Si tomamos las páginas de precios de cualquier revista española de coches y las colocamos en línea, el mercado ocupa 5.880 milímetros de longitud. Si agarramos una tijera y recortamos el espacio de los coches con motor de cuatro cilindros en línea colocado en posición transversal y con tracción delantera, habremos eliminado 4.532 mm de mercado. Y todas las demás formas posibles de diseñar un automóvil ocupan el 23% que queda.
Es cierto que esa arquitectura tiene muchas ventajas prácticas: barata y fácil de fabricar y montar, muy eficiente en términos de aprovechamiento del espacio, y suficientemente eficaz de cara a agarre, reparto de pesos y comportamiento dinámico. Pero uniformar a tres de cada cuatro coches es aburrido, lineal y soso.
En mis años mozos, la variedad de diseños era inmensa. Para empezar, había otros coches con motor trasero, además del Porsche 911: los Seat 600, 850 y 133, los Renault 8 y 10, y los Simca 1000, sin ir más lejos. Había otros coches con motor refrigerado por aire, además del 911, como los Citroën de dos y cuatro cilindros de los 2CV, Dyane 6 o GS, y motores en línea y boxer, y carrocerías de dos, tres y cuatro volúmenes con un número de puertas que iba de dos a cinco.
Las juntas homocinéticas que popularizó Andrè Citroën en los ’50 y la suspensión Mc Pherson han permitido que el conjunto motor – cambio – transmisión – suspensión delantera quepa en una morro corto (aprovechamiento del espacio de cara a los pasajeros, y suficiente tamaño de las zonas de deformación controlada) y bajo, por eso de la aerodinámica y la visibilidad. Con ello se consigue un habitáculo eficaz, especialmente si detrás se monta un eje torsional, que no siempre va mejor que una suspensión de paralelogramos, pero es barato (¡otra vez la palabra!) y suficientemente eficaz para la mayoría de los conductores.
Lo malo es que sumar todo los condicionantes anteriores hace que los 4.532 mm de coches sean demasiado parecidos. Después de probar varios, lo único que se puede comentar se refiere a meros detalles: que si la calidad de los plásticos, el tarado de la suspensión o el aprovechamiento del maletero. Porque todo lo demás, la sensación que transmite el ruido del motor o el tacto del volante al abrir gas apoyado, son fotocopias.
A día de hoy, encontrar ese diseño puro de las berlinas de gran turismo es casi labor del Dr. Livingstone. Hasta Mercedes (y dentro de nada BMW) ofrece vehículos que no tienen el motor delante y la propulsión atrás. Incluso algunos coupés descapotables con el motor y la transmisión donde deben estar, rompen el hechizo al arrancar, con su ruido de diésel frío. De modo que si al anoréxico 23% del mercado les descontamos los diésel, los coches de ganaderos, concejales de Urbanismo y miembros de la mafia rusa, y le ponemos el filtro de un precio razonable, ¡pop!, no nos queda otra que los clásicos.
Es decir, si nuestra búsqueda de un coche nuevo con personalidad se ha frustrado, vámonos al mercado de segunda mano. ¡Y aquí sí que se puede disfrutar! No solo por la descomunal variedad, también porque la crisis ha puesto los precios en su sitio.
Por ejemplo, la reencarnación japonesa de los roadster ingleses, el Mazda MX-5 nos tienta a partir de 6.000 €. Los Subaru Impreza de cuando el Mundial de Rallies no era una Play Station en 3D, permiten descargar adrenalina desde 15.000 €. Qué decir de los clásicos, como un Ferrari 456 por 40.000 €.
Y por último, el arma definitiva: cuatro plazas, tres volúmenes, seis cilindros en línea ¡atmosférico!, el mejor tacto de gas en muchos años, la dirección con mejor sensibilidad a este lado de un McLaren F1, maletero suficiente para irse de viaje o hacer la compra, suavidad de sobra para llevar a los niños al colegio, motor y chasis como para ganar en circuitos y rallies, a solo 20.000 € de distancia. Qué razón tienen los de “Car” cuando dicen eso de que “y al séptimo día, Dios creó el M3”.
No puede serlo. Porque una vez que reconozco abiertamente lo mucho que me gustan las carreras, solo me atrevo a decir hasta luego. Y ese luego puede ser la temporada 2011 o la 2023. Como piloto de raids o cualquier otra cosa. Porque cada minuto vivido en las carreras de forma activa ha sido un placer. Aunque ahora aun me puedo quejar de los esfuerzos o las amarguras del año 2010, que también los ha habido, lo positivo los supera por mucho.
En una secuencia algo capicúa, la temporada acaba como empezó: en Febrero bajé a Almería a recoger el Land Cruiser en medio de un temporal de frío, lluvia y nieve. Y a primeros de Diciembre, bajo el frío y la lluvia, lo he lavado y dejado listo para que se lo lleven a Almería para venderlo. Entre medias los preparativos, las lecciones y las experiencias de seis carreras diferentes entre ellas no solo por su kilometraje, terreno o planteamiento, que también, si no por la evolución de mi punto de vista. Serón fue, más que nada, el impacto del debut, el sumergirse en la realidad de ver una carrera desde detrás del volante. Correr en sí fue más fácil de lo que esperaba; lo difícil fue mantener la concentración tantas horas, el equilibrio entre velocidad y riesgo para acabar, la inquietante sensación de medirme contra el crono, mi coche, los rivales, el exponerme ante el desafío y encontrar la respuesta.
Si pienso en la Baja Almanzora, lo primero que recuerdo es el peso de mi error al calcular el consumo de combustible. Después asoma el sabor de una carrera larga, dura, bonita, encañonado entre ramblas arenosas, tirándonos por bajadas suicidas y acertando a hacer lo difícil hasta retirarse por un error en lo fácil.
El inicio de Burgos fue improvisar para sortear fallos de organización interna, y luego cambiar súbitamente de mentalidad: íbamos a una carrera de tramos planos, rectos y ultrarrápidos y encontramos la mayor cantidad de barro que se haya visto, muchas horas sin tracción, sin el coche recto. Temía la dificultad de no saber controlar un Land Cruiser cruzado en una curva rápida, y me choqué con la evidencia de no rodar recto muchas horas. Y al final, la satisfacción de acabar.
Los primeros cambios del calendario nos dieron vacaciones hasta Melilla, una carrera innecesariamente dura y absurdamente corta, en la que comprobé que sí, que el Land Cruiser trepa por las paredes y a continuación las baja. El barrizal de Jaén no me trae buen recuerdo; cierto que no había mucho que hacer, pero no hay excusa que borre el mal sabor de boca de un vuelco.
La Montes de Cuenca tuvo muchos errores por parte del organizador, algunos de ellos imperdonables. Pero el que estoy haciendo ahora es un balance subjetivo, y como por eso pesan más las emociones, reconozco que la disfruté y mucho: el paisaje, las muchas horas de conducción, resolver mil incidentes, subir y bajar dos veces el viaducto,… Y con todo organizado para Cádiz, su cancelación fue amarga y frustrante, un quedarse con las ganas espero que no para siempre.
Como mis objetivos del año se limitaban a sentirlo en primera persona, disfrutar y aprender, el balance final es muy bueno porque lo he conseguido todo. Ya nunca diré que me gustaría ser piloto de raids. Y a eso añado el placer de tratar con personas que me han ayudado de modo sorprendentemente amable. A los del apartado “Muchas gracias” de la columna derecha de este blog quiero añadir a muchos pilotos, copilotos y mecánicos que me han animado, aconsejado y apoyado, algo que un novato agradece de corazón.
También la experiencia de contarlo aquí ha sido formidable. Quería que las fotos, de Fotosport Marín o mías, mostraran el trabajo oculto fuera de la pista y la sensación de soledad en el monte. Y el texto quería transmitir los sentimientos más que los hechos, las reacciones en lugar de las acciones. Por eso las crónicas de las carreras eran más largas al hablar de miedos y alegrías, de desafíos y frustraciones, de la experiencia de conducción y de la experiencia de los sentidos. Si repaso los más de setenta folios de texto, quizá llegue a la conclusión de que los más intensos y sinceros, a lo mejor por espontáneos, son los que no hablan de carreras, los que no son más que reflexiones: “Maestros, mitos y manías” y “La soledad intermitente”.
Tras haber escrito sobre las carreras de otros en revistas y en blogs ajenos, he comprobado las ventajas de contar las propias en un blog independiente. Me acordaba de aquella canción que decía “it’s my party and I cry if I want to”, porque escribía cuando me apetecía, sobre lo que creía oportuno y con la longitud del texto que las ganas y la inspiración decidían. Y así he terminado hablando de Kenny Roberts y Dennis Noyes, de Antonio Muñoz Molina y Lorenzo Silva. Y hasta de Cary Grant, “Take it easy” y Quintero, León y Quiroga, que le dieron título.
En algunos casos, los textos generaban comentarios de quienes los leían, que agradezco calurosamente. Si la reacción de algunas personas de mi entorno ha sido más fría de lo que esperaba, pensaré que me había equivocado en las expectativas. Se recompensa de sobra con los comentarios sorprendentes por inesperados, los reconfortantes por los ánimos o la calidez del texto, la complicidad que destilan otros, y en general por la energía que transmiten todos.
El planteamiento que el organizador va a dar a las carreras para la próxima temporada tiene un aspecto excelente. No sé si las veré de cerca o de lejos, pero ya no sentiré la frustración de haberme quedado con las ganas.
La ventaja de haber sido cocinero, fraile, abad y monaguillo, es que puedo opinar sobre todos ellos con cierto conocimiento de causa. Después de dos años de copiloto, en seis carreras como piloto he tenido tratos con diez “copis” para al final tener a cuatro distintos sentados a mi derecha, y por eso me siento capacitado para hablar sobre ellos. Respetando, eso sí, la norma de las carreras que dice que lo que pasa dentro del coche se queda dentro del coche.
Un copiloto de cualquier especialidad no es un masoquista al que le guste sufrir en el asiento de la derecha. Sí es, al menos en ocasiones, un piloto frustrado que se conforma con un accésit, al estilo de los aspirantes a escritores que se quedan en críticos, pero sin la envidia que los lleva a juzgarlos desde la superioridad. Otras veces el copiloto es quien prefiere dedicarse más a la organización de la acción que a la acción en sí: hay mucho que hacer, coordinar, prever y cronometrar desde antes de las verificaciones hasta después de sacar el coche del parque cerrado el domingo por la tarde. Para ello, el “copi” necesita algo más complicado que ser un valiente pasivo en el asiento de la derecha de un coche de carreras: estar sereno en medio de la tensión, mantener el control sobre lo que sucede y anticiparse a lo que pueda suceder. En una asistencia, por ejemplo, vigila el tiempo que falta para entrar en el control (sea del siguiente tramo o del parque cerrado) y lo que falta por hacer; es, por tanto, un jefe de equipo que irá cantando la cuenta atrás (“¡Quedan tres minutos!”) mientras observa el trabajo de los mecánicos, repasa el rutómetro, come algo y mira de reojo al piloto.
Otra de las virtudes del copiloto ideal es el dominio de la aritmética bajo presión. El conocimiento de las cuatro reglas se da por hecho, pero si al salir de un tramo a las 11 h 49’ el comisario dice que hay 15’ para el enlace, no se puede dudar en el cálculo: hay que presentarse en el control del siguiente tramo entre las 12 h 04’ 00” y las 12 h 04’ 59”. Igualmente, en cualquier momento en que el piloto le pregunte debe saber cuántos controles de paso tiene el tramo y cuántos quedan en cada momento, cuál es la velocidad media mínima para no penalizar y cuál se lleva.
Partiendo del hecho de que el copiloto no se debe perder, es obvio que alguna vez sucede. Y si sucede, debe encontrar de nuevo el camino correcto no solo con prontitud, también transmitiendo al piloto la sensación de que está seguro de lo que dice. Es desasosegante para quien se sienta a la izquierda, tras perderse y supuestamente recuperar la ruta, escuchar: “Pues tampoco es por aquí”. Y es que una de las peores preguntas que un piloto puede hacer a su copiloto es “¿Estás seguro?”, porque eso significa que la confianza tiene una fisura. ¿Estás seguro de que es por aquí, de que quedan doce minutos, de que faltan 31 kilómetros, o solo un CP, de que es a las 17 h 31’, de que no nos hemos saltado el control,…?
Volviendo a lo de perderse, el copiloto debe saber cómo recuperar la ruta, es decir, leer al revés el rutómetro, retornar mentalmente a la última viñeta en que se sentía convencido, y repasar de memoria el recorrido desde ese punto hasta donde se encuentra ahora, diciendo: “Buscamos bifurcación derecha y a 200 metros cruce en T derecha”. Y bajo la tensión de estar perdido y con el crono en marcha, saber que en sentido contrario al de carrera eso significa “dejamos pista por la izquierda y a 200 metros seguimos recto con pista que viene por la derecha”.
La relación entre piloto y copiloto a veces se hace estrecha, de modo que corren juntos durante años, y nunca lo hacen el uno sin el otro. Solo en los poquísimos casos en que ambos son profesionales y la presión de marcas y patrocinadores exige resultados, el piloto despide y contrata hasta encontrar su pareja ideal. En el resto de los casos la relación es estable y se extiende a lo personal, de modo que si el piloto decide cambiar de especialidad, hacer solo unas carreras o simplemente tomarse un año sabático, el copiloto le sigue o le guarda la ausencia. En todo caso ha de existir una relación de confianza mutua, incluso hasta de complicidad. Estamos hablando de que el piloto no puede dudar si el copiloto le dice que giramos a la derecha y no hay marcado peligro, y lo único que se ve es una curva ciega. Igualmente el copiloto no puede estar permanentemente asustado si quien conduce es propenso a los vuelcos.
Esta participación esporádica hace que existan copilotos promiscuos, que hacen con un piloto cuatro carreras del Campeonato Madrileño de Rallies de Tierra, tres del Castellano-Manchego de Asfalto con otro y un par de rallies de Regularidad de Clásicos con un tercero.
Algo de lo que he contado y bastante más me sucedió en la temporada 2010. De entre los seis candidatos a copiloto que no llegaron a subir al Land Cruiser hubo uno que, de modo sibilino, hasta quería ganar dinero, y otro desbordado por la indecisión que dijo que no pero que sí tres o cuatro veces. Dos eran mujeres, y habría sido una experiencia más que interesante correr con una al lado; lástima que a la primera se lo impidiera el trabajo, y a la segunda sus compromisos en otro campeonato. Me quedo con las ganas de saber cómo actúan la sensibilidad y la percepción femeninas en la tensión masculina de las carreras, en la intimidad acelerada del coche. Y de entre los cuatro que sí subieron, hubo uno que sobrevaloraba su habilidad e infravaloraba la palabra; otro sincero, que sabía lo que él valía y respetaba la palabra dada; un tercero que confundió los rallies de asfalto de pueblo con un Nacional de Raids, y un cuarto que se sintió apenado por sus errores esporádicos en lugar de orgulloso de su rápido aprendizaje.
Y sí, ahora que he probado los dos asientos, me atrevo a responder a la pregunta de cuál de los dos prefiero: el de la derecha, porque una cosa es la ilusión de pilotar y otra la realidad de lo que sé hacer.
Cuando cargo algo en el maletero de un Land Cruiser me parece que estoy metiendo el equipaje para una expedición. Al sentarme en el puesto del conductor, siento como si fuera a empezar una aventura. Y cuando alzo la vista y miro por el parabrisas, me parece que acabo de recoger el campamento y enfilo una pista mauritana que se pierde en una tormenta de arena. Estas sensaciones son el resultado de una relación de camaradería que comenzó con un reto: al regreso de un viaje por Marruecos decidí que quería comprar exactamente un Land Cruiser Serie 70 de motor 2L-T de los que se fabricaron entre Abril de 1990 y Mayo de 1993 y que nunca se vendieron oficialmente en España. Lo que los “landcruiserólogos” etiquetan como un LJ70 de los últimos ¿Y por qué me quería complicar la vida con una compra tan concreta? Porque ese coche tenía un chasis corto y manejable pero con suficiente capacidad de carga para dos personas con equipaje para viajes largos; porque el motor era duro, sencillo y gastaba poco; porque con dos ejes rígidos, reductora de verdad y muelles en las suspensiones ofrecía un equilibrio ideal entre carretera, pista y trialeras. Y además, porque en su sencillez y sobriedad me parecía precioso.
Después de ocho meses de búsqueda encontré una unidad totalmente de serie y en fabuloso estado de conservación a pesar de sus 12 años de edad. Tras muchas horas de trabajo en el garaje de casa, más la ayuda de algún especialista en lo más complejo, se convirtió en una joya: tremendamente capaz en campo y desmesuradamente discreto, con esa timidez de los coches negros de hace muchos años a los que no se han añadido ni adhesivos ni colorines sonrojantes. El interior era espartano por lógico: mucha chapa y poco plástico, todo desmontable con un destornillador de estrella, asientos cómodos y sencillos, y esa permanente sensación de confianza que desde entonces me transmiten los Land Cruiser, como un compañero de viaje de los de toda confianza que asegurara cada vez que arrancase: “Que no te quepa duda: vamos a llegar”.
Mientras lo preparaba en casa, en aquel invierno de 2002 a 2003, comprobé que también la mecánica era así: piezas sencillas, fáciles de desmontar, reparar y volver a montar siempre con pocas herramientas, como pensadas para una vida dura, escasa en cariño y mantenimiento.
Una vez acabado el trabajo de taller y tras cuantas rutas por España, nos planteamos un desafío a la altura de las capacidades de ese Serie 70: bajar hasta Dakar, cruzando Marruecos, el Sahara, Mauritania y Senegal, con la calma propia de los buenos viajes africanos. Y una vez alcanzado el destino, retorno en contenedor para el coche y en avión para los viajeros. Como compañeros de viaje escogimos a unos buenos amigos y a su excelente coche: un Land Cruiser Serie 80, con una preparación igualmente eficaz y discreta. Todo viaje largo y lento, especialmente si es por Africa, da para muchas experiencias, de modo que aquellas tres semanas, combinadas con mi afición a la literatura de viajes, desembocaron en el libro en el que conté lo que vivimos. Antiguamente, los libros no publicados amarilleaban en el fondo de algún cajón y uno se topaba con ellos al hacer limpieza. Hoy en día languidecen en el fondo de un disco duro y uno se los encuentra cuando años más tarde busca documentación para una entrada de su blog. Por eso, al redactar estas líneas me he topado con episodios de aquel viaje protagonizados por nuestros dos Land Cruisers y Africa. Como éste: La primera sensación que produce la esperada frontera entre Marruecos y Mauritania es… ninguna, por lo que casi nos la saltamos. De una señal oxidada y tirada en el suelo debes deducir que las decrépitas casetas que hay a la izquierda son las instalaciones aduaneras. Menos mal que un tipo nos requirió a golpe de silbato de árbitro de fútbol, y nos guió hasta aparcar los coches, con precisión milimétrica, en el lugar exacto de la solana que él quería, con la marcialidad y el rigor propios de quien ordena las aeronaves en la cubierta de un portaaviones. Su uniforme, sin embargo, no era muy reglamentario, ya que constaba de chaqueta larga en color azul celeste con charreteras, propia de domador de leones del Gran Circo Mundial, pantalón azul marino y sandalias, y se tocaba con un gorrito blanco de jubilado inglés en el torneo de tenis de Wimbledon. Tras pedirnos los papeles de siempre y hacernos las preguntas habituales, nos invitó a pasar, pero solo a los hombres, al interior de un chamizo. No había puertas, las escasas ventanas tenían cierres de madera sin cristales, y el ralo mobiliario eran sillas y mesas de oficina de hace más de treinta años. En cada uno de los tres aposentos del chamizo habilitado como oficina, tras la mesa estaba el jergón en el que dormían los empleados que nos iban a atender. Y todo el conjunto, mesas, sillas, jergones, archivadores y máquinas de escribir, cubiertos por esa fina capa de polvo de arena que desde ese momento nos iba a seguir como una cola a su cometa por todo Mauritania, que haría borrosas las ciudades a los lejos, y engulliría al tren minero de Zouèrat. Pero antes de llegar a esos episodios, nos quedaban unas horas de papeleos. Una vez que el del gorrito de tenis nos hizo entrar a la digamos oficina, un tipo de paisano, envarado pero cordial, se empezó a ocupar de los papeles de nuestros coches. A continuación pasamos al aposento de enfrente, donde nos esperaba quien dijo ser aduanero, dispuesto a que rellenáramos más formularios y a poner más sellos. Una vez acabada su función, nos guió al cuarto del fondo. Allí, una tercera persona, con el uniforme oficial coronado por una gorra de Nike, registraba cuando entramos las cajas que un mauritano había bajado de la altísima baca de su Land Cruiser Serie 60, y encontraba decenas de sandalias. Hizo un alto en la disputa con el supuesto contrabandista, puso más sellos en nuestros papeles, y salimos al exterior. Arrancamos los coches, que seguían cociéndose al sol en la ubicación matemáticamente precisa del secarral en el que los habíamos dejado, avanzamos cien metros, los volvimos a dejar al sol inclemente del desierto, y nos dirigimos a otro chamizo, que esta vez alojaba el puesto de policía. Era éste otra caseta, esta vez de piedra vista, con gallinas a la entrada, el catre a la derecha y una pequeña cocina a la izquierda. En otros términos, lo que por estos pagos europeos y en el medio rural sería una caseta de pastor, de cuando los pastores no tenían teléfono móvil ni llevaban las ovejas al veterinario en un “pick up”. Una vez que cruzamos la cocina nos introdujimos en un aposento rodeado por columnas de papeles amarillos y archivadores metálicos desvencijados. Algunos ventanucos en el muro de piedra, que nunca tuvieron marcos ni cristales, dejaban pasar la luz, y del techo colgaba, por toda iluminación, una bombilla de coche con un cable enganchado al final del cual una batería, también de un automóvil, esperaba la llegada de la noche para alimentar la lámpara. Al fondo de este cuadro, y parapetado tras una mesa metálica de oficina decadente nos aguardaba un individuo agradable aunque frío, que charlaba animadamente mientras llenaba de sellos nuestros pasaportes. Unas frases después, salíamos de Marruecos, se acababa por muchos días el asfalto y entrábamos en la tierra de nadie.
Me encariñé mucho con aquel Land Cruiser 70, serio, estoico y de fiar, como personaje castellano de novela de Delibes. No era para menos, porque en este largo viaje africano todo el trabajo que dio fue un reapriete de la baca no original en Dakhla, la antigua Villa Cisneros; rellenar el aceite en Atar después de casi 600 kms con reductora y bloqueo trasero; y quitar las langostas de los faros y el radiador, tras cruzar una nube inacabable entre Chinguetti y Nouakchott. Recuerdo con cariño aquel enorme volante de plástico y la dirección lenta y suave; quizá demasiado lenta para las trialeras o las pistas rápidas de Mauritania, pero ideal para hacer muchos kilómetros de pista en un día, maniobrar en los atascos de Dakar o esquivar a los Peugeot 504 en los cruces de Nouakchott. Acabé el libro sobre este viaje narrando la recogida de los coches en el puerto de Valencia y la confianza que ya tenía en él:
Arrancar aquel motor de camioncito al primer intento para sacar al Land Cruiser del contenedor me recordó la enorme confianza que ya tenía en algo que para mí es desde ese momento un compañero de aventuras; según maniobraba para salir de la panza metálica, cumplí la promesa que le hice antes de salir de casa, unos meses antes: “Si nos llevas a Dakar y volvemos en una pieza, te merecerás el apodo de ‘El Africano’”. Y un rato más tarde, enfilábamos una ancha autovía europea a ritmo tranquilo, con la satisfacción del deber cumplido, de los sueños convertidos en realidad tangible. El polvo de mil caminos africanos emborronaba el negro del capó que se abría paso en aquella tarde de invierno, mientras me prohibía organizar otro viaje por Africa sin antes escribir un libro contando éste. Así que ahora que cierro el relato, voy a buscar mi mapa Michelin 741 para desplegar el lado Este, el de Túnez y Libia.
Y efectivamente, tras el viaje a Dakar del otoño de 2003 llegó otro por Túnez en la primavera de 2005, igualmente inolvidable. Un tiempo después, el crecimiento de la familia hizo que necesitara un coche más grande y ya no tengo en casa el 70. Pero me sigo acordando de esa serenidad al arrancar el motor, la postura erguida, de control, el tacto de camión fiable de la palanca de cambios, y la visión del capó ancho y negro abriendo camino.
Al LJ70 le sucedió, casualidades de la vida, el Serie 80 de los amigos con los que viajamos a Dakar. Se hace difícil comparar el 80 con el 70 porque es otro planeta: largo, ancho, pesado, potente, menos discreto, algo más lujoso en su sobriedad, y en un color blanco igualmente apropiado para viajar por sitios poco recomendables. Sin embargo el espíritu es el mismo, esa sensación de poder con todo, de llegar a cualquier parte aunque no haya carretera, de cargar con el equipaje, la comida y la tienda de campaña. Como coche familiar para todo uso, aunque desde fuera cueste entenderlo, es ideal: cabe todo lo que se le cargue, por autovía rueda en silencio y con comodidad a velocidades superiores a las legales, y al salir del asfalto, con tres bloqueos, cabestrante, ruedas M/T y reductora de verdad, se le puede aplicar la viaje frase de los todoterreneros: “Si cabe, pasa”. El tercer Land Cruiser de mi lista fue el KDJ120 de prensa del Lisboa – Dakar de 2006, un KXR con la preparación que exige la normativa de la carrera: barras, bacquets, depósito adicional, trips, GPS,… y en lo demás de estricta serie. El Land Cruiser con el dorsal 937 iba más que sobrecargado: cuatro personas con enorme equipaje, dos ruedas de repuesto, herramientas y unos cuantos cacharros perfectamente prescindibles. Además, neumáticos A/T poco apropiados para las pistas africanas, y muelles de serie, demasiado blandos para la carga total. Pero llegamos, y me pude hacer mi segunda foto en un Land Cruiser junto al Lago Rosa.
Aquellas tres fabulosas semanas en el penúltimo Dakar africano fueron mi introducción a los raids y a la vez una enorme sorpresa: el Dakar no era lo que me habían contado. Tras muchos años “viviéndolo” por prensa y televisión, me di cuenta de que la realidad era más intensa, más cruda, más profunda de lo que suponía. Quizá porque la prensa que yo había leído no estaba dentro de la carrera, quizá porque hay pocos periodistas que hayan sido pilotos, quizá porque los pilotos que cuentan el Dakar son pilotos pero no escritores, … El caso es que solo doce meses más tarde llegaron el cuarto Land Cruiser y un desafío: acompañar al equipo de competición de Toyota España en el vehículo de asistencia del Dakar 2007, hacer de conductor y de ayudante para todo lo que hiciera falta, y escribir in situ, cada noche, el blog del equipo. En otras palabras, vivir el que iba a ser el último Dakar africano desde primera fila de las butacas de patio, y además contarlo casi en directo. El Land Cruiser era de nuevo un Serie 120 largo, pero esta vez con preparación más exigente: Öhlins, BF Goodrich A/T, y todo lo necesario para llegar cada tarde al campamento antes que los dos coches de carreras del equipo con las cuatro personas que formábamos la asistencia. Es obvio que también con este Land Cruiser de dorsal 717 me encariñé y por los mismos motivos de siempre: la sensación de fiabilidad y de confianza, a pesar de la dureza de esta carrera dentro de la carrera.
Redactar el blog fue otra experiencia formidable: sin borradores ni reflexiones escribía los textos cada noche donde y cuando podía. Y sin yo saberlo, lectores de varios países compartían con nosotros las penurias y los placeres de una experiencia irrepetible. De entre los más de 400 comentarios recibidos, fue éste el que me indicó que había transmitido adecuadamente el Dakar desde dentro a quienes lo vivían desde la tranquilidad de sus casas: Gran crónica, tengo arena en las zapatillas. Felicidades. Pocos meses después, debutaba como copiloto de raids en el quinto Land Cruiser, un KZJ95 que para entonces ya tenía ocho años. Quique de Dios y yo conseguimos todo aquello a lo que pueden aspirar dos novatos con el coche menos potente del parque cerrado: aprender y disfrutar. Al menos yo sí aprendí mucho y disfruté un montón, porque las dos carreras en que participamos eran puntuables para el Mundial, por lo que el nivel de organización y de rivales era una excelente escuela. Volcamos en ambas, solo que en el Transibérico lo hicimos en el último tramo del último día y pudimos llegar a meta, y en la Baja España dañamos tanto el coche que no solo nos retiramos, es que el pobre Land Cruiser fue directo al desguace. Pero aquel coche blanco con matrícula de Barcelona fue una excelente escuela, que continuó con su sucesor: otro KZJ95 de la misma época, con la misma escasez de potencia y las mismas ganas a bordo. Lo estrenamos en el Terras del Rei de 2008, y se rompió la mangueta delantera derecha a once kilómetros de acabar el último tramo del último día, porque como no llevábamos asistencia no hubo tiempo para revisarla. Rematé la temporada 2008 con una de las carreras más bonitas: la Baja Portalegre, que logramos acabar con el motor desfalleciente.
El séptimo, y por ahora último, de los Land Cruisers de esta crónica sentimental es el KDJ95 que protagoniza mecánicamente este blog. A la hora de hablar de Land Cruisers es imprescindible hablar de Takeo Kondo, ingeniero del equipo de diseño de estos coches durante más de un cuarto de siglo y que llegó a ser conocido como “Mr. TT”, puesto que se le consideraba el mejor ingeniero de vehículos TT del mundo. El joven Kondo terminó sus estudios de ingeniería en Japón e ingresó en Toyota, justo en el departamento dedicado a los todo terreno. Por entonces se trabajaba en los BJ40 y FJ55 en los que colaboró, y su primer trabajo como Ingeniero Jefe fue precisamente mi Serie 70 de muelles, el de Abril de 1990. Luego repitió en otros modelos como el Serie 90 con el que corro ahora, y posteriormente fue ascendido a responsable de todos los proyectos de Land Cruiser hasta su jubilación, a principios de este siglo. Al tener Kondo-san este historial, no es de extrañar que me hiciera mucha ilusión tener una foto de mi LJ70, su primer trabajo directo, dedicada por él. La conseguí gracias a la ayuda de un contacto dentro de Toyota, y ahora cuelga en una pared del garaje al lado del KDJ95 de carreras. Es una foto tomada en las montañas del sureste de Túnez y firmada por “Takeo Kondo. Former Chief Engineer of Land Cruiser. May 2005”. Para mí representa lo mismo que tener uno de mis libros favoritos firmado por su autor.