Una vez aplazada la prueba de Junio en Jaén se abría un periodo sin carreras demasiado largo: más de tres meses de vacaciones, tras los cuales el calendario de la segunda mitad de la temporada se comprimirá de un modo agobiante. El mejor remedio contra ese agobio era remangarse cuanto antes para adelantar trabajo.
En principio no parecía haber mucho pendiente, pero el perfeccionismo se encargó de que la lista de asuntos por resolver creciera de modo preocupante. Lo primero, claro, fue una limpieza exhaustiva del barro que aun quedaba de la carrera de Burgos. Para no dañar la pintura al quitarlo, aunque fuera del chasis o de las suspensiones, lo intenté en principio con madera blanda, en concreto con un trozo de tarima flotante. No era suficiente. Cogí después una rama de encina que ayudó algo, pero aun quedaba barro pegado. No quedó más remedio que recurrir a un destornillador plano golpeado por un martillo. Y aun así había trozos duros como cemento que se resistían. Terminé, lo reconozco, pegando martillazos a pegotes que tenían intención de quedarse a vivir en los bajos del coche. Al final, había salido barro como para poner una fábrica de botijos.
Una vez limpio el coche, arrancó la fase de los detalles: se había partido el soporte adicional de la punta derecha del paragolpes delantero, la rueda de repuesto derecha seguía perdiendo aire, había caídas distintas en las ruedas delanteras, que hacían que la dirección volviera más deprisa de un lado que de otro,… Poco a poco, con más dificultades unas veces que otras, lo fuimos solucionando. Los dos puntos más complicados fueron el aire acondicionado y las ruedas.
Lo que nos confundió con el aire fue que dejó de funcionar cuando se desmontaron el compresor y algunos tubos cercanos al cambiar el turbo entre Serón y la Baja Almanzora. Nos encabezonamos en que la pérdida de gas que impedía enfriar al sistema se relacionaba con esas piezas desmontadas, cuando en realidad el gas se escapaba por un poro del condensador, provocado por una pedrada o por los años. Como me ha tocado usar el coche en un verano tórrido sin aire acondicionado, me alegra mucho que vuelva a funcionar; sobre todo porque el próximo viaje a Almería, más correr en Melilla y volver a Madrid, iba a suponer una sesión de sauna demasiado prolongada. Y lo de las ruedas hay que contarlo con calma: arrancamos el año con las Cooper 215/85 R16, y cuando quisimos pasar a las 235/85, encontramos enormes dificultades para desmontarlas. Las llantas, los años y el poco cariño han hecho que el interior de las llantas esté demasiado rugoso, lo que unido a los flancos reforzados de los Cooper hacen que los neumáticos se peguen a las gargantas de las llantas. En su momento conseguimos montar los 235 en cinco de las seis llantas, y el sexto se colocó en una que me prestó JRx4 Competición para Burgos. Estas largas vacaciones eran el momento ideal para atacar a la sexta rueda, la rebelde. Pretendía, además, tener desmontados los cuatro neumáticos 215/85 para venderlo, y concederle un respiro al dolorido presupuesto. Julio no pudo desmontar esa sexta rueda en su taller, y la llevó a uno especializado que fracasó igualmente. El siguiente paso fue intentarlo en una máquina de desmontaje de ruedas de camiones. Después de muchos esfuerzos por parte de la máquina y del operario, solo se logró arrancar trozos de goma del flanco. Nos quedaba una única alternativa: si una desmontadora potente (por ser para camiones) no podía, habría que recurrir a otro tipo de máquina potente, la de ruedas de coches deportivos. De modo que a base de favores (¡qué importante es el capítulo de “Muchas gracias” de este blog!) accedí a un “maquinón” que se atreve con los enormes neumáticos de las versiones superiores de Ferrari y Porsche. Empezamos con ilusión y, tres cuartos de hora más tarde, tiramos la toalla. ¡Era imposible desmontar aquella rueda! Como nos hacía falta la llanta y los flancos del neumático ya estaban muy dañados, hasta hacerlo inutilizable, decidimos “sacrificarlo”.
Voy a describir la escena: anochecer, taller ya cerrado, solo quedamos tres personas y los tres con cara de “este maldito neumático no va a poder conmigo”. La radial chilla y el eco se repite por toda la nave; del neumático salen chispas y un humo negro, denso, de olor acre a goma quemada. En principio no parece tan difícil anticipar el desenlace de este duelo entre la radial y el neumático, pero a mitad del corte el panorama es triste: el disco de la radial se ha consumido, en nuestras ropas se han pegado puntos negros de las salpicaduras de goma chamuscada, y el taller parece el escenario en el que acaba de terminar un concierto de AC/DC: una nube de humo negro y perezoso da vueltas buscando la salida, y los ecos aun se oyen de fondo.
Hizo falta un buen rato más y un disco nuevo en la radial para acabar con el Cooper y sacarlo de la llanta. Una vez fuera vimos que el espesor de los cordajes, la anchura de la capa de caucho y la cantidad de cables de acero de refuerzo lo convierten en un excelente neumático de campo, a prueba de ramas ocultas, piedras afiliadas y hojas de corte de radial. Por cierto, las salpicaduras de goma chamuscada no salen de la camisa, y ¿alguien quiere tres neumáticos Cooper de campo? La siguiente cuestión resuelta durante este verano ha sido la del copiloto. Es evidente que lo mejor es tener siempre el mismo copiloto, por las ventajas de compenetración y coordinación. Y es evidente que haber tenido tres en tres carreras ha sido una fuente de dificultades. Fue www.mercadoracing.org quien me puso en contacto con Alvaro Ortega, de Talavera de la Reina (Toledo). Tras bastantes años como copiloto en campeonatos regionales de rallies de asfalto y tierra, mi propuesta de la media temporada que queda del Nacional de Raids le tiene más que ilusionado. Empezar a trabajar juntos antes del verano ha traído muchas ventajas; por ejemplo, hemos probado el coche y se ha roto un maleficio que parecía insalvable, el de los interfonos. Los más fieles a este blog recordarán que en Serón funcionaron solo a partir del primer tramo largo, en la Baja Almanzora hubo que confiar más en la maña que en la ciencia, y en Burgos fue la astucia y no la habilidad la que nos permitió comunicarnos sin gritos. Por eso, que funcionaran al probarlos cinco semanas antes de la carrera fue una enorme alegría. La prueba también sirvió para comprobar las enormes diferencias entre especialidades tan aparentemente iguales como los rallies de asfalto y tierra, y los raids: los rutómetros, los trips y sus pedales, y las muchas horas de tramo serán las novedades para Alvaro. Por casualidad, y no para que se aclimatara, las pruebas las hicimos en un secarral de cierto lugar de la provincia de Toledo cuyo nombre no puedo revelar, los días en que arreciaba la ola de viento cálido de Africa, y con el aire acondicionado aun sin reparar. El que Alvaro sonriera después de ese estreno es prueba de su ilusión. La logística de la próxima carrera, la Baja Africa en Melilla, es claramente la más compleja y acelerada del año. El plan, que va francamente justo, es el siguiente: salida de Madrid el viernes a media mañana, con destino a Almería. Solo de escribirlo, y pensar en los duros que son el “bacquet” y las suspensiones, ya me duelen la espalda y otra parte del cuerpo. Esperamos llegar a Almería con tiempo de echar una cabezada, ya que a media noche zarpará el barco que ha de atracar en Melilla al amanecer del sábado con el tiempo justo para desembarcar, tomar un café y pasar las verificaciones administrativas. Inmediatamente después las verificaciones técnicas y el parque cerrado. A media mañana tramo especial, luego dos pasadas a un tramo de 45 Km, y para la categoría de Históricos la carrera habrá acabado a eso de las siete de la tarde. Desde ese momento estaremos de vacaciones hasta que vuelva el frenesí: sacaremos el Land Cruiser del parque cerrado a eso de la una del mediodía de domingo, tenemos que coger el barco de las 14:30 h y llegar a Almería a cenar. Y tras dormir en algún punto del camino, entraremos en Madrid el lunes, con la espalda y otra parte del cuerpo algo doloridas.
Aunque mis objetivos para este año sean, claramente, divertirme y aprender, el espíritu competitivo nunca se olvida por completo. Los comentarios hablan de un recorrido muy duro y en Históricos, además, corto, unos 100 kms, repartidos en tres tramos. A la vista de los inscritos, y si no hago ninguna tontería, deberíamos embarcar el domingo en Melilla habiendo ganado algún puesto en la provisional.
Solo tres semanas después de regresar corremos el Montes de Cuenca, quince días más tarde toca en Jaén, y acabamos la temporada en Cádiz a mediados de Noviembre. Un final demasiado apretado después de unas vacaciones demasiado largas.
Cuando cargo algo en el maletero de un Land Cruiser me parece que estoy metiendo el equipaje para una expedición. Al sentarme en el puesto del conductor, siento como si fuera a empezar una aventura. Y cuando alzo la vista y miro por el parabrisas, me parece que acabo de recoger el campamento y enfilo una pista mauritana que se pierde en una tormenta de arena. Estas sensaciones son el resultado de una relación de camaradería que comenzó con un reto: al regreso de un viaje por Marruecos decidí que quería comprar exactamente un Land Cruiser Serie 70 de motor 2L-T de los que se fabricaron entre Abril de 1990 y Mayo de 1993 y que nunca se vendieron oficialmente en España. Lo que los “landcruiserólogos” etiquetan como un LJ70 de los últimos ¿Y por qué me quería complicar la vida con una compra tan concreta? Porque ese coche tenía un chasis corto y manejable pero con suficiente capacidad de carga para dos personas con equipaje para viajes largos; porque el motor era duro, sencillo y gastaba poco; porque con dos ejes rígidos, reductora de verdad y muelles en las suspensiones ofrecía un equilibrio ideal entre carretera, pista y trialeras. Y además, porque en su sencillez y sobriedad me parecía precioso.
Después de ocho meses de búsqueda encontré una unidad totalmente de serie y en fabuloso estado de conservación a pesar de sus 12 años de edad. Tras muchas horas de trabajo en el garaje de casa, más la ayuda de algún especialista en lo más complejo, se convirtió en una joya: tremendamente capaz en campo y desmesuradamente discreto, con esa timidez de los coches negros de hace muchos años a los que no se han añadido ni adhesivos ni colorines sonrojantes. El interior era espartano por lógico: mucha chapa y poco plástico, todo desmontable con un destornillador de estrella, asientos cómodos y sencillos, y esa permanente sensación de confianza que desde entonces me transmiten los Land Cruiser, como un compañero de viaje de los de toda confianza que asegurara cada vez que arrancase: “Que no te quepa duda: vamos a llegar”.
Mientras lo preparaba en casa, en aquel invierno de 2002 a 2003, comprobé que también la mecánica era así: piezas sencillas, fáciles de desmontar, reparar y volver a montar siempre con pocas herramientas, como pensadas para una vida dura, escasa en cariño y mantenimiento.
Una vez acabado el trabajo de taller y tras cuantas rutas por España, nos planteamos un desafío a la altura de las capacidades de ese Serie 70: bajar hasta Dakar, cruzando Marruecos, el Sahara, Mauritania y Senegal, con la calma propia de los buenos viajes africanos. Y una vez alcanzado el destino, retorno en contenedor para el coche y en avión para los viajeros. Como compañeros de viaje escogimos a unos buenos amigos y a su excelente coche: un Land Cruiser Serie 80, con una preparación igualmente eficaz y discreta. Todo viaje largo y lento, especialmente si es por Africa, da para muchas experiencias, de modo que aquellas tres semanas, combinadas con mi afición a la literatura de viajes, desembocaron en el libro en el que conté lo que vivimos. Antiguamente, los libros no publicados amarilleaban en el fondo de algún cajón y uno se topaba con ellos al hacer limpieza. Hoy en día languidecen en el fondo de un disco duro y uno se los encuentra cuando años más tarde busca documentación para una entrada de su blog. Por eso, al redactar estas líneas me he topado con episodios de aquel viaje protagonizados por nuestros dos Land Cruisers y Africa. Como éste: La primera sensación que produce la esperada frontera entre Marruecos y Mauritania es… ninguna, por lo que casi nos la saltamos. De una señal oxidada y tirada en el suelo debes deducir que las decrépitas casetas que hay a la izquierda son las instalaciones aduaneras. Menos mal que un tipo nos requirió a golpe de silbato de árbitro de fútbol, y nos guió hasta aparcar los coches, con precisión milimétrica, en el lugar exacto de la solana que él quería, con la marcialidad y el rigor propios de quien ordena las aeronaves en la cubierta de un portaaviones. Su uniforme, sin embargo, no era muy reglamentario, ya que constaba de chaqueta larga en color azul celeste con charreteras, propia de domador de leones del Gran Circo Mundial, pantalón azul marino y sandalias, y se tocaba con un gorrito blanco de jubilado inglés en el torneo de tenis de Wimbledon. Tras pedirnos los papeles de siempre y hacernos las preguntas habituales, nos invitó a pasar, pero solo a los hombres, al interior de un chamizo. No había puertas, las escasas ventanas tenían cierres de madera sin cristales, y el ralo mobiliario eran sillas y mesas de oficina de hace más de treinta años. En cada uno de los tres aposentos del chamizo habilitado como oficina, tras la mesa estaba el jergón en el que dormían los empleados que nos iban a atender. Y todo el conjunto, mesas, sillas, jergones, archivadores y máquinas de escribir, cubiertos por esa fina capa de polvo de arena que desde ese momento nos iba a seguir como una cola a su cometa por todo Mauritania, que haría borrosas las ciudades a los lejos, y engulliría al tren minero de Zouèrat. Pero antes de llegar a esos episodios, nos quedaban unas horas de papeleos. Una vez que el del gorrito de tenis nos hizo entrar a la digamos oficina, un tipo de paisano, envarado pero cordial, se empezó a ocupar de los papeles de nuestros coches. A continuación pasamos al aposento de enfrente, donde nos esperaba quien dijo ser aduanero, dispuesto a que rellenáramos más formularios y a poner más sellos. Una vez acabada su función, nos guió al cuarto del fondo. Allí, una tercera persona, con el uniforme oficial coronado por una gorra de Nike, registraba cuando entramos las cajas que un mauritano había bajado de la altísima baca de su Land Cruiser Serie 60, y encontraba decenas de sandalias. Hizo un alto en la disputa con el supuesto contrabandista, puso más sellos en nuestros papeles, y salimos al exterior. Arrancamos los coches, que seguían cociéndose al sol en la ubicación matemáticamente precisa del secarral en el que los habíamos dejado, avanzamos cien metros, los volvimos a dejar al sol inclemente del desierto, y nos dirigimos a otro chamizo, que esta vez alojaba el puesto de policía. Era éste otra caseta, esta vez de piedra vista, con gallinas a la entrada, el catre a la derecha y una pequeña cocina a la izquierda. En otros términos, lo que por estos pagos europeos y en el medio rural sería una caseta de pastor, de cuando los pastores no tenían teléfono móvil ni llevaban las ovejas al veterinario en un “pick up”. Una vez que cruzamos la cocina nos introdujimos en un aposento rodeado por columnas de papeles amarillos y archivadores metálicos desvencijados. Algunos ventanucos en el muro de piedra, que nunca tuvieron marcos ni cristales, dejaban pasar la luz, y del techo colgaba, por toda iluminación, una bombilla de coche con un cable enganchado al final del cual una batería, también de un automóvil, esperaba la llegada de la noche para alimentar la lámpara. Al fondo de este cuadro, y parapetado tras una mesa metálica de oficina decadente nos aguardaba un individuo agradable aunque frío, que charlaba animadamente mientras llenaba de sellos nuestros pasaportes. Unas frases después, salíamos de Marruecos, se acababa por muchos días el asfalto y entrábamos en la tierra de nadie.
Me encariñé mucho con aquel Land Cruiser 70, serio, estoico y de fiar, como personaje castellano de novela de Delibes. No era para menos, porque en este largo viaje africano todo el trabajo que dio fue un reapriete de la baca no original en Dakhla, la antigua Villa Cisneros; rellenar el aceite en Atar después de casi 600 kms con reductora y bloqueo trasero; y quitar las langostas de los faros y el radiador, tras cruzar una nube inacabable entre Chinguetti y Nouakchott. Recuerdo con cariño aquel enorme volante de plástico y la dirección lenta y suave; quizá demasiado lenta para las trialeras o las pistas rápidas de Mauritania, pero ideal para hacer muchos kilómetros de pista en un día, maniobrar en los atascos de Dakar o esquivar a los Peugeot 504 en los cruces de Nouakchott. Acabé el libro sobre este viaje narrando la recogida de los coches en el puerto de Valencia y la confianza que ya tenía en él:
Arrancar aquel motor de camioncito al primer intento para sacar al Land Cruiser del contenedor me recordó la enorme confianza que ya tenía en algo que para mí es desde ese momento un compañero de aventuras; según maniobraba para salir de la panza metálica, cumplí la promesa que le hice antes de salir de casa, unos meses antes: “Si nos llevas a Dakar y volvemos en una pieza, te merecerás el apodo de ‘El Africano’”. Y un rato más tarde, enfilábamos una ancha autovía europea a ritmo tranquilo, con la satisfacción del deber cumplido, de los sueños convertidos en realidad tangible. El polvo de mil caminos africanos emborronaba el negro del capó que se abría paso en aquella tarde de invierno, mientras me prohibía organizar otro viaje por Africa sin antes escribir un libro contando éste. Así que ahora que cierro el relato, voy a buscar mi mapa Michelin 741 para desplegar el lado Este, el de Túnez y Libia.
Y efectivamente, tras el viaje a Dakar del otoño de 2003 llegó otro por Túnez en la primavera de 2005, igualmente inolvidable. Un tiempo después, el crecimiento de la familia hizo que necesitara un coche más grande y ya no tengo en casa el 70. Pero me sigo acordando de esa serenidad al arrancar el motor, la postura erguida, de control, el tacto de camión fiable de la palanca de cambios, y la visión del capó ancho y negro abriendo camino.
Al LJ70 le sucedió, casualidades de la vida, el Serie 80 de los amigos con los que viajamos a Dakar. Se hace difícil comparar el 80 con el 70 porque es otro planeta: largo, ancho, pesado, potente, menos discreto, algo más lujoso en su sobriedad, y en un color blanco igualmente apropiado para viajar por sitios poco recomendables. Sin embargo el espíritu es el mismo, esa sensación de poder con todo, de llegar a cualquier parte aunque no haya carretera, de cargar con el equipaje, la comida y la tienda de campaña. Como coche familiar para todo uso, aunque desde fuera cueste entenderlo, es ideal: cabe todo lo que se le cargue, por autovía rueda en silencio y con comodidad a velocidades superiores a las legales, y al salir del asfalto, con tres bloqueos, cabestrante, ruedas M/T y reductora de verdad, se le puede aplicar la viaje frase de los todoterreneros: “Si cabe, pasa”. El tercer Land Cruiser de mi lista fue el KDJ120 de prensa del Lisboa – Dakar de 2006, un KXR con la preparación que exige la normativa de la carrera: barras, bacquets, depósito adicional, trips, GPS,… y en lo demás de estricta serie. El Land Cruiser con el dorsal 937 iba más que sobrecargado: cuatro personas con enorme equipaje, dos ruedas de repuesto, herramientas y unos cuantos cacharros perfectamente prescindibles. Además, neumáticos A/T poco apropiados para las pistas africanas, y muelles de serie, demasiado blandos para la carga total. Pero llegamos, y me pude hacer mi segunda foto en un Land Cruiser junto al Lago Rosa.
Aquellas tres fabulosas semanas en el penúltimo Dakar africano fueron mi introducción a los raids y a la vez una enorme sorpresa: el Dakar no era lo que me habían contado. Tras muchos años “viviéndolo” por prensa y televisión, me di cuenta de que la realidad era más intensa, más cruda, más profunda de lo que suponía. Quizá porque la prensa que yo había leído no estaba dentro de la carrera, quizá porque hay pocos periodistas que hayan sido pilotos, quizá porque los pilotos que cuentan el Dakar son pilotos pero no escritores, … El caso es que solo doce meses más tarde llegaron el cuarto Land Cruiser y un desafío: acompañar al equipo de competición de Toyota España en el vehículo de asistencia del Dakar 2007, hacer de conductor y de ayudante para todo lo que hiciera falta, y escribir in situ, cada noche, el blog del equipo. En otras palabras, vivir el que iba a ser el último Dakar africano desde primera fila de las butacas de patio, y además contarlo casi en directo. El Land Cruiser era de nuevo un Serie 120 largo, pero esta vez con preparación más exigente: Öhlins, BF Goodrich A/T, y todo lo necesario para llegar cada tarde al campamento antes que los dos coches de carreras del equipo con las cuatro personas que formábamos la asistencia. Es obvio que también con este Land Cruiser de dorsal 717 me encariñé y por los mismos motivos de siempre: la sensación de fiabilidad y de confianza, a pesar de la dureza de esta carrera dentro de la carrera.
Redactar el blog fue otra experiencia formidable: sin borradores ni reflexiones escribía los textos cada noche donde y cuando podía. Y sin yo saberlo, lectores de varios países compartían con nosotros las penurias y los placeres de una experiencia irrepetible. De entre los más de 400 comentarios recibidos, fue éste el que me indicó que había transmitido adecuadamente el Dakar desde dentro a quienes lo vivían desde la tranquilidad de sus casas: Gran crónica, tengo arena en las zapatillas. Felicidades. Pocos meses después, debutaba como copiloto de raids en el quinto Land Cruiser, un KZJ95 que para entonces ya tenía ocho años. Quique de Dios y yo conseguimos todo aquello a lo que pueden aspirar dos novatos con el coche menos potente del parque cerrado: aprender y disfrutar. Al menos yo sí aprendí mucho y disfruté un montón, porque las dos carreras en que participamos eran puntuables para el Mundial, por lo que el nivel de organización y de rivales era una excelente escuela. Volcamos en ambas, solo que en el Transibérico lo hicimos en el último tramo del último día y pudimos llegar a meta, y en la Baja España dañamos tanto el coche que no solo nos retiramos, es que el pobre Land Cruiser fue directo al desguace. Pero aquel coche blanco con matrícula de Barcelona fue una excelente escuela, que continuó con su sucesor: otro KZJ95 de la misma época, con la misma escasez de potencia y las mismas ganas a bordo. Lo estrenamos en el Terras del Rei de 2008, y se rompió la mangueta delantera derecha a once kilómetros de acabar el último tramo del último día, porque como no llevábamos asistencia no hubo tiempo para revisarla. Rematé la temporada 2008 con una de las carreras más bonitas: la Baja Portalegre, que logramos acabar con el motor desfalleciente.
El séptimo, y por ahora último, de los Land Cruisers de esta crónica sentimental es el KDJ95 que protagoniza mecánicamente este blog. A la hora de hablar de Land Cruisers es imprescindible hablar de Takeo Kondo, ingeniero del equipo de diseño de estos coches durante más de un cuarto de siglo y que llegó a ser conocido como “Mr. TT”, puesto que se le consideraba el mejor ingeniero de vehículos TT del mundo. El joven Kondo terminó sus estudios de ingeniería en Japón e ingresó en Toyota, justo en el departamento dedicado a los todo terreno. Por entonces se trabajaba en los BJ40 y FJ55 en los que colaboró, y su primer trabajo como Ingeniero Jefe fue precisamente mi Serie 70 de muelles, el de Abril de 1990. Luego repitió en otros modelos como el Serie 90 con el que corro ahora, y posteriormente fue ascendido a responsable de todos los proyectos de Land Cruiser hasta su jubilación, a principios de este siglo. Al tener Kondo-san este historial, no es de extrañar que me hiciera mucha ilusión tener una foto de mi LJ70, su primer trabajo directo, dedicada por él. La conseguí gracias a la ayuda de un contacto dentro de Toyota, y ahora cuelga en una pared del garaje al lado del KDJ95 de carreras. Es una foto tomada en las montañas del sureste de Túnez y firmada por “Takeo Kondo. Former Chief Engineer of Land Cruiser. May 2005”. Para mí representa lo mismo que tener uno de mis libros favoritos firmado por su autor.
Cada uno escoge a sus maestros y a sus mitos. Y cada persona decide a quién le tiene manía. Incluso puede convertir en mito a un maestro, y a la vez tenerle manía. Es lo que me pasa con Kenny Roberts.
Puede que los más jóvenes del lugar no sepan quién es “King” Kenny, o Kenny “Marciano” Roberts, o como mucho recuerden que su hijo ganó el Mundial de 500 cc en el año 2000 con la Suzuki azul y verde de Telefónica MoviStar. Roberts padre había nacido en Modesto (California) y no hizo caso al nombre de su ciudad, porque tras ganarlo todo en las motos dijo una frase que dolió mucho a este lado del charco: “En Europa tienen un campeonato que ellos llaman del Mundo. Voy a ir allí a ver qué es eso”. Más o menos lo soltó así, y no solo vino con aquellas preciosas Yamaha de colores amarillo y negro: cambió la manera de pilotar (de ahí lo de “Marciano”), ganó tres veces seguidas el Mundial, cuando se retiró montó un equipo con las Yamaha de las que se había bajado y el dinero de Marlboro, y se llevó tres títulos de 500 cc con Wayne Rainey y uno de 250 cc con John Kocinski. Después se convirtió en fabricante de motos de Gran Premio, primero con las Modena tricilíndricas de dos tiempos, y luego con el cambio de reglamento se pasó a las cuatro tiempos. Por su planteamiento racional y técnico de las carreras, por ese espíritu práctico y sin prejuicios de los estadounidenses, y los resultados que con ellos obtuvo, le considero un maestro. Subió a mito por su equipo, porque cuando los demás empezábamos a pasar del concepto de “amiguetes que van a las carreras pero ya tenemos hasta patrocinador”, el Marlboro Roberts Yamaha Team nos sacaba vuelta en organización, imagen y resultados. Y por su frase y su permanente engreimiento, le tengo manía.
Pasé muchas horas en las temporadas 90 a 94 frente a su box, o merodeando entre sus camiones para aprender. Lo que en otros equipos no pasaba de “se me ha ocurrido que podríamos…” en el suyo era un procedimiento establecido desde la pretemporada, conocido y aplicado por todos y reflejado por escrito en un manual de trabajo. Recuerdo la impresión que me causó ver en el tablón de avisos del camión la normativa sobre el uniforme que cada miembro del equipo debía llevar cada día (viernes, sábado y domingo) del Gran Premio. Diferenciaba la ropa de los que saldrían el domingo acompañando a los pilotos a la parrilla, los que más se ven por la televisión, del resto. Y detallaba hasta el calzado, los calcetines y el cinturón.
Tampoco olvido su libro “Tecniques of Motor Cycle Road Racing”, del que guardo una primera edición de 1988. No es que pueda aplicar en la práctica sus consejos sobre pruebas de neumáticos, porque las aullantes dos tiempos que él pilotaba tienen poco que ver con mi rugiente diesel de dos toneladas. Tampoco puedo utilizar con facilidad sus explicaciones sobre los entrenamientos de pretemporada. Sin embargo sigue resultando útil todo su espíritu, esa idea de tomarse las carreras como algo casi científico, al menos parcialmente predecible, que se puede prever, organizar, coordinar, afrontar con frialdad y luego medir, cuantificar, analizar, para al final obtener conclusiones con las que mejorar en la siguiente carrera.
Por eso, aunque Kenny buscara Mundiales de 500 cc y yo solo divertirme en un Nacional, los principios son los mismos y los sigo con el respeto que debo a un maestro. De él he aprendido que para evitar peligrosos olvidos se utiliza una lista del complejo equipaje de las carreras, que incluye desde el Pasaporte Técnico de la FIA para el Land Cruiser o las gafas de repuesto para mí, al bolígrafo azul con pulsador y sin capuchón, para poder usarlo con una sola mano. Y una enorme hoja Excel que tiene en cada solapa el control de un apartado (calendario, clasificaciones, presupuestos, preparación física, …) y una solapa inicial de resumen que se imprime como un A3. Lo único que tienen en común Kenny Roberts y Dennis Noyes, otro de mis maestros en las carreras, es que ambos nacieron en Estados Unidos, aunque lejos uno de otro. Dennis lo hizo en Hoopeston (Illinois) y una serie de casualidades en las que no vamos a entrar le colocaron, con ventipocos años, dando clases de inglés en Barcelona. Los más jóvenes del lugar, esos que no conocen a Roberts padre, habrán oído a Dennis en las retransmisiones de los Grandes Premios por la televisión: es el que sabe de motos, está informado y pone cordura en el gallinero. Se le distingue, además de por su acento, porque siempre lleva la gorra de los Cubs de Chicago, el equipo de béisbol profesional de la capital del estado en que nació. Suele presumir de que la gorra está hecha a medida, y eso se nota en que no tiene sistema de ajuste en la nuca. Cuando Dennis llegó a España, no tenía interés por las motos. Pero se aficionó de tal modo que empezó a escribir en las revistas de motos y a competir, y se encontró en el Nacional de Velocidad con jovencitos prometedores como “Sito” Pons y Carlos Cardús (no te pierdas la foto en la que se ve a Dennis en primer plano y detrás a Cardús en una Ducati Pantah). A mí me enamoraba su manera de escribir. Las revistas españolas de motos de los ochenta publicaban pruebas elogiosas y casi almibaradas de cualquier cosa con dos ruedas. Y las crónicas de las carreras del Mundial eran relatos épicos que repetían la cantinela de “los valientes pilotos españoles sin medios frente a los enormes equipos extranjeros”. Eso de “recupero en las curvas los que pierdo en las rectas”. Dennis puso aquello patas arriba. En el enfrentamiento entre las “míticas” marcas europeas y las recién llegadas motos japonesas “sin alma”, dijo que las primeras tenían leyenda, precios altos y se averiaban, y que las segundas eran eficaces, baratas y fiables, aunque no tuvieran abolengo. A pesar de ello solía correr con Ducati, y cuando se pasó a hacer el Nacional de Superbikes con una Honda, un amigo y yo le pusimos una pancarta en la tribuna de Le Mans en el Jarama: “Dennis, déjate de cuentos chinos. ¡Forza Ducati!” Aquello fue a mediados de los ochenta.
Sus crónicas de carreras hablaban de hombres enfrentándose a hombres, y de hombres peleando contra máquinas. De charlas de madrugada en un box, y de aburridas y provechosas sesiones de entrenamientos privados meses antes del inicio de la temporada. Su cerrado inglés de Illinois le abrió las puertas de los equipos anglosajones en la época del desembarco de estadounidenses, australianos y neozelandeses: Roberts, Spencer, Schwantz, Kocinski, Gardner, Doohan, Rainey, Crosby, …
Lo mejor de sus artículos eran las anécdotas y su manera desenfadada y natural de contar la trastienda de las carreras, la técnica y la humana. De una de esas anécdotas me acuerdo mucho ahora, cuando la competición es parte cotidiana de la vida en mi casa. Era víspera de Navidad, la familia Noyes estaba a punto de mudarse a una casa más grande allí en Miraflores de la Sierra, y al padre de familia le llegó la Ducati con la que iba a participar en el campeonato del año siguiente. En medio del lío de la inminente mudanza, Dennis puso la moto en el único sitio en que cabía: en el salón, al lado del árbol de Navidad. Una tarde, su hijo Kenny, por entonces un niño y ahora piloto en el Mundial de Moto 2, volvió a casa después de jugar en la de un amigo, miró a su padre con cara de extrañeza y le preguntó: “Papá, ¿por qué en casa de Fulanito no hay una moto de carreras junto al árbol de Navidad?” Mi Land Cruiser no duerme en el salón de casa, pero no se nos hace raro a la vuelta de una carrera ver la ropa ignífuga tendida junto al resto de la colada, que mi mujer responda a una amiga “No, ese fin de semana no podemos quedar porque tenemos carrera” y que mi hija diga con naturalidad a sus compañeros de guardería algo así como “Mi papá tene un coche de cadedas”.
Al regreso del Raid Tierras de Cid paré en una gasolinera, ya cerca de casa, para quitarle al Land Cruiser al menos una parte de la enorme cantidad de barro que llevaba encima. Y estando parado en el lavadero dejó unas manchas de aceite. Cuando a la mañana siguiente lo saqué del garaje de casa para llevarlo a JRx4 Competición, lo que había era bastante más que gotas. En un vehículo digamos normal es más fácil relacionar la posición de las manchas con su origen, y el tamaño de las manchas con la gravedad de la avería. Pero en los que llevan una chapa de protección de los bajos que empieza en el morro y acaba más allá de la transfer no es tan sencillo. El motivo es que el aceite, o el fluido que sea, cae primero sobre la chapa, desliza sobre ésta, y luego con el tiempo y los movimientos una parte o toda acaba en el suelo. Por eso la diagnosis la hizo Julio Romero por el viejo procedimiento de desmontar y mirar, y lo que vio estaba claro: habíamos tenido mucha suerte, porque el retén trasero del cigüeñal había pasado a mejor vida, pero lo había hecho después de acabar la carrera. Ya que se bajaba la caja de cambios para sustituir ese retén, era razonable aprovechar para poner nuevos el rodamiento de apoyo del primario, más el disco de embrague, la maza y el collarín. A la lista de piezas había que añadir el intermitente delantero derecho, porque el original quedó enterrado en algún barrizal de la provincia de Burgos, más el filtro de aceite y su soporte al bloque. El gato que tanta guerra nos dio en la carrera no tiene reparación, por lo que uno nuevo se añade a la lista de la compra de recambios y accesorios. En resumen, una buena dentellada al presupuesto de LCA Competición.
Para compensar, un alma caritativa que además es lector de este blog, ha donado una cremallera de dirección, que es muy bienvenida ya que antes o después habrá que cambiarla.
Lo del soporte del filtro de aceite me permite hacer un comentario sobre mecánica. Soy de los que piensan que un mecánico, y más el de carreras, debe aunar la ingeniería con el cariño, entendiendo la primera como precisión y ciencia, y el segundo como el tiempo y la delicadeza necesarios para aplicar la anterior. Nuestro Land Cruiser ha estado falto de ambos en las temporadas previas a ésta, y se nota en detalles como el del soporte. Es una pieza fabricada en aluminio inyectado, un material ligero, con buenas propiedades de transmisión del calor, y menos resistencia mecánica que los aceros y las fundiciones. Por ello hay que tener cuidado al montar piezas de acero sobre piezas de aluminio, porque si se aplica al aluminio el par de apriete del acero, termina dañándose. Eso le pasaba al soporte, que se había agrietado al apretar con excesiva fuerza tanto el propio filtro como los manguitos de aceite que llegan a él. Otras dos cuestiones me inquietaban tras la carrera de Burgos. Por un lado, el alojamiento para la de Jaén. Nuestras carreras se disputan, por lo general, en localidades pequeñas (Serón, Lerma, Santisteban del Condado) que ofrecen una lista de hoteles y hostales más bien limitada. Es decir, o se reserva con meses de antelación y conociendo la zona, o hay que afrontar el hecho de dormir lejos de la salida. Y si el coche de carreras, que esos días es mi único medio de transporte, se queda en el parque cerrado, ¿cómo me desplazo?
La otra preocupación venía, una vez más, de la búsqueda de copiloto. Una nueva decepción y varias llamadas de teléfono me situaron sin compañero tres semanas antes de la carrera. Este hecho se relaciona con el anterior, ya que cuando se tiene un copiloto estable, el trabajo entre carreras se reparte, de modo que se hace más llevadero. Si uno se encarga del coche (listado de trabajos pendientes, piezas necesarias, su compra y entrega, plazos, limpieza, mejoras, pequeños detalles,…), el otro se encarga de la administración (inscripción, transferencia, alojamiento, coordinación del viaje,…). En mi caso, la ausencia de copiloto fijo hace que tras cada carrera asuma las funciones de ambos, más la búsqueda de sustituto.
Y en medio de estas preocupaciones llegó la noticia de que se aplazaba a después del verano la carrera de Jaén. El motivo es el peligro de incendio en la zona tras unos meses de lluvias abundantes que habían llenado la zona de vegetación, y unos días de sol fuerte que la habían secado.
Según el organizador del campeonato, la carrera se celebrará después del verano. Como parece que la Baja España 2010 no contempla la categoría de Históricos, y además no iba a ir por lo desorbitado de los costes, se abre un hueco de cuatro meses, ideal para organizarme después de pagar el peaje propio de todo debutante. Cuántas veces he recordado la frase de Antonio Muñoz Molina: “El extranjero es quien ignora cosas muy simples que a su alrededor sabe todo el mundo; el que desconoce la malla invisible de normas y de informaciones cotidianas que el bien asentado da tan por supuestas que no repara en ellas”. Y no es en absoluto una queja sobre el ambiente de las carreras que, todo lo contrario, es relajado y acoge amablemente a cualquier recién llegado. Simplemente que las labores que son rutinarias para los veteranos, lo que resulta conocido por los viejos del lugar, es una novedad y casi un descubrimiento para quienes nos estrenamos en estas funciones.
De modo que ahora tengo cuatro meses largos para terminar el coche, buscar alojamientos, coordinar viajes y, sobre todo, reducir la volatilidad de los copilotos. Si, como se comenta, finalmente no se celebrará la carrera de Valencia, y sus fechas las ocupará la de Jaén, nos esperan cuatro carreras en nueve semanas. Eso supone que, como quedará muy poco tiempo para imprevistos, todo lo previsible deberá estar hecho de antemano.
Aprovecharé también estos cuatro meses para contar en este blog no las carreras en sí, sino lo que sucede entre ellas, detrás de ellas, y lo que se siente dentro y fuera.
En realidad, no existen. Límite es el nombre que pudorosamente le damos a lo que hay más allá de la zona en la que estamos cómodos, a lo que se ubica donde están nuestros miedos, a donde pensamos que no podemos llegar. Había oído muchas historias de las que se escuchan con los ojos abiertos y la mente asombrada sobre carreras largas en barrizales, sobre roderas de medio metro de profundidad, coches caídos en los sembrados, rescates imposibles cuando se ha acabado en la cuneta o en una acequia, y me sonaba a lo que solo hacen los pilotos buenos. Pero esta vez me ha tocado hacerlo a mí, y hemos acabado de una pieza y en el podio. Y eso que empezamos con prisas: recogí el Land Cruiser el jueves antes de la carrera, y conocí al copiloto para Burgos, Abel Barriga, el mismo viernes por la tarde. Conseguimos que el trip funcionara mínimamente en el enlace entre el parque cerrado y el tramo especial del sábado, y no lo terminamos de arreglar del todo hasta el sábado por la noche. Los interfonos estuvieron inactivos hasta cinco minutos antes de salir al tramo, y toda la carrera la hicimos con un gato prestado porque el nuestro no daba presión. El tramo especial del sábado estaba en Salas de los Infantes, en una ladera abrupta preciosa, con castillo en lo alto. A ratos rodábamos dentro de un bosque y a ratos en pistas sencillas aunque escarpadas. Las fotos del sábado se distinguen bien de las de domingo: el coche aparece limpio. El planteamiento para el segundo día de carrera estaba muy claro, y no se cumplió en absoluto: nos prometieron pistas anchas y rápidas, adelantamientos fáciles, mucho tirar de cuarta y quinta en las rectas y hacer cruzadas en las curvas; todo ello en un tramo de 300 kilómetros al que todos, salvo nuestra categoría de Históricos, darían dos vueltas. Todos esos kilómetros a buen ritmo suponen muchos litros de combustible y nosotros mantenemos el depósito de serie de solo 90 litros. Por eso llenamos el sábado por la tarde verdaderamente hasta arriba: despacio, para que salieran las burbujas, haciendo paradas para que salieran más burbujas, y al final agitando el coche para que salieran las últimas burbujas. Aquí hay que reconocer que lo de agitar con el brazo el Land Cruiser es, en este caso, prácticamente simbólico, porque con muelles duros ni el brazo de Popeye lo mueve. Igualmente pensaba que 300 kilómetros rápidos bajo un sol castellano de poema de Machado exigirían beber mucho. De modo que a la mochila de agua habitual (litro y medio, a mi izquierda) le añadí el “Camelback” de la bici de montaña, dos litros más, para los que encontré un hueco entre el bacquet y la centralita de los interfonos. Sin embargo, las noches de viernes y sábado fueron de lluvia constante, por lo que el domingo amanecimos frente a 300 km. de pistas de tierra dura cubiertas por una capa de barro denso, como cemento negro, sobre el que no valía la pena acelerar a fondo en primera al salir de las curvas, porque las cuatro ruedas giraban en vacío, y había que pasar a segunda con el motor aun a medio régimen. En las fotos del tramo se ve con claridad que las salpicaduras de barro no pasan de la línea de la cintura del coche, prueba de su densidad casi de piedra. En el kilómetro 20 se averió el pedal del trip, por lo que desde ese momento Abel ponía a cero los parciales con la mano, si los baches le dejaban. En el 23 alcanzamos al Land Cruiser azul con el dorsal 46, que a su vez perseguía al enorme Patrol GR largo de Mickey Thompson. Con los coches casi siempre de lado y las cunetas embarradas diciendo ¡llámame!, no me atrevía a pasar a ninguno. Nos alcanzó nuestro rival el Range Rover rojo de Javier Pérez, y nos quedamos los cuatro en caravana hasta llegar a una zona de badenes ya en el km. 53. En cada badén cabía un Land Cruiser enterito, y allí conseguimos pasar al coche azul y el Range nos pasó a todos. Subimos el ritmo, … y nos saltamos el siguiente cruce, por lo que perdimos todas las posiciones que habíamos ganado. Reanudamos la persecución, y en el km.108 (¡solo un tercio de carrera!) dejó de funcionar el lavaparabrisas. Rodando solos no suponía gran dificultad, porque el barro denso no llegaba a manchar el parabrisas. Pero cuando alcanzamos al Patrol GR, el barro que escupía me dejaba a ciegas. No me atrevía a arriesgar un adelantamiento, ya que con el parabrisas sucio no identificaba bien el estado del terreno. El principal culpable era un pegotón de barro que se había quedado a vivir en la parte superior izquierda del parabrisas; cada vez que los limpiaparabrisas barrían, extendían parte de ese barro por el resto del cristal. Al final, tomamos una decisión juiciosa: “Abel, ¿queda algo de papel de taller en el hueco de tu puerta? Pues haz dos mitades, cuando encuentre un hueco nos paramos y nos bajamos a limpiar”. Y así lo hicimos, en una mañana fría y húmeda de Castilla, como los niños rumanos que limpian los cristales de los coches en la Castellana a cambio de una limosna. Con el parabrisas limpio (¡qué fácil es pilotar cuando se ve!) volvimos a la carrera, ya casi dando por perdido el cazar al Patrol GR. Sin embargo, allá por el km. 170, al salir de una horquilla a la izquierda, nos lo encontramos intentando salir de la cuneta derecha, en la que se había caído. Aceleré con cuidado mientras intentaba llevar el Land Cruiser a la izquierda para pasarle, pero el barro dijo que no: comenzamos a deslizar hacia la derecha, como seguramente había hecho el Patrol unos momentos antes, y acabamos en la misma cuneta y haciendo lo mismo: primera corta, bloqueo del diferencial central, gas con la delicadeza de un neurocirujano, y dedos cruzados. Salimos los dos a la vez, y volvimos a la persecución. A estas alturas ya había hecho en varias ocasiones cosas que creía que no sabía hacer. Como enderezar el coche después de que haya deslizado hacia un lado, al compensar haya deslizado al contrario, al volver a compensar haya vuelto a deslizar, … y así en un angustioso movimiento de péndulo a cámara no tan lenta, en que el coche se tuerce a un lado y entre un ágil manoteo y golpes de gas se esfuerza uno porque el morro del coche y mis intenciones apunten al mismo sitio. Si escribo algunos números la magnitud del movimiento quedará más clara: pesamos el Land Cruiser en la báscula de la Federación durante las verificaciones de la carrera de Serón: 2.040 kilos, listo para correr, aunque sin copiloto ni piloto. La ficha técnica dice que, sin la rueda de repuesto en el portón, la longitud del vehículo es de 4.665 mm. Estamos hablando, por tanto, de un pequeño autobús, con el que no hay que pelearse, por el contrario hay que tratarle con cariño y algo de firmeza para que vaya donde uno quiere. Con todo, concluir con éxito, y varias veces, una maniobra aun más complicada que la anterior es lo que me dejó más satisfecho. En ocasiones se rueda sobre un camino de ladera en el que, por ejemplo, a la izquierda está el talud, y a la derecha, medio metro más abajo, el llano sembrado. Si el coche empieza a cruzarse hacia el lado izquierdo, probablemente golpeará en el talud y rebotará hacia la derecha, con peligro de caer en el sembrado volcando. Y si se cruza hacia el lado derecho, hay muchas posibilidades de caer de lado, es decir, de varias vueltas de campana. ¿Cómo se sale de ésta? Si no se puede controlar el coche sobre la pista, y antes de caer de lado, ¡se tira el coche de frente hacia el sembrado! Con el suficiente golpe de gas, y después del vuelo, se aterriza más o menos en plano y, una vez con el coche bajo control, se busca la manera de volver al camino. Por supuesto que no se puede perder la inercia, ya que eso significaría quedarse atascado en el barro. Lo que sí se pierde, vamos a reconocerlo, es el color de la cara. Aun estábamos en el km. 170 cuando me parecía que llevábamos una vida metidos en el Land Cruiser. Allá por el 208 empezó a chispear, lo que limpió algo el parabrisas y volvimos a ver algo mejor. Mi retaguardia ya había pasado hace mucho tiempo de dolorida a insensible cuando nos llevamos una sorpresa en una trialera que debía estar alrededor del km. 240: subida de tierra muy erosionada por las lluvias del invierno, haciendo eses entre árboles. Y allí estaba, con la rueda trasera derecha colgando, el Land Cruiser de Joan Roca. Si en nuestra categoría éramos cuatro los inscritos y Joan había roto, y aguantábamos otros 60 km., ¡haríamos podio! Me olvidé del reloj y de los kilómetros, del miedo a volcar y de que era imposible frenar en aquel barrizal sin que el coche se pusiera de lado. Me centré en controlar las frenadas, en hacer cada curva con el gas necesario para mantener el control, en beber de vez en cuando, en no calentarme cuando veía que nos acercábamos a otro coche. Por eso, cuando al coronar un cerro vi al fondo los torreones del Parador de Lerma no me lo creí. “Tres kilómetros para meta”, dijo Abel. No era consciente de lo dura que había sido la Baja Tierras del Cid 2010 hasta que llegamos al parque cerrado y vimos dentro los coches supervivientes: habían cortado la carrera porque una segunda vuelta habría sido inviable. Solo los dos primeros, veteranos del Dakar a bordo de prototipos, habían dado la vuelta en menos de las 4 h 35’ que la organización había previsto como máximo. Y de los 48 inscritos, solo habíamos llegado 28. Después de bajar del podio he comprendido que soy capaz de pilotar durante 5 h 11’ 16” con el coche de lado, que puedo sacarlo de las cunetas, tirarlo a los sembrados, volver a la pista y regresar por carretera a casa tras la carrera como si no hubiera pasado nada. Bueno sí, una cosa: que ahora los límites están mucho más allá.
En la jerga de las carreras se dice cajón. Quedar entre los tres primeros se dice “hacer un cajón”. Y “subir al cajón” es lo que he hecho esta tarde en la Plaza Mayor de Lerma.
Por los coches averiados que vimos por el camino, sabía que quedábamos cuatro de nuestra categoría en la carrera, y al llegar a meta vi muy cerca al Land Cruiser azul; luego si le habíamos recuperado el minuto de la salida habíamos sido terceros. Dejamos el coche en el parque cerrado, fuimos a Dirección de Carrera, y la pantalla del ordenador decía que habíamos sido terceros. Luego vinieron las felicitaciones, los abrazos, la sonrisa en una cara sucia y cansada, y un regreso a casa disfrutando de la satisfacción interior. Pero he tenido que subir al cuarto de buhardilla, ya al anochecer, para pensar en lo sucedido y empezar a creérmelo. Cuando digiera que hemos hecho ese cajón y tenga las fotos de una carrera larga, dura, complicada, delicada y muy bonita, contaré cómo se vive un tramo de más de cinco horas.
Hay canciones que parecen tratados de filosofía. Guardo mis favoritas en una lista mental, creada con aportaciones de Los Secretos, Fito y Fitipaldis, Nacha Pop, el maestro Sabina y algún otro que no voy a confesar aquí, más algunas importaciones de, por ejemplo, Sade, Jackson Browne o Los Rodríguez. Una de esas canciones parece una novela negra condensada en pocos minutos, y narra el triste final de Pedro Navaja, según lo creó Rubén Blades. Además del inolvidable coro que recuerda que “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”, me encanta la voz que sentencia por detrás que “cuando lo manda el destino / no lo cambia ni el más bravo, / si naciste pa’martillo / del cielo te caen los clavos”.
Entre la Baja Almanzora y la Baja Tierras del Cid hay solo tres semanas. Por eso dejé el Land Cruiser en JRx4 Competición nada más volver de Almería, con un amortiguador delantero derecho que sudaba aceite y la centralita de los interfonos averiada. Seguíamos con una apurada combinación de neumáticos, a la espera de los Cooper nuevos. Y para convertir la mala suerte en costumbre, volvía a estar sin copiloto. Durante once días le dí mil vueltas al listado de teléfonos y al de direcciones de correo electrónico. Me puse en contacto con pilotos y copilotos, hablé con la prensa y hasta con el organizador del Campeonato, y no encontré a nadie que pudiera sentarse en el bacquet que había quedado libre. Incluso recurrí a las bolsas de copilotos en Internet, que demostraron hacer mucho ruido y contener poquísimas nueces. Me llegué a plantear la posibilidad de agarrarme a un artículo del reglamento que permite correr solo. A nueve días de la carrera me empezó a rondar por la cabeza la frasecita del martillo y los clavos, mientras seguía buscando soluciones para una carrera que se me echaba encima. De repente sonó el móvil, el mismo que había demostrado su inutilidad hasta el momento, y tenía copiloto (¡Gracias, Antonio!). Al rato volvió a sonar y por primera vez desde el inicio del Campeonato teníamos seis neumáticos iguales (¡Gracias, Quique!). Sonó de nuevo y funcionaban los interfonos (¡Gracias a otro Quique!). La última llamada dijo que el amortiguador había llegado y estaba montado (¡Gracias, Julio!). A partir de ahí todo ha sido fácil: encargar los adhesivos de las aletas con el nombre del nuevo copiloto, resolver la burocracia de la inscripción, lavar el Land Cruiser, y poner la nueva decoración (¡Gracias, Raquel!).
La Baja Tierras del Cid no tiene nada que ver con las de carreras anteriores. Hablamos ahora de un tramo único de 300 kilómetros, lo más largo del año. De terreno ancho y horriblemente rápido si lo comparamos con las carreras de Almería. Para mí es desconocido y novedoso, para el coche mucho menos dañino que las ramblas y las trialeras. Por eso esta vez el Land Cruiser lo tendrá fácil y su piloto se volverá a enfrentar a lo desconocido. Mezclando en las proporciones adecuadas serenidad y coraje, resultará más sencillo.
Hay que olvidarse de las imágenes habituales de Almería para describir el escenario de la Baja Almanzora 2010: cielos grises, montañas verdes cubiertas de flores, ramblas llenas de agua, fresco durante el día y frío por la noche. Y la promesa de los organizadores de la carrera (“la Baja Almanzora más dura de la historia”) persiguiéndonos a los participantes como una amenaza y, a la vez, como un reto. Los 46 inscritos salimos a la especial dispuestos a encontrarnos de todo, y nos topamos con ello: zonas de hierba húmeda que agarraba como el jabón sobre mármol mojado, trialeras de primera cruzando los dedos, tramos de barreras de regadío dispuestas a reventar amortiguadores, … Fueron solo 9,5 km. y se me hicieron eternos. No por ellos, que también, sino porque al ser la prólogo obviamente anticipaban el cariz de los 138,8 del tramo de la tarde. Iván y yo los encaramos con serenidad, sabiendo que serían horas duras, que habría todo tipo de trampas, que un solo error nos mandaría a casa y que harían falta muchos aciertos para acabar de una pieza. Eso sin olvidar la otra premisa básica: ¡disfrutar! Los primeros kilómetros fueron de disfrute gozoso, pistas de 2ª y 3ª por laderas coloreadas por flores que se asomaban a precipicios sobre las ramblas. Luego una trialera rota en bajada que era como tirarse por la fachada exterior de las Torres KIO, pero en coche y con baches, para acabar en una rambla de arena oscura. Las dos fotos que acompañan estas líneas muestran muy de lejos la sensación de esa bajada: se viene en tercera a unos 60 km/h por la ladera, frenada y reducción a 2ª al pasar bajo el arco de publicidad, 90º a la izquierda y ¡a tirarse de cabeza! Las ruedas levantaban polvo al bloquearse en la frenada y al dar golpes de gas para guiar al coche. Qué placer y qué miedo a la vez. Andaba pendiente del crono y de las indicaciones de Iván, que gritaba y gesticulaba porque los interfonos habían fallado casi desde el principio. Pero también miraba la temperatura del refrigerante y la presión del turbo, cuidaba con tacto exquisito con el embrague y me esforzaba en esquivar todas y cada una de las piedras del recorrido. Que las había a miles, y de todos los tamaños y formas. Las redondeadas ocultas en la arena de las ramblas, que te rompen el coche sin que las hayas visto. Las afiladas de desprendimientos y voladuras, siempre dispuestas a rajar un neumático. Y muy especialmente los escalones de las trialeras, piedras rectangulares como ladrillos, geométricamente impecables, de hasta medio metro de alto, que se encargaron de romper direcciones y partir manguetas. Con tensión y concentración íbamos haciendo kilómetros, viendo colegas que intentaban reparaciones de emergencia, o que ya habían tirado la toalla y saludaban con resignación, incluso sentados sobre la piedra que les había sacado de la carrera. Para evitar que se empañara el parabrisas en los vadeos, dos kilómetros antes de cada uno Iván ponía fuerte la calefacción para que el aire caliente templara el parabrisas y dificultara la condensación. Fue un éxito, pero sudé de lo lindo dentro del mono. Tras los vadeos se colaba algo de agua dentro del coche, justo por mi lado. Como las suelas de los botines de carreras son de goma con poco dibujo, al mojarse después de cada vadeo se me resbalaban los pedales. En el km. 60 me parecía que llevábamos media vida metidos en el Land Cruiser, aunque sonreía al pensar que no le habíamos dado ningún golpe gordo. En el 80 había perdido la noción del tiempo y estábamos muy satisfechos de cómo habíamos pasado una trialera ¡de 1ª corta! en la que habían roto dos colegas. En el 100 ya empezaba a oscurecer (en realidad nunca hubo mucha luz en todo el día) y nos parecía que el final, y con él acabar con este infierno buscado, estaban cerca. Y en el 130 se paró el motor. Calcular la cantidad de combustible necesaria para estas carreras, en otras palabras, el consumo en litros cada cien kilómetros, es aventurado. La electrónica adicional, el altísimo régimen de giro mantenido, el abuso de las marchas cortas, los golpes de gas en las trialeras o el ralentí prolongado en las bajadas, todo contribuye a que el consumo en carrera no tenga nada que ver con el de la calle. Por ese se añade al resultado del cálculo un “por si acaso” generoso. Cuando el viernes bajábamos a Huércal-Overa y, pasado Murcia, paramos a repostar, calculé un 30% de margen de seguridad. Obviamente me equivoqué, aunque no por mucho. ¡Qué gran error! ¡Qué metedura de pata! Mientras anochecía en la rampa de salida de la rambla en la que nos habíamos quedado tirados, me abrumaba la diferencia de magnitud entre los esfuerzos necesarios para llegar allí, en la preparación y en la propia carrera, y la pequeñez del error que lo había mandado todo a paseo. Ya sé que a veces en la vida se aprende a base de errores, pero en ocasiones la ruta dolorosa lo es en exceso. No quiero entrar en los detalles casi sórdidos de cómo se saca un coche sin combustible de una zona sin cobertura de móviles cuando ya es de noche. La organización estaba liada rescatando vehículos rotos del fondo de las ramblas, y a nuestro Land Cruiser le fallaba el purgador del filtro de combustible. De modo que solo diré que la avería debió ocurrir poco después de las siete y media de la tarde y llegamos al hotel, abatidos, a eso de la una de la mañana. Me queda el consuelo de que habíamos hecho 130 km. del Rallye TT más duro que se celebra en España sin dañar el coche. Y ese mérito es tan nuestro como mío el error del combustible. También le alegra haberme enfrentado con éxito a trialeras complicadas. Me explico: en conducción no competitiva por campo, cuando se llega a un sitio complicado, lo habitual es bajarse del coche y recorrer la zona a pie. Entonces se decide cómo afrontarlo, por dónde y en qué marcha. En una carrera, se llega, se mira y… uno se tira. En las dos trialeras de la Baja Almazora, la bajada y la de escalones de piedra, actuamos con decisión y con rapidez. Al bajar, segunda larga sin bloqueos, mezclando freno y golpes de gas para, a la vez, mantener el control de la trayectoria y no golpear los bajos. Y entre las piedras, primera corta, por tanto con el diferencial central bloqueado, el tacto con el gas de un desactivador de explosivos y la agilidad en la decisión de un especulador de bolsa. Ahora solo queda pensar en los 300 km. de la Baja Tierras del Cid de dentro de tres semanas, una carrera rápida y lisa, justo lo contrario que las dos primeras. Iremos con la lección bien aprendida y el depósito hasta arriba.
Al volver de Serón estábamos tranquilos: poco trabajo pendiente y cinco semanas hasta la Baja Almanzora. ¡Qué error! A los pocos días del regreso el coche estaba patas arriba, no teníamos neumáticos ni copiloto, y además peligraba la continuidad del Campeonato por una decisión de la Federación que provocaba una amenaza de plante de pilotos. Es decir, la misma sensación de tenerlo todo cogido con alfileres que antes de la primera carrera. Lo explico por partes.
Primero dediqué unas horas a limpiar el coche. En Serón hubo más agua que barro, por lo que la carrocería no estaba muy sucia. Pero entrar y salir repetidas veces del Land Cruiser, más los incidentes de carrera, habían dejado barro en el interior.
A continuación el coche fue a JRx4 Competición, donde se hizo un reapriete general y se repasaron los paragolpes, que habían sufrido en los escalones de la rambla de agua y en las piedras de la rambla estrecha. Habíamos visto una mancha de aceite en la chapa de protección de los bajos, y nos tranquilizamos al comprobar que era vapor del respiradero del cárter mezclado con polvo de las pistas.
La rueda delantera derecha no estaba pinchada, solo había desllantado. El motivo es que utilizamos neumáticos estrechos tipo M/T (Cooper Discoverer STT en medidas 215/85 R16) en llantas de 7” x 16”. Lo óptimo es montar esos neumáticos en llantas de 6” x 16” (pero no tenemos presupuesto para un juego de llantas de carreras) o neumáticos de competición (205/90 R16) más rígidos en las llantas de 7” (y esos neumáticos solo se usan en carrera, lo que nos obligaría a comprar un juego de ruedas de calle para los desplazamientos, y seguimos sin presupuesto).
Al final decidí comprar seis Cooper Discoverer STT algo más anchas, 235/85 R16, que se adaptan mejor a la llanta ancha, y así unificar dibujos y medidas. En paralelo, y para reducir costes, iba a vender los 215/85 R16. Nuestro gozo se hundió en un pozo al saber que esas ruedas se han agotado y llegan justo la semana siguiente a la Baja Almanzora. Luego saldremos con lo mismo que en Serón: cuatro Cooper 215 montados, y las Fedima viejas de repuesto.
El gato rápido que nos falló en Serón tenía roto el retén de la palanca de bombeo, y ya está reparado y probado hasta el aburrimiento.
Al repasar los últimos detalles del coche apareció una fisura en la orejeta de apoyo del amortiguador adicional del lado delantero izquierdo, que se resolvió con un cordón de soldadura. Lo más grave es que descubrimos que el turbo está mal montado, ha sufrido algunos daños y por eso no sopla hasta medio régimen. Eso explica la falta de bajos del motor, tan necesarios en estas carreras lentas y retorcidas, y parte del consumo de aceite. Comprar uno nuevo, con nuestro presupuesto, es inalcanzable, reparar el que tenemos es bastante caro, así que me puse a buscar soluciones alternativas. La tarde del martes previo a la carrera localicé uno proveniente de un siniestro a precio de amigo, que ha llegado al taller de JRx4 Competición esta tarde. Se ha montado a última hora y, lo hemos probado dando una vuelta por el polígono donde está la nave de Julio; la sensación es que coge presión desde abajo más deprisa, y arriba del todo llega a soplar a 1,4 bares. ¡Ojalá en carrera empuje mejor que en Serón!
Por último, he repasado las mochilas de agua, comprobado la estanqueidad, y comprado boquillas nuevas. Y ahora llevo una boquilla de repuesto, por si acaso.
Parecía que todo iba tomando buen aspecto de cara a la Baja Almanzora cuando surgieron dos sorpresas. En los últimos días de Marzo, la Federación de Automovilismo anunció que se convertía en obligatorio (bajo amenaza de descalificación) el uso de un combustible específico de competición, que se vendería al precio de ¡3 € por litro! Teniendo en cuenta el elevado número de kilómetros de nuestras carreras y lo justo de los presupuestos de la mayoría de los participantes, no es de extrañar que en pocas horas hubiera un grupo en Facebook planteando un boicot, y que volaran los correos electrónicos pidiendo que la Federación retirara la normativa. Como reacción, la Federación amenazó con suspender sin licencia por cinco años al que quisiera saltarse la norma. La cuestión se fue calentando según avanzaban los días, y el desenlace llegó del modo más inesperado: estas carreras nuestras mueven a trescientas o cuatrocientas personas, lo que significa unos ingresos interesantes para los municipios que las acogen, en términos de hoteles, restaurantes, gasolineras, … Como una semana antes de la Baja Almanzora había solo doce inscritos, pero los ayuntamientos habían comprometido los pagos, los correspondientes alcaldes comenzaron a preocuparse. De ahí a reunirse y presionar a la dirección del partido político al que pertenecen hubo un paso, y de que ésta presionara a su vez a la Federación, otro muy corto. Por eso, el viernes 9 de Abril la Federación pasó de las amenazas a la marcha atrás y el conflicto quedó resuelto para toda la temporada 2010. La segunda sorpresa fue que 18 días antes de la Baja Almanzora me quedé sin copiloto. Como soy de aquellos para los que la palabra dada vale tanto como una firma en un contrato delante de un notario, no lo entendí. Por fortuna, de mi compleja búsqueda de copiloto en la pretemporada me quedaron varios teléfonos, recurrí al de Iván Martínez, y ¡volvía a tener copiloto!
En resumen, que cuando volvimos de Serón creía que nos esperaban cinco semanas a medio gas, y hemos perpetuado la costumbre de las carreras de acabar el trabajo el día anterior. Por eso sabía que hoy jueves iba a ser un día largo y ancho, de los que a media mañana parece que comenzaron hace lustros. Cuando salí de casa aun era una noche cerrada y áspera, cortejada por una lluvia impertinente. Tenía la sensación de que me esperaban muchas horas y muchos sucesos, esa misma percepción de amplitud que te llena ante las inacabables llanuras del desierto en Mauritania, acompañada por dos certezas: haré todo lo que está previsto y acabaré tarde y agotado. Ha sido así, porque a estas horas el turbo está montado y probado, el equipaje cerrado, y solo me faltaba contarlo en el blog. La V Edición de la Baja Almanzora, la más dura según promete la organización, nos espera.
Las salidas de los tramos las da un comisario que se coloca frente al coche, un poquito a la derecha, de modo que sin molestar sea bien visible desde el interior para el copiloto y el piloto. Cuando, con el brazo derecho extendido a la altura del hombro, muestra el puño derecho cerrado, quiere decir que quedan diez segundos para la salida. Algo después extiende la mano abierta, y eso significa que faltan cinco segundos. Después retrae los dedos a razón de uno por segundo, y en el momento de la salida alza la mano. En nuestro caso es comisaria, y tiene unos ojos negros como para perder la concentración. Con su puño alzado frente a nosotros miro cómo se aleja el coche que acaba de tomar la salida. Avanza por una rambla, a veces por la orilla de guijarros, a veces por el lecho del río. Cuando entra en el agua, le rodea una explosión de espuma, que le oculta hasta que vuelve a trepar a la grava. En unos segundos estaremos ahí. Se me han olvidado las prisas y los nervios, esas siete semanas y media (ver la entrada con ese nombre en este blog) de carreras para llegar a la primera carrera de verdad. Al final tengo coche, copiloto y preparador. Y además casi todo funciona. La comisaria de los ojos peligrosos extiende la mano: cinco segundos. Cojo aire, compruebo presiones y temperaturas en los relojes de a bordo. Cuatro segundos. Miro al frente, al río y a las piedras. Tres segundos. Piso el embrague, meto primera y acelero un poco el motor. Dos segundos. Motor a dos mil vueltas, mano derecha en el freno de mano. Un segundo. Y ahora me olvido de todo porque la comisaria ha alzado la mano y el coche con el dorsal 42 inicia la carrera.
Catorce minutos y dieciséis segundos después ya sé que la realidad es esto. Que los intercomunicadores que llegaron ayer no funcionan, y Edu me gritaba las notas. Que la humedad ha pegado las últimas hojas del rutómetro, y el kilómetro final se ha hecho a ciegas, justo cuando rodábamos aguas arriba por un río con medio metro de agua, y nos hemos saltado el desvío de salida. Por eso, ahora sé que se puede maniobrar un Land Cruiser dentro de un río con el agua por las puertas, dar media vuelta allí dentro y retornar al trazado. Pero hemos acabado, y ya solo importa el siguiente paso: reparar los intercomunicadores, revisar el rutómetro del tramo de la tarde y repasar el coche. De manera que, cuando nos queremos dar cuenta, estamos otra vez dentro del Land Cruiser, esperando nuestro turno para salir del parque cerrado. Al principio no me fijé en que había un tipo pegado a mi ventanilla, mirando al interior del coche. Al verle, me dí cuenta de que, efectivamente, le miraba a él nada más. Bajé la ventanilla y sin cambiar la mirada, como escuchándose a sí mismo o hablándole al Land Cruiser dijo: “Yo corrí el Dakar de 2004 con este coche”. De pronto me olvidé de la carrera y me puse a hablar con él: “Me llamo Javier Herrador. Fue el Dakar del 2004, dicen que el más duro de todos”. Miré al interior del coche y entonces le ví con otros ojos, con el respeto con que se mira a un veterano que no presume de su experiencia y menos de sus cicatrices. La mala suerte es que se acercaba nuestra hora de salida y no había tiempo para tertulias. Vuelta a la acción.
Un tramo de un rallye TT se puede hacer de un tirón, sin salir del coche, o puede suceder lo suficiente como para escribir una novela. Generalmente de miedo. En nuestro caso, el tramo de la tarde, de casi 88 kilómetros, fue del primer tipo. Yo estaba obsesionado con acabar, así que pensaba más en entender al coche y al terreno que en buscarles las cosquillas a cualquiera de los dos para ir más deprisa y acabar en la lista de retirados. Me lo tomé como un cursillo acelerado de conducción deportiva, porque evidentemente rodar en carrera no tiene nada, pero que nada, que ver con cualquier otro tipo de conducción. Además, en tramos secretos, como los de los rallyes TT, hay que improvisar y adaptarse a los tipos de terreno que van apareciendo, desde la zona de colinas suaves del principio (segunda alto de vueltas o tercera a medio régimen, enlazando curvas entre rasantes ciegos), al tramo rápido cerca del final (cuarta a cien por hora de marcador por el fondo de una rambla seca, con el estómago algo encogido). La estrategia funcionó, porque de los 46 que habíamos pasado las verificaciones por la mañana, nada más que 33 dejamos los coches en el parque cerrado por la noche. Solo hubo dos momentos que destacar. Por una lado, cruzar una zona muy rota, como atravesando transversalmente un techo de Uralita. El coche sonaba como si fuera a romperse, el cuerpo se zarandeaba epilécticamente a pesar del “bacquet” y el hans y, si intentaba pasarlo en primera, las vibraciones eran tales que la caja de cambios escupía la marcha. No se podía enfocar la vista sobre el cuadro de mandos, los trips o el rutómetro. No quedó más remedio que aguantarse, hacerlo en segunda con cariño y esperar a que acabara. El otro mal momento del tramo tuvo lugar en una rambla francamente estrecha, poco más que la anchura del Land Cruiser a la altura de los retrovisores más un pequeño margen de seguridad. El panorama con que nos topamos una vez dentro fue que un competidor había bloqueado el paso al quemar el embrague, y los que venían a continuación intentaban salir de allí marcha atrás. Reconozco que sacar el coche de allí me representó casi lo peor de la carrera: el paso era muy estrecho, el arco de seguridad limita bastante la visión por los retrovisores, y el hans casi no deja mover el cuello hacia los lados; eso supone que conducir marcha atrás sea una maniobra casi a ciegas, que me tocó hacer encajado entre los que volvían del atasco y me metían prisa por delante, y aquellos que estaban detrás de mí, a los que apenas veía, y a los que supongo metía prisa. A pesar del mucho frío del fin de semana acabé sudando dentro del mono ignífugo, pero sacamos el coche de allí solo con un golpe en la aleta delantera derecha. Para el domingo quedaban dos pasadas al tramo para los T1 (prototipos) y T2 (de serie), pero solo una para los del Trofeo de Históricos. Nosotros comenzamos bien, recordando las trampas del día anterior, solo que esta vez en la primera mañana soleada en muchos días. La carrera se torció alrededor del kilómetro 20. Era un giro cerrado a la derecha, con escalón y maniobra, seguido de una curva larga a la izquierda, sin agarre ni escapatoria. En algún punto, no sé cuál, pinchamos o desllantamos. Inmediatamente nos echamos a un lado del camino para no molestar a los que venían detrás. Bajamos el gato hidráulico y nos dimos cuenta de que había perdido todo el aceite y no funcionaba. Cogimos la llave de ruedas y comprobamos que, por el calentamiento de los frenos, se habían dilatado los espárragos y no teníamos fuerzas para aflojar las tuercas. Empezaba la verdadera emoción. A lo largo del invierno me he repetido tantas veces que el objetivo de la temporada es acabar todas las carreras, que ya es una obsesión. A lo largo de los años, he admirado tanto a los “dakarianos” por su capacidad para sortear cualquier dificultad, que en un mimetismo a escala reproduzco su comportamiento. Por eso, sin gato y sin poder sacar las tuercas, como en un reflejo automático, comenzaron a surgir alternativas. Gritando, maldiciendo, y a la vez cuidando no hacernos daño en la espalda, entre Edu y yo aflojamos la primera tuerca. Y luego la segunda. Un coche pasa de largo a pesar de nuestros gestos para que pare y nos deje el gato. Tercera tuerca. Me duelen las manos. Con la cuarta a pesar de los guantes se me clava el anillo, y anoto mentalmente: “Para la próxima carrera: reparar el gato, hacer más flexiones y correr sin anillo”. Pasa un Nissan Patrol y nos deja su gato. ¡Gracias! Cuando me doy cuenta, estoy tirado debajo del Land Cruiser, y rebozándome entre la tierra húmeda escarbo con la mano hasta hacer un hueco apropiado para el tablón en el que apoyo el gato, comenzamos a subir el coche,… y el terreno cede bajo su peso. Sacamos el gato y el tablón, me monto en el Land Cruiser, lo saco marcha atrás al camino porque ya ha pasado el último competidor y no molestamos a nadie, y volvemos a empezar: revolcarse por el suelo, tablón, gato, subir, aflojar las tuercas que quedan, cambiar la rueda,… Cuando acabamos, siento la boca seca, voy a beber algo, y resulta que se ha roto la boquilla del sistema para beber. Lo que queda es de imaginar: el tramo más duro que el día anterior por el deterioro del paso de los coches, la boca seca, concentración para no equivocarse, y suspiros de alivio al entrar por fin en el parque cerrado. Y una vez que paro el motor del coche, satisfacción, mucha satisfacción. Hemos alcanzado los dos objetivos, acabar y divertirse, y el coche está entero. Para un novato no es mal balance. Ahora tenemos un mes para pensar en qué podemos mejorar: la Baja Almanzora del 17 y 18 de Abril nos espera.