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  • Después de volver

    Tras vivir una experiencia intensa, hay que dejar que reposen los recuerdos y se repasen los hechos para obtener conclusiones y enseñanzas. Que en nueve días en un Panda por Marruecos, son muchas de las dos.

    La primera conclusión es que el Panda Raid  es más carrera que viaje turístico. Entre ocho y diez horas al día en el coche más montar el campamento y hacer de mecánico no lo sitúan como viaje de placer. Sin embargo, es una carrera sin sus licencias ni sus normativas, ya que no hacen falta casco, hans, mono, jaula, arneses, bacquets,… Es decir, se coloca en un terreno intermedio al que le ha llevado una evolución lógica: una vez establecido el objetivo de dar vueltas por Marruecos en un Panda, siempre habrá alguien que querrá no solo darlas, también llegar antes o en mejores condiciones que los demás. Este razonamiento ha conducido a que las diferencias entre coches, y por ello entre presupuestos y tiempos de dedicación, sean inmensas, y lo explico en escala creciente: lo más sencillo, barato y cercano al espíritu original es comprar un Seat Panda de serie de menos de mil Euros. El coche estará en mejor o peor estado, se trabajará más o menos duramente durante el invierno, y los usuarios lo cuidarán o lo rematarán en el raid, pero siempre hablamos de 50 CV o menos, tracción a dos ruedas pequeñas, y unos asientos diseñados por la Santa Inquisición, el Dr. Mengele o una joint venture entre ambos. Estos ingredientes, los que nosotros escogimos y cocinamos, garantizan dolor de espalda y atascarse muchas veces en la arena.

    El siguiente paso es un salto en potencia, bien por escoger un Panda con motor Fire, por meterle el motor de un Punto de 1.200 cc y 75 CV, o por recurrir al catálogo de Abarth. Eso no resuelve lo de la espalda, y sí reduce lo de los atascos.

    Otro paso más es tirar de chequera hasta un Fiat Panda con tracción a las cuatro ruedas, que pasa por el mismo sitio que los coches del párrafo anterior, solo que arriesgando menos y con menos sufrimiento para el coche, al avanzar por tracción y no solo por inercia.

    Y aun queda un paso más, que es desfondar la cuenta corriente al añadir al Panda 4×4 una costosa preparación de raids, la misma que en una carrera: bacquets, arneses, jaula,… El absurdo al que nos lleva esto es que la preparación cuesta al menos lo que el coche. Que cuesta tres o cuatro veces más que el Panda que hemos llevado nosotros, el del primer párrafo.

    En sí, esto no es ni malo ni bueno, solo una cuestión de opiniones, de la manera que cada uno tiene de interpretar el Panda Raid. Por el lado de la organización, se debería opinar si se meten en la misma cesta, si se colocan en la misma clasificación, un Panda de menos de mil Euros con 25 años a cuestas y casi de serie, y un medio prototipo de más de seis mil. Y como participante, creo que es más razonable ir al Panda Raid con un coche de serie, y tras pasar por el fisioterapeuta a que te arregle la espalda, reservar los seis mil para un Land Cruiser.

    Claro que cada participante es un mundo, y en el campamento se veían todo tipo de galaxias. Algunos venían de correr en rallies, de asfalto o de tierra, en busca de nuevas experiencias. Otros venían de ninguna parte y no sabían dónde se metían, como los del coche al que se le paró el motor el último día, en plena playa de Essaouira, y cuando nuestro diagnóstico señaló como culpable al distribuidor, uno de ellos le dijo muy serio al otro: “Apunta: eso se llama distribuidor”. (No me atrevo a decir que este fue el mayor caso de desconocimiento técnico que viví, porque hubo que quien dijo que oyó decir que alguien medía el nivel de aceite en la varilla por el lado de la goma que ajusta en el bloque).

    Un subgrupo abundante en el Raid era, y lo digo con respeto agradecido, el de los mecánicos de pueblo, que han llegado al Panda Raid por eliminación: para alguien con cierto oficio técnico, poco dinero y algo de habilidad al volante, un Campeonato de España se escapa por complejidad técnica, presupuesto y manos, y sin embargo se atreve a preparar un Panda en su taller, pagar los gastos y conducirlo. Como gente decidida, noble y con recursos, resultaron unos excelentes compañeros de penurias, porque eran los primeros a la hora de empujar, palear, reparar, y celebrar los fracasos con carcajadas.

    Si ya hemos visto qué es y quién corre, toca ahora hablar de cómo se corre. Las dos limitaciones básicas son la escasa potencia y el diámetro de las ruedas. A causa de lo primero, cualquier cuesta se atraganta, y con solo cuatro marchas y relación abierta, se pasa mucho rato en segunda y tercera forzando el motor. Y las ruedecitas de 13” hacen que todo sean baches grandes, escalones grandes o simplemente pasos infranqueables. Por eso, porque todos los obstáculos son importantes, hay que mantener la concentración de modo permanente, incluso en lo fácil, incluso yendo despacio. Aunque parezca lo contrario, la altura al suelo no supone ningún límite, y los ángulos de entrada y salida son enormes, ya que no hay voladizos.

    Dos condicionante físicos en un Panda básico son la dirección y los frenos: nuestro coche no tenía asistencia en ninguno, y en las etapas largas se cansaban los brazos y la pierna derecha. Después del regreso, la primera vez que frené en un coche con asistencia, casi salgo disparado por el parabrisas.

    Algunos participantes no eran conscientes de la larga lista de limitaciones de los coches., y nos adelantaban en las zonas de piedra, saltando de una en otra, o arriesgaban en los agujeros de los oueds, o no miraban la aguja de la temperatura,… Por eso estaban tan concurridos los alrededores del camión de la organización, donde se compraban recambios, y un grupo de mecánicos marroquíes reparaba lo que las etapas y la falta de manos rompían. El panorama de aquella UVI mecánica y nocturna era triste, proporcional a la gravedad de los daños: transmisiones rotas, amortiguadores reventados, ballestas partidas, puentes traseros con forma de spaghetti, culatas recalentadas y todo lo que se puede romper en un coche antiguo y maltratado. Cierto que alguno tuvo mala suerte en forma de avería, pero otros eran asiduos, y dejaban cada tarde su Panda en el entorno del camión, y lo recogían recompuesto cada mañana. Al menos hasta que se agotaron las existencias de piezas.

    La lista de daños en nuestros coches, por el contrario, fue breve. En el de nuestros compañeros Jaime y Alberto se segó el soporte de la gemela izquierda en la segunda etapa; un apaño sobre el terreno nos permitió llegar despacito hasta Midelt, donde un mecánico local lo reparó. Dos días después, una tormenta de arena provocó fallos de carburación. De nuevo actuación de McGyver sobre el terreno, y solución definitiva en el campamento por la noche.

    Lo más grave que le pasó a nuestro Panda rojo fue que se aflojó la manivela del elevalunas del conductor.

    Para terminar del todo este Panda Raid 2014, después de quitarnos la arena de encima y contar las batallitas a los amigos, solo nos queda lavar el coche y venderlo. Hemos salido con bien de este desafío y vamos a por el siguiente.


  • Diario de a bordo

    Sábado, 8 de Marzo: Madrid – Algeciras

    “Ya no te queda nada” es la frase que mas oí la semana pasada. “¡Qué bien os lo vais a pasar!” es la que más nos han dicho el sábado por la mañana, en Madrid, al pie del Palacio Real. Eso sí, con un deje de envidia cariñosa y un toque de “cómo me alegro por vosotros”.

    Los Panditas llenamos la plaza en el primer sábado con sol en muchos meses, lo que significa que mucha, pero que mucha gente nos acompañó en la salida, bastantes con cara de no saber bien de qué iba la cosa. Tras la salida, el aburrimiento previsto de casi 700 kilómetros a ritmo de hace veinte años. Nuestro Panda se portó como un coche de verdad, llaneando con valentía incluso a 110 por hora reales, y padeciendo en las subidas, en las que nos quedábamos a 80 por hora.

    Llegamos a Algeciras antes de lo que nos temíamos, que era la medianoche, y mañana primer madrugón para no perder el barco.

    Domingo, 9 de Marzo: Algeciras – Ifrane

    Esperar. Eso es algo habitual en Africa. Esperar siempre, esperar para todo. Esta mañana hemos empezado a esperar antes de tomar el barco en Algeciras, luego en la cola para sellar los pasaportes en el barco, y en la aduana del puerto también. Es decir, que hemos salido de la aduana del puerto de Tánger Med ocho horas después de que sonara el despertador en el hotel de Algeciras.

    A continuación, un enlace aburridísimo de 250 km de asfalto, hasta entrar en la primera especial del raid, en la que nos hemos perdido en un bosque de alcornoques. Cuando hemos encontrado la pista buena, el Pandita se ha enganchado en la arena. Ese es el momento en que piensas “¡Seré patoso!”, solo que miras alrededor y ves un montón de Pandas empanzados, y reconoces que tu coeficiente de patosidad está en la media.

    Ya de noche cerrada alcanzamos Ifrane, en las estribaciones de Atlas, donde hemos combatido el mucho frío con una “harira magrebí” (sopa típica de la zona, que es un chute de calorías), y un “tajine” (carne estofada). Un repasito al coche y a dormir, que la organización nos ha prometido para mañana una etapa de once horas.

    Lunes, 10 de Marzo: Ifrane – Maadid

    ¡Qué día más completo! Para empezar, ducha, afeitado, ropa limpia y desayuno sentados, cuatro lujos que no esperamos repetir a corto plazo. Luego, una sesión de pistas entre barrancos sobrecogedores y valles espectaculares. En medio de ese paisaje, el coche de nuestros amigos Jaime y Alberto tiene una avería en la suspensión trasera, y hacemos un apaño para seguir. Llegamos a Midelt rodando entre 20 y 40 km/h, y allí un mecánico artista, a base de radial, martillazos e ingenio, deja el coche como nuevo.

    El siguiente episodio fueron tres arenales, y solo en el primero nos atascamos, porque se quedó clavado el que iba delante. Y como remate, campamento en medio de la nada, con lo que supone de quitar piedras, montar tiendas, hacer de mecánico sobre las piedras que no has quitado y revisar el coche a la luz de la linterna,… ¡Justo a lo que hemos venido!

    Martes, 11 de Marzo: Maadid – Merzouga

    Hoy nos hemos congregado, al inicio de la etapa, en un colegio en las cercanías de Er Rachidia, para entregar la ayuda escolar que llevamos en los coches. Ver el colegio, los medios, los niños, sus ropas,… nos ha hecho pensar sobre lo bien que vivimos y lo poco que lo apreciamos.

    A continuación, triunfo en la etapa de navegación: sin experiencia previa, 15 minutos han bastado para localizar las dos balizas.Y para acabar la etapa, un tramo por un oued de 1,35 kilómetros, para el que nos han hecho falta 46’ 23”. Sin comentarios.

    Al llegar al campamento, ducha en un jaima lúgubre y oscura para quitarme la mugre.

    Miércoles, 12 de Marzo: Merzouga – Tazoulait

    Si digo que hemos llegado al campamento a las cuatro de la tarde, parecerá que la etapa ha sido sencilla. Si digo que llegar nos ha costado ocho horas y media ya no lo parece tanto. Eso sí, ha habido disfrute en forma de pistas duras, de algo de dunas, el gustazo de cruzar en dos ocasiones un chott (lago seco), y la posibilidad de sufrir la tole ondulè, ese rizado con forma de techo de uralita que desmonta coches y osamentas.

    Para darle emoción a la jornada, el coche de nuestros amigos Jaime y Alberto ha empezado a dar fallos de motor a mitad de la etapa, y nos ha tocado reparar como se ha podido en medio de una tormenta de arena. Con el apaño se ha llegado al campamento, y mantenemos la esperanza de que los mecánicos de la organización encuentren el remedio definitivo. Por nuestro lado, el Pandita rojo va como un reloj.

    Jueves, 13 de Marzo: Tazoulait – Tansikht

    Antes de empezar, aclaro que seguimos cruzando el desierto del Sahara. Desierto y Sahara. Y es ahora cuando cuento que comenzó a llover con fuerza a eso de las tres de la mañana. Se oía tan claramente dentro de la tienda que me desperté. Seguía lloviendo con fuerza a las cuatro de la mañana. Y a eso de las cinco, el agua había traspasado la lona que ponemos debajo de la tienda, y la tienda, y la esterilla, y el saco, y mi ropa, y me estaba calando. Salimos de la tienda encharcada a las cinco y media, no valía la pena seguir allí, y pasamos un rato largo y triste recogiendo y embalando ropa y enseres empapados de agua y pringados de arena. Más o menos como nosotros.

    ¿Y la etapa? Demasiados kilómetros de tole ondulé, esa pista dura y ondulada como la uralita, que ha sacudido a nuestros Pandas y nos tiene las espaldas algo trastocadas. Además, unos valles preciosos cubiertos de palmerales, llanuras que parecen no acabar nunca, y una trialera de piedra en subida en la que la sonrisa de satisfacción me daba dos vueltas a la cara.

    Dado el lamentable y mugriento estado de los cuatro miembros del equipo, esta noche huimos del campamento de la organización, y nos alojamos en un hotel que en España merecería el ingreso en prisión sin fianza del dueño, y que a nosotros nos ha parecido una bendición de Alá. Para remate, tiene la wifi que me permite enviar este comentario.

    Viernes, 14 de Marzo: Tansikht – Essaouira

    Fuimos los primeros en salir del campamento, los primeros en llegar al control de salida del tramo, y de los primeros en saber que el tramo estaba suspendido: las lluvias habían convertido un riachuelo que debíamos cruzar en un señor río de más de veinte metros de ancho, demasiado para un Panda. De modo que la etapa ha consistido en un aburridísimo recorrido por carretera de casi quinientos kilómetros, en el que había dos alicientes: cruzar Marrakech en medio del caos de tráfico de un viernes y llegar al hotel de Essaouira. Ya solo nos queda la etapa de la playa mañana, e iniciar el regreso, largo y cansado, hasta casa.

    Sábado, 15 y domingo, 16: Essaouira – Madrid

    Siento sonar grandilocuente, pero con el Panda en la playa de Essaouira me sentía como con el Land Cruiser en la orilla del Lago Rosa, en las afueras de Dakar, los dos años que fui al rallye: la misma satisfacción, el orgullo del trabajo bien hecho, respirar hondo en una playa del Atlántico después de muchos días penando por Africa.

    El contrapunto amargo lo puso el accidente de unos participantes, que demuestra que nunca se debe bajar la guardia, ni en el último kilómetro de una prueba de nueve días. Al final, la suerte y los médicos de la organización convirtieron un vuelco frontal en un accidente de consecuencias leves. Pero nos fuimos de allí con mal cuerpo.

    Y sin tiempo para despedidas, un retorno demoledor, a base de 28 horas seguidas en el Panda, sin más paradas que los repostajes o el trayecto en barco, con dolor de piernas, de espalda, de cabeza,… Horas después de llegar a casa aun me zumban los oídos, me retiembla la espalda, me molestan las rodillas,.. Es el precio de la aventura de cuatro mil kilómetros por Marruecos en nueve días a bordo de un utilitario de otra época.


  • Otro invierno en el garaje

    ¡Otro invierno en el garaje! Sí, ya sé que no hay atajo sin trabajo ni temporada sin pretemporada, así que no queda otra, con esta afición, que muchas horas en el garaje junto a la caja de las herramientas y un vehículo que este invierno es un Seat Marbella Special con el que he repetido experiencias propias de otras épocas. Por ejemplo, la secuencia de bajar a mano la ventanilla de la puerta del conductor, orientar a mano el retrovisor exterior mientras el microclima del habitáculo se contamina con el exterior, y subir a mano la ventanilla. Cuando lo hice me sentí igual que si estuviera redactando esto en una máquina de escribir mecánica e hiciera las copias con papel carbón.
    Uno de los puntos que más nos llamó la atención en la salida de la edición del Panda Raid de 2013 fue la disparidad en la carga de los vehículos. Algunos iban llenos a reventar en el interior, y sobre el techo montaban una baca igualmente llena; a otros les bastaba, y hasta sobraba, con la capacidad del maletero. Decidido a comprobar la realidad en primera persona, desmonté el asiento trasero y cogí o simulé todo lo que, a mi juicio, nos haría falta llevar en el raid: dos ruedas de repuesto, un bidón de agua y otro de combustible, una tienda de campaña, dos sacos y dos esterillas; una caja para recambios y herramientas, y otra para comida, menaje y equipo de acampada. Añadí dos cajas más para simular la ayuda que todos los participantes hemos de llevar a las escuelas del sur de Marruecos, y dos bolsas de viaje con el equipaje personal. Jugué un rato a los rompecabezas y ¡sorpresa!: sobraba sitio. Repasé la carga por si había olvidado algo, metí una lata de aceite por si acaso, y aun cabía más. Como broma final, en recuerdo de algo que vimos en la salida de 2013, aun cargué una maleta rígida grandota, y todavía se cerraba el portón.
    Es decir, que habíamos despejado una de las dudas más grandes: no hace falta baca. Eso eliminaba otras dudas relacionadas (¿qué baca?, ¿de dónde la sacamos?, ¿cómo la fijamos al techo?,…) y las preocupaciones sobre rodar por pistas con muchos kilos muy arriba en un coche corto y ligero.
    El siguiente paso fue afrontar un hecho angustioso: nuestro Panda frenaba agónicamente poco. Para ser más preciso, una presión enorme sobre el pedal de freno generaba una deceleración escasa, en una distancia de frenado que siempre parecía demasiado larga. En principio vimos que los latiguillos delanteros eran muy probablemente los originales, y con un cuarto de siglo de trabajo encima, estaban cuarteados y posiblemente cedidos. Las pastillas delanteras caminaban hacia la cristalización, más o menos como las zapatas. Y qué decir del líquido de frenos, sucio, con restos de lodos antiguos, con burbujas y vacíos, y los tambores de freno pegados con fuerza. Tras un rato de trabajo sucio, había latiguillos y pastillas nuevas, zapatas lijadas, tambores engrasados, y un circuito sangrado con líquido nuevo y fresco. A la hora de probarlo, no nos podíamos creer la diferencia: seguía sin haber servofreno, ni falta que hacía, pero ahora frenar no era tan agotador para la pierna derecha, y la deceleración había pasado de angustiosa a placentera.
    Esta fase de restauración del coche, de cambiar piezas agotadas por la edad, continuó con las gomas de soporte del escape, que estaban unas cuarteadas y otras directamente desaparecidas, y el refrigerante, que tenía aspecto añejo.
    A continuación llevamos nuestro Marbella Special a Al Límite 4×4, un taller especializado en preparaciones TT, que iba a hacer lo que se escapa a nuestros recursos: protector de cárter, barra de refuerzo entre las copelas de la suspensión delantera, y modificaciones en las suspensiones, a base de taco de nylon de 30 mm en los muelles y algo más de flecha en las ballestas. Santi Bravo, propietario del taller, encaró el trabajo con una ilusión enorme: su primer coche fue un Panda, y su primer coche de carreras fue también un Panda. Se nota la ilusión en el acabado del protector de cárter, bien soldado y fácil de montar y desmontar, y en la barra de refuerzo, sencilla y camuflada al pintarla en el rojo de la carrocería. Además, a Santi le debemos el bienestar de nuestras espaldas; me explico: desde que compramos el Marbella, nos habíamos quejado de que el asiento del conductor tenía el respaldo demasiado inclinado, lo que producía molestias en los riñones y obligaba a conducir lejos del volante para no ir con las piernas encogidas, o a la distancia correcta con las piernas dolorosamente comprimidas. Pues bien, Santi descubrió que nuestra versión de Marbella tiene un asiento con inclinación de respaldo regulable, solo que el mecanismo estaba bloqueado. Lo reparó, y desde entonces conducimos solo algo lejos del volante y con las piernas solo algo dobladas. ¡Todo un avance!
    El trabajo que llevo contado hasta el momento, decenas de horas y de gestiones desarrolladas meses antes del raid, nos parecía algo teórico y lejano en el tiempo respecto a su objetivo, y por ello un tanto aburrido. De ahí que nos ilusionaran, y a la vez nos acercaran a la realidad, los comunicados que nos enviaba la organización con informaciones tangibles, que nos situaban en la carrera, explicaciones sobre el uso de la brújula o la interpretación del libro de ruta, las definiciones de los controles de paso, o los consejos para facilitar los pasos de aduana. Nos llevamos una alegría cuando comunicaron el lugar de salida en Madrid: la plaza de Oriente, justo en la fachada principal del Palacio Real.
    La preparación del coche incluye un punto básico, que es sustituir los “neumatiquillos” de serie, unos humildes y razonables 135 R13 de carretera. Si, son lo más lógico para un cochecito de 680 kilos, y 40 CV que va por asfalto, pero un raid por Marruecos pide más. Nuestra elección fueron unos INSA Turbo Cazador, más anchos y más altos, sin modificar el diámetro de la llanta, que por reglamento no puede ser otra que la original de 13”. Gracias a Neumáticos Soledad, fabricantes de INSA, y al taller Midas de unos amigos, montamos y equilibramos los doce neumáticos, hicimos las dos alineaciones,… y de repente los Panda nos parecieron coches de raid. No habían dejado de ser cochecitos y veteranos, pero ahora más altos y con sus tacos en las ruedas, nos parecían más valientes, casi desafiantes.
    Cuando se participa en alguna prueba de coches o motos con un vehículo “de serie”, se deduce de inmediato que se pueden modificar pocas cosas, de lo que se deduce de inmediato que la preparación da poco trabajo. ¡Qué error! Lo aprendí cuando a principios de los noventa ayudé a César Agüí a preparar su Honda RC30 para el Nacional de Superbikes, y lo he confirmado este invierno con el Panda. A lo que llevo contado sobre trabajos en el coche hay que añadir que conseguimos y montamos cinturones de seguridad autoenrrollables, una reja para separar el habitáculo de la zona de carga, tomas de corriente, termómetro de refrigerante, un sistema primitivo y eficaz para controlar velocidades y distancias, rótulas de dirección nuevas, y un sinfín de detalles que devoraron horas y energía. Durante el mucho tiempo que le dedicamos a estos menesteres me acordé de una habilidad de los mecánicos de carreras que descubrí en mis años en el Mundial de motos. Casi todos los aficionados les han visto trabajar asombrosamente deprisa en un fin de semana de carreras, por ejemplo sustituyendo neumáticos, cambiando desarrollos o reglajes de suspensión, o reparando tras una caída. Lo que aprendí es lo asombrosamente despacio que trabajan en la nave, la lentitud reflexiva que utilizan cuando plantean una modificación. Recuerdo a un técnico que iba a montar la recién llegada caja de control de detonaciones en una Honda RS 250 de 1993 con “kit A”: la superpuso en la cara exterior de la viga derecha del chasis y la miró analíticamente durante un rato. Superpuso su mazo de cables de varias formas, y en todas ellas consideró si las posibles ubicaciones podrían molestar al piloto, o tendrían alguna influencia en el giro del manillar. Comprobó si el depósito de combustible encajaba bien según las posibles colocaciones de la caja y sus soportes; si montar o desmontar la caja y esos soportes molestarían a la hora de montar o desmontar el radiador, el motor, los manguitos y otros cables. Y solo tras repensar hechos, posibilidades y combinaciones, fijó la caja. Por las mismas lentitudes y consideraciones circulamos nosotros al improvisar modificaciones y añadidos, pensando en cómo se movería la carga en los saltos al colocar la reja, o en los puntos de calor y los vivos de chapa al tirar cables.
    Generalmente, al hablar de coches y motos y conjugar el verbo probar, se piensa en probar el coche o la moto, y en que eso supone rodar todo lo deprisa que se pueda. Pues no. Probar es simular el comportamiento de todo lo que se va a utilizar en las condiciones más posibles cercanas a las reales, hasta asegurarse de que cumple las expectativas. Y se prueba todo. Los pedales del Panda están bastante juntos, lo que puede no ser compatible con el hecho de que para ir a Africa lo mejor es llevar unas buenas botas; de ahí que una de mis pruebas fuera llevar botas cada vez que montaba en el Panda. También probamos el transformador de 12 v A/C a 220 v C/C, e hice kilómetros cargando el móvil, la batería de la cámara y el ordenador portátil. Hasta la almohada hinchable para la tienda de campaña tuvo que pasar su examen.
    Con el coche casi listo para la prueba final, cansados nosotros de vivir en el garaje, llegó el gran susto, en forma de estruendoso charco de aceite bajo el motor. La manera más lógica de localizar el origen de una pérdida de aceite es buscar justo encima de la mancha: la ley de la gravedad delata la avería. Pero cuando el vehículo tiene protector de cárter, el aceite cae hasta el suelo por donde puede, no en vertical, y localizar la avería no es tan directo. Ese fue nuestro rato de angustia, de pensar en de dónde sacamos un motor y cómo y dónde lo cambiamos y cuánto nos va a costar, porque ya dábamos por hecho que el motor había caído en acto de servicio. Fue entonces cuando vimos que el cuerpo de plástico del sensor de presión de aceite había reventado, y por ahí el aceite caía a chorros. Un sensor nuevo, bastante limpieza, y el susto se quedó en eso.
    Y por fin llegó el día de la prueba, el día de comprobar los límites de 40 CV y 680 kilos, y de ver hasta dónde rompían las limitaciones del coche de serie las modificaciones de nuestro trabajo. El invierno más lluvioso en muchos años ha convertido las llanuras en barrizales o lagos y las pendientes en toboganes de lodo, pero había que descubrir cómo van los Panditas por campo. Aprendimos que siendo corto y sin voladizos, los ángulos son formidables y no hay límites de geometría en las pendientes. Nos sorprendimos de las ventajas de la ligereza en las zonas de arena, aunque no nos vamos a ilusionar porque la arena mojada se endurece, y la que encontraremos en Marruecos estará seca. Y por último nos alegró que una vez atascados en el barro, porque claro que nos atascamos, esos 680 kilos hacen que sacar los Panda de donde sea resulte sencillo.
    Hasta aquí los preparativos, los días encerrado en el garaje y la parte teórica. El sábado 8 de Marzo nos congregamos frente al Palacio Real para poner en marcha la aventura y el domingo 9 pisamos Africa. ¡Qué ganas!


  • El parque móvil en 2013 (2 de 2)

    Siento decir que el RAV4 de tercera generación que habitó temporalmente el garaje lo hizo sin pena ni gloria, porque es el miembro con menos personalidad de una saga que cumple ahora veinte años. No tuvo la originalidad del primero, que inventó el concepto de todocamino. Tampoco el encanto rebelde de la segunda generación, del que disfruté enormemente un dos litros de gasolina, en carrocería corta con ruedas gordas y tracción total, que era una delicia haciendo rotondas a velocidades inapropiadas. Como remate, también le ha superado la reciente cuarta generación, más práctica.
    Esta unidad de la tercera generación era una especie de segmento D familiar más alto y algo pijo. Eso sí, bonito, cómodo y fácil de cargar gracias al portón. El único día en un año largo de uso en que se encontró a gusto y enseñó lo que era capaz de hacer, fue en la ruta entre Rupit y Tavertet, al norte de la provincia de Barcelona, una pista pavimentada en su día, llena de agujeros ahora, con vistas a unos enormes barrancos con el pantano de Sau al fondo. Allí donde un turismo es demasiado bajo, un TT demasiado grande y hace falta un motor suave, el RAV4 se hizo querer.
    El más peculiar de los vehículos que en 2013 pasaron por el garaje fue un prototipo que nunca pasará a la serie, la versión totalmente eléctrica (no híbrida) del Toyota iQ. Para ser un prototipo estaba muy bien hecho y mejor acabado, y su uso admite todo tipo de comentarios aunque siempre se termina hablando de lo mismo: lo que en EE.UU. bautizaron con acierto como “range anxiety”, o la ansiedad en la que se vive pensando en que uno se va a quedar tirado en la cuneta sin batería.
    Sí, podemos hablar de una manejabilidad excepcional, en parte porque las baterías son planas y van en el piso, lo que deja un centro de gravedad bajísimo, y en parte por unas dimensiones mínimas: longitud total de 2.987 mm, casi como la distancia entre ejes del Land Cruiser 80 (2.850 mm), 370 mm más bajo que el 80, dos metros entre ejes y solo un pelín más de una tonelada en vacío.
    También hay que comentar la parte práctica de un coche eléctrico, lo que se aprende en el día a día. Por ejemplo, que el cable de recarga se arrastra por el suelo de garajes y aparcamientos al hacer su trabajo, se ensucia, y termina ensuciando las manos del usuario. ¿Por qué no se emplea un sistema enrollable? O el curioso detalle de que al guardar el coche en el garaje, tras usarlo en verano, el garaje no se calienta, como sí pasa con los coches “térmicos”.
    O que, al probar hasta dónde llega la autonomía rodando despacio, uno se da cuenta de las velocidades a las que de verdad se circula por el carril de la derecha: las furgonetas, sobre todo las viejas, van a 80 km/h; los turismos de cierta edad con conductores de cierta edad, al mismo ritmo, y cuando los camiones veteranos llegan a las cuestas, los adelantaba rodando a 70 km/h.
    Pero al final se vuelve a hablar del monotema, de la obsesión permanente por si llegaré o no, cuántas bajadas y cuántas subidas me quedan hasta el siguiente enchufe disponible, si quito o dejo el aire acondicionado, … Así como en un híbrido los ojos saltan de la carretera a la pantalla de flujos de energía, en un desafío interno e inocente por rebajar el consumo, en el eléctrico el cerebro se pierde en los vericuetos aritméticos de la autonomía restante en ciudad y carretera, con y sin aire acondicionado, subiendo y bajando, y el placer de conducir se transforma en la angustia por llegar.
    Lo siento, el coche era formidable pero inviable, y no me vale como alternativa a medio plazo. Sobre todo si lo comparo en términos de movilidad práctica con el coche que llegó en esos mismos días al garaje: un Auris híbrido 2013. El iQ llegaba a recorrer 75 km. entre recargas, tras los cuales necesitaba de hasta cuatro horas en el enchufe; al Auris híbrido viaja más deprisa durante 800 kilómetros, y después de parar solo diez minutos en cualquier gasolinera, puede hacer otros 800 km.
    Con todo, no es eso lo que resulta más agradable de vivir con un híbrido; es la suavidad, la ausencia de vibraciones, la facilidad de uso, el silencio, la sencillez del proceso. Al principio hice pruebas con las funciones “Eco” y “Power”, pero “Eco” se me hace fofa y perezosa, y “Power” le quita parte de esa suavidad, y a estas alturas, ya con más de nueve mil kilómetros a cuestas, funciono siempre en modo normal. El consumo de combustible en uso interurbano real está entre 5,0 y 5,6 l/100 km., donde con el RAV4 me movía entre 6,5 y 6,7. En autovía, el consumo está muy relacionado con las condiciones: velocidad, viento, uso de calefacción y aire acondicionado,… y oscila entre 5,6 y 6,0.
    Hay una maniobra en los atascos de las circunvalaciones que me parece especialmente incómoda, y que olvido con el híbrido: la caravana circula a unos 60 km/h, y el coche de delante frena con brusquedad. En un coche térmico, se da un pisotón al freno y la pierna izquierda, que reposaba tranquilamente, se levanta y se lanza sobre el pedal de embrague para evitar que el motor se cale. En el Auris híbrido todo el proceso se hace solo con el pie derecho, en silencio y sin tirones.
    Al hecho de ser híbrido, este Auris le añade incorporar algunos juguetitos que ayudan al conductor y que suponen sorpresas. El navegador incorpora una función de aviso de atascos, útil en un entorno poco predecible como el de Madrid. Los sensores de aparcamiento ayudan no solo a aparcar; el delantero izquierdo me dice si me he acercado lo suficiente a uno de esos artefactos en los que recoger un boleto de acceso, presionar un botón, o pasar una tarjeta, como los que hay en los peajes de las autopistas o en las entradas de los aparcamientos. Si el sensor pita suavemente, al bajar la ventanilla el brazo me llega con comodidad; si no pita, estoy demasiado lejos, y si pita con cierta histeria, estamos a punto de darnos.
    Los faros autodireccionales parecían una tontería hasta que una noche los desactivé para ver la diferencia: de verdad iluminan el interior de la curva, que es hacia donde va el coche, y no la parte delantera, que es adonde apunta el morro.
    Por fin, el sistema automático de aparcamiento es una delicia para aquellos patosos al maniobrar entre los que me cuento: lo mete al primer intento en huecos en que yo me lo pensaría dos veces y terminaría rayando los paragolpes.
    La Specialized Stumpjumper lleva ya muchos años en el garaje, y últimamente ha necesitado cuidados especiales. A finales de 2012 cambié los rodamientos de la columna de dirección y de la caja del pedalier, más la cadena y los piñones, y este año tocó una reparación del amortiguador Fox de gas por simple agotamiento. Aparte de eso, el uso por campo implica frecuentes lavados para eliminar polvo o barro (dependiendo de la época del año), engrases y ajustes, especialmente de los frenos por mi manía: me gusta que tengan poco recorrido de maneta. El resto de las vicisitudes de la Specialized en el año las conté en la entrada “Cinco de cinco más la propina”.
    Y el último en llegar al garaje fue un adorable Seat Marbella Special de 1989, con el que vamos a participar en el Panda Raid de 2014. Resulta simpático verlo tan pequeño al lado del Land Cruiser, tan tecnológicamente atrasado junto al Auris híbrido, y tan lento frente al Celica. Ya se sabe que los desafíos toman formas insospechadas.


  • El parque móvil en 2013 (1 de 2)

    El Land Cruiser HDJ80 comenzó el año fuera de uso, algo raro en un Land Cruiser. Fue culpa mía.
    Una placa de hielo nos había hecho “frenar” el invierno anterior contra una valla de piedra, y el enorme paragolpes metálico delantero se deformó. Me puse a repararlo durante las Navidades pasadas, y una vez desmontado me dí cuenta de lo complicado de la situación: la zona central es de chapa, se une al chasis mediante dos soportes y deja paso al cabestrante; las puntas son de plástico, se atornillan a la sección central y mediante silentblocks a unos soportes que a su vez se unen a la carrocería. Por detrás del paragolpes está la caja de relés de cabestrante, por encima los faros supletorios, delante la matrícula, y en todas partes las consecuencias de más de veinte años de golpes. Es decir, que una vez desmontado es difícil que vuelva a encajar.
    Cometí a continuación otro error, y fue intentar enderezar los soportes principales a base de engancharlos con una eslinga a una encina y tirar con reductora. Los dejé tan doblados que estaban irrecuperables, y el Land Cruiser se quedó inmovilizado hasta que llegaron las piezas nuevas.
    Una vez reparado, lo disfruté sin más novedad que repasarlo en casa antes de la ITV anual. Tensé el freno de mano, que se hace desde dentro del habitáculo y no por debajo como es habitual, y cuando estaba listo para el examen, falló el arranque. Esa repentina inmovilidad, más un ruido en la suspensión delantera derecha, me entristecieron, y de repente le ví como una persona que envejece y pierde facultades, alguien que no volverá a ser lo que fue ni a hacer lo que hizo. Solo que los coches no son personas, y las reparaciones pueden hacer que el tiempo corra hacia atrás.
    Los Land Cruiser 80, con su instalación de arranque de 24 voltios, son muy sensibles al estado de las baterías (llevan dos) y de la instalación eléctrica. El fallo del arranque se debía a un peculiar fenómeno de oxidación galvánica, que había corroído el borne positivo de la batería izquierda, por lo que no llegaban al motor de arranque todos los voltios necesarios. Y el ruido de la suspensión se debía a una arandela de protección de tacos de goma mal colocada en una intervención anterior. Al Límite 4×4 se encargó de resolver ambas cuestiones y hacerme recobrar la confianza: un diagnóstico claro y racional y una recuperación inmediata me hicieron ver al Land Cruiser de otro modo. Qué pena que no suceda lo mismo con las personas, que decaen de modo inapelable y casi siempre irreversible.
    En la ITV me señalaron que los silentblocks de la estabilizadora delantera estaban dañados, y me permitieron bajar al foso para comprobarlo. ¡Cuánto tiempo hacía que no bajaba a un foso! Claramente convencido, los cambié todos: los de la estabilizadora a su soporte, y los de éste al chasis, y de repente la dirección se volvió más ágil y perdió juego, dentro de lo que agilidad y juego significan en un coche de dos toneladas con neumáticos de perfil 85.
    Lo mejor vino a continuación, durante un viaje de verano que incluyó 150 kilómetros de pistas por Extremadura, entre pinares, castañares, alcornocales, olivares y jarales, moviéndonos entre 450 y 1.200 metros sobre el nivel del mar. Y lo mejor de lo mejor fue una tarde solitaria por pistas de ladera, por las que no encontré más seres vivos que algunos corzos buscando refugio de un calor asfixiante entre pinos pequeños, en una zona repoblada tras un incendio de hace unos cinco años. Las pistas estaban dañadas por una primavera de lluvias torrenciales, y parece que nadie había retirado las piedras y las ramas caídas. Disfruté con el coche, pero es largo y pesado, el suelo estaba duro y deslizante y los barrancos eran profundos, así que dejé mucho margen.
    Por el lado del Celica Sáinz Réplica, el año arrancó con una pregunta: tiene un intercambiador aire-agua, uno de los puntos que le distingue del modelo de serie. Pues bien, ¿cómo se comprueba el nivel de ese agua? No respondí a la duda mirando en el coche, así que hice lo que no se suele hacer: consulté el manual y descubrí que tiene un sensor de nivel independiente conectado a una luz del cuadro y a una bomba impulsora oculta tras el radiador, y que el nivel se comprueba en el propio intercambiador. Asunto resuelto.
    En los meses siguientes comencé a notar un ruido en la transmisión delantera derecha, que solo aparecía al girar y en caliente. El ruido no ha ido a más, y no hemos conseguido saber de qué punto exacto de la transmisión procede; como además ésta se vende despiezada, esperaré a que evolucione el daño, y con un diagnóstico más fino sustituiré solo lo que haga falta.
    También pasó por el garaje durante 2013 el bisnieto de mi Celica, el GT86. Y vino acompañado de las toneladas de placer de conducción que trae de serie. Dos ejemplos: nada más recogerlo, encaramos una de esas enorme rotondas talla XXL que ponen a prueba la paciencia del conductor al entrar y la aceleración salida parada del vehículo cuando se entra. Fue hacer el cambio hasta tercera con el volante girado y virando plano y neutro, y de repente oí mis propias carcajadas de disfrute dentro del coche. Un rato más tarde lo estacioné en el aparcamiento subterráneo de un centro comercial, y caí en que todas las personas con las que me cruzaba se me quedaban mirando. Era por la tarde, así que no podía ser que después de todo un día de trabajo nadie me hubiera dicho que estaba mal afeitado o que llevaba la camisa mal abotonada. Pero no era eso lo que llamaba la atención, era la sonrisa de oreja a oreja que lucía, algo poco frecuente con la que está cayendo.
    Tener en el garaje al Celica y al GT86 casi obliga a hacer comparaciones, que podrían terminar en un tratado de dinámica de automóviles, de lo distintos que son y de cómo su definición condiciona su comportamiento. El Celica es un dos litros con turbo gordo, por lo que solo corre de verdad cuando las dos agujas, la de cuentavueltas y la del manómetro del turbo apuntan a la derecha. Tiene tracción a las cuatro ruedas, lo que camufla desequilibrios y subvirajes. El GT86 es atmosférico y tiene propulsión trasera, con una respuesta lineal, y es predecible en el empuje y en el agarre.
    Rodando suave, el Celica gira plano y neutro, admite abrir pronto y no sabe lo que es subvirar. La sensación de conducción es relajante. Ahora, si se le empieza a apretar el panorama cambia, y me hace recordar aquellos gráficos de vectores, en los que muchas fuerzas de direcciones, sentidos y valores diversos terminaban anulándose mutuamente. Porque no subvira gracias a tener propulsión trasera, y no sobrevira porque tiene tracción delantera, y gira plano porque tiene estabilizadoras gordas, y mantiene la trayectoria por ser ligero y rígido, pero parece decirme permanentemente, sobre todo a través del volante, que ese equilibrio es inestable, y puede ser efímero, y que cuando se rompa, si se rompe, lo hará cuando la velocidad de paso por curva sea tal que no podré controlarlo.
    El carácter del GT86 es más franco, más noble y predecible, como si te dijera que bueno, que vale, que a este ritmo no hay pegas, pero te insinúo lo que puede pasar si me sigues apretando, puedo subvirar algo a la entrada y salir neutro si me tratas con dulzura, o recurrir a todo lo que puede hacer la electrónica si te pasas con el gas a la salida de la curva.


  • Una de fronteras (2ª y última parte)

    La primera sensación que nos produjo la esperada frontera entre Marruecos y Mauritania fue… ninguna, por lo que casi nos la saltamos. De una señal oxidada y tirada en el suelo dedujimos que las decrépitas casetas que había a la izquierda eran las instalaciones aduaneras. Menos mal que un tipo nos requirió a golpe de silbato de árbitro de fútbol, y nos guió hasta aparcar los coches, con precisión milimétrica, en el lugar exacto de la solana que él quería, con la marcialidad y el rigor propios de quien ordena las aeronaves en la cubierta de un portaaviones. Su uniforme, sin embargo, no era muy reglamentario, ya que constaba de chaqueta larga en color azul celeste con charreteras, propia de domador de leones del Gran Circo Mundial, pantalón azul marino y sandalias, y se tocaba con un gorrito blanco de jubilado inglés en el torneo de tenis de Wimbledon. Tras pedirnos los papeles de siempre y hacernos las preguntas habituales, nos invitó a pasar, pero solo a los hombres, al interior de un chamizo. No había puertas, las escasas ventanas tenían cierres de madera sin cristales, y el ralo mobiliario eran sillas y mesas de oficina de hacía más de treinta años. En cada uno de los tres aposentos del chamizo habilitado como oficina, tras las mesas estaba el jergón en el que dormían los empleados que nos iban a atender. Y todo el conjunto de mesas, sillas, jergones, archivadores y máquinas de escribir, se envolvía en esa fina capa de polvo de arena que desde ese momento nos iba a seguir como una cola a su cometa por todo Mauritania, que haría borrosas las ciudades a los lejos, y engulliría al tren minero de Zouerat. Pero antes de llegar a esos episodios, nos quedaban unas horas de papeleos.
    Una vez que el del gorrito de tenis nos hizo entrar a la digamos oficina, un tipo de paisano, envarado pero cordial, se empezó a ocupar de los papeles de nuestros coches. A continuación pasamos al aposento de enfrente, donde nos esperaba quien dijo ser aduanero, dispuesto a que rellenáramos más formularios y a poner más sellos. Una vez acabada su función, nos guió al cuarto del fondo. Allí, una tercera persona, con el uniforme oficial coronado por una gorra de Nike, registraba cuando entramos las cajas que un mauritano había bajado de la altísima baca de su Land Cruiser Serie 60, y encontraba decenas de sandalias. Hizo un alto en la disputa con el supuesto contrabandista, puso más sellos en nuestros papeles, y salimos al exterior.
    Arrancamos los coches, que seguían cociéndose al sol en la ubicación matemáticamente precisa del secarral en el que los habíamos dejado, avanzamos cien metros, los volvimos a dejar al sol inclemente del desierto, y nos dirigimos a otro chamizo, el que alojaba el puesto de la policía. Era éste otra caseta, esta vez de piedra vista, con gallinas a la entrada, el catre a la derecha y una pequeña cocina a la izquierda. En otros términos, lo que por estos pagos europeos y en el medio rural sería una caseta de pastor, de cuando los pastores no tenían teléfono móvil ni llevaban las ovejas al veterinario en un “pick up”. Una vez que cruzamos la cocina nos introdujimos en un aposento rodeado por columnas de papeles amarillos y archivadores metálicos desvencijados. Algunos ventanucos en el muro de piedra, que nunca tuvieron marcos ni cristales, dejaban pasar la luz. Del techo colgaba, por toda iluminación, una bombilla de coche con un cable enganchado al final del cual una batería, también de un automóvil, esperaba la caída del sol para cubrir con luz mortecina el cuartucho. Al fondo de este cuadro, y parapetado tras una mesa metálica de oficina decadente nos aguardaba un individuo agradable aunque frío, que charlaba animadamente mientras llenaba de sellos nuestros pasaportes. Unas frases después, salíamos de Marruecos, se acababa por muchos días el asfalto y entrábamos en la tierra de nadie.
    Aun sin recuperarnos del impacto de la frontera marroquí, el estado de la pista en la tierra de nadie nos dejó a cuadros: pozas de arena y escalones de piedra más que suficientes como para arruinar a los Peugeot 504 y Mercedes veteranos que se jubilan en Europa y bajan a Africa a vivir un segundo turno.
    Nos habían insistido en que el salto de Marruecos a Mauritania, en lo referido a costumbres y nivel de vida, es equivalente al que hay entre España y Marruecos. Y aquellos primeros metros mauritanos eran el inicio de la demostración. El asfalto se había acabado en el lado marroquí del puesto fronterizo, lo que empezaba a dar la razón al siempre fiable mapa Michelin de la zona, que pintaba poco más de mil kilómetros de carreteras pavimentadas en una superficie total del país algo por encima del millón de kilómetros cuadrados.
    Los edificios de la aduana mauritana estaban construidos con piedras, restos de vías de ferrocarril, vigas herrumbrosas, paneles de madera, planchas de plástico, y otros desechos que el tiempo y el destino habían acarreado a aquel lugar del mundo. En la primera de las chabolas, un militar de uniforme sin identificaciones y con parsimoniosa caligrafía colonial llenó unos folios sueltos con cuantos datos veía en nuestros pasaportes y en las documentaciones de nuestros coches. En la segunda, tres militares charlaban mientras la radio de pilas emitía música local y oraciones, que servían de fondo a la cumplimentación de más formularios, esta vez referidos a declaraciones de divisas y otra vez a los vehículos. Y todo ello entre risas educadas, frases en idiomas mezclados, algún pago dudosamente necesario, mucho “merci” y bastantes “buon route”.
    Llegar desde esta aduana a Nuadibou representó mucho más de lo que se hace en bastantes excursiones de todoterreno en España. Insisto en que se había acabado el asfalto, y la pista seguía siendo una sucesión de escalones de piedra y pozas de arena hasta llegar al cruce con el tren minero de Zouérat, que a estas alturas merece una detenida descripción. En el interior de Mauritania, en las zonas de Fdérik y Zouérat, se comenzaron a explotar en los años sesenta del siglo pasado una de las mayores reservas mundiales de mineral de hierro, en concreto hematita y magnetita. Como era posible la explotación a cielo abierto, la única dificultad consistía en trasladar el mineral al puerto de Nouâdhibou, separado en línea recta por poco más de quinientos kilómetros de desierto… , y un territorio en disputa. Porque entre las minas y el Atlántico estaba la entonces provincia española del Sáhara Occidental, y el gobierno español negó a los mauritanos que su tren minero cruzara un territorio que años más tarde se convirtió en escenario de la guerra entre Marruecos y el Frente Polisario. Por eso el tren recorre en total más de setecientos kilómetros, primero en dirección sur hasta Choûm, y luego hacia el oeste, hasta encontrar la costa del Atlántico, para esquivar la discutida frontera. Al principio de la explotación, el mineral se transportaba en camiones, pero las necesidades de volumen y las averías de los camiones al cruzar unas pistas infames aconsejaron la construcción del tendido ferroviario. No es de extrañar el interés del gobierno mauritano en esta explotación minera, porque a pesar de la caída internacional de los precios del hierro, representa el 21% de los ingresos de divisas del país.
    La compañía que explota las minas, la Société Nationale Industrielle et Minière, más conocida por SNIM, presume de que es éste el tren más largo del mundo, y de que la longitud de los convoyes llega a los dos kilómetros y medio. Durante nuestro recorrido por el norte de Mauritania nos cruzamos varias veces con él, y aunque no lo medí en ninguna ocasión, me lo creo: llegan a tirar de él hasta cuatro locomotoras de 3.300 caballos cada una, y puede llevar 84 toneladas de mineral de hierro en cada uno de los más de doscientos vagones. Como labor social, se enganchan al final un vagón de pasajeros, alguna plataforma de transporte y cisternas de gasóleo para cubrir en lo posible las necesidades más elementales de las aldeas que se cruzan.
    Y entre medias circulan los vagones que dan apoyo a las nueve bases de mantenimiento del servicio, en forma de repuestos, comida, agua y combustible. No olvidemos de qué estamos hablando: una media de 17.000 toneladas de tren, una media de 25 toneladas de carga por eje, pasando tres veces al día por vías que se cubren de arena, que soportan más de cincuenta grados centígrados en verano y bajan de cero en las noches de invierno. Los carriles se desgastan y se deforman, las traviesas ceden, el balasto se hunde. No es de extrañar que de las vías se desprendan trozos de acero como cuchillos, que rodean su trazado. Estos restos, más los tornillos y otros desechos de las reparaciones aparecen esporádicamente en las cercanías del trazado, lo que supone el mayor peligro para quienes conducen por la zona: no es que puedan pinchar una rueda, es que pueden rajar de modo irreparable los neumáticos de uso africano que llevábamos en nuestros coches. De ahí el principio básico que se debe respetar escrupulosamente: la vía es el guía hasta Choûm, pero desde lejos, sin acercarse a ella, es una referencia permanente y alejada.

    Pasada la vía del tren, camino de Nuadibou, cruzamos lo que el día en que Alá lo permita, será la carretera a Atar, casi seiscientos kilómetros de los cuales ahora merecen llamarse carretera no más de cien, los últimos antes de llegar a Atar. Lo que había a la salida de Nuadibou era una pista ancha de tierra compactada, pero cada medio kilómetro se habían plantado una especie de barricadas de tierra para evitar que la utilizaran los camiones y la dañasen. Por culpa de estas barreras, conducíamos por la pista a unos 90 km./h hasta llegar a las barricadas, frenábamos y saltábamos al desierto, maniobrábamos en primera o segunda para rodearla, volvíamos a la pista, acelerábamos, y vuelta a empezar. Rodábamos de este modo paralelos a la vía, con los coches perseguidos por la sutil estela de polvo, cuando nos alcanzó el tren más largo del mundo. Las locomotoras tiraban de él a no más de sesenta por hora, con la ristra inacabable de vagones coronados por viajeros sentados directamente sobre el mineral, que nos saludaban. La luz del atardecer nos cogía a contraluz, por lo que para nosotros el convoy era un perfil de vagones, mineral y siluetas que saludaban, envuelto todo en la bruma de la arena que flotaba.
    Como reducíamos la velocidad cada vez que llegábamos a una de las barricadas que pretendían cuidar la futura carretera, los vagones nos iban adelantando, más y más vagones, hasta que nos alcanzó el de pasajeros que cierra el convoy, el de los potentados que han pagado un billete en lugar de trepar a los vagones de carga. Poco a poco el gusano metálico se alejaba y se disipaba, envuelto en el vaho gris del desierto, para terminar a lo lejos como engullido por él.
    Finalmente llegamos a Nuadibou, triste, pobre y polvorienta. Apenas había una calle pavimentada en la segunda ciudad de Mauritania, el Port – Étienne de la época colonial, y sus 72.000 habitantes caminaban o conducían por calles, claro, polvorientas. Los edificios no pasaban de las dos plantas, no había aceras, el tráfico parecía más suicida que caótico, y por todas partes había carteles electorales, ya que faltaba apenas una semana para las presidenciales. Tras cruzar la ciudad alcanzamos el “Centre de Pêche”, una especie de club de pesca deportiva en el que se habían construido algunas habitaciones muy básicas. Es decir, la energía eléctrica la suministraba un generador, y cuando estaba apagado tampoco había agua caliente. Las habitaciones eran pequeñas, y las camas simples colchonetas apoyadas sobre zócalos de obra. Pero al borde del mar, frente a la Bahía de Lévrier, se agradecía el ambiente acogedor, el frescor de las habitaciones, y la pequeña ducha, aunque nos amenazaran con agua gélida si uno se bañaba a deshora.

    Nos quedamos a cenar en el “Centre de Pêche”, y disfrutamos una vez más de las adorables contradicciones africanas. En la sala de este restaurante ubicado entre un desierto y un océano, las mesas estaban servidas por dos camareros negros, descendientes de los originarios habitantes de la zona que dieron nombre al país. Eran altos, graves, elegantes en sus movimientos y severos en su gesto, y de no ser por el color de la piel y de que hablaban en francés, estarían en su salsa en cualquier restaurante londinense de lujo. El uniforme era un impecable chaqué blanco, y los modales, la seriedad y el ceremonial, directamente trasladados del París de hace cincuenta años, de la metrópoli que les educó para servir a los colonialistas.
    El menú se aproximaba más a la gula que a la necesidad de alimentación: para empezar, unos deliciosos filetes de un pescado no identificado marinado en salsa de limón; más tarde, gambas rebozadas, para terminar con un pez local a la brasa con patatas fritas y salsa a base de cebolla picada. Tras esto, flan, y las tres tazas de té, y una larga tertulia sobre saharauis, viajes por el desierto, campos minados, tormentas de arena, camioneros marroquíes borrachos y aduaneros mauritanos corruptos. Ahmed Kenkou, que se unió en ese momento a nuestro viaje, es un mauritano casado con una vasca de Mondragón; ella llegó con un proyecto de Cooperación Española, se casó con Ahmed y viven en Nouakchott. El hablaba un español suelto, sin acento local, con populismos y tacos abundantes, y vivía de guiar por Mauritania con su Toyota Hilux a viajeros, aventureros, cooperantes, equipos de televisión, naturalistas, y a todo aquel que deseara recorrer el inmenso país. Contaba que el Ramadán, muy poco entendido en la Europa cristiana a pesar de su similitud con la Cuaresma, es una época de reflexión, que obliga a pensar, y controlar el cuerpo a la vez: “Si estás todo el día sin comer ni beber, entenderás a quien pasa hambre y sed. Aquí dejar de fumar no es un problema”, continuaba, “lo puedes hacer cuando quieras. Hoy no se ha fumado un solo cigarrillo en todo el país, y esta noche se vuelve a fumar, porque el Ramadán hace que tu cerebro controle tu cuerpo”. Era una interpretación sana del Corán, tan alejada de los extremos liberales de la costa marroquí como de los integrismos, aunque no debemos olvidar que las matrículas de los vehículos nos recordaban con insistencia dónde nos encontrábamos: RIM, República Islámica de Mauritania. Y nos fuimos a dormir, porque a la mañana siguiente empezaba el desierto de verdad.


  • Una de fronteras (1ª parte)

    El siguiente control estaba a la entrada de la península de arena de cuarenta kilómetros de longitud en cuyo extremo sur se asentaba nuestro destino del día, Dakhla, la antigua Villa Cisneros. El del uniforme, con pocas ganas de escribir, directamente nos preguntó si teníamos “la ficha”, porque sabía que muchos europeos, para no perder tiempo, junto a la documentación llevan muchas fotocopias de un folio en el que han condensado la información que se pide en esos controles: nombre y apellidos de los ocupantes de los vehículos, números de pasaporte, fechas de nacimiento, profesiones,… Y a continuación, los del propio vehículo, desde la matrícula y el número de chasis a datos del seguro y cualquier otro que satisfaga el afán vigilante de los policías o militares. Pasado el control, y llenos los depósitos de gasóleo barato, reanudamos el rumbo sur. Se es consciente de rodar por una península al ver crecer a la izquierda la lengua de agua que la separa del continente, y terminar conduciendo entre dunas escoltadas a ambos lados por mar. Llegados al extremo y alcanzada Dakhla, nos alojamos en el Sahara Regency, ostentoso hasta en el nombre, donde no se pudo discutir el precio de la habitación y cuya recepción y fachada principal tenían la grandiosidad y la opulencia de un establecimiento similar, pero ubicado en una capital de Occidente. Nos atendió en la recepción, en correcto inglés, una guapísima árabe, de ojos atractivamente grandes y peligrosamente negros, cuya vestimenta no tenía nada que ver con el recato que los occidentales suponemos en las mujeres de la zona.
    La habitación, simple y escueta, tenía el indudable atractivo de un poseer ducha con agua, y el dudoso honor de unas ventanas con vistas al cuartel de la ciudad, donde los militares alineaban los helicópteros de combate con los que no hacen tanto guerreaban contra las fuerzas del Polisario. Cuartel, por cierto, construido por los españoles. Este Villa Cisneros en disputa que veía desde la ventana de la habitación del hotel, fue español desde mucho más tarde que otras ciudades de la zona, y se bautizó así en honor del Cardenal Cisneros. Menos mal que los locales parecían no saber que Francisco Jiménez de Cisneros, nacido Gonzalo Cisneros en 1436, llegó a ser Inquisidor General de Castilla. En la época de los Reyes Católicos, fomentó una política intransigente contra los moriscos, lo que provocó la rebelión de Las Alpujarras de 1499 a 1501, lo que a su vez dio lugar al decreto según el cual los musulmanes de Castilla debían convertirse o abandonar el territorio. Se ve que por entonces no se había inventado esa horrible palabra de la multiculturalidad, ni se practicaba como virtud. Cisneros llegó a ser regente a la muerte de Felipe El Hermoso, junto al Condestable de Castilla y el Duque de Nájera. Lo que acerca al Cardenal a Africa es su decidido apoyo a la política expansionista de Fernando El Católico en el norte del continente; por eso se dio su nombre a la villa cuya construcción comenzaron los españoles en 1885. Desde cuatro años antes había amarrado un pontón en la desembocadura del Río de Oro, llamado así porque se creía que, remontándolo, se llegaría a esas inmensas minas de oro que la imaginación y la codicia ubican en todos territorios inexplorados. Antes de que los ingleses se establecieran en la zona, que ya habían visitado, el Gobierno español de Cánovas decidió en Diciembre de 1884 tomar bajo su protección (¡brillante eufemismo!) todos los territorios comprendidos entre Cabo Bojador y Cabo Blanco, donde ahora se sitúa Nuadibou. Una de las primeras medidas fue establecer una factoría donde estaba anclado el pontón, y terminar al año siguiente fundando la ciudad.
    Ahora Dakhla es una mezcla de punto avanzado de la ocupación marroquí, puerto pesquero, y último lugar habitado antes de la frontera con Mauritania. Por eso era un buen momento para dedicarles un rato de cariño a nuestros sufridos Land Cruisers, y comprobar niveles y aprietes. En un instante convertimos la calle en un taller, y a la sombra del edificio del Sahara Regency sacamos las herramientas y jugamos a los mecánicos. Como era de esperar todo estaba correcto, salvo un leve consumo de aceite por culpa del calor y las muchas horas a alto régimen, y el apriete de la baca, que comenzaba a sufrir tras tantos kilómetros de asfalto irregular cargada con la pala y las pesadas planchas para la arena.
    Al caer la tarde y pasear por la ciudad, sorprendía un cambio notable respecto a lo visto en Marruecos. Era razonable esperar que, al anochecer, los hombres salieran a pasear, que tomaran café o té a la menta en las terrazas de los bares, o merodearan por los mercadillos. Lo que sorprendía era la cantidad de mujeres que paseaban o compraban, solas o con otras mujeres, con la cabeza cubierta o con el cabello a la vista, con el tradicional recogido o con el pelo suelto, casi todas con sombra de ojos y labios pintados. Y en todos los casos, en ellos y en ellas, y en el aire fresco del cercano Atlántico, se percibía la alegría de las noches del Ramadán.
    En ese paseo por Dakhla descubrimos con envidia a una pareja de suecos, muy jóvenes, que viajaban en una Honda Africa Twin. No tardamos en pegar la hebra y la envidia nos corroió al escuchar sus planes: tenían a su entera disposición todo un año para viajar por Africa. En principio su plan consistía en bordear la costa del Atlántico hasta Gambia, donde embarcarían con rumbo a Namibia para evitar países conflictivos. De allí, a Ciudad del Cabo, y rumbo norte en paralelo a la costa del Indico por Mozambique, Tanzania, Kenia y desde ahí a improvisar. Lo contaban con toda la naturalidad del mundo, como si ese viaje fuera poco más que un paseo de domingo por la tarde. Y es que la urgencia de los viajeros es inversamente proporcional al alcance de su viaje; es decir, una salida de fin de semana se cuaja de prisa e inmediatez, y un recorrido de un año se cubre de tranquilidad, uno asume que ha abandonado su casa temporalmente para conocer el mundo, y para ello es necesario dedicar tiempo, incluso perderlo, charlando con los locales y vagando por las ciudades. Recordé una sensación similar, experimentada años atrás no lejos de Dakhla en términos continentales: bajábamos en moto por la Transahariana argelina rumbo a Tamanrasset, con la idea de torcer luego al este y volver por Djanet hasta Ouargla y Argel. Caía la tarde cuando paramos apresuradamente en una aldea para recoger agua de un pozo y terminar la jornada del día, y saludamos a un austríaco solitario que departía sin prisa alguna con los hombres del lugar. Llevaba una de aquellas Yamaha XT500 de depósito metálico, negro y plata. A la vista del equipaje de su moto y de la serenidad de su mirada, se intuía lo que nos respondió: “Voy a Ciudad del Cabo, más o menos en línea recta, y tengo tiempo de sobra para llegar”. En comparación, lo nuestro no era más que dar una vuelta a Argelia, así que volvimos con prisa a las motos y le dejamos con celos. A nosotros nos dio vergüenza reconocer ante los suecos de Villa Cisneros que solo íbamos hasta Dakar y encima en coche y además el viaje solo iba a durar tres semanas, así que nos despedimos con una sonrisa y un sincero buena suerte. Como suele suceder en estos viajes, nos volvimos a topar con ellos en otras ciudades y otros países, hasta perderles de vista ya en Senegal.
    El insípido desayuno del pretencioso Regency Hotel de Dakhla me supo a gloria, porque la mañana amanecía con sabor a desafío: todo aquello que nos habían comentado y habíamos leído sobre Mauritania iba a dejar de ser un relato ajeno para convertirse en experiencia propia, en un trocito de nuestro historial de viajeros. Volvimos en principio sobre nuestras huellas en la península de arena, recobramos el rumbo sur ya en el continente, y pasamos numerosos controles esta vez de militares. Hasta 1994, la única manera de recorrer los poco más de cuatrocientos kilómetros que hay entre Villa Cisneros y la frontera mauritana era incorporándose al convoy del ejército marroquí que hacía el recorrido dos veces por semana, a velocidad de camión militar de desecho, en una pista infame rodeada por los campos de minas, y con los pasaportes de los integrantes de la caravana retenidos por los militares. Los veteranos de esta experiencia recuerdan los días pasados al raso en el puesto mauritano de la frontera, a la espera de la llegada del convoy marroquí, la exasperante lentitud del viaje, y la tensión de no poder alejarse unos metros en las paradas para hacer lo que se suele hacer en las paradas de un viaje, por temor a pisar una mina en medio de un desahogo tan humano.
    Ya no es tan complicado porque el viaje se hace por libre, la pista está asfaltada, y hasta se puede parar a hacer una foto de la indicación del GPS cuando se cruza el Trópico de Cáncer, esos 23º 27’ 00” Norte que no faltan en los mapas de la zona y que carecen de significado alguno en medio de esta nada. Además, hay hasta algo que se puede llamar área de servicio, el Motel Barbás, actual punto de referencia de quienes recorren la zona, porque es el último punto del territorio en el que repostar, comer y dormir con ciertas garantías para las tres actividades antes de entrar en Mauritania.
    Esa frontera parece no llegar nunca, porque los cuatrocientos kilómetros son tediosos, monótonos y lentos, y porque los controles militares se multiplican. Y como muestra del nivel de vida de la zona, un ejemplo: cada vez que ante la pregunta sobre su profesión, mi mujer respondía que es farmacéutica, siempre había una petición de medicinas. Menos mal que íbamos pertrechados al respecto, y convertimos cada control en un dispensario. Abríamos las puertas traseras del coche, sacábamos la caja de medicinas y poníamos en marcha el consultorio.
    Sin embargo, tan al sur la situación se agrava. Uno de los militares pedigüeños, con unos horribles eccemas en los pies, asentía a todas las explicaciones sobre el tratamiento y la frecuencia con que había de darse la pomada que le entregábamos, siempre después de lavarse cuidadosamente la zona con agua y jabón. Su mirada, el aspecto de sus pies y el del poblacho cercano en el que parecía vivir nos obligó a la siguiente pregunta: “¿Tienes jabón?” De modo que nada más verle la cara le entregamos las pastillas recién robadas del Sahara Regency, e inmediatamente su compañero de puesto nos pidió algo contra la diarrea, con lo que repetimos la entrega de medicinas.
    De este ejemplo no se debe deducir que los conocimientos de idiomas de los policías, de los militares de estos viajeros, permitían mantener el diálogo médico que parece deducirse del párrafo anterior. Todas las conversaciones se desarrollaban en una mezcla irreverente de francés, español, manoteos, señas y dibujos en el mismo cuaderno en el que los encargados de los controles elaboraban sus informes y anotaban los datos de los viajeros. El esfuerzo por contener la risa era notable cuando un fornido soldado explicaba entre las dunas al borde la carretera que sufre de diarrea, con gestos acalorados y movimientos convulsos, o un militar con chancletas y Kalashnikov al hombro enseñaba los pies llenos de eccemas y ponía cara de que le picaba más de lo razonablemente soportable.
    Hay que añadir al cuadro un comentario más sobre el uniforme de estas personas, además de lo ya mencionado de las chancletas. En la mayoría de los casos no solo no llevaban armas, los uniformes estaban viejos y desteñidos, y carecían de identificaciones, símbolos, galones o simplemente la bandera marroquí. Simplemente un pantalón caqui, una camisa de tono similar y en casos extremos algo en la cabeza. Pero lo mejor, como siempre en Africa, estaba por llegar.


  • ¿Son tan buenos los coches buenos?

    Desde que el mundo es mundo, existen los coches normales y los coches buenos. Los normales hacen su trabajo con más o menos brillantez, siempre con dignidad, y tienen costes de compra y posesión generalmente razonables. Los coches buenos dan un algo más, sea real, emocional, intangible o simplemente sugerido. Y sus costes de compra y posesión no siempre son razonables.

    No voy a diseccionar los motivos de compra de los coches buenos, ni si el incremento de precio se justifica; simplemente voy a entrar en si los últimos coches buenos que he probado son de verdad buenos.

    Empezando por fuera está claro que entran por los ojos. Más allá de la imagen de marca de los logotipos que lucen en el morro, y de que se supone que ese prestigio se contagia a quien los conduce, son indudablemente atractivos. Puede gustar más la línea conservadora de un Mercedes Clase C, el aspecto más dinámico de un Serie 3 de BMW, el atractivo minimalista de un Audi A4 o la elegancia deportiva del nuevo Lexus IS300h, pero nunca se dirá que son feos.

    Los interiores se asocian a lo que se espera de sus marcas, y los cuatro justifican ser eso que los aficionados a las etiquetas llaman “D Premium”. Hay menos plásticos que en un coche normal y son de mayor calidad, hay acabados en un satinado discreto en lugar de supuestos cromados que no suelen ser más que plásticos plateados. El tacto de los botones es firme y fiable, destila una precisión alejada de la sensación fofa de un mandito barato. Cierto es que en las zonas menos visibles (parte inferior de las puertas y asientos, o las áreas más cercanas a los pies) la calidad decae, pero en lo que se ve y se toca hay clase.

    La consecuencia del precio superior permite a ingenieros y diseñadores subir un escalón en materiales, ajustes, formas y procesos. Está claro que algunas de las mejoras permitidas por un mayor presupuesto son obvias: calidad y espesor de moqueta, plásticos blandos bien ajustados, y gomas de puerta de labios múltiples que reducen el ruido aerodinámico y hacen que el sonido al cerrar sea más rotundo. Existen otros elementos no visibles que ayudan, y mucho, a que el comportamiento del coche sea superior.

    La función básica de una suspensión es aislar a la estructura del coche y a sus ocupantes de los golpes y las vibraciones generados al rodar, sin perjudicar la transmisión de potencia, la frenada o la dirección. Una suspensión sencilla y barata para un coche poco potente es un eje torsional con amortiguadores; un sistema práctico y barato para una furgoneta es un eje rígido con ballestas; ambos son escasos para vehículos que pretenden ser rápidos y confortables. Para éstos se necesitan suspensiones con varios brazos (más piezas, más precisas) que se apoyan en tacos de goma con rigidez variable según el eje de la fuerza, que ceden para absorber los baches pero no para que cambie la posición del neumático respecto al suelo.

    En una suspensión, se llaman elementos no suspendidos aquellos que se mueven al actuar el sistema, sea por baches o por la dinámica del vehículo: neumático, llanta, buje, disco, pinza y parte del muelle, del amortiguador y de los triángulos y tirantes de suspensión, ya que otra parte se considera unida al chasis y por lo tanto “suspendida”. Cuanto menor sea el peso de las piezas no suspendidas, mejor funcionará la suspensión, ya que menor es la masa que se desplaza, que luego debe ser frenada por el hidráulico del amortiguador.

    Por eso, cuando el presupuesto lo permite, los coches buenos montan suspensiones brazos múltiples, que permiten una geometría más precisa, y los brazos se fabrican en aluminio forjado. Si van en la parte trasera, el fabricante se molesta en que bajen un poco y el paragolpes posterior suba algo para que se vean desde detrás. Hay que presumir en los atascos.

    La consecuencia de esa menor masa  es un comportamiento más fino de la suspensión, como si de repente hubiera menos baches o fueran más pequeños.

    Y hay apartados aun menos visibles que distinguen a los coches buenos. Una carrocería rígida supone mejores ajustes que reducen ruidos aerodinámicos, y menores variaciones en la geometría de suspensión para una mayor precisión en curvas. Y también permite que los huecos de puertas sean más grandes, para facilitar la entrada y la salida al habitáculo. Un punto crítico es el umbral de la puerta trasera de una berlina: si lo elevamos, aumenta la rigidez torsional, y a la vez obliga a levantar más la pierna a quien quiera pasar al asiento trasero. No olvidemos que la edad media de los usuarios de los coches caros es alta, y más aun la de sus padres, por lo que estos aspectos relacionados con la agilidad son especialmente importantes. Un par de soluciones caras se ven en los coches que he probado. La primera es emplear aceros de alta resistencia, muy alta resistencia o resistencia ultra alta. De verdad que se llaman así. Con estos materiales, un menor espesor garantiza una mayor rigidez, a costa de una factura más alta. Eso sí, no se pueden calentar demasiado en los procesos de estampación y soldadura, lo que dificulta una soldadura por puntos que utilice, para mayor rigidez, muchos puntos cercanos.

    Al llegar aquí, para explicar la segunda solución que se aplica en los coches buenos, voy a recurrir a una comparación: imaginemos una prenda de vestir, sea chaqueta, cazadora o rebeca, que se cierra por delante con un botón. Si una vez abotonada la prenda tiramos desde los lados, se deformará mucho. Un primer remedio sería usar dos botones, o mejor tres. Y la solución definitiva sería poner una cremallera, ya que une todos los puntos de las dos mitades.

    Para unir con mucha rigidez dos piezas de acero de  muy alta resistencia, en lugar de muchos puntos de soldadura que las sobrecalentarían, o un cordón que las achicharraría, se emplea ¡pegamento! Sí, un sistema de unión de origen aeronáutico, que a cambio de no ser barato ofrece una enorme rigidez. ¿Y qué otra pega plantea? En piezas recién soldadas con calor se puede seguir trabajando unos segundos más tarde, porque el proceso de enfriamiento es muy rápido; en una cadena de montaje las piezas se sueldan consecutivamente, casi sin esperas. Las uniones pegadas requieren de tiempo de curado, por lo que el proceso de fabricación es más largo, y ya sabemos lo que cuesta el tiempo.

    Y con esto llegamos a la conclusión, que es la respuesta a la pregunta que sirve de título a esta entrada: dejando de lado el “snobismo” de la marca y algunos extras prescindibles, sí, se nota y se disfruta cuando un coche es bueno, vale la pena ese tacto preciso y confiable en el volante, la nitidez en la entrada y en el paso en curva, la solidez en una secuencia de curvas enlazadas, el sonido agradable y amortiguado. Los coches buenos son buenos; siempre, lástima que sean caros.


  • Ayer estuve limpiando el garaje

    Digo garaje porque desde un punto de vista práctico, el semisótano de casa se utiliza principalmente como garaje del parque móvil. Aquí guardo los coches que caben, las bicis y en su día las motos. También actúa como taller en el que mecaniquear sobre ese parque móvil. Mirado de un modo más emocional, este garaje es una suerte de museo de objetos recopilados a los largo de años de viajes y carreras, que ahora cuelgan de las paredes para recordar buenos momentos en los que disfruté y malos momentos en los que aprendí. Y rodeado de aspiradora, fregona y escoba, según desempolvo, friego o barro, los ojos y las manos pasan por esos objetos y reviven el instante en que se hizo la foto, utilicé el pase o vestí el uniforme.

    De éstos hay cuatro, en concreto cuatro camisas que conservo de cuatro experiencias en carreras. La última de ellas cobró un valor especial un año después de lucirla: es la camisa del Dakar de 2007, el último africano, en el que fui asistencia de Xavi Foj, y con la que subí a acompañarle en el podio del Lago Rosa. Junto a cada una de las cuatro camisas cuelga una foto, y la de ese Dakar ha envejecido deprisa: se ve el Land Cruiser 120 de Xavi en el momento de tomar la salida frente a la formidable fachada del Monasterio de los Jerónimos en Lisboa, a tiro de piedra de la Torre de Belén. En el ambiente flota la sensación que nos ronroneaba en la cabeza esos días: nos vamos a Africa, y hay que llegar a Dakar como sea. En aquellos días claro que no sabíamos que iba a ser el último Dakar africano, y que no volvería a salir de Europa.

    En una cajonera al otro lado del garaje, y guardada con cuidado en una bolsa, hay una bandera española. La compré a finales de 2006 para llevarla a ese Dakar, y la metí con esperanza fetichista en el fondo de la bolsa de viaje junto a una promesa hecha a mí mismo: la luciré en el podio de Dakar. Porque íbamos a llegar. Un desierto, dos continentes, tres semanas y siete países más tarde, llegamos todos a Dakar. El sábado por la noche la saqué de la bolsa y la pasé a la mochila, y el domingo por la mañana, frente al Lago Rosa, la desplegué. A la hora de subir al podio con todo el equipo, Etienne Lavigne, director del Dakar, me la cogió y la colocó sobre el capó del Land Cruiser de Xavi. Así salimos en las fotos de prensa.

    A la izquierda de la camisa y la foto de ese Dakar hay otras que me traen un recuerdo agridulce: parrilla de salida de 500 cc en Montmeló, 1994, junto a Juan López Mella, al que habían cedido la Suzuki Lucky Strike de Kevin Schwantz, que no corría por lesión. Había conocido a Juan unos años antes, quizá cuando él corría (y ganaba) el Nacional de Superbikes con una Honda RC30, y yo era mecánico de César Agüí en el mismo campeonato y con la misma moto. Juan siguió con su RC30 en Superbikes hasta el 92, en que Dani Amatraín se trajo una Ducati de fábrica. En la primera carrera, en Albacete, Dani sin despeinarse le metía un segundo por vuelta a Juan. La segunda se corrió en Calafat, una pista lenta en la que la Ducati no podía aprovechar toda su caballería y, aún así, Dani ganó con 31 segundos de ventaja sobre Juan, que fue todo lo que podía ser: segundo. El lunes siguiente, a primera hora, Pedro Parajuá, ex piloto y mecánico de confianza de Juan, me llamó. Era la época en que Yamaha vendía motores a Harris y a ROC para que hicieran motos de 500 cc con que poblar unas parrillas anoréxicas, lo mismo que hace ahora Dorna con las CRT en MotoGP. “¿Sabes si a Harris o a ROC les queda alguna moto? ¿Tienes sus teléfonos?”, fueron las dos preguntas que me hizo Juan. Le dí los números de teléfono, no publiqué nada para no interferir en la maniobra, y poco después Juan debutó en el Mundial de 500 con una Yamaha ROC.

    Al final de la temporada 94, con Schwantz lesionado, Suzuki decidió ceder las dos motos en la última carrera; una a un inglés y la otra a Juan, que me contrató para ese fin de semana como asesor, traductor, intermediario y lo que hiciera falta. Nos pasamos los tres días descubriendo lo que era un equipo de fábrica y una moto inconducible, o conducible solo por un tipo como Schwantz. La característica fundamental de aquella moto, además de que el motor corría un disparate, es que tendía a levantarse y abrir la trayectoria cuando se daba gas, y en un circuito como Montmeló lleno de curvas enlazadas, eso es un desastre. La Suzuki tenía tijas que creaban divergencia entre la horquilla y la pipa de dirección, excéntricas en las fijaciones del motor al chasis para variar su posición, y diversas alturas de anclaje del basculante al cuadro para cambiar la geometría. Pero ni por esas.

    Al principio Juan no se aclaraba, porque cuando abría gas con ganas la moto subviraba, se le acababa el asfalto, y terminaba cortando. Alex Barros, el otro piloto de Suzuki aquel año le dio algunos consejos, y ni aun así hizo buenos tiempos. La conclusión a la que llegamos es que la única manera de ir deprisa con aquel trasto era llevarlo como Schwantz: abrir gas con tanta rapidez, casi con violencia, que se provocara un derrapaje en la rueda trasera que compensara el subviraje del chasis. Y hacerlo en cada curva de cada vuelta. Con resignación llegamos el domingo a la parrilla, sabiendo que el resultado no iba a ser gran cosa, aunque al menos íbamos a aprender. En la foto que conservo él está pensativo y yo serio, ambos uniformados de Suzuki Lucky Strike. El sabor amargo de la foto y de la camisa se debe a que Juan nos dejó unos meses más tarde por culpa de un accidente de carretera.

    En la pared de enfrente hay una foto dedicada. Está tomada en una zona árida y montañosa de Túnez, y lo único que destaca entre los cerros pelados es el Land Cruiser LJ70 con el que hice un viaje formidable por aquel país en 2005. La foto me la dedicó Takeo Kondo, el ingeniero de Toyota que dedicó tantos años de su vida profesional a los todo terreno de la marca, que se le terminó conociendo como “Mr. Land Cruiser”.

    En Japón no se cultivan con la misma intensidad que en Occidente los conceptos de individuo o liderazgo, y los egos, si existen, son de tallas muy inferiores a los nuestros. Por eso Takeo Kondo no tiene biografía publicada ni hueco en la Wikipedia, y cuando se busca información sobre su vida aparecen más vacíos que datos. Sí se sabe que al acabar sus estudios de ingeniería comenzó a trabajar en Toyota Motor Corporation, en el equipo responsable de los Land Cruiser. Colaboró primero en la ingeniería del FJ55 de 1967, y luego en el BJ40 de 1974. Y en 1985 le llegó su oportunidad, porque le pusieron al frente de un desafío: el Serie 70 de 1984, con ejes rígidos y ballestas se había convertido en un mito, pero el mercado demandaba un vehículo que no perdiera prestaciones en campo y brillara en carretera, que siguiera siendo un Land Cruiser sin machacar la espalda de los ocupantes. Y Kondo creó el primer Land Cruiser “blando”, con ejes rígidos, sí, pero con muelles de suspensión, justo el LJ70 con el que hice el viaje por Túnez. A la vista del éxito del vehículo, se le nombró ingeniero jefe del proyecto de la Serie 90, lanzada en 1996, y luego supervisor de los ingenieros jefes de las Series 70, 90 y 100. Cuando, gracias a un buen contacto, conseguí que me dedicara la foto, estaba parcialmente jubilado como director de I+D de Kayaba, el fabricante japonés de amortiguadores para coches y motos.

    En el garaje hay también pases que reavivan la memoria. Los más actuales son de plástico, con colores corporativos, como el de una reciente peregrinación a Maranello en el que se lee: “Ferrari. Ospite” (más huésped que visitante). Estos modernos son fáciles de limpiar, con un trapo vuelven sus colores, sus brillos y sus recuerdos, y por eso me centro en el más antiguo de todos: una especie de sobrecito de plástico, ya tirando a rígido y grisáceo, que tiene dentro un papel añejo: el pase de prensa de las XXXI 24 Horas de Montjuic, las de 1985. Casi nadie se acuerda ya de aquella carrera absurda y maravillosa, que consistía en dar vueltas en moto durante un día por un parque en medio de la ciudad de Barcelona. Y sin embargo hubo una época en que los nombres de cada curva tenían un sabor épico, como el Karrouesel del antiguo Nürburgring o Eau Rouge en Spa, y a la vez se ligaban con el punto exacto de la ciudad en que se encontraban. La recta del Estadio, además de un punto del circuito, era la zona que pasaba frente al Estadio Olímpico inaugurado en 1929. La horquilla del Museo Arqueológico, además de estrecha y en bajada, era el acceso a la puerta principal del museo. Otros tramos tenían hasta canción popular, como aquella que decía:

    “Baixando la Font del Gat

    Una noia, una noia,

    Baixando la Font del Gat,

    Una noia i un soldat,…”

    Ordenados cronológicamente mis recuerdos de Montjuic empiezan en el viaje en autocar desde Madrid, porque las primeras veces que fui no tenía vehículo propio. Era una época previa a la red de autovías, cuando un Madrid – Barcelona, en autobús y de noche, era una experiencia, y no precisamente cómoda. Si no había autovías, no había áreas de servicio, y la parada a mitad de camino se hacía en un bar de La Almunia de Doña Godina, a una hora que me parecía indefinida, a la que no sabía si tomarme un bocadillo, un café, o ni siquiera salir del autocar. Llegado a Barcelona, algún año dormí en casa de un amigo, y otros la noche de la carrera la pasé en el parque, durmiendo entre bramidos de escape.

    Las motos que vi correr eran, por decirlo de algún modo, heterogéneas. Las del Mundial de Resistencia se dividían en dos grupos, ya que por un lado estaban las japonesas de cuatro cilindros en línea con chasis de cuando los japoneses aun no sabían hacer chasis, y las Ducati todavía descendientes de Fabio Taglioni. Y en el otro lado, los participantes locales que salían con lo que tenían a mano, incluyendo Yamaha RD350 y Montesa Crono 350.

    Por el lado de los pilotos la mezcla era mayor, si cabe: jóvenes mundialistas, viejas glorias que no colgaban el casco, y aficionados venidos a más. En esa edición de 1985 estaban sobre la Ducati de fábrica “Min” Grau, Quique de Juan y Juan Garriga, y la JJ Cobas BMW la llevaron “Sito” Pons, Carlos Cardús y Luis Miguel Reyes. La lista seguía con Jacinto Moriana (que ya había fichado a Antonio Cobas para JJ), Javier Marqués (con quien luego me crucé en el Team Aspar), Ignacio Bultó, Andrés Pérez Rubio (entonces importador de Bimota), Carlos Morante, Dani Amatraín y Dennis Noyes.

    Si ahora unimos las palabras “Barcelona” y “carreras”, parece que solo existe Montmeló; pero durante muchos años Montjuic, para motos y para coches, fue un circuito de Mónaco con menos “glamour” y más autenticidad, y las citas anuales del Gran Premio de motos, la Fórmula 1 y las 24 horas eran momentos clave para la ciudad. Solo que de esto hace tanto tiempo que muchos no lo han conocido. La lista de patrocinadores de la carrera, que figura en la parte baja del pase, nos habla de una época en que existía publicidad de marcas de tabaco, como Marlboro, o de bebidas con alcohol, como Kronenbourg o Gin MG. Y se compraba en Galerías Preciados.

    Estoy acabando la limpieza del garaje y ya solo me queda un cuadro, en el que hay varias fotos de mi temporada en la Copa Gilera. Unas de esas fotos muestran la secuencia de la curva de entrada a la recta de Jerez, una curva escenario de comentados incidentes, como el de Sete y Rossi, o el reciente de Lorenzo y Márquez. El tramo entre los dos codos consecutivos de Nieto y Peluqui y la meta era lo único que yo hacía bien en Jerez, y por eso le tengo cariño a ese ángulo y entiendo su dificultad. En las pequeñas Gilera 125 abríamos a fondo al salir de los codos y hacíamos las dos rápidas de detrás del “paddock” sin cortar. El desarrollo iba justo y la banda de potencia era estrecha, por lo que si se cortaba al entrar en alguna de las rápidas, al levantar la moto y por tanto alargarse el desarrollo el motor se moría y se perdía mucho tiempo. Como digo era lo único que se me daba bien, y sabía que si me acercaba a un rival al llegar a las rápidas, me lo comería en el corto tramo recto entre la segunda rápida y la horquilla, porque mi motor seguía empujando al no salirse de la estrecha banda de potencia. Ahí había que estar atento a lo que hacía el de delante: si se iba a la derecha para intentar una trazada redondita, se le pasaba por dentro. Si se ponía en el medio para tapar el hueco, me colocaba a la derecha para intentarlo por fuera. En la foto del garaje mi rival, muy conservador, llegó despacio y se fue al interior, y me dejó la trazada redonda de fuera.

    Pensando en Sete, Rossi, Lorenzo y Márquez, recuerdo que esa decisión que se tomaba en un instante, gas a fondo en la recta corta, tenía difícil rectificación. Una vez que habías decidido lo que ibas a hacer y llegabas a la horquilla, el circuito se volvía estrecho y la escapatoria corta.

    Le doy vueltas a eso mientras friego el suelo del garaje, cuando espero a que se seque y cuando vuelvo a meter el Celica en la plaza del fondo. En la misma posición en que colocaba el Land Cruiser de carreras, o antes el Serie 70 de la foto de Kondo san. Apago la luz y subo a casa pensando en que este sótano es mucho más que un garaje.


  • Una de hielo y nieve

    Este “blog” es más de tomar rumbo sur y recorrer Africa, y por eso suele incluir estampas de dunas, baobabs y acacias, y habla de sed y calor. De ahí que me pareciera tan interesante una experiencia de conducción en Suecia el pasado mes de Enero, entre hielo y nieve a 5 grados bajo cero. La primera sorpresa para el sureño es la naturalidad con que se desenvuelven los nativos en ese ambiente: los niños van al colegio y los adultos a trabajar, sacan a pasear a los perros y hasta se ve a alguien en bici. Sí, hay nieve en las aceras, y placas de hielo ocasionales, pero se consideran lo normal porque es el ambiente en el que han crecido. El tráfico rodado, segunda sorpresa, se desarrolla sin pegas. Por un lado está el hecho de que han aprendido a conducir con hielo y nieve, y han interiorizado los trucos para hacerlo con éxito. Y no hay que pensar que un ejército de máquinas quitanieve deja impoluto cualquier tramo asfaltado; las vías principales están bastante limpias, y en las demás se tira de excavadora o cada uno de su pala. El segundo punto clave son los neumáticos de invierno, obligatorios por ley y de efectos casi mágicos. El autocar que nos llevaba desde el centro de Estocolmo a la pista de pruebas de las afueras parecía ágil sobre la mezcla de nieve que caía y nieve medio fundida, una combinación poco de fiar. Me asusté cuando encaró la salida de la autopista a una velocidad aparentemente exagerada para el agarre que suponía, y sin embargo trazó la raqueta limpiamente, sin dudas y menos aun deslizamientos.
    La primera pista de pruebas que utilizamos tenía una serie de maniobras lentas marcadas con conos y piquetas sobre una ladera nevada. A baja velocidad, la nieve que caía se acumulaba sobre el parabrisas y los retrovisores, no había fuerza del viento que la eliminase, y la visibilidad disminuía poco a poco. Además, la suma de forros polares, guantes y gorro le dejaba a uno medio rígido al volante y nuevamente limitaba la visión. Mis antiguos guantes BMW para moto, largos y con Goretex, son muy cómodos y me mantienían las manos calientes, pero suprimían el tacto de la dirección. Y casi me daba vergüenza ver el estado del piso del coche, cubierto de un chocolate derretido formado por el cóctel de agua, nieve y barro.
    Lo que quedaba de la segunda pista de pruebas era un lugar ideal para probar neumáticos de invierno y controles de estabilidad: era un circuito de asfalto, debía andar por el kilómetro y medio de longitud, con desniveles y curvas lentas y rápidas, y la quitanieves lo había dejado medianamente limpio, aunque enmarcado entre bordillos de hielo y nieve. La adherencia era engañosa, porque unas veces se rodaba sobre asfalto mojado, en otras había hielo o nieve que caídos de los laterales al paso de los coches, o hasta charcos medio congelados. Y estas circunstancias cambiaban cada vuelta, lo que obligaba a conducir a la descubierta y a improvisar. Aun así, me maravillaban los neumáticos de invierno en una frenada de tercera a segunda en bajada, a la que se llegaba tras una curva rápida para las circunstancias. Donde esperaba entrar medio cruzado y tirando de ABS, todos los coches llegaban con limpieza y hasta se abría gas sin traumas. Vuelta a vuelta me sorprendía de lo que son capaces unos neumáticos casi desconocidos en el sur de Europa, con su goma específica para el frío y sus laminillas casi mágicas en el dibujo.
    Otro punto del circuito les superaba, y allí el éxito dependía del control de estabilidad del vehículo o de la delicadeza del conductor: una curva de noventa grados a la izquierda con salida en subida, que daba paso a un recta, donde si aceleraba con franqueza todos los coches subviraban mientras la electrónica intentaba llevarles por el buen camino. Con algo de práctica, y solo llevando los coches con motores más suaves, fui capaz de hacer bien la curva: trazada amplia y redondita, ni una corrección con el volante, entrar con el gas ya abierto y pisar con delicadeza.
    Me sentí como en casa en la tercera pista de pruebas: una zona sin asfaltar en medio de un bosque, y por completo cubierta de nieve. El único truco era llevar la iniciativa a base de mantener siempre el gas y casi siempre una marcha menos de lo previsto, como en barro o en arena. Disfruté los cruces de puentes, las inclinaciones laterales y la peligrosa cercanía de los árboles, y nada más que la blancura de la nieve me hizo sentir distinto que en algunas andanzas africanas.