Opinar es comparar. Establecer un juicio consiste fundamentalmente en enfrentar lo mejor que se conoce a aquello sobre lo que se quiere opinar. ¿Y qué sucede cuando lo mejor que se conoce es peor que aquello sobre lo que se quiere opinar? En otras palabras, ¿qué sucede cuando se rompen las referencias?
Es lo que me pasó los dos años consecutivos en los que el departamento de competición de Aprilia me invitó a probar sus motos oficiales en el circuito de Mugello, al final de las temporadas 91 y 92.
Por aquel entonces, las mejores motos que había probado eran algunas Bimota, junto con las EXUP y GSX-R de la época, y mi CBR1000F recién comprada. Para mí, aquellas motos eran lo máximo en sensaciones, estabilidad, confianza, potencia y disfrute. Por eso, cuando en aquella fría mañana de Diciembre del 91, con las montañas ya nevadas al fondo, me subí a la AF1 250 de Loris Reggiani, con su eterno dorsal con el 13, tuve que cambiar las referencias. Por un lado se encontraba el concepto de la moto: los 95 kilos de peso que dan otro significado a los 90 CV de potencia. Junto a esta ligereza, sus consecuencias: que la moto cambia de trayectoria lo mismo con el manillar que con las caderas o con la presión sobre las estriberas. Y además, un motor que sube como una centella hasta las potencia máxima a 12.300 rpm, y que permite llegar sin romperse a 13.500 rpm; unos frenos de carbono que dan al verbo frenar un significado parecido a la expresión chocarse con un muro; y unas suspensiones que empiezan donde acaban las de calle.
El otro aspecto de las motos oficiales que cambia las referencias es el de su puesta a punto y sus ajustes. Me explico porque hay muchos matices: una moto de calle es conducida por alguien de habilidad variable, en circunstancias imprevistas. Necesita, por tanto, que por seguridad haya un cierto juego libre en los mandos de gas, embrague, cambio y freno. Además, el tiempo y el uso aumentan ese juego libre. Las suspensiones, independientemente de su calidad, pueden coger juego, y estar a punto o no. Y encima un soporte flojo del carenado puede generar un ruido o una vibración, una articulación del reenvío del cambio necesitada de grasa endurece su tacto,… Imaginemos unos mecánicos de muy alto nivel que, sin límite de tiempo, subsanaran todos esos defectos: ese sería el tacto de una moto de fábrica. No hay juego libre en el puño del gas y la carburación es impecable, la maneta del embrague no está dura y al soltar no hay tirones, sube de vueltas con la rapidez y la precisión de un lanzamisiles, y no hay más ruido que el chillido del motor.
Así de placentero era lo que sentía cada vez que salía de los boxes de Mugello. Luego comenzaba a enfrentarme con la realidad, el sacarle partido a un vehículo cuyos límites estaban a años luz de los míos, y que exige reprogramarse a la hora de pilotar. Habían tenido el detalle de poner la palanca de cambio a la izquierda (Loris la llevaba a la derecha), eso sí, con la primera para arriba, por lo que me debía pensar cada cambio de marcha. Y llevaba montado lo que por entonces era una novedad: el sistema CTS, que permitía subir marchas sin tocar el embrague ni cortar gas. Con eso, la aceleración en recta era la de una mil de calle de la época, con el bicilíndrico de dos tiempos sin bajar de diez mil vueltas. La primera sorpresa llegaba a final de recta, con una deceleración que los buenos hacían de 250 km/h en sexta a 100 en segunda. Los frenos de carbono retenían tanto, pero tanto tanto, que dejé la Aprilia medio parada a final de recta y tuve que acelerar de nuevo. Como complemento a este ridículo, está el miedo que genera una moto tan ágil: con 21º de lanzamiento y 78 mm de avance para 1.350 mm entre ejes, al sacar el cuerpo del carenado por encima de 200 km/h, la dirección se agitaba de manera preocupante. Al terminar mi primera tanda le pregunté a Pier Francesco Chili, que pilotaba la otra AF1 250 de fábrica, y me dijo: “Esta moto es muy ágil en curvas, pero delicada en las frenadas. Para evitar que se mueva tienes que hacer todos los movimientos a la vez: cortar, frenar, quitar marchas y salir del carenado. Vuelve a la pista e inténtalo otra vez.” Lo hice y, aunque se me amontonaba el trabajo, el comportamiento de la moto mejoró.
Al inicio de la temporada, todas las motos oficiales de un mismo fabricante son iguales, y son la evolución y los gustos de cada piloto los que crean las diferencias. Rodar con las motos de Chili y Reggiani ilustró impecablemente este punto: cómo el estilo de conducción, el historial y el estado físico de cada piloto determinan las características y el comportamiento de una moto. Loris Reggiani venía de 125, y ciertas lesiones le limitaban algunos movimientos. Por eso su moto tenía los manillares más cerrados, y menos distancia entre éstos y el asiento, el motor era más puntiagudo, y las reacciones del chasis más rápidas y secas. Pier Francesco Chili, ex de 500 cc y más grande físicamente, modificó su Aprilia en el otro sentido, y parecía hasta confortable. Manillares anchos y abiertos (para lo que es una moto de carreras, no perdamos el rumbo), tórax algo estirado, y estriberas que no obligan a las rodillas a clavarse en las axilas. Y, dentro de lo que cabe, un motor más suave y dulce, con la banda de potencia más ancha. Obviamente había muchas horas de taller y de pista para alcanzar esas evoluciones tan diferenciadas, que se logran con decenas de trucos. No solo hay que jugar con la carburación, el perfil y el calado de las válvulas rotativas y las curvas de encendido; las válvulas de escape también ayudan: como eran neumáticas, se podían cambiar, como en una suspensión, los muelles y las precargas, y así modificar el comportamiento del motor.
Otro gran descubrimiento de estas sesiones de pruebas fueron las pequeñas AF1 de 125 cc de Sandro Gramigni y Gabrielle Debbia. Si pensamos solo en la cilindrada, nunca entenderemos cómo son estas motos; hay que mantener en la mente todos los datos: son 42 CV para solo 70 kilos; son 70 kilos para solo 1.280 mm entre ejes; son 300 mm de disco para solo 70 kilos. El movimiento para acomodarse (es un decir) en el asiento, agita la moto como para meterla en una horquilla de segunda; frenar tan tarde que uno piensa “esto ya no tiene remedio” solo sirve para entender lo mucho que queda hasta el límite; y la agilidad y el agarre de la parte delantera pertenecen, para el usuario de una mil de calle, al mundo de la ciencia ficción.
Está claro que los tiempos salen a base de romper las referencias en cada frenada, en cada paso por curva y en cada aceleración. De cada vuelta. Desde aquellos días en Mugello con las 125 cc, miraba a sus pilotos con el mismo respeto que a un orfebre, que consigue el éxito a base de los que para otros son minucias.
Las pruebas de las motos de 1991 se hicieron con frío, aunque al menos el asfalto estaba seco. Para el 92 hubo una sorpresa en forma de agua abundante, que permitió explorar una nueva dimensión: rodar con “peludos”. Tampoco aquí valen las referencias de la calle en evacuación de agua, agarre del asfalto o dureza de goma. Con algunas de las curvas lentas convertidas en aprendices de torrenteras, las motos ni se inmutaban al entrar frenando. Y al abrir gas no existía ese tacto vago previo a una pérdida de tracción; era como si en cada momento un secador gigante despejara la pista antes de que los Dunlop la pisaran.
En una de las sesiones de pruebas hubo un añadido especial, que a estas alturas estará en un museo o en el sótano de una fábrica: la OZ de suspensión delantera alternativa, pilotada en aquella temporada por Marcellino Lucchi, el conductor de camión de basuras que luego se convirtió en el probador de la fábrica. Rodar con la OZ nada más bajarme de sus primas convencionales era una excelente manera de compararlas. A mi juicio la OZ tenía tres ventajas: por un lado, más tacto en el manillar a la salida de las curvas lentas, por ejemplo la de final de recta. Por otro, que al independizar suspensión de dirección, los giros en asfaltos rizados daban más confianza y se podían hacer con el gas abierto. El tercer punto, que explicaba parcialmente los dos anteriores, estaba en el comportamiento en frenadas y en la geometría de la dirección: la OZ pisaba con más serenidad en las frenadas fuertes, a pesar de la geometría más atrevida. La explicación la daba Fabrizio Guidotti, el enlace entre Aprilia y OZ: “A diferencia de las motos tradicionales, en la OZ cuando se frena no cambia la distancia entre ejes, y por eso se puede rodar con menos lanzamiento. El avance durante tu prueba era de unos 87 mm y el lanzamiento de 21º”.
Quizá esté de modo implícito en este razonamiento el motivo por el que la OZ no triunfó en competición. Un piloto debe colocar la eficacia de la moto por encima de la confianza, debe conocerla para saber si derrapar, agitarse, bloquearse, moverse,… son o no la antesala de una caída. Y seguir dando gas mientras sea posible. Para un motorista de calle, la confianza es más importante que la eficacia.
Han pasado muchos años desde aquellos días en Mugello en que rompí mis referencias, y aun así los recuerdo con intensidad y detalle: el frío bajando de las montañas, el silbido de los motores mientras los calentaban en el silencio del circuito vacío, la frase de los mecánicos de Aprilia cuando la moto estaba lista (“Siamo pronti”), acercarme a la moto de Reggiani, abrocharme el casco, ponerme los guantes y descubrir otra dimensión.