Melilla La Vieja y los siete edificios más altos de Madrid (2 de 2)

Que el despertador suene a las cuatro de la mañana para conducir más de 500 kilómetros en solitario, la mitad de noche y todos aburridos, no es la mejor manera de empezar un desafío. Pero los desafíos son así. Me sentí raro y solo bajando a deshora hasta Motril, y únicamente me reconforté cuando, al llegar al aparcamiento de la entrada del puerto, vi más coches cargados con bicis y caras a la vez somnolientas e ilusionadas.

El otro punto que me llamó la atención, y que sería una sensación prolongada hasta el domingo, era la heterogeneidad de los participantes en la Carrera Africana de Melilla. En primer lugar hay que decir que la prueba admite a los que queremos hacer los 75 km. en bici de montaña, y a los que optan por 50 a pie, y el perfil de ciclistas y marchadores es distinto. Por otro lado, al ser una prueba organizada por una unidad del ejército, hay un cierto porcentaje de participantes que llevan o han llevado uniforme, sea de militar, de policía o de guardia civil. De hecho, el domingo iba a ver a grupos de marchadores con camisetas que reproducían los distintivos de sus unidades militares, y algunos se acompañaban de banderolas, e iba a escuchar a ciclistas saludando a los policías nacionales de algunos cruces con un “Hola compi” muy cercano.

El siguiente punto de esa variedad social de los participantes es el origen geográfico. Melilla está al sur del sur de España, por lo que no era de extrañar que entre los alrededor de dos mil participantes hubiera casi cien de Ceuta, más de 200 de Almería, 150 de Málaga, … y solo 25 madrileños.

Todo esto marcaría las conversaciones y comportamientos de los tres días que íbamos a compartir y me sumergiría en una experiencia humana distinta a la de mi entorno personal y profesional, y a la que suelo vivir en las rutas y carreras en bici por Madrid y sus alrededores.

Lo más destacado de las cuatro horas y media de travesía entre Motril y Melilla fue que recuperé parte del sueño perdido en el madrugón, y que reviví la experiencia de no tener cobertura de móvil. A la llegada al puerto comenzamos a disfrutar de la hospitalidad legionaria: una vez identificados y recogidas las acreditaciones, nos llevaron a los participantes en autocar al cuartel, y transportaron las bicis en un par de camiones. Para evitar que se golpearan o se rayaran, utilizaban un método sencillo y práctico: entre bici y bici colocaban un colchón viejo.

Una vez hospedados en el pabellón de la 8ª Compañía y con las bicis alojadas en el pabellón contiguo, bajamos a la ciudad a recoger los dorsales. Empecé entonces a darme cuenta del impacto de la carrera en Melilla: dos mil participantes en una ciudad de 84.000 habitantes, 75 km. de recorrido en 12,5 km2. La plaza de las Culturas, punto de salida y llegada, ebullía con los preparativos, y encontré sosiego recorriendo el interior de Melilla La Vieja e imaginando, deseando, los que al día siguiente esperaba que fueran los últimos metros de carrera entre torreones, fosos y baluartes.

Tomé pronto el autobús de regreso al acuartelamiento porque a las ocho tenía una cita ineludible con el pasado: visita guiada a la Sala Histórica, unas dependencias del Fuerte de Cabrerizas, dentro de las instalaciones del Tercio en que me alojaba, en las que se han agrupado recuerdos varios de la Legión.

En una visita así a un lugar como ese es imprescindible dejar a la puerta conceptos ideológicos, prejuicios del siglo XXI y condicionantes morales. Las de Marruecos fueron guerras de finales del XIX y principios del XX, protagonizadas por países del pasado, bajo normas (cuando las había) ya en desuso, y protagonistas del lado español cuya interpretación actual tiene una elevada distorsión ideológica.

Pues bien, dejamos todos esos filtros a la puerta del Fuerte de Cabrerizas Altas para entender la explicación del guía, un legionario cincuentón con experiencia en Mostar. Narró el cerco de Melilla de 1893, cuando varios miles de rifeños (¿cuatro mil, seis mil?) atacaron una posición pobremente defendida; en concreto, en el Fuerte de Cabrerizas había 380 defensores. El General Juan Margallo, abuelo del actual Ministro de Asuntos Exteriores, era el gobernador de la ciudad; el 28 de Octubre, en la explanada del fuerte, cayó de un tiro en la sien. El entonces joven teniente Miguel Primo de Rivera, destacó en combates como la recuperación, al mando de diez soldados, de piezas de artillería arrebatadas por el enemigo. Mereció la Laureada de San Fernando y el ascenso a capitán, y llegó a ser golpista, dictador y jefe del gobierno español. Otro nombre destacado fue el del entonces capitán Picasso, tío del pintor, cuya actuación esos días le valió una Laureada; años más tarde, ya como general, fue el Juez Instructor que elaboró el Expediente Picasso, el amargo informe que depuró las responsabilidades del desastre de Annual y pintó un paisaje de corrupción, cobardía y desorganización.

Queda en el aire si la muerte de Margallo sucedió heroicamente en acto de servicio por fuego enemigo, se pegó un tiro para cerrar bruscamente su implicación en un asunto de contrabando de armas, o si el tiro llegó, precisamente por ese asunto, de la pistola del mismo Primo de Rivera.

Al final, el cerco a Melilla se rompió por la valiente actuación de este último y porque el acorazado Numancia y las cañoneras Isla de Cuba (entonces era territorio español) y Conde de Venadito, ancladas en el puerto, abrieron fuego contra los barrios habitados por cabileños.

La visita continua con permanentes recuerdos a Millán Astray, fundador de la Legión, y al comandante Franco, jefe del 1er Tercio, el que nos acoge. El tono elogioso que emplea el guía hacia ellos no parece que contenga carga política, es más bien el respeto de un subordinado al superior al que admira. Al pasar a la última sala la carga emocional aumenta: “Esta es la sala del Teniente Aguilar”. El breve silencio que sigue a la frase nos sirve para buscar en la memoria y comprobar que el nombre no nos suena. La aclaración que sigue es contundente: “Era mi superior. Cayó en misión humanitaria en Mostar”. Hemos saltado repentinamente de una guerra cruel, corrupta y politizada a otra igualmente cruel y más cercana; de un ejército clasista, atrasado y de reemplazo a uno profesional.

Los asistentes a la visita guardaban un silencio respetuoso a veces, salpicados por comentarios que dejaban entrever una admiración velada, y otras revelaban abiertamente su condición de exlegionarios.

Por si me quedaban dudas, a la hora de la cena ciclistas y marchadores compartimos la cantina con legionarios de servicio, con el armamento reglamentario encima.

Nueve horas de sueño es un excelente prólogo para un día de carreras duras. Y si encima un legionario te dice que han preparado un desayuno fuerte, es obvio que se han acabado las bromas. Nos metimos entre pecho y espalda, a primera hora de la mañana, una enorme tortilla francesa y un plato de pasta regados con zumo de naranja, y un pozal de café con leche desbordado de cereales. En realidad, solo una fracción de las calorías que iba a gastar. Mientras desayunábamos, los camiones Pegaso, los Aníbal y los BMR recibían en la Explanada Gran Capitán el cargamento que nos iba a ser imprescindible a los participantes: cientos de litros de agua y de Aquarius y muchísimos kilos de fruta. Los legionarios seguían cargando sus vehículos cuando di el último retoque a la Ghost: repaso de presiones de neumáticos más engrase de cadena. Cargué cuatro barritas de cereales en la bolsa bajo el sillín, dos litros y medio de Isostar entre la mochila y un bidón, más herramientas, una cámara, un plátano para antes de la salida y crema de protección solar. Que en el frescor de primera hora de la mañana parecía que iba a sobrar.

Tras la última comprobación, y ya vestido de ciclista, bajamos desde el acuartelamiento, en la parte alta de la ciudad, a la salida, junto al puerto.

El ambiente de la salida entre los participantes, como suele ser habitual, era una mezcla de ilusión y preocupación, por la combinación obvia de diversión y sufrimiento de estas carreras. Me voy a saltar el griterío del público presente y las voces del comentarista para decir que, una vez tomada la salida, los primeros kilómetros, por dentro de la ciudad y en llano fueron rápidos a pesar de la multitud, entre 20 y 25 km/h de media. Paulatinamente los lentos que habían salido delante fueron perdiendo posiciones, y los rápidos que habían llegado tarde las ganaron. Al dejar el asfalto, en una zona fea de polígono, vi bastantes pinchazos porque había restos de cristales en el suelo, y mentalmente crucé los dedos y recordé la pesadilla de mis últimas salidas. Menos mal que los tubeless no me fallaron.

Hacía calor, la carrera era muy larga y quería hacer solo dos paradas para comer, de modo que me marqué un ritmo ligero pero sostenible, confiando más en llegar con fuerza al final que en ir deprisa solo al principio. Por eso tiré sin desfondarme, y en 1 h 17’ llegué al avituallamiento del km. 23, al fondo de los acantilados del Aiguadú. Con el Mediterráneo batiendo unos metros más abajo comí y bebí para afrontar con ganas una subida perra de dos kilómetros, que se me hizo sencilla. El primer punto de dificultad se me planteó poco después, en un sube baja rompepiernas, cuatro km. que se me atragantaron. Cuando pensé que se acababan, y empujando la bici por una rampa reseca de tierra suelta de más del 20%, perdí pie, se me resbaló la bici, y me clavé con fuerza el Garmin donde uno no se debe golpear, ni con fuerza ni sin ella. Me dolía, y mucho, pero en una carrera uno no se detiene ni para quejarse. Además en aquella zona, como en todo el recorrido, había multitud de legionarios listos para ayudar, y si me paraba se acercarían, y si se acercaban me tocaría dar una explicación embarazosa. Miré adelante y vi que el recorrido continuaba por la pista de asfalto paralela a la valla de la frontera, en un descenso largo y amenazadoramente pronunciado. Como una sensación muy fuerte eclipsa a otra solo fuerte, me tiré pendiente abajo, y el miedo de rodar a 58,7 km/h (así quedó grabado en el Garmin) tapó el dolor.

Algo más adelante viví uno de esos momentos insólitos que se disfrutan en las carreras solo desde dentro. Era otra de esas pistas ásperas y rotas, ya cansados, en las que no cunde. Repentinamente comencé a oír, en versión para corneta, aquella melodía de la banda sonora de “Rocky” que todos asociamos al sacrificio precio al éxito, al entrenamiento que nos conduce a la victoria. Sin dejar de pedalear vi que era un corneta de la banda del Tercio, que se había arrancado con esa pieza. Sus compañeros se reían, los corredores que pasábamos por allí nos mirábamos sin creerlo, y enseguida comenzó a hacer efecto: las piernas se aligeraron y las rampas perdieron desnivel.

Paré de nuevo en el km. 38, a las 2 h y 26’ de carrera, para comer y beber de nuevo, con el fin de atacar con energía el tramo llano cercano al mar. Tenía la esperanza de subir la media en los siete km. de casco urbano y espigón, asfaltado y plano, y sin embargo me encontré con un enemigo inesperado: el viento. Se había levantado tras la salida, se ocultó mientras rodábamos por entre cerros, y ahora soplaba con ganas especialmente en el espigón y el paseo marítimo, así que no quedaba otra que seguir apretando los dientes.

Salí de la ciudad para afrontar el tramo final de la carrera, con una subida desde el nivel del mar a los cerros que se me habían atragantado, rodear la ciudad por los cuarteles y repetir la zona del viento. Lo bueno al final de un maratón es que ya no hay que pensar ni que dosificarse; si uno se ha organizado bien, es la verdadera hora de la diversión. No quería correr el riesgo de venirme abajo al final por lo que me avituallé por tercera vez en el km. 58,6, ya con 3 h y 43’ de carrera, y tiré a fondo. Crucé por segunda vez, esta como una exhalación, el Acuartelamiento del Tercio y saludé de soslayo al pasado en la Explanada Millán Astray, frente al Fuerte de Cabrerizas Altas. La subida dolorosa de la primera pasada la hice sin incidentes, y me tiré por la bajada tan enrabietado que esta vez llegué a los 69,4 km/h. Nunca había olido a goma quemada en un neumático de bici de montaña, qué sensación de orgullo y de miedo. En esta hora final desesperada reconocí tramos que se usaron en el Raid de Melilla de 2010, cuando mi colega con ruedas en el desafío era un Land Cruiser de cinco metros y dos toneladas en vacío. Mantuve la concentración todo lo que pude, me esforcé para imponerme a la maldita subida, casi la última, del km. 59, y encaré la última de verdad, una rampa cercana al aeropuerto, ya con 4 h y 10’ de carrera pesando en las piernas.

Desde ahí sabía que estaba hecho: recorrer de nuevo algunas calles entre un público disperso que no paraba de aplaudir, luego el espigón y la playa con público abundante y entusiasta, llegar a Melilla La Vieja entre un público ya desbordante y ruidoso, que me animaba como si fuera a ganar, cruzar patios de armas y túneles, zigzaguear entre torreones para, al final, salir por el Túnel de San Fernando a la Plaza de las Culturas y entrar en meta.

No voy a presumir ni de que respiré hondo ni de que era consciente de que había conseguido mi objetivo, Estaba demasiado cansado para eso. Me dejé llevar a la carpa en la que me entregaron la medalla que recibe el que consigue terminar. Me dejé llevar a la carpa en la que recogí mi petate legionario con regalos, entre los que había un maillot conmemorativo que luciré cuando haya que hacer una declaración de intenciones. Y me dejé llevar hasta la carpa de comida. Despacio, muy despacio para no vomitar, me comí y me bebí todo lo que me dieron, mientras hacía estiramientos, enviaba algún WhatsApp de satisfacción y miraba con ojos de agradecimiento a la Ghost, ahora polvorienta. Aun no sabía que iba a seguir comiendo y bebiendo de modo exagerado dos días más. Tampoco sabía que había recorrido 74,9 km. en 4h 38’ y 44”, y que el desnivel acumulado era de 1.104 metros. Me quejaba por el calor y las quemaduras en las piernas sin saber que la temperatura media en carrera había sido de 28,3ºC. Sí sabía que me dolían las piernas, y que me iba a doler el cuerpo entero algunos días más; me faltaba cuantificar que el ritmo cardiaco medio había sido de 150 ppm y que me había dejado 2.300 calorías. Más tarde sabría que mi posición era la 389 de los 784 que iban a terminar de los 970 inscritos, el 52º de los 123 de mi categoría.

Lo que tenía claro es que la satisfacción dura mucho más que el dolor muscular y las quemaduras.


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