La carretera N2 de Mauritania comunica la capital, Nouakchott, con Rosso, ya en la orilla del río Senegal y en la frontera con el país del mismo nombre, y marca la transición del desierto al sahel, que es como se llama la sabana de Africa Occidental. Los alrededores de Nouakchott mantienen el aspecto muchas veces de erg, el desierto de dunas, otras de hamada, las llanuras pedregosas, con acacias espinosas bajas y dispersas, y manadas de camellos, cabras y burros. Unos kilómetros más adelante sobresaltaba darse cuenta de que, sobre las dunas de arena rojiza, ya crecía algo de monte bajo, y las acacias eran mayores y más abundantes. Luego se veía una vaca. Más tarde manadas enteras pastando entre los matojos que crecían sobre la arena, y hasta un pájaro. Ya cuando se sentía la presencia verde y húmeda del río Senegal, estallaba una tormenta de vida y color: vacas de cuernos largos, grupos de facoceros, bandadas de pájaros, manglares, arrozales, humedales. Nuestros ojos se sorprendían después de diez días por la mitad norte de Mauritania, acostumbrados a los ocres, tostados, rojizos y a las piedras calcinadas, paisajes en los que los pocos animales uniformizaban sus colores. Ahora destelleaban distintos tonos de verdes, y hasta el azul de las aguas del río Senegal, paralelo al cual corría la pista que habíamos tomado. Las personas se contagiaban de este esplendor de vida, y el vestuario era un arrebato de colores en los estampados, algo más discreto en ellos, explosivo en ellas, y en el brillo de su piel, y en su sonrisa. Y al ver sonrisas francas respondiendo a cada saludo, me daba cuenta de que en Mauritania apenas se sonreía, quizá para seguir la línea de un entorno seco, adusto e inexpresivo.
Con el fin de evitar la atestada frontera de Rosso y el conflictivo transbordador del río Senegal, optamos por tomar la pista que bordea la orilla del río y cruza en su desembocadura en Diama, donde está la presa que regula el caudal del agua empleada en los regadíos, y la central hidroeléctrica que abastece de energía tanto a Mauritania como a Senegal, desde Nouakchott hasta Saint Louis. Alcanzamos el puesto fronterizo cuando el sol empezaba a caer a nuestra derecha, del lado del Atlántico. Frente a nosotros, las ya conocidas barracas, una de Aduanas y otra de Policía, y el ceremonial de pasaportes, “carte grisse”, sellos, algún soborno discreto, caligrafía colonial en grandes cuadernos de contable antiguo, oficinas decrépitas que son también cocina, salón y dormitorio, mucho “oui, monsieur” y bastante “merci beaucoup”. Cruzamos la presa, salimos de Mauritania y alcanzamos lo previsto como el mayor escollo del viaje: la entrada en Senegal.
A lo largo del mucho tiempo dedicado a la organización de este viaje se plantearon diversas dificultades, y hasta llegaron momentos en los que lo más adecuado parecía dejar de lado nuestras ideas de viajes africanos. Al principio, la elección del recorrido se hizo por eliminación, al descartar los países o zonas de visita poco recomendable por lo arriesgado, como Argelia, Costa de Marfil, Liberia, Sierra Leona, el norte de Malí, o la Casamange en el sur del Senegal. Después de establecido un recorrido y, cuando el plan estaba avanzado, un intento de golpe de estado en Mauritania cerró las fronteras del país y nos invitó a limitar el ámbito del viaje a Marruecos. Meses más tarde, supimos a través de la Embajada española en Nouakchott que no había motivo alguno para evitar la visita, y reanudamos los planes. Sin embargo el mayor escollo nos esperaba más al sur. Hacía tiempo que algún africano y bastantes europeos practicaban un curioso negocio en el Africa francófona, de Argelia a Senegal, pasando por Marruecos, Mauritania y aun otros países. Compraban en Europa vehículos de cierta edad, como Peugeot 505, Renault 18 y 21, Mercedes Clase E de cuando no se llamaban Clase E, Land Cruisers y Monteros veteranos, furgonetas, camioncitos, … A continuación viajaban hasta esos países conduciéndolos, los vendían, y con el margen se pagaban unos días de vacaciones y el billete de regreso a casa. El beneficio no daba para montarlo como negocio a gran escala, pero sí para que se realizara con cierta frecuencia. El perjudicado era el sector local de la venta de vehículos y el Gobierno, que veían a los clientes de estos países pobres decidirse por la compra de antiguallas a precio razonable, antes que por la adquisición de vehículos nuevos duramente gravados con impuestos.
Con el fin de proteger este sector y de cobrar impuestos, el Gobierno senegalés prohibió desde mediados del año 2003 la entrada de vehículos de más de cinco años, salvo que existiera constancia de su permanencia temporal en el país. Esta constancia se expresaba, aparentemente, en una autorización de admisión temporal emitida por la Dirección de Estudios y Legislación de la Dirección General de Aduanas del Ministerio de Economía y Finanzas de la República de Senegal. O al menos eso es lo que ponía en el encabezamiento del papel que tanto trabajo nos costó conseguir, porque dada la veteranía de nuestros coches nos era imprescindible. Fueron largos cruces de faxes, correos electrónicos sin respuesta, y conversaciones telefónicas en idiomas mezclados, que arrojaron como resultado final ese documento que guardábamos como oro en paño, con la firma al pie del director de todo eso que cité antes. No resultó fácil obtenerlo, ya que si es difícil juntar en una misma frase las palabras “Africa” y “organización”, ya es para nota lidiar con la burocracia africana. Al final nos llegó el documento y con él en el bolsillo y una sonrisa optimista, cruzamos el río Senegal por la presa de Diama, alcanzamos su orilla sur y con ello el otro lado de la frontera.
El oficial de la aduana era un negro alto, joven, delgado y barbilampiño, de uniforme verde oscuro y unas enormes gafas de pasta que habían pasado de moda antes de que él naciera. Nos había recibido en la caseta de ladrillo que actuaba como oficina de aduanas, miró y remiró la autorización con minuciosidad de entomólogo, y con frialdad distante dijo que no podíamos pasar con los coches. Tirar la toalla a mitad de un viaje es lo último que se puede hacer, y perder la esperanza lo penúltimo, así que empezamos a apretar. La primera respuesta fue no, y la segunda que telefoneáramos a su jefe en Saint Louis, de modo que le pedimos el número y lo hicimos. Hablamos con el jefe, el oficial de la aduana también lo hizo, y el resultado fue negativo de nuevo. Cerca de las casetas entre las que se desarrollaba este rifirrafe burocrático había varios coches de matrícula europea, más de cinco años de edad y aspecto de haber quedado varados en una tormenta legal, lo que nos daba muy mala espina. Parecía que no quedaban posibilidades, pero uno de los aduaneros comentó que si íbamos a Saint Louis a ver personalmente al jefe, era casi seguro que nos dejarían pasar. Decidimos entonces que Ahmed, el guía mauritano que nos acompañaba, iría hasta la ciudad a hacer un intento más en su Toyota Hilux, que con menos de cinco años podía pasar la frontera sin pegas. La otra posibilidad era probar a la mañana siguiente en la frontera de Rosso, quizá más benevolente por su concurrencia, ¡o resignarse y volver conduciendo hasta Madrid! Más de cuatro mil kilómetros de aburridísima conducción por la ruta más corta y con el rabo entre las piernas me parecía un final triste para un viaje en el que habíamos puesto mucha ilusión. Ahmed se puso manos a la obra, con el sellado de pasaportes y la contratación de su seguro para el coche, ya que tampoco Senegal participa de los acuerdos internacionales sobre seguros de vehículos.
Una vez que el Hilux pasó la barrera y sus luces rojas se perdieron en la carretera que se internaba en el país, me sentí cansado. Ya había anochecido, el calor húmedo comenzaba a agobiar, y los mosquitos parecían deleitarse con nuestra sangre europea, por lo que me refugié en el coche. Cerré la puerta, subí las ventanillas, y entonces me fijé en lo que me rodeaba. A la izquierda, la caseta de las Aduanas senegalesas. A la derecha, la de la policía senegalesa. Delante, una barrera metálica, muy cerrada. Detrás de ésta, tres farolas iluminaban a medias el inicio de la red de carreteras de Senegal. Al fondo, una cabaña con techo de paja y muchos carteles de Coca Cola era el primer establecimiento hostelero del país en el que queríamos entrar. No se veía nada más, con las ventanillas subidas hacía mucho calor dentro del Land Cruiser y me quedé dormido.
Al despertarme, y con los ojos ya adaptados a la oscuridad, veía luces entre los árboles, oía voces que debían venir de un poblado cercano, policías que se movían entre las casetas, y pasó un grupo de personas seguido por un mono. Salí del coche para hacer entre los árboles lo que se suele hacer entre los árboles, y noté que el viento fresco que se había levantado alejaba los mosquitos, y que las voces que llegaban del poblado sonaban alegres. Un rato después llegó el papel que nos faltaba, y reanudamos los intentos para salir de Mauritania y entrar en Senegal.
Conseguir el sí del responsable en Saint Louis no suponía automáticamente la entrada en el país; era imprescindible soportar antes el purgatorio burocrático. Empecé por la caseta de la aduana, y me encontré en ella, a solas, con el oficial que nos había negado la entrada unas horas antes. Había ido a un poblado cercano, donde probablemente vivía, a romper el ayuno del Ramadán, y a su regreso había cambiado el uniforme verde oscuro por una ropa occidental oscura también. Mantenía sus descomunales gafas de pasta, como de azafata del «Un, Dos, Tres», su mirada escrutadora, y escribía sobre un gran cuaderno con la misma caligrafía de escuela colonial de sus colegas del resto de Africa. Le miraba en silencio, no quería turbar su ensimismamiento y reavivar con ello el incidente fronterizo, por lo que se me iban los ojos al ruidoso televisor que había colocado cobre un taburete y en el que la RTS, la Radiodifussion Télévision Sénégalaise emitía un programa de música de los años 50 y 60. Tenía ante mí dos consecuencias de la interacción entre blancos y negros. En vivo, el senegalés educado con el estilo de la metrópoli practicando una adaptación de la burocracia occidental. En la pantalla del televisor, la música de los negros de esta zona que fueron esclavizados y mezclaron su cultura en los Estados Unidos con los instrumentos musicales de los blancos.
Tras esta escena, y una vez sellados los pasaportes en la caseta de Policía, nos quedaba el seguro. En Europa sería impensable contratar un seguro un sábado por la noche en medio del campo. Pero esto era Africa: en un poblado cercano, una mujer extendía las pólizas de seguro en su propia casa, a cualquier hora. Hasta allí nos dirigimos por una pista rapidísima, franqueamos un obstáculo que haría volcar a cualquier incauto, y nos presentamos en su casa. Da igual que la mujer estuviese durmiendo; salió del interior en bata y nos cumplimentó los formularios del seguro en el porche, junto a un grupo de jóvenes que escuchaban embobados la música de Bob Marley a un volumen tal que se debía oír en Camerún. Volvimos a la frontera, mostramos una vez más los papeles, y la barrera se levantó ante el morro de nuestros coches. Estábamos en Senegal. m Grid 3 Accen