, ¿o sí?

 

Es lo que voy pensando mientras, unos días más tarde, conduzco el Nissan Juke de alquiler con rumbo a Hethel, la eterna sede de Lotus, esa marca que en su día fundó Colin Chapman y que, tras pasar por mil manos y otras tantas crisis, es ahora parte del grupo automovilístico chino Geely.

Lotus nación para la fabricación artesana, por el propio Chapman, de coches de carreras. Con los años entró en el mercado de los coches de calle, y su Esprit de 1976 llegó a ese alto honor de ser el coche de James Bond en una de sus películas: Roger Moore paseó a Barbara Bach en “La espía que me amó” en un Lotus Esprit S1.

También la rama de competición de la marca creció hasta llegar a la Fórmula 1, donde el equipo participó durante desde 1958 hasta 1994 con pilotos tan renombrados como Graham Hill, Sir Stirling Moss o Nigel Mansell.

Con el equipo de Fórmula 1 cerrado y la producción de vehículos de calle repartida entre Hethel y China, lo que se puede visitar son las naves de producción del Lotus Emira, porque las del Evija son confidenciales, y el resto de la gama (Eletre y Emeya) se fabrican en las plantas locales de Geely. También es visible el “Lotus Heritage Centre”, la cercana sede en las que se guarda y mantiene en uso una colección de Lotus de F1, propiedad de la marca o de clientes.

La primera impresión que se lleva el peregrino al entrar le deja sin palabras, por la calidad, cantidad, variedad y estado de los coches presentes. Nos recibe el Lotus 49 de finales de los ’60, con los colores de Gold Leaf, y frente a él están esas decoraciones que se han quedado grabadas en nuestra memoria de aficionados: el oro y negro de John Player Special, el amarillo apagado de Camel, …

Mientras Scott, el guía, nos va presentando cada coche, tengo la misma sensación que si estuviera leyendo un fabuloso libro ilustrado con la historia de Lotus, solo que en lugar de leerlo Scott me lo va contando, y en vez de mirar las fotos tengo delante de mí el coche real.

Nos rodean vitrinas con trofeos de carreras y monos de pilotos, maquetas de coches y estanterías llenas de piezas. Con todo, lo que más me atrae son unas hojas sueltas junto a unos lápices y un par de compases: son notas manuscritas de Colin Chapman, en concreto los cálculos de una barra de torsión de uno de sus F1, rodeadas por sus objetos de escritorio.

Después de este viaje a un episodio concreto de lo mejor del pasado de Lotus, recorrer las naves en las que se fabrica el Emira palidece. Sí, me encantan el coche, su tecnología y el método de producción, y me encantaría tener uno a pesar de que está vendida la producción de los dos próximos años. Pero es menos Lotus que un Esprit o un Elan. Claro, que es bastante más utilizable que un Morgan Plus Four.

Sea como fuere, no he ido a Inglaterra de compras sino de peregrinaje, y he regresado anglófilo y convencido. A pesar del estado de las carreteras y con los nudillos de la mano derecha enteros.

No era mi intención

Cómo iba a serlo. El viaje estaba saliendo de maravilla, y no había por qué darle un final amargo. Tenía la sensación de que aquella fabulosa Honda Pan European ST1100 y yo llevábamos meses haciendo honor a su nombre, y casi era verdad. Acababa la tercera semana de viaje y habíamos recorrido Alemania, Hungría, la República Checa y Austria, y no faltaba más que volver a casa. Me resultó muy agradable la estancia en Munich, un lugar por el que tengo debilidad. A continuación nos fuimos a dos Grandes Premios consecutivos, los de Brno y Hungaroring, y recordé aquellos tiempos en que viajaba en moto a los circuitos, como un aficionado. Esta vez cubría la información para Motociclismo, y llevaba en el bolsillo el soñado pase de prensa.

El remate del viaje fue Viena, aunque terminé durmiendo en una ciudad llamada Baden, 30 kilómetros al sur, porque la capital, en los últimos días de Agosto, tenía ocupado cualquier lugar en el que se pudiera dormir con mi presupuesto.

El cierre del viaje iba a ser dos días para hacer 2.400 km. Puede sonar a que son muchos, solo que para una devoradora de autopistas como la PanEuro, no pasaba de aperitivo.

Cuando Honda lanzó este modelo, en la revista Motociclismo nos gustó tanto que no solo decidimos someterla a una prueba de larga de duración de 25.000 km, sino que duplicamos la dosis. En los meses que duró esa prueba, los redactores y colaboradores nos turnamos al manillar y, literalmente, recorrimos Europa entera. Si no me falla la memoria, mi turno llegó cuando Gustavo Cuervo volvió de Grecia, y terminó en el momento en que Ildefonso García apuntó hacia Gran Bretaña.

Y esa mañana de finales de Agosto de 1990, con una lluvia suave cayendo fuera, agrupaba mi equipaje en un hotel de Baden, para emprender el regreso a casa.

Cuando un motorista viaja, la persona, el vehículo y sus pertenencias están a la vista y formando un conjunto. Una vez que se detiene, ese conjunto se disgrega en mil pequeños elementos: se baja de la moto, y se quita el casco y los guantes. Se va a comer o a repostar, y de algún sitio sale una cartera para pagar. Si llega a un hotel, desmonta las maletas laterales y la bolsa sobredepósito. Y una vez en la habitación, lo que sale del equipaje se distribuye por armarios, repisas, … o el suelo.

En esas estaba yo, guardando en las maletas de la PanEuro el neceser, la ropa ya sucia y el calzado de calle. En la bolsa, los mapas de varios países y las monedas y billetes de esos países (¡estamos hablando de la época en que no había navegadores ni Euros!), y pensando en que no sería difícil hacer ese día la mitad del recorrido previsto. El cálculo era sencillo: la mitad son 1.200 km, que por autopista a una media tranquila e incluyendo paradas, eran menos de diez horas. Podía hasta dar una vuelta de despedida por Munich, o visitar el Museo Porsche de Stuttgart.

Vestido con el Goretex y con todas mis pertenencias agrupadas en dos maletas y una bolsa, bajé a la calle. La fiel PanEuro me esperaba, como cada mañana. Arranqué el motor para que ronroneara y cogiera temperatura, mientras fijaba el equipaje y me colocaba casco y guantes. Mi optimismo sufrió la primera grieta al alcanzar la autopista que nos iba a llevar, con rumbo oeste, a cruzar Austria, porque el tráfico era denso y la lluvia cabezota. Se hacía difícil pasar de 100 km/h.

La ilusión me hacía pensar que el tráfico denso se acabaría al entrar en Alemania, pero no era más que ilusión. La lluvia y los atascos continuaban, y algo cansado llegué a la frontera francesa en Mulhouse diez horas después de arrancar, y con solo 900 km. encima.

Otra vez apareció la ilusión para decirme que, como en Francia las autopistas son de peaje, estarían más despejadas y recuperaría algo del tiempo perdido. Esta vez las ilusiones se quedaron cortas, porque la autopista estaba vacía y además salió el sol, por lo que, jugándome una multa de radar, le pedí a la PanEuro que subiera el ritmo, con el objetivo de quitarle kilómetros a un segundo día de viaje que se empezaba a poner cuesta arriba. Porque el domingo por la noche, sin opción posible, la moto y yo debíamos dormir en Madrid.

Los kilómetros iban cayendo, a la vez que el sol y mis energías. Había pasado de la fase de agrado a la de incomodidad a bordo, y de ésta a la de molestias generales con dolores en algunas partes del cuerpo que no hace falta detallar. Y como el objetivo de los 1.200 km en el día ya estaba conseguido, negocié conmigo mismo y llegué a un acuerdo: en muchas áreas de servicio de las autopistas francesas hay hoteles sencillos, de modo que me pararía a cenar y dormir en el primero que encontrara pasadas las nueve de la noche. Ya era suficiente paliza y no quería conducir cansado y de noche.

Satisfechos por el acuerdo, la PanEuro y yo nos relajamos en el ánimo, que no en el ritmo. Los kilómetros seguían cayendo y la hora límite estaba cada vez más cerca. Pasábamos por las áreas de servicio y sus hoteles, pensando en que poco después descansaríamos, ella en el aparcamiento y yo en una cama.

Se acercaban las nueve de la noche y mi cuerpo había abandonado el estado de molestias para pasar al de dolores y de éste al de insensibilidad. Estaba hecho un cuatro rígido, y solo las ganas de rematar bien el día me hacían aguantar. Solo que a partir de las nueve, y ya con claro rumbo sur hacia España, las áreas de servicio dejaron de tener hoteles. De repente y todas.

Mi cuerpo insensible aguantaba como podía, y los kilómetros seguían pasando. Cada señal que anunciaba la proximidad de un área de servicio me abría la esperanza; cada área de servicio sin hotel me parecía una jugada sucia de quien hubiera decidido su reparto. Finalmente, con el optimismo en un estado similar al de la espalda, me detuve en un área de servicio con hotel 1.750 km y tres países después de arrancar. Cualquier absurdo récord de tiempo o distancia en moto en un día que pudiera tener había sido desintegrado.

Como un autómata ocupé la habitación, cené y me metí en la cama. Y arranqué el día siguiente con la fuerza que me daba pensar que solo quedaban 700 km hasta casa. Pero qué kilómetros.

Como despedida de la PanEuro, decidí sacarle partido a lo que había descubierto en dos semanas de viaje: la capacidad de viajar ininterrumpidamente a su velocidad máxima. ¿Seríamos capaces de recorrer toda la autopista, desde el peaje a la salida de Barcelona al de la entrada a Zaragoza a fondo riguroso?, ¿a unos 215 km/h reales? De haber tenido alguna duda, se abría disipado de inmediato. Con depósito lleno, cielo despejado, viento en calma y poco tráfico, resultó tan sencillo como divertido. Y me queda el recuerdo de haber hecho, como travesura, lo que ahora es claramente ilegal.

Solo que en Zaragoza se acababa la autovía y hasta Madrid me esperaba una pesadilla de baches, parches, contraperaltes, camiones y el resto de los ingredientes que tanta mala fama le dieron a la N II. Y esta vez aderezado con un granizo casi doloroso, a punto de reventar el parabrisas de la PanEuro, y que convirtió el asfalto en una pista de patinaje blanca.

Dejó de llover y salió el sol, todo a la vez, cuando ya estaba en la Avenida de América, entrando en Madrid, como si mi ciudad quisiera darme la bienvenida. El equipo de Goretex que llevaba, formado por chaqueta y pantalón unidos por cremallera, había sido completamente impermeable. Solo que tantas horas bajo la lluvia, tantos litros de agua resbalando, permitieron que entrara humedad por el cuello, las botas y la bolsa sobredepósito. Cuando entré en casa, dejé en el tendedero el pasaporte y los billetes de varios países. Y sin embargo la PanEuro estaba impecable, como el día que salimos de casa, como el día que salió de la fábrica.

El paraíso empieza a una hora de Madrid

Para quienes vivimos en alguna de esas grandes ciudades en las que se considera al automóvil como origen de todos los males, y vemos acercarse el coche autónomo, conducir de modo activo y disfrutando por carreteras secundarias, y alcanzar pueblos en cuya plaza mayor se puede aparcar (¡y sin pagar!) parece un placer lejano. Y sin embargo ese paraíso empieza a una hora de Madrid.

Una vez que, a la altura de Alcolea del Pinar, el M3 abandona la carretera de Barcelona, entramos en otra realidad. Carreteras secundarias anchas y en buen estado, con rectas en la que rodar a 140 km/h en sexta relajada con el sol cayendo por el horizonte, y curvas enlazadas de radio constante en 4ª y 5ª.

Mezcla de arquitectura e ingeniería de diversas épocas.

Con el paso de los kilómetros las carreteras se estrechan y anochece, el ritmo baja porque comienzan a ser frecuentes la horquillas de segunda, y los nombres de los pueblos nos hacen ver que estamos en otro tiempo y en otro lugar: Monreal del Campo, Bañón, Montalbán, Alcorissa, Mas de las Matas. Acabamos callejeando por Forcall y aparcando entre edificios señoriales y otros no tanto en su plaza mayor. Nos alojamos en el antiguo palacio Miró – Osset, del siglo XVI, y a continuación paseamos por un entorno que nos aleja de las costumbres atenazadoras de las grandes ciudades. El único lugar abierto en el que se puede cenar no es una franquicia de comida prefabricada, ni mucho menos; más bien es una amalgama irregular de pasado y presente, costumbres y tipismos: a la izquierda de la barra, la pantalla enorme de televisión muestra, ante la indiferencia general de los parroquianos, las cuitas de un desactivador de explosivos del ejército de EE. UU., destacado en unos de esos países en que, según los guionistas, todos los habitantes son malos o al menos sospechosos; las conversaciones de los clientes y los propietarios van del “mañana salimos a setas” a “ te he traído unos peces que hoy he ido al río”, mientras se desborda sobre la mesa el contenido que venía envuelto en papel de estraza, y a los olores del lugar se añaden los del pescado y los de un río de montaña.

Lo único que se puede cenar lo acordamos con la cabeza de la señora que se asoma desde la cocina a través de una cortinilla de colgantes, y resulta ser un bocadillo de más de treinta centímetros de longitud, con el pan untado en tomate, lleno de lonchas de jamón de verdad y conteniendo una tortilla francesa de un número indeterminado aunque obviamente elevado de huevos.

Mientras al fondo se desactivan explosivos, los parroquianos hablan de la temporada de setas y yo devoro el bocadillo, empiezo a preguntarme: “Brexit, Madrid Central, ¿qué es eso?”

A la mañana siguiente, cerca de Morella, un cincuentón culto que se niega a dejar de ser hippie nos enseña pinturas rupestres. Su aspecto desaliñado y las ropas del Decathlon no encajan con el entorno, y ninguno de los tres con su lenguaje culto y cuidado y las explicaciones documentadas, propios de un antropólogo o de un prehistoriador. Un rato después nos da la bienvenida la arquitectura inverosímil de Morella, rodeada de murallas, con los edificios colgados de las laderas, asomados a precipicios. Al final de una calle porticada, un palacio de piedra, con aspecto grave y sólido, es ahora un hotel en cuyo restaurante disfrutamos de una comida alejada varios años luz, en precio y calidad, de los menús de oficinista de Madrid, y decido que el secreto de cerdo al vermuth merecerá mención en este blog.

Ya de noche disfruto los 120 kilómetros de carreteras secundarias que separan Morella de Teruel, con tramos llanos y rectos de 140 km/h, zonas enlazadas de 3ª y 4ª a medio régimen y horquillas de 2ª en subida, sin atisbo de subviraje, con los Dunlop delanteros mordiendo el asfalto al tirar el M3 en la curva mientras el control de tracción parpadea al acelerar con ganas a la salida y los faros de xenón iluminan la cuneta exterior y dejan a oscuras la siguiente curva. Entre Mirambel, Cantavieja y Cedrillas me dejo encandilar por el formidable sonido del seis en línea por la noche, ronroneando o rugiendo, según donde esté la aguja del cuentavueltas, con un tacto de dirección preciso y confiable sobre el asfalto seco y limpio aunque frío. Al llegar a Teruel nos encontramos con “el perolico”, la versión local del festival de las tapas, con el toque recio de la zona: los bares ofrecen cuencos de barro llenos de platos basados en judías o garbanzos, en receta que huele a casa de la abuela.

Ya de noche disfruto los 120 kilómetros de carreteras secundarias que separan Morella de Teruel, con tramos llanos y rectos de 140 km/h, zonas enlazadas de 3ª y 4ª a medio régimen y horquillas de 2ª en subida, sin atisbo de subviraje, con los Dunlop delanteros mordiendo el asfalto al tirar el M3 en la curva mientras el control de tracción parpadea al acelerar con ganas a la salida y los faros de xenón iluminan la cuneta exterior y dejan a oscuras la siguiente curva. Entre Mirambel, Cantavieja y Cedrillas me dejo encandilar por el formidable sonido del seis en línea por la noche, ronroneando o rugiendo, según donde esté la aguja del cuentavueltas, con un tacto de dirección preciso y confiable sobre el asfalto seco y limpio aunque frío. Al llegar a Teruel nos encontramos con “el perolico”, la versión local del festival de las tapas, con el toque recio de la zona: los bares ofrecen cuencos de barro llenos de platos basados en judías o garbanzos, en receta que huele a casa de la abuela.
Al fondo, el aeropuerto de Teruel.

El tercer día de viaje, los 29 kilómetros que nos separan de Albarracín se inician por una llanura que parece impropia de la zona, y de pronto surge un aeropuerto destinado básicamente a estacionamiento de aeronaves y escuela de vuelo. Por supuesto que paramos a fotografiar el M3 con aviones de fondo. Al salir de la llanura, la carretera se interna entre cañones que culebrean en paralelo al río Guadalaviar, y Albarracín aparece colgado entre cerros, amoldándose a sus contornos y a los del río, demostrando que había un más allá en la inverosimilitud de la arquitectura respecto a Morella. El pueblo se nota limpio y cuidado sin perder naturalidad, el frío húmedo pasea con nosotros por las calles estrechas, y hacemos un recorrido por la ribera del río, a veces por la orilla y otras por pasarelas colgadas de la montaña, vertiginosamente por encima del nivel del agua.

Para comer, escogemos un restaurante que promete mucho en calidad, comida y vistas desde la sala, y en absoluto nos decepciona. Desde nuestra mesa vemos el perfil adusto de las montañas y el discurrir del río, y aceptamos la sugerencia del ternasco con patatas panadera. Para regarlo, un sorprendente vino de la tierra, a base de un coupage de seis uvas, que nos hace dar vueltas por la tarde en busca de una tienda en la que conseguir un par de botellas que llevarnos a casa; por supuesto que las encontramos e hicieron el viaje de regreso en el maletero del M3.

Esperaba con ilusión el recorrido del cuarto día de viaje, y reconozco que pasará a mis recuerdos de experiencias de conducción. Arrancamos por el fondo del valle, con asfalto seco aunque muy frío en carreteras secundarias de lujo: bien señalizadas, con arcenes y sin parches, curvas de radio constante en tercera y cuarta, con el motor saliendo a 3.000 rpm para estirarlo en las rectas hasta 6.000.

Solo que luego las carreteras se estrechan, el cielo se cubre, comienzan los parches y coronamos el puerto del El Portillo a 0ºC y con nieve. Y aquí se acabaron las bromas: ni por los agujeros, ni por la anchura del asfalto ni por el agarre. Hay que tener un tacto exquisito en los cambios de apoyos cubiertos de hojas, con los desprendimientos, con las horquillas de 2ª en bajada con contraperalte. En esos momentos agradezco la nobleza del M3, su capacidad para decirme todo lo que pasa en las ruedas, para contarme cuánto de lejos está de su límite, lo que me permite saber cuánto me acerco al mío como conductor. El tacto de la dirección y la dulzura del motor a medio régimen son fuente de tranquilidad en estas circunstancias, y llegamos al fondo del valle del río Cabriel con una sonrisa de satisfacción.

La visita al nacimiento del río Cuervo es lo que se puede esperar de uno de los parajes más bonitos de España: un río que surge con una fuerza y un caudal inesperados de entre unas peñas, que se descuelga monte abajo, se deja caer por unas cataratas y luego avanza perezoso por la llanura, todo al borde del camino señalizado que permite al viajero disfrutarlo desde muy cerca. Se nos meten hasta los huesos el ruido del agua y el frío húmedo, y nos los sacudimos en el mesón que ofrece un menú del día digno del paisaje: potaje de garbanzos, matanza y natillas caseras de verdad, incluso con su galleta María Fontaneda.

El cierre del viaje es un recorrido espectacular, sin baches, con asfalto seco, bajadas espeluznantes y camiones sobrecargados de madera: la M-2105, por Huélamo, Uña, el Ventano del Diablo (¡el nombre lo dice todo!) y luego hasta Cuenca. Todo un derroche de curvas entre 2ª y 5ª, de entre 30 km/h y lo que me atreví, encañonado junto al río Júcar, entre murallones de piedra y pinos. Se repite una secuencia de sonidos y gestos, una combinación de movimientos y sensaciones: aguantar el gas con el motor rugiendo hasta donde resulta razonable; soltar el acelerador, oír el golpeteo del pedal contra su tope de apertura mientras ya piso el freno y, con la vista buscando la salida de la curva, quito una o dos marchas con el motor rugiendo en cada reducción, tanteando el momento prudente de abrir gas y oír una vez más el cambio de sonido del motor. Aderezado con los ecos del valle unas veces y el sonido limpio si se rueda por la parte alta de la sierra, con la mesura debida al cruzarse con camiones, maquinaria agrícola o conductores más lentos, con sonrisa de placer cuando me siento íntimamente relacionado con el coche.

Una vez en Cuenca capital desembarcamos en el áspero presente: no se puede estar más de treinta minutos con un vehículo en el casco histórico, de modo que correteo por callejones medievales con el equipaje hasta la casa palaciega del siglo XVII en la que nos alojamos, regreso al coche a la carrera y huimos hasta más arriba del castillo, ya fuera de la zona prohibida. Desde allí, con el puente de San Pablo y el parador a nuestros pies, vemos cómo el sol se oculta. Parece que también lo de disfrutar conduciendo se acaba; vamos a aprovecharlo mientras sea legal.

Peregrinaciones (laicas) por Alemania

Mejor dicho, por Baviera, que no se corresponde por completo con el estereotipo que de Alemania tiene el resto de Europa. Los que simplifican dicen que los bávaros son los andaluces de Alemania, pero esa frase elimina matices que tienen mucho peso, de modo que mejor entremos en detalles.

Sí, los bávaros son industriosos, trabajadores, organizados, … lo que se espera de un alemán, solo que además quieren disfrutar del nivel de vida al que esa actitud les conduce. Ese es el motivo por el que hay tantos restaurantes en las calles, y tiendas de ropa y coches caros. Muchos coches y bastante caros.

De acuerdo que también hay coches normalitos y con unos cuantos años encima, solo que con una frecuencia mayor que la habitual en España te topas con esos vehículos que nos hacen girar a los aficionados la cabeza hasta que crujen las cervicales. Quizá no sea más que una versión muy equipada u potenciada de un coche generalista, pero demuestra que el propietario tiene dinero y le gustan los coches. O a lo mejor es un 911 de una buena añada, o un discreto M3.

Cierto que el paisaje es distinto en Maximilianstrasse y sus alrededores, la zona de tiendas de marcas caras en Munich. La calle en cuestión es céntrica y ancha, y están todas las marcas de lujo habituales y alguna más, ubicadas en tiendas de superficie generosa (mejor no pensar en el precio de los locales) y con decoración discreta. Hasta ahí todo medio normal, las novedades comienzan al mirar a los clientes que llegan y los coches en que lo hacen: los primeros son, en abrumadora mayoría, árabes de los dos sexos, vestidos ellos como si pasearan por Rodeo Drive y ellas como si lo hicieran por Kabul. Suponen la mayoría de los clientes de la zona, algo que se comprueba con sorpresa al echar un vistazo apresurado al interior de las tiendas cuando el de seguridad les abre la puerta. Los coches que dejan fuera son tan envidiables como las cuentas corrientes que nutren sus compras, y llama la atención que las árabes ricas vestidas de afganas tratadas con machismo por árabes ricos vestidos de occidentales den de comer a los empleados europeos y a sus marcas de lujo.

La siguiente etapa de mi peregrinación es la zona de la ciudad donde nació BMW, la fábrica bávara de motores. En las cercanías de la fábrica y de la oficina central se abrió en 1973 un museo que ha sido recientemente reformado, y al lado se abrió en 2007 (y se renovó en 2012) BMW Welt, un ostentoso edificio para acoger la actualidad del grupo en sus ramas: BMW motos y coches, Mini, Rolls Royce y ahora la rama i, los automóviles eléctricos. Por supuesto, confitado con tiendas, visitas organizadas incluso a la fábrica, tres restaurantes y un café y referencias permanentes a la imagen de marca, el futuro, la responsabilidad social y la sostenibilidad. Faltaría menos.

Tanto la arquitectura como el contenido muestran el poderío alemán y el orgullo de marca, pero matizado por el complejo de culpa medioambiental que ahora atenaza a la industria del automóvil.

En el BMW Museum se nota el equilibrio para agradar en su visita tanto al público en general como a los fanáticos. Como miembro del segundo grupo, subespecie raritos, me detengo ante joyas que me llaman la atención: una GS (bóxer, claro) del Dakar africano con el logotipo de Paris Match en el dorsal como patrocinador, el elegantísimo 507, el 2000 que marcó el inicio de lo que hoy llamamos agonizante segmento D, la BMW R50/2 de la Polizei, … Por supuesto hago una parada especial, llena de suspiros, en la zona M, donde me encuentro con mi propio coche. Qué sensación la de ver un coche como el propio expuesto en un museo, en el museo de la marca que lo fabricó. En este lado M del museo, rodeado entre otros por un M3 E30 y un auténtico M1, posa orgulloso un M3 E46 CSL, aquella serie limitada tan difícil de vender en su día y tan cotizada ahora. Y en la zona de competición descansan de sus éxitos un precioso y humilde 2000 TI del ’66, un 3.0 CSL del ’75, otro M3 E30, y el M3 E46 GTR de las 24 Horas de Nürburgring de 2004, vitaminado hasta el extremo, con un alerón trasero mayor que muchas barras de bar, unas vías ensanchadas con anabolizantes, y un motor que daba 500 CV durante 24 horas. Echo de menos el mío, sin alerones, con solo 341 CV, en discreto azul oscuro, aparcado ahora en el garaje de casa, a varios miles de kilómetros de donde suspiro entre estas joya.

Cruzo la Lerchenauer Strasse por el puente peatonal y me planto frente a BMW Welt. Antes de entrar, caigo en la tentación de sentarme y probarme las motos expuestas en la entrada. La S1000 XR se me hace excesiva, la bóxer de carretera sin carenado se me hace poco, y caigo rendido, una vez más, ante una formidable GS 1200 R con su colección de maletas metálicas, la moto ideal para dar la vuelta al mundo o, en su defecto, disfrutar de las carreteras retorcidas más cercanas a la casa de cada uno.

Una vez en el interior del Welt, lo primero que aparece son dos de las novedades en una marca que precisamente en 2016 celebra su centenario: Mini y los coches eléctricos. La exposición de Mini exalta el carácter británico, tradicional y chic del concepto, algo a destacar ahora que los Minis son alemanes, modernos y cada vez menos minis; eso sí, el despliegue es envolvente, retrae a los años ’60 y te hace olvidar que estamos en Alemania.

La parte i, la rama eléctrica de BMW muestra un orgullo humilde y un toque moderno sin pasarse; a todo el mundo le gustan los coches novedosos pero espera que otros se los compren antes, el porcentaje de “early adopters” no es tan alto. En BMW saben, ahora que se han puestos a vender eléctricos, cómo lo han pasado Toyota y Lexus para vender híbridos, y lo que le falta a Tesla para afianzar su negocio de vehículos eléctricos.

Me detengo, claro, en la zona M, donde un grabado deja claro que mi M3 E46 cabrio se produjo de 2001 a 2006, y me monto en el M2, para muchos críticos el sucesor espiritual de los M3 “auténticos”, las series E30, E36 y E46, antes de que llegaran las dos siguientes generaciones, más grandes, potentes, y con menos placer de conducir, el antiguo lema de la marca. Y sí, en el M2 me siento como en mi coche: acogido, envuelto, implicado en la conducción incluso estando parado, notando que hay comunicación con el coche.

Sigo dando vueltas por los varios miles de metros cuadrados de este “Mundo BMW” y en la segunda planta me topo de nuevo con las motos. Vuelvo a probármelas, todas pero todas, y se reavivan antiguos sentimientos. La RR me parece tan excesiva en planteamiento y postura como las Rs japonesas de los ’90, y la R1600 GT me parece una alternativa a una autocaravana, tal es la sensación de enormidad que me transmite. Las percepciones cambian cuando voy hacia una moto aparentemente olvidada que me sorprende: la razonable GS800 bicilíndrica, con la estética de la hermana mayor bóxer solo que con tamaño y peso contenidos. De repente, me surgen malos pensamientos y peores planes, y antes de liarla me alejo de la zona de motos.

Lo último que veo en el BMW Welt me deja pensativo: al final de la planta baja, en una zona un tanto aislada, con una puesta en escena enormemente más discreta que el resto de la instalación, está la gama X. Sí, la que ha disparado ventas, facturación y beneficios en los últimos años, la que se convirtió en objeto de deseo en esos años en que nos creíamos que éramos ricos y que esto no se iba a acabar nunca. Pues allí, en fila y medio escondidos, posan un X5, un X3 y un X1. El X6 ni está ni se le espera. Afortunadamente. Salgo del BMW Welt pensando que la asignación de espacios la ha hecho un purista, o al menos un aficionado con algo de sentido de culpabilidad.

 

Peregrinaciones (laicas) por Italia

Algunos fabricantes simplemente hacen coches o motos. Es decir, máquinas que sirven como medios de transporte. Otros cultivan leyendas que carecen de sustancia. Y algunos mantienen un equilibrio entre la calidad de lo que fabrican, el valor que le dan a su pasado y el modo en que cultivan su leyenda.

De estos pocos, tres nacieron y se mantienen geográficamente concentrados en Italia, un país que suele situarse más cerca del arte y la pasión que de la industria. Es más, no es que se junten los tres en la región de la Emilia Romaña, es que están en Bolonia o sus cercanías. Ducati se encuentra en Borgo Panigale, una barriada al NO de la ciudad; Ferrari está en Maranello, cincuenta kilómetros al oeste, y de Ducati a Sant’Agata Bolognese, sede de Lamborghini, hay poco más de veinte minutos conduciendo.

Cada uno de los tres recibe a su modo a quienes peregrinan a sus sedes en busca de la magia que le suponen al lugar donde se fabrican los vehículos que para ellos son bastante más que eso. Ducati lo hace de un modo rotundo, industrial e italiano: un cruce múltiple de carreteras, uno de esos nudos de asfalto que parecen espaguetis negros con arcenes, saliendo de Bolonia hacia Módena, tiene a la derecha una mole veterana, sólida, lo que uno imagina al pensar en una fábrica de los años ’30.

1280px-Ducati_WerkVisité el museo y la zona de producción cuando Ducati aun era propiedad de Investindustrial, la inversora de Carlo y Andrea Bonanomi, algo que cobró significado más tarde, como ya veremos. Me dio una sensación muy italiana, y siento caer en algunos tópicos: desorden controlado, calidez industrial, simpatía relajante, suciedad escasa y consentida, una especie de “ya sé que no es perfecto pero si me va bien así para qué hacer más”. Las líneas de montaje parecían reuniones de amigos para enredar en sus motos en el sótano de la casa de uno de ellos, aunque por otro lado no me imagino una fábrica al estilo de la de McLaren para hacer Monster, que es el chasis Verlicchi de siempre (acero soldado y pintado de rojo) y un concepto de motor evolucionado desde los ’70.

El museo son unas dependencias de la fábrica en que se han reunido todo tipo de recuerdos de la marca, desde los equipos eléctricos que empezaron a hacer Antonio Cavaliere Ducati y sus hijos Adriano, Marcello y Bruno en 1926, hasta las últimas motos del Mundial de Moto GP y Superbikes. Uno se emociona al contemplar las motos de Paul Smart y Mike Hailwwod, la 851 de Raymond Roche, la 888 de Doug Polen, el tablero de dibujo de Fabio Taglioni, o la moto con la que retornaron a Moto GP con Loris Capirossi en 2003. Hay motos, hay historias y hay personas.

La tienda de recuerdos es una dependencia dentro del museo en la que se vende material para motoristas: llaveros, cazadoras y camisetas.

Al otro lado del cruce de carreteras, con algo más de espacio, un concesionario reúne la gama actual al completo, algunas tentadoras versiones especiales, y más llaveros, cazadoras y camisetas.

Lamborghini debió ser similar, ahora ya no. El cuerpo principal de la fábrica, al borde de la carretera que sale de Sant’Agata Bolognese camino de Módena, es la que construyó Ferruccio Lamborghini. Su italianiedad parece acabar ahí, porque la compra de la marca por el grupo VAG (Volkswagen, Audi, Seat, Skoda, Bugatti, Porsche, Bentley,…) ha alemanizado hasta el espíritu. El museo, sí, está en la fachada principal, es grande, luminoso y alberga unas cuantas joyas. Sin embargo, las enseña con frialdad, como quien muestra con orgullo profesional unos datos de mejora de producción o un beneficio en bolsa. No hay menciones apasionadas al origen de la marca, esa cabezonería orgullosa que enfrentó a un exitoso fabricante de tractores que compraba y criticaba los deportivos que un exitoso fabricante de coches construía en la misma comarca. Ferruccio Lamborghini solo aparece en dos fotos, y Enzo Ferrari ni existe.

Hay expuestas dos unidades de Lamborghini Miura, pero en ningún lugar se menciona que para algunos es el coche más bonito de la historia, y que muchos le votaron como el coche mas sexy jamás construido. Y ni mención a la pelea sobre la paternidad de su diseño entre Giorgetto Giugiaro y Marcello Gandini.

En el rincón del fondo a la izquierda reposa un LM002, aquel megaTT de cuando no existían los megaTT, que antecedió muchos años al Hummer H1 y al Toyota MegaCruiser, y cuya carroceria casi nadie sabe que se construía en Irízar (Ormáiztegui, Guipúzcoa).

La única historia de coches y hombres que cuentan, y no el todo, es la del sucesor del Countach, así que la voy a contar yo. El Countach fue un concepto rompedor de Marcello Gandini que aun hoy, cuatro décadas después, sigue causando impacto, y no hay más que fijarse en la foto de la izquierda. Aguantó en producción de 1974 a 1990, y muchos años más en los pósters de las habitaciones de los adolescentes. Cuando Lamborghini se planteó su sucesión, encargó un estudio a Zagato y otro a Gandini, y ambos prototipos están en el museo. El de Zagato es el coche ocre de llantas negras, y el de Gandini es el rojo. Se tomó la decisión de llevar a la serie el segundo, pero el proyecto se paró: Chrysler, que acababa de comprar la marca, detuvo la iniciativa, retomó el diseño de Gandini y lo modificó tanto que cuando llegó a la línea de producción bajo el nombre de Diablo estaba tan reblandecido, que Gandini nunca lo reconoció como suyo. Esta vez negó su paternidad, en lugar de pelear por ella como en el Miura.

Con los cambios generados por la nueva propiedad, algunos técnicos salieron de la marca, entre ellos Claudio Zampolli, que se asoció con Giorgio Moroder, el productor discográfico que se había hecho de oro con la música disco de los ’80, Donna Summer, Irene Cara, ya sabes. De la asociación surgió el casi desconocido CiZeta Moroder, que se llamó así por las iniciales en italiano de Zampolli y el apellido del socio capitalista, y que partió del diseño desechado de Gandini para sustituir al Countach.

Hambriento de historias salí del museo y pasé a la tienda, donde me encontré a un grupo de concesionarios o clientes estadounidenses, agasajados y lisonjeados por ejecutivos de la marca, todos con traje oscuro, camisa blanca lisa y corbata corporativa, que hablaban inglés unos con acento alemán y otros con acento italiano. Me sentí tan lejos de ellos como les percibí a ellos lejos de la leyenda de Lamborghini. Curioseando por la tienda, confirmé que los precios de casi todo estaban destinados a ese tipo de nuevo rico que no tiene historia, y ni conoce ni le interesa la de los demás. Estaba mirando un bolso en bandolera para llevar el portátil, en fibra de carbono y cuero, por el que pedían 1.058 €, cuando me acordé de algo que días atrás me habían contado en Montalcino, en la vecina Toscana, donde se produce uno de los vinos más caros y mejores del mundo, el Brunello de Montalcino. Me hablaron de los nuevos ricos chinos y rusos que compran botellas de 300 a 500 €, sirven a sus invitados la copa hasta la mitad, y el resto hasta el borde lo llenan de agua. Les importa mostrar un vino caro, no el vino.

Salí de la tienda y me encaminé al Fiat Cinquecento de alquiler que me esperaba fuera rumiando todo esto, mientras repasaba lo que había en el aparcamiento de empleados, y vi un detalle que explica muchas cosas: alineados en una zona supuestamente reservada, una hilera de Audi con matrícula de Ingolstadt dejaba claro quién manda allí.

Conducía por carreteras secundarias bordeando Módena camino de Maranello, y pensaba con horror lo que podría pasar si Audi implanta el mismo modelo de gestión en Ducati: no se hablará de tres hermanos que empezaron a diseñar y construir aparatos eléctricos hace casi un siglo, que levantaron una fábrica que arrasaron los bombardeos, la reconstruyeron y se pusieron a hacer motos, y al final convirtieron en leyenda una extraña disposición de cilindros y una peculiar manera de cerrar las válvulas que tiene nombre griego. ¡Griego!, pero si para vender cualquier cosa lo básico es que tenga nombre en inglés.

Me tranquilicé al llegar a Maranello porque Ferrari da un paso más en categoría e italianiedad respecto a Lamborghini, y la ciudad es una mezcla de centro de peregrinaje y parque temático en las cercanías de una fábrica que conserva la antigua entrada principal y se ha ampliado con diseños de arquitectos de renombre como Renzo Piano (túnel de viento), Jean Nouvel (nueva línea de montaje) y Massimiliano Fuskas (centro de desarrollo de producto).

Vale la pena pararse un rato junto a esa puerta principal y mirar al otro lado, a los que la miran y la fotografían: tienen cara de haber llegado al sitio soñado, a una fábrica de leyendas. Se colocan orgullosos junto al logotipo y sonríen mirando a la cámara, con aspecto de “un día entraré a encargar un coche”. Vi llegar a un veinteañero con su Clio Sport de muchos caballos, con matrícula británica y volante a la derecha. Detuvo el coche en plena puerta, en medio de la Via Abetone Inferiore, se bajó e hizo la foto. Quedaba claro que había llegado, y que seguiría soñando con repetir la foto, esta vez con su Ferrari.

Justo frente a esta entrada se encuentra Cavallino, el restaurante en el que, según la leyenda, comía a diario Il Commendatore. Como adicto al trabajo, y a pesar de ser italiano, le dedicaba poco tiempo a los placeres del estómago, de modo que bajaba de su despacho de la primera planta, cruzaba la calle, y al rato estaba de nuevo en el trabajo. El interior del restaurante está decorado con fotos dedicadas, cascos de pilotos de la Scuderia y piezas de los F1 de la marca. Personalmente, me quedo con una foto grande, en blanco y negro, de tres pesos pesados del automovilismo, con egos tan notables como enormes: de izquierda a derecha, Enzo Ferrari, Niki Lauda y Luca Cordero de Montezemolo.

Después de un espresso como debe ser, solo un poco de café en una taza un poco mayor que un dedal, me acerqué al Museo Ferrari. Si junto a la fábrica hay una tienda oficial y alguna otra surtidísima de todo lo que un peregrino pueda desear, el entorno del museo es un festival de tiendas con todo lo imaginable y algo más, junto a varias empresas de alquiler de Ferrari por periodos cortos, de diez minutos en adelante. Los coches aparcados en espera de cliente, más los que van y vienen precedidos por su sonido impactante, generan una atmósfera de alegría y emoción, la propia del peregrino que, tras esfuerzos, ha llegado donde quería.

Muchos caen en la tentación de darse el paseo, otros se atreven a llevarse el coche a Monza y rodar allí, y hay quien se atreve con el fetichismo: comprar piezas de los F1 de temporadas pasadas, montadas sobre una peana y con certificado de autenticidad, o la botella de champán con la que tal piloto brindó desde el podio de tal circuito aquel año. También con certificado de autenticidad.

El museo, sin dejar de representar a una marca de lujo, mantiene la línea alegre, apasionada, contenta; habla de historias, de coches y de personas. Sin negar que Ferrari es una empresa industrial con ánimo de lucro.

De vuelta al Cinquecento y a la autostrada, repasaba los cambios de rumbo y de propiedad en Ducati y Lamborghini, los ciclos de éxitos y fracasos de Ferrari, y lo mucho que tienen en común las tres en su origen. Aunque a día de hoy, sus futuros se vean tan distintos.

El Gran Cañón no era tan colorado

Empecemos por una obviedad: cuando se rueda en moto de noche y por carreteras desconocidas, solo se ve lo que ilumina el faro, y uno no se da mucha cuenta de lo que hay más allá de las cunetas, como el color de la tierra o de la vegetación, el tipo de árboles o su altura. Por eso no le dí importancia a que me parecieran blanquecinas las cunetas de la carretera 89, a la altura de Chino Valley, en Nevada, Estados Unidos.
Hacía unos cuantos días que, tras dar una vuelta por Los Angeles y sus inacabables alrededores, habíamos alquilado tres motos y recorríamos la Costa Oeste. Empezamos por San Diego, y el día de las cunetas blanquecinas nos metimos un buen montón de millas con la idea de subir a primera hora de la mañana siguiente a ver el Gran cañón. Y esperábamos seguir viaje por Yosemite, Las Vegas y San Francisco, para cerrar el bucle devolviendo las Yamaha XJ en la siniestra oficina de American Motorcycle Rentals and Sales, Inc., en Los Alamitos, entre Anaheim y Long Beach, California.
El caso es que, llegando a Williams, hacía mucho frío, el asfalto estaba mojado y las cunetas blancas, y solo un rato más tarde enlacé todo eso. Cualquier ropa de moto, como el Goretex que llevaba esa noche, forma pliegues al ir sentado, que desaparecen al ponerse de pie. Y según avanzaba aquella noche de Noviembre de 1991, los pliegues del Goretex se llenaban de nieve, la que había pintado de blanco las cunetas y nos congelaba las manos. Pensaba, igual que los dos amigos con los que viajaba, en llegar a Williams, encontrar un motel de esos que hay en todas partes en el que entrar en calor y un restaurante en el que recuperar energías. En ocasiones los estereotipos son reales, y nada más entrar en Williams localizamos un motel con su enorme aparcamiento. El frío y las muchas horas encima de la moto nos habían dejado medio rígidos, y cuando paramos los motores frente a la cristalera de la oficinilla del motel, nos quedamos sentados, cubiertos a trazos por la nieve, mientras el recepcionista nos miraba, calentito él, desde su cubículo, sin entender a cuento de qué venía eso de pasar frío en moto. Apoyamos las motos en las patas de cabra, y al ponernos de pie y erguirnos, la nieve acumulada en los pliegues de la ropa cayó al piso del aparcamiento. Nosotros miramos la nieve, como si diera forma o cuantificara el frío y el cansancio que llevábamos encima. Y el de recepción nos miró de nuevo y se reafirmó en su opinión inicial. Unos minutos después, ya en una habitación del motel, nos congregamos los tres frente a un radiador, y pasó mucho tiempo hasta que nos empezamos a quitar guantes, sotoguantes y el resto de las muchas capas de ropa que llevábamos encima.
Por mañana, prontito y con un desayuno acorde con lo que nos esperaba, afrontamos las 60 millas que hay de Williams a la entrada al Parque Nacional del Gran Cañón. En Williams había medio metro de nieve, y la carretera era una colección de placas de hielo, y nieve derretida y sin derretir, aunque esas adversidades nos daban igual, pensando en la maravilla que nos íbamos a encontrar. Que no nos decepcionó.

La imagen que solemos conservar del Gran Cañón es básicamente colorada, por el tipo de terreno de los alrededores, y sin embargo aquel día era fundamentalmente blanco, de una blancura impactante y casi sólida, pura y fría como el aire que respirábamos desde el mirador a más de 2.000 metros de altitud. Nos sentíamos muy pequeños al reconocer que veíamos una parte minúscula del cañón: tiene más de 300 kilómetros de largo, la anchura mínima es de 6 km. y la máxima de 27. Asomarse a ver el fondo es de lo más parecido que hay a mirar por la ventanilla de un avión en vuelo, solo que esta vez sin despegar: la profundidad llega a los 2.500 metros. La ventisca solo nos dejaba disfrutar de la vista a ratos, y esa intermitencia aumentaba la impresión de grandeza. Ya que estábamos allí decidimos disfrutar del entorno y tomamos el único tramo de carretera practicable por una moto en aquel momento, el recorrido de 25 millas por la cara sur que lleva al mirador de Desert View. Una vez allí aprovechamos para llenar el estómago de algo caliente en el bar del refugio, donde nos atendió Roberto, uno de los muchos hispanos que nos contaron su vida. Estaba contento porque ya tenía permiso de trabajo, disfrutaba de su Honda CX 500 y prefería servirles hamburguesas a los turistas japoneses en el Gran Cañón que pasar hambre en su Méjico natal. Allí recordé que el primero en llegar al Gran Cañón, como a tantos otros sitios, fue un español que también venía de Méjico, el capitán García López de Cárdenas. Le había mandado a explorar la zona su jefe, Francisco Vázquez de Coronado, quien a su vez había sido enviado por el virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza. El virrey había leído sobre la leyenda de las siete ciudades de Cíbola, ya se sabe, una de esas de ciudades misteriosas plenas de riquezas sin fin. Vázquez de Coronado, trescientos españoles y más de ochocientos indígenas salieron de Culiacán, en Méjico, en 1540, y no encontraron ninguna de las riquezas de las que hablaba la leyenda. A uno de sus capitanes, López de Cárdenas, los indios zuñi le hablaron de un caudaloso río que corría por el fondo de un cañón, y fue a explorarlo. Unos de sus hombres, el capitán Jaramillo, lo contó así: “Halló una barranca de un río que fue imposible, por una parte, ni otra, hallarle bajada para caballo, ni aun para pie, sino por una parte muy trabajosa, por donde tenía casi dos leguas de bajada. Estaba la barranca tan acantilada de peñas que apenas podían ver el río, el cual, aunque es, según dicen, tanto o mucho mayor que el de Sevilla, desde arriba aparecía un arroyo.” Sin agua ni medios dieron marcha atrás, y durante 225 años ningún blanco volvió al cañón. Los relatos no dejan claro el punto exacto por donde López de Cárdenas y sus hombres llegaron, y se especula que fueron Moran Point o Desert View, donde Roberto nos atendía.

Por la noche, de regreso a Williams y entrados en calor, nos sumergimos en lo que a nosotros nos parecía una película y no es más que el día a día de los habitantes de la zona: bares en los que tipos con camisa de franela a cuadros, sombrero Stetson y botas de montar beben cervezas que les sirven camareras que deberían llamarse MaryJo, mientras la música de fondo la ponen tipos vestidos de la misma guisa cantando “country”.

Una de hielo y nieve

Este “blog” es más de tomar rumbo sur y recorrer Africa, y por eso suele incluir estampas de dunas, baobabs y acacias, y habla de sed y calor. De ahí que me pareciera tan interesante una experiencia de conducción en Suecia el pasado mes de Enero, entre hielo y nieve a 5 grados bajo cero. La primera sorpresa para el sureño es la naturalidad con que se desenvuelven los nativos en ese ambiente: los niños van al colegio y los adultos a trabajar, sacan a pasear a los perros y hasta se ve a alguien en bici. Sí, hay nieve en las aceras, y placas de hielo ocasionales, pero se consideran lo normal porque es el ambiente en el que han crecido. El tráfico rodado, segunda sorpresa, se desarrolla sin pegas. Por un lado está el hecho de que han aprendido a conducir con hielo y nieve, y han interiorizado los trucos para hacerlo con éxito. Y no hay que pensar que un ejército de máquinas quitanieve deja impoluto cualquier tramo asfaltado; las vías principales están bastante limpias, y en las demás se tira de excavadora o cada uno de su pala. El segundo punto clave son los neumáticos de invierno, obligatorios por ley y de efectos casi mágicos. El autocar que nos llevaba desde el centro de Estocolmo a la pista de pruebas de las afueras parecía ágil sobre la mezcla de nieve que caía y nieve medio fundida, una combinación poco de fiar. Me asusté cuando encaró la salida de la autopista a una velocidad aparentemente exagerada para el agarre que suponía, y sin embargo trazó la raqueta limpiamente, sin dudas y menos aun deslizamientos.
La primera pista de pruebas que utilizamos tenía una serie de maniobras lentas marcadas con conos y piquetas sobre una ladera nevada. A baja velocidad, la nieve que caía se acumulaba sobre el parabrisas y los retrovisores, no había fuerza del viento que la eliminase, y la visibilidad disminuía poco a poco. Además, la suma de forros polares, guantes y gorro le dejaba a uno medio rígido al volante y nuevamente limitaba la visión. Mis antiguos guantes BMW para moto, largos y con Goretex, son muy cómodos y me mantienían las manos calientes, pero suprimían el tacto de la dirección. Y casi me daba vergüenza ver el estado del piso del coche, cubierto de un chocolate derretido formado por el cóctel de agua, nieve y barro.
Lo que quedaba de la segunda pista de pruebas era un lugar ideal para probar neumáticos de invierno y controles de estabilidad: era un circuito de asfalto, debía andar por el kilómetro y medio de longitud, con desniveles y curvas lentas y rápidas, y la quitanieves lo había dejado medianamente limpio, aunque enmarcado entre bordillos de hielo y nieve. La adherencia era engañosa, porque unas veces se rodaba sobre asfalto mojado, en otras había hielo o nieve que caídos de los laterales al paso de los coches, o hasta charcos medio congelados. Y estas circunstancias cambiaban cada vuelta, lo que obligaba a conducir a la descubierta y a improvisar. Aun así, me maravillaban los neumáticos de invierno en una frenada de tercera a segunda en bajada, a la que se llegaba tras una curva rápida para las circunstancias. Donde esperaba entrar medio cruzado y tirando de ABS, todos los coches llegaban con limpieza y hasta se abría gas sin traumas. Vuelta a vuelta me sorprendía de lo que son capaces unos neumáticos casi desconocidos en el sur de Europa, con su goma específica para el frío y sus laminillas casi mágicas en el dibujo.
Otro punto del circuito les superaba, y allí el éxito dependía del control de estabilidad del vehículo o de la delicadeza del conductor: una curva de noventa grados a la izquierda con salida en subida, que daba paso a un recta, donde si aceleraba con franqueza todos los coches subviraban mientras la electrónica intentaba llevarles por el buen camino. Con algo de práctica, y solo llevando los coches con motores más suaves, fui capaz de hacer bien la curva: trazada amplia y redondita, ni una corrección con el volante, entrar con el gas ya abierto y pisar con delicadeza.
Me sentí como en casa en la tercera pista de pruebas: una zona sin asfaltar en medio de un bosque, y por completo cubierta de nieve. El único truco era llevar la iniciativa a base de mantener siempre el gas y casi siempre una marcha menos de lo previsto, como en barro o en arena. Disfruté los cruces de puentes, las inclinaciones laterales y la peligrosa cercanía de los árboles, y nada más que la blancura de la nieve me hizo sentir distinto que en algunas andanzas africanas.