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  • La BMW y el Kalashnikov

    Esta historia empieza al amanecer del 5 de Agosto de 1989 en Figuig, una ciudad del sureste de Marruecos fronteriza con Argelia, y los protagonistas somos la BMW K75 S de la foto, un Kalashnikov y yo.
    Había llegado la noche anterior a Figuig procedente creo que de Midelt. La intención, después de una semana en Marruecos, era cruzar a Argelia y pasar allí otra semana, porque tenía billete para el barco que siete días más tarde me debería llevar de Orán a Alicante. El viaje lo estaba haciendo como se deben hacer los viajes: solo y en moto.
    El puesto fronterizo estaba a las afueras de Figuig, al inicio de un palmeral. Cuando llegué acababa de amanecer, y el día estaba fresco porque el sol era poco más que un circulito naranja en el horizonte, y aun no se había puesto a su trabajo de cada día: convertir aquel lugar en un horno inhabitable.
    Con un optimismo algo inconsciente, no hice mucho caso a las advertencias del aduanero marroquí: “No te van a dejar pasar”. Era mi primer viaje africano, por lo que mantenía la prepotencia del hombre blanco y solo pensaba en que esa noche podría dormir en Timimoun, a algo menos de 700 kilómetros de allí. “Estos días no dejan pasar ni a españoles, ni a ingleses, ni a los alemanes y a algunos más. Si quieres te sello el pasaporte, pero dentro de un rato te veo por aquí”. El aduanero continuaba con su letanía y yo no le prestaba atención, como si mi indiferencia tuviera algún peso ante la burocracia africana.
    Guardé el pasaporte ya con el sello marroquí en el bolsillo de la cazadora y salí al exterior. Mi BMW, diseñada para deslizarse cómodamente por el pulcro asfalto europeo, destacaba por inapropiada en un palmeral del Sahara. La arranqué, me puse el caso y los guantes, y me dirigí a la parte argelina, mientras sentía bajo las ruedas la pista cubierta de arena.
    Las rodadas me guiaron hasta una caseta prefabricada y plantada entre las palmeras. No había barreras, ni banderas ni señales. Ni falta que hacía. Paré de nuevo y entré en la caseta.
    Me encontré con un tipo grandote, de rostro más apático que inexpresivo, con uniforme del ejército argelino y un Kalashnikov al hombro. Le saludé, le sonreí y dejé la documentación encima del mostrador que había entre los dos. La miró sin tocarla y me soltó: “No puede pasar”. Le miré, miré a mis papeles, sonreí de nuevo y dije con inocencia: “Está todo en regla, y me gustaría entrar en Argelia”. “No se puede pasar”. Ni siquiera había vuelto a mirar lo que había sobre el mostrador, ni había esperado a que acabara la frase. La había soltado sin más.
    Volví a intentarlo, le conté que había visitado la embajada de su país en el mío, que les había llevado a las autoridades esa misma documentación que ahora estaba sobre el mostrador y que éstas habían dicho que no había pegas y que podía entrar en Argelia.
    Entonces, para demostrar lo que valen en un palmeral del Sahara un pasaporte, una embajada, la opinión de las autoridades y mis ansias de viajero, sin mover un solo músculo de la cara, me apuntó a la tripa con el Kalashnikov y repitió: “No se puede pasar”. Entendí la indirecta y volví a la moto.
    Tuve que aguantar el “Ya te lo había dicho” del aduanero marroquí, que a continuación me sugirió: “Inténtalo por la frontera de Oujda. No suelen poner pegas” Escribió con tinta roja “Annulée” sobre el sello de entrada y me devolvió el pasaporte. Saqué de una bolsa de viaje el mapa Michelin 953 y me asusté: había casi 400 kilómetros de carretera estrecha, sosa, rectilínea, cruzando el epicentro de la nada, entre Figuig y Oujda. Con las orejas gachas por la decepción y el estómago encogido por el efecto del Kalashnikov, dediqué la mañana a recorrer la cinta de asfalto más aburrida que había visto nunca (luego cambié de opinión: hay carreteras aun más aburridas, como las del Oeste de EE.UU. a 55 millas por hora, o la misma Transahariana).
    Por fortuna no llevaba un termómetro para ponerle números al calor que quemaba la garganta al respirar y mantenía al sistema de refrigeración de la BMW funcionando al máximo. Sí recuerdo que la reverberación y la distorsión me hicieron ver varios lagos en medio de aquella nada, y que el asfalto se evaporaba y parecía fundirse en el horizonte. Guardo también un recuerdo algo doloroso.
    Para protegerme sin achicharrarme llevaba una cazadora ligera y guantes cortos. Por el pequeño hueco que quedaba entre ambos, a la altura de las muñecas, se colaba el aire casi hirviente, que llegó a quemarme la piel. Encontré algo de alivio cerrando con gomas elásticas los puños de la cazadora y poniéndome cada noche pomada para las quemaduras en las muñecas.
    Otra pega se refería al calor y al bajo octanaje del combustible de la zona, poco propio para el motor de alta compresión de la BMW. Para evitar picados de biela, no abría el gas a bajo régimen en marchas largas. La posibilidad de una cabeza de pistón agujereada en aquel lugar no era agradable.
    A primera hora de la tarde llegué a la frontera de Oujda, una enorme explanada convertida en campamento por quienes pretendían lo mismo que yo. Un rato después ya sabía las pruebas que había que pasar: contratar un seguro para la moto, ya que la carta verde no es válida en Argelia; cambiar moneda; pasar un registro del vehículo y sellar el pasaporte. La única pega es que en la ventanilla del cambio de moneda me decían que primero tenía que sellar el pasaporte, y en la del sello que debía justificar que antes había cambiado las divisas. Aquel día comencé a entender Africa. Si alguien me hubiese dicho la frase que le repetían a Thierry Sabine, fundador del Dakar (“C’est l’Afrique, patron!”), le habría dado la razón.
    Cinco horas después de parar la moto en la explanada, el funcionario del sello lo estampó en mi pasaporte. A continuación lo dejó encima de otros muchos que tenía a su derecha y exclamó: “¡El siguiente!” Era su manera de demostrar que tenía el poder; él decidía cuándo se ponían los sellos y cuándo se entregaban los pasaportes. Volví a la fila y cuando de nuevo alcancé la ventanilla, consideró que ya era el momento de entregarme el pasaporte sellado.
    Crucé la frontera y, ya anocheciendo, entré en Tremecém. Me dejé aconsejar por los guías locales espontáneos, y dejé la BMW en el patio fresco y con fuente de una casa del centro, mientras yo me iba a dormir al hotel que me habían recomendado: “Hôtel Pension Restaurant el menzeh. Confort. Propreté. Cuisine soignée”, decía la tarjeta, poco dada a la modestia. No esperaba lujo alguno, aunque tampoco sospechaba lo que encontré: una sala de unos doscientos metros cuadrados, de techos altos y paredes encaladas, en la que hasta el último hueco estaba ocupado por decenas de catres. Y todos ellos, salvo uno, estaban ocupados.
    Entendí que era uno de esos momentos en que no hay marcha atrás: muy probablemente aquel catre era el único libre a esas horas en Tremecén, los que me habían ayudado a encontrarlo se sentirían decepcionados si lo rechazaba, y además estaba cansado. Me quité las botas, metí el dinero, el pasaporte y las llaves de la moto en los bolsillos interiores de la cazadora, me abracé a ella y mientras cerraba los ojos recordé que Alá nos protege a los viajeros del desierto.
    Cuando me desperté solo quedábamos en la inmensa sala mis pertenencias y yo. Con algo más de humildad y de confianza en los árabes, me puse en marcha para llegar a Timimoun en dos días.
    Lo único digno de mención me pasó en algún lugar de aquellas carreteras solitarias y rectilíneas. Era otra llanura aparentemente más que vacía. Un par de señales de tráfico, descoloridas y tiradas por el suelo, decían que allí había un control. Aunque no ví a nadie, me detuve, paré el motor y me quité el casco. Al poco, un par de chavales, con uniforme del ejército argelino y Kalashnikov al hombro (¡otra vez!), salieron de lo que no parecían más que unas piedras y debía ser su escondite. Estaban revisando mi documentación cuando apareció: alto, delgado, poco más de cuarenta años, pelo corto y canoso, gafas oscuras, uniforme de campaña con algunos galones, pistola al cinto y actitud de quien está acostumbrado a que le obedezcan.
    Se acercó a nosotros lentamente, y me dí cuenta de que solo miraba a mi moto, apoyada en el caballete en el centro de la carretera y con las llaves puestas. Sin quitarle ojo preguntó por el modelo y puso el motor en marcha. Me sorprendí. Luego se sentó y se interesó por las características técnicas. “Nunca he probado este modelo”. Me empecé a preocupar. Y de repente, en una de esas secuencias de movimientos que solo hace el que sabe montar en moto, la bajó del caballete, metió primera, salió disparado y se desvaneció en el resol del asfalto.
    Me quedé petrificado. Mi moto, con el equipaje, se había evaporado. Después de proteger durante muchos días el motor, aquel tipo retorcía el puño mientras se difuminaba en el horizonte, y yo oía el cigüeñal girando como un molinillo, cada vez más lejano. ¿Y si se caía? ¿Y si reventaba el motor? ¿Y si, en fin, no volvía? Los dos soldados leyeron el estupor en mi cara e intentaron consolarme: que si era de fiar, que si había sido durante años de la escolta en moto de no sé quién,… Me daba igual, porque eran mi moto y mi equipaje.
    Aun bloqueado por la sorpresa, y con el mismo ruido de motor estrujado, apareció de entre las reverberaciones del asfalto, paró la moto, se bajó y dijo en tono satisfecho: “¿Sabes? Me gusta como va”.
    Me consolé en el Hotel El Gourara, una joya colonial francesa en Timimoun, que no solo tenía piscina, si no que además ésta tenía como medio metro de agua, por lo que los clientes nos bañábamos a trozos y por turnos.
    El ambiente era formidable. Unos subían desde Malí o Níger, bien por Gao y Reganne, bien por Agadez y Tamanrasset. Otros bajaban hacia allá. Y todos hablábamos sobre motos, coches y el desierto, mientras engañábamos a la sed bebiendo de unos enormes botes de hojalata de un litro de capacidad, llenos de riquísimo zumo de naranja. Eran otros tiempos, porque por entonces ningún Bush había arrancado una guerra justiciera para imponer un nuevo orden, y ningún Al Qaeda sacaba partido a la miseria y a la desesperanza en nombre del fanatismo religioso.
    El único triste era un italiano con el árbol de levas de su Yamaha XT600 redondeado: “Per la Madonna del Campiglio! Aquí no hay piezas, y el concesionario Yamaha más cercano es el de Alicante”.
    Lamentablemente llegó el día de la partida, y con el sol apuntándose por el Este paré en el surtidor a la salida de Timimoun. De la casetilla salió el empleado con una estera bajo el brazo. Ni me miró. Extendió la estera en el suelo y comenzó a orar. Estaba claro que yo era el único en varios países a la redonda que no rezaba en dirección a La Meca en ese momento. Aproveché para llevar la BMW hasta los carteles que había al otro lado de la carretera, y la fotografié junto a los camiones de Sonatrach, los que nos había llenado de polvo cada vez que nos cruzábamos con ellos. Me recreé mirando un cartel de los que te expanden los horizontes: distancias medidas en miles de kilómetros, referencias a ciudades de tres países. Cuando tres días más tarde llegué a casa, estaba seguro de que aquel no sería mi único viaje por Africa.


  • Una de Land Cruisers

    Cuando cargo algo en el maletero de un Land Cruiser me parece que estoy metiendo el equipaje para una expedición. Al sentarme en el puesto del conductor, siento como si fuera a empezar una aventura. Y cuando alzo la vista y miro por el parabrisas, me parece que acabo de recoger el campamento y enfilo una pista mauritana que se pierde en una tormenta de arena. Estas sensaciones son el resultado de una relación de camaradería que comenzó con un reto: al regreso de un viaje por Marruecos decidí que quería comprar exactamente un Land Cruiser Serie 70 de motor 2L-T de los que se fabricaron entre Abril de 1990 y Mayo de 1993 y que nunca se vendieron oficialmente en España. Lo que los “landcruiserólogos” etiquetan como un LJ70 de los últimos ¿Y por qué me quería complicar la vida con una compra tan concreta? Porque ese coche tenía un chasis corto y manejable pero con suficiente capacidad de carga para dos personas con equipaje para viajes largos; porque el motor era duro, sencillo y gastaba poco; porque con dos ejes rígidos, reductora de verdad y muelles en las suspensiones ofrecía un equilibrio ideal entre carretera, pista y trialeras. Y además, porque en su sencillez y sobriedad me parecía precioso.
    Después de ocho meses de búsqueda encontré una unidad totalmente de serie y en fabuloso estado de conservación a pesar de sus 12 años de edad. Tras muchas horas de trabajo en el garaje de casa, más la ayuda de algún especialista en lo más complejo, se convirtió en una joya: tremendamente capaz en campo y desmesuradamente discreto, con esa timidez de los coches negros de hace muchos años a los que no se han añadido ni adhesivos ni colorines sonrojantes. El interior era espartano por lógico: mucha chapa y poco plástico, todo desmontable con un destornillador de estrella, asientos cómodos y sencillos, y esa permanente sensación de confianza que desde entonces me transmiten los Land Cruiser, como un compañero de viaje de los de toda confianza que asegurara cada vez que arrancase: “Que no te quepa duda: vamos a llegar”.
    Mientras lo preparaba en casa, en aquel invierno de 2002 a 2003, comprobé que también la mecánica era así: piezas sencillas, fáciles de desmontar, reparar y volver a montar siempre con pocas herramientas, como pensadas para una vida dura, escasa en cariño y mantenimiento.
    Una vez acabado el trabajo de taller y tras cuantas rutas por España, nos planteamos un desafío a la altura de las capacidades de ese Serie 70: bajar hasta Dakar, cruzando Marruecos, el Sahara, Mauritania y Senegal, con la calma propia de los buenos viajes africanos. Y una vez alcanzado el destino, retorno en contenedor para el coche y en avión para los viajeros. Como compañeros de viaje escogimos a unos buenos amigos y a su excelente coche: un Land Cruiser Serie 80, con una preparación igualmente eficaz y discreta.
    Todo viaje largo y lento, especialmente si es por Africa, da para muchas experiencias, de modo que aquellas tres semanas, combinadas con mi afición a la literatura de viajes, desembocaron en el libro en el que conté lo que vivimos. Antiguamente, los libros no publicados amarilleaban en el fondo de algún cajón y uno se topaba con ellos al hacer limpieza. Hoy en día languidecen en el fondo de un disco duro y uno se los encuentra cuando años más tarde busca documentación para una entrada de su blog. Por eso, al redactar estas líneas me he topado con episodios de aquel viaje protagonizados por nuestros dos Land Cruisers y Africa. Como éste:
    La primera sensación que produce la esperada frontera entre Marruecos y Mauritania es… ninguna, por lo que casi nos la saltamos. De una señal oxidada y tirada en el suelo debes deducir que las decrépitas casetas que hay a la izquierda son las instalaciones aduaneras. Menos mal que un tipo nos requirió a golpe de silbato de árbitro de fútbol, y nos guió hasta aparcar los coches, con precisión milimétrica, en el lugar exacto de la solana que él quería, con la marcialidad y el rigor propios de quien ordena las aeronaves en la cubierta de un portaaviones. Su uniforme, sin embargo, no era muy reglamentario, ya que constaba de chaqueta larga en color azul celeste con charreteras, propia de domador de leones del Gran Circo Mundial, pantalón azul marino y sandalias, y se tocaba con un gorrito blanco de jubilado inglés en el torneo de tenis de Wimbledon. Tras pedirnos los papeles de siempre y hacernos las preguntas habituales, nos invitó a pasar, pero solo a los hombres, al interior de un chamizo. No había puertas, las escasas ventanas tenían cierres de madera sin cristales, y el ralo mobiliario eran sillas y mesas de oficina de hace más de treinta años. En cada uno de los tres aposentos del chamizo habilitado como oficina, tras la mesa estaba el jergón en el que dormían los empleados que nos iban a atender. Y todo el conjunto, mesas, sillas, jergones, archivadores y máquinas de escribir, cubiertos por esa fina capa de polvo de arena que desde ese momento nos iba a seguir como una cola a su cometa por todo Mauritania, que haría borrosas las ciudades a los lejos, y engulliría al tren minero de Zouèrat. Pero antes de llegar a esos episodios, nos quedaban unas horas de papeleos.
    Una vez que el del gorrito de tenis nos hizo entrar a la digamos oficina, un tipo de paisano, envarado pero cordial, se empezó a ocupar de los papeles de nuestros coches. A continuación pasamos al aposento de enfrente, donde nos esperaba quien dijo ser aduanero, dispuesto a que rellenáramos más formularios y a poner más sellos. Una vez acabada su función, nos guió al cuarto del fondo. Allí, una tercera persona, con el uniforme oficial coronado por una gorra de Nike, registraba cuando entramos las cajas que un mauritano había bajado de la altísima baca de su Land Cruiser Serie 60, y encontraba decenas de sandalias. Hizo un alto en la disputa con el supuesto contrabandista, puso más sellos en nuestros papeles, y salimos al exterior.
    Arrancamos los coches, que seguían cociéndose al sol en la ubicación matemáticamente precisa del secarral en el que los habíamos dejado, avanzamos cien metros, los volvimos a dejar al sol inclemente del desierto, y nos dirigimos a otro chamizo, que esta vez alojaba el puesto de policía. Era éste otra caseta, esta vez de piedra vista, con gallinas a la entrada, el catre a la derecha y una pequeña cocina a la izquierda. En otros términos, lo que por estos pagos europeos y en el medio rural sería una caseta de pastor, de cuando los pastores no tenían teléfono móvil ni llevaban las ovejas al veterinario en un “pick up”. Una vez que cruzamos la cocina nos introdujimos en un aposento rodeado por columnas de papeles amarillos y archivadores metálicos desvencijados. Algunos ventanucos en el muro de piedra, que nunca tuvieron marcos ni cristales, dejaban pasar la luz, y del techo colgaba, por toda iluminación, una bombilla de coche con un cable enganchado al final del cual una batería, también de un automóvil, esperaba la llegada de la noche para alimentar la lámpara. Al fondo de este cuadro, y parapetado tras una mesa metálica de oficina decadente nos aguardaba un individuo agradable aunque frío, que charlaba animadamente mientras llenaba de sellos nuestros pasaportes. Unas frases después, salíamos de Marruecos, se acababa por muchos días el asfalto y entrábamos en la tierra de nadie.
    Me encariñé mucho con aquel Land Cruiser 70, serio, estoico y de fiar, como personaje castellano de novela de Delibes. No era para menos, porque en este largo viaje africano todo el trabajo que dio fue un reapriete de la baca no original en Dakhla, la antigua Villa Cisneros; rellenar el aceite en Atar después de casi 600 kms con reductora y bloqueo trasero; y quitar las langostas de los faros y el radiador, tras cruzar una nube inacabable entre Chinguetti y Nouakchott. Recuerdo con cariño aquel enorme volante de plástico y la dirección lenta y suave; quizá demasiado lenta para las trialeras o las pistas rápidas de Mauritania, pero ideal para hacer muchos kilómetros de pista en un día, maniobrar en los atascos de Dakar o esquivar a los Peugeot 504 en los cruces de Nouakchott. Acabé el libro sobre este viaje narrando la recogida de los coches en el puerto de Valencia y la confianza que ya tenía en él:
    Arrancar aquel motor de camioncito al primer intento para sacar al Land Cruiser del contenedor me recordó la enorme confianza que ya tenía en algo que para mí es desde ese momento un compañero de aventuras; según maniobraba para salir de la panza metálica, cumplí la promesa que le hice antes de salir de casa, unos meses antes: “Si nos llevas a Dakar y volvemos en una pieza, te merecerás el apodo de ‘El Africano’”. Y un rato más tarde, enfilábamos una ancha autovía europea a ritmo tranquilo, con la satisfacción del deber cumplido, de los sueños convertidos en realidad tangible. El polvo de mil caminos africanos emborronaba el negro del capó que se abría paso en aquella tarde de invierno, mientras me prohibía organizar otro viaje por Africa sin antes escribir un libro contando éste. Así que ahora que cierro el relato, voy a buscar mi mapa Michelin 741 para desplegar el lado Este, el de Túnez y Libia.
    Y efectivamente, tras el viaje a Dakar del otoño de 2003 llegó otro por Túnez en la primavera de 2005, igualmente inolvidable. Un tiempo después, el crecimiento de la familia hizo que necesitara un coche más grande y ya no tengo en casa el 70. Pero me sigo acordando de esa serenidad al arrancar el motor, la postura erguida, de control, el tacto de camión fiable de la palanca de cambios, y la visión del capó ancho y negro abriendo camino.
    Al LJ70 le sucedió, casualidades de la vida, el Serie 80 de los amigos con los que viajamos a Dakar. Se hace difícil comparar el 80 con el 70 porque es otro planeta: largo, ancho, pesado, potente, menos discreto, algo más lujoso en su sobriedad, y en un color blanco igualmente apropiado para viajar por sitios poco recomendables. Sin embargo el espíritu es el mismo, esa sensación de poder con todo, de llegar a cualquier parte aunque no haya carretera, de cargar con el equipaje, la comida y la tienda de campaña. Como coche familiar para todo uso, aunque desde fuera cueste entenderlo, es ideal: cabe todo lo que se le cargue, por autovía rueda en silencio y con comodidad a velocidades superiores a las legales, y al salir del asfalto, con tres bloqueos, cabestrante, ruedas M/T y reductora de verdad, se le puede aplicar la viaje frase de los todoterreneros: “Si cabe, pasa”.
    El tercer Land Cruiser de mi lista fue el KDJ120 de prensa del Lisboa – Dakar de 2006, un KXR con la preparación que exige la normativa de la carrera: barras, bacquets, depósito adicional, trips, GPS,… y en lo demás de estricta serie. El Land Cruiser con el dorsal 937 iba más que sobrecargado: cuatro personas con enorme equipaje, dos ruedas de repuesto, herramientas y unos cuantos cacharros perfectamente prescindibles. Además, neumáticos A/T poco apropiados para las pistas africanas, y muelles de serie, demasiado blandos para la carga total. Pero llegamos, y me pude hacer mi segunda foto en un Land Cruiser junto al Lago Rosa.
    Aquellas tres fabulosas semanas en el penúltimo Dakar africano fueron mi introducción a los raids y a la vez una enorme sorpresa: el Dakar no era lo que me habían contado. Tras muchos años “viviéndolo” por prensa y televisión, me di cuenta de que la realidad era más intensa, más cruda, más profunda de lo que suponía. Quizá porque la prensa que yo había leído no estaba dentro de la carrera, quizá porque hay pocos periodistas que hayan sido pilotos, quizá porque los pilotos que cuentan el Dakar son pilotos pero no escritores, … El caso es que solo doce meses más tarde llegaron el cuarto Land Cruiser y un desafío: acompañar al equipo de competición de Toyota España en el vehículo de asistencia del Dakar 2007, hacer de conductor y de ayudante para todo lo que hiciera falta, y escribir in situ, cada noche, el blog del equipo. En otras palabras, vivir el que iba a ser el último Dakar africano desde primera fila de las butacas de patio, y además contarlo casi en directo.
    El Land Cruiser era de nuevo un Serie 120 largo, pero esta vez con preparación más exigente: Öhlins, BF Goodrich A/T, y todo lo necesario para llegar cada tarde al campamento antes que los dos coches de carreras del equipo con las cuatro personas que formábamos la asistencia. Es obvio que también con este Land Cruiser de dorsal 717 me encariñé y por los mismos motivos de siempre: la sensación de fiabilidad y de confianza, a pesar de la dureza de esta carrera dentro de la carrera.
    Redactar el blog fue otra experiencia formidable: sin borradores ni reflexiones escribía los textos cada noche donde y cuando podía. Y sin yo saberlo, lectores de varios países compartían con nosotros las penurias y los placeres de una experiencia irrepetible. De entre los más de 400 comentarios recibidos, fue éste el que me indicó que había transmitido adecuadamente el Dakar desde dentro a quienes lo vivían desde la tranquilidad de sus casas: Gran crónica, tengo arena en las zapatillas. Felicidades.
    Pocos meses después, debutaba como copiloto de raids en el quinto Land Cruiser, un KZJ95 que para entonces ya tenía ocho años. Quique de Dios y yo conseguimos todo aquello a lo que pueden aspirar dos novatos con el coche menos potente del parque cerrado: aprender y disfrutar. Al menos yo sí aprendí mucho y disfruté un montón, porque las dos carreras en que participamos eran puntuables para el Mundial, por lo que el nivel de organización y de rivales era una excelente escuela. Volcamos en ambas, solo que en el Transibérico lo hicimos en el último tramo del último día y pudimos llegar a meta, y en la Baja España dañamos tanto el coche que no solo nos retiramos, es que el pobre Land Cruiser fue directo al desguace. Pero aquel coche blanco con matrícula de Barcelona fue una excelente escuela, que continuó con su sucesor: otro KZJ95 de la misma época, con la misma escasez de potencia y las mismas ganas a bordo. Lo estrenamos en el Terras del Rei de 2008, y se rompió la mangueta delantera derecha a once kilómetros de acabar el último tramo del último día, porque como no llevábamos asistencia no hubo tiempo para revisarla. Rematé la temporada 2008 con una de las carreras más bonitas: la Baja Portalegre, que logramos acabar con el motor desfalleciente.
    El séptimo, y por ahora último, de los Land Cruisers de esta crónica sentimental es el KDJ95 que protagoniza mecánicamente este blog.
    A la hora de hablar de Land Cruisers es imprescindible hablar de Takeo Kondo, ingeniero del equipo de diseño de estos coches durante más de un cuarto de siglo y que llegó a ser conocido como “Mr. TT”, puesto que se le consideraba el mejor ingeniero de vehículos TT del mundo. El joven Kondo terminó sus estudios de ingeniería en Japón e ingresó en Toyota, justo en el departamento dedicado a los todo terreno. Por entonces se trabajaba en los BJ40 y FJ55 en los que colaboró, y su primer trabajo como Ingeniero Jefe fue precisamente mi Serie 70 de muelles, el de Abril de 1990. Luego repitió en otros modelos como el Serie 90 con el que corro ahora, y posteriormente fue ascendido a responsable de todos los proyectos de Land Cruiser hasta su jubilación, a principios de este siglo. Al tener Kondo-san este historial, no es de extrañar que me hiciera mucha ilusión tener una foto de mi LJ70, su primer trabajo directo, dedicada por él. La conseguí gracias a la ayuda de un contacto dentro de Toyota, y ahora cuelga en una pared del garaje al lado del KDJ95 de carreras. Es una foto tomada en las montañas del sureste de Túnez y firmada por “Takeo Kondo. Former Chief Engineer of Land Cruiser. May 2005”. Para mí representa lo mismo que tener uno de mis libros favoritos firmado por su autor.