En las últimas semanas me he topado con dos artículos que abordan el mismo tema desde perspectivas similares. Aidan Walsh publicó el pasado mes de Junio en www.car design news.com un artículo de opinión titulado “Por qué importa el diseño honesto”. Y en su blog www.auto-didakt.com, Christopher Butt escribió sobre “Post-factual design”. Ambos comentan que, en los últimos años, la exageración en el diseño de automóviles ha pasado de ser excepción explícita a norma. Siempre ha habido coches cuyo interior tenía una imitación de madera que se notaba que era una imitación, o un amago de alerón, totalmente innecesario para las modestas prestaciones del vehículo que lo llevaba. Ahora esas mentiras formales han pasado a ser costumbre.
Mazda MX-5
Los frontales están llenos de falsas entradas de aire que no refrigeran frenos ni radiadores; cada parte posterior de un automóvil actual tiene hasta cuatro salidas poliédricas de escape de mentira, y una pequeñita y redonda de verdad. La aerodinámica es una víctima estelar en este juego: ¿para qué necesita un utilitario urbano faldones delanteros, salidas de aire en las aletas delanteras y posteriores, y extractores de aire traseros como si fuera un coche del DTM? Y para colmo, también tiene un botoncito que permite “programar” un tipo pretencioso de ruido de motor, que se oye por los altavoces del equipo de sonido.
Ford Fiesta y BMW X2
¿Ejemplos directos? Basta con pasear con atención por un aparcamiento para ver las entradas de aire del Honda Civic actual, la ventanilla lateral trasera del MX-5, y el abultamiento del capó de un Ford Fiesta. O el BMW X2, un tracción delantera de cinco puertas para llevar a los niños al colegio, que quiere parecer un TT.
La influencia del aspecto formal en nuestra percepción hace que incluso la madre naturaleza recurra a estas exageraciones: los pavos reales que se despliegan, los rugidos del león o la berrea de los ciervos para impresionar a las hembras son buenos ejemplos naturales. Los humanos aprendimos esto hace tiempo, y lo hemos reflejado, sin ir más lejos, en los uniformes militares: para impresionar al enemigo fingiendo mayor estatura o corpulencia se crearon las gorras de plato o las hombreras, respectivamente.
Sorprende que esta situación aparezca en un momento de cambio e indefinición para el sector del automóvil. El Dieselgate ha generado desconfianza, se asume implícitamente la culpa en la contaminación (de ahí los coches blancos), obviando que esa responsabilidad se debe compartir con otros sectores, y no están claras de cara al futuro cuestiones tan básicas como la propulsión y la posesión de los vehículos, lo que pone en duda la función (y el tamaño, los presupuestos, las plantillas y su propia existencia) de distribuidores nacionales y concesionarios locales.
¿Piensan los diseñadores de automóviles, o quienes aprueban su trabajo, que los clientes son tontos y se creen esas mentiras estéticas, o que no se dan cuenta, que les da igual o, peor aún, que les gustan? Consiguieron en su día, y tiene mérito, que un monovolumen no pareciera una furgoneta con ventanillas, y están logrando que un turismo familiar de cinco puertas y tracción delantera parezca un vehículo de aventuras, pero que un utilitario parezca un coche de carreras está más cerca de la mentira que del mérito.
Los textos sobre la menor sinceridad y mayor complejidad en el actual diseño de automóviles, en especial por parte de los fabricantes alemanes de prestigio, terminan recalando casi siempre en Dieter Rams. Fue el influyente director de diseño de Braun de 1961 a 1995, y acuñó sus “diez principios de diseño”, cada vez menos respetados por la mayoría y más venerados por una minoría. Claro que su lema “Weniger, aber wesser” (Menos, pero mejor) se choca de frente con la expectativa ampulosa y sobrecargada de muchos clientes, en especial los de los nuevos países de ricos.
Sinceridad sobre ruedas: Citroën 2 CV
Muchos de los mejores diseños de automóvil, como el Fiat Panda, Citröen 2CV o DS, Mini o Golf de la primera generación, son honestos. Lo que se ve es lo que hay. Lo que se ofrece es lo que se da. Hasta hace poco, una sólida excepción actual era el Dacia Duster, que había asumido el honesto papel de Land Rover o Lada Niva del siglo XXI. Pero también él nos ha decepcionado: las salidas de aire de las aletas delanteras de la versión que se lanza ahora son falsas.
Ya no nos queda ni Dacia: los pasos de rueda del Duster son falsos
Las habilidades de la recepcionista del hotel de Midelt están más cerca de la amabilidad y el servicio al cliente que de la cartografía y los idiomas. Ni con las explicaciones verbales ni con lo que había dibujado en el reverso la factura me queda muy claro dónde se tomaba la pista que nos iba a llevar a cruzar el Atlas. Por eso nos pasamos de largo el inicio de la pista, nos salimos de la ciudad por el lado norte, y paramos a preguntar en la gasolinera que hay a la salida. Con más explicaciones multilingües y más ilustraciones en el mapa de la recepcionista, parece quedar claro que entre un café y el puente sobre el río, debe haber una calleja, y nada más pasar la mezquita que encontraríamos después arrancaba la pista. Perderse en medio del desierto al menos tiene un componente épico; hacerlo sin salir de la ciudad de partida es algo más degrada el currículum de un viajero.
Lentamente la pista trepa por el Atlas marroquí, bajo un cielo azulísimo que enmarca las cumbres aun cubiertas de nieve. Ancha, lisa, nítida, con curvas amplias y precipicios infinitos, caracolea entre lomas y valles, produciendo esa adictiva mezcla de placer y miedo. Placer por el de la conducción suave, fluida, siempre en tercera hilando con suavidad los virajes. Miedo porque un error, un imprevisto, sitúa a dos toneladas y media de coche alto cerca del abismo.
Tardamos muy poco en sentirnos lejos del mundo, en encontrarnos con mínimos poblados, de apenas media docena de habitantes más burros y gallinas, y preguntarnos por qué viven aquí y de qué, qué harán cuando el frío y sus nieves bloqueen todas las comunicaciones. En cada grupo de casas de piedra o adobe, una charla (¿en qué idioma?), unas risas, y confirmar la ruta.
Al rato, la pista, ya no en tan buen estado, comparte el fondo del valle con un río que baja bravo, y se encaja entre la ladera a la derecha y el agua a la izquierda. El invierno, como en España, ha sido tardío y ha traído lluvias abundantes y concentradas, lo que se nota en los desprendimientos de tierra y piedras, en los daños en la pista. A pesar de ellos, seguimos hasta toparnos con la sorpresa de la mañana: la fuerza de las aguas se ha llevado parte de la pista, que apenas mide un metro de anchura, y ahora limita a la izquierda con un escalón de más de un metro de altura.
Si algún lector se ha preguntado por qué los todoterreneros llevamos botas cómodas para caminar aquí tiene la respuesta: se paran los motores y se comienza a caminar por el fondo del valle, en busca de una alternativa, que en pocos minutos queda clara. Como el fondo del río es de piedra suelta, circular por él no plantea pegas para los coches, y en ningún lugar la profundidad pasa del medio metro. Unos cientos de metros más adelante encontramos una manera de salir del río y volver a la pista, que allí ha recuperado su anchura; eso sí, la salida es un escalón doble que requiere de segunda corta con bloqueo trasero. Ya solo queda regresar a los coches y retroceder por la pista hasta encontrar un punto, antes de su estrechamiento, en el que descender hasta el río. Y una vez encontrado el lugar, memorizar el recorrido, el punto exacto en el que entrar en el río sin riesgos, vadearlo con los sustos reducidos al mínimo, y no pasarse el punto de salida.
Hacerlo, finalmente, no es más que materializar un plan y disfrutar un placer. Las BFGoodrich se agarran sin pegas al fondo de piedra suelta, el agua ni de lejos asoma por encima del capó, y las irregularidades del fondo del cauce hacen que el Land Cruiser suba y baje dentro del agua, como un barco en un mar agitado.
Después del doble escalón de salida, el coche se queda descansando en la pista, chorreando agua fresca de las alturas del Atlas, mientras lo aprendido con el paso del primer coche sirve de lección para los demás.
Reconstruida la caravana, volvemos a la marcha, con la satisfacción del haber vencido una dificultad que añadimos a los temas de tertulia: “¿Os acordáis de aquel día en el Atlas, que el río se había llevado la pista por delante,…?”
La alegría dura poco: unos kilómetros más adelante, la pista ha desaparecido de nuevo, solo que esta vez no hay manera de continuar por el río, ni de retomar la pista más adelante. No queda otra que agachar las orejas, reconocer que vamos a perder medio día y dar media vuelta, incluyendo pasar por el vadeo de hace un rato, y hacer el doble escalón, ahora de bajada para entrar en el río.
Según avanza la mañana, los precipicios son más profundos y las cumbres están más cerca. Nos dirigimos por una pista del Atlas marroquí con el fin de cruzarlo por el paso de Agoudal. La anchura es sobrada para un único coche, por lo que se mantiene la preocupación por la posibilidad de encontrar tráfico de cara. En un viaje similar, tres años antes, nos topamos en la bajada con varias motos y un minibús; ¡qué mal rato pasamos todos!
Esta vez el recorrido está despejado, y nos limitamos, ahí es nada, a recrear la vista por un paisaje casi cinematográfico, de esas películas de catástrofes planetarias que apenas dejan sobre la faz de la tierra al protagonista, una acompañante atractiva y unos cuantos malos. Según gana altura la pista, y gana mucha, los valles se ven como cuarteados, con infinitos tonos pardos, ocres, tostados, y cada vez las manchas verdes son más esporádicas. El altímetro del GPS hace mucho que pasó de 2.500 m y seguimos subiendo con majestuosidad, curvas suaves y casi dulces que son balcones a precipicios imposibles, con vistas a cortados sin fin. A media mañana alcanzamos el punto más alto, a exactamente 2.925 metros sobre le nivel del mar. El aire es tan puro que casi duele cuando llega a los pulmones, y el primer vistazo al bajarme del coche me hace decir: “Por esta vista ha valido la pena todo el viaje”.
Llegando a Zagora coincidimos en la carretera con un Land Cruiser Serie 90, ajado pero vistoso, con toda la pinta de pertenecer a un mecánico local. Justo lo que nos hacía falta. Ya a la puerta de nuestro hotel le cuento las dificultades del arranque de la mañana, y no tardamos en entrar en la cantinela habitual de la zona: “soy mecánico”, lo que continua con una retahíla detallada de los muchos vehículos europeos que ha reparado, incluyendo participantes en todo tipo de carreras de coches, motos y quads, más algún apoyo a equipos oficiales del Dakar y similares. Una vez ennoblecido el currículum y a falta de conexión con Linkedin, me dice que lo mejor para una avería como la de mi coche es que vayamos al taller de un amigo suyo, electricista del automóvil, esto último pronunciado en el mismo tono reverencial con el que se referiría al que ha descubierto la vacuna contra el SIDA o ha logrado un acuerdo de paz entre árabes y palestinos.
Nos montamos en mi Land Cruiser y, en el centro de la avenida principal de Zagora, tomamos un desvío a la izquierda que nos conduce a un callejón asfaltado y sin aceras, flanqueado por negocios pequeños y variados. Siguiendo las indicaciones del mecánico, aparco el coche donde debería estar la acera del callejón, y a la puerta de una lavandería que ofrece servicios de plancha y vende además ropa típica de la región. Enfrente, un taller de carrocería del automóvil en cuyo interior no caben automóviles, por lo que el Renault 12 en el que trabajan el jefe y su empleado revive en el exterior. Y en el entorno, una carnicería, un taller de camiones, otro de material de fontanería,… este será mi ecosistema en las próximas horas. Daba por hecho que el taller de electricidad del amigo me iba a sorprender, aunque nunca tanto. Es un cuartucho de unos dos metros por cuatro, con suelo de tierra, un mostrador de madera y un par de sillas viejas. Todo el equipamiento profesional son un cargador de baterías que intenta resucitar algunas tiradas por el suelo, un buscapolos y un número indefinido de recambios sencillos y ya usados tirados en las estanterías: bombillas, fusibles, algún relé. No es que esperase una sucursal de la NASA, pero me decepciono.
Una vez metido en el diagnóstico de mi coche, el electricista me dice que falla el alternador, y que hay que desmontarlo. El asunto se lía porque, al intentar sacarlo se topan con que uno de los tornillos está gripado, y no queda otra que extraerlo con sus soportes, para lo cual hay que sacar también el compresor del aire acondicionado y un manguito, para lo cual hay que verter el refrigerante. A la vista de la situación y de que la cosa va para largo, recurro a coger unas cajas de botellas de Coca Cola que hay por allí e improvisar una silla. De esta guisa, sentado en las cajas de Coca Cola, con la espalda contra la pared, la cabeza del electricista metida en el compartimento motor del Land Cruiser, un ayudante atacando por el lateral, y otro ayudante, éste negro como el carbón, metido en el pase de rueda, me dedico a contemplar el callejón.
Los parroquianos acuden numerosos a la lavandería, y como el hueco entre el coche y su puerta de acceso es tirando a estrecho, cruzamos saludos frecuentes. El Renault 12, o mejor dicho su carrocería, que es lo único que le queda, recibe martillazos artísticos en la acera del taller de chapa, en un loable intento por recuperar la forma original. A la puerta del taller del electricista, un Citroën ZX ha acudido con dolores en la bomba de combustible; cuando acaben con él, le sustituirá un Mercedes 190 con líos variados en la caja de relés. Y en esas suena mi móvil, porque un proveedor me invita a visitar la nueva fábrica de Hankook en Budapest, “la fábrica de neumáticos más moderna del mundo”.
Para estirar las piernas, merodeo por los alrededores del callejón. Me topo con un precioso Fiat 131 aun con motor, pero con el habitáculo vacío, frente a unos paisanos bajo un camión que se esfuerzan en que arranque de nuevo. Algo más allá, una tienda de no más de veinte metros cuadrados ofrece más o menos lo que un Leroy Merlin y un Zara Home juntos; en versión magrebí, claro.
De regreso a mi coche, veo caras de satisfacción al haber conseguido sacar el alternador rebelde; a continuación, el electricista del automóvil entra en su laboratorio, lo deposita cuidadosamente en la mesa de madera desgastada, y procede al desmontaje. Más por intuición que por diagnóstico científico, culpa de los males al puente de diodos; por supuesto, el mecánico tiene uno “parecido” en su taller, así que manda al ayudante en su ciclomotor que vaya a por él.
Vuelve a sonar el móvil, con una llamada que me parece venir, como la anterior, de una galaxia lejana. Pero me viene de perlas, porque es un jefe de taller de confianza que, con la prudencia propia de la falta de información, me confirma que los síntomas del coche pueden estar relacionados con un alternador que falla.
Me siento en la silla incómoda, junto al mostrador de madera, esperando que vuelva el del recado. Hay carteles de carreras antiguas tapando los desconchones de las paredes; el Citroën ZX se va con su bomba reparada y esa joya de la ingeniería alemana que fue el Mercedes 190, y al que jubilaron en su país de origen hace muchos años, ingresa en busca de cura.
El puente de diodos que ha traído el del ciclomotor no se parece ni de lejos al del alternador de mi coche, pero estos mecánicos marroquíes siempre tienen un plan B, o un amigo que lo tiene: tirando de móvil (¿cómo vivían cuando no existían?) localizan a un amigo de otra ciudad que tiene un alternador igual, y un taxista, también amigo, que precisamente esta noche va a hacer el recorrido entre las dos ciudades. Aplazamos entonces el final de la reparación de mi Land Cruiser para mañana, y mi retorno al hotel se convierte en el enésimo momento memorable del día; el del ciclomotor, que tiene un mínimo sillín monoplaza, me dice que me siente en el transportín, para llevarme al taller, desde donde su jefe, el mecánico, me llevará al hotel en el otro Land Cruiser. Hacía décadas que no me llevaban en moto, sin casco, y sentado en una parrilla portabultos, y nunca lo había hecho en medio del tráfico sin ley de Marruecos: frenazos, baches, giros bruscos, conducción a una mano para saludar con la otra, o señalarme algo. Afortunadamente Zagora no es D.F., y pronto llegamos al taller.
A primera hora de la mañana del día siguiente, el mecánico me recoge en su 90 y me lleva a su taller. Mi Land Cruiser está allí, y comienza a glosar los esfuerzos y desvelos que, hasta altas horas de la madrugada, han desplegado su amigo y él para reparármelo. Pero no le hago caso, porque mis ojos se desvían a otro hecho: los mecánicos aun duermen en el suelo fresco de sintasol, en un rincón del taller y al pie de una estantería con restos de motores y cajas de cambio, que esperan ser un día donantes de algún elemento útil. Nuestra charla no altera el sueño de los mecánicos, ni ruido de la soldadura que remedia un silenciador medio colgando, ni la negociación del precio de la reparación. Antes de cerrar finalmente el trato repaso el coche y compruebo que fallan la emisora de radio y el GPS, así que volvemos una vez más al callejón. Ya me siento como en casa, como parte del ecosistema y, mientras el negro que ayer se sumergía en el paso de rueda ahora enreda en las cajas de fusibles de mi coche, me paso al taller de chapa de al lado y pego la hebra con el negro chapista. Le debe encantar que un blanco se interese por su trabajo y me empieza a contar, mientras disimulo mi cara de horror, cómo está reconstruyendo lo que queda de un Mitsubishi L200. El interior es un almacén sucio y desordenado en el que se amontonan algunas de las muchas piezas que le faltan, y el exterior es una carrocería pelada (hasta de pintura), que está lijando a mano. Pero sonríe con fe, y el brillo de sus ojos asegura que en algún momento eso volverá a ser un coche, arrancará y hasta tendrá un color.
Sí, claro, es mucho más fácil ir de Zagora a Ouarzazate por la N9, ancha y asfaltada. Pero ni tiene gracia ni se aprende. Pinchamos en el GPS las coordenadas del punto de salida y nos metemos en el palmeral, millones de palmeras flanqueando el río Draa, con pequeños cultivos entre ellas, con cientos de casas de adobe salpicadas en las que habitan los muchos que viven del cultivo del dátil. Repentinamente hemos cambiado de planeta, estamos entre pistas y callejuelas estrechas y polvorientas que se retuercen entre palmeras y casas de adobe, que a veces no llevan a ningún sitio, o al río, o a un cercado, y nos obligan a maniobrar y a desandar el camino. Estrechas de verdad, de modo que a veces pasamos con los retrovisores plegados y las puertas de los coches peligrosamente cerca del adobe. Después de unos días en inmensos ergs y chotts, de repente estamos rodeados de un verde fresco, casi íntimo, en zonas habitadas, en las que de repente surgen niños que gritan y juegan persiguiéndose.
Llueve. Llueve mucho. Trepar por la carretera que va de Aït Benhaddou a Telouet, en la cara sur del Atlas, es lo más parecido que he hecho a conducir bajo la ducha. Y el estado de la carretera no ayuda. Recurriendo a la memoria, reconozco que está tan mal como la primera vez que pasé por aquí, cuando aún no era más que una pista de montaña, estrecha y peligrosa. Luego se asfaltó y civilizó, pero las obras de mejora que estos meses afronta la han dejado peor que nunca. Y las lluvias del invierno, que todavía colean, agravan la situación. Al menos hoy, la recorro de día. Muchos tramos han perdido el asfalto, sustituido por barro. No hay muros de contención y sí abundantes desprendimientos de tierra y piedras. Las cunetas corren llenas de agua como riachuelos de montaña hasta desbordarse, y esa misma energía mantiene nítido el parabrisas, casi sin necesidad de usar los limpias. A veces escampa y nos deslumbra un cielo azulísimo, aunque no es más que un momento de paz en el temporal.Nos cruzamos con camiones sobrecargados, con alturas y longitudes que casi duplican a la del camión vacío. Nos adelantan camioneros suicidas, con maniobras que nos hacen dudar si son valientes o es que tienen pocas ganas de llegar a viejos. Tras coronar el Tizi-n-Tichka, iniciamos el descenso por la cara norte, en la que las obras de mejora de la carretera están prácticamente terminadas. Ya hay en muchos puntos dos carriles de subida y eso significa, desde el punto de vista práctico, que estamos ante una vía de tres carriles y cada uno interpreta el sentido de la circulación como Alá y la prisa que tenga le dan a entender, y el tamaño de su vehículo le permita.
Vuelve a llover cuando, ya anochecido, entramos en Marrakech. Tantos años viniendo y nunca, ni de lejos, había visto la ciudad de esta manera: a oscuras, calles mojadas y vacías, sin carros ni burros, ni turistas, ni taxistas, sin puestos de baratijas ni mostradores de tiendas invadiendo la calzada. Solo una ciudad tranquila, oscura y refrescada por el agua. Las cercanías de la plaza Djemaa el Fnaa, generalmente un bullicio de personas y actividad, desbordan silencio; las calles estrechas, en las que no se puede entrar con un vehículo, y menos tan grandes como los nuestros, nos reciben casi clandestinamente. Comienza a preocuparme que nos metamos por alguna zona prohibida o sin salida, o en calles tan estrechas que no podamos pasar, y sin embargo lo que sucede es mucho más. Sí, nos metemos por una zona prohibida y el policía que nos ve llegar, tan sorprendido como nosotros (“¿de dónde saldrán estos?”, debe decirse) nos flanquea una salida moviendo los conos reflectantes para que no bloqueemos la zona. Sí, reconozco algunas calles, no me creo que estemos en la parte más comercial del zoco de Marrakech, en las calles que desembocan en la plaza Djemaa el Fnaa; en el momento no soy capaz de verbalizarlo lo que siento porque pienso que no puede ser y porque me esfuerzo en meter casi dos metros de anchura de Land Cruiser por esas callejas. Y al final, claro, llegamos a la plaza, en la que el agua del suelo sirve de reflejo a la inusual tranquilidad. La lluvia ha alejado a los turistas y a los vendedores, a los puestos de comida y recuerdos. Es una sensación por completo irreal, cruzar la plaza ante la mirada entre atónita y sorprendida de los pocos que pasean, en un silencio solo roto por las ruedas que chapotean en los charcos. Es una visión que me trae a la cabeza la estética de Blade Runner, esa irrealidad intensa, con mucho campo de visión, con luces fuertes y oscuridades profundas. El espíritu de Ridley Scott nos persigue al dejar atrás la plaza, merodear por los alrededores y encontrar, finalmente, un lugar donde dejar a los Land Cruiser pasar la noche mientras los viajeros, cansados y sorprendidos, nos vamos al hotel. “C’est l’Afrique, patron”.
¿En qué piensa un copiloto durante una carrera?, ¿en qué piensa durante los tramos, en los enlaces, en los tiempos aparentemente muertos?, ¿se distrae?, ¿cuánto y cuándo?, ¿en qué pensaba yo el miércoles 2 de Abril de 2008 mientras hacía en casa un equipaje tirando a raro, que incluía lo necesario para trabajar un día en un Concesionario de coches en Bilbao, cruzar la Península con rumbo sur en dos vuelos, y correr a continuación un raid durante tres días en el Algarve?
Cuando antes del amanecer del primero de esos días locos me falló el taxi que debía llevarme al aeropuerto de Barajas, pensé en cómo llegar a tiempo a Bilbao y no perder el primero de los tres aviones del día. Cuando el comandante dijo que no podíamos aterrizar en Bilbao por el mal tiempo y que nos dejaba en Vitoria, pensé otra vez en cómo llegar a Bilbao. Cuando esa medianoche mi piloto (el de las carreras, no el del avión), me recogió en el aeropuerto de Sevilla con el Land Cruiser de carreras y me subí a él con traje, corbata y maletín para el ordenador portátil, preferí no pensar en lo que pudieran pensar quienes me vieran de esa guisa. Y de madrugada, al llegar al hotel, mientras colgaba el traje y sacaba el mono ignífugo de la bolsa de viaje, pensé en que me acostaba con la programación mental de empleado de multinacional, y debía amanecer con la de copiloto. Con la de carreras.
Dos días más tarde, esos pensamientos lentos, reflexivos, habían quedado muy atrás, para entrar en la fase ultrarrápida, esa en la que ante un hecho inesperado se analizan posibilidades, se recuerda lo que permite y lo que prohíbe el reglamento, y se actúa. Ya mismo.
Desde que se termina de recorrer un tramo cronometrado hasta que se entra en el parque cerrado, hay un tiempo fijo, y no se puede entrar en el parque ni antes ni después. Lo habitual es circular respetando las normas de tráfico para llegar con algo de tiempo a la entrada del parque, y dedicar esos instantes (¿dos, tres minutos?) a echar un vistazo al coche. Sin olvidar lo que dice el reglamento al respecto: cualquier intervención sobre el vehículo se hará por el piloto y el copiloto y con las herramientas y repuestos que lleven a bordo. La ayuda externa, humana o material, supone la descalificación.
Como al detenernos a unos metros de la mesa de los comisarios que daban acceso al parque cerrado vimos el depósito de gas del amortiguador delantero izquierdo colgando, pensamos poco y actuamos deprisa: mi piloto (que no era mal mecánico) se tiró debajo el coche, y yo le pasaba bridas, alambres y lo que encontraba dentro del coche mientras no perdía de vista el crono y repetía: “Quique, un minuto y medio”. Y luego: “¡Quique, un minuto quince, date prisa que palmamos!”
Entramos a falta de 45 segundos para penalizar, y comencé a pensar en el tramo siguiente, un recorrido que englobaba la tradicional segunda etapa del Dakar cuando partía de Lisboa. El rutómetro asustaba con 269 kilómetros de tramo repartidos en ¡923 viñetas!, un tiempo máximo de cinco horas y veinte minutos, y gestos de preocupación de los veteranos cuando les preguntaba por la profundidad de los barrancos.
De nuevo tiempo para pensar, mucho tiempo. En las zonas lentas y en bajada, o en las pistas de ladera, se calentaban los frenos y los amortiguadores, y entonces el coche no se paraba y se volvía rebotón e inestable. Entonces repasaba el rutómetro y veía que, al llegar al fondo de los valles, más frescos y más lisos, todo recuperaría su temperatura de servicio, y subiríamos el ritmo. Los barrancos, efectivamente, daban miedo; cada cierto tiempo veíamos rivales averiados o accidentados, y pensaba obsesivamente en contener el ritmo, en asegurarnos el llegar a meta. Las horas de tramo pasaban, encerrado en el mínimo espacio compartido con Quique, los extintores, el Terratrip, las notas …, y sin detenernos. El cuerpo encajado en el bacquet, más el arnés de cuatro apoyos, el casco y el Hans, más los baches y los saltos, me comprimían, y cuando solo llevaba unos cientos de viñetas del rutómetro, comencé a tener ganas de parar. Muchas viñetas después tenía muchas ganas de parar. Lo curioso es que el cuerpo pasa a una especie de función de emergencia, y las ganas se convierten en dolor, allá en el bajo vientre, pero no me podía comprimir para mitigar el dolor por culpa del bacquet y los arneses que, precisamente ellos, eran los que me producían el dolor por no parar.
Necesitamos cinco horas y veinticuatro minutos para llegar a meta, y aunque tenía el cuerpo hecho un cuatro rígido, me tiré casi en marcha a la vista de los comisarios para esconderme tras las jaras y los piornos florecidos y evacuar el dolor. Pensé: “¡Qué alivio!” El último día pensaba en eso, en que era el último y estábamos acabando, en que después de la paliza del día anterior quedábamos pocos en carrera, y estábamos 37º en la general y séptimos entre los coches de serie. También en que, en el escaso tiempo de la asistencia, como no llevábamos mecánico, solo habíamos reparado el soporte roto de la batería y limpiado los cristales polvorientos. En el enlace camino de esa última especial, de 84 km, que se corría en la orilla española del Guadiana, entre Ayamonte, Lepe y Cartaya, notamos cómo se movía el coche al pasar por baches longitudinales, como si tomara sus propias decisiones. Podían ser los neumáticos ya agotados, y uno de ellos dañado con cortes por el vuelco de la Baja España del año anterior; podían ser los amortiguadores desfallecidos; podían ser mil cosas. Antes de entrar en el tramo repasamos el coche y no vimos nada. Ya en carrera, con el Guadiana cerca y el puente internacional a la vista, recordaba aquel pasaje de la canción de Carlos Cano que dice “Desde Ayamonte hasta Faro / se oye este fado / por las tabernas”. Y sorprendentemente, durante el tramo, pensé en un programa cultural de televisión, cuando los había, en que coincidieron Carlos Cano y Mario Vargas Llosa, en el que este último le dijo al cantautor el piropo más bonito que he oído nunca: “Daría toda mi obra por haber escrito la letra de María la portuguesa”.
A unos diez minutos del final de ese último tramo se acabó todo: el comportamiento extraño del coche que habíamos notado a primera hora se debía a que estaban dañados los tornillos de la mangueta; de repente la rueda delantera derecha se arrancó de cuajo, se llevó por delante parte de la aleta y todas nuestras ilusiones. No pensaba en nada seis meses más tarde, cuando salí de la oficina (aparcamiento subterráneo de edificio de multinacional, traje y corbata) y me hice, con el piloto automático conectado, el recorrido hasta Marvao, en Portugal. Mi piloto me esperaba en el hotelito rural en el que nos alojábamos, leyendo el ABC, y nos saludamos como si fuéramos compañeros de trabajo que a la mañana siguiente van a tener una reunión con un cliente importante. Y tanto.
Nos esperaba la Baja Portalegre, cuatro días de carrera puntuable para la Copa Internacional FIA de Bajas TT, que la mayoría de los equipos del Dakar tomaban como puesta a punto final, dos meses antes de la salida del raid de los raids. Allí estaban todos los buenos, … y nosotros, con nuestro vetusto Land Cruiser de hacía diez años, con 160.000 km sobre su chasis. La carrera era seria de verdad, con tramos largos, de los de muchas horas cada uno, y zonas en las que nuestro coche alcanzaba puntas de 150 km/h. Ahí pensaba dos cosas: la primera, traída por la lógica: “Si nosotros hacemos 150, ¿qué hacen los buenos?”; y la segunda, por el miedo: “Que no haya que frenar de pronto, porque parar dos toneladas de coche a 150 sobre tierra suelta, …” y ahí se paraba la reflexión, mejor era no cuantificar los metros necesarios para frenar en esas circunstancias. Seguí concentrado y poco distraído en los cuatro días de carrera, decidido a resolver las pegas que iban surgiendo: una colección de pinchazos, neumáticos de repuesto que se soltaban, un catarro que me tenía con la voz a medias, un motor con fallos intermitentes de origen desconocido y solución aun más misteriosa, … Solo había un factor adicional, allá en el fondo, al que daba vueltas: por una simple cuestión de dignidad, no podíamos quedar los últimos, por buenos que fueran los demás y por veterano que fuera nuestro coche. La víctima propiciatoria escogida para ese puesto era un Land Rover de la edad y estado de nuestro coche, con el que llevábamos tres días discutiendo la honra del penúltimo lugar.
El cuarto día de carrera éramos nosotros quienes ocupábamos esa digna “no última” posición, y salimos dispuestos a defenderla. En el kilómetro quince la perdimos, al tener que parar para sujetar las ruedas de repuesto, que se habían soltado otra vez. Muchos kilómetros más tarde les cogimos, comprobamos que su motor corría un pelín menos que el nuestro (que ya era decir) y andaban algo sueltos de suspensiones, y finalmente pudimos pasarles. A 60 kilómetros del final del tramo nuestro motor volvió a fallar. La temperatura de refrigerante y la presión de aceite eran correctas, no había luces encendidas, ni tirones ni ruidos, pero el motor no estiraba. Con el estómago encogido llegamos al vadeo enorme que había a 43 km. de meta y, por los pelos, conseguimos pasarlo, aunque a punto estuvimos de sufrir el desdoro de quedarnos en el medio del río. El motor cada vez corría menos, y dentro del coche nos debatíamos entre arriesgar a seguir (“¿Y si se rompe?, ¿y si es una clavija suelta que no le deja soplar?, ¿y si es un manguito del turbo flojo?, ¿y si es una pérdida de aceite y encima acabamos ardiendo?”) o parar a echar un vistazo (“¿Y si nos pasa el Land Rover?”). A 14 km de meta nos paramos: no solo no vimos nada raro, sino que además ¡el Land Rover nos adelantó! Volvimos al coche y, con la cabeza gacha, recordé el proverbio senegalés que me consolaba: “Los errores no anulan el valor del esfuerzo que se ha hecho”. Solo que cuando faltaban cuatro kilómetros para acabar el último tramo del cuarto y último día, vimos al Land Rover parado en un lateral, intentando una reparación de emergencia. De modo que llegamos penúltimos al final del tramo, donde no solo ya no había aficionados, es que los empleados de la televisión portuguesa terminaban de recoger las cámaras porque los de la cola no salen por la tele. Me daba igual, porque un rato más tarde recogí en la oficina de carrera una clasificación con el membrete “Copa Internacional FIA de Bajas Todo Terreno” en la que al final, después de los Mitsubishi, los BMW y el resto de los buenos, aparece el Land Cruiser del año 99, el del motor moribundo y los neumáticos de segunda mano, junto a mi nombre. Lo último que recuerdo es que me cambié de ropa en una furgoneta y me monté en el coche allí, en el parque cerrado en las afueras de la ciudad de Portalegre. Y el siguiente pensamiento, tras un vacío mental de muchas horas, es en casa, mientras deshacía la maleta y ponía el despertador para ir al día siguiente a la oficina, como si no hubiera pasado nada.
La portada del libro me miraba fijamente. Incluso abierto, con la foto de su portada aplastada contra la mesa en la que trabajaba, sentía que me miraba fijamente. Me concentré en lo que estaba haciendo, organizar un viaje de un par de semanas por Túnez. Sobre la mesa estaban el mapa Michelin 744, la guía Lonely Planet y el libro en cuestión: “Pistes du Sud Tunisien a travers de l’histoire”, de Jacques Gandini. Era la época previa a Google Earth, Wikiloc y los foros, cuando la información no era digital, si no que se basaba en el papel y en el boca a boca. Un amigo, que había cruzado Marruecos en su Land Cruiser guiado por los cinco tomos de “Pistes du Maroc”, del mismo autor, me lo recomendó cuando supo de mi proyecto sobre Túnez.
Y ahí estábamos mi primitivo francés y yo, desentrañando las explicaciones de Monsieur Gandini, intentando confirmarlas sobre el mapa y convirtiéndolas después en un rutómetro. Mientras me miraba la portada.
Volví a ella. Aparecía un ksar (ksour en plural), una construcción fortificada para defenderse de cualquier tipo de peligro: bandidos, invasores, tormentas o insectos, y guardar grano, animales y familias. En este caso, eran almacenes de grano y alimentos más algunas habitaciones elementales, que se levantaban en el sur de Túnez. Se ubicaba sobre una ladera al pie de una cresta rocosa, y a su puerta se encontraba el Land Cruiser Serie 70 blanco del autor del libro. Los edificios aparecían abandonados y parcialmente en ruinas, y el vehículo apuntaba hacia abajo. Me asaltó el pensamiento práctico de si lo habían estacionado así para que la foto saliera más bonita, ¿había sitio en aquella ladera escarpada para dar la vuelta entre las piedras, o habían recorrido la pista marcha atrás y cuesta arriba?
Dejé la organización del viaje y me centré en ampliar la información sobre la zona de la foto de la portada. El interior del libro me ayudó: Photo de coverture: ksar berbère de Jraa, parcour H3. El recorrido H3 llevaba de Ghoumrassen a Matmata, en el sureste del país, una de las zonas que teníamos previsto visitar, y la página 157 entraba en detalles: “Ksar Jraa (33º 09,45’N, 10º 14,22’ E), un verdadero ksar de opereta, un decorado de teatro, construido sobre una línea de cerros. Un tanto deteriorado, tiene la particularidad de poseer una puerta con dintel bajo la habitación en bóveda del acceso. Atención, la parte superior del camino es demasiado estrecha para dar la vuelta. Si suben varios vehículos, prueba a aparcar cien metros más abajo, antes de llegar al ksar. Regresar por el mismo camino”. Me quedó claro: si el autor del libro, con un Land Cruiser de la Serie 70, había llegado a Ksar Jraa, también mi LJ70 y yo íbamos a llegar. El día elegido para conseguirlo comenzó con madrugón, con el objetivo de hacer una visita previa a Chenini, una villa bereber ubicada en una ladera, a solo 18 kilómetros de Tataouine. Y esa era la clave, que al estar tan cerca de una ciudad turística, o se llega a Chenini a muy primera hora, o uno se topa con alrededores convertidos en un atasco de autobuses y las callejuelas del poblado fundado en el siglo XII en una sucursal de las playas españolas en verano. Gracias a esa previsión, cuando llegué a Chenini el Land Cruiser se quedó solo en el aparcamiento y pude vagar tranquilo por entre las ruinas.
Los restos de las casas, de piedra y adobe, parecían encaramarse en la ladera, agarrarse a las rocas para no caer pendiente abajo. Cansaba imaginar el esfuerzo de haber acarreado tanto material desde las llanuras cercanas, en burros o en carros arrastrados por mulas, y luego subirlo primero hasta las callejas y posteriormente hasta cada planta de las viviendas.
La soledad y el silencio invitaban a imaginar cómo habría sido la vida en la zona, y eso me llevó a trepar entre piedras y colarme por arcos semiderruidos para introducirme en lo que, en algún momento, fueron cocinas, silos, cuadras o dormitorios. En una de esas incursiones, pasando de estancia en estancia por entre muros caídos y huecos de puertas, me encontré con otro resto de la historia, de una historia mucho más reciente. Lo miré dos veces porque no llegaba a creer que, pasados más de sesenta años, aun quedara por allí un bidón de combustible del Afrika Korps, con sus escudos y sus textos estampados en la chapa: Kraftstoff, 20 l, Feuergefährlich, y algo más abajo el logotipo del fabricante. Otra muestra de la precisión alemana, que busca evitar los errores: los Wehrmachtkanister, que así se llamaban oficialmente estos bidones, llevaban claramente marcado su uso (combustible, kraftstoff, o agua, wasser), en el primer caso indicaban que su contenido era inflamable (Feuergefährlich), y la capacidad del envase.Por supuesto que evalué la posibilidad de llevármelo. Miré hacia abajo, hacia el Land Cruiser que me esperaba en el aparcamiento, y le vi lejos y ya no tan solitario. Comparé el volumen del bidón con el de la pequeña mochila que llevaba, y no me quedó más que suspirar. No había manera de esconderlo en la mochila y menos entre la ropa de verano que llevaba, me cruzaría con muchas personas bajando hasta el aparcamiento, y el coche ya estaba rodeado de otros vehículos. Así que me resigné, hice la foto que ahora publico, y seguí con la visita a Chenini.
Según comenzaban a trepar y a desperdigarse los turistas por las callejuelas, más me escondía yo para mantener la sensación de soledad de primera hora. Afronté el último trozo de calle solitaria y vi que albergaba un pequeño taller artesano. Entré para descubrir un telar manual para alfombras, al artesano que lo manipulaba y, amontonado a la derecha, el resultado de sus últimos trabajos. Alfombras de colores vivos, con motivos bereberes, se agolpaban con un orden que no acerté a entender, motivos geométricos, colores vivos unos y parduzcos otros y, en ningún lugar, una sospechosa caja de cartón con leyendas tipo “Made in Pakistan” o similares. Pegué la hebra con el tejedor, compartimos unas risas, y sus ganas de hacer negocios con extranjeros para él ricos se unieron a mi tendencia a llevarme recuerdos de los viajes. Repasamos las alfombras que me mostró y no resistí la tentación de un ejemplar en lana de cierto tamaño, que poco después envolvimos en bolsas negras de basura y guardé en el Land Cruiser. En lugar de un bidón del Afrika Korps, me llevé de Chenini una alfombra.
El aparcamiento situado al pie de las ruinas de Chenini estaba lleno de autocares de turistas cuando arranqué el Land Cruiser con su carga ya en el maletero. Había acertado con la hora de llegada y era el momento de irse. Encendí el GPS con las coordenadas de Ksar Jraa según el libro de Gandini y, pasado Guermessa, tomé la C207 hacia Matmata antes de llegar a Ghoumrassem. La carretera, estrecha, se cruzaba con valles paralelos entre sí, algunos de los cuales tenía que ser el de Ksar Jraa. Siguiendo la flecha en la pantalla del GPS y mi instinto, me metí por una de las pistas que encontré a la derecha para darme cuenta, poco después, de que no tenía salida y solo conducía a unos apriscos. Media vuelta y retorno a la carretera. Algo más adelante apareció otra pista a la derecha, candidata a albergar el ksar que buscaba. Avancé por el fondo del valle, recorriendo la pista en buen estado, pero ni rastro del ksar, a pesar de que la flecha del GPS insistía en que estaba llegando. Vi unas cabañas de piedra en la ladera izquierda, justo donde me indicaba el GPS y, a su alrededor, una familia y sus cabras. Con la transfer en reductora subí monte arriba hasta que las caras de susto de la familia me dejaron claro que tampoco era por allí. Bien, pues si ni el mapa Michelin ni el GPS me llevaban a Ksar Jraa, lo haría el método más antiguo de orientación de los viajeros: preguntar a los lugareños.
Me bajé del Land Cruiser y trepé por la ladera, sonriendo por amabilidad y porque me hacía gracia la situación a la que me habían llevado mis ganas de localizar, precisamente, ese ksar, una actitud entre la tenacidad y la terquedad. Tenía claro que los habitantes de aquellas cabañas no hablaban más que árabe, así que me limité a decir “Ksar Jraa” en tono de interrogación, mientras miraba monte arriba. La mujer me miró horrorizada, y con sus manos dijo claramente que no, que no se llegaba en la dirección que yo señalaba con la vista. Alcé la mirada y le di la razón: unos metros más arriba hacía falta equipo de escalada para seguir el rumbo. Es muy posible que me lo explicara de modo geográficamente intachable en perfecto árabe, pero yo lo comprendí siguiendo sus gestos y fijándome dónde miraba: regresa al fondo del valle, me decían sus manos y sus ojos, y una vez allí, vuelve hasta la carretera. Tómala hacia la derecha y, cuando encuentres el siguiente valle, coge la pista de la derecha. Te encontrarás Ksar Jraa.
Dando las gracias de palabra y con la sonrisa, me subí al Land Cruiser y di la vuelta, cuidando de no volcar. Llegué al fondo del valle, luego a la carretera y giré a la derecha, como me había dicho mi guía improvisada. Y sí, unos cientos de metros más adelante aparecía a la derecha una pista que se internaba en un nuevo valle, paralelo al anterior. Entré con un ojo en el recorrido y otro mirando la pantalla del GPS, que insistía en que Ksar Jraa estaba cada vez más cerca. Finalmente apareció, sus ruinas encaramadas en la ladera reseca, al pie de los últimos riscos, lo que coronaban el valle. Recordando los consejos de Gandini en su libro, hice los metros finales marcha atrás, porque no había sitio para dar la vuelta en la puerta del ksar. Me bajé del coche con la satisfacción de haber llegado y con la duda de si habría valido la pena el esfuerzo, después de haber visitado ksour en buen estado en los últimos días. Comencé a caminar a trompicones entre las ruinas de la edificación, claramente deshabitada desde hacía mucho tiempo. Las piedras que se desprendían de la construcción hacían difícil avanzar por el patio central, que se había convertido en una mezcla de monte bajo y pedruscos. En el interior de las ghorfas, las construcciones alargadas que forman el ksar, no quedaban huellas de sus habitantes, y la escaleras y rampas para subir a las plantas altas se habían derrumbado.
Con un cierto pesar caminé hasta un cerro cercano, frente a la entrada, para reproducir la foto de la portada del libro de Gandini, la que me miraba mientras preparaba este viaje. Al ver el encuadre de la foto en el visor de la cámara, todavía una analógica, comprobé que el ksar en ruinas era el mismo que el del libro, solo cambiaba que el Land Cruiser aparcado era negro y con matrícula española.
Los años han pasado, los recuerdos permanecen y la alfombra también: la foto de la portada del libro de Jacques Gandini que aparece junto a este texto está hecha sobre esa alfombra, en la que apoyo los pies cuando estoy en el salón de casa. Y en la que pienso cuando analizo la sutil frontera que separa la terquedad de la tenacidad.
El segmento D, eso que toda la vida hemos llamado “un coche de verdad”, agoniza en Europa. Ha pasado de líder espiritual del mercado a concepto viejuno, de ser “aspiracional” cuando no existía esa palabra a alojarse en la unidad de cuidados paliativos de una residencia de la tercera edad automovilística.
Repasemos los motivos que lo crearon y le condujeron al éxito, para entender por qué se nos muere y a dónde van a parar sus restos.
Durante los años cincuenta del siglo pasado sucedió un nuevo fenómeno económico y sociológico. En la Europa devastada tras la Segunda Guerra Mundial, y que se reconstruía a alta velocidad, surgió entre la burguesía el concepto de ocio activo. Entendemos por tal el hecho de que un determinado grupo social (en este caso, las clases medias especialmente alemanas y británicas) dispone de tiempo libre (la jornada laboral es más breve que al inicio de la Revolución Industrial) y de dinero para gastar tras cubrir sus necesidades básicas. No olvidemos que, tradicionalmente, los empleados del sector primario practicaban una economía de supervivencia, en la que no había tiempo libre ni dinero sobrante; y que los del sector terciario del siglo XIX trabajaban seis o siete días por semana en jornadas extenuantes, por lo que el poco tiempo libre se dedicaba a descansar, además de que no tenían renta disponible para el ocio.
Este fenómeno del ocio activo trajo consecuencias visibles en muchos campos, como la popularización de los viajes de veraneo, hasta el momento patrimonio de las clases altas, o la compra de la segunda residencia. En el sector del automóvil, se creó repentinamente la necesidad de un vehículo que satisficiera las necesidades del nuevo grupo social. No olvidemos lo que había en el momento: vehículos demasiado pequeños para transportar con comodidad a una familia, con espacio limitado para que estas personas transportaran su equipaje de fin de semana, y con una potencia escasa para mover con soltura ese peso por las nacientes autopistas europeas. Es decir, se seguían fabricando el Morris Minor y el Fiat 600, pero ya no valían.
El primer vehículo que cumple estos nuevos requisitos es el BMW Neue Klasse, que comenzó con el 1500 de 1962, y por tanto son los bávaros, con el apoyo de Giovanni Michelotti, autor del diseño, los que se anotan el tanto de crear lo que luego se llamó el segmento D. El punto clave del vehículo es el perfil en tres volúmenes, cada uno de los cuales tiene una función y un significado:
El primer volumen alberga el motor, ya demasiado grande y pesado para encajar en la parte posterior, como en un Fiat 500 o un Renault 4CV. Desde el punto de vista formal, la presencia visible del volumen ocupado por este motor enfatiza la potencia disponible y distingue al vehículo de los movidos por fuerza animal, aun disponibles y abundantes en la época.
El segundo volumen es el habitáculo, suficientemente amplio para dos adultos y hasta tres niños, y al que se accede mediante cuatro puertas. Deja bien claro que es un vehículo para transportar personas, no una herramienta de trabajo que traslada carga, y que las personas que van a bordo son una familia.
Y por último, el tercer volumen, el del maletero separado, el que demuestra que no se transporta carga, si no el equipaje de los pasajeros que viajan en su tiempo libre en busca del ocio del fin de semana.
Una vez creado el nuevo tipo de vehículo y cosechado el éxito, todos los fabricantes acudieron a poblarlo. Cada uno lo interpretó a su modo y lo adaptó a sus mercados principales, manteniendo los conceptos básicos. Renault desarrolló propuestas primero rectilíneas (R 12) y luego más redondeadas (R 18), mientras Citroën rompió moldes técnicos con el GS y luego pidió ayuda a Marcello Gandini para vestir con elegancia un interior más conservador, y surgió el BX. Por el otro lado francés, Peugeot creó sus “coches de notario”, llamados así porque parecía ser el vehículo corporativo de todo señor serio de Francia: 405 y 505. BMW mantuvo su presencia con la Serie 3, desde el E21 de 1975 en adelante, seguido de cerca por Mercedes desde el 190 (W201) de 1982. Cuando Audi se unió al club premium, entró en el segmento D con los Audi 80. La aportación de Fiat tuvo mucho peso en España por el acuerdo que mantenía entonces con Seat, y poblaron las carreteras del sur de Europa con los 1500 primero y los 124 y 1430 después. No podemos dejar de lado a los Ford (Taunus, Sierra y Mondeo), los Opel (Ascona, Vectra e Insignia), y otros como el Alfa Romeo 75 o los Volkswagen Santana y Passat.
Con el paso del tiempo el segmento D comenzó a generar interesantes ramificaciones. Por arriba surgieron vehículos más grandes, más lujosos o ambas características a la vez, comenzando a crear el mercado premium. Incluyo aquí los Fiat/Seat 131 y 132 (éste último también de Gandini), o derivaciones coupé como el Renault Fuego. Surgió igualmente una rama inferior, con un tamaño una talla menor, ligada a necesidades de mercados con menos poder adquisitivo: solo en España se vendía el Renault 7, un R5 con maletero; y también en España se creó el Seat Córdoba, que era un Ibiza igualmente con maletero. Esta tendencia de hacer coches con aspecto de D y tamaño de C continúa en países emergentes de América, Africa y Asia ya en el siglo XXI.
Pero las sociedades cambian, los grupos sociales evolucionan y, por ello, las modas pasan. En 2002 los vehículos del segmento suponían el 18,2% del mercado español, con una bajada del 10% respecto a 2001 en un mercado que sólo caía el 6,5%. En 2013 tenían la mitad de cuota (9,46%), y el cierre de 2017 ahonda la situación: son justo el 6% de un mercado que creció el 7,6%, mientras ellos bajan el 10,22%
Ante esta situación, muchos fabricantes han abandonado el segmento: ya no hay Toyota Avensis, ni Honda Accord, menos aun Fiat Croma o Lancia Lybra, ni Mitsubishi Galant, Nissan Primera, Seat Toledo o Citroën C5.
¿Y a dónde han ido a parar los tradicionales compradores del segmento D? o, mejor aun, ¿qué compran los hijos de quienes consideraban aspiracional un segmento D? Dependiendo de lo que buscan, de lo que hacen con el coche, de la imagen que quieren dar y de quién paga el coche, se han repartido más o menos así:
“Quiero un segmento D pero no parecer mi padre; al contrario, que parezca que soy moderno y dinámico”: Se compran un segmento D familiar, con nombre moderno y dinámico: Sportwagon, Touring Sports o SportsTourer.
“El segmento D es demasiado grande para mí” o “No me cabe en la plaza de garaje”: se van a un segmento C generalista muy equipado o un C premium, como un A3 o un Mercedes Clase B.
“Quiero un buen coche, pero viajo poco y casi siempre me muevo por ciudad”: Volvemos a la casilla anterior, con un segmento B o C muy equipado o su versión premium.
“Que se note que soy moderno y dinámico, pero que no sea grande”: Una de las mayores pérdidas de clientes del segmento D es ésta, los que se van a los todocamino B o C, como Renault Captur o Seat Arona.
“Quiero un coche que se note, y mucho, que me vean venir”: No hay duda de lo que busca este cliente, y tiene donde escoger, entre BMW X5 y X6, Mercedes GLS, Audi Q7, Porsche Cayenne, …
“Viajo mucho en el coche de empresa, pero el presupuesto ha bajado”: Tras muchos años con los Mondeo y los Vectra, ahora toca Ford Focus u Opel Astra. Cosas del recorte de gastos.
“Lo mismo que el anterior, salvo que en mi empresa hay que cuidar la imagen”: Generalmente se han ido al lado premium, sea C (BMW Serie 2, Audi A3) o D (Serie 3 o Clase C).
“Mi empresa quiere que se evidencia su preocupación por el medio ambiente”: Más atomización aun, al repartirse entre híbridos generalistas (Toyota Auris) o premium (Lexus IS), eléctricos pequeños (Renault Zoe), medianos (Nissan Leaf), pequeños premium (BMW i3), o grandes y vistosos (Teslas varios).
Le he dado vueltas a estos razonamientos en las semanas en las que he conducido asiduamente un segmento D que cumplía con los cánones de su grupo: tres volúmenes rotundamente definidos, interior serio, y motor diésel con cambio manual. Francamente, me sentía como habitando un museo del automóvil, como viviendo mi propio pasado automovilístico; es decir, conduciendo un coche de otro tiempo. Lo del ruido del diésel en frío, el pisar un embrague y accionar manualmente el cambio me llevaban al pasado; la tapa del maletero me parecía un atraso ante la comodidad de los portones, el interior era demasiado formal, … Sí, vale, seguía siendo un arma demoledora para viajes por autovía a ritmo superior al legal: entre 130 y 150 km/h de marcador mantenía el ritmo independientemente de la orografía entre quinta y sexta, el confort de los asientos y el escaso ruido interior permitían iniciar el viaje más tarde de lo deseado y llegar entero. Pero ofrecía poco más que una berlina de segmento D, no tenía la visibilidad de un todocamino, era más torpón que un deportivo y menos práctico que un familiar.
Lo que me conduce a la misma conclusión que al mercado: hay que definir claramente necesidades de uso y de imagen, y escoger en un catálogo cada vez más preciso.
Y en la hora de la despedida, le agradecemos a segmento D los viajes en familia y la capacidad del maletero, y le deseamos una feliz jubilación.
Durante 2017 mi parque móvil ha viajado por el espacio y a través del tiempo, unas veces en recorridos por tierra y asfalto, y otras por lo que viene y lo que se va en la automoción, como enfatizando lo ágil del sector y lo deprisa que envejecen los conceptos.
Un Toyota Prius de 4ª generación habitó mi garaje hasta Agosto, y me acostumbré a sus bajos consumos (entre 4,1 y 4,3 l/100 km reales) y a la suavidad propia de un híbrido. También me parecían normales su comportamiento semiautónomo, gracias a las ayudas al aparcamiento, la cámara trasera, los sensores laterales y el control de crucero activo.
Después de casi 27.000 km de uso, las críticas objetivas son pocas. Hay una genérica a los coches con buen Cx y escasa superficie frontal: para conseguir buenos valores en ambos parámetros, se suelen inclinar mucho el parabrisas y la luneta trasera; la consecuencia es que su proyección horizontal es grande y, cuando están expuestos al sol, hay mucha radiación que llega al interior. Incluso con el aire acondicionado en marcha y en posición potente, dentro del habitáculo se siente calor rodando en autovía española en verano.
El RAV4 también híbrido que sustituyó al Prius parece un coche actual, hasta que nos damos cuenta de lo poco que dura la actualidad en los automóviles. El ritmo de introducción de mejoras es tan rápido que cualquier vehículo que tenga más de dos años muestra con rapidez sus “atrasos”. La lista de lo que le falta a este RAV4 es así de larga: para empezar, su sistema híbrido es de 3ª generación (no de 4ª, como en el Prius), y se echan a faltar el empuje a medio régimen y la economía de consumo. Sí, vale, tiene 200 CV, y es más largo, alto y pesado que el Prius, pero había que esforzarse para que el consumo se acercara a los seis litros a los cien kilómetros, y no había quien bajara de ahí. En segundo lugar, pasar de un vehículo con la nueva estructura de plataformas de Toyota y Lexus (TNGA, en jerga interna) a uno que no la tiene, es una estupenda manera de darse cuenta de sus ventajas. El RAV4 balancea más en curvas, no tiene la agilidad de un Prius en secciones enlazadas, y el subviraje se convierte en norma si entramos con ganas en los giros.
Aunque el RAV4 incorpore ayudas en la conducción, no tiene todas las disponibles a día de hoy (le falta, por ejemplo, la ayuda de aparcamiento), y la ergonomía interior delata que algunos de estos sistemas se han añadido a posteriori, simplemente porque no existían cuando se diseñó el vehículo. Y echaba en falta un botón directo de desactivación del sistema de aviso de abandono de carril, muy útil al rodar por carreteras estrechas, en las que el pitido de aviso funciona de manera irritantemente habitual porque no hay modo de no pisar las líneas laterales.
Por otro lado, el volumen interior es enorme, tanto en espacio para las piernas en las plazas traseras como en el maletero, y la postura elevada permite una buena visibilidad en la selva del tráfico urbano.
Un accidente sin importancia envió al RAV4 al taller y le sustituyó un Avensis turbodiésel y manual. Sorprenden las sensaciones que genera en la actualidad este vehículo, o cualquier segmento D turbodiésel y manual, porque eran coches “aspiracionales” cuando no existía esta palabra, y ahora nos parecen antiguos y hasta “viejunos”, ruidosos e incómodos. ¿Por qué este cambio tan radical? Porque antes lo bueno era una berlina y ahora es un SUV, antes era un manual y ahora lo es un automático, y porque antes el diésel era el futuro y ahora se dice que se lo va a cargar. Una vez que se disfruta de las ventajas de un portón trasero, una tapa de maletero es incómoda; una vez que la incomodidad de los atascos se mitiga con la amabilidad y el silencio de un híbrido, el uso de un cambio manual y los ruidos del sistema “Start&Stop” de un diésel parecen recuerdos de épocas pasadas.
El año del BMW M3 E46 estuvo marcado por algo tan aparentemente simple como un cambio de neumáticos. Cuando lo compré, llevaba unos Falken FK452, claramente por debajo del nivel de calidad dinámica del coche. Ya estaban más que a medio uso, y una vez cansados, el M3 entraba de delante en las curvas como en dos fases, con una especie de subviraje tímido primero, del que luego se arrepentía. Al plantearme el cambio de los neumáticos, la primera duda apareció con las medidas a emplear. El M3 de tercera generación montaba de serie llantas de 18” con neumáticos 225/45 delante y 255/40 detrás, aunque la mayoría de los compradores optaba por la posibilidad de las llantas de 19”. En ese caso, las medidas eran 225/40 delante y 255/35 detrás. Para complicar las cosas, la serie limitada (y deseada) CSL equipaba 235/35 ZR 19 y 265/30 ZR 19, y esas eran las medidas de mi unidad.
Como nunca me han gustado las anchuras excesivas de neumáticos preferí, aprovechando el cambio, retornar a las medidas originales, lo que supone bajar una medida en anchura y subir una en perfil, y terminé montando unos Dunlop Sportmaxx. Y además equipan flancos protectores de llantas, algo que agradecemos los que adoramos las llantas de los M3 y somos patosos aparcando.
Las sensaciones, desde la misma salida del taller en el que los monté, fueron de más confort con el mismo tacto de dirección, menos sequedad en irregularidades y algo más de agarre lateral. La entrada en curva ha subido a otro nivel: con velocidades de entrada que el cerebro asocia a subviraje claro y desastre posible, el morro entra de modo nítido y decidido, el volante informa a las manos con precisión, y las secuencias de curvas enlazadas se suceden a un ritmo casi mágico.
Ser propietario de un vehículo como éste me ha conducido, de modo inesperado, a situaciones diferentes o hasta peculiares o, por decirlo de otro modo, a una vida social distinta. Por ejemplo, que el empleado del camión de basuras que espera, justo a mi lado, a que se ponga el semáforo en verde en una glorieta del centro de Madrid, me diga con una sonrisa sincera: “¡Qué coche más bonito!”. Y que yo se lo agradezca, bajo el sol suave de Septiembre que se disfruta con la capota plegada, casi con orgullo de padre. O recorridos por carreteras de montaña que culminan con comilonas, acompañados de aristócratas italianos provenientes de Maranello, como un 348 tb o un 355 Targa.
Con todo, el momento cumbre de la vida social del M3 en 2017 fue la presencia en Auto Bello, esa reunión de coches de lujo en la que tan importante es ser como ser visto, en la que comparece lo mejor de lo mejor. Tan mejor, que mi M3 y yo aparcamos en lo más profundo de un aparcamiento lateral.
No era para menos, ya que los vehículos expuestos suponían los sueños imposibles de un aficionado, sea al tipo de vehículo que sea. Para los seguidores de lo último estaban un Aston Martin DB11 y un Lamborghini Huracan; a los amantes de los clásicos les esperaban un Ferrari F40 y un Citroën DS, y los perseguidores de rarezas disfrutaban con un Porsche 911 50º aniversario y un 356 Cabrio. Tardé varios días en dejar de tener los ojos como platos.
El Land Cruiser HDJ80 debía haber tenido un año tranquilo hasta que las cosas se torcieron. Disfrutábamos juntos por una excursión a través de pinares arenosos en Segovia, un ecosistema igual al de Doñana, solo que en versión casi desconocida para el gran público y en la que es legal rodar con vehículos todoterreno. La formidable tracción en todas las circunstancias, solo con el bloqueo central conectado, permitió que nos divirtiéramos un montón. Las únicas pegas son el tamaño y el peso; el primero es excesivo en los tramos retorcidos entre árboles, el segundo limita la agilidad cuando hay que corregir repentinamente. Y acabamos contra un duro pino segoviano, que dañó el frontal izquierdo.
También a la Ghost le esperaba un año sin sobresaltos, e inesperadamente fue la sequía la que definió lo sucedido. El suelo estuvo, casi todo 2017, seco y duro, con un agarre escaso y en ocasiones peligroso. Una ruta por el este de Madrid, realizada en Mayo, convirtió lo que debía haber sido un paseo agradable entre olivares en un continuo susto: no había agarre ni en las subidas ni en las bajadas, y los senderos de ladera eran una invitación a despeñarse.
Según avanzaba el año y con él la sequía, las condiciones empeoraban: desde el verano el campo se llenó de abrojos, esas plantas llenas de púas que tan mal se llevan con los neumáticos de las bicis de montaña, salvo que lleves “tubeless”. Solo que muchas semanas continuadas de temperaturas altas anularon el efecto del líquido que va dentro de los neumáticos sin cámara, y por primera vez en cientos de kilómetros, ¡pinché llevando “tubeless”! Los abrojos fueron tan crueles que ninguno de mis trucos (pasar los dedos por el interior del neumático buscando pinchos, poner una cámara, …) evitaron el mal rato de volver a casa empujando. Solo me consolé cuando entré en mi tienda habitual para que repararan el desaguisado: el taller estaba llenos de bicis con neumáticos “tubeless” pinchados. Me quité el mal sabor de boca corriendo, un año más, la Ruta Imperial, por El Escorial y sus alrededores.
En resumen, otro año más disfrutando de la agilidad de las bicis de montaña y de los coches deportivos, de la conducción un poco más al límite por el campo, de las carreteras y caminos de España, … y preparando más diversión sobre ruedas para 2018.
El sector de la automoción está atravesando la mayor transformación desde que existe, y ese cambio se realiza en diversos planos: se pone en duda el método de distribución, venta y mantenimiento de los vehículos; se propone el uso de varios métodos de propulsión; se cuestiona la mera propiedad de los vehículos. Otra modificación más, relacionada con la evolución de la sociedad compradora, es la deriva de muchas marcas, sean asentadas o recién llegadas o creadas a propósito, por incluirse en el denominado segmento premium, algo así como la burguesía del sector. Las marcas premium (actualmente BMW o Mercedes, por citar dos ejemplos) están por encima de las generalistas (Ford, Toyota o Renault) y por debajo de las de lujo (Ferrari, Aston Martin o Rolls Royce).
BMW Serie 3
El motivo económico para esforzarse en acceder a este club es el mayor margen por unidad vendida, y el mayor número de extras y opciones por vehículo, con más beneficio que el coche en sí; ambos factores de especial importancia si consideramos que el segmento generalista está cada vez más saturado y utiliza el descuento como uno de los argumentos básicos de venta.
El otro motivo, de orden estratégico, es la llegada por debajo de nuevos actores. La base de la pirámide del mercado, las marcas generalistas, vio con miedo cómo la llegada de los coreanos ponía en peligro su situación, con la posible invasión de coches sencillos y baratos. La mejor manera de evitar el riesgo, era trepar por la pirámide, y ofrecer mayor calidad y estatus, aunque subiera el precio.
A su vez, estos coreanos temían la llegada de los fabricantes chinos, con precios (y calidad) aun menores.
En medio de esta pelea por la supervivencia de enormes grupos industriales, no podemos caer en la simplificación de pensar que ser una marca premium consiste en poco más que proclamarlo en una reunión de concesionarios y en repetirlo en las notas de prensa, tras añadir cuero, madera y cromados a los modelos ya comercializados como generalistas. Ser premium, en automoción o en cualquier otro sector, es mucho más exigente, y se basa en:
El producto tiene una calidad, real y percibida, superior a la de los productos generalistas. Esta calidad se refiere a los materiales y sus ajustes, y se consigue mediante mejores métodos de producción.
El producto ofrece mejores prestaciones. Si es un automóvil, hablamos fundamentalmente de potencia y confort.
La imagen de marca es fuerte, y resulta visible en el producto.
El precio es superior.
El servicio del fabricante es igualmente de calidad superior a la media. No olvidemos que el cliente premium de automóviles también lo es de restaurantes, relojes, trajes y hoteles, y exige en su concesionario el mismo trato premium que en la tienda de Prada.
Ya que actualmente varias marcas pugnan por entrar en este mercado, no estará de más repasar cómo lo ha conseguido Audi, que en unos años ha borrado su mote de “Mercedes de los pobres” y se ha situado como rival de estos competidores.
Audi partía con dos ventajas. Por un lado, sus productos llevan la prestigiosa etiqueta “Made in Germany”, un punto a favor a la hora de mejorar la imagen de marca. Y por otro, disfruta de una larga historia, ya que proviene de Auto Union; esto, a su vez, le elimina la imagen negativa de arribista (mal visto entre las élites) y le añade la leyenda de la competición desde los años ’30.
Al principio basó su diferenciación en cuestiones técnicas, como la inyección directa Diésel (TDI), que impactaba claramente en los segmentos D y E con motores diésel, básicos en las ventas en Europa, y en la tracción Quattro de algunas versiones. En este punto los chicos de marketing bordaron su trabajo de crear imagen, porque el motivo técnico de esta tracción integral era muy otro: con motores longitudinales por delante del eje delantero, es muy difícil conseguir tracción por encima de ciertos niveles de potencia, ya que hablamos de un coche tan peculiar como un Porsche 911 puesto del revés. Para reducir el problema, los ingenieros de Audi añadieron la tracción delantera, y los de marketing lo elevaron a la categoría de mito técnico y atributo de marca.
Con el tiempo, han cimentado la imagen en la aerodinámica (no olvidemos el icónico Audi 100 de 1982), unos interiores impecables en ergonomía y materiales, y la parrilla inspirada en los Auto Union que lucen desde 2004. Y esa evolución de la imagen ha tenido una linealidad en su cambio, una homogeneidad que ha permitido entrever continuidad en la mejora. Lo contrario de las marcas generalistas, que cambian de imagen corporativa cada pocos años, y desmoronan su propia historia: un Ford, Renault o Toyota de hace diez años no tienen rasgos comunes con los actuales.
Ford Mondeo Vignale
En esa pretendida entrada en el mundo premium ha habido numerosos intentos fallidos, y en la actualidad hay varios que no terminan de cuajar. Un vistazo detenido indica claramente las causas. Ford pretendió mejorar su imagen colocando en el frontal de cada modelo el morro corporativo de Aston Martin: nadie se convierte en premium por copiarle un rasgo a quien lo es, por el mismo motivo por el que no se juega mejor al fútbol por llevar la camiseta de Ronaldo. El siguiente intento de Ford se basa en crear versiones mejoradas de sus modelos y darle el nombre de Vignale, en recuerdo de Carrozzeria Vignale, el pequeño carrocero de Turín que solo existió como tal de 1948 a 1969. Tuvo una vida breve y atormentada porque en ese año lo compró De Tomaso, que fue absorbida por Ford en 1973, que a su vez hibernó a Vignale durante décadas, y que ahora la resucita para darle empaque a algunos modelos. Solo que entienden por dar empaque llenar de cuero, madera y cromados modelos ya existentes bajo la marca Ford. Y eso no es suficiente para llegar a premium.
Algo muy parecido pretende Citroën con su nueva marca DS: bajo el recuerdo de uno de los coches más elegantes de la historia, quiere trepar por esta escalera del prestigio automovilístico añadiendo cromados y techos de otro color, y sobrecargando de formas modelos que ya nacieron como Citroën. Quizá la clave del error sea esa: añadiendo. No olvidemos que el lujo europeo es discreto (y el de los países emergentes, ostentoso) y no se llega a él añadiendo si no, a veces, simplificando.
Lexus IS 300h
Un ejemplo más de esta generación de arribistas es Infiniti, la marca premium del grupo Renault – Nissan. Aun no sabe qué quiere ser de mayor, con esa mezcla de berlinas, SUVs y coupés que utilizan tecnologías de Renault, Nissan y Mercedes, y una imagen más pretenciosa que elegante.
El único caso, junto con Audi, de llegada exitosa a esta élite del automóvil es Lexus. Nació hace más de 25 años y solo ahora comienza a tener una imagen asentada y firme, que arrancó con la tercera generación de IS, la de 2012, con el frontal en forma de doble punta de flecha (parrilla en huso, en el original en inglés), más definido desde el LC500 de 2017. Aun muestran los Lexus formas postizas, no totalmente integradas, como esos discutibles poliedros en los laterales traseros de RX y NX pero, ¿es imagen de marca o excentricidad? y, por otro lado, cuando BMW lanzó el primer vehículo con doble riñón en el morro, ¿se consideró imagen de marca o excentricidad?
Si en lugar de centrarnos en las características del vehículo que es premium o que pretende serlo, pensamos en lo que el cliente espera de la marca, la perspectiva es diferente. Al ser ya cliente de marcas premium de otros sectores, trae un prejuicio que no se puede decepcionar. Espera encontrar el mismo entorno arquitectónico y decorativo, el mismo trato, sentirse importante. No es solo el diseño del local de venta, es la actitud de todos los empleados. En este caso la aproximación de Lexus es especialmente acertada: en lugar de autodefinirse como un fabricante de vehículos premium (que le llevaría a compararse con quienes llevan décadas en ese olimpo, y no ser más que un aspirante a rival de los tres alemanes), lo hace como fabricante de productos de lujo. Luego sus colegas, rivales y referentes son Rolex, Carolina Herrera y los hoteles de cinco estrellas. Dado que hoy en día muchos clientes de BMW llevan una gorra puesta hacia atrás, quizá sea ésta la mejor estrategia.
He disfrutado en los últimos días de la lectura de “La primera travesía del Sáhara en automóvil”, en edición de Octubre de 1988, que reproduce fielmente la edición original en español de los años 20. Sí, esa época en que se traducían los nombres propios, por lo que figuran como autores José María Haardt y Luis Audouin-Dubreuil. De haber sido una edición original en francés, y a la vista de las alturas por las que andan las cotizaciones, estaría dudando entre conservarla entre algodones o mejorar mi situación financiera con su venta.
Además he merodeado por “You Tube” repasando vídeos con las primitivas filmaciones realizadas por los protagonistas de la aventura.
No hay que confundirla con otras dos parecidas y posteriores, bastante más conocidas: el Crucero Negro cruzó Africa desde Europa hasta Suráfrica entre Octubre de 1924 y Junio de 1925. Y el Crucero Verde que llegó hasta Beijing por el Turkestán y el Desierto de Gobi, salió en Abril de 1931 y llegó en Febrero de 1932.
Esta travesía es la primera por que tuvo lugar antes: arrancó de Touggourt (Argelia) el 17 de Diciembre de 1922, a donde regresó el 6 de Marzo de 1923. En su recorrido bajó por In Salah hasta Tombouctou, recorriendo permanentemente lo que entonces eran colonias francesas.
Leído casi un siglo después, llaman la atención muchos aspectos de este viaje. Uno de ellos es la simplicidad logística de la expedición: no hay camiones de apoyo, ni helicópteros de seguimiento, ni radio para comunicarse, menos aun teléfonos vía satélite o sistemas GPS. Claro, nada de eso existía en 1922. Simplemente las pequeñas orugas de Citroën, cargadas de comida, agua, herramientas y repuestos. El único apoyo con que contaron era la naciente estructura colonial francesa, que les permitía alojarse en los puestos militares en los que se reabastecían, y utilizar los fiables guías locales.
A pesar de lo que parecen indicar las fotos, los pequeños Citroën con orugas eran ágiles y no tan lentos como imaginamos, resultaban maniobrables por ser cortos y sus ángulos eran excelentes.
Otro elemento impactante del relato es el ambiente en que se desarrolla y el tono en el que se redacta el libro. Los hechos suceden en los felices años veinte, una vez cerradas las heridas de la I Guerra Mundial y cuando aun no se presentía la segunda. El colonialismo francés en Africa se estaba asentando, no olvidemos que aun duraría cuatro décadas más y abarcaría de Argelia a Senegal pasando por Mauritania. Esto se refleja en el paternalismo que emana el libro, la permanente sensación de que el ser humano es superior y los habitantes locales unos afortunados porque los franceses han decidido dedicar su tiempo y su esfuerzo a llevarles por el camino del bien. El mismo tono que se respiraría unos años más tarde cuando Holywood decidió ambientar sus películas en Africa.
El poso amargo que deja el libro es que ahora, cuando sí tenemos GPS y equipos de comunicaciones, no podemos hacer estos viajes. Es curioso que estos días son otros franceses los que recorren ese mismo desierto: los paracaidistas de la Operación Serval, lanzada desde Malí para liberar los territorios de la invasión de los extremistas islámicos.
La estrella del parque móvil en 2016 ha sido el Toyota Prius de cuarta generación que llegó justo antes del verano para sustituir a un Auris Touring Sport, también híbrido. Quizá para los ajenos a los híbridos y a la marca, este Prius no sea más que otro Prius y un híbrido más; para los iniciados y los tecnófilos representa dos avances cuantitativos y cualitativos.
Toyota ha sido desde su fundación, hace casi 80 años, una marca que ha triunfado gracias a su conservadurismo, camuflado por maniobras aparentemente atrevidas aunque muy racionales: la invención de los todocaminos con el RAV4, la creación de Lexus o la de los híbridos, la gama deportiva, …
El actual presidente, Akio Toyoda, está dándole emoción tanto a Lexus como a Toyota, y los últimos productos lo demuestran. Para mejorar el dinamismo en la conducción (y reducir los costes de producción y también lograr flexibilidad de gamas) se estrena con el Prius de 4ª generación la fabricación por módulos TNGA (Toyota New Global Architecture). En principio, la tecnología híbrida de 4ª generación es, en su arquitectura, igual que las tres anteriores; sin embargo, de acuerdo con la tradición de la marca, no ha quedado un tornillo de la generación anterior. ¿Cuál es el resultado de todo esto en la vida diaria, tras unos doce mil kilómetros compartiendo viajes y atascos?
Empecemos por lo bueno. Las ventajas de TNGA son palpables desde el inicio. Por fin un Toyota que no es un GT86 tiene buen tacto de dirección y, aun con mucha asistencia y de origen eléctrico, el Prius se nota asentado en las curvas rápidas y no subvira salvo a ritmo impropio de este coche y lejos de lo que permite el Código de la Circulación. En rotondas la mejora es espectacular: se puede entrar mucho más deprisa que en un Prius de 3ª generación o un Auris híbrido de 2ª, la velocidad de paso por curva es más alta y se abre gas mucho antes sin que te saque.
Respecto al paso de tecnología híbrida de 3ª generación a 4ª, parece mentira que el sistema sea el mismo, porque la mejora te hace pensar que hablamos de algo fundamentalmente distinto. El punto clave es el aumento de potencia a medio régimen, que permite una mejor aceleración en la vida real (no necesariamente en las pruebas de aceleración desde parado ni en la aceleración desde velocidad media), lo que a su vez supone reducir la cantidad e intensidad de situaciones en que se generaba el efecto de resbalamiento de convertidor. Esa mejora de respuesta a medio régimen y la inmediatez de reacción del acelerador, sin necesidad de recurrir al modo “Power”, hacen que el Prius parezca mucho menos híbrido que sus antecesores.
También el capítulo de consumos está lleno de alegrías. He hecho 64.000 km en Auris de 2ª generación con tecnología híbrida de 3ª anotando los consumos en función del tipo de vía y la velocidad. En el uso interurbano del día a día, el consumo está en el entorno de 5,4 l/100 km, y en autovía a velocidades algo por encima de lo legal, alrededor de 6,0. Los mismos recorridos a las mismas velocidades, con un Prius de 4ª generación, suponen 4,39 l/100 km y 5,30, respectivamente. Es decir, una rebaja del 18% en un caso y del 12 % en el otro. ¡Formidable! Para ponerlo en perspectiva, mi último Toyota moderno antes de hibridizarme fue un RAV4 2.0D de 2012, y en las mismas circunstancias los consumos eran 6,6 (-33%) y 6,8 l/100 km. (-22%)
Los sistemas de seguridad que monta el Prius y que forman el embrión del vehículo autónomo son, en líneas generales, estupendos, aunque requieren matices. Por seguridad es mejor regular el PCS (“Pre Collision System”) con la máxima sensibilidad (que salte pronto, para evitar sustos) y sin embargo el ACC (“Active Cruise Control”) funciona mejor en carretera en la 2ª posición de las tres; el motivo es que esta tercera posición implica dejar demasiada distancia entre nuestro coche y el coche liebre, de modo que con asiduidad se cuelan otros coches en el hueco y eso hace que el sistema se active: corta la potencia, llega a frenar hasta que se abre la distancia necesaria, y solo entonces acelera de nuevo.
Por su lado, el LDA (“Lane Departure Alert”) salta permanentemente en carreteras estrechas al ser casi inevitable pisar las líneas, por lo que el usuario suele desconectarlo. Y como el recordatorio de desconexión no es más que un testigo apagado en medio de un cuadro enorme lleno de luces, se suele olvidar de que está apagado. Además, cada vez que se apaga o la velocidad del vehículo baja de 50 km/h (algo muy frecuente en tráfico urbano) se superpone en la pantalla de TFT (“Thin Film Transistor”) un aviso que oculta a todos los demás, lo que resulta incómodo.
El BSM (Detector de ángulo muerto) es todo un descubrimiento para quienes frecuentamos vías de tres y cuatro carriles generalmente atascadas, porque avisa sin error alguno si hay un vehículo oculto u ocultándose en el ángulo muerto. Hasta tal punto es útil el sistema, que ahora me siento indefenso cuando conduzco vehículos que no lo incorporan.
Para terminar el capítulo, un detalle sorprendente: mi coche equipa neumáticos Toyo Nanoenergy R41 en medida 215/45 R17 87W, con un curioso reborde de caucho en el perfil. En uso urbano (aparcando con frecuencia entre bordillos de cemento o granito) y con neumáticos de perfil bajo, es habitual dañar las llantas de aleación, lo que afea y envejece al coche. Estos rebordes de los Toyo actúan como protectores de las llantas, que a estas alturas siguen impecables. Ojalá lo tuviera en el M3.
Como se comprueba, la mayoría de los puntos positivos del coche han supuesto un gran esfuerzo en ingeniería y producción, tanto en horas hombre como en inversiones. Por eso sorprende (y decepciona) que los puntos de mejora que voy a citar a continuación no solo se refieran a cuestiones menores, si no que sean aspectos resueltos con brillantez en otros modelos de la marca.
Empezamos por la visibilidad trasera. De acuerdo que el perfil Kamm y el portón trasero con dos lunetas son características de diseño de un Prius. Esta forma tan peculiar hace que la mitad de la visión del conductor a través del retrovisor interior tenga lugar a través de la luneta superior, muy inclinada y que sí tiene limpiaparabrisas, y la otra mitad por la luneta inferior, vertical y sin parabrisas. Medidas en vertical, cada luneta tiene unos 12 cm de altura.
Si pasamos de la teoría a la práctica, vemos que los reposacabezas traseros, en la posición más oculta, tapan la mitad de la luneta inferior, es decir, el 25% del campo de visión. Una silla para niños Römer para Toyota (accesorio original) cubre toda la luneta inferior y parte de la superior, y dos sillas dejan libre más o menos el 25% del campo de visión. Cuando llueve, esta luneta inferior recibe las salpicaduras de las ruedas traseras, por lo que pierde la transparencia en poco tiempo.
El portón trasero es realmente grande, lo que facilita la carga del maletero. A cambio, una vez abierto alcanza una gran altura, por lo que puede golpear con el techo de muchos garajes: el portón de un Auris Touring Sports llega a 193 cm de altura, y el de un Prius a 215 cm.
Una vez abierto el portón y cargado el maletero, hay que cerrarlo; este es un movimiento cuya dificultad para el cliente depende del espacio disponible y de su altura y fuerza. Un Auris Touring Sport tiene dos huecos en el portón para meter la mano y bajarlo, situados a 184 cm. del suelo; el Prius de 4ª generación tiene solo uno (el de 3ª tenía dos), a la derecha (¿y los zurdos?) ubicado a 193 cm.
Con el portón trasero abierto nos encontramos las dos mayores decepciones del Prius, especialmente para quien hemos sido usuarios de Avensis y Auris TS. Empezamos por la rejilla: el Avensis y especialmente el Auris Touring Sport tienen una rejilla autoenrrollable de aspecto sólido, cómoda de uso y, en el caso del Auris, con posición de carga de maletero. Que además tiene la posibilidad de ser almacenada en el fondo del maletero, y encima añade una rejilla de separación de carga, que se puede plegar, o extender y anclar al techo, y hasta utilizarse cuando se han plegado los asientos al fijarse en el respaldo de los asientos traseros. Toda una demostración de ingenio y practicidad.
Por su todo esto fuera poco, el Auris TS tiene fondo de maletero de madera forrada que da paso a un hueco enorme, en el que guardar un paraguas, las cadenas para la nieve, las bolsas del supermercado, las cinchas para atar la bici cuando se lleva en el maletero y mil pequeños objetos más. Y lo que no quepa ahí encuentra alojamiento en dos huecos laterales con tapa independiente. Todo esto significa que el cuerpo principal del maletero va siempre despejado, lo que reduce el ruido en curvas.
Sin embargo, el novísimo Prius de 4ª generación tiene una rejilla fofa de posición única y difícil de fijar, no tiene rejilla de separación de carga, y ni un solo hueco bajo el maletero, que se tapa con una simple moqueta.
Una buena manera de conocer un coche es lavarlo a mano, y en ese sentido las formas peculiares del Prius proporcionan sorpresas. Los limpiaparabrisas delanteros se ocultan en un hueco entre el capó y la base del parabrisas, con dos objetivos: reducir ruidos aerodinámicos y mejorar la estética, algo similar a lo que buscaba Seat en el Altea al esconderlos en el montante A. En el Prius la suciedad se acumula en ese hueco, y los rodillos de un túnel de lavado no llegan al fondo del hueco; solo desplegando los limpias y con algo de paciencia con la esponja se queda limpio en un lavado manual
La parte posterior del coche merece otros dos comentarios. Como la base del portón está retranqueada respecto a los pilotos, se crea otra zona de acumulación de suciedad que solo se puede limpiar abriendo el portón, para limpiar por partes cada una de ellas. Y por último, el limpia de la luneta superior trasera ¡no es retráctil!, solo se puede levantar unos 10 cm y no se queda fijo por lo que limpiar esta luneta (no lo olvidemos, nos jugamos casi toda la visibilidad trasera con ella) es incómodo.
Lo más destacado del año con el M3 fue un viaje de fin de semana por La Rioja, toda una prueba de versatilidad: ¿de verdad es, a la vez, una cómoda berlina para viajar como cualquier otro Serie 3, un Cabrio para pasear y un deportivo que merece llevar la letra M? Lo de cabrio se quedó en duda por la lluvia, el resto se aclaró favorablemente.
A la hora de viajar por autovía a velocidades levemente ilegales, es delicioso. Las únicas críticas se refieren al ruido generado por la capota y al de rodadura de los enormes neumáticos traseros, a partir de 140 km/h de marcador. El consumo es bajo para ser una gasolina de más de tres litros, y bajo el agua en carreteras secundarias transmite confianza y seguridad, sin asomo de subviraje al entrar, y solo pierde tracción en horquillas de segunda en pendiente.
Como todos los coupés, las puertas son más largas, lo que mejora la estética y facilita el acceso; a cambio, es más fácil golpearlas cuando se aparca en batería o en los aparcamientos subterráneos. El maletero es más que suficiente para fines de semana y admite equipajes de más de dos personas para más de dos días.
El final del año vio el único incidente con el M3 Cabrio desde su compra, hace ahora dos años: una maniobra de aparcamiento rozó la punta derecha del paragolpes delantero, y se rompió el soporte inferior del paso de rueda. El uso en autovía lo presionó hacia atrás hasta que rozó con la rueda y terminó desapareciendo una parte de la pieza. Hasta que conseguí el recambio, no quedó otra que un remedio con cinta americana al estilo McGyver.
Y como todo M3 E46 que se precie, hay que reponer medio litro del exquisito aceite Castrol Edge Titanium FST 10W-60 cada mil kilómetros. O arriesgarse a romper el motor.
Gran parte de las andanzas de la Ghost en 2016 quedaron reflejadas en las entradas de este blog referidas a la Carrera Africana de La Legión en Melilla. Después de esos meses tan intensos (1.383 km de entrenamiento en la Ghost y 401 más en la bici estática), el resto del año fue más suave. Eso sí, gracias al cambio a neumáticos sin cámara, la caja de los parches no ha vuelto a salir de la mochila. ¡Bien!
Justo antes de la Ruta Imperial, a finales de Octubre, le tocó cadena nueva por kilometraje, y ya está lista para muchos kilómetros más.
El veterano Land Cruiser HDJ80 cumplió en 2016 los 25 años, y sigue estupendamente bien en lo principal, salvo ciertos achaques lógicos. La batería izquierda, con un borne sulfatado hace tiempo, terminó falleciendo y llevándose por delante a su compañera del lado derecho. Por fortuna, largas sesiones de cargador permitieron que ésta se recuperara, de modo que la avería se resolvió con una enorme batería nueva de 70 Ah, un borne también nuevo y una buena sesión de limpieza.
Mejor dicho, por Baviera, que no se corresponde por completo con el estereotipo que de Alemania tiene el resto de Europa. Los que simplifican dicen que los bávaros son los andaluces de Alemania, pero esa frase elimina matices que tienen mucho peso, de modo que mejor entremos en detalles.
Sí, los bávaros son industriosos, trabajadores, organizados, … lo que se espera de un alemán, solo que además quieren disfrutar del nivel de vida al que esa actitud les conduce. Ese es el motivo por el que hay tantos restaurantes en las calles, y tiendas de ropa y coches caros. Muchos coches y bastante caros.
De acuerdo que también hay coches normalitos y con unos cuantos años encima, solo que con una frecuencia mayor que la habitual en España te topas con esos vehículos que nos hacen girar a los aficionados la cabeza hasta que crujen las cervicales. Quizá no sea más que una versión muy equipada u potenciada de un coche generalista, pero demuestra que el propietario tiene dinero y le gustan los coches. O a lo mejor es un 911 de una buena añada, o un discreto M3.
Cierto que el paisaje es distinto en Maximilianstrasse y sus alrededores, la zona de tiendas de marcas caras en Munich. La calle en cuestión es céntrica y ancha, y están todas las marcas de lujo habituales y alguna más, ubicadas en tiendas de superficie generosa (mejor no pensar en el precio de los locales) y con decoración discreta. Hasta ahí todo medio normal, las novedades comienzan al mirar a los clientes que llegan y los coches en que lo hacen: los primeros son, en abrumadora mayoría, árabes de los dos sexos, vestidos ellos como si pasearan por Rodeo Drive y ellas como si lo hicieran por Kabul. Suponen la mayoría de los clientes de la zona, algo que se comprueba con sorpresa al echar un vistazo apresurado al interior de las tiendas cuando el de seguridad les abre la puerta. Los coches que dejan fuera son tan envidiables como las cuentas corrientes que nutren sus compras, y llama la atención que las árabes ricas vestidas de afganas tratadas con machismo por árabes ricos vestidos de occidentales den de comer a los empleados europeos y a sus marcas de lujo.
La siguiente etapa de mi peregrinación es la zona de la ciudad donde nació BMW, la fábrica bávara de motores. En las cercanías de la fábrica y de la oficina central se abrió en 1973 un museo que ha sido recientemente reformado, y al lado se abrió en 2007 (y se renovó en 2012) BMW Welt, un ostentoso edificio para acoger la actualidad del grupo en sus ramas: BMW motos y coches, Mini, Rolls Royce y ahora la rama i, los automóviles eléctricos. Por supuesto, confitado con tiendas, visitas organizadas incluso a la fábrica, tres restaurantes y un café y referencias permanentes a la imagen de marca, el futuro, la responsabilidad social y la sostenibilidad. Faltaría menos.
Tanto la arquitectura como el contenido muestran el poderío alemán y el orgullo de marca, pero matizado por el complejo de culpa medioambiental que ahora atenaza a la industria del automóvil.
En el BMW Museum se nota el equilibrio para agradar en su visita tanto al público en general como a los fanáticos. Como miembro del segundo grupo, subespecie raritos, me detengo ante joyas que me llaman la atención: una GS (bóxer, claro) del Dakar africano con el logotipo de Paris Match en el dorsal como patrocinador, el elegantísimo 507, el 2000 que marcó el inicio de lo que hoy llamamos agonizante segmento D, la BMW R50/2 de la Polizei, … Por supuesto hago una parada especial, llena de suspiros, en la zona M, donde me encuentro con mi propio coche. Qué sensación la de ver un coche como el propio expuesto en un museo, en el museo de la marca que lo fabricó. En este lado M del museo, rodeado entre otros por un M3 E30 y un auténtico M1, posa orgulloso un M3 E46 CSL, aquella serie limitada tan difícil de vender en su día y tan cotizada ahora. Y en la zona de competición descansan de sus éxitos un precioso y humilde 2000 TI del ’66, un 3.0 CSL del ’75, otro M3 E30, y el M3 E46 GTR de las 24 Horas de Nürburgring de 2004, vitaminado hasta el extremo, con un alerón trasero mayor que muchas barras de bar, unas vías ensanchadas con anabolizantes, y un motor que daba 500 CV durante 24 horas. Echo de menos el mío, sin alerones, con solo 341 CV, en discreto azul oscuro, aparcado ahora en el garaje de casa, a varios miles de kilómetros de donde suspiro entre estas joyas.
Cruzo la Lerchenauer Strasse por el puente peatonal y me planto frente a BMW Welt. Antes de entrar, caigo en la tentación de sentarme y probarme las motos expuestas en la entrada. La S1000 XR se me hace excesiva, la bóxer de carretera sin carenado se me hace poco, y caigo rendido, una vez más, ante una formidable GS 1200 R con su colección de maletas metálicas, la moto ideal para dar la vuelta al mundo o, en su defecto, disfrutar de las carreteras retorcidas más cercanas a la casa de cada uno.
Una vez en el interior del Welt, lo primero que aparece son dos de las novedades en una marca que precisamente en 2016 celebra su centenario: Mini y los coches eléctricos. La exposición de Mini exalta el carácter británico, tradicional y chic del concepto, algo a destacar ahora que los Minis son alemanes, modernos y cada vez menos minis; eso sí, el despliegue es envolvente, retrae a los años ’60 y te hace olvidar que estamos en Alemania.
La parte i, la rama eléctrica de BMW muestra un orgullo humilde y un toque moderno sin pasarse; a todo el mundo le gustan los coches novedosos pero espera que otros se los compren antes, el porcentaje de “early adopters” no es tan alto. En BMW saben, ahora que se han puestos a vender eléctricos, cómo lo han pasado Toyota y Lexus para vender híbridos, y lo que le falta a Tesla para afianzar su negocio de vehículos eléctricos.
Me detengo, claro, en la zona M, donde un grabado deja claro que mi M3 E46 cabrio se produjo de 2001 a 2006, y me monto en el M2, para muchos críticos el sucesor espiritual de los M3 “auténticos”, las series E30, E36 y E46, antes de que llegaran las dos siguientes generaciones, más grandes, potentes, y con menos placer de conducir, el antiguo lema de la marca. Y sí, en el M2 me siento como en mi coche: acogido, envuelto, implicado en la conducción incluso estando parado, notando que hay comunicación con el coche.
Sigo dando vueltas por los varios miles de metros cuadrados de este “Mundo BMW” y en la segunda planta me topo de nuevo con las motos. Vuelvo a probármelas, todas pero todas, y se reavivan antiguos sentimientos. La RR me parece tan excesiva en planteamiento y postura como las Rs japonesas de los ’90, y la R1600 GT me parece una alternativa a una autocaravana, tal es la sensación de enormidad que me transmite. Las percepciones cambian cuando voy hacia una moto aparentemente olvidada que me sorprende: la razonable GS800 bicilíndrica, con la estética de la hermana mayor bóxer solo que con tamaño y peso contenidos. De repente, me surgen malos pensamientos y peores planes, y antes de liarla me alejo de la zona de motos.
Lo último que veo en el BMW Welt me deja pensativo: al final de la planta baja, en una zona un tanto aislada, con una puesta en escena enormemente más discreta que el resto de la instalación, está la gama X. Sí, la que ha disparado ventas, facturación y beneficios en los últimos años, la que se convirtió en objeto de deseo en esos años en que nos creíamos que éramos ricos y que esto no se iba a acabar nunca. Pues allí, en fila y medio escondidos, posan un X5, un X3 y un X1. El X6 ni está ni se le espera. Afortunadamente. Salgo del BMW Welt pensando que la asignación de espacios la ha hecho un purista, o al menos un aficionado con algo de sentido de culpabilidad.