No, no voy a decir que el Dakar actual no me gusta, que el resultado lo determina sobre todo el presupuesto del equipo, y menos aún voy a entrar sobre cuál es mejor, si el americano o el africano. El Dakar arrancó en 1979 y reflejaba el mundo de la época; más de tres décadas después el mundo es muy otro, en algunos aspectos bastante peor, y la carrera se ha adaptado a esos cambios.
Hace poco cayó en mis manos el libro que ha generado estas reflexiones, una maravilla titulada “1er Rallye Paris Dakar. Les portes du rêve”, de cuyo título he tomado el de esta entrada. El autor es Michel Delannoy, un amigo de Thierry Sabine que participó en las tres primeras ediciones de la carrera, y luego tardó muchos años en lanzarlo, porque no se editó hasta 2005.
El libro es una formidable colección de historias y anécdotas, que con un buen montón de fotos, nos muestran la distancia del Dakar de entonces al de ahora en los vehículos, los equipos, la organización, las normas, los presupuestos,… Y también la distancia entre aquel mundo y éste: hoy en día se desaconseja cruzar todas las zonas por las que pasaba la primera edición, que eran Argelia desde Argel a la frontera con Níger, un rodeo hasta Niamey para entrar en Malí por Gao, y de allí con rumbo oeste por Bamako hasta Dakar.
El reglamento de aquella edición no eran más que diez folios a máquina con consejos sobre elección del vehículo, los neumáticos y el material de repuesto, la ropa, las vacunas y las formalidades administrativas. Para correr con un coche se exigían arco de seguridad, arneses, extintor, fusibles de seguridad, brújula, eslinga y dos ruedas de repuesto.
La organización se enfrentó como pudo a los imprevistos: El recorrido de Marsella a Argel se hizo en un barco de línea regular, con los coches y motos de carreras mezclados con los argelinos que volvían a pasar la Navidad a casa. La noche de la travesía de Marsella a Argel, el 27 de Diciembre, murió el presidente argelino, Houari Boumédienne, que llevaba varias semanas agonizando en un hospital. Las autoridades locales, temiendo incidentes en un país aun inestable y para proteger la carrera, decidieron neutralizar el recorrido hasta Laghouat, y formar un convoy con la protección de motoristas de la gendarmería.
Los coches más habituales entre los inscritos eran los Range Rover y los Toyota Land Cruiser de la Serie 40. En aquella primera edición había clasificación conjunta, sin separar coches y motos, y el primer vehículo de cuatro ruedas acabó en cuarta posición. Por entonces se permitían tres personas a bordo, y este cuarto clasificado es un buen ejemplo de lo aficionado y heterodoxo de los participantes: Joseph Terbiant, un francés que vivía en Costa de Marfil, Genestier, su chófer, y Jean Lemordant, preparador parisino especializado en Mini. ¡Y ganaron!
El autor del libro acabó la carrera en 26ª posición con pocos incidentes en su BJ40 blanco con matrícula de París, salvo unas vueltas de campana entre Tahoua y Talcho (Níger), que doblaron el puente delantero y desperdigaron herramientas y pertenencias en cien metros a la redonda. Jean-Jacques Ratet, que con los años se convirtió en un clásico del Dakar, les puso boca arriba, recogieron sus cosas y llegaron a Niamey, donde los mecánicos del Concesionario Toyota pasaron la noche reforzando el puente con ballestas de camión.
Un buen ejemplo de que casi todo valía fue el caso de Christian Sandron y Philippe Alberto. Tenían un Peugeot 504 bien preparado, y se habían inscrito (y habían pagado) para salir en la Nueva Orleans – Caracas que iba a organizar Jean Claude Bertrand, el inventor de este tipo de carreras. Bertrand era el organizador de lo que se conocía como Rallye Costa a Costa, porque salía de Costa de Marfil y acababa en la Costa Azul francesa. También se le llamó Rallye Abidjan – Niza, por las ciudades de partida y llegada. Thierry Sabine era un ayudante de Bertrand, y cuando el Dakar de Sabine se hizo más popular que el Costa a Costa, la relación se rompió. La carrera de Nueva Orleans a Caracas se canceló, y Bertrand tardaba en devolver el dinero de las inscripciones, por lo que Sandron y Alberto vendieron el 504 y se inscribieron en el Dakar con el coche de calle de Sandron, un Citroën Dyane 6 con más de 100.000 km. Abandonaron en la etapa de Arlit a Agadez, llegaron a Bamako fuera de carrera, y con el dinero que sacaron de la venta del coche se pagaron los billetes de avión de vuelta.
Mis favoritos por el lado de los coches son los hermanos Marreau, Claude y Bernard. Tenían un taller en París, y habían hecho El Cabo – Argel en un R-12 Gordini. Para el primer Dakar prepararon un precioso R-4 amarillo y rojo con motor de R-5 TS y tracción a las cuatro ruedas con un sistema Sinpar. Tenía tan poca altura al suelo que sacaron el escape por arriba, como se llevan hoy en día las tomas elevadas, con el silenciador sujeto al vierteaguas del techo. Menos mal que no volcaron. La mayor limitación estaba en los neumáticos, porque no se fabricaban para campo en llanta de 13”; de hecho en casi todas las fotos aparecen con los desmontables en la mano, reparando pinchazos.
Si el lado de los coches es un despliegue de improvisación y amateurismo, el de las motos se desborda en historias carentes de pies y cabeza, como la del equipo Moto Guzzi (sí, he escrito Moto Guzzi), que inscribió a cinco motos. Seudem, el importador francés, en contra de la opinión de la fábrica, decidió llevar a Africa los veteranos V2 con transmisión por cardán. La primera en retirarse fue Martine Rénier, que se fracturó una muñeca en la etapa Reganne – In Salah, aun en Argelia. El mismo día el equipo se llevó dos sorpresas al rodar por vez primera en arena: el consumo de combustible se disparaba y las llantas traseras (¡de palos!) se rompían por las vibraciones. Y hubo una tercera sorpresa que llegó unos días más tarde: los chasis se fisuraban por la parte posterior de la pipa de la dirección, de modo que las Guzzi parecían “chopper” cruzando Africa. Entre Tamanrasset e In Guezzam, Alain Piatek se cayó y destrozó el chasis, y con cada vez menos llantas traseras de repuesto en los Toyota de asistencia, Alain Legrand se retiró al llegar a Tahoma y donó los restos de su moto para reparar las supervivientes. Unos días después hizo lo mismo Eric Breton (marido de Martine Rénier), y a partir de ahí pasaron las noches apañando la moto y soldando el chasis de Bernard Rigoni, y éste sí llegó a Dakar.
Otro que se peleó con las llantas fue Fenouil. Llevaba una BMW GS 800 preparada por Scheck con apoyo de la fábrica, la moto más potente de la carrera: 55 CV, para 150 kg. Pero la mala puesta a punto de las suspensiones, una simple horquilla telescópica delante y dos amortiguadores hidráulicos detrás, se cargaba las llantas. Su mecánico pasaba las noches arreglándolas a martillazos, y en Bamako pudo seguir porque le dejó una llanta trasera el comandante de la escolta presidencial. El motor se terminó rompiendo, y se retiró en Bakel.
Por supuesto que había motos japonesas en la carrera, y estaban en el equipo mejor organizado, el de Yamaha Sonauto, por supuesto con las XT 500. Sonauto fue importador de Yamaha para Francia durante muchos años, y al frente estuvo Jean Claude Olivier. Era este un tipo elegante con traje y corbata cuando representaba el papel de directivo de Sonauto. También derrochaba clase corriendo el Bol d’Or en el Ricard, dirigiendo el equipo Gauloises con Christian Sarron, o pilotando la monstruosa moto con la que salió en varios Dakar, con motor de FZ y cuatro cilindros. La estructura que montaron para el Dakar de 1979 era un anticipo de lo que se convirtió en norma muchos años después: un camión con piezas y dos mecánicos, y un coche como asistencia rápida. Es más, fueron los únicos que llevaban tienda de campaña; los demás dormían al raso.
He dejado para el final el caso de Pierre Berty y su XT 500, que llegaron hasta Dakar, aunque en una caída en la primera etapa se rompió el maleolo del pie derecho. Todas las mañanas alguien le arrancaba la moto, y se hizo el recorrido desde el 31 de Diciembre en que se rompió el pie hasta el 14 de Enero en que llegó a Dakar sin quitarse la bota derecha.
Eran otros tiempos, otras ilusiones y un mundo mucho más sencillo, en el que inscribirse en una carrera de locos dependía solo del grado de locura de uno, y no del nivel de desquiciamiento del mundo que nos rodea. En la actualidad, participar en una prueba del Mundial de Raids de cuatro días requiere más medios, organización y presupuesto que esos primeros Dakares. Los coches casi de serie que participaban entonces, a día de hoy no son válidos ni como asistencia. Y los pilotos y copilotos que antes solo necesitaban atrevimiento, algo de experiencia y ciertas nociones de mecánica se han transformado en una mezcla de atletas, volantistas, navegantes y mecánicos.
El motivo por el que miro con cariño el libro de Michel Delannoy es la cercanía que siento a aquella realidad: yo, con mi coche y mis conocimientos, podía haber participado en un Abidjan – Niza o en esos Dakares; uno actual nos viene, a mis patrocinadores y a mí, bastantes tallas grande. Y en el mundo actual, una carrera entre el Nueva Orleans dolido por el Katrina y la Caracas de Hugo Chávez va más allá de las ficciones de Spielberg.
Carlos, muchas gracias por leer el blog. El libro lo encontré en el salón de motos y coches de clásicos del Palacio de Cristal de la Casa de Campo, hace ya varios años. Saludos.
Se puede saber ¿dónde compraste el libro? Llevo tiempo buscándole y no hay manera, gracias.