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Autor: Luis Carlos Alcoba

Un paseo en moto por Argelia (y II)

En la época del turismo masificado, viajar por un país no turístico es una vivencia intensa. Hacerlo solo y en moto le añade profundidad.

 

Recorrer un país que no es un destino turístico habitual es, para quien vive en un país turístico, pasarse el día abriendo una caja de sorpresas, porque lo que damos por hecho no sucede, y lo inesperado se convierte en habitual.

En España nos parece normal que haya una multitud de señales que indican no solo a dónde se dirige cada calle o carretera, también dónde se encuentran los hoteles o los museos; y todos los lugares que ofrecen servicios a los turistas, como bares, hoteles o restaurantes, cuentan con sus carteles bien visibles, luminosos y llenos de colores. Por no mencionar todos esos pequeños servicios adicionales que prestan las oficinas de los bancos, las empresas de cambio de moneda, los cajeros automáticos, las máquinas de venta de bebidas y las tiendas de conveniencia.

Mercado en el centro de Argel.
Callejuela en la kasbah de Argel.
Lo de que muchas de las casas de la kasbah de Argel están a punto de caerse no es una frase hecha.

Cuando llegué a Argel, la capital del país, con 3,3 millones de habitantes, me topé de repente con la ausencia de casi todo lo anterior. Cierto que en el centro los establecimientos de hostelería abundan y tienen carteles, pero en las ciudades del interior los pocos que hay carecen de identificación. No vi en dos semanas un negocio de cambio de moneda y solo los hoteles que pertenecen a cadenas occidentales tienen rótulos en el exterior.

Aprendí esto último porque me había encaprichado con alojarme en el Hotel El Djazaïr, el antiguo St. George, uno de los mejores de Argel e, indudablemente, el de mayor peso histórico. Se han alojado en él desde Edith Piaf al Che Guevara, el Barón Rothschild y Simone de Beauvoir, y lo que le hace más atractivo es que, durante las campañas africanas de la II Guerra Mundial, se convirtió en el cuartel general aliado y acogió a Winston Churchill y al General Eisenhower, entre otros. Pues bien, mi BMW y yo pasamos tres veces por delante de la puerta sin darnos cuenta, porque no hay un solo cartel identificador.

Varios días más tarde hicimos exactamente lo mismo en El Oued, porque tampoco el inmenso Hotel La Gazelle d’Or tiene carteles en el exterior. Así que cuando llegué a Ghardaïa no busqué los carteles del Hotel Belvedere; en su lugar, recurrí a un sistema más antiguo: memoricé que “es el edificio de color como amarillo que hay al subir la cuesta del cerro que conduce al hospital y que está a continuación de la entrada de Urgencias”; así lo encontré a la primera.

Otra obviedad en la que caí una vez sobre el terreno es que un país sin turistas es un país sin tiendas de recuerdos. Personalmente esas tiendas no me gustan, nada, pero en ocasiones son el único lugar en donde comprar algo típico del país. Sin embargo, en Argelia no hay, y lo poco que compré lo encontré en el lugar más auténtico de todos, el mercado en el que los locales se aprovisionan de lo que necesitan. En el mercado de Ghardaïa encontré unas jarras de barro forradas de tejido de esparto, en las que los argelinos beben agua fresca, porque funcionan con el mismo principio termodinámico que los botijos: el tejido humedecido, al evaporarse, reduce la temperatura de la jarra, y ésta, al ser de arcilla y por ello porosa, permite también una evaporación que enfría el agua.

El mercado de Ghardaïa, otra manera de entender el concepto de centro comercial.

Una herramienta a la que los occidentales nos hemos acostumbrado para conseguir información cuando estamos en un lugar que no nos es habitual es Google Maps, con sus buscadores de servicios (gasolineras, restaurantes, farmacias, …) y los enlaces que nos permiten ampliar la información, conocer el horario de apertura, las opiniones de otros usuarios, cómo llegar, … Pero, claro, si no hay turistas, no se alimenta esa base de datos, por lo que deja de ser útil: los horarios que aparecen no son los reales o figuran negocios que han cerrado; por eso, tras los primeros fracasos, lo abandoné.

En el fondo, hay otro motivo detrás de esta característica de país sin turistas, y es que tampoco los argelinos consumen los servicios que demandan los turistas, ellos simplemente por falta de dinero. La renta per cápita en Argelia es la sexta parte de la española, por lo que pocos argelinos “salen” a bares, restaurantes y hoteles. En conclusión, si no hay turistas y los argelinos salen poco, más de un día pasé apuros para encontrar algo que comer o cenar.

La cumbre de estas peripecias la alcancé ya al final del viaje, en Orán. Tenía interés en visitar el Fuerte de Santa Cruz, una fortaleza militar construida por los españoles en el siglo XVI, cuando Orán era nuestra, para proteger tanto la misma ciudad como el puerto. Se asienta en lo alto del monte Murdjadjo, en el lado oeste de la bahía, con vistas espectaculares sobre Orán desde un lado y sobre Mazalquivir desde el otro. Guiándome por Google Maps, comprobé que podía llegar hasta las cercanías del Fuerte si subía en el teleférico de la ciudad hasta su parada final, ya en la parte alta del Murdjadjo y, siempre según Google Maps, caminaba unos quince minutos. Una vez que me bajé del teleférico, los dos primeros minutos del supuesto paseo fueron eso, un paseo. A partir de ahí, Maps me hizo bajar por un sendero solo para cabras situado una ladera reseca por la que no habría bajado ni en la bici de montaña, y me obligó a caminar por el borde de una carretera estrecha a pleno sol y sin cartel indicador alguno que me guiara. Al llegar al “Parking Santa Cruz”, con el Fuerte ya a la vista, Maps me guio hacia un camino pavimentado que arrancaba del aparcamiento en dirección al propio Fuerte y lo abordé convencido de que, a pesar del calor, ya estaba llegando. Unos cien metros más adelante, al pie de la muralla, el camino se terminaba, de repente, en medio de la ladera. Se me ocurrió entonces que, estando tan cerca y por no dar la vuelta, podía trepar por esa ladera, ya que la entrada al Fuerte no podía estar lejos. Cuando ayudándome con las manos llegué a lo alto del desnivel, vi no solo que no había manera de llegar al Fuerte; además, lo que tenía delante, o para ser más preciso, unos quinientos metros más abajo, al fondo del precipicio al que me asomaba, era la base militar de Mazalquivir.

Renegando de Google Maps y del Ministerio de Turismo de Argelia, si es que existe, deshice el ascenso y el camino interrumpido, y seguí caminando por el borde de la carretera estrecha hasta finalmente llegar al Fuerte de Santa Cruz. Lo visité pensando en cómo iba a regresar, en si sería inevitable otra media hora caminando al sol por la carretera estrecha para luego subir por la ladera reseca que no podría hacer en la bici de montaña. Y, sin embargo, cuando salí del Fuerte, desde un Renault Clio negro, viejo y sin identificaciones me dijeron “¿Taxi?”, y por unos pocos dinares me llevaron hasta la estación del teleférico.

Las impresionantes ruinas de Timgad, sin un solo visitante.
Orán frente al Mediterráneo, con el Fuerte de Santa Cruz en lo alto.
Más puentes de Constantina.

Estas anécdotas propias de un país sin turistas se dan, por contraste, en un lugar plagado de atractivos que deberían reunir a muchos visitantes. Me encantaron Argel y de Orán como réplicas estropeadas de París al borde del Mediterráneo; en definitiva, lo que se construyó en la época colonial, ajado por años de dejadez. Disfruté de esas avenidas flanqueadas por edificios señoriales, ahora con las fachadas dañadas por el tiempo, faltas de una mano de pintura. Me enamoré de la vista de Orán desde el bulevar, con el puerto y el mar a la derecha y las fachadas blancas asomándose al agua, con las avenidas a distintos niveles y el Fuerte de Santa Cruz vigilando al fondo; me recordaba a Mónaco, en versión dejada y empobrecida, habitado por enjambres de Dacia y Hyundai en lugar de por manadas de Ferrari y Lamborghini.

El impacto de la visita a las ruinas de Timgad se debió tanto a su enormidad como a la soledad del lugar. Asociamos un resto de gran valor histórico con el hecho de que haya una multitud visitándolo, y la ciudad romana de Timgad es inmensa en superficie y la visité completamente solo. He repasado las fotos y los vídeos de mi estancia, y nada más que aparecen dos vigilantes escondidos en busca de una sombra. Paseé con calma bajo el Arco de Trajano, recorrí los baños y me senté en el teatro, siempre solo y en silencio.

Qué decir de los cientos de kilómetros que la BMW y yo recorrimos por el desierto, de la agobiante sensación de vacío que genera cruzarlo, especialmente en moto. La calma tensa cuando uno se para en el arcén, no oye más que la propia respiración, y mientras se bebe agua y se hacen unas fotos, se mira de soslayo a la moto y se le pregunta: “¿Ahora vas a arrancar, verdad?”

Estaba igualmente vacío Beni Isguem, una de las cinco ciudades de la pentápolis de Ghardaïa, en el valle de M’Zab. Allí surgió la rama mozabita del Islam, una interpretación estricta, aunque no violenta del Corán, que se manifiesta de modo claro en la ciudad: los infieles no podemos quedarnos a dormir dentro de la muralla, solo podemos recorrer la ciudad con un guía local, las mujeres van cubiertas de tal modo que solo se les ve un ojo, no se puede fotografiar a las personas, … En todo mi recorrido por la ciudad de Beni Isguem no vi un occidental, solo paseábamos el guía y yo por calles tan estrechas que si pasaba un burro no cabíamos los tres, y sentía que estaba en otro momento de la historia.

En ese sentido, deambular por un país sin visitantes permite percibir la realidad sin distorsión alguna, no como en los lugares adaptados para ofrecer al viajero lo que espera. Lo entendí la noche en que salí a cenar en Timgad, y acabé en el único lugar que estaba abierto, un local con un interior mínimo y caluroso, con dos mesas en la acera frente a una pequeña barbacoa de carbón. El dueño, con un inglés atropellado y un despliegue de amabilidad, me enseñó todo lo poco que había disponible para cenar, y escogí sopa de garbanzos y brochetas de pollo. Mientras el pollo se cocinaba en la barbacoa y disfrutaba de la sopa, intensa hasta ser picante, muy especiada, recordándome a la harira marroquí, miraba a un taxista joven y gordo que lavaba su coche en la acera, frente a mí. Se había traído unos cubos de agua, y estaba dejando impecable su baqueteado Hyundai Atoz. Daba igual que yo imaginara al pequeño Hyundai con sus ruedas de juguete por las carreteras argelinas, o que hiciera mentalmente el abultado presupuesto de reparación de los muchos golpes y roces que tenía; para el taxista era su joya y su herramienta de trabajo, y quería presentárselo limpio a sus clientes. También el del restaurante estaba orgulloso de su trabajo y sonreía agradecido cuando elogié la sopa y me servía satisfecho las brochetas, que en su inglés básico no eran de pollo (“chicken”) sino de algo que sonaba a cocina (“kitchen”).

El Fuerte de San Gregorio visto desde el Fuerte de Santa Cruz; abajo, Orán y su puerto.

En el barco de ida y en el de vuelta mi moto era la única y no había más occidental que yo; en los muchos kilómetros recorridos a pie y en moto, no me topé con otro viajero ni con su vehículo. Y sin embargo, nunca me sentí mirado, nunca generé la menor atención. Me había acostumbrado a que, de un modo u otro, la condición de viajero me convierte en atención bien de los curiosos, bien de quien me quiere vender algo. En Argelia solo me ofrecieron sus servicios los que cambian divisas en el mercado negro, nunca un restaurante o una tienda. Era como ser un voyeur cuando lo que quería era mimetizarme, ser espectador alejado en lugar de cercano.

Le daba vueltas a esta extraña conclusión mientras cerraba el equipaje en el hotel de Orán. Preparé el billete del barco y el pasaporte lleno de sellos, y saqué del fondo de la bolsa de viaje las llaves de casa. Ya a bordo, desmonté la SIM de Djezzy del móvil y monté la del operador español, mientras le daba vueltas a lo cerca que está Argelia en lo geográfico y la distancia que nos separa en todo lo demás.

Más que cambiar el motor

En lo mucho que hasta el momento se ha dicho y escrito sobre vehículos eléctricos (BEV) y con motor de combustión interna (ICE), se les suele enfrentar como si la única diferencia entre ellos fuera el tipo de motor. Desde los puntos de vista de la ingeniería y el diseño, las diferencias van bastante más allá.

Una parte excesiva de lo que se comenta sobre los vehículos eléctricos carece de base, lo mismo que algunos de los argumentos empleados en el enfrentamiento que se ha creado entre ellos y los ICE están basados en los intereses de las respectivas industrias y sus inversores. Más allá de esta hojarasca, llama la atención que esa rivalidad parece partir de que un BEV y un ICE son iguales salvo en el tipo de motor, o como mucho que uno de ellos lleva además una batería grande. Esto supone ignorar por qué cada tipo de coche es como es o, dicho de otro modo, cuáles son los condicionantes que cada tipo de motor y tracción ejercen sobre la arquitectura y la forma de un vehículo. Así que lo mejor será repasar los condicionantes de cada uno y, de paso, compararlos entre sí.

El volumen que ocupan un motor de combustión y sus accesorios (alternador, compresor del aire acondicionado, colectores de admisión y escape, y bombas varias) llena por completo el capó motor. El equivalente en un BEV es algo menor, y por eso existe la posibilidad en el eléctrico de reservar un hueco para un maletero delantero, o al menos receptáculo para el cable de carga.

Si el vehículo es un ICE de tracción delantera, el motor se coloca de modo transversal a la marcha, y algo inclinado para bajar el capó motor y mejorar así la aerodinámica, con la caja de cambios a continuación. De ésta salen los ejes de la transmisión que, al ser obviamente barras rígidas y rectilíneas, condicionan la posición de las ruedas delanteras, al llevarlas algo más atrás de lo ideal. Esta posición retrasada de las ruedas no solo alarga el voladizo delantero (lo que dificulta la dinámica y afea la estética) y reduce la distancia entre ejes (menor estabilidad direccional), también retrasa los pasos de rueda, que se introducen en el habitáculo y dificultan especialmente la ubicación del acelerador en los coches con volante a la derecha.

Haciendo números gordos, la necesidad de refrigeración de un ICE es el doble de la de un BEV, y eso influye en el aspecto del frontal del vehículo. Estamos acostumbrados en los coches térmicos a grandes entradas de aire para alimentar un gran radiador de motor, al que a veces se añaden radiadores de aceite para el propio motor o para el cambio. Un BEV tiene en menor medida este condicionante, lo que reduce el tamaño de las entradas de aire y, a la vez, permite un morro más bajo, al ser menor la superficie del radiador.

Ford Puma a secas, con su motor de combustión (un ICE). y muchas entradas de aire para refrigerar.
Ford Puma Gen-E, completamente eléctrico (es decir, un BEV), con pocas entradas de aire.

Los vehículos con motor de combustión en posición delantera, que son la mayoría, hacen que la línea de escape transcurra por debajo de la carrocería hasta llegar al silenciador final, generalmente colocado debajo del maletero. Para que esa línea de escape no sobresalga bajo el coche y quede por ello expuesta a golpes y además perjudique la aerodinámica, la parte inferior de la carrocería tiene un arqueado en sentido longitudinal, suficiente para que se oculte el tubo de escape. Evidentemente un BEV no necesita de esta complejidad; es más, suele exigir un fondo totalmente plano al que sujetar la batería.

Sobre ese silenciador final que se mencionaba antes hay que señalar que las normas de homologación sobre ruidos le han hecho crecer en los últimos años, y ahora ocupa una parte notable de la zona inferior del voladizo trasero. Un BEV no tiene este silenciador, y encuentra nuevos usos para el hueco que aparece. Si añadimos que el BEV tampoco necesita depósito de combustible, que igualmente se suele ubicar en la parte posterior, aunque entre los ejes, aparece un volumen aprovechable. En algunos casos se emplea para suplementar el maletero, al que se dota de un doble fondo que ocupa la ubicación de un teórico silenciador.

Si el vehículo tiene prestaciones elevadas la aerodinámica es importante, y este hueco resulta provechoso; me explico: el perfil de un automóvil es, en esencia, el mismo del ala de un avión, y lo mismo que ésta hace volar a la aeronave, a partir de ciertas velocidades ese efecto de sustentación empieza a notarse en un coche. Para evitarlo hay que aplicar ciertos trucos, como añadir elementos que contrarresten el efecto ya sean alerones traseros o difusores, o que lo reduzcan, como alerones delanteros.

El aire que pasa bajo el coche lo hace a una presión mayor que la que tiene el aire sobre el techo, lo que crea una fuerza vertical hacia arriba que tiende a levantar el vehículo. Para reducir este efecto se puede colocar un difusor en la zona posterior trasera del vehículo, donde en un ICE iría el silenciador, cuyo efecto sería acelerar la salida de ese aire, reduciendo con ello su presión, lo que a su vez provoca una reducción de la fuerza vertical mencionada.

También en el habitáculo son distintos los condicionantes de un ICE y un BEV, más allá de lo mencionado sobre la intromisión de las ruedas delanteras. Un vehículo con motor de combustión delantero y propulsión trasera tiene una caja de cambios, su palanca y su timonería ubicadas entre las piernas interiores de los ocupantes de los asientos delanteros. Y el árbol de la transmisión atraviesa el coche en sentido longitudinal desde el final del cambio hasta el diferencial trasero, por lo que se crea ese paso a lo largo de la carrocería que tanto molesta a los pasajeros del asiento trasero, especialmente si lo ocupan tres personas. En un BEV todo esto desaparece porque si hay caja de cambios es más pequeña y no la maneja el conductor, y también porque no necesita un largo árbol de transmisión longitudinal. Luego tenemos más espacio entre los pasajeros delanteros y un suelo plano (y cómodo para los pasajeros traseros).

BMW i4, eléctrico: no tiene escapes aunque lo parezca, y las taloneras tapan la batería.
BMW m440xi, térmico: sí tiene escapes, y las taloneras cubren el hueco que deja la batería.

Si hasta ahora puede parecer que un BEV tiene menos condicionantes que un ICE es porque los estamos analizando más desde los puntos de vista de la ocupación del espacio y la flexibilidad en la ubicación de sus componentes. Porque el eléctrico sale perdiendo si consideramos la densidad energética, es decir, el peso y el volumen que ocupan los elementos que acumulan la energía y la transforman en movimiento: depósito de gasolina o batería, motor o motores, y sus accesorios. El BEV necesita de una batería grande y pesada, aunque podamos escoger su forma y su ubicación. Y eso genera un círculo vicioso, porque si se quiere compensar el incremento de peso con un motor más potente, aumenta el consumo y se reduce la autonomía, lo que solo se remedia con una batería más grande y más pesada.

Y lo peor de todo es utilizar la misma plataforma para BEV e ICE, porque se comparten las desventajas y no se aprovechan las virtudes de cada uno: el ICE se convierte en un BEV sin batería y queda alto de carrocería, el BEV no aprovecha los huecos, y tiene unos pasos para transmisión que no utiliza, … Si la solución de plataformas exclusivas es cara, no hay más que ver el resultado de la plataforma compartida de BMW entre la Serie 4 y el i4.

Un paseo en moto por Argelia (I)

Argelia está ahí enfrente, a una noche de navegación desde Valencia o Almería, con un millón de razones para visitarla. Solo que no es un país turístico, casi ni abierto a Occidente. Quizá por eso me gusta tanto que este ha sido mi tercer viaje a Argelia, los tres en moto.

¿Cómo se mide la importancia, o el valor, o la intensidad de un viaje? Supongo que cada uno de los que lo miden tendrá sus parámetros. Mi primera referencia para calcularlo son las llaves de casa. A diario las llevo a mano, junto a los mandos de su alarma y del garaje. Si voy a hacer un viaje de varios días, ese conjunto de objetos deja de estar en un bolsillo y pasa al fondo del equipaje, y ese movimiento práctico me recuerda que nos los necesitaré, que estaré unos días lejos de casa.

La segunda de mis medidas del valor de un viaje está en el pasaporte, porque llevarlo encima quiere decir que he salido de los confines de esta Vieja Europa que cada vez se parece más a nuestra casa. Si además en el pasaporte se ha añadido un visado y un aduanero lo ha complementado con unos cuantos sellos, el viaje adopta ya una dimensión superior, la de adentrarse en un tipo de países alejado, no necesariamente en lo geográfico, de lo que llamamos casa.

Pues bien, ahora estoy varios escalones por encima de ese segundo nivel. En la pequeña mochila que tengo a mi lado hay un pasaporte con visado y sellos. También hay un permiso temporal de importación de vehículos, que le va a permitir a mi BMW pasearme por Argelia durante unos días, a contar desde esta mañana, cuando desembarcamos. Y también guardo en la mochila un seguro válido por un mes, porque por estas tierras los acuerdos internacionales sobre seguros de vehículos no son válidos, y hay que contratar uno al entrar en el país.

Además, mientras me tomo un “café noir”, intenso de verdad, en la terraza de un bar de Argel, frente a la orilla sur del Mediterráneo, he traspasado la barrera que define simbólicamente un viaje de verdad en nuestro mundo digitalizado: he extraído la tarjeta SIM española de mi teléfono móvil y he instalado una local que compré hace un rato en el puerto. El número de teléfono que habitualmente me relaciona con mi entorno está inactivo, y ahora hay otro número, temporal, que me sitúa en un lugar nuevo. Ya tengo la sensación de estar lejos de casa y, a la vez, de poder moverme con comodidad las próximas semanas.

La acogedora sala de espera del puerto de Valencia.
A punto de atracar en el puerto de Argel.

Parece que la narración de un viaje por Argelia no puede iniciarse sin contar anécdotas sucedidas en el cruce de la frontera, quizá sea porque es la primera peculiaridad que uno se encuentra al llegar a Argelia, la primera de muchas. Así que vamos con ello, destacando que esta vez esos ingredientes especiales arrancaron estando aun en España, en el puerto de Valencia. Se aguardaba para embarcar en una explanada cutre, un aparcamiento al aire libre con cubiertas de chapa metálica para dar una cierta sombra, y con unos baños provisionales al fondo. Ni comida ni bebida por las cercanías.

Después de más de una hora de espera se abrió la barrera que había al fondo del aparcamiento, y la Policía Portuaria nos permitió acceder, a los que cabíamos, en la siguiente zona, unos sesenta coches y mi moto. La única diferencia con el secarral anterior es que éste no tenía ni sombra ni baños.

Tras un sofocante rato ahí, pasamos a un muelle del puerto y tanto Balearia como la Policía Nacional y la Guardia Civil fueron rápidos, así que poco después mi BMW y yo embarcábamos en el Regina Baltica. Me sorprendió que no accediéramos a la bodega a través de la rampa habitual de popa, ancha y casi horizontal; en su lugar nos hicieron subir por un acceso lateral en la popa, estrecho y empinado, y al alcanzar la bodega un empleado cuyos gestos no entendía bien me hizo maniobrar para ascender por otra rampa a una plataforma superior donde nos aglomeraban a todos los coches que no llevaban baca y a la única moto que había a bordo.

Como era de suponer, esa entrada laberíntica provocó que, a la mañana siguiente, tras atracar en Argel, la bodega se convirtiera en un follón de bocinas, gritos, coches que maniobraban en los diferentes niveles y empleados dando órdenes que nadie seguía.

Un rato más tarde, con las dos ruedas y los dos pies ya en tierra firme y toda mi paciencia activada, inicié los trámites de la aduana. Mis anteriores experiencias en fronteras argelinas han merecido ser narradas aquí, y aun en 2025 el acceso al país, además del visado, requiere de una amplia carga burocrática. La preocupación por los trámites me daba vueltas por la cabeza en la media hora que pasé haciendo cola en una nave del puerto bajo, otra vez, un techo metálico, con el calor y la humedad del puerto agobiando. Cuando por fin me llegó el turno, el primer aduanero que me atendió revisó el pasaporte, el visado, la documentación de la moto y las reservas de los hoteles en que supuestamente me iba a alojar en la estancia, otro de los requisitos de acceso, y rellenó unos cuantos formularios.

Después de ese paso inicial avancé unos diez metros, lo necesario para que dos aduaneros comprobaran otra vez mi documentación y me permitieran avanzar hasta el lugar en el que el cuarto aduanero de la mañana me señaló, con precisión milimétrica, el lugar en el que debía aparcar la moto. Como su inglés y mi francés no tenían muchos puntos en común, solo entendí que la moto se quedaba allí, y que yo debía dirigirme a la colección de ventanillas ubicadas en contenedores de obra convertidos en oficinas para hacer no supe bien qué. Tras preguntar, esperar y volver a preguntar, otro aduanero cumplimentó más formularios, que incluían datos del pasaporte, del visado, de la documentación de la moto y hasta los nombres de mis padres. A estas alturas, la carpeta en la que guardaba la documentación del viaje había engordado a base de papeles, cartulinas y fotocopias, todos con muchas firmas y sellos.

Con todo bien guardado, y tras preguntar y repreguntar, deduje que debía volver a donde dejé la moto para llevarla a que registraran el equipaje. Y una vez que, tras un rato de charla, hacer como que lo registraban, y mirar por enésima vez el pasaporte volví a preguntar, fui incapaz de entender lo que me decían, pero arranqué la moto y me dirigí a donde apuntaban los dedos de los policías con los que había hablado. Solo que algo había entendido mal, porque después de bajar de la nave en la que estaba y llegar a la rotonda que indicaban, otro policía manoteaba mientras me gritaba que qué hacía y que a dónde iba. Paré, me disculpé, me fijé en a dónde apuntaba su nuevo gesto y cuando llegué encontré, qué alegría, un policía que sabía algo de inglés y además explicarse. No solo me dijo que ya había terminado el papeleo, además me guio hasta la oficina en que pude contratar el seguro de la moto.

Y aquí me sucedió algo que se fue repitiendo a lo largo del viaje. Como aun no había salido de la zona de aduanas, no había podido cambiar euros por dinares, de modo que pregunté al empleado de la oficina de seguros si podía pagar con tarjeta. A lo que me respondió que se había estropeado el terminal de pagos, pero que admitía euros en efectivo. No le di más importancia al hecho, ni siquiera cuando unos minutos más tarde me sucedió lo mismo mientras compraba una SIM local. Ni siquiera esa tarde entendí lo que sucedía, en pleno centro de Argel, al toparme con varios tipos que me ofrecían cambiar euros con una mejor cotización que en el mercado oficial: 220 dinares por cada euro, en lugar de 145.

Solo al día siguiente, cuando iba a pagar mi estancia nada menos que en el Hotel El Djazaïr, el antiguo St. George, y ¡también! falló el terminal de pagos, lo comprendí: en el momento de cobrar cualquier compra o servicio, los empleados de cualquier establecimiento fuerzan la situación para cobrar en euros en efectivo, los cambian luego en el mercado negro, ingresan la cantidad correcta en dinares en la contabilidad de su empresa, y se quedan con la diferencia.

Un área de servicio cualquiera.
Después de disfrutar de la carretera de los túneles de Constantina.
Ghardaïa de noche.

Ya con los papeles en regla y la SIM en marcha, mi BMW y yo iniciamos el curso de adaptación a la conducción argelina, otra peculiaridad a la que hay que acostumbrarse. En la primera clase del curso, nada más salir del puerto, aprendimos algo útil para todo el viaje: el asfalto brilla como si lo hubieran pulido y debe agarrar tirando a poco. La otra lección de la mañana, igualmente válida en toda Argelia, es que por aquí los semáforos, las señales y las líneas del suelo tienen un valor relativo, de modo que desconecté en mi mente el modo de conducción europeo, activé el de supervivencia y recorrí ya sin miedo el centro de Argel, lo mismo que a lo largo del viaje iba a callejear por ciudades como Constantina u Orán.

La tercera lección de conducción iba a llegar al día siguiente, en la inesperada autovía entre Argel y Constantina. Digo inesperada porque temía tener que cubrir esos casi cuatrocientos kilómetros por una carretera estrecha y en mal estado, y me topé con una formidable autovía de tres carriles. Eso sí, el asfalto seguía brillando, y yo no entendía ni las velocidades del resto de los vehículos ni el motivo de sus repentinos cambios de carril.

Como no tenía prisa, preferí rodar despacio y con prudencia, fijándome en los demás, hasta que entendí la mecánica de la conducción: en principio los camiones circulan por el carril derecho, los vehículos más ligeros por el central, y los que adelantan o tiene prisa por el izquierdo; hasta ahí todo claro. Pero cuando hay baches, y los del carril derecho suelen ser grandes; el camión que se acerca a ellos se cambia al carril central sin realizar indicación alguna, por lo que los que circulaban por el carril central pasan al izquierdo también sin avisar. Así de fácil.

Con la lección aprendida, pasé a rodar por la izquierda mientras miraba a los camiones de la derecha, y cuando les veía moverse sabía que en unos segundos alguien del carril central me cerraría el paso, y debía frenar con anticipación.

La última clase del curso de conducción fue la más dura, y llegó a ser físicamente dolorosa. Una característica del tráfico urbano de los países en desarrollo es el elevado número de atropellos en zonas urbanas: cada vez más tráfico y cada vez más rápido, frente a peatones que cruzan sin mirar y por cualquier parte. Como la solución no pasa, por falta de respeto a ambos, por instalar semáforos o pintar pasos de cebra, la alternativa suele ser construir barreras reductoras de velocidad, o guardias tumbados, o badenes, según como los llame cada uno. Solo que en Argelia, incluso en los pueblos más pequeños, parece que se les ha ido la mano tanto en la cantidad como en su perfil y su altura. De tal modo que mi moto, una trail con cierto recorrido de suspensión, necesitaba pasarlos en primera o como mucho en segunda. Por eso cada cruce de localidad se eternizaba, porque había que reducir hasta primera, salvar el obstáculo, acelerar hasta el siguiente badén con tiempo solo para poner segunda, reducir de nuevo, y así hasta salir del pueblo. Decenas de cruces como ese cada día terminaban produciendo dolor de espalda y molestias en las manos por la frenadas, además de reducir la velocidad media de cada desplazamiento.

Claro que peor lo pasaban otros, como los abundantes vehículos sencillos y pequeños, muchos de origen coreano, con minúsculas llantas de 13”, para las que los badenes eran casi escalones. O los camiones con remolque, en los que cuando el último eje del remolque salvaba un badén, el primero de la cabina casi había llegado al siguiente.

La parte bonita de Argel es realmente bonita.
Uno de los muchos puentes de Constantina.

 

Sin embargo, no todo fue negativo en la conducción, ni mucho menos. Al placer de rodar en moto por lugares desconocidos, solitarios y poco frecuentados, al disfrute de ser la única moto durante muchos días y miles de kilómetros, se une el atractivo de los paisajes únicos. Si tuviera que destacar tres momentos de placer al manillar está claro que uno de ellos sería callejear por Argel y Orán, una vez que había memorizado lo más básico de su trazado y me desenvolvía con soltura, aunque sin bajar la guardia, por calles y plazas. Seguía pendiente del brillo del asfalto y de la importancia solo relativa de los semáforos, pero qué agradable era moverse libremente por esos barrios afrancesados del centro, que siempre acaban asomándose al Mediterráneo. Otro momento fantástico y a la vez inesperado tuvo lugar en Constantina, conocida como la ciudad de los puentes, porque está construida entre colinas, valles y barrancos que se comunican con enormes puentes. Asomado a uno de los más grandes, el puente Sidi M’Cid, vi abajo una carretera que serpenteaba junto al río Rhummel y que entraba y salía de túneles excavados a pico en la roca. No tardé en localizar en Google Maps la manera de llegar hasta allí, y a la mañana siguiente pude rodar encajado entre la montaña y el precipicio, entre túneles y bajo el puente.

Y el tercer momento de placer el manillar fue el más largo e intenso, la sensación de cruzar cientos de kilómetros de desierto, esa “inmensa cantidad de absolutamente nada”, como lo definió un argentino, que produce a la vez deleite y agobio. Cada vez que me paraba para beber agua o hacer alguna foto, repetía la sensación de oír simplemente mi respiración y el susurro del viento, de no ver más seres vivos que algún camello ocasional o cabras solitarias, de sentirme integrado en la naturaleza y amenazado por ella.

Porque ciertas circunstancias me habían obligado a realizar el viaje un mes más tarde de lo que me hubiera gustado, ya bien adentrado Junio, con lo que supone de mucho calor. Seco salvo en la costa, pero con intensidad cruel incluso en la noche. Aunque intenté evitarlo iniciando los recorridos más temprano, la barrera de los treinta grados se saltaba ya a las nueve de la mañana, poco después pasaba la de los 35º, y de ahí no se bajaba hasta el anochecer. Esas temperaturas, con la ropa de moto con protecciones, más casco y guantes, me obligaba en los peores días a parar como mucho cada 60 kilómetros para beber. Llegué a aficionarme a unos batidos de frutas con leche, fáciles de encontrar en cada pueblo, a la venta en botellas de medio litro, que me bebía de un trago. Y curiosamente el peor momento de calor lo viví ya llegando al final del viaje, en los kilómetros previos a alcanzar Orán. Debía acercarse el mediodía, rodaba por una autovía con tráfico denso y desordenado que me obligaba a estar atento, cruzando una especie de polígono industrial infinito plagado de concesionarios de automóviles, unos abiertos y prósperos y otros cerrados y sucios; el termómetro de la moto decía que su motor aguantaba pero el ambiente estaba a 41ºC, y yo me cocía dentro de mi ropa protectora. Aguanté como pude, sudando por dentro, hasta que de repente, con los primeros edificios de la ciudad a la vista, el efecto del mar hizo bajar la temperatura unos diez grados.

 

Romper las referencias

Opinar es comparar. Establecer un juicio consiste fundamentalmente en enfrentar lo mejor que se conoce a aquello sobre lo que se quiere opinar. ¿Y qué sucede cuando lo mejor que se conoce es peor que aquello sobre lo que se quiere opinar? En otras palabras, ¿qué sucede cuando se rompen las referencias?
Es lo que me pasó los dos años consecutivos en los que el departamento de competición de Aprilia me invitó a probar sus motos oficiales en el circuito de Mugello, al final de las temporadas 91 y 92.
Por aquel entonces, las mejores motos que había probado eran algunas Bimota, junto con las EXUP y GSX-R de la época, y mi CBR1000F recién comprada. Para mí, aquellas motos eran lo máximo en sensaciones, estabilidad, confianza, potencia y disfrute. Por eso, cuando en aquella fría mañana de Diciembre del 91, con las montañas ya nevadas al fondo, me subí a la AF1 250 de Loris Reggiani, con su eterno dorsal con el 13, tuve que cambiar las referencias. Por un lado se encontraba el concepto de la moto: los 95 kilos de peso que dan otro significado a los 90 CV de potencia. Junto a esta ligereza, sus consecuencias: que la moto cambia de trayectoria lo mismo con el manillar que con las caderas o con la presión sobre las estriberas. Y además, un motor que sube como una centella hasta las potencia máxima a 12.300 rpm, y que permite llegar sin romperse a 13.500 rpm; unos frenos de carbono que dan al verbo frenar un significado parecido a la expresión chocarse con un muro; y unas suspensiones que empiezan donde acaban las de calle.
El otro aspecto de las motos oficiales que cambia las referencias es el de su puesta a punto y sus ajustes. Me explico porque hay muchos matices: una moto de calle es conducida por alguien de habilidad variable, en circunstancias imprevistas. Necesita, por tanto, que por seguridad haya un cierto juego libre en los mandos de gas, embrague, cambio y freno. Además, el tiempo y el uso aumentan ese juego libre. Las suspensiones, independientemente de su calidad, pueden coger juego, y estar a punto o no. Y encima un soporte flojo del carenado puede generar un ruido o una vibración, una articulación del reenvío del cambio necesitada de grasa endurece su tacto,… Imaginemos unos mecánicos de muy alto nivel que, sin límite de tiempo, subsanaran todos esos defectos: ese sería el tacto de una moto de fábrica. No hay juego libre en el puño del gas y la carburación es impecable, la maneta del embrague no está dura y al soltar no hay tirones, sube de vueltas con la rapidez y la precisión de un lanzamisiles, y no hay más ruido que el chillido del motor.
Así de placentero era lo que sentía cada vez que salía de los boxes de Mugello. Luego comenzaba a enfrentarme con la realidad, el sacarle partido a un vehículo cuyos límites estaban a años luz de los míos, y que exige reprogramarse a la hora de pilotar. Habían tenido el detalle de poner la palanca de cambio a la izquierda (Loris la llevaba a la derecha), eso sí, con la primera para arriba, por lo que me debía pensar cada cambio de marcha. Y llevaba montado lo que por entonces era una novedad: el sistema CTS, que permitía subir marchas sin tocar el embrague ni cortar gas. Con eso, la aceleración en recta era la de una mil de calle de la época, con el bicilíndrico de dos tiempos sin bajar de diez mil vueltas. La primera sorpresa llegaba a final de recta, con una deceleración que los buenos hacían de 250 km/h en sexta a 100 en segunda. Los frenos de carbono retenían tanto, pero tanto tanto, que dejé la Aprilia medio parada a final de recta y tuve que acelerar de nuevo. Como complemento a este ridículo, está el miedo que genera una moto tan ágil: con 21º de lanzamiento y 78 mm de avance para 1.350 mm entre ejes, al sacar el cuerpo del carenado por encima de 200 km/h, la dirección se agitaba de manera preocupante. Al terminar mi primera tanda le pregunté a Pier Francesco Chili, que pilotaba la otra AF1 250 de fábrica, y me dijo: “Esta moto es muy ágil en curvas, pero delicada en las frenadas. Para evitar que se mueva tienes que hacer todos los movimientos a la vez: cortar, frenar, quitar marchas y salir del carenado. Vuelve a la pista e inténtalo otra vez.” Lo hice y, aunque se me amontonaba el trabajo, el comportamiento de la moto mejoró.
Al inicio de la temporada, todas las motos oficiales de un mismo fabricante son iguales, y son la evolución y los gustos de cada piloto los que crean las diferencias. Rodar con las motos de Chili y Reggiani ilustró impecablemente este punto: cómo el estilo de conducción, el historial y el estado físico de cada piloto determinan las características y el comportamiento de una moto. Loris Reggiani venía de 125, y ciertas lesiones le limitaban algunos movimientos. Por eso su moto tenía los manillares más cerrados, y menos distancia entre éstos y el asiento, el motor era más puntiagudo, y las reacciones del chasis más rápidas y secas. Pier Francesco Chili, ex de 500 cc y más grande físicamente, modificó su Aprilia en el otro sentido, y parecía hasta confortable. Manillares anchos y abiertos (para lo que es una moto de carreras, no perdamos el rumbo), tórax algo estirado, y estriberas que no obligan a las rodillas a clavarse en las axilas. Y, dentro de lo que cabe, un motor más suave y dulce, con la banda de potencia más ancha. Obviamente había muchas horas de taller y de pista para alcanzar esas evoluciones tan diferenciadas, que se logran con decenas de trucos. No solo hay que jugar con la carburación, el perfil y el calado de las válvulas rotativas y las curvas de encendido; las válvulas de escape también ayudan: como eran neumáticas, se podían cambiar, como en una suspensión, los muelles y las precargas, y así modificar el comportamiento del motor.
Otro gran descubrimiento de estas sesiones de pruebas fueron las pequeñas AF1 de 125 cc de Sandro Gramigni y Gabrielle Debbia. Si pensamos solo en la cilindrada, nunca entenderemos cómo son estas motos; hay que mantener en la mente todos los datos: son 42 CV para solo 70 kilos; son 70 kilos para solo 1.280 mm entre ejes; son 300 mm de disco para solo 70 kilos. El movimiento para acomodarse (es un decir) en el asiento, agita la moto como para meterla en una horquilla de segunda; frenar tan tarde que uno piensa “esto ya no tiene remedio” solo sirve para entender lo mucho que queda hasta el límite; y la agilidad y el agarre de la parte delantera pertenecen, para el usuario de una mil de calle, al mundo de la ciencia ficción.
Está claro que los tiempos salen a base de romper las referencias en cada frenada, en cada paso por curva y en cada aceleración. De cada vuelta. Desde aquellos días en Mugello con las 125 cc, miraba a sus pilotos con el mismo respeto que a un orfebre, que consigue el éxito a base de los que para otros son minucias.
Las pruebas de las motos de 1991 se hicieron con frío, aunque al menos el asfalto estaba seco. Para el 92 hubo una sorpresa en forma de agua abundante, que permitió explorar una nueva dimensión: rodar con “peludos”. Tampoco aquí valen las referencias de la calle en evacuación de agua, agarre del asfalto o dureza de goma. Con algunas de las curvas lentas convertidas en aprendices de torrenteras, las motos ni se inmutaban al entrar frenando. Y al abrir gas no existía ese tacto vago previo a una pérdida de tracción; era como si en cada momento un secador gigante despejara la pista antes de que los Dunlop la pisaran.
En una de las sesiones de pruebas hubo un añadido especial, que a estas alturas estará en un museo o en el sótano de una fábrica: la OZ de suspensión delantera alternativa, pilotada en aquella temporada por Marcellino Lucchi, el conductor de camión de basuras que luego se convirtió en el probador de la fábrica. Rodar con la OZ nada más bajarme de sus primas convencionales era una excelente manera de compararlas. A mi juicio la OZ tenía tres ventajas: por un lado, más tacto en el manillar a la salida de las curvas lentas, por ejemplo la de final de recta. Por otro, que al independizar suspensión de dirección, los giros en asfaltos rizados daban más confianza y se podían hacer con el gas abierto. El tercer punto, que explicaba parcialmente los dos anteriores, estaba en el comportamiento en frenadas y en la geometría de la dirección: la OZ pisaba con más serenidad en las frenadas fuertes, a pesar de la geometría más atrevida. La explicación la daba Fabrizio Guidotti, el enlace entre Aprilia y OZ: “A diferencia de las motos tradicionales, en la OZ cuando se frena no cambia la distancia entre ejes, y por eso se puede rodar con menos lanzamiento. El avance durante tu prueba era de unos 87 mm y el lanzamiento de 21º”.
Quizá esté de modo implícito en este razonamiento el motivo por el que la OZ no triunfó en competición. Un piloto debe colocar la eficacia de la moto por encima de la confianza, debe conocerla para saber si derrapar, agitarse, bloquearse, moverse,… son o no la antesala de una caída. Y seguir dando gas mientras sea posible. Para un motorista de calle, la confianza es más importante que la eficacia.
Han pasado muchos años desde aquellos días en Mugello en que rompí mis referencias, y aun así los recuerdo con intensidad y detalle: el frío bajando de las montañas, el silbido de los motores mientras los calentaban en el silencio del circuito vacío, la frase de los mecánicos de Aprilia cuando la moto estaba lista (“Siamo pronti”), acercarme a la moto de Reggiani, abrocharme el casco, ponerme los guantes y descubrir otra dimensión.

De mecánico en Nuakchot

 

Es lo que tienen las elecciones en Mauritania, que te cortan las carreteras desde un par de días antes a dos días después, y si te cogen en Nuakchot, pues te quedas a disfrutar de la ciudad. No es que haya mucho que ver, más bien casi nada, pero los viajes unas veces te llevan a paraísos y otras a lugares así.

Al entrar en Nuakchot, la primera impresión en deprimente; la segunda también. Entramos por el barrio de los camioneros, una sucesión de pequeños locales que aspiran a ser talleres, rodeados por restos de camiones, casi todos Mercedes de color verde oscuro, de aquellos de cabina redondeada y retrasada, en distinto nivel de montaje, desmontaje, oxidación o achatarramiento, dependiendo de si los están reparando, son donantes de piezas o simplemente están a la espera por si acaso. Y alrededor de los camiones se agita un enjambre de negros hacendosos con mono azul, que sueldan, cortan, reparan o simplemente dudan sobre qué hacer para que la reliquia vuelva a rodar.

La visita al Novotel es breve: recepción lujosa, aire acondicionado que funciona, tabla con precios expresados en Euros con tipografía grande y en ouguiyas mauritanas en pequeño. Me da mala espina, así que me acerco y confirmo que una noche allí le da a una familia local para vivir un mes. Regresamos al coche y terminamos hospedados en el Hotel El’Amane, cuatro veces más barato y cien veces más africano. La habitación es básica, está limpia y fresca aunque no hay aire acondicionado, y el televisor funciona, aunque no lo encenderemos en toda la estancia porque no hemos venido a Africa a ver la tele.

Como el edificio no tiene ascensor, cada vez que entramos o salimos recorremos las escaleras y los descansillos, y eso me hace ver las revistas que se dejan en las mesas bajas. Son de esas revistas que se editan por todo Africa, sea anglófona o francófona, con cabeceras del tipo “La Nouvelle Afrique” o “Future Africa”, y que personalmente reparto en dos tipos: las que culpan a los colonizadores blancos de todos los males de Africa, y las que culpan a los africanos. En ambos casos su lectura entristece, porque siempre se pone en duda que haya un buen futuro para el continente.

Cuando el hambre apremia nos dirigimos a Le Prince, un local regentado por libaneses, que ni en un arrebato de optimismo llamaría restaurante. Pero tiene tres ventajas: los bocadillos de carne picada con patatas fritas están de lujo, como les funciona la nevera sirven Coca Cola fría de verdad, y en el comedor interior no se oye la campaña electoral, lo que es un alivio. Ya desde Chinguetti nos persiguen los carteles por las calles y las caravanas de coches con los altavoces atados con cuerdas, que pregonan los méritos de cada candidato. El más habitual es el actual presidente, que lleva en el poder veinte años tras ganar todos los comicios, aunque en ocasiones para conseguirlo haya tenido que meter en la cárcel a los líderes de la oposición antes de las elecciones. En los carteles se le ve con cara de profesor de Maatemáticas de instituto español de provincias en los años ’50, con rostro severo y hasta malencarado, bigote de guardia civil de la época y mirada reprobatoria. Para contentar a los pro-occidentales, en algunas fotos se ha puesto un traje azul marino, de corte desfasado, eso sí; en otras luce el tradicional bu-bu mauritano, en tono azul claro con detalles en ocre, para hacerle un guiño a los islamistas. Otro de los candidatos tiene un aspecto más conservador, como de santón hindú o imam iraní, y hay hasta una candidata.

Dar una vuelta por Nuakchot produce de todo menos alegría. Cerca del barrio de los camioneros, por el que entramos a la ciudad, está el de los mecánicos, con una organización que no oculta la mugre. Cada manzana, y aun cada calle, se especializa en un modelo de coche: Peugeot 504, Mercedes 300D, Toyota Hilux,… Se dejan en las calle unidades de estos vehículos en diferente estado de canibalización, de modo que cuando alguien llega para reparar su coche, busca la zona especializada, y los mecánicos se encargan de encontrar las piezas necesarias para el arreglo entre los cadáveres metálicos del entorno.

Tampoco es que el centro de Nuakchot sea mucho mejor, sobre todo porque no existe. Me explico. La administración colonial del Africa Occidental Francesa estaba en Saint Louis, en el actual Senegal, de modo que cuando Mauritania se independizó en 1958, no tenía capital. A alguien se le ocurrió construirla sobre un antiguo asentamiento árabe, a unos cinco kilómetros de la costa atlántica, cuyo nombre en hassaniya (la lengua local mezcla de árabe y bereber) significa “lugar de los vientos”. Por ello no tiene la estructura urbanística habitual en la zona: mezquita grande en el centro, medina, murallas, barrio judío, barrio de los esclavos negros liberados,.. Y como está lejos de la costa, no hay puerto, atarazanas, barrio de pescadores,… Sí que hay calles anchas y rectilíneas, con una cinta de asfalto de unos seis metros en el centro, y más de diez de tierra a cada lado, que se usan para aparcar, circular, montar un mercadillo o abandonar un coche averiado. Y en caso de que uno se encuentre un coche parado en el asfalto, o un carro que circula despacio, no hay más que dar un volantazo, adelantar por la tierra y volver luego al asfalto. O no, según apetezca.

Me gusta esa indefinición urbanística y el parque móvil que se mueve por ella; es más, me gustan los países en que los taxis son Mercedes repintados, desechados en Europa y rehabilitados más allá; los países en que los Peugeot 505 son grandes coches; esos lugares en que son válidos los vehículos que pondrían los pelos de punta a los empleados de una ITV española, y en los que las normas de tráfico no son más que sugerencias bastante flexibles y sujetas a interpretación. Por eso he disfrutado de taxis Mercedes en Marruecos con los asientos atados con cinturones de seguridad para evitar que se cayeran por el suelo en los baches; de autobuses repintados a mano por dentro y por fuera que trepaban por las pistas del Atlas al ritmo de los burros; de Toyota Corolla en Kenia que parecían catálogos de ruidos a punto de explotar; y de Seat Ibiza de primera generación que adelantaban en los rasantes ciegos de las carreteras sin asfaltar de Indonesia.

Nuestros coches de este viaje se encuentran a mitad de camino entre esos fenómenos arqueológicos locales y las modernidades europeas, y se portan de maravilla entre el tráfico local. Es aquí donde mejor se entienden algunas características de mi Land Cruiser Serie 70: volante casi de camión y dirección suave para serpentear entre el tráfico desordenado; motor que no da tirones ni por debajo del ralentí, para sortear cualquier incidencia sin cambiar de marcha; cristales grandes y línea de cintura baja para ver bien los agujeros del asfalto. El tráfico de Nuakchot, al estilo del de Nouadhibou y no muy lejos del de Marruecos o del que nos espera en Senegal, se basa en una mezcla de interpretación relajada del Código de la Circulación, y la ley de la selva. A los cruces se llega con decisión, se mete el morro del coche para achantar a los taxistas, mayoritariamente senegaleses, y se entra. Lo de quién tiene preferencia es secundario. Ahora, si al meter el morro se ve venir un autobús o un camión, se da la vuelta a la preferencia y se le cede amablemente el paso. Por eso son ideales para esta conducción caballerosa los volantes grandes y los motores Diesel de la vieja escuela, para no detenerse nunca ni acelerar mucho, maniobrar en callejuelas y aglomeraciones, rodear plazoletas con tales agujeros que parece que las han bombardeado, y evaluar las maniobras en los cruces y avenidas. Todo ello, claro, compensando con mucho claxon el hecho de que nunca se usen intermitentes.

Para agradecer a nuestros coches su buen comportamiento, una tarde de esos días electorales se la dedicamos  ellos. ¡Qué buen taller puede ser la explanada frente a un hotel! Lo primero es descargar las herramientas y comprobar niveles y aprietes; tras cinco mil kilómetros desde casa, con mucho calor y algo de reductora, falta un cuarto de litro de aceite en el motor. Luego quitamos la pasta que forman la grasa y la arena del desierto en cierres, bisagras y cerraduras, y volvemos a lubricar. Los filtros de aire nos llevan un buen rato. Y por último nos encargamos de eliminar las huellas que dejó la plaga de langostas que encontramos al salir del oasis de Terjit: ha cegado los faros, el radiador y parte del parabrisas.

Y luego vaciamos todo el interior para limpiar y ordenar. “Todo el interior” significa bolsas de equipajes, cajas con víveres y repuestos, tienda de campaña y sacos de dormir, sillas y mesa, los bidones de agua y los de combustible, las planchas y la pala para la arena, gatos, medicinas, toda la ropa comprendida entre el bañador y el forro polar, y en definitiva lo que la prudencia y la experiencia aconsejar llevar para un viaje africano de tres semanas largas. Una vez limpio el interior, volvemos a colocarlo respetando reglas que a veces son contradictorias: lo más pesado, abajo y entre los ejes; y lo de uso más frecuente cerca del portón trasero.

La vida es maravillosa cuando juegas a ser mecánico bajo el sol africano, el reloj avanza despacio, las cosas se arreglan con una caja de herramientas y algo de paciencia, el vigilante del hotel viene a darnos palique, y nuestras mujeres nos traen latas de refrescos para combatir el calor.

Las puertas del sueño

No, no voy a decir que el Dakar actual no me gusta, que el resultado lo determina sobre todo el presupuesto del equipo, y menos aún voy a entrar sobre cuál es mejor, si el americano o el africano. El Dakar arrancó en 1979 y reflejaba el mundo de la época; más de tres décadas después el mundo es muy otro, en algunos aspectos bastante peor, y la carrera se ha adaptado a esos cambios.

Hace poco cayó en mis manos el libro que ha generado estas reflexiones, una maravilla titulada “1er Rallye Paris Dakar. Les portes du rêve”, de cuyo título he tomado el de esta entrada. El autor es Michel Delannoy, un amigo de Thierry Sabine que participó en las tres primeras ediciones de la carrera, y luego tardó muchos años en lanzarlo, porque no se editó hasta 2005.

El libro es una formidable colección de historias y anécdotas, que con un buen montón de fotos, nos muestran la distancia del Dakar de entonces al de ahora en los vehículos, los equipos, la organización, las normas, los presupuestos,… Y también la distancia entre aquel mundo y éste: hoy en día se desaconseja cruzar todas las zonas por las que pasaba la primera edición, que eran Argelia desde Argel a la frontera con Níger, un rodeo hasta Niamey para entrar en Malí por Gao, y de allí con rumbo oeste por Bamako hasta Dakar.

El reglamento de aquella edición no eran más que diez folios a máquina con consejos sobre elección del vehículo, los neumáticos y el material de repuesto, la ropa, las vacunas y las formalidades administrativas. Para correr con un coche se exigían arco de seguridad, arneses, extintor, fusibles de seguridad, brújula, eslinga y dos ruedas de repuesto.

La organización se enfrentó como pudo a los imprevistos: El recorrido de Marsella a Argel se hizo en un barco de línea regular, con los coches y motos de carreras mezclados con los argelinos que volvían a pasar la Navidad a casa. La noche de la travesía de Marsella a Argel, el 27 de Diciembre, murió el presidente argelino, Houari Boumédienne, que llevaba varias semanas agonizando en un hospital. Las autoridades locales, temiendo incidentes en un país aun inestable y para proteger la carrera, decidieron neutralizar el recorrido hasta Laghouat, y formar un convoy con la protección de motoristas de la gendarmería.

Los coches más habituales entre los inscritos eran los Range Rover y los Toyota Land Cruiser de la Serie 40. En aquella primera edición había clasificación conjunta, sin separar coches y motos, y el primer vehículo de cuatro ruedas acabó en cuarta posición. Por entonces se permitían tres personas a bordo, y este cuarto clasificado es un buen ejemplo de lo aficionado y heterodoxo de los participantes: Joseph Terbiant, un francés que vivía en Costa de Marfil, Genestier, su chófer, y Jean Lemordant, preparador parisino especializado en Mini. ¡Y ganaron!

El autor del libro acabó la carrera en 26ª posición con pocos incidentes en su BJ40 blanco con matrícula de París, salvo unas vueltas de campana entre Tahoua y Talcho (Níger), que doblaron el puente delantero y desperdigaron herramientas y pertenencias en cien metros a la redonda. Jean-Jacques Ratet, que con los años se convirtió en un clásico del Dakar, les puso boca arriba, recogieron sus cosas y llegaron a Niamey, donde los mecánicos del Concesionario Toyota pasaron la noche reforzando el puente con ballestas de camión.

Un buen ejemplo de que casi todo valía fue el caso de Christian Sandron y Philippe Alberto. Tenían un Peugeot 504 bien preparado, y se habían inscrito (y habían pagado) para salir en la Nueva Orleans – Caracas que iba a organizar Jean Claude Bertrand, el inventor de este tipo de carreras. Bertrand era el organizador de lo que se conocía como Rallye Costa a Costa, porque salía de Costa de Marfil y acababa en la Costa Azul francesa. También se le llamó Rallye Abidjan – Niza, por las ciudades de partida y llegada. Thierry Sabine era un ayudante de Bertrand, y cuando el Dakar de Sabine se hizo más popular que el Costa a Costa, la relación se rompió. La carrera de Nueva Orleans a Caracas se canceló, y Bertrand tardaba en devolver el dinero de las inscripciones, por lo que Sandron y Alberto vendieron el 504 y se inscribieron en el Dakar con el coche de calle de Sandron, un Citroën Dyane 6 con más de 100.000 km. Abandonaron en la etapa de Arlit a Agadez, llegaron a Bamako fuera de carrera, y con el dinero que sacaron de la venta del coche se pagaron los billetes de avión de vuelta.

Mis favoritos por el lado de los coches son los hermanos Marreau, Claude y Bernard. Tenían un taller en París, y habían hecho El Cabo – Argel en un R-12 Gordini. Para el primer Dakar prepararon un precioso R-4 amarillo y rojo con motor de R-5 TS y tracción a las cuatro ruedas con un sistema Sinpar. Tenía tan poca altura al suelo que sacaron el escape por arriba, como se llevan hoy en día las tomas elevadas, con el silenciador sujeto al vierteaguas del techo. Menos mal que no volcaron. La mayor limitación estaba en los neumáticos, porque no se fabricaban para campo en llanta de 13”; de hecho en casi todas las fotos aparecen con los desmontables en la mano, reparando pinchazos.

Si el lado de los coches es un despliegue de improvisación y amateurismo, el de las motos se desborda en historias carentes de pies y cabeza, como la del equipo Moto Guzzi (sí, he escrito Moto Guzzi), que inscribió a cinco motos. Seudem, el importador francés, en contra de la opinión de la fábrica, decidió llevar a Africa los veteranos V2 con transmisión por cardán. La primera en retirarse fue Martine Rénier, que se fracturó una muñeca en la etapa Reganne – In Salah, aun en Argelia. El mismo día el equipo se llevó dos sorpresas al rodar por vez primera en arena: el consumo de combustible se disparaba y las llantas traseras (¡de palos!) se rompían por las vibraciones. Y hubo una tercera sorpresa que llegó unos días más tarde: los chasis se fisuraban por la parte posterior de la pipa de la dirección, de modo que las Guzzi parecían “chopper” cruzando Africa. Entre Tamanrasset e In Guezzam, Alain Piatek se cayó y destrozó el chasis, y con cada vez menos llantas traseras de repuesto en los Toyota de asistencia, Alain Legrand se retiró al llegar a Tahoma y donó los restos de su moto para reparar las supervivientes. Unos días después hizo lo mismo Eric Breton (marido de Martine Rénier), y a partir de ahí pasaron las noches apañando la moto y soldando el chasis de Bernard Rigoni, y éste sí llegó a Dakar.

Otro que se peleó con las llantas fue Fenouil. Llevaba una BMW GS 800 preparada por Scheck con apoyo de la fábrica, la moto más potente de la carrera: 55 CV, para 150 kg. Pero la mala puesta a punto de las suspensiones, una simple horquilla telescópica delante y dos amortiguadores hidráulicos detrás, se cargaba las llantas. Su mecánico pasaba las noches arreglándolas a martillazos, y en Bamako pudo seguir porque le dejó una llanta trasera el comandante de la escolta presidencial. El motor se terminó rompiendo, y se retiró en Bakel.

Por supuesto que había motos japonesas en la carrera, y estaban en el equipo mejor organizado, el de Yamaha Sonauto, por supuesto con las XT 500. Sonauto fue importador de Yamaha para Francia durante muchos años, y al frente estuvo Jean Claude Olivier. Era este un tipo elegante con traje y corbata cuando representaba el papel de directivo de Sonauto. También derrochaba clase corriendo el Bol d’Or en el Ricard, dirigiendo el equipo Gauloises con Christian Sarron, o pilotando la monstruosa moto con la que salió en varios Dakar, con motor de FZ y cuatro cilindros. La estructura que montaron para el Dakar de 1979 era un anticipo de lo que se convirtió en norma muchos años después: un camión con piezas y dos mecánicos, y un coche como asistencia rápida. Es más, fueron los únicos que llevaban tienda de campaña; los demás dormían al raso.

He dejado para el final el caso de Pierre Berty y su XT 500, que llegaron hasta Dakar, aunque en una caída en la primera etapa se rompió el maleolo del pie derecho. Todas las mañanas alguien le arrancaba la moto, y se hizo el recorrido desde el 31 de Diciembre en que se rompió el pie hasta el 14 de Enero en que llegó a Dakar sin quitarse la bota derecha.

Eran otros tiempos, otras ilusiones y un mundo mucho más sencillo, en el que inscribirse en una carrera de locos dependía solo del grado de locura de uno, y no del nivel de desquiciamiento del mundo que nos rodea. En la actualidad, participar en una prueba del Mundial de Raids de cuatro días requiere más medios, organización y presupuesto que esos primeros Dakares. Los coches casi de serie que participaban entonces, a día de hoy no son válidos ni como asistencia. Y los pilotos y copilotos que antes solo necesitaban atrevimiento, algo de experiencia y ciertas nociones de mecánica se han transformado en una mezcla de atletas, volantistas, navegantes y mecánicos.

El motivo por el que miro con cariño el libro de Michel Delannoy es la cercanía que siento a aquella realidad: yo, con mi coche y mis conocimientos, podía haber participado en un Abidjan – Niza o en esos Dakares; uno actual nos  viene, a mis patrocinadores y a mí, bastantes tallas grande. Y en el mundo actual, una carrera entre el Nueva Orleans dolido por el Katrina y la Caracas de Hugo Chávez va más allá de las ficciones de Spielberg.

Un cuento de hadas con ruedas

“¿A que no hay cojones?” Estoy seguro de que esta frase se pronunció, en un inglés muy fino, eso sí, en una terminal del aeropuerto de Linate, en Milán, la tarde del GP de Fórmula 1 de Monza de 1988. El avión en que debían regresar al Reino Unido los directivos del equipo McLaren llevaba retraso, y para aprovechar el tiempo arrancaron una conversación que empezó con los planes de futuro de la empresa y debió de acabar con la frase en cuestión. Junto con una conclusión rotunda: vamos a fabricar el mejor coche deportivo del mundo.

Los presentes eran Ron Dennis y Mansour Ojjeh, por entonces jefes supremos de McLaren, su responsable de marketing, Creighton Brown, y nada menos que Gordon Murray, que se había unido al equipo el año anterior después de varias temporadas en que sus ideas habían creado escuela en la F1 y tras hartarse de su jefe, Bernie Ecclestone, por entonces propietario de Brabham.

Aquella tarde arrancó un cuento de hadas en versión de automoción que terminó el 25 de Mayo de 1998 con  la fabricación de la unidad número 117 (la última, destinada a Azug Ojjeh, hermano de Mansour) de lo que para mí es, y probablemente será, el mejor deportivo de todos los tiempos.

En un primer vistazo, hay varios factores que alimentan la leyenda del McLaren F1: que hay pocos, que son muy caros, que el nombre es prestigioso y que corre mucho. Si profundizamos, vemos que el atractivo reside en la pureza del concepto: se parte de cero en la ingeniería, el diseño y en el historial de McLaren en coches de calle. No se emplea ni una sola pieza que venga de otro vehículo. Y además no se admite compromiso alguno: el motor es un V12 atmosférico porque es lo mejor para un deportivo de elite. Se coloca en el centro del coche y no mueve más que a las ruedas traseras para asegurar el comportamiento ideal de los deportivos clásicos. Para reducir el peso el chasis es un monocasco de carbono, y para aumentar la discreción no hay alerones ni concesiones estéticas.

La historia del McLaren F1 es, desde el punto de vista de los deseos imposibles de un ingeniero de automoción, todo un cuento de hadas. Eso sí, no quiere esto decir que esa pureza de concepto primero y de desarrollo después, la parte práctica que hay de la idea a la producción, haya sido cursi. Hay anécdotas que muestran las caras humanas, apasionadas e imprevistas del proyecto.

Por ejemplo, cuando a principios de Abril de 1992 se llevó el Clinic Model, un prototipo no rodante, en un remolque cerrado, a la cantera Penrhym, en Gales. Las revistas especializadas ofrecían fortunas por una foto espía que hasta el momento nadie había conseguido, y por ello se decidió que la sesión de fotos para el catálogo de lanzamiento se haría en un lugar alejado y discreto, como una cantera medio abandonada en Gales. Aquel día llovió, nevó, granizó, salió el sol y siempre hizo mucho frío, pero nadie molestó a quienes fotografiaban lo que en aquel momento era el coche más secreto del mundo. Hasta que de repente apareció un helicóptero, y una fila de policías y voluntarios de apoyo peinando la zona. No, no buscaban el coche, buscaban a un niño que había desaparecido de un camping cercano. Y pasaron de largo sin darse cuenta de que allí estaba el McLaren.

La segunda anécdota que acerca a la realidad el cuento de hadas sucedió en el calor de la pista de pruebas de Nardo, en Italia, unos meses más tarde, en Agosto de 1993. El prototipo XP3 estaba allí para las pruebas de velocidad máxima. En los intentos iniciales, Mika Hakkinen había llegado a 220 millas por hora (353,9 km/h), y antes del tirón definitivo se detectó una avería en la caja de cambios, una Weismann exclusiva para este coche. Una vez abierta, los mecánicos vieron que tenían repuesto de todo salvo de los rodamientos, que tardarían cuatro días en llegar desde Inglaterra. El jefe de mecánicos, Bruce McIntosh, había vivido en Italia en los ’60, y supo cómo solucionarlo: “Me fui a Brindisi, encontré una casa de cuscinetti (tienda de rodamientos), dejé los trozos rotos en el mostrador y pregunté: “¿Tiene algo parecido a esto?”. Y a los treinta segundos, literalmente, el chaval volvió con todos los rodamientos que necesitaba menos uno, que era dos milímetros demasiado ancho. Me indicó dónde había un tornero que lo podría rebajar. Todo lo que ví en el taller pequeño y polvoriento era un torno viejo. Expliqué que quería quitar 2 mm al rodamiento, el chaval dijo que sin problemas, sacó una herramienta de corte cerámica, quitó exactamente un milímetro por lado, me cobró diez pavos y en dos horas había vuelto, montamos la caja y volvimos a pista. Estas cosas solo pasan en Italia”. Con la caja de cambios reparada, a última hora de la tarde del domingo 8 de Agosto, Jonathan Palmer lanzó el XP3 a 231 millas por hora (371,7 km/h).

El texto entre comillas del párrafo anterior está tomado de “Driving Ambition. The oficial inside story of the McLaren F1”, el libro que escribió Doug Nye junto a Ron Dennis y Gordon Murray. Que sea el libro “oficial” mediatiza el contenido, pero permite el acceso a fotos, documentos y faxes que ilustran el desarrollo del coche. Y, sobre todo, muestra los dibujos y manuscritos de Murray. No solo era una época anterior al correo electrónico y al diseño por ordenador, es que Murray rechazaba la electrónica y trabajaba a mano: listas de objetivos de diseño,  notas a mano de las pruebas de competidores o de prototipos, notas internas, y cientos de dibujos a mano alzada, en planta o en perspectiva, a lápiz, con bolígrafo o a color, la mayoría en hojas cuadriculadas arrancadas de un cuaderno de espiral.

De esta joya de libro guardo una reimpresión de la primera edición de 1999, hecha en Italia, y comprada en Melbourne. A veces los cuentos de hadas recorren muchos kilómetros.

Ese prototipo XP3 de los rodamientos del cambio rotos tiene ahora mucho significado. A día de hoy es el McLaren F1 más antiguo de los que se fabricaron, porque el XP1 sufrió un accidente y ardió en Namibia cuando un ingeniero de BMW, proveedor del motor, hacía las pruebas de conducción en alta temperatura. Y el XP2 se sacrificó en la prueba de choque para la homologación. Además, su propietario y usuario actual es Gordon Murray, que lo guarda en el garaje de su casa de Surrey.

No había citado hasta el momento que el origen del motor es BMW, y quiero destacarlo hablando de Paul Rosche, el genio de los motores de la marca alemana, que lideró el proyecto. Murray y Rosche se habían conocido en los años de los Brabham – BMW, entre 1982 y 1985. Esa buena relación allanó la comunicación entre los ingleses de McLaren y su sueño del deportivo ideal, y los bávaros y su cabezonería. Además, le añadió un toque sentimental: como muchos amantes de los automóviles, Murray y Rosche lo eran también de los aviones con motores de pistón. Por ello, cuando escucharon el arranque del V12 que BMW había desarrollado para el McLaren, impecable gracias a su gestión electrónica, la ausencia de volante de inercia y el equilibrado ideal, decidieron modificarlo. Unos retoques sobre la señal de chispa y la apertura de inyectores, en relación con la señal de velocidad del cigüeñal aun movido por el motor de arranque, hacen que la puesta en marcha del McLaren F1 suene con las toses y dudas de un Spitfire cuando se pone en marcha. Otro motivo más para desear uno, aunque me separen de él, dependiendo de versión y estado, entre uno y tres millones de Euros.

El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos

La película “Casablanca” sigue siendo un filón de citas. En los tiempos de turbulencia que ahora vivimos, ser demasiado racional impide tomar decisiones, y para evitarlo utilizo con frecuencia la frase que Ilsa Lund (Ingrid Bergman) le dirige a Rick Blaine (Humphrey Bogart) mientras viven su idilio en el París a punto de ser ocupado por un ejército alemán que arrasa Europa: “With the whole world crumbling, we pick this time to fall in love”. Suena más preciso, más descriptivo en el original en inglés que en la traducción al español que he empleado en el título.

Quizá esté utilizando la cita como una justificación de la compra poco racional que acabo de hacer. O quizá sea que tengo una edad en la que cada vez se siente menos la necesidad de justificarse. La cuestión es que ha pasado delante de mí un Toyota Celica Carlos Sáinz Réplica, la unidad 3.530 de una serie limitada a 5.000, con historial conocido, en estado de concurso y a la venta a precio lógico. Como para decir que no. Ya está en casa. Desde este momento me puedo considerar un coleccionista de coches porque tengo dos: el Land Cruiser Serie 80 y el Celica. Y ahora, a disfrutarlos, antes de que se derrumbe el mundo.

El disfrute comenzó en el retorno a casa tras recogerlo, al ir tomándole la medida a un vehículo distinto a los que conduzco habitualmente. Más bajo que un turismo actual, mucho más ligero que un TT, más potente que cualquiera de los dos. Con un buen tacto de dirección, solo me puedo quejar de un aro de volante demasiado fino para mis manos grandes, porque hace falta tacto cuando se comienza a explorar la enorme capacidad de tracción que suponen las cuatro ruedas empujando a través de tres diferenciales. No es que corra descomunalmente en las rectas, que sí que corre, es que se puede acelerar mucho antes a la salida de las curvas (o a la mitad de las rotondas) y las rectas cunden más.

Luego lo disfruté desde el punto de vista mecánico. Empecé por mirar sus interioridades, los niveles, el estado de discos, pastillas y guardapolvos, las posibles pérdidas u holguras en las transmisiones,… Estaba impecable. Vi el único cambio que se ha hecho respecto al original: latiguillos de freno metálicos con funda negra, para que no se note que existen, y pastillas Galfer rojas, eficaces en frío y constantes en caliente. Localicé el gato original y la llave de ruedas, memoricé en el radiocassette (sí, sí, el original sigue ahí montado) mis emisoras preferidas y ajusté asiento y espejos.

Cuando recogí el coche llevaba montadas unas llantas de 7” x 17”, de unos 34 mm de bombeo con neumáticos Goodyear Eagle F1 en medidas 215/45 R17 83 Y. No dudo de que sea una combinación excelente, y de hecho el coche iba como por raíles. Pero prefiero mantenerlo en sus especificaciones de fábrica, así que he montado las llantas Toyota de fábrica, de 6 1/2” x 15” y de unos 48 mm de bombeo, con unos Bridgestone RE 93 215/50 R 15 88V, la medida original. Hasta aquí todo muy bien, salvo un detalle: estos neumáticos están fabricados en las dos primeras semanas de 1991: banda de rodadura brillante, flancos cansados y hasta cedidos,… lo que asegura un escaso agarre, especialmente en agua. De modo que los mantendré para las pruebas iniciales, y los usaré con mucho cuidado.

En honor a la edad del Celica y aprovechando ese radiocassette original, busqué en la buhardilla de cada la colección de cintas TDK (también made in Japan) que solía usar en la época en que se fabricó este coche para grabar música de aquellos días. Y lo que al final terminé buscando fue un grupo, o al menos un estilo, que encajara con el carácter noble, directo y claro del Sáinz Réplica. Los neorrománticos sonaban artificiosos, ampulosos; The Clash, Los Nikis o Los Ramones eran demasiado crudos, casi ásperos en un coche que, a su estilo, es cómodo. Solo encontré el acuerdo completo al llegar a The Jam, especialmente en “That’s Entertainment”. Hubo también sintonía entre coche y música con aquel grupo madrileño, ahora de culto, llamado con razón Los Elegantes: buena imagen y mucha energía, como el Celica.

El remate de este disfrute inicial, de este retorno sentimental y mecánico a los ´90, ha sido recorrer las carreteras en que por entonces se disputaban rallies, como las de Hoyo de Manzanares, Colmenar Viejo y San Agustín del Guadalix. Considerando el tráfico y el estado de los neumáticos, el coche es diabólico en los tramos lentos, permite abrir en las horquillas en subida de segunda media hora antes de lo que pensaba, y eso implica llegar a la siguiente horquilla mucho más deprisa de lo que esperaba. Hay un subviraje en curvas de entre 100 y 120 km/h, quizá por deriva de los neumáticos delanteros cansados, y en las curvas ciegas rápidas… me falta mucho para encontrarle el límite. Eso sí, en las de tercera, con las gomas y el asfalto caliente, los neumáticos chirrían pero el chasis respeta milimétricamente la trayectoria.

Es obligatorio mencionar que he debido adaptarme a su motor de gasolina, después de muchos años “dieselizado”. En el Celica no se cambia a 2.000 rpm, ni se sale de las rotondas a dos mil vueltas. Es una alegría estrujarlo hasta las siete mil y ver cómo la carretera se estrecha, o reducir hasta segunda al entrar en las horquillas (que sí, que las horquillas con los motores de gasolina se hacen en segunda)

En esas estaba cuando se convocó en Madrid el primer Cars and Coffee de España. Cars and Coffee es una iniciativa que arrancó en el Sur de California en 2005 con el único objetivo de reunir aficionados a los coches y sus juguetes, para verlos, enseñarlos y charlar un rato. Sin dejar hueco a los millonarios caprichosos, que para eso está Peeble Beach, ni a los tuneros. La única pega que se les ha planteado a los organizadores californianos es dónde meter los más de seiscientos coche que suelen reunirse.

El arranque en España tuvo lugar en el aparcamiento del Rozas Village, y nos juntamos del orden de ochenta coches, con abundancia de Porsche 911 de todas las edades y bastantes cacharros americanos. Entre estos me llamaron la atención un Chevrolet Impala del 55 en color azul cielo, y un Ford Mustang “Bullit Edition”, lanzado para conmemorar los cuarenta años de la película “Bullit”.

Como la organización ubicaba los coches por nacionalidad, a mi Celica le tocó el sector japonés. Una vez aparcado, a la izquierda había un par de Honda S2000, pequeños, elegantes, trasluciendo la calidad de la ingeniería de Honda. Y a la derecha, un enorme, ostentoso, orgulloso Nissan Skyline GTR, apodado “Godzilla”, con unos neumáticos enormes en unas llantas inmensas, que a duras penas cabían en unas aletas sobredimensionadas. El Skyline merece su leyenda, pero en las últimas ediciones parece diseñado más para vídeo consolas que para la carretera.

La vida social de mi Celica continuó durante la grabación de un vídeo en el circuito del Jarama, protagonizado por un Toyota GT86, al que acompañaban deportivos veteranos de la misma marca: un MR2 de la segunda generación, otro de la tercera, un Celica xT 2.0 de 1983 y mi Sáinz Replica. Me hizo mucha ilusión rodar por la pista, aunque fuera al ritmo pausado de rodaje cinematográfico, porque cuando nació mi coche el Jarama era un circuito importante.

Ya no es tan sencillo encontrar neumáticos apropiados para este tipo de coche. Por un lado, los deportivos actuales utilizan perfiles más bajos y mayores anchuras, y por otro hasta los turismos de hoy en día llevan llantas de más de quince pulgadas. Además, la caída de ventas ha adelgazado los catálogos de los fabricantes de neumáticos y ha hecho reducir las existencias de sus almacenes; por eso han tardado un mes en llegar las únicas gomas que me valían, unos Dunlop SP Sport 9000, con un dibujo que estéticamente no me convence. Una vez montados, y ajustadas las presiones a 2,7 bar, he repetido los recorridos anteriores para comprobar las diferencias con los Bridgestone envejecidos. Sigue habiendo un excelente tacto de dirección en línea recta, con reacción inmediata a los movimientos del volante. El confort de rodadura se mantiene y en tramos de curvas, independientemente de la posición del gas, no le puedo encontrar pegas a la estabilidad al ritmo al que es juicioso rodar en carretera abierta.

Tras estas primeras experiencias, ya siento el Celica como mío. He grabado mis emisoras habituales en su radio, y en él escucho las cintas de la música que me gustaba en los ´90. En su documentación pone mi nombre, hemos pasado la ITV y su Bluetooth está coordinado con mi móvil. Para rematar, le he regalado unas placas de matrícula acrílicas que acentúan que sigue siendo un coche actual, aunque no le haga falta. Se ha convertido en el coche que uso con asiduidad y naturalidad, cuando me apetece, sin más planes que disfrutarlo. Porque no vale la pena darle más vueltas, tal y como decía Rick Blaine en “Casablanca” cuando una mujer le pregunta si se verán esa noche: “I never make plans that far ahead” (Nunca hago planes con tanta antelación).

El Toyota GT86 y su leyenda de neonato

Hace unos años, las motos japonesas y las BMW jugaban en ligas diferentes. Por eso las revistas no las comparaban entre sí. En aquella época se decía que las BMW eran mucho más caras porque eran más fiables y porque había que pagar la marca. Entonces no se utilizaba lo de las marcas “Premium” para justificar un precio más alto. Hasta que llegó Dennis Noyes, una vez más rompiendo los convencionalismos de las revistas de motos de la época, y decidió comparar a las BMW con su leyenda: ¿son tan buenas como dicen?, ¿justifican su precio?, ¿se merecen su fama?

Me he acordado de esta historia a costa del Toyota GT86, que aun no se ha comenzado a vender y ya tiene leyenda. La prensa le pone por la nubes, no se atreve a compararle con lo que parece estar por debajo (Volkswagen Scirocco, Peugeot RCZ, Mazda MX-5) porque dicen que es muy superior, ni con lo que está por arriba (Porsche Cayman, Audi TT) porque es mucho más barato. Se dice que El Cid ganaba batallas después de muerto, pues ahora resulta que el GT86 ha entrado en la leyenda antes que en el mercado. Después de probarlo, junto a parte de su competencia, en la Serranía de Ronda y en el circuito Ascari, creo que es un buen momento para analizar si merece o no esa leyenda. Vamos por partes.

Lo primero es felicitar a Toyota por su habilidad en la comunicación, que ha permitido generar al principio expectación y luego emoción. Solo con algunas fotos o con tomas de contacto con prototipos, la prensa ya transmitía que algo importante se acercaba. Y cuando pudo probar las unidades de preserie, traídas en avión desde Japón, en lugares como el circuito del Jarama, el mensaje era “Toyota ha vuelto a hacer buenos deportivos”, “La pasión ha vuelto”, “Diversión sobre ruedas” y similares.

El segundo punto a destacar es que la mayoría de los actuales probadores de coches carecen de la experiencia necesaria para juzgar el GT86 con perspectiva. A mi juicio, el que ha aprendido a conducir en coches de más de tonelada y media y con ayudas electrónicas, no analiza con imparcialidad un coche de 1.200 kilos que se gira con el pie derecho. Lo mismo que no entiende el miedo a conducir bajo la lluvia un 323i de finales de los ´80 o un 911 de los de verdad en una secuencia de enlazadas. Porque lo que hace el GT86 es repetir la receta de coche ligero con potencia media, centro de gravedad en posición baja y precio contenido. Claro que sin los sustos de hace veinte años.

Bien, vale, pero ¿va tan bien como dicen? El coche es bonito, corto, ancho y muy bajo, aunque no tanto como para que entrar o salir resulten incómodos o se sienta la tentación de llamarlo bajar o subir. Una vez dentro, los asientos sujetan sin agobiar, el cuadro es correcto, los ajustes buenos y los materiales, por ponerlo en perspectiva, casi del segmento D.

En tráfico urbano, sea con cambio manual o automático, la conducción es agradable. El motor no es ningún trueno hasta cuatro mil vueltas, pero no da tirones y el tacto es agradable. Gracias a que el motor es boxer y está colocado muy pero que muy abajo, el capó es a su vez muy bajo; por ello, aunque también el conductor se siente abajo, ve el morro del coche y calcula los giros en las calles y al aparcar.

Al salir a la carretera, es casi tan cómodo como un MX-5, tiene algo más de tacto que un Scirocco y parece más deportivo que un RCZ. A ritmo ligero gira plano, hay al menos dos marchas para cada curva y uno se plantea que hasta valdría para viajar, aunque las plazas traseras solo sirvan para niños. En un tramo de carretera como el de Marbella a Ronda, con todo tipo de curvas, y también con tráfico y precipicios, cualquiera de los cuatro coches que he citado es estupendo; podemos hacer comentarios más basados en criterios subjetivos cobre colores de interior, diseños o tactos, pero casi me quedo con cualquiera

Cuando se entra en el circuito Ascari y se les buscan las cosquillas, aparece el límite de cada uno. La comodidad del MX-5 se convierte en exceso de balanceo y en inestabilidad delantera en los cambios bruscos de apoyo. El motor es algo más lento que el resto, el tacto de dirección sigue siendo bueno, pero el Mazda dice que aquí no se encuentra a gusto. El Peugeot me hizo sentir que la postura de conducción cómoda en ciudad y carretera ya no es tan buena en circuito. Y que las espectaculares llantas de 19” dan un tacto demasiado brusco, poco sensible. El VW Scirocco que probé era un dos litros turbo con 210 CV, cambio DSG y llantas de 19”. Pintón como él solo. Al acelerar salía disparado con ganas, hasta que los caballos se le atragantaban a un chasis que no deja de ser el de un Golf, y entraba la electrónica a poner orden. Cuando había recuperado la compostura y volvía a abrir gas, se repetía el ciclo. Como consecuencia, la conducción no es fluida y menos aun divertida; parece como si en lugar de disfrutar con el motor uno se peleara contra él.

En el caso del GT86, e insisto en que da igual que sea manual o automático, las palabras definitorias son fluidez y confianza. Con el motor por encima de las cuatro mil vueltas, los cambios de marcha, hacia arriba o hacia abajo, solo generan aceleración lineal, sin tirones. Una conducción fina permite abrir a fondo en segunda, con el control de estabilidad en Sport, con la certeza de que no habrá cruzadas ni sustos. Y eso asegura que la siguiente curva llegará muy deprisa.

El hecho de que las ruedas delanteras solo sirvan para girar permite no solo un tacto de dirección excelente; también que no haya ni gota de subviraje ni aun de deriva en cualquier tipo de curva.

En las dos primeras vueltas me saltó el ABS en la curva lenta a la izquierda antes de las rápidas de entrada en meta, un punto crítico para hacer tiempos. Pregunté a los instructores de la prueba por la trazada correcta, y me respondieron con una sonrisa: “Has frenado tarde, y como la curva está en rasante, te has quedado sin carga y ha saltado el ABS. El truco está en cortar antes, frenar a ciegas en la subida, y cuando llegas arriba girar pronto y empezar la bajada con todo el gas.” ¡Cómo cambió el tramo con ese consejo! La frenada se hacía sin pegas, y el coche admitía tirarse hacia abajo en segunda a fondo con el volante aun girado y el control de estabilidad ayudando un poquito. Ahora había que tomarse en serio las dos rápidas que venían a continuación, y la frenada de final de recta, que recuerda a Eau Rouge, ya no era tan fácil. Y por supuesto, a un ritmo arriesgado incluso en seco para un BMW 323i de finales de los ´80.

Cuando me creía que iba deprisa llegó el remate de la jornada: un par de vueltas en el asiento derecho mientras conducía un piloto que había ganado carreras en el Británico de Fórmula 3. Rodando a un ritmo que le permitía darme explicaciones sobre la marcha a utilizar y las trazadas correctas, con el tono aséptico de un locutor de la BBC, enlazaba una cruzada con otra, sin que el volante parara quieto ni un segundo. Con todo, lo que más me impresionó fue el final de la recta de atrás: curva a la derecha en cuarta sin dudar a unos 160 km/h, otra a la derecha algo más cerrada aun en cuarta, y de repente dos marchas menos para un zig-zag izquierda – derecha con salida en horquilla a la izquierda. Ahí, donde conducir fino cuenta, es donde el GT86 demuestra su valor: no se mueve un milímetro en las rápidas, frena recto sin dudar, el cambio automático baja dos marchas más deprisa que el manual (sí, lo he escrito bien, no es al revés) y la dirección lleva el coche a lo largo de la trayectoria en S sin vacilar. El remate es salir de la horquilla con una leve cruzada y una sonrisa que me daba dos vueltas a la cara.

A estas horas, cuando el mercado aún no ha dado su opinión, está claro que el GT86 se merece su leyenda.

Descubriendo el Outback

Las instalaciones de NQ Australia Rentals en Adelaida eran lo que esperaba de una empresa de alquiler de autocaravanas: una oficina pequeña rodeada de una campa en la que había estacionadas muchas autocaravanas. Una de ellas era la que habíamos reservado para cruzar el continente: desde la costa sur, frente al Mar de Tasmania, hasta Darwin, en el Mar de Timor, casi a la vista de Indonesia. Al bajarme del taxi y mirar al interior, cogí aire: olía a viaje de los buenos, de los que te llevan a lo desconocido, los que huelen a que por muy bien que lo hayas organizado, habrá sorpresas.
En aquella época Internet estaba naciendo pero la reserva había funcionado: un pick up Toyota Hilux convertido en casa con ruedas, matrícula 779 ELZ, nos esperaba. El empleado nos contó con detalle los encantos y los peligros del viaje que íbamos a arrancar, como aquel que ha visto a unos cuantos incautos metidos en líos. Y al final nos entregó el contrato de alquiler con unas indicaciones que eran una promesa de aventura: según lo estipulado, debíamos devolver la autocaravana nueve días más tarde, en el cruce de las calles Smith y Daly, en Darwin, sede de la empresa en la otra punta del continente.
Con los papeles en la mano salimos al exterior, a escuchar las explicaciones sobre cómo funcionaba la que iba a ser nuestra casa por unos días. Como se da por hecho que quien las alquila viene de lejos y con lo puesto, el alquiler incluye todo lo que se necesita para “entrar a vivir”: vajilla, utensilios de cocina, muebles de exterior, ropa de cama,… Una vez aclaradas las dudas y con las llaves en la mano, hicimos la pregunta propia de quien ya tiene casa pero con la nevera vacía: “¿Hay algún supermercado por aquí cerca?” El empleado puso cara de “Eso es lo que preguntáis todos”, nos dio unas indicaciones y nos fuimos a hacer la compra.
En condiciones normales la compra se coloca en el carro del supermercado y, después de pagar, se carga en el maletero del coche. Cuando se llega a casa, se vacía el maletero y se coloca todo, bien en la nevera bien en la alacena. El proceso se simplifica si se tienen en uno la casa y el coche y estacionados ambos en el aparcamiento del supermercado, porque la compra pasa directamente del carro del supermercado a la nevera y la alacena de la autocaravana.
Acabada la compra, sentamos encima del cuadro de instrumentos a “Aussie”, un pequeño perro de peluche que habíamos comprado la tarde anterior en una juguetería del centro de Adelaida y que, desde entonces, es la mascota oficial de nuestros viajes. Y así de pertrechados tomamos la Stuart Highway, que a pesar de su nombre es carretera y no autopista. Al principio recorrimos las zonas habitadas de los alrededores de Adelaida: casas de una planta con jardín en urbanizaciones de aspecto relajado, niños jugando y, en general, esa tranquilidad propia de la vida australiana. Luego llegaron los pueblecitos salpicados entre colinas verdes, en ocasiones situados frente al mar. Y siempre encontrando de vez en cuando gasolineras, restaurantes y centros comerciales.
Me resultó sencillo acostumbrarme a conducir aquella casita con ruedas: los mandos estaban bien colocados y no requerían esfuerzo, y además ya tenía cierta experiencia en conducir con el volante a la derecha y el cambio a la izquierda. Necesité algo más de tiempo para hacerme con las dimensiones: no me daban miedo los más de cinco metros de largo, miraba con cuidado los casi tres metros de alto, y sí me asustaban los más de dos metros de ancho, que llenaban por completo el carril. En los giros de las ciudades me lo tenía que pensar muy mucho, y en la carretera no quedaba demasiado margen de seguridad por ninguno de los dos lados.
Más allá de Port Augusta el paisaje comenzó a cambiar. Nos alejábamos del la cordillera Flinders y el horizonte se aplanó; aunque aun había lagunas, el mar iba quedando atrás y el tono de la tierra pasó a ser más pajizo y mate: empezábamos a entrar en el Outback, una parte del mundo que hay que visitar aunque solo sea por el nombre, algo así como el desierto de Taklamakán, allá por China, cuyo nombre en lengua local todo el mundo traduce por “entra y nunca saldrás” (aunque en realidad significa punto sin retorno).
En traducción libre e imaginativa Outback es la parte de atrás de lo de fuera, o el exterior de lo que está detrás, algo así como la zona en la que no todos se atreven a meterse. Geográficamente arranca al norte de Port Augusta y llega hasta Katherine, ya cerca de Darwin, lo que supone del orden de 2.400 kilómetros de carretera, e incluye lagos generalmente secos, zonas reservadas a los aborígenes, desiertos más grandes que algunos países europeos, llanuras al nivel del mar y cordilleras que superan los mil quinientos metros de altitud.
Le daba vueltas a esto con una sonrisa ilusionada cuando de repente me di cuenta de varias cosas, que mezcladas y agitadas suponían un peligro. Por un lado, al salir de las zonas habitadas y aumentar el ritmo de conducción, el consumo de combustible había subido y la aguja del indicador caía deprisa. Por otro, hacía un rato que no veía pueblos y menos aun gasolineras. Y en tercer lugar, el sol llevaba un rato bajando.
Ya habíamos pasado Pimba y, según el mapa, el siguiente lugar habitado era Glendambo, a 113 km. En la guía Lonely Planet Pimba ni siquiera merecía una mención, y de Glendambo se decía que tenía veinte habitantes. Empecé a hacer todo tipo de cálculos sobre tiempo remanente de luz, velocidad media y consumo, y comencé a desear que a alguien se le hubiera ocurrido montar una gasolinera en algún lugar entre las dos poblaciones. O lo que fueran.
Mantenía la concentración para conducir gastando poco, a la vez que deseaba que hubiera una gasolinera y calculaba lo que quedaba hasta Glendambo. Y mientras, veía como el sol y la aguja del indicador de combustible seguían bajando. Fue el sol el primero en llegar al final de su recorrido y continuamos el viaje a oscuras, suspirando ahora por ver una luz al fondo que sonara a promesa de combustible.
No fue así. El motor se paró, y dejé a la autocaravana deslizarse en silencio hasta que se quedó parada en el arcén. De noche, en el desierto y sin combustible. Pero con camas, comida, bebida fresca, una cocina, un baño y ropa limpia. ¡Qué sensación más contradictoria! No era la primera vez que me quedaba sin combustible, y cuando me había sucedido me había sentido desamparado, sin movilidad ni protección ni abastecimiento. Sin embargo, en una autocaravana, pareciera como si de repente uno viviese en el arcén de la carretera: inmóvil, sí, pero con apartamento de un dormitorio, baño con ducha y provisiones.
Las carreteras del centro de Australia son muy rectas y bastante planas. Y como las granjas de la zona abastecen de animales vivos a los mataderos de las grandes ciudades de la costa, como Adelaida o Melbourne, se inventaron los “road trains” o trenes de carretera, que no son otra cosa que un camión que tira de dos remolques. O tres, o hasta cinco. (He añadido una foto de uno de ellos tomada días más tarde en otro lugar para poner las cosas en perspectiva) Cuando vimos por los retrovisores de la autocaravana unas luces lejanas viniendo del sur, no sabíamos lo que era, pero decidimos pararle y pedirle ayuda.
Hace falta un cierto valor para plantarse de noche en el centro de una carretera del Outback y hacerle señas con la intención de que se paren a unas luces que se acercan. ¿Quién será?, ¿qué vehículo?, ¿sería de fiar?, incluso, ¿se parará o intentará atropellarnos? Según se acercaban las luces crecía nuestra ansiedad, que desapareció en cuanto entramos en su zona iluminada, porque oí claramente como el conductor de lo que fuera aquello cortaba gas y comenzaba a frenar. Cualquier vehículo tenía sitio para detenerse a nuestra altura, pero daba la casualidad de que lo que habíamos parado era un auténtico “road train” australiano, que necesita una auténtica barbaridad de metros para vencer la inercia de varios remolques lanzados.
Por eso nos echamos al arcén para dejarle sitio, y atronó a nuestro lado con todo el ruido propio de frenos en acción y muchos neumáticos rodando, y cuando pasó nos pusimos a correr detrás de él, persiguiendo en la noche sus pilotos rojos que suponían una posibilidad de salir de aquel arcén. Reconozco que corrí bastantes metros: los que necesitó para pararse más los que había desde la cola del último remolque hasta la enorme cabeza tractora Kenworth que tiraba de todo aquello. Cuando llegué a la cabina, por el lado derecho, claro, me encontré con un camionero sonriente, con ganas de ayudarnos, que hablaba con un acento australiano más que cerrado: “Subid, os llevo, hay un “road house” a una media hora de aquí”. Corrí de vuelta a la autocaravana, cogí el dinero y los pasaportes y la cerré, para de nuevo correr hasta la cabeza tractora. A estas alturas, correr de noche por el arcén de la Stuart Highway me parecía lo más natural del mundo.
Por fin nos sentamos los tres en la cabina y arrancamos. Me dí cuenta entonces del otro lado del significado de la inercia de un tren de carretera: hace falta mucho tiempo y mucho esfuerzo del motor para poner en marcha tantos metros de camión y hacer que alcancen una velocidad de crucero aceptable. Mientras aquellas toneladas iban dejando atrás nuestra autocaravana, comenzamos a charlar con el conductor. Empezamos por el de dónde sois, qué os ha pasado y qué hacéis por aquí. Y seguimos por que él vivía de conducir aquellos cacharros desde el centro de Australia hasta cualquier lugar a donde hubiera que llevar el ganado, generalmente Melbourne o Sidney, aunque también iba a Adelaida o Darwin. Entre la jerga y su acento de camionero se me escapaba parte de sus palabras, aunque sí llegué a entender que algunas pastillas no muy legales ayudaban a los componentes del gremio a mantenerse despiertos en las inacabables sesiones al volante que hacen falta para cruzar el continente a velocidad de camión.
Lo que sí entendí bien fueron las explicaciones sobre los peligros de la carretera por culpa de los animales. Los canguros son asustadizos, y salen a pasear por la noche porque a esas horas no hay humanos. Al igual que otros seres noctámbulos, se quedan como bloqueados ante las luces de los vehículos; por eso no se debe viajar cuando el sol ha caído, porque un golpe contra un canguro que se ha quedado inmóvil en el medio del asfalto supone dañar el frontal del coche, incluyendo quedarse sin radiador ni parabrisas. Eso sin considerar que el cuerpo del canguro entre en el habitáculo e impacte contra los pasajeros.
Los únicos que se libran de esta especie de toque de queda de la circulación son los camiones y los todoterreno, siempre que lleven las enormes protecciones delanteras que en jerga local llaman “roo bars”. “Bars” de barras y “roo” como abreviación de “kangaroo”, canguro. Como para entenderlo a la primera.
Los canguros atropellados por la noche quedan tendidos en la carretera, y al salir el sol se convierten en el alimento de los buitres, que se posan en el asfalto para comer sin prisas. Po eso también los buitres estos son un peligro para los conductores, ya que alzan el vuelo muy lentamente, y al ver venir un coche su reacción es lenta, de modo que cuando el coche llega, apenas han alcanzado un metro de altura. Es decir, que el conductor ha de esquivar el canguro muerto en el suelo y evitar que el buitre que se lo estaba comiendo entre por el parabrisas.
Por ahí iba la tertulia de la cabina cuando llegamos a Glendambo, que no era más que el “road house” que nos habían anunciado. Es decir, una gasolinera con bar y un pequeño motel. En otros términos, la versión para el Outback de un área de servicio, con todo el tipismo de la zona. El responsable del local conocía a nuestro camionero, que de inmediato le puso al día de quiénes éramos y qué nos pasaba. Nos miró con cara de “tranquilos, que esto está resuelto”, y nos preguntó con un tono maternal que chocaba con su aspecto rudo: “¿No habéis cenado, verdad?” Un instante después el camionero había reanudado su viaje, nosotros estábamos sentando a una mesa acompañados de unas cervezas a la espera de la cena, y el bar entero nos miraba. No cabía duda de que éramos la novedad: si de verdad Glendambo tenía veinte habitantes, estaban todos allí, con la mirada fija en nosotros, eran todos hombres y nuestra presencia debía ser la novedad del mes. Por el aspecto eran en su mayoría trabajadores manuales de cierta cualificación, que a falta de familia y aun de pareja solo mantenían relaciones sociales entre ellos y con la cerveza, y ello en una zona del desierto alejada y casi despoblada. Al poco llegaron a la mesa nuestros platos, y el del bar nos dijo que ya estaba con lo de buscar una garrafa o algo así para llevar el combustible, y que un tipo nos acercaría a la autocaravana cuando acabáramos de cenar. (Respecto a lo de “acercarnos” hay que hacer una puntualización sobre las escalas australianas: a estas alturas del viaje ya había entendido que todo lo que estuviera a menos de 400 kilómetros se encontraba “ahí al lado”).
Al no entender por completo el idioma y casi nada de las costumbres, preferí dejarle hacer mientras dábamos cuenta de la cena. Entonces se nos sentó a la mesa uno de los mirones, y entre curioso y educado arrancó la conversación para saber algo más de nosotros. Noté que de verdad éramos para ellos lo único novedoso en mucho tiempo, por eso merecíamos su atención, y nos preguntó con interés sincero lo de siempre: de dónde éramos y qué hacíamos por allí.
Cuando acabamos de cenar, llenamos de gasolina la garrafa que nos había conseguido el responsable del bar, y nos presentó al tipo que nos iba a llevar con rumbo sur. Si considerando la economía de lenguaje de los habitantes de la zona digo que nuestro conductor era hombre de pocas palabras, está claro que en su caso lo que fuera más allá de un monosílabo era perorata. Vamos, que dejaba a los personajes castellanos de Delibes por víctimas de incontinencia verbal. Por lo que entendí el parlanchín salía de viaje en dirección sur, y nuestra autocaravana abandonada en el arcén le cogía de paso. Llegamos a su coche, que estaba aparcado en el exterior y comencé a entender su vida: era un veterano Land Cruiser de la Serie 60, con “roo bars”, una buena colección de faros supletorios y un par de escaleras de aluminio en la baca. Por dentro dos emisoras de radio, y la parte posterior convertida en almacén y taller de electricista, con un hueco para dormir. Nos confirmó que trabajaba de electricista por la zona, reparando lo que fuera en granjas, gasolineras o donde le llamaran, que llevaba a bordo las herramientas y el material, y que con frecuencia dormía allí mismo. Y lo decía todo con tranquilidad, con la humildad del que sabe que vive en un entorno en el que la Naturaleza es mucho más fuerte que uno, y es mejor ir por la vida con las orejas gachas.
Por la Stuart Highway, la batería de faros abría una brecha iluminada por delante del Land Cruiser, y el resto del mundo parecía ser de un negro rotundo e inexpugnable. Cuando llegamos a la autocaravana sentí que nos recibía con tristeza, como enfadada por no haberla cuidado primero, y por dejarla abandonada después. Mientras repostaba con la garrafa de gasolina a la luz de los faros del Land Cruiser, oía bajar el combustible por los tubos vacíos, así era de intenso y puro el silencio del desierto. El motor arrancó sin dificultades y la casita con ruedas volvió a la vida. Entonces me acerqué a nuestro benefactor para darle las gracias y permitirle continuar viaje, y me respondió con su habitual escasez de palabras: “Iré yo delante por si los canguros. Vosotros seguidme”. Y se metió en el Land Cruiser. Como no queríamos, encima, hacerle esperar, corrimos hacia la cabina, y de inmediato rodábamos tras él, más bien pegados para evitar que un canguro despistado se metiera entre los vehículos. A la vez, le dábamos vueltas a lo que el tipo, con la sencillez, la hospitalidad y la generosidad de quienes habitan en zonas duras, había hecho por dos desconocidos a los que probablemente nunca más vería: conducir un par de horas de noche por el desierto.
Al llegar de regreso a Glendambo, cuyos veinte habitantes seguían bebiendo cerveza en el “road house”, lo más que aceptó en señal de agradecimiento fue una ronda en el bar. La gente del desierto es igualmente acogedora en todo el mundo, lleve pantalón corto y botas, como en Australia, o chilaba como en el Sahara; solo les diferencia que compartas con ellos cerveza fría o té caliente.