Por qué los coches son como son

El diseño de automóviles es algo de lo que casi todo el mundo opina y de lo que casi nadie sabe. Como de la alineación de la selección de fútbol o de la estrategia de carrera de Fernando Alonso.

Lo más afinado que se escucha es lo de “tiene un diseño agresivo” (anglicismo, por cierto) o “juvenil”, sin entrar siquiera en si tener un diseño agresivo o juvenil es bueno o malo, y en qué debe tener un diseño para ser calificado de “agresivo” o de “juvenil”.

Más allá de la subjetividad, para mí uno de los atractivos del diseño industrial en general y del de automoción en particular es que mezcla elementos tan lejanos como cálculo de estructuras, producción o aerodinámica con psicología, arte o su prima hermana la moda.

La trilogía de Paolo Tumminelli

Como hay poca bibliografía al respecto me alegró toparme con un libro titulado “Car Design Europe”, escrito por Paolo Tumminelli (teNeues, 2011, ISBN 978-3-8327-9459-0), que no era más que el primer tomo de una trilogía que más tarde comprendió “Car Design America (teNeues, 2012, ISBN: 9787-3-8327-9596-2) y “Car Design Asia (teNeues, 2014, ISBN: 978-3-8327-9538-2).

La lectura del primero de los libros me arrojó sobre una visión nueva del diseño de automóviles, al intrincarla con otras ciencias como la sociología, sin dejar la ingeniería. Tumminelli lo consigue haciendo un recorrido cronológico pero no estricto a través de los momentos que han marcado los por qués de las formas de los automóviles, y destacando los nombres propios de cada evento. Por ejemplo, la influencia en las formas de Paul Jaray y sus perfiles de gota de agua y de Wunibald Kamm y sus colas truncadas, que siguen viéndose en coches del siglo XXI. O el atrevimiento de André Citroën y su responsable de diseño Jean Pierre Boulanger al permitir que Flaminio Bertoni introdujera formas que aun hoy son icónicas: el Citroën 15 Traction Avant, el 2CV y el inolvidable DS, conocido al sur de los Pirineos como Tiburón.

No todos los que merecen el honor de una mención como importantes en el diseño europeo son conocidos por su nombre, aunque sí por sus vehículos y la huella que dejaron. Uno de ellos es Mario Revelli de Beaumont que, bajo la protección del mismísimo Agnelli, dio forma al sencillo Fiat Cinquecento de 1935 y al elegante Alfa Romeo 2500 SS de 1946.

También Alemania merece la atención de Tumminelli, con menciones a Rudolf Uhlenhaut y su Mercedes 300 SL (“ala de gaviota”) o Erwin Komenda, el austriaco desconocido que trabajó para Volkswagen y Porsche y que merece atención por dos creaciones tan significativas como el VW Escarabajo y el Porsche 356. En el Escarabajo, “combinaba la aerodinámica de Jaray con una decoración ornamental entre art decó y Secesión de Viena”, comenta Tumminelli, y muchas décadas más tarde esas formas se mantienen en la tercera generación del vehículo. El 356, el primer Porsche, se recuerda ahora como el antecesor, en arquitectura y diseño, del eterno 911, que sigue vivo y con futuro.

El texto pasea también por la presencia del coche en el cine, como esas formidables escenas de “Atrapa a un ladrón” (Alfred Hitchcock, 1955) que enmarcan la Riviera, Grace Kelly y un Sunbeam Alpine Sports.

La parte italiana del libro da una vuelta por los nombres sagrados del gremio y esas creaciones suyas que han marcado escuela y pueblan tanto los garajes como la imaginación de los aficionados. Por ejemplo, Battista “Pinin” Farina y su hijo Sergio, o Giovanni Michelotti, que con discreción ha trabajado para tantas marcas, como BMW, DAF o Triumph. Quizá su obra más influyente sea el BMW “Neue Klasse” de 1961, que marcó el nacimiento del segmento D, hoy agonizante. Claro que hay detenidas referencias en el libro de Tumminelli a Giorgetto Giugiaro, autor del primer Fiat Panda y del primer VW Golf, del Scirocco original, el Lotus Spirit, el Fiat Uno de 1983 o el Lancia Thema.

Según algunos, para que un diseñador de automóviles llegue a lo más alto debe ser responsable de un prototipo que cree escuela, de un coche de ensueño y de uno de venta masiva. Si es así, Marcello Gandini está entre los grandes de los grandes. De su buen gusto nacieron el Lancia Stratos Zero (1970) que dio pie al Stratos de rallies y rompió moldes con un único volumen afilado como un hacha, una única puerta situada en el frontal y una altura (1.240 mm) por debajo de lo razonable. La parte de los coches de ensueño la cubrió Gandini con un despliegue inusual: Lamborghini Miura, Countach y Diablo, No hay más que decir. Y además llenó las calles con el BMW Serie 5 (E12, de 1972), el Citroën BX (1982) y el Fiat 132 de 1972.

Otro aspecto que desarrolla Tumminelli en su libro es el de las relaciones personales entre los protagonistas del sector. Valga como muestra la historia de Alex Hoffman: su padre tenía un Concesionario Rolls Royce en Viena y él, en un intento de llegar más allá, abrió en 1954 el Hoffman Auto Showroom en el 430 de Park Avenue, Nueva York, bajo diseño del arquitecto Frank Lloyd Wright, en el que vendía Alfa, Jaguar, Austin Healey, Fiat y, sobre todo, BMW, Porsche y Mercedes. Hoffman, que vivía en una casa que también diseñó Lloyd Wright, era un maestro prediciendo tendencias; por eso intuyó que en EE. UU. triunfaría un coupé roadster fabricado por BMW, y convenció al diseñador (y conde) Albrecht Goertz para enviar unos bocetos a Munich. El resultado fue el BMW 507, una belleza ahora situada en la zona de clásicos económicamente inalcanzables, alguna de cuyas características (las branquias de la parte posterior de las aletas delanteras) se repiten en BMWs del siglo XXI, como el M3 E46, sin ir más lejos.

El diseño discreto, menos noble, de las marcas alemanas, merece más menciones, como las dedicadas a Paul Bracq, responsable de ese área en Mercedes durante décadas, que dejó su huella en obras maestras como el 220 SEb coupé de 1961. O las que tratan sobre el entonces atrevido Ford Sierra (1983) de Uve Bahnsen y el Audi 100/200 (1988) de Harmut Warkuss.

El capítulo a mi juicio más esclarecedor del libro es el que se dedica a los todocamino, “crossover” o SUV; Tumminelli utiliza un enfoque sociológico y sentencia de este modo: “Los SUVs son menos automóviles y más fenómeno cultural. Su concepto de diseño refleja el completo espectro de miedos de la sociedad postmoderna. Vehículos todopoderosos que devuelven una sensación de libertad al prisionero urbano, y le confieren la seguridad de que está bien preparado para “el día siguiente”, e incluso para un desastre medioambiental. Sentado con seguridad en el interior, flota sobre el tráfico. El conductor del SUV puede ver sin ser visto, y aun así genera admiración. Berlina, furgoneta y deportivo, todos en uno; un coche para la señora y, a la vez, para el (no necesariamente educado) caballero, los SUVs son el castillo de la familia postnuclear. No importa si ocupan mucho o poco espacio, son el aspecto de la automoción del nuevo milenio.”

El segundo tomo de la trilogía se titula “Car Design America”, pero se dedica íntegramente a los Estados Unidos. Y comienza aclarando la diferencia del concepto de automóvil entre el Nuevo Continente y Europa: “América no inventó el automóvil, pero sí la cultura del automóvil. El coche era el invento definitivo para una nación nueva y que parecía abierta, que se encontró a sí misma en una agitación social al final del siglo XIX. Alrededor de 1900, más de la mitad de la población vivía fuera de las grandes ciudades, y como media vivían menos de diez personas por milla cuadrada; en el Reino Unido la densidad de población en la época era 17 veces mayor. La movilidad individual se podía considerar un lujo para los europeos, un entretenimiento, o se podía interpretar como una pesadez. Pero para la nación americana esa movilidad era vital. Los EE. UU. se desarrollaron rápidamente: en 1900, con una población superior a los 76 millones de personas, era más del doble que al final de la guerra civil de 1865. En 1920, la población alcanzó los 100 millones, y en 1970 pasó de 200”.

Hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, la industria estadounidense del automóvil y su diseño crecieron aislados. Sus propias marcas se centraron en sus necesidades, diferentes de las europeas. Marcas que permanecen (Ford, Chrysler, Cadillac) y otras que no (Duesenberg, La Salle) crearon formas y lenguajes que se mantuvieron en pie hasta finales de los ’40. La estancia de miles de estadounidenses en Europa durante el conflicto les hizo ver que la cultura del Viejo Continente se reflejaba en el diseño de los automóviles. Terminada la guerra y repatriadas las tropas, esa influencia caló en la industria del automóvil: “Millones de soldados americanos se habían ganado una gratificación. De hecho, para esos soldados que crecieron durante la Gran Depresión, experimentar Europa en primera persona había ampliado sus horizontes. Habían dejado sus granjas y, por primera vez, establecido contacto con otras culturas. Con poco dinero en el bolsillo y experiencias de guerra, pronto querían probar cosas nuevas.”

En 1951, al MoMA se le criticó porque en la exposición “Ocho Automóviles” solo tres eran de los Estados Unidos: Jeep, Cord y Lincoln Continental. A continuación, Nash contrató a “Pinin” Farina, GM permitió que hubiera influencia europea en el Corvette de 1953 y Virgil Exner, director de diseño de Chrysler, se alió con Ghia.

El otro punto clave del diseño de automóviles en América surgió igualmente en el cambio de década. Llegaron los primeros aviones a reacción y se inició la carrera espacial, y los conceptos que definían esas naves se trasladaron a los coches: tomas de aire, reactores simulados, carlingas, alerones y, sobre todo, planos verticales iban a caracterizar los coches americanos. Es curiosa la discreta presencia europea en algo tan americano: fue Virgin Exner, desde Chrysler, quien arrancó con más energía esta línea de diseño, y se inspiró en el Ghia Streamline-X de 1955, bautizado como Gilda y diseñado por Giovanni Savonuzzi.

La siguiente convulsión del sector llegó con la crisis del petróleo de 1973: hasta entonces lo importante había sido que el coche fuera grande y vistoso; ahora tenía que consumir poco combustible. Pero la enorme industria americana del automóvil reaccionó con lentitud, de modo que antes de reducir el peso y el tamaño, mejorar la aerodinámica y fabricar motores eficientes, los rivales japoneses y europeos les habían comido cuota de mercado.

Cuando se recuperó, o cuando aún estaba en ello, volvió a ser ella misma por la influencia de los atentados del 11-S y lo que vino más tarde: “Después del 11-S, los americanos buscaban seguridad y autoconfianza por encima de todo. Ambas características se convirtieron en temas básicos en el diseño de automóviles. Los SUV de aspecto rural trajeron el aspecto “coche familiar conoce a camión blindado” a las calles de América. Esos camiones fueron un gran éxito, con sus mandíbulas góticas de acero. Su mensaje: “estamos armados y listos para todo”. El Ford SYNus caracterizó a los coches como cajas fuertes sobre ruedas. La metáfora estaba clara: en lugar de en lingotes de oro, la gente buscaba seguridad protegiéndose a sí misma, incluso de sí misma. Verticales y angulosos, con mucho metal y ventanillas pequeñas y ruedas grandes, era el aspecto tanque el que dominaba la escena. Con nombres macho como Nitro, Caliber, Edge, Fusion, …”

El tercer tomo de la trilogía, el dedicado al diseño de los coches asiáticos, tiene y merece un enfoque diferente, a causa de lo difícil que es para los occidentales entender esas culturas, y más aún si nos centramos en elementos subjetivos, como algunos de los que rodean al diseño. Por ello Tumminelli insiste más en explicar por qué los coches asiáticos son como son, en las trastiendas de su industria y en la idiosincrasia local, como camino para entender los que desde Europa es difícil de asimilar.

Este motivo le hace arrancar en la época en que la industria japonesa del automóvil nació a base de acuerdos con sus homólogos occidentales: Nissan con Austin, Isuzu con Hillmann, Shin – Mitsubishi con Willys – Overland, o Hino con Renault. Esas alianzas, más la inspiración en Estados Unidos y Gran Bretaña, condujeron a los días en que se acusaba a los japoneses de que sus coches (y el resto de sus productos industriales) eran fotocopias de lo que se hacía en Occidente. No olvidemos, eso sí, que hablamos de un país sin experiencia industrial y además arrasado en 1945, que se esforzaba en reconstruirse mientras se actualizaba a un ritmo tal que terminó adelantando a los países que adoptó como modelos.

En principio, la fabricación de automóviles se destinaba fundamentalmente al mercado local, por lo que las calles estrechas y las muy malas carreteras obligaban a diseñar vehículos pequeños con elevados recorridos de suspensión, a lo que hay que añadir unos cromados al gusto local. Otro elemento que distinguía estos vehículos de los occidentales eran las largas series del mismo modelo, con una mayor calidad y fiabilidad que en Occidente.

El resultado, una vez que esta industria se abrió a la exportación, fueron ventas numerosas a precios bajos, con el margen necesario para poco beneficio y mucha reinversión. Cuando llegó la crisis del petróleo de 1973, arrasaron a los fabricantes de coches grandes y gastones.

Otra particularidad local viene marcada por la severidad de la ITV, tan dura desde el tercer año que es más fácil comprar un coche nuevo que mantener el antiguo. Este punto, unido a una gran flexibilidad en la producción, hace que no sea necesario mantener una fuerte imagen de marca, ya que no hay coches de hace unos años por las calles, solo en el recuerdo de los usuarios, por lo que se cambia la imagen para cada generación de vehículos. “Con los ojos cerrados, cualquiera puede recordar la imagen de un Volkswagen Golf”, dice Tumminelli. ”Eso es imposible para el Corolla, a pesar de ser, con más de cuarenta millones de unidades vendidas desde 1966, con mucho el vehículos más exitoso del mundo. Ninguna de sus diez generaciones muestra continuidad en el diseño; 41 variaciones de carrocería – excluyendo la familia Sprinter, a la venta solo en Japón – solo añaden vaguedad.”

El libro de Asia dedica más porcentaje de sus 304 páginas a fotos de vehículos que los de Europa y América, y también comenta las diferencias entre las fotos asiáticas y las occidentales. En las primeras abundan más las de estudio, con el coche solo, y casi siempre con el mismo ángulo de cámara y una iluminación similar, mientras que en las segundas es más habitual situar al coche en el escenario y con los clientes objetivos, buscando centrarse en lo que ahora se llama “life style”. Como remate, en las escasas fotos de automóviles japoneses en las que aparecen personas, los modelos son en muchos casos occidentales o, como mínimo, orientales con sus rasgos poco marcados. Esto se relaciona con la contradictoria tradición japonesa de distanciarse de lo occidental y a la vez admirarlo, que se refleja en esas fotos o en la iconografía manga. Su reflejo práctico se materializó de este modo en el mundo del automóvil, en lo que Tumminelli llama “Tokyorino”: “La relación entre el diseño de Japón y el de Italia es en realidad una historia de amor. El periodista Hideyuki Miyakawa, dando la vuelta al mundo en moto, llegó a Italia para ver las olimpiadas en 1960, y se enamoró de la maravillosa Marisa, se casó con ella y decidió quedarse. Habiendo reconocido el enorme potencial de los tres grandes carrozzieri – Bertone, Ghia y Pininfarina – se estableció como una especie de agente secreto del diseño. Su primer encargo fue el diseño de un nuevo sedán para Toyo Kogyo, el Luce 1500 de 1965, que fue realizado por Bertone. Allí, el joven Miyakawa conoció al joven Guigiaro, con quien más tarde colaboraría en nombre de Isuzu, Toyota, Nissan, Suzuki y Hyundai. A la estela de esta ola italiana, Pininfarina fue contratado por Nissan para el Cedric de 1965, Vignale trabajó para Daihatsu en la línea Compagno, y Giovanni Michelotti en encargos para Prince e Hino. A pesar de esta herencia turinesa clásica, estos diseños italo-japoneses en realidad creaban un estilo intermedio, para lo que podía haber diversas razones. En primer lugar, al ser una industria emergente, las habilidades japonesas en la fabricación de carrocerías no eran comparables a las europeas. Segundo, el mercado japonés de los ’60 era aún muy conservador, y se inclinaba más por las líneas discretas. Tercero, las proporciones reducidas generaban un aspecto distinto. Y cuarto y último, la brecha cultural influía en un proceso tan delicado y complejo como el diseño de un coche; para los italianos, perfectamente en armonía con su muy propio lenguaje de diseño y su dialecto piamontés, comunicarse con los japoneses debió ser una pesadilla”.

Otra barrera cultural es la estructura de los equipos. En Japón no hay individualidades, solo trabajo en equipo. Por eso se conocen tan pocos nombres propios de diseñadores locales. Hasta tal punto, que hay casos en que se desconoce el nombre del diseñador de un vehículo. Sirva como ejemplo uno de los coches japoneses más atractivos y significativos, el Toyota 2000 GT: “De este Gran Turismo al estilo de los europeos, es decir, con el morro largo y la cola corta de un Jaguar Tipo E, se dice que se basa en un concepto del diseñador italo americano Albert Goertz, que lo había dibujado por encargo de Yamaha, la empresa que luego fabricó el 2000 GT para Toyota. Pero el diseñador de ese coche había sido japonés y su nombre nunca se divulgó oficialmente. Cuando se presentó el 2000 GT, el primer coche de origen japonés que recibió ese tratamiento, Automobile Quarterly lo trató como “una máquina superlativa, … con prestaciones sobresalientes”. El artículo de la prestigiosa revista comenzaba con un párrafo inusual: “El siguiente artículo fue preparado para AQ por el diseñador del Toyota 2000 GT. Es política de la compañía Toyota no destacar a ningún miembro del equipo de diseño, ya que se considera que todos los productos son fruto de los esfuerzos de la familia Toyota. Aunque nos gustaría hacerlo, debemos naturalmente respetar la solicitud de Toyota y omitir el nombre del autor.” A día de hoy los rumores dicen que el nombre del misterioso diseñador era Satoru Nozaki, del que no se sabe mucho”.

Hay muchos más ejemplos de esta peculiar interacción entre diseñadores italianos con nombres y apellidos, y diseñadores japoneses anónimos, como el de la segunda generación del Honda Prelude de 1982. El deseo (u orden) de Soichiro Honda era que nada debía ser simplemente copiado, todo debía ser rehecho en casa y mejorado, con la intención de aprender por un lado y de evolucionar las habilidades locales por otro. Su marca tenía entonces un acuerdo con Pininfarina, y Leonardo Fioravante, entonces su director de diseño, recuerda cómo los nuevos diseños se ideaban y modelaban en Turín y se enviaban a Hammamatsu, para servir de referencia a los diseñadores locales. Dice Fioravanti que “ninguno de los conceptos de Pininfarina se llevó a la producción sin cambios, pero por aquí y por allí se podían ver muchas de nuestras soluciones y, en general, se reconocían las líneas básicas que otorgaron a Honda un aspecto muy distinto en los ´80”. Así, el

Elegante Prelude del ´92 confirió una línea deportiva y un perfil afilado a Honda como marca, y afectó al posterior desarrollo del Accord, el Aerodeck y el Vigor.

El otro punto que marcó el diseño de los automóviles japoneses de la época fue el furor tecnológico que sacudió el país desde finales de los 70, los años en que marcas como Casio, Pioneer o Sony comenzaron a invadir el mundo con productos avanzados que destacaban no solo por su valor técnico, también por su envoltorio estético. Fueron los años de los relojes digitales de Casio, como el C-80 ¡que incluía calculadora!, el “hi-fi rack” de Sony, como un tótem de sonido, o los dos productos de Sony que se colaron en los hogares occidentales: el televisor Profeel Pro (1986) y, muy especialmente, el Walkmann (1979), que unió la libertad de escoger la música que cada uno escucha a la portabilidad: lo que antes solo se podía tener y hacer en casa ahora se llevaba en el bolsillo.

Después de evolucionar de la copia de productos occidentales en la postguerra a la invasión comercial de la producción en grandes series, a la industria japonesa del automóvil solo le quedaba una etapa por cubrir: ocupar el territorio de los fabricantes premium, hasta entonces 100% occidentales: BMW, Mercedes, Audi, Jaguar, Cadillac, … El inicio fue, no podía ser de otra manera, prudente, mediante diseños conservadores comercializados bajo marcas ya existentes, como el Nissan Cima de 1988. El siguiente paso fue crear las marcas específicas, como Acura (de Honda), Infiniti (de Nissan), o Lexus (de Toyota), y más tarde generar lenguajes de diseño específicos para ellas, tarea en la que, treinta años más tarde, aún están liados.

No podía faltar una detallada mención a los vehículos híbridos, por ahora exclusiva de la industria japonesa, “una obra maestra del marketing a través del diseño (…) sin el capó largo, las ruedas grandes o la estampa agazapada que han sido sinónimos de potencia y prestigio en las carreteras de todo el mundo durante décadas. Al contrario. Su forma sencilla y su actitud mandan señales muy diferentes: “No soy excesivamente rápido, no me sobra potencia, no estoy aquí para presumir. Soy sensato: mira mi capó pequeño, que esconde un motor pequeño. Soy eficaz: ¿has visto mi trasera Kamm tan aerodinámica?. Soy un coche responsable, y no un sustituto irracional de un pene””.

Pero Asia no es solo Japón, y el mayor impacto de la industria asiática del automóvil en Occidente en los últimos años ha venido desde Corea. Cierto que un crecimiento poco medido, en el país en general, desembocó en la crisis de Asia-Pacífico de 1997, y que sus marcas se han agrupado (Hyundai y Kia), absorbido (Daewoo) o desaparecido (Samsung y finalmente Daewoo), pero sigue siendo un gran productor que pretende tener diseño propio.

Su inicio se parece al japonés, buscando apoyo de diseñadores europeos para adaptar modelos extranjeros pasados de moda de los que habían comprado las patentes. Esta es una práctica muy compleja, ya que el diseñador occidental parte de un modelo antiguo, que debe modificar con bajo presupuesto, y a la vez crear una imagen de marca nueva. Los resultados son desiguales, por utilizar un término benévolo. El SsangYong Rexton, de 2001, tenía un diseño de Italdesign que pretendía destacar la relación técnica con Mercedes; a continuación SsangYong contrató al británico Ken Greenley (ex Aston Martin, ex Bentley) y los frutos fueron un todocamino que no lo parecía (Actyon, 2004) y un monovolumen (Rodius, también 2004) que ha sido catalogado por algunos como el coche más feo del mundo.

Y sí, claro que hay un capítulo en el libro dedicado a la industria china del automóvil. Pero al ritmo al que esta crece y se reinventa, y considerando que el libro está escrito en 2014, lo que se aparece en él ya es historia.


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