Vivimos en un mundo en el que te puedes hacer amigo de cuatro mil desconocidos sin salir de casa ni haberles visto la cara. Pero no hay manera de ir a visitarles a la mayoría de ellos. Es la principal reflexión que se me ha venido a la cabeza al leer la preciosa edición conmemorativa del cincuentenario de la Operación Impala, aquel excepcional viaje que cinco barceloneses desarrollaron en cien días de 1962. El motivo fue que Montesa iba a lanzar un nuevo modelo, y Oriol Regás sugirió a Pedro Permanyer, directivo de la marca, que una buena manera de promocionar la resistencia del modelo sería realizar un viaje duro y vistoso. Se decidió cruzar Africa, partiendo de Ciudad de El Cabo, a donde se enviaron tres motos por avión, y donde se compró un Land Rover, que sería el vehículo de apoyo. Ahí comienza la aventura de Oriol Regás, Tei Elizalde, Enrique Vernis, Rafa Marsáns y Manuel Maristany, autor del libro. Desde ese punto, el viaje recorre Africa y su pasado, y el libro retrata un mundo más sencillo y más inocente que el actual. Cierto que aparecen el “apartheid” de Suráfrica, la pobreza generalizada, la desorganización de los países recién descolonizados,… Pero no hay guerra, guerrilla ni terroristas, no hay extremistas ni salvapatrias, y con más o menos dificultades cruzan la Unión Surafricana, Rodesia del Sur y del Norte, Tanganika, Kenia, Uganda, Etiopía, Eritrea, Sudán, Egipto, Libia, Túnez, Francia y España. Un repaso rápido dice que cuatro países han cambiado de nombre en el tiempo transcurrido y un quinto se ha dividido: la Unión Surafricana en ahora la República de Suráfrica, Rodesia del Sur es Zimbabwe y la de Norte es Zambia, y Tanganika se llama ahora Tanzania. Recientemente, en 2012, el inmenso Sudán Anglo-Egipcio se escindió en Sudán del Norte y Sudán del Sur. Respecto al estado actual de estos países, ahora Suráfrica es un lugar violento, hay revueltas en Kenia, desde donde no se puede pasar a Etiopía por los bandidos somalíes, a ninguno de los dos Sudán deben uno acercarse, también Egipto anda revuelto, de Libia mejor ni hablar y Túnez no termina de tranquilizarse. El retrato que de Africa hace el libro tiene un adorable toque naïf propio de la época, como en los episodios con blancos que viven en la zona, sean misioneros, diplomáticos o directores de hoteles de lujo: “Jesús Uranga y José Salas, los españoles cuyas direcciones nos había facilitado don Mario Ponce de León [cónsul de España en Ciudad de El Cabo], estuvieron encantados de recibirnos, hacernos de cicerones y cambiar con nosotros noticias de la patria lejana. Jesús Uranga, como he dicho antes, era el representante de una fábrica de armas de Eibar, fan del Athletic de Bilbao y ex miembro del Orfeón Donostiarra. En un céntrico restaurante [de Johanesburgo] donde nos invitaron a cenar, comentamos el tema del apartheid. José Salas estaba en contra pero no le veía salida. Jesús Uranga, tampoco. ¿Entonces, qué? Si se daba libertad a los negros y el derecho de voto, ¿qué ocurriría después? ¿El país se iría a la mierda? ¿Los negros acabarían con la minoría blanca? Para poner punto final a estas tristes reflexiones, Jesús Uranga pidió una botella de whisky y nos animó a cantar Maitetxu mía y otros zorcicos norteños”
Tampoco hay que perderse el episodio, en la misma ciudad, “con el primer secretario de nuestra embajada, José Navarro Rubio quien, juntamente con Pilar, su mujer, nos acogieron con los brazos abiertos y organizaron un picnic en nuestro honor en el jardín de su chalet en las afueras de la ciudad. Y, entre otras gollerías, nos obsequiaron con una tortilla de patatas de tamaño natural, la obra maestra de la ingeniería culinaria española desconocida es estas latitudes australes”. Los hechos quedaron ilustrados con la foto de la izquierda, que retrata una época: matrícula delantera de las motos pintada sobre el guardabarros metálico y cromado, señora sentada de lado en la Impala con vestido de falda de vuelo, collar de varias vueltas y pelo cardado, señores aventureros con camisa blanca y corbata, y a la izquierda la aleta de un Volkswagen Escarabajo de primera generación (¿Te has dado cuenta de que están lanzando la tercera?).
El viaje ve continuos cambios de paisaje, vegetación y fauna según sigue hacia el norte, e incluso casi la desaparición de flora y fauna al llegar al desierto. Antes de eso se cruza la selva, cuya humedad genera unas cuantas caídas entre los expedicionarios, y la sabana. También sufren los lógicos cambios de clima: el calor del desierto, las muchas lluvias en las zonas tropicales (añadimos alguna caída más), y el frío, lo propio de recorrer las tierras altas de, por ejemplo, Kenia. Reproduzco la foto de uno de esos momentos fríos, al cruzar el Ecuador a 9.109 pies (2.776 metros) en la carretera de Nairobi a Nakuru, y aprovecho para decir que pasé por allí casi cuarenta años más tarde que la Operación Impala, y el cartel que se ve al fondo sigue igual.
El viaje aporta también sus dosis de aventura viajera, algo inevitable en un recorrido africano de 20.000 km. Se atreven a cruzar el norte de Kenia para entrar en Etiopía por Moyale y son capaces de hacer los más de 300 kilómetros de lo que entonces era una pista infernal entre Jartúm y Atbara, en Sudán, paralela al Nilo y al tren que construyeron los ingleses. Pero seguir por el desierto de Nubia hasta Wadi Halfa es excesivo: más de 600 km. de pista poco marcada, con un único pozo en los 369 km. entre Abu Hamed y Wadi Halfa, está más cerca de la sinrazón que de la aventura, y por eso hacen el recorrido en un tren de mercancías. Los vehículos se atan a un vagón plataforma, y los cinco viajeros montan su campamento en un vagón de carga; sí, dentro del vagón instalan mesa, sillas y catres para hacer algo cómodo lo que es su casa durante dos días. Según los gustos, el paisaje es desolador o formidable: “En Abu Hamed, el Nilo vira hacia el Oeste, hacia el lejano Sahara, mientras, el ferrocarril enfila hacia el Norte, en línea recta, un atajo de unos 400 kilómetros a través del desierto, dividido en diez etapas de unos 50 kilómetros aproximadamente cada una, al final de las cuales se levanta una escueta estación equipada con reservas de carbón y de agua para aprovisionar las locomotoras de los trenes. Estas estaciones solo tienen un número, del uno al diez, menos la once, sin número, que corresponde a Wadi Halfa, principio de trayecto. Final, en nuestro caso.”
“La vegetación desaparece por completo. Ni la más mínima mata de esparto. Ni una triste brizna de paja. Nada. Empieza el desierto implacable. Da la impresión de que el sol ha calcinado la superficie vegetal que antaño cubriría este enorme ámbito geográfico, dejando al descubierto los huesos de la tierra, reduciéndolos a menudos fragmentos, que luego el kasmin, el abrasador viento del desierto, convirtió en granos de arena, formando dunas, por las que asoman cortantes crestas de basalto negro, contra las que no han podido las mandíbulas de fuego del sol.”
Tampoco en Wadi Halfa pudieron montarse en las motos, porque la pista era peligrosa, y porque la policía egipcia no quería que se viera el apoyo de los soviéticos en la construcción de la presa de Assuan. De modo que se bajaron del tren y se subieron al Amenofis IV, un barco mixto de carga y pasajeros que les dejó en Shellal, unos 100 km. al sur de Luxor.
Tras las fotos en las pirámides y la esfinge, en las cercanías de El Cairo, abordaron un recorrido que hoy es de ciencia ficción: Alejandría y El Alamein en Egipto; Tobruk, Bengasi y Trípoli en Libia, y de allí a Túnez para coger el barco a Marsella.
Las noticias que con los medios de la época habían enviado los viajeros a España les habían convertido, sin que ellos lo supieran, en unos héroes. La recepción en Barcelona tuvo ese carácter, con la Diagonal plagada de pancartas, periodistas y fotógrafos, y las tres Impala y el Land Rover (de mote “Kiboko”), escoltados por motoristas y aficionados. Hubo discursos de bienvenida, brindis y un Te Deum en la iglesia de La Merced, patrona de la ciudad. Uno de los párrafos que más me ha impresionado del libro, por lo realista y humano viene a continuación: tras los discursos, las fotos, las entrevistas y los abrazos, tras cruzar 20.000 km. de Africa y Europa entre el 13 de Enero y el 16 de Abril de 1962, hay que ir a dormir a casa; y ese cierre de la aventura, ese último episodio sencillo e íntimo, que convierte al aventurero en humano, se narra así: “Operación Impala finalizó materialmente en el garaje de los padres de Tei [Elizalde] en la barcelonesa calle de Alfonso XII, donde dejamos las tres Impalas a la espera de que mañana las vendrían a buscar los mecánicos de Montesa para darles un repaso a fondo y redactar un informe. Descargamos a Kiboko del peso de nuestros baúles metálicos y el resto del equipo expedicionario, que dejamos apilado junto a la pared del fondo. Kiboko exhaló un largo suspiro de alivio. […] Nosotros cargamos con nuestras maletas y bolsas de mano y nos despedimos con sendos apretones de mano. […] A Enrique [Vernis] y Oriol [Regás] los vino a buscar un amigo suyo con su coche. Rafa y yo pillamos un taxi. Nuestras carreras coincidían bastante. El taxista me dejó primero a mí en Pau Clarís esquina Mallorca, y luego siguió calle abajo hasta Gran Vía. […] Mis padres, mis hermanos y mi cuñada Consuelo, me acogieron calurosamente en el hogar familiar y me agasajaron con una cena exquisita y yo tuve que resumirles mi aventura africana y contestar a sus preguntas”. Un final simple para un viaje que ahora parece que recorre más la historia que la geografía.
Opinar es comparar. Establecer un juicio consiste fundamentalmente en enfrentar lo mejor que se conoce a aquello sobre lo que se quiere opinar. ¿Y qué sucede cuando lo mejor que se conoce es peor que aquello sobre lo que se quiere opinar? En otras palabras, ¿qué sucede cuando se rompen las referencias?
Es lo que me pasó los dos años consecutivos en los que el departamento de competición de Aprilia me invitó a probar sus motos oficiales en el circuito de Mugello, al final de las temporadas 91 y 92.
Por aquel entonces, las mejores motos que había probado eran algunas Bimota, junto con las EXUP y GSX-R de la época, y mi CBR1000F recién comprada. Para mí, aquellas motos eran lo máximo en sensaciones, estabilidad, confianza, potencia y disfrute. Por eso, cuando en aquella fría mañana de Diciembre del 91, con las montañas ya nevadas al fondo, me subí a la AF1 250 de Loris Reggiani, con su eterno dorsal con el 13, tuve que cambiar las referencias. Por un lado se encontraba el concepto de la moto: los 95 kilos de peso que dan otro significado a los 90 CV de potencia. Junto a esta ligereza, sus consecuencias: que la moto cambia de trayectoria lo mismo con el manillar que con las caderas o con la presión sobre las estriberas. Y además, un motor que sube como una centella hasta las potencia máxima a 12.300 rpm, y que permite llegar sin romperse a 13.500 rpm; unos frenos de carbono que dan al verbo frenar un significado parecido a la expresión chocarse con un muro; y unas suspensiones que empiezan donde acaban las de calle.
El otro aspecto de las motos oficiales que cambia las referencias es el de su puesta a punto y sus ajustes. Me explico porque hay muchos matices: una moto de calle es conducida por alguien de habilidad variable, en circunstancias imprevistas. Necesita, por tanto, que por seguridad haya un cierto juego libre en los mandos de gas, embrague, cambio y freno. Además, el tiempo y el uso aumentan ese juego libre. Las suspensiones, independientemente de su calidad, pueden coger juego, y estar a punto o no. Y encima un soporte flojo del carenado puede generar un ruido o una vibración, una articulación del reenvío del cambio necesitada de grasa endurece su tacto,… Imaginemos unos mecánicos de muy alto nivel que, sin límite de tiempo, subsanaran todos esos defectos: ese sería el tacto de una moto de fábrica. No hay juego libre en el puño del gas y la carburación es impecable, la maneta del embrague no está dura y al soltar no hay tirones, sube de vueltas con la rapidez y la precisión de un lanzamisiles, y no hay más ruido que el chillido del motor. Así de placentero era lo que sentía cada vez que salía de los boxes de Mugello. Luego comenzaba a enfrentarme con la realidad, el sacarle partido a un vehículo cuyos límites estaban a años luz de los míos, y que exige reprogramarse a la hora de pilotar. Habían tenido el detalle de poner la palanca de cambio a la izquierda (Loris la llevaba a la derecha), eso sí, con la primera para arriba, por lo que me debía pensar cada cambio de marcha. Y llevaba montado lo que por entonces era una novedad: el sistema CTS, que permitía subir marchas sin tocar el embrague ni cortar gas. Con eso, la aceleración en recta era la de una mil de calle de la época, con el bicilíndrico de dos tiempos sin bajar de diez mil vueltas. La primera sorpresa llegaba a final de recta, con una deceleración que los buenos hacían de 250 km/h en sexta a 100 en segunda. Los frenos de carbono retenían tanto, pero tanto tanto, que dejé la Aprilia medio parada a final de recta y tuve que acelerar de nuevo. Como complemento a este ridículo, está el miedo que genera una moto tan ágil: con 21º de lanzamiento y 78 mm de avance para 1.350 mm entre ejes, al sacar el cuerpo del carenado por encima de 200 km/h, la dirección se agitaba de manera preocupante. Al terminar mi primera tanda le pregunté a Pier Francesco Chili, que pilotaba la otra AF1 250 de fábrica, y me dijo: “Esta moto es muy ágil en curvas, pero delicada en las frenadas. Para evitar que se mueva tienes que hacer todos los movimientos a la vez: cortar, frenar, quitar marchas y salir del carenado. Vuelve a la pista e inténtalo otra vez.” Lo hice y, aunque se me amontonaba el trabajo, el comportamiento de la moto mejoró. Al inicio de la temporada, todas las motos oficiales de un mismo fabricante son iguales, y son la evolución y los gustos de cada piloto los que crean las diferencias. Rodar con las motos de Chili y Reggiani ilustró impecablemente este punto: cómo el estilo de conducción, el historial y el estado físico de cada piloto determinan las características y el comportamiento de una moto. Loris Reggiani venía de 125, y ciertas lesiones le limitaban algunos movimientos. Por eso su moto tenía los manillares más cerrados, y menos distancia entre éstos y el asiento, el motor era más puntiagudo, y las reacciones del chasis más rápidas y secas. Pier Francesco Chili, ex de 500 cc y más grande físicamente, modificó su Aprilia en el otro sentido, y parecía hasta confortable. Manillares anchos y abiertos (para lo que es una moto de carreras, no perdamos el rumbo), tórax algo estirado, y estriberas que no obligan a las rodillas a clavarse en las axilas. Y, dentro de lo que cabe, un motor más suave y dulce, con la banda de potencia más ancha. Obviamente había muchas horas de taller y de pista para alcanzar esas evoluciones tan diferenciadas, que se logran con decenas de trucos. No solo hay que jugar con la carburación, el perfil y el calado de las válvulas rotativas y las curvas de encendido; las válvulas de escape también ayudan: como eran neumáticas, se podían cambiar, como en una suspensión, los muelles y las precargas, y así modificar el comportamiento del motor. Otro gran descubrimiento de estas sesiones de pruebas fueron las pequeñas AF1 de 125 cc de Sandro Gramigni y Gabrielle Debbia. Si pensamos solo en la cilindrada, nunca entenderemos cómo son estas motos; hay que mantener en la mente todos los datos: son 42 CV para solo 70 kilos; son 70 kilos para solo 1.280 mm entre ejes; son 300 mm de disco para solo 70 kilos. El movimiento para acomodarse (es un decir) en el asiento, agita la moto como para meterla en una horquilla de segunda; frenar tan tarde que uno piensa “esto ya no tiene remedio” solo sirve para entender lo mucho que queda hasta el límite; y la agilidad y el agarre de la parte delantera pertenecen, para el usuario de una mil de calle, al mundo de la ciencia ficción. Está claro que los tiempos salen a base de romper las referencias en cada frenada, en cada paso por curva y en cada aceleración. De cada vuelta. Desde aquellos días en Mugello con las 125 cc, miraba a sus pilotos con el mismo respeto que a un orfebre, que consigue el éxito a base de los que para otros son minucias.
Las pruebas de las motos de 1991 se hicieron con frío, aunque al menos el asfalto estaba seco. Para el 92 hubo una sorpresa en forma de agua abundante, que permitió explorar una nueva dimensión: rodar con “peludos”. Tampoco aquí valen las referencias de la calle en evacuación de agua, agarre del asfalto o dureza de goma. Con algunas de las curvas lentas convertidas en aprendices de torrenteras, las motos ni se inmutaban al entrar frenando. Y al abrir gas no existía ese tacto vago previo a una pérdida de tracción; era como si en cada momento un secador gigante despejara la pista antes de que los Dunlop la pisaran. En una de las sesiones de pruebas hubo un añadido especial, que a estas alturas estará en un museo o en el sótano de una fábrica: la OZ de suspensión delantera alternativa, pilotada en aquella temporada por Marcellino Lucchi, el conductor de camión de basuras que luego se convirtió en el probador de la fábrica. Rodar con la OZ nada más bajarme de sus primas convencionales era una excelente manera de compararlas. A mi juicio la OZ tenía tres ventajas: por un lado, más tacto en el manillar a la salida de las curvas lentas, por ejemplo la de final de recta. Por otro, que al independizar suspensión de dirección, los giros en asfaltos rizados daban más confianza y se podían hacer con el gas abierto. El tercer punto, que explicaba parcialmente los dos anteriores, estaba en el comportamiento en frenadas y en la geometría de la dirección: la OZ pisaba con más serenidad en las frenadas fuertes, a pesar de la geometría más atrevida. La explicación la daba Fabrizio Guidotti, el enlace entre Aprilia y OZ: “A diferencia de las motos tradicionales, en la OZ cuando se frena no cambia la distancia entre ejes, y por eso se puede rodar con menos lanzamiento. El avance durante tu prueba era de unos 87 mm y el lanzamiento de 21º”.
Quizá esté de modo implícito en este razonamiento el motivo por el que la OZ no triunfó en competición. Un piloto debe colocar la eficacia de la moto por encima de la confianza, debe conocerla para saber si derrapar, agitarse, bloquearse, moverse,… son o no la antesala de una caída. Y seguir dando gas mientras sea posible. Para un motorista de calle, la confianza es más importante que la eficacia.
Han pasado muchos años desde aquellos días en Mugello en que rompí mis referencias, y aun así los recuerdo con intensidad y detalle: el frío bajando de las montañas, el silbido de los motores mientras los calentaban en el silencio del circuito vacío, la frase de los mecánicos de Aprilia cuando la moto estaba lista (“Siamo pronti”), acercarme a la moto de Reggiani, abrocharme el casco, ponerme los guantes y descubrir otra dimensión.
No, no voy a decir que el Dakar actual no me gusta, que el resultado lo determina sobre todo el presupuesto del equipo, y menos aún voy a entrar sobre cuál es mejor, si el americano o el africano. El Dakar arrancó en 1979 y reflejaba el mundo de la época; más de tres décadas después el mundo es muy otro, en algunos aspectos bastante peor, y la carrera se ha adaptado a esos cambios.
Hace poco cayó en mis manos el libro que ha generado estas reflexiones, una maravilla titulada “1er Rallye Paris Dakar. Les portes du rêve”, de cuyo título he tomado el de esta entrada. El autor es Michel Delannoy, un amigo de Thierry Sabine que participó en las tres primeras ediciones de la carrera, y luego tardó muchos años en lanzarlo, porque no se editó hasta 2005.
El libro es una formidable colección de historias y anécdotas, que con un buen montón de fotos, nos muestran la distancia del Dakar de entonces al de ahora en los vehículos, los equipos, la organización, las normas, los presupuestos,… Y también la distancia entre aquel mundo y éste: hoy en día se desaconseja cruzar todas las zonas por las que pasaba la primera edición, que eran Argelia desde Argel a la frontera con Níger, un rodeo hasta Niamey para entrar en Malí por Gao, y de allí con rumbo oeste por Bamako hasta Dakar.
El reglamento de aquella edición no eran más que diez folios a máquina con consejos sobre elección del vehículo, los neumáticos y el material de repuesto, la ropa, las vacunas y las formalidades administrativas. Para correr con un coche se exigían arco de seguridad, arneses, extintor, fusibles de seguridad, brújula, eslinga y dos ruedas de repuesto.
La organización se enfrentó como pudo a los imprevistos: El recorrido de Marsella a Argel se hizo en un barco de línea regular, con los coches y motos de carreras mezclados con los argelinos que volvían a pasar la Navidad a casa. La noche de la travesía de Marsella a Argel, el 27 de Diciembre, murió el presidente argelino, Houari Boumédienne, que llevaba varias semanas agonizando en un hospital. Las autoridades locales, temiendo incidentes en un país aun inestable y para proteger la carrera, decidieron neutralizar el recorrido hasta Laghouat, y formar un convoy con la protección de motoristas de la gendarmería.
Los coches más habituales entre los inscritos eran los Range Rover y los Toyota Land Cruiser de la Serie 40. En aquella primera edición había clasificación conjunta, sin separar coches y motos, y el primer vehículo de cuatro ruedas acabó en cuarta posición. Por entonces se permitían tres personas a bordo, y este cuarto clasificado es un buen ejemplo de lo aficionado y heterodoxo de los participantes: Joseph Terbiant, un francés que vivía en Costa de Marfil, Genestier, su chófer, y Jean Lemordant, preparador parisino especializado en Mini. ¡Y ganaron!
El autor del libro acabó la carrera en 26ª posición con pocos incidentes en su BJ40 blanco con matrícula de París, salvo unas vueltas de campana entre Tahoua y Talcho (Níger), que doblaron el puente delantero y desperdigaron herramientas y pertenencias en cien metros a la redonda. Jean-Jacques Ratet, que con los años se convirtió en un clásico del Dakar, les puso boca arriba, recogieron sus cosas y llegaron a Niamey, donde los mecánicos del Concesionario Toyota pasaron la noche reforzando el puente con ballestas de camión.
Un buen ejemplo de que casi todo valía fue el caso de Christian Sandron y Philippe Alberto. Tenían un Peugeot 504 bien preparado, y se habían inscrito (y habían pagado) para salir en la Nueva Orleans – Caracas que iba a organizar Jean Claude Bertrand, el inventor de este tipo de carreras. Bertrand era el organizador de lo que se conocía como Rallye Costa a Costa, porque salía de Costa de Marfil y acababa en la Costa Azul francesa. También se le llamó Rallye Abidjan – Niza, por las ciudades de partida y llegada. Thierry Sabine era un ayudante de Bertrand, y cuando el Dakar de Sabine se hizo más popular que el Costa a Costa, la relación se rompió. La carrera de Nueva Orleans a Caracas se canceló, y Bertrand tardaba en devolver el dinero de las inscripciones, por lo que Sandron y Alberto vendieron el 504 y se inscribieron en el Dakar con el coche de calle de Sandron, un Citroën Dyane 6 con más de 100.000 km. Abandonaron en la etapa de Arlit a Agadez, llegaron a Bamako fuera de carrera, y con el dinero que sacaron de la venta del coche se pagaron los billetes de avión de vuelta.
Mis favoritos por el lado de los coches son los hermanos Marreau, Claude y Bernard. Tenían un taller en París, y habían hecho El Cabo – Argel en un R-12 Gordini. Para el primer Dakar prepararon un precioso R-4 amarillo y rojo con motor de R-5 TS y tracción a las cuatro ruedas con un sistema Sinpar. Tenía tan poca altura al suelo que sacaron el escape por arriba, como se llevan hoy en día las tomas elevadas, con el silenciador sujeto al vierteaguas del techo. Menos mal que no volcaron. La mayor limitación estaba en los neumáticos, porque no se fabricaban para campo en llanta de 13”; de hecho en casi todas las fotos aparecen con los desmontables en la mano, reparando pinchazos.
Si el lado de los coches es un despliegue de improvisación y amateurismo, el de las motos se desborda en historias carentes de pies y cabeza, como la del equipo Moto Guzzi (sí, he escrito Moto Guzzi), que inscribió a cinco motos. Seudem, el importador francés, en contra de la opinión de la fábrica, decidió llevar a Africa los veteranos V2 con transmisión por cardán. La primera en retirarse fue Martine Rénier, que se fracturó una muñeca en la etapa Reganne – In Salah, aun en Argelia. El mismo día el equipo se llevó dos sorpresas al rodar por vez primera en arena: el consumo de combustible se disparaba y las llantas traseras (¡de palos!) se rompían por las vibraciones. Y hubo una tercera sorpresa que llegó unos días más tarde: los chasis se fisuraban por la parte posterior de la pipa de la dirección, de modo que las Guzzi parecían “chopper” cruzando Africa. Entre Tamanrasset e In Guezzam, Alain Piatek se cayó y destrozó el chasis, y con cada vez menos llantas traseras de repuesto en los Toyota de asistencia, Alain Legrand se retiró al llegar a Tahoma y donó los restos de su moto para reparar las supervivientes. Unos días después hizo lo mismo Eric Breton (marido de Martine Rénier), y a partir de ahí pasaron las noches apañando la moto y soldando el chasis de Bernard Rigoni, y éste sí llegó a Dakar.
Otro que se peleó con las llantas fue Fenouil. Llevaba una BMW GS 800 preparada por Scheck con apoyo de la fábrica, la moto más potente de la carrera: 55 CV, para 150 kg. Pero la mala puesta a punto de las suspensiones, una simple horquilla telescópica delante y dos amortiguadores hidráulicos detrás, se cargaba las llantas. Su mecánico pasaba las noches arreglándolas a martillazos, y en Bamako pudo seguir porque le dejó una llanta trasera el comandante de la escolta presidencial. El motor se terminó rompiendo, y se retiró en Bakel.
Por supuesto que había motos japonesas en la carrera, y estaban en el equipo mejor organizado, el de Yamaha Sonauto, por supuesto con las XT 500. Sonauto fue importador de Yamaha para Francia durante muchos años, y al frente estuvo Jean Claude Olivier. Era este un tipo elegante con traje y corbata cuando representaba el papel de directivo de Sonauto. También derrochaba clase corriendo el Bol d’Or en el Ricard, dirigiendo el equipo Gauloises con Christian Sarron, o pilotando la monstruosa moto con la que salió en varios Dakar, con motor de FZ y cuatro cilindros. La estructura que montaron para el Dakar de 1979 era un anticipo de lo que se convirtió en norma muchos años después: un camión con piezas y dos mecánicos, y un coche como asistencia rápida. Es más, fueron los únicos que llevaban tienda de campaña; los demás dormían al raso.
He dejado para el final el caso de Pierre Berty y su XT 500, que llegaron hasta Dakar, aunque en una caída en la primera etapa se rompió el maleolo del pie derecho. Todas las mañanas alguien le arrancaba la moto, y se hizo el recorrido desde el 31 de Diciembre en que se rompió el pie hasta el 14 de Enero en que llegó a Dakar sin quitarse la bota derecha.
Eran otros tiempos, otras ilusiones y un mundo mucho más sencillo, en el que inscribirse en una carrera de locos dependía solo del grado de locura de uno, y no del nivel de desquiciamiento del mundo que nos rodea. En la actualidad, participar en una prueba del Mundial de Raids de cuatro días requiere más medios, organización y presupuesto que esos primeros Dakares. Los coches casi de serie que participaban entonces, a día de hoy no son válidos ni como asistencia. Y los pilotos y copilotos que antes solo necesitaban atrevimiento, algo de experiencia y ciertas nociones de mecánica se han transformado en una mezcla de atletas, volantistas, navegantes y mecánicos.
El motivo por el que miro con cariño el libro de Michel Delannoy es la cercanía que siento a aquella realidad: yo, con mi coche y mis conocimientos, podía haber participado en un Abidjan – Niza o en esos Dakares; uno actual nos viene, a mis patrocinadores y a mí, bastantes tallas grande. Y en el mundo actual, una carrera entre el Nueva Orleans dolido por el Katrina y la Caracas de Hugo Chávez va más allá de las ficciones de Spielberg.
La verdad es que no me dí cuenta del todo de que habíamos llegado a la salida del cañón. Sería porque sus paredes habían reducido la altura lentamente, o por mi ensimismamiento, pero de repente me enfrenté a una nueva llanura sahariana, con sus agujeros y sus pedregales. Y a la vez comencé a oír voces, unas cerca y otras lejos, con un tono de felicidad totalmente impropio de las circunstancias. Las voces cercanas eran las de mis compañeros, que gritaban: “¡Eh, están ahí, son ellos!” Las lejanas venían de a unos cien metros, de los compañeros que salieron en moto el segundo día: “¡Estamos aquí!”. Les miré, y vi que se bajaban de un Land Cruiser blanco y verde, la decoración de la gendarmería argelina. Los acompañaban tres gendarmes y un guía.
Mi primera reacción fue ninguna. Simplemente miré. Mi cerebro necesitó unos segundos para procesar la información y establecer la conclusión: ese era el rescate que esperábamos hacía días. Luego vinieron los abrazos, las preguntas mutuas y las explicaciones. Que si las primeras motos habían llegado esa mañana a Djanet tras mil dificultades, que no sabían nada de los de los coches, que habían ido al cuartel de la gendarmería a pedir ayuda, y que como suponían que saldríamos del cañón, fueron a buscarnos a aquel punto.
De los gendarmes de la foto, los dos de la derecha hablaban palabras de algo parecido al francés, lo que les permitía entrar en la conversación. El otro, el del bigote, era más callado, y noté que me miraba con detenimiento. Debió fijarse en mi estado, porque sin decir palabra abrió el coche, y sacó algo de su macuto, que me ofreció con ese respeto que la hospitalidad árabe le da a todos sus gestos. Lo tomé mientras le sonreía. Era un objeto alargado, envuelto en el papel de un periódico impreso en árabe. Lo abrí, y al verlo entendí que me estaba regalando su almuerzo del día, el bocadillo de sardinas que le habría preparado su mujer en una casa de adobe de Djanet. Le miré de nuevo dudando si aceptarlo, porque suponía dejarle sin comer, pero su cara no necesitaba traducción: te hace más falta que a mí, parecía decir. Devoré aquel bocadillo de sardinas sin respirar, y me supo a gloria.
Nos montamos en el Land Cruiser e iniciamos el camino a Djanet. Las conversaciones se apagaban, porque el cansancio podía con la alegría. Rodábamos por una llanura con dunas bajas esporádicas y alguna zona de arena, y según iban pasando los kilómetros, un pensamiento triste y funesto se me iba asentando en la cabeza. Miré de reojo a mis compañeros, y me pareció que ellos pensaban lo mismo y también lo callaban. Continuaba la pista con rumbo a Djanet, y seguía pensando que con la comida, el agua y las fuerzas que nos quedaban, muy dudosamente habríamos llegado a pie.
En este silencio rumiado de ideas turbias llegamos a la ciudad, que obviamente nos pareció otra metrópoli. En realidad, su importancia solo está en ser el último lugar habitado de la región: hacia el Este, tras 80 Km. de nada está Libia, y al Sur le separan 220 kilómetros de Níger. Pero había casas y personas, y una especie de colegio o polideportivo o algo así con camastros en los que podríamos dormir, y hasta una especie de restaurante en la plaza del centro. Además, mientras la gendarmería nos rescataba, habían llegado los de los coches. ¡Estábamos todos!
Mis recuerdos de los días que pasamos en Djanet hasta conseguir plazas en el vuelo de Air Algerie a Argel están estrechamente adheridos a la palabra reconstrucción. Más la física, que es más rápida, que la mental, que requiere asumir e interiorizar la anchura y la profundidad de lo sucedido.
El colegio, o polideportivo o lo que fuera tenía un par de duchas, a las que nos dirigimos por turnos. El sudor, el polvo y el barro se habían hecho uno con las ropas que no nos habíamos quitado en muchos días. No fue por tanto una de esas duchas diarias de nuestro aburrido occidente; estaba más cerca de los baños que nos daban las madres cuando volvíamos sucios de jugar por el campo, en los que se frotaba con energía para liberar a la piel de la mugre que le cambiaba el color.
No había sido consciente de nuestro aspecto ni de nuestro olor hasta que algo me llamó la atención al salir de la ducha y toparme con un compañero que me llevaba unos minutos de ventaja en esta fase higiénica de la reconstrucción. Fue el olfato el que me hizo fijarme en él y preguntarme qué tenía de raro. Al poco lo entendí, cuando mi nariz reconoció el olor del desodorante, de la loción para después del afeitado, en definitiva ese olor a limpio frecuente en nuestra vida diaria y que nosotros habíamos olvidado.
El siguiente episodio lo ilustra con precisión una foto que no voy a publicar, aunque no me resisto a describir. Aparezco sentado en una de las literas, a medio vestir tras salir del baño, con el pelo aún mojado, mirándome absorto los pies como no sabiendo por dónde empezar. Esos pies que caminaron durante días con las botas de moto de campo y no se las quitaron de noche por el frío. Tras lavarme, veía las pequeñas heridas, las hinchazones, las ampollas. El que hubieran vuelto los coches con nuestros equipajes fue una bendición para esos pies, porque una vez seca la mercromina, les supo a caminar por las nubes ponerse unos suaves calcetines de algodón ¡limpios! y unas ligeras zapatillas de deporte.
Otro paso adelante en nuestra sencilla felicidad fue hacernos habituales del restaurante con pastelería de la plaza de Djanet. Fueran dos o tres días los que pasamos hasta conseguir un billete a Argel, todos ellos desayunamos, comimos y cenamos allí. Y le dí un trato especial a sus dulces, con la miel y la almendra que los árabes les prodigan. Tras cada comida o cena, me sentaba en el suelo, frente a la plaza, y tomaba mi dosis compensatoria de hidratos de carbono.
Una vez en Argel, vimos que no era nada sencillo conseguir billetes para España. Solo un vuelo al día y mucha desorganización lo hicieron difícil. Nos ayudó mucho el representante local de Iberia, que consiguió meter en el avión de ese día a la mitad del grupo. El resto nos quedamos hasta el día siguiente, y el responsable de Iberia actuó de guía de un lugar en el que se olía la desgracia. Estábamos en la Argelia de meses antes de las elecciones que hubieran ganado los integristas de no ser por un golpe de estado, vivíamos el prólogo de una guerra civil de diez años que nadie llama así, y que dos décadas más tarde se mantiene con las actividades de Al Qaeda en El Magreb. Cruzamos Argel de noche, y en las calles había miles de hombres jóvenes, estáticos, simplemente dejando pasar el tiempo: “Son los emigrantes que han venido a la ciudad huyendo del hambre. Viven en pisos compartidos en régimen de “cama caliente”. Como no tienen trabajo ni nada que hacer, se limitan a esperar en la calle que llegue el turno de dormir”, nos decía el de Iberia. Nos invitó a cenar entre los arcos blancos del hotel que fue cuartel de los aliados en las operaciones africanas en la Segunda Guerra Mundial: “Con los datos de pobreza y desempleo que hay aquí”, comentaba como anunciando el futuro, “la sociología dice que se dan las condiciones para una revolución.” Triste profecía, porque pasados unos meses su oficina fue atacada e incendiada, como tantos otros establecimientos occidentales.
Unos días más tarde, ya en Madrid, un traumatólogo miraba boquiabierto la radiografía de mi mano derecha: “¿Y con la mano así has venido en moto al hospital?” Me limité a asentir con cara culpable, mientras ocultaba todo lo demás. Llevaba varios días moviéndome por la ciudad en moto con la mano dolorida, pero al notar el tono acusador de su pregunta decidí que era mejor no entrar en detalles sobre cómo y dónde me había producido la lesión, y qué había hecho en Africa y Europa desde entonces. Lo mejor era dejarle que me vendara y hacer caso a sus recomendaciones. Al fin y al cabo, ya estaba terminando la reconstrucción: lo único que me faltaba eran, según la báscula de casa, ocho kilos, a pesar de los dulces de Djanet y de aquel bocadillo de sardinas.
No todas las irregularidades se ven, las sombras engañan, los matojos los disimulan, y lo que hubiera en el suelo se lo tragó la rueda delantera pero no la trasera, que hizo un tope de suspensión. De repente noté que mi cuerpo se iba levantando, como empujado por las caderas, luego que me ponía de pie sobre la moto y el manillar se alejaba hasta que se me escapó de las manos. Entonces vi que la moto se alejaba sola, deprisa, dejé de subir y comencé inevitablemente a bajar. Lo siguiente que recuerdo es que estaba tirado en el suelo, veía la Yamaha muy lejos, yo hacía evaluación de daños y una voz al lado me decía preocupada: “Pensé que te habías matado”. Sin pensármelo mucho y con la ayuda del preocupado, volví a la moto, que no estaba dañada y arrancó a la primera (¡benditas motos japonesas!) y continuamos por la pista hasta que alcanzamos a los que se habían parado para reagruparse. Como quitándole importancia me acerqué a la médico del viaje para contarle mi revolcón; entonces se inquietó y comenzó a explorarme. Estaba en esas cuando el desierto empezó a dar vueltas a mi alrededor, y me senté en el suelo hasta que se me pasó el mareo. En ese momento quien me había sujetado el casco señaló la marca que éste tenía en la parte posterior: había sido el golpe fuerte en la nuca el que había provocado la conmoción, un golpe suficientemente violento como para haber girado el casco integral de modo que la parte delantera casi me rompe la nariz. Terminé el recorrido del día dormitando en el asiento trasero de uno de los Patrol, con la mano derecha hinchándose por algún otro golpe. Una de aquellas noches la pasamos en Serouenout, un fuerte de la Legión Extranjera, ya abandonado. Se construyó para controlar el primer pozo con agua potable desde Idelès, que está exactamente a 195 kilómetros. Cuando llegamos tenía agua, lo que supuso que alguno pudo ducharse, es decir: echarse un cubo de agua por encima, de pie y desnudo en medio de la nada, enjabonarse y aclararse a cubos en las mismas circunstancias.
La mañana siguiente arrancó como una más: recoger el campamento y tomar pista variada, esta vez con rumbo Norte hasta entrar en Iherir, un cañón con fondo de arena entre paredes de roca que no se podían ni escalar. El deterioro de las pistas de la zona, según los guías, aconsejaba cruzar este cañón, que tenía la salida no lejos de Djanet, un pueblo a 80 kilómetros de la frontera libia. Mediado el día, los de las motos nos habíamos enganchado unas cuantas veces en la arena, y habíamos esperado muchas a los coches, que se empanzaban con facilidad. Repetíamos la maniobra de palas, planchas y empujón, y volvíamos a la ruta. Poco a poco el cielo se fue ennegreciendo, y luego comenzó a llover. Los bancos de arena se volvieron barrizales infranqueables, por el fondo del cañón comenzó a formarse un arroyo, y después de seis horas de lluvia el cañón era ya un río caudaloso. ¿Cuál fue exactamente el momento en que fuimos conscientes del paso de “dificultad” a “peligro”? ¿Cuándo nos dimos cuenta de que aquello no era una batallita que contar al regreso? ¿Que podía no haber regreso? Es la misma incertidumbre que se experimenta cuando uno tiene una molestia física y no sabe en qué categoría encuadrarla: no tiene importancia, o me tomo una pastilla, o pido hora para el médico, o voy a urgencias, o llamo ahora mismo a una ambulancia. El río ya tenía hasta dos metros de profundidad, y un ensanchamiento del cañón había creado una laguna que lo bloqueaba. Nos era igual, porque estábamos agotados de sacar motos y coches del barro, y no podíamos continuar. Trepamos por un lateral para dormir por turnos, mientras otros hacían guardias por si subía más el nivel del río. Habíamos racionado el agua y la comida, y arrastrado las motos pendiente arriba hasta donde lo permitieron nuestras fuerzas, para que no las arrastrara la corriente.
Por mi parte, la palabra extenuación se queda corta para definir mi estado. Llegué al ensanchamiento en que acampamos más por las palabras de ánimo de mis compañeros que por mis fuerzas, me arrastré cañón arriba en busca de refugio, y allí me quedé dormido.
Durante la noche dejó de llover, y a primera hora decidimos que los que mejor montaban en moto salieran en busca de ayuda. Como suponíamos que la salida del cañón estaba cerca, y desde ahí había poco hasta Djanet, casi no llevaban ni agua ni comida. Así iban más ligeros, y nos dejaban víveres a los demás, que dedicamos el día fundamentalmente a recuperarnos del agotamiento.
El tercer día amaneció despejado, ya no corría agua por el cañón, y nadie venía a buscarnos. No quedaban agua ni comida para muchos días, por lo que decidimos salir de allí: las motos que quedábamos continuaríamos hacia la salida del cañón, y los coches volverían sobre sus pasos, temiendo que la salida Este estuviera inutilizable para ellos. Sin más equipaje que algo de agua y comida nos pusimos en marcha, y nos topamos con un infierno de barro: en ocho horas de esfuerzo, de desenterrar motos de trampas de barro, de hundirnos hasta los muslos para sacarlas, avanzamos diez kilómetros. Para ahorrar comida, nos arrastramos a los pies de una palmera escuálida, la primera en no se sabe qué distancia, y engullimos unos dátiles raquíticos. ¿Será por esto por lo que ahora disfruto con pasión de los dátiles dorados y gordos, y los compro por kilos cuando viajo por el Norte de Africa? A la vista del estado del terreno, y de nuestro lamentable estado físico, sobre todo de mi mano, solo quedaba una salida: abandonar las motos y continuar a pie. Allí se quedaron las Yamaha, los cascos y los guantes, y seguimos sabiendo lo duro que es caminar con las botas que llevábamos. Esperábamos llegar pronto a la salida del cañón, pero cayó la noche sin vislumbrarla, y cenamos una pequeña lata de conservas para cuatro. Además, el frío intenso de la noche nos impidió dormir, porque no llevábamos tiendas ni sacos.
No es sencillo transformar en palabras lo que sentí aquel amanecer. Al haber maldormido, nos agrupamos aún de noche junto a un fuego, esperando echar a andar de nuevo en cuanto hubiera luz suficiente. Era una mezcla de soledad, esperanza lejana y confianza en el triunfo de la tenacidad. La sed y el hambre ya condicionaban nuestro comportamiento: hablábamos poco y hasta ahorrando palabras, para no forzar una lengua reseca que se pegaba al paladar. Los movimientos eran los justos, muy pensados para reducir al mínimo el gasto de energía. El agua racionada suponía beber un tapón de la cantimplora cada varias horas, y ese era un momento que se esperaba con alegría: el breve placer de la humedad en la boca, la sensación de energía recuperada cuando esos dos traguitos bajaban hasta el estómago.
Continuábamos caminando casi por instinto de supervivencia, porque los músculos se habían cansado hace días, y ni les dábamos tregua para recuperarse ni alimento para nutrirse. Aun así, tras cada parada para descansar y beber un tapón de agua, nos levantábamos con lentitud y retomábamos el lento caminar por el fondo de aquel cañón del que parecía que no íbamos a salir nunca.
¿Se es consciente en esas circunstancias del calibre del peligro que se corre? El deterioro físico es innegable, y el cerebro lo reconoce, pero la debilidad del cuerpo es inferior al instinto de supervivencia, que sigue extrayendo fuerza de donde no queda, e ilusión y esperanza de cualquier rincón. Por eso seguíamos andando en nuestro cuarto día en el cañón Iherir, pensando en que ni estábamos tan cansados, ni quedaba tanto para la salida, ni Djanet estaba tan lejos.
Todos hemos vivido un susto, una sorpresa que nos traslada durante un instante de la placidez al borde del final. Es tan rápido, que uno simplemente se asoma al límite y, antes de que asuma lo que hay, el impacto ya ha pasado. Quedan entonces la impresión interna, junto a la palidez, el temblor de manos, el sudor frío o el estómago encogido como reacciones fisiológicas. Sin embargo, la llegada lentísima de ese posible final se evalúa de otro modo, básicamente negándolo, porque viene demasiado despacio, porque no se quiere admitir, porque se piensa que habrá un remedio a tiempo.
(continuará)
Allahu akbar, Allahu akbar,… Ashhadu an la llah ila Allah,… Amanecía en Ghardaia y pensaba, una vez más, si no me había metido en un lío demasiado gordo. En el patio del albergue había una Yamaha XT 600 esperándome para recorrer el Sahara argelino durante los próximos diez días, y yo casi no sabía montar en moto de campo. No me había hecho a la idea de lo que me esperaba, porque los viajes en avión son rápidos y le alejan a uno de la realidad, trasladan los cuerpos pero no dan tiempo a las mentes a adaptarse: el día anterior había amanecido en Madrid, esa noche me había acostado en Ghardaia, y la voz del minarete al amanecer me recordaba dónde estaba y lo que iba a hacer desde esa mañana.
El inicio del viaje fue menos duro de lo que me temía, porque rodamos por la Transahariana, que en esa zona es simplemente aburrida: una cinta de asfalto que cruza la nada, no hay tráfico, ni curvas, ni rasantes, ni casi paisaje. Tampoco hay ciudades ni gasolineras en los 400 kilómetros entre El Golea e In Salah, así que hay que tener cuidado para no quedarse tirados. Menos mal que en el viaje, además de nueve motos, había tres Nissan Patrol que llevaban el equipaje, la comida, las tiendas de campaña, los repuestos y muchos bidones de gasolina. Para dejar de lado el aburrimiento a veces saltábamos de la carretera con un golpe de gas y nos divertíamos entre las dunas que aparecían de vez en cuando. La mayoría eran pequeñas, unos montículos de no más de cuatro metros de altura, ideales para entrenamiento de los inexpertos. En otras ocasiones nos maravillaban dunas inmensas, de las que parecen engullir las dimensiones. Solo desde lejos se da uno cuenta de su tamaño catedralicio, y cuando se acerca y se inicia el ascenso, nunca hay potencia suficiente, ni sensación de inclinación o de cuánto falta para coronar. La moto lentamente va perdiendo velocidad, a la vez que se pierden las referencias y la sensación de pendiente. Y cuando el motor ya no puede más y la moto se queda encallada, al bajarse uno se da cuenta de que el asiento, antes alto como en todas las motos de trail, está muy cerca del suelo, porque la moto se ha hundido hasta los ejes.
Sería agotador sacar la moto de la arena tirando de ella hacia arriba, y después peligroso para el embrague arrancar cuesta arriba para continuar el ascenso de la duna. ¿Cuál es la solución? Pues aplicar uno de los muchos trucos que un novato aprende en Africa: la moto se desentierra a base de tirar hacia un lado del ancho manillar hasta dejarla volcada sobre la arena; una vez tumbada se le da media vuelta tirada en el suelo, de modo que siga tumbada pero con la rueda delantera apuntando hacia abajo; entonces se la pone de pie, y se reanuda la marcha en descenso. Al llegar al pie de la duna, media vuelta, se cogen aire y carrerilla, y se intenta de nuevo.
El mismo viento que forma las dunas puede arrastrarlas hasta la carretera y crear una duna sobre el asfalto. Cuando nos encontrábamos con esto, las motos esperábamos a los coches, que al ser grandes y estar cargados tenían más dificultad para franquear el paso por una arena fina y recién depositada, y había que recurrir a algún empujón para ayudarles.
Y siempre en todos los puntos del recorrido esa alegría de montar en moto en dirección al sur, alejándose de Europa, internándose en Africa, notándose a la vez distinto del entorno y bien recibido por éste, el placer del ronroneo del motor entre las piernas rumbo a la aventura, a la dificultad buscada. El desafío suave de hacer algo distinto y arriesgado, de encontrar una experiencia diferente a base de exponerse a lo nuevo y a lo desconocido.
Llegando a Tamanrasset nos encontramos con el morabito (es decir, tumba y lugar de culto) de Moulay Hassan, un santón que peregrinaba en dirección a La Meca y falleció allí. La tradición dice que todo caminante que se aventure por el desierto y dé tres vueltas a su tumba, en solitario y en sentido contrario al de las agujas del reloj, recibirá la protección de Alá durante su travesía. Dimos las tres vueltas montados en las Yamaha. Por si acaso.
Tamanrasset nos pareció una metrópoli, con algunas calles asfaltadas y hasta aceras con bordillos, varias gasolineras, mercado e incluso un hotel que merecía ese nombre. Tenía un notable aire de ciudad fronteriza, aunque la frontera con Níger se encontrara a 400 Km., y hubiera 200 más hasta Arlit, el siguiente punto habitado. El origen de esa sensación es que entre “Tam” y la frontera de Borne no hay carretera, solo un “Revêtement dètèriorè (piste)” (pista con firme deteriorado), según dejaba bien claro el mapa Michelin 952 en edición de 1987 que llevaba encima. Para animar, el resto hasta Arlit, ya en Níger, era “Pista poco balizada”. Eso en dirección sur, porque hacia el oeste no había más que un par de pistas borrosas hasta una indefinida frontera con Mauritania situada a más de 500 Km., y al este las montañas del Assekrem, unos picos de roca volcánica que nos desafiaban desde sus casi tres mil metros de altura. Por eso tenía una cierta sensación de vértigo, como de que el mundo se acababa allí, y uno decide si se atreve a asomarse al más allá. Nos alojamos en el hotel Tahat, que supuso la primera ducha en lo que iba de viaje, y desayunar en silla y mesa por última vez en muchos días. A estas alturas del recorrido ya había empezado a “africanizarme”, lo que queda en evidencia en la foto en la que estoy sentado en un bordillo. Todo el convoy se había detenido en una gasolinera a la salida de Tamanrasset en la que se repostaba ¡con bomba manual! Se habría ido la luz, estropeado el motor de la bomba o lo que fuera, el caso es que el empleado iba a trasegar a mano unos cientos de litros de combustible. Con un concepto del tiempo muy africano, me senté en un bordillo a la sombra y esperé con paciencia. Aunque me faltaban bastantes viajes por Africa y leer unos cuantos libros de Richard Kapuscinski para entender lo que representa el tiempo en Africa, este fue el inicio de una larga amistad entre nosotros.
Mi debut en las dificultades propias de las motos de campo comenzó precisamente al salir de la gasolinera. Tomamos rumbo NE para subir a dormir a la ermita de Charles de Foucauld, en lo alto del Assekrem: una pista pedregosa de montaña, que en 85 km asciende desde los 1.390 m de altitud de Tamanrasset hasta coronar a 2.585 m. Llevaba puesto un buen equipo de protección, que incluía rodilleras de las que se extienden hacia abajo por las espinillas hasta meterse dentro de las botas; por eso las primeras veces que me caí no me preocupé, hasta iba contando los aterrizajes forzosos. Unas horas más tarde había cambiado de humor: el sol empezaba a caer, había perdido la cuenta de las caídas y no terminaba de alcanzar la cumbre. La pista de piedra parecía una escalinata sin fin, uno de esos tramos que en moto se suben con golpes de gas y decisión, justo lo que le falta a un inexperto.
Era claramente de noche cuando los últimos llegamos arriba, cansados, algo doloridos y bastante orgullosos. Estábamos en una meseta casi cuadrada, de unos cien metros de lado, encajada entre picachos, en la que se dejaban los coches, motos y camiones que llegaban, con un rústico albergue de piedra y quince minutos a pie más arriba la ermita en sí. Además, parte de la meseta estaba rodeada de una valla de piedra como de un metro de altura, no para evitar la entrada de nadie, si no como medida de seguridad para evitar que alguien cayera por los precipicios casi sin fondo que la rodeaban.
Nos preparamos para cenar y dormir en el albergue, cobijados del viento reseco la zona, y pregunté, guiado por la lógica y por la necesidad, dónde estaba el servicio. Las instrucciones que me dieron me llevaron a una especie de minúscula construcción, que parecía una garita de vigilancia, como una cabina de teléfonos hecha en piedra de la zona. Estaba como incrustada en la valla del perímetro, de modo que una mitad, la del interior, daba a la meseta y tenía la puerta de acceso, y la mitad del exterior colgaba sobre el precipicio. Abrí la puerta y me encontré con lo que no me atrevía a imaginar: la mitad del suelo era un rectángulo de apenas 60 por 30 cm., y el resto era un agujero que daba al precipicio y cuyo fondo no se veía. Obviamente era un retrete sostenible, porque los restos caían cientos de metros más bajo y no quedaba nada que limpiar.
Solo cuando nos despertamos y comenzó a amanecer pude entender dónde estábamos. Nos rodeaba un bosque de picachos de piedra volcánica de más de 2.900 metros de altura, entre los que se filtraba el sol formando flecos de luz. Junto a la ermita de Foucauld, una placa del Touring Club de Francia fechada en 1939 señalaba las cumbres de los alrededores, porque salvo Tamanrasset no había ciudades ni ríos que indicar en cientos de kilómetros a la redonda.
El descenso desde la cumbre fue otro examen para un novato: el mismo estilo de pista de piedra llena de escalones que en la subida, solo que esta vez cuesta abajo y con rumbos N y NE hasta Hirafok e Ideles. Ya había aprendido la lección, me sentaba más atrás y controlaba la moto con el gas para no bajar rodando. Una vez que me había hecho con el truco, empecé a darme cuenta de la eficacia de las suspensiones de largo recorrido, el agarre de los neumáticos mixtos en la piedra suelta, todas las muchas ventajas que ofrecen los vehículos actuales en esos entornos hostiles. Claro, la única manera de viajar por esos andurriales es recurrir a la avanzada tecnología del hombre blanco. Entonces nos topamos con unos argelinos que ascendían en un Peugeot 404 (sí, he escrito 404; no 504 y menos aún 505), uno agarrado al volante y los otros detrás a pie, empujando al achacoso Peugeot en cada escalón. ¿Desde dónde vendrían? ¿Cuándo y cómo llegarían a la cumbre, si llegaban? No volví a pensar en las ventajas de las suspensiones de largo recorrido. Nuestro viaje continuó varios días inolvidables con rumbo E, por las pistas rápidas y pedregosas del Hoggar. No puedo olvidar la sensación de recorrerlas en moto del amanecer al anochecer, y entonces montar las tiendas y disfrutar de la cena bajo las estrellas. Y despertarnos aún de noche, con el frío seco del desierto dándonos los buenos días, mientras calentábamos las manos abrazando la taza de café; el silencio solo contaminado por comentarios en voz baja, mientras levantábamos el campamento. Uno de aquellos días, en medio de la grandeza de las planicies infinitas, el guía extendió el índice señalando el final de la llanura: “¿Veis aquellas montañas del fondo con un hueco entre los dos picos del centro?” El sol se apuntaba, y convertía en una silueta recortada el punto al que se refería el guía. Asentimos con prudencia. “Esta noche dormiremos nada más pasar ese punto”. Y nos llevó el día entero llegar hasta él, teniéndolo como referencia permanente mientras la pista maltrecha se retorcía esquivando oueds, zanjas y pedregales. Cuando se despejaba el terreno, abría gas y sentía la moto flotar sobre la pista dura, a unos 90 Km/h, sujetando con cariño el manillar y disfrutando de una experiencia de conducción inigualable.
La manera habitual de guiarse en este tipo de pistas es fiarse de las referencias naturales cuando las hay (montañas, oasis, gargantas,…) o seguir el rumbo marcado por las balizas. Estas son cualquier tipo de señal que alguien ha dejado para marcar el recorrido, como unas piedras amontonadas y hasta pintadas de blanco, o un bidón ya vacío de aceite, relleno de piedras para que no lo vuelque el viento, y a veces con un palo que sobresale para verlo mejor. Se colocan de modo que desde cada baliza se ve la siguiente, por lo que si no hay despistes, no faltan balizas y la visibilidad es buena, es difícil perderse. En cualquiera de los otros casos, ya te lo imaginas.
Pero no vi el agujero.
(continuará).
Jorge Martínez había ganado cuatro mundiales de un tirón y siempre con Derbi entre 1986 y 1988. A partir de ese momento deambuló en busca de más títulos: en el 89, todavía en Derbi, las caídas y las averías se lo impidieron, y el campeonato se lo llevó un jovencito prometedor que se llamaba Alex Crivillé. Entonces Jorge decidió que en el 90 se subiría a la moto ganadora, la JJ-Cobas Rotax de Antonio Cobas y Eduardo Giró. Como los resultados no llegaron, en 1991 cambió el motor por un Honda. Tampoco así logró el título, así que dejó la JJ-Cobas a mitad de año y se fue con Michel Metraux, aquel dueño de equipo con aspecto de director de orquesta, que tenía por ingeniero al peculiarísimo Jörg Möller. Jorge llegó al equipo de Metraux con el dinero de Coronas, la marca de tabaco que le patrocinaba. Año y medio más tarde, a la vista de que después de tantos intentos seguía sin haber resultados, dio el paso siguiente: montar su propio equipo.
En una nave de Alcira, con muchas ganas, poca perspectiva y menos dinero, nació el Team Aspar. En el Mundial de 1993 Jorge, lo mismo que Ezio Gianola, Fausto Gresini y Noboru Ueda, iba a pilotar, una Honda RS 125 con piezas A, las supuestamente mejores de HRC. Le acompañaría en 250 Juan Bautista Borja, un piloto de la tierra que venía de ganar el salvaje Europeo de 125. El patrocinador sería Mediterrania, una iniciativa de promoción turística del Gobierno valenciano. Todos los mecánicos eran de la zona, por lo que los únicos forasteros éramos Angel Carmona, que se decía técnico de motores, y un servidor, al que le tocó ese papel indefinido, genérico y desafiante de “Team Manager”.
No tardamos mucho en darnos cuenta de que las piezas A eran más lentas que las B, como las que llevaba Dirk Raudies, y que el trabajo de Carmona no era de gran ayuda. Por tanto lo de ganar el título era una entelequia y lo de subir al cajón todo un sueño. Por su lado, la Honda 250 RS con piezas A de Borja estaba lejos de las NSR oficiales de Cardús, Bradl o Capirossi, aunque era tan buena como las Aprilia con piezas. Pero Bautista necesitó tiempo para darse cuenta de que si a este campeonato se le llama mundial, es porque corren los mejores del mundo, y en su caso un buen resultado en parrilla era quinta fila.
Las motos nos llegaron tarde y las acabamos deprisa, sin haberlas probado lo suficiente, para meterlas en el contenedor y mandarlas a Australia, que era la primera carrera de aquel año. Por entonces se corría en Eastern Creek, una preciosidad de circuito en las afueras de Sydney, con una curva rápida a final de recta que distinguía a los hombres de los niños. Después de los entrenamientos del viernes había bastante trabajo en las motos; por ejemplo, hacían falta unos soportes de estriberas nuevos para la moto de Borja, porque la postura de pilotaje no era buena. Mientras los mecánicos hacían una plantilla de cartón con el diseño, yo me moví por el “paddock” para localizar un tornero de las cercanías que nos las pudiera fabricar. Uno de los miembros de la organización era “aussie”, nos recomendó uno en las cercanías, y Borja y yo nos sentamos en el Toyota Previa de primera generación que habíamos alquilado y fuimos a su taller.
Estamos hablando del año 93, es decir, ni navegador, ni GPS ni tonterías: plano hecho a mano en el reverso de una hoja de clasificación de entrenamientos, y a preguntar en los cruces.
Al rato de conducir llegamos a un polígono limpio y ordenado, de calles asfaltadas y sin agujeros, con aceras a las que no se subían las furgonetas, y con farolas que alumbraban. Evidentemente estábamos en las antípodas de España. Entramos en la nave del tornero en cuestión por la puerta de personal, y una vez dentro vimos que tenía unos 300 m2, distribuidos en una planta prácticamente cuadrada. Actuaba fundamentalmente como taller de motos, y tenía también algunas máquinas herramienta para mecanizado. En aquel momento, quizá por ser el final de la tarde de un viernes, las motos en las que habían estado trabajando (deportivas japonesas, alguna “chopper”,…) estaban contra la pared del fondo, de modo que quedaba libre todo el centro del taller. En éste, habían colocado los bancos de trabajo, uno a continuación de otro, para conseguir una especia de mesa corrida. En el extremo derecho de ésta había un cubo de basura de esos negros y cilíndricos, casi lleno de latas vacías de cerveza. Sentados a los lados alargados de la mesa, un número indeterminado de individuos, sometidos a los efectos de la cerveza que habían vaciado de las latas. Y en el extremo izquierdo de la mesa, como presidiendo la reunión, un enorme frigorífico del que permanentemente salían latas frías de cerveza.
Cuando Borja y yo entramos en la nave, uno de los bebedores nos miró con cara de qué querrán éstos a esta hora; el resto con cara de no molestéis, por favor. El primero vino hacia nosotros, y con mi mejor sonrisa le expliqué quiénes éramos y qué queríamos. El paisano nos miró con detenimiento, luego se dio la vuelta y les dijo a sus colegas: “¡Son del Mundial!” No nos habrían mirado mejor, de modo más respetuoso, casi reverencial, si les digo que soy el novio de Megan Fox y que les voy a presentar a su hermana pequeña. Para aquellos tipos, mecánicos y aficionados a las motos, que dos “del Mundial” apareciesen por su taller era un acontecimiento, como si fuéramos seres provenientes del país de sus sueños.
El tornero tenía oficio, y como tal entendió a la primera lo que necesitábamos. Además, le gustaba trabajar sin que le mirasen por encima del hombro, y por eso insistió en que nos sentáramos con sus amigos a beber cerveza mientras él hacía los soportes de estriberas. No me quedé muy tranquilo sobre la calidad de su trabajo, porque en nuestra conversación le había olido el aliento, pero tampoco tenía mucho que escoger, así que nos sentamos entre los cerveceros, y he de reconocer que me costó mucho seguir la conversación: duro acento australiano, jerga de motorista de polígono, y distorsión etílica era una combinación demasiado exigente para mis conocimientos de inglés. Pero un par de cervezas más tarde (¡cualquiera les pedía agua mineral a aquellos tipos!) se me acercó el tornero con dos de los mejores soportes de estriberas que he visto nunca: cortes sin rebabas, cajeados impecables, rebajes para quitar peso, roscas como sacadas de un tratado de geometría, puntos de encuentro sutiles,… Le dí la enhorabuena por el trabajo, las gracias por la rapidez, y le pregunté cuánto le debía. “Nada, no me debes nada”, respondió, dejando la frase en suspenso, como si quisiera añadir algo pero no se atreviera. Aguanté el silencio, esperando que hablara. “Bueno, si tienes un pase para la carrera,…” Entonces saqué el arma definitiva de un jefe de equipo, la llave que abre todas las puertas, la moneda que paga cualquier factura: un par de pases de “paddock” para un Gran Premio.
El tornero los cogió con cara de eterno agradecimiento, y Borja y yo nos volvimos al circuito, que aun había que montar esos soportes de estriberas y luego irse a cenar.
El domingo por la tarde ya teníamos una idea de lo duro que iba a ser el Campeonato. Jorge había sido 16º en entrenamientos, a un segundo y siete décimas del mejor tiempo, y las malditas piezas A se habían roto en carrera. Por el lado de Borja, séptima fila de parrilla y caída. Mientras ayudaba a recoger el “box” y hacíamos el equipaje para irnos a Shah Alam, en Malasia, me encontré al tornero con un amigo por los “boxes”: tenían la misma cara que si estuvieran en una fiesta privada en casa de Hugh Heffner.
Esta historia empieza al amanecer del 5 de Agosto de 1989 en Figuig, una ciudad del sureste de Marruecos fronteriza con Argelia, y los protagonistas somos la BMW K75 S de la foto, un Kalashnikov y yo.
Había llegado la noche anterior a Figuig procedente creo que de Midelt. La intención, después de una semana en Marruecos, era cruzar a Argelia y pasar allí otra semana, porque tenía billete para el barco que siete días más tarde me debería llevar de Orán a Alicante. El viaje lo estaba haciendo como se deben hacer los viajes: solo y en moto.
El puesto fronterizo estaba a las afueras de Figuig, al inicio de un palmeral. Cuando llegué acababa de amanecer, y el día estaba fresco porque el sol era poco más que un circulito naranja en el horizonte, y aun no se había puesto a su trabajo de cada día: convertir aquel lugar en un horno inhabitable.
Con un optimismo algo inconsciente, no hice mucho caso a las advertencias del aduanero marroquí: “No te van a dejar pasar”. Era mi primer viaje africano, por lo que mantenía la prepotencia del hombre blanco y solo pensaba en que esa noche podría dormir en Timimoun, a algo menos de 700 kilómetros de allí. “Estos días no dejan pasar ni a españoles, ni a ingleses, ni a los alemanes y a algunos más. Si quieres te sello el pasaporte, pero dentro de un rato te veo por aquí”. El aduanero continuaba con su letanía y yo no le prestaba atención, como si mi indiferencia tuviera algún peso ante la burocracia africana.
Guardé el pasaporte ya con el sello marroquí en el bolsillo de la cazadora y salí al exterior. Mi BMW, diseñada para deslizarse cómodamente por el pulcro asfalto europeo, destacaba por inapropiada en un palmeral del Sahara. La arranqué, me puse el caso y los guantes, y me dirigí a la parte argelina, mientras sentía bajo las ruedas la pista cubierta de arena.
Las rodadas me guiaron hasta una caseta prefabricada y plantada entre las palmeras. No había barreras, ni banderas ni señales. Ni falta que hacía. Paré de nuevo y entré en la caseta.
Me encontré con un tipo grandote, de rostro más apático que inexpresivo, con uniforme del ejército argelino y un Kalashnikov al hombro. Le saludé, le sonreí y dejé la documentación encima del mostrador que había entre los dos. La miró sin tocarla y me soltó: “No puede pasar”. Le miré, miré a mis papeles, sonreí de nuevo y dije con inocencia: “Está todo en regla, y me gustaría entrar en Argelia”. “No se puede pasar”. Ni siquiera había vuelto a mirar lo que había sobre el mostrador, ni había esperado a que acabara la frase. La había soltado sin más.
Volví a intentarlo, le conté que había visitado la embajada de su país en el mío, que les había llevado a las autoridades esa misma documentación que ahora estaba sobre el mostrador y que éstas habían dicho que no había pegas y que podía entrar en Argelia. Entonces, para demostrar lo que valen en un palmeral del Sahara un pasaporte, una embajada, la opinión de las autoridades y mis ansias de viajero, sin mover un solo músculo de la cara, me apuntó a la tripa con el Kalashnikov y repitió: “No se puede pasar”. Entendí la indirecta y volví a la moto.
Tuve que aguantar el “Ya te lo había dicho” del aduanero marroquí, que a continuación me sugirió: “Inténtalo por la frontera de Oujda. No suelen poner pegas” Escribió con tinta roja “Annulée” sobre el sello de entrada y me devolvió el pasaporte. Saqué de una bolsa de viaje el mapa Michelin 953 y me asusté: había casi 400 kilómetros de carretera estrecha, sosa, rectilínea, cruzando el epicentro de la nada, entre Figuig y Oujda. Con las orejas gachas por la decepción y el estómago encogido por el efecto del Kalashnikov, dediqué la mañana a recorrer la cinta de asfalto más aburrida que había visto nunca (luego cambié de opinión: hay carreteras aun más aburridas, como las del Oeste de EE.UU. a 55 millas por hora, o la misma Transahariana).
Por fortuna no llevaba un termómetro para ponerle números al calor que quemaba la garganta al respirar y mantenía al sistema de refrigeración de la BMW funcionando al máximo. Sí recuerdo que la reverberación y la distorsión me hicieron ver varios lagos en medio de aquella nada, y que el asfalto se evaporaba y parecía fundirse en el horizonte. Guardo también un recuerdo algo doloroso.
Para protegerme sin achicharrarme llevaba una cazadora ligera y guantes cortos. Por el pequeño hueco que quedaba entre ambos, a la altura de las muñecas, se colaba el aire casi hirviente, que llegó a quemarme la piel. Encontré algo de alivio cerrando con gomas elásticas los puños de la cazadora y poniéndome cada noche pomada para las quemaduras en las muñecas.
Otra pega se refería al calor y al bajo octanaje del combustible de la zona, poco propio para el motor de alta compresión de la BMW. Para evitar picados de biela, no abría el gas a bajo régimen en marchas largas. La posibilidad de una cabeza de pistón agujereada en aquel lugar no era agradable.
A primera hora de la tarde llegué a la frontera de Oujda, una enorme explanada convertida en campamento por quienes pretendían lo mismo que yo. Un rato después ya sabía las pruebas que había que pasar: contratar un seguro para la moto, ya que la carta verde no es válida en Argelia; cambiar moneda; pasar un registro del vehículo y sellar el pasaporte. La única pega es que en la ventanilla del cambio de moneda me decían que primero tenía que sellar el pasaporte, y en la del sello que debía justificar que antes había cambiado las divisas. Aquel día comencé a entender Africa. Si alguien me hubiese dicho la frase que le repetían a Thierry Sabine, fundador del Dakar (“C’est l’Afrique, patron!”), le habría dado la razón.
Cinco horas después de parar la moto en la explanada, el funcionario del sello lo estampó en mi pasaporte. A continuación lo dejó encima de otros muchos que tenía a su derecha y exclamó: “¡El siguiente!” Era su manera de demostrar que tenía el poder; él decidía cuándo se ponían los sellos y cuándo se entregaban los pasaportes. Volví a la fila y cuando de nuevo alcancé la ventanilla, consideró que ya era el momento de entregarme el pasaporte sellado.
Crucé la frontera y, ya anocheciendo, entré en Tremecém. Me dejé aconsejar por los guías locales espontáneos, y dejé la BMW en el patio fresco y con fuente de una casa del centro, mientras yo me iba a dormir al hotel que me habían recomendado: “Hôtel Pension Restaurant el menzeh. Confort. Propreté. Cuisine soignée”, decía la tarjeta, poco dada a la modestia. No esperaba lujo alguno, aunque tampoco sospechaba lo que encontré: una sala de unos doscientos metros cuadrados, de techos altos y paredes encaladas, en la que hasta el último hueco estaba ocupado por decenas de catres. Y todos ellos, salvo uno, estaban ocupados. Entendí que era uno de esos momentos en que no hay marcha atrás: muy probablemente aquel catre era el único libre a esas horas en Tremecén, los que me habían ayudado a encontrarlo se sentirían decepcionados si lo rechazaba, y además estaba cansado. Me quité las botas, metí el dinero, el pasaporte y las llaves de la moto en los bolsillos interiores de la cazadora, me abracé a ella y mientras cerraba los ojos recordé que Alá nos protege a los viajeros del desierto.
Cuando me desperté solo quedábamos en la inmensa sala mis pertenencias y yo. Con algo más de humildad y de confianza en los árabes, me puse en marcha para llegar a Timimoun en dos días.
Lo único digno de mención me pasó en algún lugar de aquellas carreteras solitarias y rectilíneas. Era otra llanura aparentemente más que vacía. Un par de señales de tráfico, descoloridas y tiradas por el suelo, decían que allí había un control. Aunque no ví a nadie, me detuve, paré el motor y me quité el casco. Al poco, un par de chavales, con uniforme del ejército argelino y Kalashnikov al hombro (¡otra vez!), salieron de lo que no parecían más que unas piedras y debía ser su escondite. Estaban revisando mi documentación cuando apareció: alto, delgado, poco más de cuarenta años, pelo corto y canoso, gafas oscuras, uniforme de campaña con algunos galones, pistola al cinto y actitud de quien está acostumbrado a que le obedezcan.
Se acercó a nosotros lentamente, y me dí cuenta de que solo miraba a mi moto, apoyada en el caballete en el centro de la carretera y con las llaves puestas. Sin quitarle ojo preguntó por el modelo y puso el motor en marcha. Me sorprendí. Luego se sentó y se interesó por las características técnicas. “Nunca he probado este modelo”. Me empecé a preocupar. Y de repente, en una de esas secuencias de movimientos que solo hace el que sabe montar en moto, la bajó del caballete, metió primera, salió disparado y se desvaneció en el resol del asfalto.
Me quedé petrificado. Mi moto, con el equipaje, se había evaporado. Después de proteger durante muchos días el motor, aquel tipo retorcía el puño mientras se difuminaba en el horizonte, y yo oía el cigüeñal girando como un molinillo, cada vez más lejano. ¿Y si se caía? ¿Y si reventaba el motor? ¿Y si, en fin, no volvía? Los dos soldados leyeron el estupor en mi cara e intentaron consolarme: que si era de fiar, que si había sido durante años de la escolta en moto de no sé quién,… Me daba igual, porque eran mi moto y mi equipaje.
Aun bloqueado por la sorpresa, y con el mismo ruido de motor estrujado, apareció de entre las reverberaciones del asfalto, paró la moto, se bajó y dijo en tono satisfecho: “¿Sabes? Me gusta como va”.
Me consolé en el Hotel El Gourara, una joya colonial francesa en Timimoun, que no solo tenía piscina, si no que además ésta tenía como medio metro de agua, por lo que los clientes nos bañábamos a trozos y por turnos.
El ambiente era formidable. Unos subían desde Malí o Níger, bien por Gao y Reganne, bien por Agadez y Tamanrasset. Otros bajaban hacia allá. Y todos hablábamos sobre motos, coches y el desierto, mientras engañábamos a la sed bebiendo de unos enormes botes de hojalata de un litro de capacidad, llenos de riquísimo zumo de naranja. Eran otros tiempos, porque por entonces ningún Bush había arrancado una guerra justiciera para imponer un nuevo orden, y ningún Al Qaeda sacaba partido a la miseria y a la desesperanza en nombre del fanatismo religioso.
El único triste era un italiano con el árbol de levas de su Yamaha XT600 redondeado: “Per la Madonna del Campiglio! Aquí no hay piezas, y el concesionario Yamaha más cercano es el de Alicante”. Lamentablemente llegó el día de la partida, y con el sol apuntándose por el Este paré en el surtidor a la salida de Timimoun. De la casetilla salió el empleado con una estera bajo el brazo. Ni me miró. Extendió la estera en el suelo y comenzó a orar. Estaba claro que yo era el único en varios países a la redonda que no rezaba en dirección a La Meca en ese momento. Aproveché para llevar la BMW hasta los carteles que había al otro lado de la carretera, y la fotografié junto a los camiones de Sonatrach, los que nos había llenado de polvo cada vez que nos cruzábamos con ellos. Me recreé mirando un cartel de los que te expanden los horizontes: distancias medidas en miles de kilómetros, referencias a ciudades de tres países. Cuando tres días más tarde llegué a casa, estaba seguro de que aquel no sería mi único viaje por Africa.
Cada uno escoge a sus maestros y a sus mitos. Y cada persona decide a quién le tiene manía. Incluso puede convertir en mito a un maestro, y a la vez tenerle manía. Es lo que me pasa con Kenny Roberts.
Puede que los más jóvenes del lugar no sepan quién es “King” Kenny, o Kenny “Marciano” Roberts, o como mucho recuerden que su hijo ganó el Mundial de 500 cc en el año 2000 con la Suzuki azul y verde de Telefónica MoviStar. Roberts padre había nacido en Modesto (California) y no hizo caso al nombre de su ciudad, porque tras ganarlo todo en las motos dijo una frase que dolió mucho a este lado del charco: “En Europa tienen un campeonato que ellos llaman del Mundo. Voy a ir allí a ver qué es eso”. Más o menos lo soltó así, y no solo vino con aquellas preciosas Yamaha de colores amarillo y negro: cambió la manera de pilotar (de ahí lo de “Marciano”), ganó tres veces seguidas el Mundial, cuando se retiró montó un equipo con las Yamaha de las que se había bajado y el dinero de Marlboro, y se llevó tres títulos de 500 cc con Wayne Rainey y uno de 250 cc con John Kocinski. Después se convirtió en fabricante de motos de Gran Premio, primero con las Modena tricilíndricas de dos tiempos, y luego con el cambio de reglamento se pasó a las cuatro tiempos. Por su planteamiento racional y técnico de las carreras, por ese espíritu práctico y sin prejuicios de los estadounidenses, y los resultados que con ellos obtuvo, le considero un maestro. Subió a mito por su equipo, porque cuando los demás empezábamos a pasar del concepto de “amiguetes que van a las carreras pero ya tenemos hasta patrocinador”, el Marlboro Roberts Yamaha Team nos sacaba vuelta en organización, imagen y resultados. Y por su frase y su permanente engreimiento, le tengo manía.
Pasé muchas horas en las temporadas 90 a 94 frente a su box, o merodeando entre sus camiones para aprender. Lo que en otros equipos no pasaba de “se me ha ocurrido que podríamos…” en el suyo era un procedimiento establecido desde la pretemporada, conocido y aplicado por todos y reflejado por escrito en un manual de trabajo. Recuerdo la impresión que me causó ver en el tablón de avisos del camión la normativa sobre el uniforme que cada miembro del equipo debía llevar cada día (viernes, sábado y domingo) del Gran Premio. Diferenciaba la ropa de los que saldrían el domingo acompañando a los pilotos a la parrilla, los que más se ven por la televisión, del resto. Y detallaba hasta el calzado, los calcetines y el cinturón.
Tampoco olvido su libro “Tecniques of Motor Cycle Road Racing”, del que guardo una primera edición de 1988. No es que pueda aplicar en la práctica sus consejos sobre pruebas de neumáticos, porque las aullantes dos tiempos que él pilotaba tienen poco que ver con mi rugiente diesel de dos toneladas. Tampoco puedo utilizar con facilidad sus explicaciones sobre los entrenamientos de pretemporada. Sin embargo sigue resultando útil todo su espíritu, esa idea de tomarse las carreras como algo casi científico, al menos parcialmente predecible, que se puede prever, organizar, coordinar, afrontar con frialdad y luego medir, cuantificar, analizar, para al final obtener conclusiones con las que mejorar en la siguiente carrera.
Por eso, aunque Kenny buscara Mundiales de 500 cc y yo solo divertirme en un Nacional, los principios son los mismos y los sigo con el respeto que debo a un maestro. De él he aprendido que para evitar peligrosos olvidos se utiliza una lista del complejo equipaje de las carreras, que incluye desde el Pasaporte Técnico de la FIA para el Land Cruiser o las gafas de repuesto para mí, al bolígrafo azul con pulsador y sin capuchón, para poder usarlo con una sola mano. Y una enorme hoja Excel que tiene en cada solapa el control de un apartado (calendario, clasificaciones, presupuestos, preparación física, …) y una solapa inicial de resumen que se imprime como un A3. Lo único que tienen en común Kenny Roberts y Dennis Noyes, otro de mis maestros en las carreras, es que ambos nacieron en Estados Unidos, aunque lejos uno de otro. Dennis lo hizo en Hoopeston (Illinois) y una serie de casualidades en las que no vamos a entrar le colocaron, con ventipocos años, dando clases de inglés en Barcelona. Los más jóvenes del lugar, esos que no conocen a Roberts padre, habrán oído a Dennis en las retransmisiones de los Grandes Premios por la televisión: es el que sabe de motos, está informado y pone cordura en el gallinero. Se le distingue, además de por su acento, porque siempre lleva la gorra de los Cubs de Chicago, el equipo de béisbol profesional de la capital del estado en que nació. Suele presumir de que la gorra está hecha a medida, y eso se nota en que no tiene sistema de ajuste en la nuca. Cuando Dennis llegó a España, no tenía interés por las motos. Pero se aficionó de tal modo que empezó a escribir en las revistas de motos y a competir, y se encontró en el Nacional de Velocidad con jovencitos prometedores como “Sito” Pons y Carlos Cardús (no te pierdas la foto en la que se ve a Dennis en primer plano y detrás a Cardús en una Ducati Pantah). A mí me enamoraba su manera de escribir. Las revistas españolas de motos de los ochenta publicaban pruebas elogiosas y casi almibaradas de cualquier cosa con dos ruedas. Y las crónicas de las carreras del Mundial eran relatos épicos que repetían la cantinela de “los valientes pilotos españoles sin medios frente a los enormes equipos extranjeros”. Eso de “recupero en las curvas los que pierdo en las rectas”. Dennis puso aquello patas arriba. En el enfrentamiento entre las “míticas” marcas europeas y las recién llegadas motos japonesas “sin alma”, dijo que las primeras tenían leyenda, precios altos y se averiaban, y que las segundas eran eficaces, baratas y fiables, aunque no tuvieran abolengo. A pesar de ello solía correr con Ducati, y cuando se pasó a hacer el Nacional de Superbikes con una Honda, un amigo y yo le pusimos una pancarta en la tribuna de Le Mans en el Jarama: “Dennis, déjate de cuentos chinos. ¡Forza Ducati!” Aquello fue a mediados de los ochenta.
Sus crónicas de carreras hablaban de hombres enfrentándose a hombres, y de hombres peleando contra máquinas. De charlas de madrugada en un box, y de aburridas y provechosas sesiones de entrenamientos privados meses antes del inicio de la temporada. Su cerrado inglés de Illinois le abrió las puertas de los equipos anglosajones en la época del desembarco de estadounidenses, australianos y neozelandeses: Roberts, Spencer, Schwantz, Kocinski, Gardner, Doohan, Rainey, Crosby, …
Lo mejor de sus artículos eran las anécdotas y su manera desenfadada y natural de contar la trastienda de las carreras, la técnica y la humana. De una de esas anécdotas me acuerdo mucho ahora, cuando la competición es parte cotidiana de la vida en mi casa. Era víspera de Navidad, la familia Noyes estaba a punto de mudarse a una casa más grande allí en Miraflores de la Sierra, y al padre de familia le llegó la Ducati con la que iba a participar en el campeonato del año siguiente. En medio del lío de la inminente mudanza, Dennis puso la moto en el único sitio en que cabía: en el salón, al lado del árbol de Navidad. Una tarde, su hijo Kenny, por entonces un niño y ahora piloto en el Mundial de Moto 2, volvió a casa después de jugar en la de un amigo, miró a su padre con cara de extrañeza y le preguntó: “Papá, ¿por qué en casa de Fulanito no hay una moto de carreras junto al árbol de Navidad?” Mi Land Cruiser no duerme en el salón de casa, pero no se nos hace raro a la vuelta de una carrera ver la ropa ignífuga tendida junto al resto de la colada, que mi mujer responda a una amiga “No, ese fin de semana no podemos quedar porque tenemos carrera” y que mi hija diga con naturalidad a sus compañeros de guardería algo así como “Mi papá tene un coche de cadedas”.