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  • Peregrinaciones (laicas) por Inglaterra

    En el fondo, lo que busca un peregrino es comprobar si lo que encuentra en el lugar de peregrinación es lo que imaginaba antes de salir de casa. Si para los anglófilos aficionados al mundo del motor Inglaterra es tierra de peregrinación, ¿lo que he vivido en el viaje de este verano es lo que esperaba?

    Hace una media hora que he recogido un Nissan Juke manual de alquiler de las oficinas de Avis cercanas a la terminal 5 del aeropuerto de Heathrow, y no me duelen los nudillos de la mano derecha. Esto funciona.

    En anteriores experiencias conduciendo por la izquierda, todo había ido bien hasta el momento de cambiar de marcha. Por una reacción instintiva, tras décadas conduciendo con la palanca a mi derecha, cuando el oído me decía que había que cambiar de marcha la mano derecha salía disparada buscando la palanca de cambios y golpeaba con el guarnecido de la puerta. Después de tres o cuatro errores, el dolor en los nudillos me recordaba que la palanca estaba al lado izquierdo.

    Esta vez no solo he aprendido, también conduzco concentrado para evitar este tipo de confusiones, y a la hora de cambiar de marcha solo me encuentro con una dificultad, simplemente ergonómica: el movimiento de la mano izquierda para reducir de marcha impar a par (5ª a 4ª, y 3 a 2ª) no es natural, y debo hacerlo con un cuidado especial: a la vez hacia abajo y alejándola del cuerpo, hacia la izquierda.

    También centro la atención en las enormes y complejas rotondas británicas en las que además se circula en sentido horario, al revés que en el continente. Muchas de las que encuentro están en lo que por aquí llamamos autovías, lo que garantiza la existencia de muchos carriles y tráfico abundante, que además viene “por el otro lado”.

    Solo hay un punto al que no me termino de acostumbrar: el retrovisor interior está, claro, a mi izquierda, y más de una vez, buscándolo a la derecha, me he topado con el oportuno adhesivo de Avis que me recuerda “Drive on the left”.

    El otro punto que me llama la atención a la hora de rodar por las carreteras inglesas es el modo de conducción de los conductores locales: se respeta escrupulosamente la velocidad máxima autorizada en cada lugar, sean 20 millas por hora en zona urbana o 70 en autovías. Es más, cuando alguien se coloca en el carril derecho para adelantar (sí, que no se nos olvide que se adelanta por la derecha), los que vienen detrás no se pegan a él, agobiándole para que despeje de inmediato el carril. Al contrario, esperan con paciencia y a distancia, sin presionar, y solo cuando se acaba la maniobra de adelantamiento, aceleran para recuperar su ritmo.

    También se respeta, y mucho, la distancia de seguridad, independientemente del tipo de calzada y de la velocidad a la que se ruede. Y al crearse estos amplios huecos entre coches, se facilita la incorporación de los que se unen a la carretera, porque tienen fácil ocupar esos huecos.

    Hace tiempo que la prensa británica del motor insiste en el mal estado de sus carreteras; lo recuerdan especialmente cuando vienen a disfrutar de las vías españolas en las abundantes presentaciones a la prensa que se convocan por aquí. De ahí que no me sorprendiera toparme con tal cantidad de baches, agujeros, parches y ondulaciones, especialmente en las carreteras secundarias, lo que allí llaman “B-roads”.

    Sí hubo otras dos peculiaridades que me llamaron la atención. En primer lugar, que muchas de esas carreteras no solo no tienen arcén, es que la calzada está limitada por un bordillo. Esto significa que, en caso de apuro, no solo no contamos con un metro más de anchura de calzada, es que el bordillo será un tope con el que chocarse si pilotamos una moto, o que puede ayudarnos a volcar si conducimos un coche.

    El otro punto que me sorprendió es la casi ausencia de señalización horizontal, de líneas pintadas en el suelo. Estoy acostumbrado a utilizarlas como referencia para ubicar el vehículo en el carril, y me sirven de guía de cara a trazar las curvas, pero su práctica inexistencia me obligaba a tomar como referencia el bordillo, el coche que rodaba por delante (si había alguno y lo hacía bien) o mi intuición. La falta de línea central continua en las calzadas de un carril por sentido me preocupaba especialmente, porque esa es mi referencia al conducir por el otro lado: si me siento a la derecha del coche y conduzco por el carril izquierdo, debo ver con claridad esa línea y no pisarla nunca con las ruedas, porque eso significaría que estoy invadiendo el carril contrario. Usar el bordillo como referencia es más difícil y menos seguro, porque lo tapa el coche propio y su color no destaca contra el asfalto.

    Para quienes alimentamos la pasión por las motos y los coches fundamentalmente a través del Reino Unido, recorrerlo ofrece la posibilidad de visitar esos lugares que nos muestran, por ejemplo, las revistas especializadas o “You Tube”. Uno de esos sitios es “Caffeine&Machine”, punto de reunión de los aficionados que necesitan pocas excusas para lucir sus juguetes con ruedas mientras cenan y toman unas cervezas.  El pretexto el día de mi pereginación a “The Hill”, el local de “Caffeine&Machine” cercano a Statford-upon-Avon, era una reunión de propietarios de Aston Martin.

    Ver en España un coche de esta marca se etiqueta como sorpresa o acontecimiento; es de imaginar mi cara cuando, al llegar, conté más de veinte. A falta de los cotizadísimos DB5 y DB6, había unas cuantas unidades de cada uno de los modelos que se lanzaron después, incluyendo los últimos DB11 y DB12. Y hasta dos unidades de la recién lanzada serie limitada “DB11 F1 Edition”, uno en el verde metalizado de los Fórmula 1 de Alonso y Stroll, y otro en verde satinado. No fui capaz de decidir cuál me gustaba más.

    Como remate de las rarezas, tres orgullosos propietarios aparecieron con unidades del Rapide, ¡tres! Para ser la primera ocasión en que me topo con un Rapide en vivo, ver tres juntos fue todo un choque. Y por cierto, es tan elegante por fuera como escaso de espacio en las plazas traseras.

    En general, el entorno de “Caffeine&Machine” era una versión muy británica de eso que se llama “mezcla de tradición y modernidad”: el edificio de “The Hill” fue primero residencia familiar de un terrateniente local, y luego una venta, lo que por Inglaterra se llama “bed&breakfast”. Enclavado entre colinas perennemente verdes, está a solo dos millas de Stratford-upon-Avon, donde nació William Shakespeare. En las mesas de los alrededores del edificio, desde las que contemplo los Aston Martin, hay grabado un código QR que permite acceder a la carta del “pub”, realizar pedidos y pagarlos. Además funciona, porque sin moverme de la mesa y sin dejar de admirar los coches, me traen una pinta y unos sándwiches.

    Parece obligatorio que una peregrinación automovilística por Inglaterra incluya una visita a una de esas fábricas desconocidas por la mayoría y adoradas por el resto, como Morgan. Aun conservan y utilizan la nave original en la que Harry Morgan arrancó la producción de sus coches allá por 1914. El resto de la zona de fabricación son igualmente naves de ladrillo oscuro, ideales para ambientar películas de la era de la revolución industrial, y ubicadas en las afueras de un pueblo llamado Malvern. Dentro de esas naves conviven tecnologías de muchas décadas diferentes. Por un lado, los motores, los cambios y la electrónica son de origen BMW, lo que significa que hay muchos, pero que muchos cables. Esos motores y sus transmisiones se montan sobre bastidores monocasco elaborados según técnicas aeronáuticas: chapas plegadas de aluminio que se unen entre sí mediante adhesivos y roblonado.

    Hasta aquí la modernidad, porque ese conjunto se cubre con una carrocería de chapa de aluminio formada a mano sobre un bastidor de madera. De hecho, las naves en las que se fabrica y monta la carrocería utilizan los mismos utillajes de carpintero que un taller de carruajes y diligencias. Visualmente el resultado final es un coche de aspecto tradicional, solo que con luces de leds y tripas actuales.

    A lo largo de la visita nos topamos con el prototipo terminado y las dos primeras unidades de producción del Midsummer, lo que empezó como una charla durante la visita de personal de Pininfarina a Morgan, y acabó como un proyecto conjunto limitado a cincuenta unidades. Que, por cierto, se habían vendido 48 después de anunciarse. Sobre la base del Morgan actual, Pininfarina ha creado una carrocería más envolvente y a la vez más sencilla, destacando el uso de la madera a base de dejarla vista en el habitáculo. Toda una delicia para los fanáticos, y una colección de dudas para quien juzgue estos coches desde un punto de vista objetivo, como iba a descubrir al día siguiente.

     

    Me gusta mantenerme cerca de la realidad mezclando, en las proporciones adecuadas, la teoría con la práctica. Para ello había alquilado, durante un día, un Morgan Plus Four, el modelo actual con motor BMW de dos litros y 255 CV para solo 1.007 kilos.

    A la hora de montarse se ha de salvar el ancho estribo lateral, y meter la pierna entre la banqueta del asiento y el volante. Una vez dentro, el codo derecho roza con el guarnecido de la puerta, y la rodilla de ese lado queda encajada entre la propia puerta y la columna de dirección.

    Para facilitarme la conducción, había escogido la versión con cambio automático, que me ofrecía una ventaja adicional: en una unidad con volante a la derecha, como ésta, la presencia de la caja de cambios deja poco sitio en la zona de los pedales, y solo caben el del acelerador, el freno y un reposapié para el izquierdo. Si el cambio es manual, hace falta un pedal de embrague, y el pie izquierdo se queda sin apoyo.

    Al acabar la visita a la fábrica el día anterior había confirmado la reserva del alquiler, y solicitado consejo sobre rutas de los alrededores en los que disfrutar del Morgan Plus Four. De modo que al recoger las llaves me encontré en recepción un sobre a mi nombre con rutas sugeridas, que incluían dos puntos de alto interés. El primero era recorrer “The Costwolds”, una zona que admite la definición de “todo lo que el que no sea inglés imagina como el típico pueblo inglés”. El área cubre cinco condados y efectivamente responde al tópico, como iba a comprobar en la ruta: casitas construidas en piedra color miel, rodeadas de pequeños jardines y enclavadas en pueblos tan idílicos, que estaban a punto de pasar a ser cursis. Lugares donde ancianitas bien arregladas pasean a sus perros y meriendan en grupos de amigas, calles en las que un Ranger Rover parece el coche ideal, un Aston Martin DB11 no desentona, y hasta un McLaren en color naranja papaya está en su ambiente.

    El segundo punto a destacar en la ruta propuesta a través de “The Costwolds” es que incluía la recomendada carretera A 46 entre Stow-on-the-Wold y Tewksbury, sobre la que había encontrado elogios en la web “Driven to Write”.

    Según me explicaron en la entrega del Morgan, la disposición de los faros y de las aletas delanteras tiene sus ventajas, aun cuando uno vaya sentado sobre el eje trasero y el morro del coche se vea lejos: desde el puesto de conducción los faros y las aletas, que son el punto más adelantado y el más ancho del coche, respectivamente, y son la referencia ideal para situar el Morgan en el carril y maniobrarlo a la hora de aparcar.

    La primera sensación al arrancar es de crudeza, de sentir realmente el motor y la rodadura. Al ir sentado tan atrás, parece que hay muchos metros de coche por delante, como gobernando un buque desde el castillete de popa, con el largo capó oficiando de cubierta. Los apenas mil kilos y la estrechez hacen que el Morgan se sienta ágil y maniobrable al salir del aparcamiento de la fábrica y cruzar Malvern camino de las carreteras en las que se va a sentir a gusto.

     

    Las millas van transcurriendo y, mientras disfruto de la conducción y de los paisajes de “The Costwolds”, pienso si conducir un Morgan por estas carreteras tan británicas es lo que imaginaba meses atrás, cuando organizaba el viaje. Las carreteras están tan descuidadas como me habían pintado, los conductores son más educados de lo que esperaba, y los pueblos que cruzo son exactamente lo que me habían anunciado, el pueblecito británico ideal entre colinas verdes.

    Llueve durante casi todo el día (también lo esperaba de Inglaterra) y eso me permite comprobar el mal ajuste de la capota del Morgan, que genera ruido al agitarse con el viento. No olvidemos que es solo una simple capota de tela, de accionamiento manual, y no una de esas elaboradas cubiertas de muchas capas que protegen a algunos descapotables alemanes. Su ruido se suma al aerodinámico, al de rodadura y al de motor, causados por la falta de aislamiento del entorno. Todo ello, con la capota cerrada por culpa de la lluvia, genera una cierta sensación si no de claustrofobia sí de encierro.

    Con los limpiaparabrisas continuamente activados, me doy cuenta de un detalle curioso: como el parabrisas es muy bajo, los limpias han de ser cortos para no salirse por arriba, y por ello hacen falta tres para barrer todo el parabrisas.

    Por otro lado, el tamaño contenido del vehículo y la relación entre el peso y la potencia, junto con precisamente esa falta de aislamiento, hacen que la conducción sea ligera, viva y directa, que haya conexión entre la carretera, el coche y mis sentidos, y disfrute a bordo.

    Para romper el tópico, y ya en plena A 46 saliendo de Stow-on-the-Wold, deja de llover. Tardo nada y menos en plegar y asegurar la capota, y conduzco las últimas millas hasta Tewksbury y la fábrica Morgan dejando que el olor a campo húmedo entre en el habitáculo, y con las nubes altas por techo. Ahora la sensación es otra, el habitáculo es menos opresivo y el coche parece hasta más ágil.

    Aun así, ni con este retorno al aire libre dejo de pensar que su utilidad es tan limitada que no me compraría uno, aun teniendo el dinero necesario y pudiendo aguantar la lista de espera. Es demasiado crudo para viajes largos, vulnerable en tráfico urbano y seco en conducción deportiva. Eso sí, no hay nada más británico que un Morgan, ¿o sí?

    Es lo que voy pensando mientras, unos días más tarde, conduzco el Nissan Juke de alquiler con rumbo a Hethel, la eterna sede de Lotus, esa marca que en su día fundó Colin Chapman y que, tras pasar por mil manos y otras tantas crisis, es ahora parte del grupo automovilístico chino Geely.

    Lotus nación para la fabricación artesana, por el propio Chapman, de coches de carreras. Con los años entró en el mercado de los coches de calle, y su Esprit de 1976 llegó a ese alto honor de ser el coche de James Bond en una de sus películas: Roger Moore paseó a Barbara Bach en “La espía que me amó” en un Lotus Esprit S1.

    También la rama de competición de la marca creció hasta llegar a la Fórmula 1, donde el equipo participó durante desde 1958 hasta 1994 con pilotos tan renombrados como Graham Hill, Sir Stirling Moss o Nigel Mansell.

    Con el equipo de Fórmula 1 cerrado y la producción de vehículos de calle repartida entre Hethel y China, lo que se puede visitar son las naves de producción del Lotus Emira, porque las del Evija son confidenciales, y el resto de la gama (Eletre y Emeya) se fabrican en las plantas locales de Geely. También es visible el “Lotus Heritage Centre”, la cercana sede en las que se guarda y mantiene en uso una colección de Lotus de F1, propiedad de la marca o de clientes.

    La primera impresión que se lleva el peregrino al entrar le deja sin palabras, por la calidad, cantidad, variedad y estado de los coches presentes. Nos recibe el Lotus 49 de finales de los ’60, con los colores de Gold Leaf, y frente a él están esas decoraciones que se han quedado grabadas en nuestra memoria de aficionados: el oro y negro de John Player Special, el amarillo apagado de Camel, …

    Mientras Scott, el guía, nos va presentando cada coche, tengo la misma sensación que si estuviera leyendo un fabuloso libro ilustrado con la historia de Lotus, solo que en lugar de leerlo Scott me lo va contando, y en vez de mirar las fotos tengo delante de mí el coche real.

    Nos rodean vitrinas con trofeos de carreras y monos de pilotos, maquetas de coches y estanterías llenas de piezas. Con todo, lo que más me atrae son unas hojas sueltas junto a unos lápices y un par de compases: son notas manuscritas de Colin Chapman, en concreto los cálculos de una barra de torsión de uno de sus F1, rodeadas por sus objetos de escritorio.

    Después de este viaje a un episodio concreto de lo mejor del pasado de Lotus, recorrer las naves en las que se fabrica el Emira palidece. Sí, me encantan el coche, su tecnología y el método de producción, y me encantaría tener uno a pesar de que está vendida la producción de los dos próximos años. Pero es menos Lotus que un Esprit o un Elan. Claro, que es bastante más utilizable que un Morgan Plus Four.

    Sea como fuere, no he ido a Inglaterra de compras sino de peregrinaje, y he regresado anglófilo y convencido. A pesar del estado de las carreteras y con los nudillos de la mano derecha enteros.


  • No era mi intención

    Cómo iba a serlo. El viaje estaba saliendo de maravilla, y no había por qué darle un final amargo. Tenía la sensación de que aquella fabulosa Honda Pan European ST1100 y yo llevábamos meses haciendo honor a su nombre, y casi era verdad. Acababa la tercera semana de viaje y habíamos recorrido Alemania, Hungría, la República Checa y Austria, y no faltaba más que volver a casa. Me resultó muy agradable la estancia en Munich, un lugar por el que tengo debilidad. A continuación nos fuimos a dos Grandes Premios consecutivos, los de Brno y Hungaroring, y recordé aquellos tiempos en que viajaba en moto a los circuitos, como un aficionado. Esta vez cubría la información para Motociclismo, y llevaba en el bolsillo el soñado pase de prensa.

    El remate del viaje fue Viena, aunque terminé durmiendo en una ciudad llamada Baden, 30 kilómetros al sur, porque la capital, en los últimos días de Agosto, tenía ocupado cualquier lugar en el que se pudiera dormir con mi presupuesto.

    El cierre del viaje iba a ser dos días para hacer 2.400 km. Puede sonar a que son muchos, solo que para una devoradora de autopistas como la PanEuro, no pasaba de aperitivo.

    Cuando Honda lanzó este modelo, en la revista Motociclismo nos gustó tanto que no solo decidimos someterla a una prueba de larga de duración de 25.000 km, sino que duplicamos la dosis. En los meses que duró esa prueba, los redactores y colaboradores nos turnamos al manillar y, literalmente, recorrimos Europa entera. Si no me falla la memoria, mi turno llegó cuando Gustavo Cuervo volvió de Grecia, y terminó en el momento en que Ildefonso García apuntó hacia Gran Bretaña.

    Y esa mañana de finales de Agosto de 1990, con una lluvia suave cayendo fuera, agrupaba mi equipaje en un hotel de Baden, para emprender el regreso a casa.

    Cuando un motorista viaja, la persona, el vehículo y sus pertenencias están a la vista y formando un conjunto. Una vez que se detiene, ese conjunto se disgrega en mil pequeños elementos: se baja de la moto, y se quita el casco y los guantes. Se va a comer o a repostar, y de algún sitio sale una cartera para pagar. Si llega a un hotel, desmonta las maletas laterales y la bolsa sobredepósito. Y una vez en la habitación, lo que sale del equipaje se distribuye por armarios, repisas, … o el suelo.

    En esas estaba yo, guardando en las maletas de la PanEuro el neceser, la ropa ya sucia y el calzado de calle. En la bolsa, los mapas de varios países y las monedas y billetes de esos países (¡estamos hablando de la época en que no había navegadores ni Euros!), y pensando en que no sería difícil hacer ese día la mitad del recorrido previsto. El cálculo era sencillo: la mitad son 1.200 km, que por autopista a una media tranquila e incluyendo paradas, eran menos de diez horas. Podía hasta dar una vuelta de despedida por Munich, o visitar el Museo Porsche de Stuttgart.

    Vestido con el Goretex y con todas mis pertenencias agrupadas en dos maletas y una bolsa, bajé a la calle. La fiel PanEuro me esperaba, como cada mañana. Arranqué el motor para que ronroneara y cogiera temperatura, mientras fijaba el equipaje y me colocaba casco y guantes. Mi optimismo sufrió la primera grieta al alcanzar la autopista que nos iba a llevar, con rumbo oeste, a cruzar Austria, porque el tráfico era denso y la lluvia cabezota. Se hacía difícil pasar de 100 km/h.

    La ilusión me hacía pensar que el tráfico denso se acabaría al entrar en Alemania, pero no era más que ilusión. La lluvia y los atascos continuaban, y algo cansado llegué a la frontera francesa en Mulhouse diez horas después de arrancar, y con solo 900 km. encima.

    Otra vez apareció la ilusión para decirme que, como en Francia las autopistas son de peaje, estarían más despejadas y recuperaría algo del tiempo perdido. Esta vez las ilusiones se quedaron cortas, porque la autopista estaba vacía y además salió el sol, por lo que, jugándome una multa de radar, le pedí a la PanEuro que subiera el ritmo, con el objetivo de quitarle kilómetros a un segundo día de viaje que se empezaba a poner cuesta arriba. Porque el domingo por la noche, sin opción posible, la moto y yo debíamos dormir en Madrid.

    Los kilómetros iban cayendo, a la vez que el sol y mis energías. Había pasado de la fase de agrado a la de incomodidad a bordo, y de ésta a la de molestias generales con dolores en algunas partes del cuerpo que no hace falta detallar. Y como el objetivo de los 1.200 km en el día ya estaba conseguido, negocié conmigo mismo y llegué a un acuerdo: en muchas áreas de servicio de las autopistas francesas hay hoteles sencillos, de modo que me pararía a cenar y dormir en el primero que encontrara pasadas las nueve de la noche. Ya era suficiente paliza y no quería conducir cansado y de noche.

    Satisfechos por el acuerdo, la PanEuro y yo nos relajamos en el ánimo, que no en el ritmo. Los kilómetros seguían cayendo y la hora límite estaba cada vez más cerca. Pasábamos por las áreas de servicio y sus hoteles, pensando en que poco después descansaríamos, ella en el aparcamiento y yo en una cama.

    Se acercaban las nueve de la noche y mi cuerpo había abandonado el estado de molestias para pasar al de dolores y de éste al de insensibilidad. Estaba hecho un cuatro rígido, y solo las ganas de rematar bien el día me hacían aguantar. Solo que a partir de las nueve, y ya con claro rumbo sur hacia España, las áreas de servicio dejaron de tener hoteles. De repente y todas.

    Mi cuerpo insensible aguantaba como podía, y los kilómetros seguían pasando. Cada señal que anunciaba la proximidad de un área de servicio me abría la esperanza; cada área de servicio sin hotel me parecía una jugada sucia de quien hubiera decidido su reparto. Finalmente, con el optimismo en un estado similar al de la espalda, me detuve en un área de servicio con hotel 1.750 km y tres países después de arrancar. Cualquier absurdo récord de tiempo o distancia en moto en un día que pudiera tener había sido desintegrado.

    Como un autómata ocupé la habitación, cené y me metí en la cama. Y arranqué el día siguiente con la fuerza que me daba pensar que solo quedaban 700 km hasta casa. Pero qué kilómetros.

    Como despedida de la PanEuro, decidí sacarle partido a lo que había descubierto en dos semanas de viaje: la capacidad de viajar ininterrumpidamente a su velocidad máxima. ¿Seríamos capaces de recorrer toda la autopista, desde el peaje a la salida de Barcelona al de la entrada a Zaragoza a fondo riguroso?, ¿a unos 215 km/h reales? De haber tenido alguna duda, se abría disipado de inmediato. Con depósito lleno, cielo despejado, viento en calma y poco tráfico, resultó tan sencillo como divertido. Y me queda el recuerdo de haber hecho, como travesura, lo que ahora es claramente ilegal.

    Solo que en Zaragoza se acababa la autovía y hasta Madrid me esperaba una pesadilla de baches, parches, contraperaltes, camiones y el resto de los ingredientes que tanta mala fama le dieron a la N II. Y esta vez aderezado con un granizo casi doloroso, a punto de reventar el parabrisas de la PanEuro, y que convirtió el asfalto en una pista de patinaje blanca.

    Dejó de llover y salió el sol, todo a la vez, cuando ya estaba en la Avenida de América, entrando en Madrid, como si mi ciudad quisiera darme la bienvenida. El equipo de Goretex que llevaba, formado por chaqueta y pantalón unidos por cremallera, había sido completamente impermeable. Solo que tantas horas bajo la lluvia, tantos litros de agua resbalando, permitieron que entrara humedad por el cuello, las botas y la bolsa sobredepósito. Cuando entré en casa, dejé en el tendedero el pasaporte y los billetes de varios países. Y sin embargo la PanEuro estaba impecable, como el día que salimos de casa, como el día que salió de la fábrica.


  • El paraíso empieza a una hora de Madrid

    Para quienes vivimos en alguna de esas grandes ciudades en las que se considera al automóvil como origen de todos los males, y vemos acercarse el coche autónomo, conducir de modo activo y disfrutando por carreteras secundarias, y alcanzar pueblos en cuya plaza mayor se puede aparcar (¡y sin pagar!) parece un placer lejano. Y sin embargo ese paraíso empieza a una hora de Madrid.

    Una vez que, a la altura de Alcolea del Pinar, el M3 abandona la carretera de Barcelona, entramos en otra realidad. Carreteras secundarias anchas y en buen estado, con rectas en la que rodar a 140 km/h en sexta relajada con el sol cayendo por el horizonte, y curvas enlazadas de radio constante en 4ª y 5ª.

    Mezcla de arquitectura e ingeniería de diversas épocas.

    Con el paso de los kilómetros las carreteras se estrechan y anochece, el ritmo baja porque comienzan a ser frecuentes la horquillas de segunda, y los nombres de los pueblos nos hacen ver que estamos en otro tiempo y en otro lugar: Monreal del Campo, Bañón, Montalbán, Alcorissa, Mas de las Matas. Acabamos callejeando por Forcall y aparcando entre edificios señoriales y otros no tanto en su plaza mayor. Nos alojamos en el antiguo palacio Miró – Osset, del siglo XVI, y a continuación paseamos por un entorno que nos aleja de las costumbres atenazadoras de las grandes ciudades. El único lugar abierto en el que se puede cenar no es una franquicia de comida prefabricada, ni mucho menos; más bien es una amalgama irregular de pasado y presente, costumbres y tipismos: a la izquierda de la barra, la pantalla enorme de televisión muestra, ante la indiferencia general de los parroquianos, las cuitas de un desactivador de explosivos del ejército de EE. UU., destacado en unos de esos países en que, según los guionistas, todos los habitantes son malos o al menos sospechosos; las conversaciones de los clientes y los propietarios van del “mañana salimos a setas” a “ te he traído unos peces que hoy he ido al río”, mientras se desborda sobre la mesa el contenido que venía envuelto en papel de estraza, y a los olores del lugar se añaden los del pescado y los de un río de montaña.

    Lo único que se puede cenar lo acordamos con la cabeza de la señora que se asoma desde la cocina a través de una cortinilla de colgantes, y resulta ser un bocadillo de más de treinta centímetros de longitud, con el pan untado en tomate, lleno de lonchas de jamón de verdad y conteniendo una tortilla francesa de un número indeterminado aunque obviamente elevado de huevos.

    Mientras al fondo se desactivan explosivos, los parroquianos hablan de la temporada de setas y yo devoro el bocadillo, empiezo a preguntarme: “Brexit, Madrid Central, ¿qué es eso?”

    A la mañana siguiente, cerca de Morella, un cincuentón culto que se niega a dejar de ser hippie nos enseña pinturas rupestres. Su aspecto desaliñado y las ropas del Decathlon no encajan con el entorno, y ninguno de los tres con su lenguaje culto y cuidado y las explicaciones documentadas, propios de un antropólogo o de un prehistoriador. Un rato después nos da la bienvenida la arquitectura inverosímil de Morella, rodeada de murallas, con los edificios colgados de las laderas, asomados a precipicios. Al final de una calle porticada, un palacio de piedra, con aspecto grave y sólido, es ahora un hotel en cuyo restaurante disfrutamos de una comida alejada varios años luz, en precio y calidad, de los menús de oficinista de Madrid, y decido que el secreto de cerdo al vermuth merecerá mención en este blog.

    Ya de noche disfruto los 120 kilómetros de carreteras secundarias que separan Morella de Teruel, con tramos llanos y rectos de 140 km/h, zonas enlazadas de 3ª y 4ª a medio régimen y horquillas de 2ª en subida, sin atisbo de subviraje, con los Dunlop delanteros mordiendo el asfalto al tirar el M3 en la curva mientras el control de tracción parpadea al acelerar con ganas a la salida y los faros de xenón iluminan la cuneta exterior y dejan a oscuras la siguiente curva. Entre Mirambel, Cantavieja y Cedrillas me dejo encandilar por el formidable sonido del seis en línea por la noche, ronroneando o rugiendo, según donde esté la aguja del cuentavueltas, con un tacto de dirección preciso y confiable sobre el asfalto seco y limpio aunque frío. Al llegar a Teruel nos encontramos con “el perolico”, la versión local del festival de las tapas, con el toque recio de la zona: los bares ofrecen cuencos de barro llenos de platos basados en judías o garbanzos, en receta que huele a casa de la abuela.

    Al fondo, el aeropuerto de Teruel.

    El tercer día de viaje, los 29 kilómetros que nos separan de Albarracín se inician por una llanura que parece impropia de la zona, y de pronto surge un aeropuerto destinado básicamente a estacionamiento de aeronaves y escuela de vuelo. Por supuesto que paramos a fotografiar el M3 con aviones de fondo. Al salir de la llanura, la carretera se interna entre cañones que culebrean en paralelo al río Guadalaviar, y Albarracín aparece colgado entre cerros, amoldándose a sus contornos y a los del río, demostrando que había un más allá en la inverosimilitud de la arquitectura respecto a Morella. El pueblo se nota limpio y cuidado sin perder naturalidad, el frío húmedo pasea con nosotros por las calles estrechas, y hacemos un recorrido por la ribera del río, a veces por la orilla y otras por pasarelas colgadas de la montaña, vertiginosamente por encima del nivel del agua.

    Para comer, escogemos un restaurante que promete mucho en calidad, comida y vistas desde la sala, y en absoluto nos decepciona. Desde nuestra mesa vemos el perfil adusto de las montañas y el discurrir del río, y aceptamos la sugerencia del ternasco con patatas panadera. Para regarlo, un sorprendente vino de la tierra, a base de un coupage de seis uvas, que nos hace dar vueltas por la tarde en busca de una tienda en la que conseguir un par de botellas que llevarnos a casa; por supuesto que las encontramos e hicieron el viaje de regreso en el maletero del M3.

    Esperaba con ilusión el recorrido del cuarto día de viaje, y reconozco que pasará a mis recuerdos de experiencias de conducción. Arrancamos por el fondo del valle, con asfalto seco aunque muy frío en carreteras secundarias de lujo: bien señalizadas, con arcenes y sin parches, curvas de radio constante en tercera y cuarta, con el motor saliendo a 3.000 rpm para estirarlo en las rectas hasta 6.000.

    Solo que luego las carreteras se estrechan, el cielo se cubre, comienzan los parches y coronamos el puerto del El Portillo a 0ºC y con nieve. Y aquí se acabaron las bromas: ni por los agujeros, ni por la anchura del asfalto ni por el agarre. Hay que tener un tacto exquisito en los cambios de apoyos cubiertos de hojas, con los desprendimientos, con las horquillas de 2ª en bajada con contraperalte. En esos momentos agradezco la nobleza del M3, su capacidad para decirme todo lo que pasa en las ruedas, para contarme cuánto de lejos está de su límite, lo que me permite saber cuánto me acerco al mío como conductor. El tacto de la dirección y la dulzura del motor a medio régimen son fuente de tranquilidad en estas circunstancias, y llegamos al fondo del valle del río Cabriel con una sonrisa de satisfacción.

    La visita al nacimiento del río Cuervo es lo que se puede esperar de uno de los parajes más bonitos de España: un río que surge con una fuerza y un caudal inesperados de entre unas peñas, que se descuelga monte abajo, se deja caer por unas cataratas y luego avanza perezoso por la llanura, todo al borde del camino señalizado que permite al viajero disfrutarlo desde muy cerca. Se nos meten hasta los huesos el ruido del agua y el frío húmedo, y nos los sacudimos en el mesón que ofrece un menú del día digno del paisaje: potaje de garbanzos, matanza y natillas caseras de verdad, incluso con su galleta María Fontaneda.

    El cierre del viaje es un recorrido espectacular, sin baches, con asfalto seco, bajadas espeluznantes y camiones sobrecargados de madera: la M-2105, por Huélamo, Uña, el Ventano del Diablo (¡el nombre lo dice todo!) y luego hasta Cuenca. Todo un derroche de curvas entre 2ª y 5ª, de entre 30 km/h y lo que me atreví, encañonado junto al río Júcar, entre murallones de piedra y pinos. Se repite una secuencia de sonidos y gestos, una combinación de movimientos y sensaciones: aguantar el gas con el motor rugiendo hasta donde resulta razonable; soltar el acelerador, oír el golpeteo del pedal contra su tope de apertura mientras ya piso el freno y, con la vista buscando la salida de la curva, quito una o dos marchas con el motor rugiendo en cada reducción, tanteando el momento prudente de abrir gas y oír una vez más el cambio de sonido del motor. Aderezado con los ecos del valle unas veces y el sonido limpio si se rueda por la parte alta de la sierra, con la mesura debida al cruzarse con camiones, maquinaria agrícola o conductores más lentos, con sonrisa de placer cuando me siento íntimamente relacionado con el coche.

    Una vez en Cuenca capital desembarcamos en el áspero presente: no se puede estar más de treinta minutos con un vehículo en el casco histórico, de modo que correteo por callejones medievales con el equipaje hasta la casa palaciega del siglo XVII en la que nos alojamos, regreso al coche a la carrera y huimos hasta más arriba del castillo, ya fuera de la zona prohibida. Desde allí, con el puente de San Pablo y el parador a nuestros pies, vemos cómo el sol se oculta. Parece que también lo de disfrutar conduciendo se acaba; vamos a aprovecharlo mientras sea legal.


  • Peregrinaciones (laicas) por Alemania

    Mejor dicho, por Baviera, que no se corresponde por completo con el estereotipo que de Alemania tiene el resto de Europa. Los que simplifican dicen que los bávaros son los andaluces de Alemania, pero esa frase elimina matices que tienen mucho peso, de modo que mejor entremos en detalles.

    Sí, los bávaros son industriosos, trabajadores, organizados, … lo que se espera de un alemán, solo que además quieren disfrutar del nivel de vida al que esa actitud les conduce. Ese es el motivo por el que hay tantos restaurantes en las calles, y tiendas de ropa y coches caros. Muchos coches y bastante caros.

    De acuerdo que también hay coches normalitos y con unos cuantos años encima, solo que con una frecuencia mayor que la habitual en España te topas con esos vehículos que nos hacen girar a los aficionados la cabeza hasta que crujen las cervicales. Quizá no sea más que una versión muy equipada u potenciada de un coche generalista, pero demuestra que el propietario tiene dinero y le gustan los coches. O a lo mejor es un 911 de una buena añada, o un discreto M3.

    Cierto que el paisaje es distinto en Maximilianstrasse y sus alrededores, la zona de tiendas de marcas caras en Munich. La calle en cuestión es céntrica y ancha, y están todas las marcas de lujo habituales y alguna más, ubicadas en tiendas de superficie generosa (mejor no pensar en el precio de los locales) y con decoración discreta. Hasta ahí todo medio normal, las novedades comienzan al mirar a los clientes que llegan y los coches en que lo hacen: los primeros son, en abrumadora mayoría, árabes de los dos sexos, vestidos ellos como si pasearan por Rodeo Drive y ellas como si lo hicieran por Kabul. Suponen la mayoría de los clientes de la zona, algo que se comprueba con sorpresa al echar un vistazo apresurado al interior de las tiendas cuando el de seguridad les abre la puerta. Los coches que dejan fuera son tan envidiables como las cuentas corrientes que nutren sus compras, y llama la atención que las árabes ricas vestidas de afganas tratadas con machismo por árabes ricos vestidos de occidentales den de comer a los empleados europeos y a sus marcas de lujo.

    La siguiente etapa de mi peregrinación es la zona de la ciudad donde nació BMW, la fábrica bávara de motores. En las cercanías de la fábrica y de la oficina central se abrió en 1973 un museo que ha sido recientemente reformado, y al lado se abrió en 2007 (y se renovó en 2012) BMW Welt, un ostentoso edificio para acoger la actualidad del grupo en sus ramas: BMW motos y coches, Mini, Rolls Royce y ahora la rama i, los automóviles eléctricos. Por supuesto, confitado con tiendas, visitas organizadas incluso a la fábrica, tres restaurantes y un café y referencias permanentes a la imagen de marca, el futuro, la responsabilidad social y la sostenibilidad. Faltaría menos.

    Tanto la arquitectura como el contenido muestran el poderío alemán y el orgullo de marca, pero matizado por el complejo de culpa medioambiental que ahora atenaza a la industria del automóvil.

    En el BMW Museum se nota el equilibrio para agradar en su visita tanto al público en general como a los fanáticos. Como miembro del segundo grupo, subespecie raritos, me detengo ante joyas que me llaman la atención: una GS (bóxer, claro) del Dakar africano con el logotipo de Paris Match en el dorsal como patrocinador, el elegantísimo 507, el 2000 que marcó el inicio de lo que hoy llamamos agonizante segmento D, la BMW R50/2 de la Polizei, … Por supuesto hago una parada especial, llena de suspiros, en la zona M, donde me encuentro con mi propio coche. Qué sensación la de ver un coche como el propio expuesto en un museo, en el museo de la marca que lo fabricó. En este lado M del museo, rodeado entre otros por un M3 E30 y un auténtico M1, posa orgulloso un M3 E46 CSL, aquella serie limitada tan difícil de vender en su día y tan cotizada ahora. Y en la zona de competición descansan de sus éxitos un precioso y humilde 2000 TI del ’66, un 3.0 CSL del ’75, otro M3 E30, y el M3 E46 GTR de las 24 Horas de Nürburgring de 2004, vitaminado hasta el extremo, con un alerón trasero mayor que muchas barras de bar, unas vías ensanchadas con anabolizantes, y un motor que daba 500 CV durante 24 horas. Echo de menos el mío, sin alerones, con solo 341 CV, en discreto azul oscuro, aparcado ahora en el garaje de casa, a varios miles de kilómetros de donde suspiro entre estas joyas.

    Cruzo la Lerchenauer Strasse por el puente peatonal y me planto frente a BMW Welt. Antes de entrar, caigo en la tentación de sentarme y probarme las motos expuestas en la entrada. La S1000 XR se me hace excesiva, la bóxer de carretera sin carenado se me hace poco, y caigo rendido, una vez más, ante una formidable GS 1200 R con su colección de maletas metálicas, la moto ideal para dar la vuelta al mundo o, en su defecto, disfrutar de las carreteras retorcidas más cercanas a la casa de cada uno.

    Una vez en el interior del Welt, lo primero que aparece son dos de las novedades en una marca que precisamente en 2016 celebra su centenario: Mini y los coches eléctricos. La exposición de Mini exalta el carácter británico, tradicional y chic del concepto, algo a destacar ahora que los Minis son alemanes, modernos y cada vez menos minis; eso sí, el despliegue es envolvente, retrae a los años ’60 y te hace olvidar que estamos en Alemania.

    La parte i, la rama eléctrica de BMW muestra un orgullo humilde y un toque moderno sin pasarse; a todo el mundo le gustan los coches novedosos pero espera que otros se los compren antes, el porcentaje de “early adopters” no es tan alto. En BMW saben, ahora que se han puestos a vender eléctricos, cómo lo han pasado Toyota y Lexus para vender híbridos, y lo que le falta a Tesla para afianzar su negocio de vehículos eléctricos.

    Me detengo, claro, en la zona M, donde un grabado deja claro que mi M3 E46 cabrio se produjo de 2001 a 2006, y me monto en el M2, para muchos críticos el sucesor espiritual de los M3 “auténticos”, las series E30, E36 y E46, antes de que llegaran las dos siguientes generaciones, más grandes, potentes, y con menos placer de conducir, el antiguo lema de la marca. Y sí, en el M2 me siento como en mi coche: acogido, envuelto, implicado en la conducción incluso estando parado, notando que hay comunicación con el coche.

    Sigo dando vueltas por los varios miles de metros cuadrados de este “Mundo BMW” y en la segunda planta me topo de nuevo con las motos. Vuelvo a probármelas, todas pero todas, y se reavivan antiguos sentimientos. La RR me parece tan excesiva en planteamiento y postura como las Rs japonesas de los ’90, y la R1600 GT me parece una alternativa a una autocaravana, tal es la sensación de enormidad que me transmite. Las percepciones cambian cuando voy hacia una moto aparentemente olvidada que me sorprende: la razonable GS800 bicilíndrica, con la estética de la hermana mayor bóxer solo que con tamaño y peso contenidos. De repente, me surgen malos pensamientos y peores planes, y antes de liarla me alejo de la zona de motos.

    Lo último que veo en el BMW Welt me deja pensativo: al final de la planta baja, en una zona un tanto aislada, con una puesta en escena enormemente más discreta que el resto de la instalación, está la gama X. Sí, la que ha disparado ventas, facturación y beneficios en los últimos años, la que se convirtió en objeto de deseo en esos años en que nos creíamos que éramos ricos y que esto no se iba a acabar nunca. Pues allí, en fila y medio escondidos, posan un X5, un X3 y un X1. El X6 ni está ni se le espera. Afortunadamente. Salgo del BMW Welt pensando que la asignación de espacios la ha hecho un purista, o al menos un aficionado con algo de sentido de culpabilidad.


  • Peregrinaciones (laicas) por Italia

    Algunos fabricantes simplemente hacen coches o motos. Es decir, máquinas que sirven como medios de transporte. Otros cultivan leyendas que carecen de sustancia. Y algunos mantienen un equilibrio entre la calidad de lo que fabrican, el valor que le dan a su pasado y el modo en que cultivan su leyenda.

    De estos pocos, tres nacieron y se mantienen geográficamente concentrados en Italia, un país que suele situarse más cerca del arte y la pasión que de la industria. Es más, no es que se junten los tres en la región de la Emilia Romaña, es que están en Bolonia o sus cercanías. Ducati se encuentra en Borgo Panigale, una barriada al NO de la ciudad; Ferrari está en Maranello, cincuenta kilómetros al oeste, y de Ducati a Sant’Agata Bolognese, sede de Lamborghini, hay poco más de veinte minutos conduciendo.

    Cada uno de los tres recibe a su modo a quienes peregrinan a sus sedes en busca de la magia que le suponen al lugar donde se fabrican los vehículos que para ellos son bastante más que eso. Ducati lo hace de un modo rotundo, industrial e italiano: un cruce múltiple de carreteras, uno de esos nudos de asfalto que parecen espaguetis negros con arcenes, saliendo de Bolonia hacia Módena, tiene a la derecha una mole veterana, sólida, lo que uno imagina al pensar en una fábrica de los años ’30.

    1280px-Ducati_WerkVisité el museo y la zona de producción cuando Ducati aun era propiedad de Investindustrial, la inversora de Carlo y Andrea Bonanomi, algo que cobró significado más tarde, como ya veremos. Me dio una sensación muy italiana, y siento caer en algunos tópicos: desorden controlado, calidez industrial, simpatía relajante, suciedad escasa y consentida, una especie de “ya sé que no es perfecto pero si me va bien así para qué hacer más”. Las líneas de montaje parecían reuniones de amigos para enredar en sus motos en el sótano de la casa de uno de ellos, aunque por otro lado no me imagino una fábrica al estilo de la de McLaren para hacer Monster, que es el chasis Verlicchi de siempre (acero soldado y pintado de rojo) y un concepto de motor evolucionado desde los ’70.

    El museo son unas dependencias de la fábrica en que se han reunido todo tipo de recuerdos de la marca, desde los equipos eléctricos que empezaron a hacer Antonio Cavaliere Ducati y sus hijos Adriano, Marcello y Bruno en 1926, hasta las últimas motos del Mundial de Moto GP y Superbikes. Uno se emociona al contemplar las motos de Paul Smart y Mike Hailwwod, la 851 de Raymond Roche, la 888 de Doug Polen, el tablero de dibujo de Fabio Taglioni, o la moto con la que retornaron a Moto GP con Loris Capirossi en 2003. Hay motos, hay historias y hay personas.

    La tienda de recuerdos es una dependencia dentro del museo en la que se vende material para motoristas: llaveros, cazadoras y camisetas.

    Al otro lado del cruce de carreteras, con algo más de espacio, un concesionario reúne la gama actual al completo, algunas tentadoras versiones especiales, y más llaveros, cazadoras y camisetas.

    Lamborghini debió ser similar, ahora ya no. El cuerpo principal de la fábrica, al borde de la carretera que sale de Sant’Agata Bolognese camino de Módena, es la que construyó Ferruccio Lamborghini. Su italianiedad parece acabar ahí, porque la compra de la marca por el grupo VAG (Volkswagen, Audi, Seat, Skoda, Bugatti, Porsche, Bentley,…) ha alemanizado hasta el espíritu. El museo, sí, está en la fachada principal, es grande, luminoso y alberga unas cuantas joyas. Sin embargo, las enseña con frialdad, como quien muestra con orgullo profesional unos datos de mejora de producción o un beneficio en bolsa. No hay menciones apasionadas al origen de la marca, esa cabezonería orgullosa que enfrentó a un exitoso fabricante de tractores que compraba y criticaba los deportivos que un exitoso fabricante de coches construía en la misma comarca. Ferruccio Lamborghini solo aparece en dos fotos, y Enzo Ferrari ni existe.

    Hay expuestas dos unidades de Lamborghini Miura, pero en ningún lugar se menciona que para algunos es el coche más bonito de la historia, y que muchos le votaron como el coche mas sexy jamás construido. Y ni mención a la pelea sobre la paternidad de su diseño entre Giorgetto Giugiaro y Marcello Gandini.

    En el rincón del fondo a la izquierda reposa un LM002, aquel megaTT de cuando no existían los megaTT, que antecedió muchos años al Hummer H1 y al Toyota MegaCruiser, y cuya carroceria casi nadie sabe que se construía en Irízar (Ormáiztegui, Guipúzcoa).

    P1180498La única historia de coches y hombres que cuentan, y no el todo, es la del sucesor del Countach, así que la voy a contar yo. El Countach fue un concepto rompedor de Marcello Gandini que aun hoy, cuatro décadas después, sigue causando impacto, y no hay más que fijarse en la foto de la izquierda. Aguantó en producción de 1974 a 1990, y muchos años más en los pósters de las habitaciones de los adolescentes. Cuando Lamborghini se planteó su sucesión, encargó un estudio a Zagato y otro a Gandini, y ambos prototipos están en el museo. El de Zagato es el coche ocre de llantas negras, y el de Gandini es el rojo. Se tomó la decisión de llevar a la serie el segundo, pero el proyecto se paró: P1180559Chrysler, que acababa de comprar la P1180565marca, detuvo la iniciativa, retomó el diseño de Gandini y lo modificó tanto que cuando llegó a la línea de producción bajo el nombre de Diablo estaba tan reblandecido, que Gandini nunca lo reconoció como suyo. Esta vez negó su paternidad, en lugar de pelear por ella como en el Miura.

    Con los cambios generados por la nueva propiedad, algunos técnicos salieron de la marca, entre ellos Claudio Zampolli, que se asoció con Giorgio Moroder, el productor discográfico que se había hecho de oro con la música disco de los ’80, Donna Summer, Irene Cara, ya sabes. De la asociación surgió el casi desconocido CiZeta Moroder, que se llamó así por las iniciales en italiano de Zampolli y el apellido del socio capitalista, y que partió del diseño desechado de Gandini para sustituir al Countach.

    Hambriento de historias salí del museo y pasé a la tienda, donde me encontré a un grupo de concesionarios o clientes estadounidenses, agasajados y lisonjeados por ejecutivos de la marca, todos con traje oscuro, camisa blanca lisa y corbata corporativa, que hablaban inglés unos con acento alemán y otros con acento italiano. Me sentí tan lejos de ellos como les percibí a ellos lejos de la leyenda de Lamborghini. Curioseando por la tienda, confirmé que los precios de casi todo estaban destinados a ese tipo de nuevo rico que no tiene historia, y ni conoce ni le interesa la de los demás. Estaba mirando un bolso en bandolera para llevar el portátil, en fibra de carbono y cuero, por el que pedían 1.058 €, cuando me acordé de algo que días atrás me habían contado en Montalcino, en la vecina Toscana, donde se produce uno de los vinos más caros y mejores del mundo, el Brunello de Montalcino. Me hablaron de los nuevos ricos chinos y rusos que compran botellas de 300 a 500 €, sirven a sus invitados la copa hasta la mitad, y el resto hasta el borde lo llenan de agua. Les importa mostrar un vino caro, no el vino.

    Salí de la tienda y me encaminé al Fiat Cinquecento de alquiler que me esperaba fuera rumiando todo esto, mientras repasaba lo que había en el aparcamiento de empleados, y vi un detalle que explica muchas cosas: alineados en una zona supuestamente reservada, una hilera de Audi con matrícula de Ingolstadt dejaba claro quién manda allí.

    P1180591Conducía por carreteras secundarias bordeando Módena camino de Maranello, y pensaba con horror lo que podría pasar si Audi implanta el mismo modelo de gestión en Ducati: no se hablará de tres hermanos que empezaron a diseñar y construir aparatos eléctricos hace casi un siglo, que levantaron una fábrica que arrasaron los bombardeos, la reconstruyeron y se pusieron a hacer motos, y al final convirtieron en leyenda una extraña disposición de cilindros y una peculiar manera de cerrar las válvulas que tiene nombre griego. ¡Griego!, pero si para vender cualquier cosa lo básico es que tenga nombre en inglés.

    Me tranquilicé al llegar a Maranello porque Ferrari da un paso más en categoría e italianiedad respecto a Lamborghini, y la ciudad es una mezcla de centro de peregrinaje y parque temático en las cercanías de una fábrica que conserva la antigua entrada principal y se ha ampliado con diseños de arquitectos de renombre como Renzo Piano (túnel de viento), Jean Nouvel (nueva línea de montaje) y Massimiliano Fuskas (centro de desarrollo de producto).

    Vale la pena pararse un rato junto a esa puerta principal y mirar al otro lado, a los que la miran y la fotografían: tienen cara de haber llegado al sitio soñado, a una fábrica de leyendas. Se colocan orgullosos junto al logotipo y sonríen mirando a la cámara, con aspecto de “un día entraré a encargar un coche”. Vi llegar a un veinteañero con su Clio Sport de muchos caballos, con matrícula británica y volante a la derecha. Detuvo el coche en plena puerta, en medio de la Via Abetone Inferiore, se bajó e hizo la foto. Quedaba claro que había llegado, y que seguiría soñando con repetir la foto, esta vez con su Ferrari.

    trioJusto frente a esta entrada se encuentra Cavallino, el restaurante en el que, según la leyenda, comía a diario Il Commendatore. Como adicto al trabajo, y a pesar de ser italiano, le dedicaba poco tiempo a los placeres del estómago, de modo que bajaba de su despacho de la primera planta, cruzaba la calle, y al rato estaba de nuevo en el trabajo. El interior del restaurante está decorado con fotos dedicadas, cascos de pilotos de la Scuderia y piezas de los F1 de la marca. Personalmente, me quedo con una foto grande, en blanco y negro, de tres pesos pesados del automovilismo, con egos tan notables como enormes: de izquierda a derecha, Enzo Ferrari, Niki Lauda y Luca Cordero de Montezemolo.

    P1180600Después de un espresso como debe ser, solo un poco de café en una taza un poco mayor que un dedal, me acerqué al Museo Ferrari. Si junto a la fábrica hay una tienda oficial y alguna otra surtidísima de todo lo que un peregrino pueda desear, el entorno del museo es un festival de tiendas con todo lo imaginable y algo más, junto a varias empresas de alquiler de Ferrari por periodos cortos, de diez minutos en adelante. Los coches aparcados en espera de cliente, más los que van y vienen precedidos por su sonido impactante, generan una atmósfera de alegría y emoción, la propia del peregrino que, tras esfuerzos, ha llegado donde quería.

    Muchos caen en la tentación de darse el paseo, otros se atreven a llevarse el coche a Monza y rodar allí, y hay quien se atreve con el fetichismo: comprar piezas de los F1 de temporadas pasadas, montadas sobre una peana y con certificado de autenticidad, o la botella de champán con la que tal piloto brindó desde el podio de tal circuito aquel año. También con certificado de autenticidad.

    El museo, sin dejar de representar a una marca de lujo, mantiene la línea alegre, apasionada, contenta; habla de historias, de coches y de personas. Sin negar que Ferrari es una empresa industrial con ánimo de lucro.

    De vuelta al Cinquecento y a la autostrada, repasaba los cambios de rumbo y de propiedad en Ducati y Lamborghini, los ciclos de éxitos y fracasos de Ferrari, y lo mucho que tienen en común las tres en su origen. Aunque a día de hoy, sus futuros se vean tan distintos.


  • El Gran Cañón no era tan colorado

    Empecemos por una obviedad: cuando se rueda en moto de noche y por carreteras desconocidas, solo se ve lo que ilumina el faro, y uno no se da mucha cuenta de lo que hay más allá de las cunetas, como el color de la tierra o de la vegetación, el tipo de árboles o su altura. Por eso no le dí importancia a que me parecieran blanquecinas las cunetas de la carretera 89, a la altura de Chino Valley, en Nevada, Estados Unidos.
    Hacía unos cuantos días que, tras dar una vuelta por Los Angeles y sus inacabables alrededores, habíamos alquilado tres motos y recorríamos la Costa Oeste. Empezamos por San Diego, y el día de las cunetas blanquecinas nos metimos un buen montón de millas con la idea de subir a primera hora de la mañana siguiente a ver el Gran cañón. Y esperábamos seguir viaje por Yosemite, Las Vegas y San Francisco, para cerrar el bucle devolviendo las Yamaha XJ en la siniestra oficina de American Motorcycle Rentals and Sales, Inc., en Los Alamitos, entre Anaheim y Long Beach, California.
    El caso es que, llegando a Williams, hacía mucho frío, el asfalto estaba mojado y las cunetas blancas, y solo un rato más tarde enlacé todo eso. Cualquier ropa de moto, como el Goretex que llevaba esa noche, forma pliegues al ir sentado, que desaparecen al ponerse de pie. Y según avanzaba aquella noche de Noviembre de 1991, los pliegues del Goretex se llenaban de nieve, la que había pintado de blanco las cunetas y nos congelaba las manos. Pensaba, igual que los dos amigos con los que viajaba, en llegar a Williams, encontrar un motel de esos que hay en todas partes en el que entrar en calor y un restaurante en el que recuperar energías. En ocasiones los estereotipos son reales, y nada más entrar en Williams localizamos un motel con su enorme aparcamiento. El frío y las muchas horas encima de la moto nos habían dejado medio rígidos, y cuando paramos los motores frente a la cristalera de la oficinilla del motel, nos quedamos sentados, cubiertos a trazos por la nieve, mientras el recepcionista nos miraba, calentito él, desde su cubículo, sin entender a cuento de qué venía eso de pasar frío en moto. Apoyamos las motos en las patas de cabra, y al ponernos de pie y erguirnos, la nieve acumulada en los pliegues de la ropa cayó al piso del aparcamiento. Nosotros miramos la nieve, como si diera forma o cuantificara el frío y el cansancio que llevábamos encima. Y el de recepción nos miró de nuevo y se reafirmó en su opinión inicial. Unos minutos después, ya en una habitación del motel, nos congregamos los tres frente a un radiador, y pasó mucho tiempo hasta que nos empezamos a quitar guantes, sotoguantes y el resto de las muchas capas de ropa que llevábamos encima.
    Por mañana, prontito y con un desayuno acorde con lo que nos esperaba, afrontamos las 60 millas que hay de Williams a la entrada al Parque Nacional del Gran Cañón. En Williams había medio metro de nieve, y la carretera era una colección de placas de hielo, y nieve derretida y sin derretir, aunque esas adversidades nos daban igual, pensando en la maravilla que nos íbamos a encontrar. Que no nos decepcionó.

    La imagen que solemos conservar del Gran Cañón es básicamente colorada, por el tipo de terreno de los alrededores, y sin embargo aquel día era fundamentalmente blanco, de una blancura impactante y casi sólida, pura y fría como el aire que respirábamos desde el mirador a más de 2.000 metros de altitud. Nos sentíamos muy pequeños al reconocer que veíamos una parte minúscula del cañón: tiene más de 300 kilómetros de largo, la anchura mínima es de 6 km. y la máxima de 27. Asomarse a ver el fondo es de lo más parecido que hay a mirar por la ventanilla de un avión en vuelo, solo que esta vez sin despegar: la profundidad llega a los 2.500 metros. La ventisca solo nos dejaba disfrutar de la vista a ratos, y esa intermitencia aumentaba la impresión de grandeza. Ya que estábamos allí decidimos disfrutar del entorno y tomamos el único tramo de carretera practicable por una moto en aquel momento, el recorrido de 25 millas por la cara sur que lleva al mirador de Desert View. Una vez allí aprovechamos para llenar el estómago de algo caliente en el bar del refugio, donde nos atendió Roberto, uno de los muchos hispanos que nos contaron su vida. Estaba contento porque ya tenía permiso de trabajo, disfrutaba de su Honda CX 500 y prefería servirles hamburguesas a los turistas japoneses en el Gran Cañón que pasar hambre en su Méjico natal. Allí recordé que el primero en llegar al Gran Cañón, como a tantos otros sitios, fue un español que también venía de Méjico, el capitán García López de Cárdenas. Le había mandado a explorar la zona su jefe, Francisco Vázquez de Coronado, quien a su vez había sido enviado por el virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza. El virrey había leído sobre la leyenda de las siete ciudades de Cíbola, ya se sabe, una de esas de ciudades misteriosas plenas de riquezas sin fin. Vázquez de Coronado, trescientos españoles y más de ochocientos indígenas salieron de Culiacán, en Méjico, en 1540, y no encontraron ninguna de las riquezas de las que hablaba la leyenda. A uno de sus capitanes, López de Cárdenas, los indios zuñi le hablaron de un caudaloso río que corría por el fondo de un cañón, y fue a explorarlo. Unos de sus hombres, el capitán Jaramillo, lo contó así: “Halló una barranca de un río que fue imposible, por una parte, ni otra, hallarle bajada para caballo, ni aun para pie, sino por una parte muy trabajosa, por donde tenía casi dos leguas de bajada. Estaba la barranca tan acantilada de peñas que apenas podían ver el río, el cual, aunque es, según dicen, tanto o mucho mayor que el de Sevilla, desde arriba aparecía un arroyo.” Sin agua ni medios dieron marcha atrás, y durante 225 años ningún blanco volvió al cañón. Los relatos no dejan claro el punto exacto por donde López de Cárdenas y sus hombres llegaron, y se especula que fueron Moran Point o Desert View, donde Roberto nos atendía.

    Por la noche, de regreso a Williams y entrados en calor, nos sumergimos en lo que a nosotros nos parecía una película y no es más que el día a día de los habitantes de la zona: bares en los que tipos con camisa de franela a cuadros, sombrero Stetson y botas de montar beben cervezas que les sirven camareras que deberían llamarse MaryJo, mientras la música de fondo la ponen tipos vestidos de la misma guisa cantando “country”.


  • Una de hielo y nieve

    Este “blog” es más de tomar rumbo sur y recorrer Africa, y por eso suele incluir estampas de dunas, baobabs y acacias, y habla de sed y calor. De ahí que me pareciera tan interesante una experiencia de conducción en Suecia el pasado mes de Enero, entre hielo y nieve a 5 grados bajo cero. La primera sorpresa para el sureño es la naturalidad con que se desenvuelven los nativos en ese ambiente: los niños van al colegio y los adultos a trabajar, sacan a pasear a los perros y hasta se ve a alguien en bici. Sí, hay nieve en las aceras, y placas de hielo ocasionales, pero se consideran lo normal porque es el ambiente en el que han crecido. El tráfico rodado, segunda sorpresa, se desarrolla sin pegas. Por un lado está el hecho de que han aprendido a conducir con hielo y nieve, y han interiorizado los trucos para hacerlo con éxito. Y no hay que pensar que un ejército de máquinas quitanieve deja impoluto cualquier tramo asfaltado; las vías principales están bastante limpias, y en las demás se tira de excavadora o cada uno de su pala. El segundo punto clave son los neumáticos de invierno, obligatorios por ley y de efectos casi mágicos. El autocar que nos llevaba desde el centro de Estocolmo a la pista de pruebas de las afueras parecía ágil sobre la mezcla de nieve que caía y nieve medio fundida, una combinación poco de fiar. Me asusté cuando encaró la salida de la autopista a una velocidad aparentemente exagerada para el agarre que suponía, y sin embargo trazó la raqueta limpiamente, sin dudas y menos aun deslizamientos.
    La primera pista de pruebas que utilizamos tenía una serie de maniobras lentas marcadas con conos y piquetas sobre una ladera nevada. A baja velocidad, la nieve que caía se acumulaba sobre el parabrisas y los retrovisores, no había fuerza del viento que la eliminase, y la visibilidad disminuía poco a poco. Además, la suma de forros polares, guantes y gorro le dejaba a uno medio rígido al volante y nuevamente limitaba la visión. Mis antiguos guantes BMW para moto, largos y con Goretex, son muy cómodos y me mantienían las manos calientes, pero suprimían el tacto de la dirección. Y casi me daba vergüenza ver el estado del piso del coche, cubierto de un chocolate derretido formado por el cóctel de agua, nieve y barro.
    Lo que quedaba de la segunda pista de pruebas era un lugar ideal para probar neumáticos de invierno y controles de estabilidad: era un circuito de asfalto, debía andar por el kilómetro y medio de longitud, con desniveles y curvas lentas y rápidas, y la quitanieves lo había dejado medianamente limpio, aunque enmarcado entre bordillos de hielo y nieve. La adherencia era engañosa, porque unas veces se rodaba sobre asfalto mojado, en otras había hielo o nieve que caídos de los laterales al paso de los coches, o hasta charcos medio congelados. Y estas circunstancias cambiaban cada vuelta, lo que obligaba a conducir a la descubierta y a improvisar. Aun así, me maravillaban los neumáticos de invierno en una frenada de tercera a segunda en bajada, a la que se llegaba tras una curva rápida para las circunstancias. Donde esperaba entrar medio cruzado y tirando de ABS, todos los coches llegaban con limpieza y hasta se abría gas sin traumas. Vuelta a vuelta me sorprendía de lo que son capaces unos neumáticos casi desconocidos en el sur de Europa, con su goma específica para el frío y sus laminillas casi mágicas en el dibujo.
    Otro punto del circuito les superaba, y allí el éxito dependía del control de estabilidad del vehículo o de la delicadeza del conductor: una curva de noventa grados a la izquierda con salida en subida, que daba paso a un recta, donde si aceleraba con franqueza todos los coches subviraban mientras la electrónica intentaba llevarles por el buen camino. Con algo de práctica, y solo llevando los coches con motores más suaves, fui capaz de hacer bien la curva: trazada amplia y redondita, ni una corrección con el volante, entrar con el gas ya abierto y pisar con delicadeza.
    Me sentí como en casa en la tercera pista de pruebas: una zona sin asfaltar en medio de un bosque, y por completo cubierta de nieve. El único truco era llevar la iniciativa a base de mantener siempre el gas y casi siempre una marcha menos de lo previsto, como en barro o en arena. Disfruté los cruces de puentes, las inclinaciones laterales y la peligrosa cercanía de los árboles, y nada más que la blancura de la nieve me hizo sentir distinto que en algunas andanzas africanas.


  • Descubriendo el Outback

    Las instalaciones de NQ Australia Rentals en Adelaida eran lo que esperaba de una empresa de alquiler de autocaravanas: una oficina pequeña rodeada de una campa en la que había estacionadas muchas autocaravanas. Una de ellas era la que habíamos reservado para cruzar el continente: desde la costa sur, frente al Mar de Tasmania, hasta Darwin, en el Mar de Timor, casi a la vista de Indonesia. Al bajarme del taxi y mirar al interior, cogí aire: olía a viaje de los buenos, de los que te llevan a lo desconocido, los que huelen a que por muy bien que lo hayas organizado, habrá sorpresas.
    En aquella época Internet estaba naciendo pero la reserva había funcionado: un pick up Toyota Hilux convertido en casa con ruedas, matrícula 779 ELZ, nos esperaba. El empleado nos contó con detalle los encantos y los peligros del viaje que íbamos a arrancar, como aquel que ha visto a unos cuantos incautos metidos en líos. Y al final nos entregó el contrato de alquiler con unas indicaciones que eran una promesa de aventura: según lo estipulado, debíamos devolver la autocaravana nueve días más tarde, en el cruce de las calles Smith y Daly, en Darwin, sede de la empresa en la otra punta del continente.
    Con los papeles en la mano salimos al exterior, a escuchar las explicaciones sobre cómo funcionaba la que iba a ser nuestra casa por unos días. Como se da por hecho que quien las alquila viene de lejos y con lo puesto, el alquiler incluye todo lo que se necesita para “entrar a vivir”: vajilla, utensilios de cocina, muebles de exterior, ropa de cama,… Una vez aclaradas las dudas y con las llaves en la mano, hicimos la pregunta propia de quien ya tiene casa pero con la nevera vacía: “¿Hay algún supermercado por aquí cerca?” El empleado puso cara de “Eso es lo que preguntáis todos”, nos dio unas indicaciones y nos fuimos a hacer la compra.
    En condiciones normales la compra se coloca en el carro del supermercado y, después de pagar, se carga en el maletero del coche. Cuando se llega a casa, se vacía el maletero y se coloca todo, bien en la nevera bien en la alacena. El proceso se simplifica si se tienen en uno la casa y el coche y estacionados ambos en el aparcamiento del supermercado, porque la compra pasa directamente del carro del supermercado a la nevera y la alacena de la autocaravana.
    Acabada la compra, sentamos encima del cuadro de instrumentos a “Aussie”, un pequeño perro de peluche que habíamos comprado la tarde anterior en una juguetería del centro de Adelaida y que, desde entonces, es la mascota oficial de nuestros viajes. Y así de pertrechados tomamos la Stuart Highway, que a pesar de su nombre es carretera y no autopista. Al principio recorrimos las zonas habitadas de los alrededores de Adelaida: casas de una planta con jardín en urbanizaciones de aspecto relajado, niños jugando y, en general, esa tranquilidad propia de la vida australiana. Luego llegaron los pueblecitos salpicados entre colinas verdes, en ocasiones situados frente al mar. Y siempre encontrando de vez en cuando gasolineras, restaurantes y centros comerciales.
    Me resultó sencillo acostumbrarme a conducir aquella casita con ruedas: los mandos estaban bien colocados y no requerían esfuerzo, y además ya tenía cierta experiencia en conducir con el volante a la derecha y el cambio a la izquierda. Necesité algo más de tiempo para hacerme con las dimensiones: no me daban miedo los más de cinco metros de largo, miraba con cuidado los casi tres metros de alto, y sí me asustaban los más de dos metros de ancho, que llenaban por completo el carril. En los giros de las ciudades me lo tenía que pensar muy mucho, y en la carretera no quedaba demasiado margen de seguridad por ninguno de los dos lados.
    Más allá de Port Augusta el paisaje comenzó a cambiar. Nos alejábamos del la cordillera Flinders y el horizonte se aplanó; aunque aun había lagunas, el mar iba quedando atrás y el tono de la tierra pasó a ser más pajizo y mate: empezábamos a entrar en el Outback, una parte del mundo que hay que visitar aunque solo sea por el nombre, algo así como el desierto de Taklamakán, allá por China, cuyo nombre en lengua local todo el mundo traduce por “entra y nunca saldrás” (aunque en realidad significa punto sin retorno).
    En traducción libre e imaginativa Outback es la parte de atrás de lo de fuera, o el exterior de lo que está detrás, algo así como la zona en la que no todos se atreven a meterse. Geográficamente arranca al norte de Port Augusta y llega hasta Katherine, ya cerca de Darwin, lo que supone del orden de 2.400 kilómetros de carretera, e incluye lagos generalmente secos, zonas reservadas a los aborígenes, desiertos más grandes que algunos países europeos, llanuras al nivel del mar y cordilleras que superan los mil quinientos metros de altitud.
    Le daba vueltas a esto con una sonrisa ilusionada cuando de repente me di cuenta de varias cosas, que mezcladas y agitadas suponían un peligro. Por un lado, al salir de las zonas habitadas y aumentar el ritmo de conducción, el consumo de combustible había subido y la aguja del indicador caía deprisa. Por otro, hacía un rato que no veía pueblos y menos aun gasolineras. Y en tercer lugar, el sol llevaba un rato bajando.
    Ya habíamos pasado Pimba y, según el mapa, el siguiente lugar habitado era Glendambo, a 113 km. En la guía Lonely Planet Pimba ni siquiera merecía una mención, y de Glendambo se decía que tenía veinte habitantes. Empecé a hacer todo tipo de cálculos sobre tiempo remanente de luz, velocidad media y consumo, y comencé a desear que a alguien se le hubiera ocurrido montar una gasolinera en algún lugar entre las dos poblaciones. O lo que fueran.
    Mantenía la concentración para conducir gastando poco, a la vez que deseaba que hubiera una gasolinera y calculaba lo que quedaba hasta Glendambo. Y mientras, veía como el sol y la aguja del indicador de combustible seguían bajando. Fue el sol el primero en llegar al final de su recorrido y continuamos el viaje a oscuras, suspirando ahora por ver una luz al fondo que sonara a promesa de combustible.
    No fue así. El motor se paró, y dejé a la autocaravana deslizarse en silencio hasta que se quedó parada en el arcén. De noche, en el desierto y sin combustible. Pero con camas, comida, bebida fresca, una cocina, un baño y ropa limpia. ¡Qué sensación más contradictoria! No era la primera vez que me quedaba sin combustible, y cuando me había sucedido me había sentido desamparado, sin movilidad ni protección ni abastecimiento. Sin embargo, en una autocaravana, pareciera como si de repente uno viviese en el arcén de la carretera: inmóvil, sí, pero con apartamento de un dormitorio, baño con ducha y provisiones.
    Las carreteras del centro de Australia son muy rectas y bastante planas. Y como las granjas de la zona abastecen de animales vivos a los mataderos de las grandes ciudades de la costa, como Adelaida o Melbourne, se inventaron los “road trains” o trenes de carretera, que no son otra cosa que un camión que tira de dos remolques. O tres, o hasta cinco. (He añadido una foto de uno de ellos tomada días más tarde en otro lugar para poner las cosas en perspectiva) Cuando vimos por los retrovisores de la autocaravana unas luces lejanas viniendo del sur, no sabíamos lo que era, pero decidimos pararle y pedirle ayuda.
    Hace falta un cierto valor para plantarse de noche en el centro de una carretera del Outback y hacerle señas con la intención de que se paren a unas luces que se acercan. ¿Quién será?, ¿qué vehículo?, ¿sería de fiar?, incluso, ¿se parará o intentará atropellarnos? Según se acercaban las luces crecía nuestra ansiedad, que desapareció en cuanto entramos en su zona iluminada, porque oí claramente como el conductor de lo que fuera aquello cortaba gas y comenzaba a frenar. Cualquier vehículo tenía sitio para detenerse a nuestra altura, pero daba la casualidad de que lo que habíamos parado era un auténtico “road train” australiano, que necesita una auténtica barbaridad de metros para vencer la inercia de varios remolques lanzados.
    Por eso nos echamos al arcén para dejarle sitio, y atronó a nuestro lado con todo el ruido propio de frenos en acción y muchos neumáticos rodando, y cuando pasó nos pusimos a correr detrás de él, persiguiendo en la noche sus pilotos rojos que suponían una posibilidad de salir de aquel arcén. Reconozco que corrí bastantes metros: los que necesitó para pararse más los que había desde la cola del último remolque hasta la enorme cabeza tractora Kenworth que tiraba de todo aquello. Cuando llegué a la cabina, por el lado derecho, claro, me encontré con un camionero sonriente, con ganas de ayudarnos, que hablaba con un acento australiano más que cerrado: “Subid, os llevo, hay un “road house” a una media hora de aquí”. Corrí de vuelta a la autocaravana, cogí el dinero y los pasaportes y la cerré, para de nuevo correr hasta la cabeza tractora. A estas alturas, correr de noche por el arcén de la Stuart Highway me parecía lo más natural del mundo.
    Por fin nos sentamos los tres en la cabina y arrancamos. Me dí cuenta entonces del otro lado del significado de la inercia de un tren de carretera: hace falta mucho tiempo y mucho esfuerzo del motor para poner en marcha tantos metros de camión y hacer que alcancen una velocidad de crucero aceptable. Mientras aquellas toneladas iban dejando atrás nuestra autocaravana, comenzamos a charlar con el conductor. Empezamos por el de dónde sois, qué os ha pasado y qué hacéis por aquí. Y seguimos por que él vivía de conducir aquellos cacharros desde el centro de Australia hasta cualquier lugar a donde hubiera que llevar el ganado, generalmente Melbourne o Sidney, aunque también iba a Adelaida o Darwin. Entre la jerga y su acento de camionero se me escapaba parte de sus palabras, aunque sí llegué a entender que algunas pastillas no muy legales ayudaban a los componentes del gremio a mantenerse despiertos en las inacabables sesiones al volante que hacen falta para cruzar el continente a velocidad de camión.
    Lo que sí entendí bien fueron las explicaciones sobre los peligros de la carretera por culpa de los animales. Los canguros son asustadizos, y salen a pasear por la noche porque a esas horas no hay humanos. Al igual que otros seres noctámbulos, se quedan como bloqueados ante las luces de los vehículos; por eso no se debe viajar cuando el sol ha caído, porque un golpe contra un canguro que se ha quedado inmóvil en el medio del asfalto supone dañar el frontal del coche, incluyendo quedarse sin radiador ni parabrisas. Eso sin considerar que el cuerpo del canguro entre en el habitáculo e impacte contra los pasajeros.
    Los únicos que se libran de esta especie de toque de queda de la circulación son los camiones y los todoterreno, siempre que lleven las enormes protecciones delanteras que en jerga local llaman “roo bars”. “Bars” de barras y “roo” como abreviación de “kangaroo”, canguro. Como para entenderlo a la primera.
    Los canguros atropellados por la noche quedan tendidos en la carretera, y al salir el sol se convierten en el alimento de los buitres, que se posan en el asfalto para comer sin prisas. Po eso también los buitres estos son un peligro para los conductores, ya que alzan el vuelo muy lentamente, y al ver venir un coche su reacción es lenta, de modo que cuando el coche llega, apenas han alcanzado un metro de altura. Es decir, que el conductor ha de esquivar el canguro muerto en el suelo y evitar que el buitre que se lo estaba comiendo entre por el parabrisas.
    Por ahí iba la tertulia de la cabina cuando llegamos a Glendambo, que no era más que el “road house” que nos habían anunciado. Es decir, una gasolinera con bar y un pequeño motel. En otros términos, la versión para el Outback de un área de servicio, con todo el tipismo de la zona. El responsable del local conocía a nuestro camionero, que de inmediato le puso al día de quiénes éramos y qué nos pasaba. Nos miró con cara de “tranquilos, que esto está resuelto”, y nos preguntó con un tono maternal que chocaba con su aspecto rudo: “¿No habéis cenado, verdad?” Un instante después el camionero había reanudado su viaje, nosotros estábamos sentando a una mesa acompañados de unas cervezas a la espera de la cena, y el bar entero nos miraba. No cabía duda de que éramos la novedad: si de verdad Glendambo tenía veinte habitantes, estaban todos allí, con la mirada fija en nosotros, eran todos hombres y nuestra presencia debía ser la novedad del mes. Por el aspecto eran en su mayoría trabajadores manuales de cierta cualificación, que a falta de familia y aun de pareja solo mantenían relaciones sociales entre ellos y con la cerveza, y ello en una zona del desierto alejada y casi despoblada. Al poco llegaron a la mesa nuestros platos, y el del bar nos dijo que ya estaba con lo de buscar una garrafa o algo así para llevar el combustible, y que un tipo nos acercaría a la autocaravana cuando acabáramos de cenar. (Respecto a lo de “acercarnos” hay que hacer una puntualización sobre las escalas australianas: a estas alturas del viaje ya había entendido que todo lo que estuviera a menos de 400 kilómetros se encontraba “ahí al lado”).
    Al no entender por completo el idioma y casi nada de las costumbres, preferí dejarle hacer mientras dábamos cuenta de la cena. Entonces se nos sentó a la mesa uno de los mirones, y entre curioso y educado arrancó la conversación para saber algo más de nosotros. Noté que de verdad éramos para ellos lo único novedoso en mucho tiempo, por eso merecíamos su atención, y nos preguntó con interés sincero lo de siempre: de dónde éramos y qué hacíamos por allí.
    Cuando acabamos de cenar, llenamos de gasolina la garrafa que nos había conseguido el responsable del bar, y nos presentó al tipo que nos iba a llevar con rumbo sur. Si considerando la economía de lenguaje de los habitantes de la zona digo que nuestro conductor era hombre de pocas palabras, está claro que en su caso lo que fuera más allá de un monosílabo era perorata. Vamos, que dejaba a los personajes castellanos de Delibes por víctimas de incontinencia verbal. Por lo que entendí el parlanchín salía de viaje en dirección sur, y nuestra autocaravana abandonada en el arcén le cogía de paso. Llegamos a su coche, que estaba aparcado en el exterior y comencé a entender su vida: era un veterano Land Cruiser de la Serie 60, con “roo bars”, una buena colección de faros supletorios y un par de escaleras de aluminio en la baca. Por dentro dos emisoras de radio, y la parte posterior convertida en almacén y taller de electricista, con un hueco para dormir. Nos confirmó que trabajaba de electricista por la zona, reparando lo que fuera en granjas, gasolineras o donde le llamaran, que llevaba a bordo las herramientas y el material, y que con frecuencia dormía allí mismo. Y lo decía todo con tranquilidad, con la humildad del que sabe que vive en un entorno en el que la Naturaleza es mucho más fuerte que uno, y es mejor ir por la vida con las orejas gachas.
    Por la Stuart Highway, la batería de faros abría una brecha iluminada por delante del Land Cruiser, y el resto del mundo parecía ser de un negro rotundo e inexpugnable. Cuando llegamos a la autocaravana sentí que nos recibía con tristeza, como enfadada por no haberla cuidado primero, y por dejarla abandonada después. Mientras repostaba con la garrafa de gasolina a la luz de los faros del Land Cruiser, oía bajar el combustible por los tubos vacíos, así era de intenso y puro el silencio del desierto. El motor arrancó sin dificultades y la casita con ruedas volvió a la vida. Entonces me acerqué a nuestro benefactor para darle las gracias y permitirle continuar viaje, y me respondió con su habitual escasez de palabras: “Iré yo delante por si los canguros. Vosotros seguidme”. Y se metió en el Land Cruiser. Como no queríamos, encima, hacerle esperar, corrimos hacia la cabina, y de inmediato rodábamos tras él, más bien pegados para evitar que un canguro despistado se metiera entre los vehículos. A la vez, le dábamos vueltas a lo que el tipo, con la sencillez, la hospitalidad y la generosidad de quienes habitan en zonas duras, había hecho por dos desconocidos a los que probablemente nunca más vería: conducir un par de horas de noche por el desierto.
    Al llegar de regreso a Glendambo, cuyos veinte habitantes seguían bebiendo cerveza en el “road house”, lo más que aceptó en señal de agradecimiento fue una ronda en el bar. La gente del desierto es igualmente acogedora en todo el mundo, lleve pantalón corto y botas, como en Australia, o chilaba como en el Sahara; solo les diferencia que compartas con ellos cerveza fría o té caliente.


  • El tornero borracho de Eastern Creek

    Jorge Martínez había ganado cuatro mundiales de un tirón y siempre con Derbi entre 1986 y 1988. A partir de ese momento deambuló en busca de más títulos: en el 89, todavía en Derbi, las caídas y las averías se lo impidieron, y el campeonato se lo llevó un jovencito prometedor que se llamaba Alex Crivillé. Entonces Jorge decidió que en el 90 se subiría a la moto ganadora, la JJ-Cobas Rotax de Antonio Cobas y Eduardo Giró. Como los resultados no llegaron, en 1991 cambió el motor por un Honda. Tampoco así logró el título, así que dejó la JJ-Cobas a mitad de año y se fue con Michel Metraux, aquel dueño de equipo con aspecto de director de orquesta, que tenía por ingeniero al peculiarísimo Jörg Möller. Jorge llegó al equipo de Metraux con el dinero de Coronas, la marca de tabaco que le patrocinaba. Año y medio más tarde, a la vista de que después de tantos intentos seguía sin haber resultados, dio el paso siguiente: montar su propio equipo.

    En una nave de Alcira, con muchas ganas, poca perspectiva y menos dinero, nació el Team Aspar. En el Mundial de 1993 Jorge, lo mismo que Ezio Gianola, Fausto Gresini y Noboru Ueda, iba a pilotar, una Honda RS 125 con piezas A, las supuestamente mejores de HRC. Le acompañaría en 250 Juan Bautista Borja, un piloto de la tierra que venía de ganar el salvaje Europeo de 125. El patrocinador sería Mediterrania, una iniciativa de promoción turística del Gobierno valenciano. Todos los mecánicos eran de la zona, por lo que los únicos forasteros éramos Angel Carmona, que se decía técnico de motores, y un servidor, al que le tocó ese papel indefinido, genérico y desafiante de “Team Manager”.

    No tardamos mucho en darnos cuenta de que las piezas A eran más lentas que las B, como las que llevaba Dirk Raudies, y que el trabajo de Carmona no era de gran ayuda. Por tanto lo de ganar el título era una entelequia y lo de subir al cajón todo un sueño. Por su lado, la Honda 250 RS con piezas A de Borja estaba lejos de las NSR oficiales de Cardús, Bradl o Capirossi, aunque era tan buena como las Aprilia con piezas. Pero Bautista necesitó tiempo para darse cuenta de que si a este campeonato se le llama mundial, es porque corren los mejores del mundo, y en su caso un buen resultado en parrilla era quinta fila.

    Las motos nos llegaron tarde y las acabamos deprisa, sin haberlas probado lo suficiente, para meterlas en el contenedor y mandarlas a Australia, que era la primera carrera de aquel año. Por entonces se corría en Eastern Creek, una preciosidad de circuito en las afueras de Sydney, con una curva rápida a final de recta que distinguía a los hombres de los niños. Después de los entrenamientos del viernes había bastante trabajo en las motos; por ejemplo, hacían falta unos soportes de estriberas nuevos para la moto de Borja, porque la postura de pilotaje no era buena. Mientras los mecánicos hacían una plantilla de cartón con el diseño, yo me moví por el “paddock” para localizar un tornero de las cercanías que nos las pudiera fabricar. Uno de los miembros de la organización era “aussie”, nos recomendó uno en las cercanías, y Borja y yo nos sentamos en el Toyota Previa de primera generación que habíamos alquilado y fuimos a su taller.

    Estamos hablando del año 93, es decir, ni navegador, ni GPS ni tonterías: plano hecho a mano en el reverso de una hoja de clasificación de entrenamientos, y a preguntar en los cruces.

    Al rato de conducir llegamos a un polígono limpio y ordenado, de calles asfaltadas y sin agujeros, con aceras a las que no se subían las furgonetas, y con farolas que alumbraban. Evidentemente estábamos en las antípodas de España. Entramos en la nave del tornero en cuestión por la puerta de personal, y una vez dentro vimos que tenía unos 300 m2, distribuidos en una planta prácticamente cuadrada. Actuaba fundamentalmente como taller de motos, y tenía también algunas máquinas herramienta para mecanizado. En aquel momento, quizá por ser el final de la tarde de un viernes, las motos en las que habían estado trabajando (deportivas japonesas, alguna “chopper”,…) estaban contra la pared del fondo, de modo que quedaba libre todo el centro del taller. En éste, habían colocado los bancos de trabajo, uno a continuación de otro, para conseguir una especia de mesa corrida. En el extremo derecho de ésta había un cubo de basura de esos negros y cilíndricos, casi lleno de latas vacías de cerveza. Sentados a los lados alargados de la mesa, un número indeterminado de individuos, sometidos a los efectos de la cerveza que habían vaciado de las latas. Y en el extremo izquierdo de la mesa, como presidiendo la reunión, un enorme frigorífico del que permanentemente salían latas frías de cerveza.

    Cuando Borja y yo entramos en la nave, uno de los bebedores nos miró con cara de qué querrán éstos a esta hora; el resto con cara de no molestéis, por favor. El primero vino hacia nosotros, y con mi mejor sonrisa le expliqué quiénes éramos y qué queríamos. El paisano nos miró con detenimiento, luego se dio la vuelta y les dijo a sus colegas: “¡Son del Mundial!” No nos habrían mirado mejor, de modo más respetuoso, casi reverencial, si les digo que soy el novio de Megan Fox y que les voy a presentar a su hermana pequeña. Para aquellos tipos, mecánicos y aficionados a las motos, que dos “del Mundial” apareciesen por su taller era un acontecimiento, como si fuéramos seres provenientes del país de sus sueños.

    El tornero tenía oficio, y como tal entendió a la primera lo que necesitábamos. Además, le gustaba trabajar sin que le mirasen por encima del hombro, y por eso insistió en que nos sentáramos con sus amigos a beber cerveza mientras él hacía los soportes de estriberas. No me quedé muy tranquilo sobre la calidad de su trabajo, porque en nuestra conversación le había olido el aliento, pero tampoco tenía mucho que escoger, así que nos sentamos entre los cerveceros, y he de reconocer que me costó mucho seguir la conversación: duro acento australiano, jerga de motorista de polígono, y distorsión etílica era una combinación demasiado exigente para mis conocimientos de inglés. Pero un par de cervezas más tarde (¡cualquiera les pedía agua mineral a aquellos tipos!) se me acercó el tornero con dos de los mejores soportes de estriberas que he visto nunca: cortes sin rebabas, cajeados impecables, rebajes para quitar peso, roscas como sacadas de un tratado de geometría, puntos de encuentro sutiles,… Le dí la enhorabuena por el trabajo, las gracias por la rapidez, y le pregunté cuánto le debía. “Nada, no me debes nada”, respondió, dejando la frase en suspenso, como si quisiera añadir algo pero no se atreviera. Aguanté el silencio, esperando que hablara. “Bueno, si tienes un pase para la carrera,…” Entonces saqué el arma definitiva de un jefe de equipo, la llave que abre todas las puertas, la moneda que paga cualquier factura: un par de pases de “paddock” para un Gran Premio.

    El tornero los cogió con cara de eterno agradecimiento, y Borja y yo nos volvimos al circuito, que aun había que montar esos soportes de estriberas y luego irse a cenar.

    El domingo por la tarde ya teníamos una idea de lo duro que iba a ser el Campeonato. Jorge había sido 16º en entrenamientos, a un segundo y siete décimas del mejor tiempo, y las malditas piezas A se habían roto en carrera. Por el lado de Borja, séptima fila de parrilla y caída. Mientras ayudaba a recoger el “box” y hacíamos el equipaje para irnos a Shah Alam, en Malasia, me encontré al tornero con un amigo por los “boxes”: tenían la misma cara que si estuvieran en una fiesta privada en casa de Hugh Heffner.