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  • Desde Ayamonte hasta Faro

    ¿En qué piensa un copiloto durante una carrera?, ¿en qué piensa durante los tramos, en los enlaces, en los tiempos aparentemente muertos?, ¿se distrae?, ¿cuánto y cuándo?, ¿en qué pensaba yo el miércoles 2 de Abril de 2008 mientras hacía en casa un equipaje tirando a raro, que incluía lo necesario para trabajar un día en un Concesionario de coches en Bilbao, cruzar la Península con rumbo sur en dos vuelos, y correr a continuación un raid durante tres días en el Algarve?

    Cuando antes del amanecer del primero de esos días locos me falló el taxi que debía llevarme al aeropuerto de Barajas, pensé en cómo llegar a tiempo a Bilbao y no perder el primero de los tres aviones del día. Cuando el comandante dijo que no podíamos aterrizar en Bilbao por el mal tiempo y que nos dejaba en Vitoria, pensé otra vez en cómo llegar a Bilbao. Cuando esa medianoche mi piloto (el de las carreras, no el del avión), me recogió en el aeropuerto de Sevilla con el Land Cruiser de carreras y me subí a él con traje, corbata y maletín para el ordenador portátil, preferí no pensar en lo que pudieran pensar quienes me vieran de esa guisa. Y de madrugada, al llegar al hotel, mientras colgaba el traje y sacaba el mono ignífugo de la bolsa de viaje, pensé en que me acostaba con la programación mental de empleado de multinacional, y debía amanecer con la de copiloto. Con la de carreras.

    Dos días más tarde, esos pensamientos lentos, reflexivos, habían quedado muy atrás, para entrar en la fase ultrarrápida, esa en la que ante un hecho inesperado se analizan posibilidades, se recuerda lo que permite y lo que prohíbe el reglamento, y se actúa. Ya mismo.

    Desde que se termina de recorrer un tramo cronometrado hasta que se entra en el parque cerrado, hay un tiempo fijo, y no se puede entrar en el parque ni antes ni después. Lo habitual es circular respetando las normas de tráfico para llegar con algo de tiempo a la entrada del parque, y dedicar esos instantes (¿dos, tres minutos?) a echar un vistazo al coche. Sin olvidar lo que dice el reglamento al respecto: cualquier intervención sobre el vehículo se hará por el piloto y el copiloto y con las herramientas y repuestos que lleven a bordo. La ayuda externa, humana o material, supone la descalificación.

    Como al detenernos a unos metros de la mesa de los comisarios que daban acceso al parque cerrado vimos el depósito de gas del amortiguador delantero izquierdo colgando, pensamos poco y actuamos deprisa: mi piloto (que no era mal mecánico) se tiró debajo el coche, y yo le pasaba bridas, alambres y lo que encontraba dentro del coche mientras no perdía de vista el crono y repetía: “Quique, un minuto y medio”. Y luego: “¡Quique, un minuto quince, date prisa que palmamos!”

    Entramos a falta de 45 segundos para penalizar, y comencé a pensar en el tramo siguiente, un recorrido que englobaba la tradicional segunda etapa del Dakar cuando partía de Lisboa. El rutómetro asustaba con 269 kilómetros de tramo repartidos en ¡923 viñetas!, un tiempo máximo de cinco horas y veinte minutos, y gestos de preocupación de los veteranos cuando les preguntaba por la profundidad de los barrancos.

    De nuevo tiempo para pensar, mucho tiempo. En las zonas lentas y en bajada, o en las pistas de ladera, se calentaban los frenos y los amortiguadores, y entonces el coche no se paraba y se volvía rebotón e inestable. Entonces repasaba el rutómetro y veía que, al llegar al fondo de los valles, más frescos y más lisos, todo recuperaría su temperatura de servicio, y subiríamos el ritmo. Los barrancos, efectivamente, daban miedo; cada cierto tiempo veíamos rivales averiados o accidentados, y pensaba obsesivamente en contener el ritmo, en asegurarnos el llegar a meta.
    Las horas de tramo pasaban, encerrado en el mínimo espacio compartido con Quique, los extintores, el Terratrip, las notas …, y sin detenernos. El cuerpo encajado en el bacquet, más el arnés de cuatro apoyos, el casco y el Hans, más los baches y los saltos, me comprimían, y cuando solo llevaba unos cientos de viñetas del rutómetro, comencé a tener ganas de parar. Muchas viñetas después tenía muchas ganas de parar. Lo curioso es que el cuerpo pasa a una especie de función de emergencia, y las ganas se convierten en dolor, allá en el bajo vientre, pero no me podía comprimir para mitigar el dolor por culpa del bacquet y los arneses que, precisamente ellos, eran los que me producían el dolor por no parar.

    Necesitamos cinco horas y veinticuatro minutos para llegar a meta, y aunque tenía el cuerpo hecho un cuatro rígido, me tiré casi en marcha a la vista de los comisarios para esconderme tras las jaras y los piornos florecidos y evacuar el dolor. Pensé: “¡Qué alivio!”
    El último día pensaba en eso, en que era el último y estábamos acabando, en que después de la paliza del día anterior quedábamos pocos en carrera, y estábamos 37º en la general y séptimos entre los coches de serie. También en que, en el escaso tiempo de la asistencia, como no llevábamos mecánico, solo habíamos reparado el soporte roto de la batería y limpiado los cristales polvorientos. En el enlace camino de esa última especial, de 84 km, que se corría en la orilla española del Guadiana, entre Ayamonte, Lepe y Cartaya, notamos cómo se movía el coche al pasar por baches longitudinales, como si tomara sus propias decisiones. Podían ser los neumáticos ya agotados, y uno de ellos dañado con cortes por el vuelco de la Baja España del año anterior; podían ser los amortiguadores desfallecidos; podían ser mil cosas. Antes de entrar en el tramo repasamos el coche y no vimos nada.
    Ya en carrera, con el Guadiana cerca y el puente internacional a la vista, recordaba aquel pasaje de la canción de Carlos Cano que dice “Desde Ayamonte hasta Faro / se oye este fado / por las tabernas”. Y sorprendentemente, durante el tramo, pensé en un programa cultural de televisión, cuando los había, en que coincidieron Carlos Cano y Mario Vargas Llosa, en el que este último le dijo al cantautor el piropo más bonito que he oído nunca: “Daría toda mi obra por haber escrito la letra de María la portuguesa”.

    A unos diez minutos del final de ese último tramo se acabó todo: el comportamiento extraño del coche que habíamos notado a primera hora se debía a que estaban dañados los tornillos de la mangueta; de repente la rueda delantera derecha se arrancó de cuajo, se llevó por delante parte de la aleta y todas nuestras ilusiones.
    No pensaba en nada seis meses más tarde, cuando salí de la oficina (aparcamiento subterráneo de edificio de multinacional, traje y corbata) y me hice, con el piloto automático conectado, el recorrido hasta Marvao, en Portugal. Mi piloto me esperaba en el hotelito rural en el que nos alojábamos, leyendo el ABC, y nos saludamos como si fuéramos compañeros de trabajo que a la mañana siguiente van a tener una reunión con un cliente importante. Y tanto.

    Nos esperaba la Baja Portalegre, cuatro días de carrera puntuable para la Copa Internacional FIA de Bajas TT, que la mayoría de los equipos del Dakar tomaban como puesta a punto final, dos meses antes de la salida del raid de los raids. Allí estaban todos los buenos, … y nosotros, con nuestro vetusto Land Cruiser de hacía diez años, con 160.000 km sobre su chasis. La carrera era seria de verdad, con tramos largos, de los de muchas horas cada uno, y zonas en las que nuestro coche alcanzaba puntas de 150 km/h. Ahí pensaba dos cosas: la primera, traída por la lógica: “Si nosotros hacemos 150, ¿qué hacen los buenos?”; y la segunda, por el miedo: “Que no haya que frenar de pronto, porque parar dos toneladas de coche a 150 sobre tierra suelta, …” y ahí se paraba la reflexión, mejor era no cuantificar los metros necesarios para frenar en esas circunstancias.
    Seguí concentrado y poco distraído en los cuatro días de carrera, decidido a resolver las pegas que iban surgiendo: una colección de pinchazos, neumáticos de repuesto que se soltaban, un catarro que me tenía con la voz a medias, un motor con fallos intermitentes de origen desconocido y solución aun más misteriosa, …
    Solo había un factor adicional, allá en el fondo, al que daba vueltas: por una simple cuestión de dignidad, no podíamos quedar los últimos, por buenos que fueran los demás y por veterano que fuera nuestro coche. La víctima propiciatoria escogida para ese puesto era un Land Rover de la edad y estado de nuestro coche, con el que llevábamos tres días discutiendo la honra del penúltimo lugar.

    El cuarto día de carrera éramos nosotros quienes ocupábamos esa digna “no última” posición, y salimos dispuestos a defenderla. En el kilómetro quince la perdimos, al tener que parar para sujetar las ruedas de repuesto, que se habían soltado otra vez. Muchos kilómetros más tarde les cogimos, comprobamos que su motor corría un pelín menos que el nuestro (que ya era decir) y andaban algo sueltos de suspensiones, y finalmente pudimos pasarles.
    A 60 kilómetros del final del tramo nuestro motor volvió a fallar. La temperatura de refrigerante y la presión de aceite eran correctas, no había luces encendidas, ni tirones ni ruidos, pero el motor no estiraba. Con el estómago encogido llegamos al vadeo enorme que había a 43 km. de meta y, por los pelos, conseguimos pasarlo, aunque a punto estuvimos de sufrir el desdoro de quedarnos en el medio del río.
    El motor cada vez corría menos, y dentro del coche nos debatíamos entre arriesgar a seguir (“¿Y si se rompe?, ¿y si es una clavija suelta que no le deja soplar?, ¿y si es un manguito del turbo flojo?, ¿y si es una pérdida de aceite y encima acabamos ardiendo?”) o parar a echar un vistazo (“¿Y si nos pasa el Land Rover?”). A 14 km de meta nos paramos: no solo no vimos nada raro, sino que además ¡el Land Rover nos adelantó!
    Volvimos al coche y, con la cabeza gacha, recordé el proverbio senegalés que me consolaba: “Los errores no anulan el valor del esfuerzo que se ha hecho”. Solo que cuando faltaban cuatro kilómetros para acabar el último tramo del cuarto y último día, vimos al Land Rover parado en un lateral, intentando una reparación de emergencia. De modo que llegamos penúltimos al final del tramo, donde no solo ya no había aficionados, es que los empleados de la televisión portuguesa terminaban de recoger las cámaras porque los de la cola no salen por la tele.
    Me daba igual, porque un rato más tarde recogí en la oficina de carrera una clasificación con el membrete “Copa Internacional FIA de Bajas Todo Terreno” en la que al final, después de los Mitsubishi, los BMW y el resto de los buenos, aparece el Land Cruiser del año 99, el del motor moribundo y los neumáticos de segunda mano, junto a mi nombre.
    Lo último que recuerdo es que me cambié de ropa en una furgoneta y me monté en el coche allí, en el parque cerrado en las afueras de la ciudad de Portalegre. Y el siguiente pensamiento, tras un vacío mental de muchas horas, es en casa, mientras deshacía la maleta y ponía el despertador para ir al día siguiente a la oficina, como si no hubiera pasado nada.


  • Esto no es una despedida

    No puede serlo. Porque una vez que reconozco abiertamente lo mucho que me gustan las carreras, solo me atrevo a decir hasta luego. Y ese luego puede ser la temporada 2011 o la 2023. Como piloto de raids o cualquier otra cosa. Porque cada minuto vivido en las carreras de forma activa ha sido un placer. Aunque ahora aun me puedo quejar de los esfuerzos o las amarguras del año 2010, que también los ha habido, lo positivo los supera por mucho.

    En una secuencia algo capicúa, la temporada acaba como empezó: en Febrero bajé a Almería a recoger el Land Cruiser en medio de un temporal de frío, lluvia y nieve. Y a primeros de Diciembre, bajo el frío y la lluvia, lo he lavado y dejado listo para que se lo lleven a Almería para venderlo. Entre medias los preparativos, las lecciones y las experiencias de seis carreras diferentes entre ellas no solo por su kilometraje, terreno o planteamiento, que también, si no por la evolución de mi punto de vista. Serón fue, más que nada, el impacto del debut, el sumergirse en la realidad de ver una carrera desde detrás del volante. Correr en sí fue más fácil de lo que esperaba; lo difícil fue mantener la concentración tantas horas, el equilibrio entre velocidad y riesgo para acabar, la inquietante sensación de medirme contra el crono, mi coche, los rivales, el exponerme ante el desafío y encontrar la respuesta.

    Si pienso en la Baja Almanzora, lo primero que recuerdo es el peso de mi error al calcular el consumo de combustible. Después asoma el sabor de una carrera larga, dura, bonita, encañonado entre ramblas arenosas, tirándonos por bajadas suicidas y acertando a hacer lo difícil hasta retirarse por un error en lo fácil.

    El inicio de Burgos fue improvisar para sortear fallos de organización interna, y luego cambiar súbitamente de mentalidad: íbamos a una carrera de tramos planos, rectos y ultrarrápidos y encontramos la mayor cantidad de barro que se haya visto, muchas horas sin tracción, sin el coche recto. Temía la dificultad de no saber controlar un Land Cruiser cruzado en una curva rápida, y me choqué con la evidencia de no rodar recto muchas horas. Y al final, la satisfacción de acabar.

    Los primeros cambios del calendario nos dieron vacaciones hasta Melilla, una carrera innecesariamente dura y absurdamente corta, en la que comprobé que sí, que el Land Cruiser trepa por las paredes y a continuación las baja. El barrizal de Jaén no me trae buen recuerdo; cierto que no había mucho que hacer, pero no hay excusa que borre el mal sabor de boca de un vuelco.

    La Montes de Cuenca tuvo muchos errores por parte del organizador, algunos de ellos imperdonables. Pero el que estoy haciendo ahora es un balance subjetivo, y como por eso pesan más las emociones, reconozco que la disfruté y mucho: el paisaje, las muchas horas de conducción, resolver mil incidentes, subir y bajar dos veces el viaducto,… Y con todo organizado para Cádiz, su cancelación fue amarga y frustrante, un quedarse con las ganas espero que no para siempre.

    Como mis objetivos del año se limitaban a sentirlo en primera persona, disfrutar y aprender, el balance final es muy bueno porque lo he conseguido todo. Ya nunca diré que me gustaría ser piloto de raids. Y a eso añado el placer de tratar con personas que me han ayudado de modo sorprendentemente amable. A los del apartado “Muchas gracias” de la columna derecha de este blog quiero añadir a muchos pilotos, copilotos y mecánicos que me han animado, aconsejado y apoyado, algo que un novato agradece de corazón.

    También la experiencia de contarlo aquí ha sido formidable. Quería que las fotos, de Fotosport Marín o mías, mostraran el trabajo oculto fuera de la pista y la sensación de soledad en el monte. Y el texto quería transmitir los sentimientos más que los hechos, las reacciones en lugar de las acciones. Por eso las crónicas de las carreras eran más largas al hablar de miedos y alegrías, de desafíos y frustraciones, de la experiencia de conducción y de la experiencia de los sentidos. Si repaso los más de setenta folios de texto, quizá llegue a la conclusión de que los más intensos y sinceros, a lo mejor por espontáneos, son los que no hablan de carreras, los que no son más que reflexiones: “Maestros, mitos y manías” y “La soledad intermitente”.

    Tras haber escrito sobre las carreras de otros en revistas y en blogs ajenos, he comprobado las ventajas de contar las propias en un blog independiente. Me acordaba de aquella canción que decía “it’s my party and I cry if I want to”, porque escribía cuando me apetecía, sobre lo que creía oportuno y con la longitud del texto que las ganas y la inspiración decidían. Y así he terminado hablando de Kenny Roberts y Dennis Noyes, de Antonio Muñoz Molina y Lorenzo Silva. Y hasta de Cary Grant, “Take it easy” y Quintero, León y Quiroga, que le dieron título.

    En algunos casos, los textos generaban comentarios de quienes los leían, que agradezco calurosamente. Si la reacción de algunas personas de mi entorno ha sido más fría de lo que esperaba, pensaré que me había equivocado en las expectativas. Se recompensa de sobra con los comentarios sorprendentes por inesperados, los reconfortantes por los ánimos o la calidez del texto, la complicidad que destilan otros, y en general por la energía que transmiten todos.

    El planteamiento que el organizador va a dar a las carreras para la próxima temporada tiene un aspecto excelente. No sé si las veré de cerca o de lejos, pero ya no sentiré la frustración de haberme quedado con las ganas.


  • Cocineros y frailes

    La ventaja de haber sido cocinero, fraile, abad y monaguillo, es que puedo opinar sobre todos ellos con cierto conocimiento de causa. Después de dos años de copiloto, en seis carreras como piloto he tenido tratos con diez “copis” para al final tener a cuatro distintos sentados a mi derecha, y por eso me siento capacitado para hablar sobre ellos. Respetando, eso sí, la norma de las carreras que dice que lo que pasa dentro del coche se queda dentro del coche.

    Un copiloto de cualquier especialidad no es un masoquista al que le guste sufrir en el asiento de la derecha. Sí es, al menos en ocasiones, un piloto frustrado que se conforma con un accésit, al estilo de los aspirantes a escritores que se quedan en críticos, pero sin la envidia que los lleva a juzgarlos desde la superioridad. Otras veces el copiloto es quien prefiere dedicarse más a la organización de la acción que a la acción en sí: hay mucho que hacer, coordinar, prever y cronometrar desde antes de las verificaciones hasta después de sacar el coche del parque cerrado el domingo por la tarde. Para ello, el “copi” necesita algo más complicado que ser un valiente pasivo en el asiento de la derecha de un coche de carreras: estar sereno en medio de la tensión, mantener el control sobre lo que sucede y anticiparse a lo que pueda suceder. En una asistencia, por ejemplo, vigila el tiempo que falta para entrar en el control (sea del siguiente tramo o del parque cerrado) y lo que falta por hacer; es, por tanto, un jefe de equipo que irá cantando la cuenta atrás (“¡Quedan tres minutos!”) mientras observa el trabajo de los mecánicos, repasa el rutómetro, come algo y mira de reojo al piloto.

    Otra de las virtudes del copiloto ideal es el dominio de la aritmética bajo presión. El conocimiento de las cuatro reglas se da por hecho, pero si al salir de un tramo a las 11 h 49’ el comisario dice que hay 15’ para el enlace, no se puede dudar en el cálculo: hay que presentarse en el control del siguiente tramo entre las 12 h 04’ 00” y las 12 h 04’ 59”. Igualmente, en cualquier momento en que el piloto le pregunte debe saber cuántos controles de paso tiene el tramo y cuántos quedan en cada momento, cuál es la velocidad media mínima para no penalizar y cuál se lleva.

    Partiendo del hecho de que el copiloto no se debe perder, es obvio que alguna vez sucede. Y si sucede, debe encontrar de nuevo el camino correcto no solo con prontitud, también transmitiendo al piloto la sensación de que está seguro de lo que dice. Es desasosegante para quien se sienta a la izquierda, tras perderse y supuestamente recuperar la ruta, escuchar: “Pues tampoco es por aquí”. Y es que una de las peores preguntas que un piloto puede hacer a su copiloto es “¿Estás seguro?”, porque eso significa que la confianza tiene una fisura. ¿Estás seguro de que es por aquí, de que quedan doce minutos, de que faltan 31 kilómetros, o solo un CP, de que es a las 17 h 31’, de que no nos hemos saltado el control,…?

    Volviendo a lo de perderse, el copiloto debe saber cómo recuperar la ruta, es decir, leer al revés el rutómetro, retornar mentalmente a la última viñeta en que se sentía convencido, y repasar de memoria el recorrido desde ese punto hasta donde se encuentra ahora, diciendo: “Buscamos bifurcación derecha y a 200 metros cruce en T derecha”. Y bajo la tensión de estar perdido y con el crono en marcha, saber que en sentido contrario al de carrera eso significa “dejamos pista por la izquierda y a 200 metros seguimos recto con pista que viene por la derecha”.

    La relación entre piloto y copiloto a veces se hace estrecha, de modo que corren juntos durante años, y nunca lo hacen el uno sin el otro. Solo en los poquísimos casos en que ambos son profesionales y la presión de marcas y patrocinadores exige resultados, el piloto despide y contrata hasta encontrar su pareja ideal. En el resto de los casos la relación es estable y se extiende a lo personal, de modo que si el piloto decide cambiar de especialidad, hacer solo unas carreras o simplemente tomarse un año sabático, el copiloto le sigue o le guarda la ausencia. En todo caso ha de existir una relación de confianza mutua, incluso hasta de complicidad. Estamos hablando de que el piloto no puede dudar si el copiloto le dice que giramos a la derecha y no hay marcado peligro, y lo único que se ve es una curva ciega. Igualmente el copiloto no puede estar permanentemente asustado si quien conduce es propenso a los vuelcos.

    Esta participación esporádica hace que existan copilotos promiscuos, que hacen con un piloto cuatro carreras del Campeonato Madrileño de Rallies de Tierra, tres del Castellano-Manchego de Asfalto con otro y un par de rallies de Regularidad de Clásicos con un tercero.

    Algo de lo que he contado y bastante más me sucedió en la temporada 2010. De entre los seis candidatos a copiloto que no llegaron a subir al Land Cruiser hubo uno que, de modo sibilino, hasta quería ganar dinero, y otro desbordado por la indecisión que dijo que no pero que sí tres o cuatro veces. Dos eran mujeres, y habría sido una experiencia más que interesante correr con una al lado; lástima que a la primera se lo impidiera el trabajo, y a la segunda sus compromisos en otro campeonato. Me quedo con las ganas de saber cómo actúan la sensibilidad y la percepción femeninas en la tensión masculina de las carreras, en la intimidad acelerada del coche. Y de entre los cuatro que sí subieron, hubo uno que sobrevaloraba su habilidad e infravaloraba la palabra; otro sincero, que sabía lo que él valía y respetaba la palabra dada; un tercero que confundió los rallies de asfalto de pueblo con un Nacional de Raids, y un cuarto que se sintió apenado por sus errores esporádicos en lugar de orgulloso de su rápido aprendizaje.

    Y sí, ahora que he probado los dos asientos, me atrevo a responder a la pregunta de cuál de los dos prefiero: el de la derecha, porque una cosa es la ilusión de pilotar y otra la realidad de lo que sé hacer.


  • Un final adelantado

    No había más que dos semanas entre la Montes de Cuenca y la última carrera del año, la I Baja Comarca de La Janda, a disputar en lo más profundo de la provincia de Cádiz, entre Alcalá de los Gazules y Benalup-Casas Viejas. En JRx4 Competición le echaron unas horas al Land Cruiser, porque después de la dureza de la carrera de Cuenca merecía una revisión a fondo. Por mi lado, para darle animación a la carrera más alejada de Madrid, tenía previsto un viaje fuera de España del que regresaba el mismo viernes por la noche. Por ello, lo organizamos de modo que Julio bajaba el Land Cruiser en grúa y recogía a Alvaro en Talavera camino de Cádiz. Y yo enlazaba mi vuelo de regreso a Madrid con otro a Sevilla, y de allí en coche de alquiler a Alcalá de los Gazules. De ese modo, aunque fuera con cara de sueño, estaríamos todos listos para la carrera el sábado a primera hora. Además, con esos horarios apretados que nos preparan a los de la categoría de Históricos, nuestra carrera estaba concentrada el sábado.

    Con todo este plan en marcha, comenzó a llover en la zona el martes previo a la carrera. Y siguió lloviendo el miércoles, el jueves amaneció igual y con previsiones de agua abundante hasta el domingo. Como ya el jueves por la mañana los caminos por los que debíamos pasar estaban impracticables, las autoridades retiraron el permiso para la carrera y el organizador la suspendió. Y de repente los planes del cierre de temporada, las expectativas sobre el final se quedaron en nada más que una frustración tensa. Nuestro Land Cruiser estaba acabado y con mi equipaje dentro, dispuesto a que nos despidiéramos juntos de la competición, a seguir enfrentándonos a lo inesperado. Y sin embargo mi trabajo en ese momento era cancelar vuelos, hoteles, coches de alquiler,…

    Volví de mi viaje con la miel en los labios, y escribo esta entrada pensando que debería haber escrito primero una crónica de carrera, y luego algunas reflexiones y al final una despedida, y me he quedado sin crónica pero no quiero que esto sea una despedida, porque aun me quedan cosas que contar.


  • Se vende

    Esto se acaba y vamos cubriendo etapas: ya hemos llegado a la de poner anuncios para vender a mi querido Land Cruiser 0094 CKF. Me da mucha pena, pero no es más que uno de los pasos previstos desde el inicio: comprarlo, correr, aprender, disfrutar, contarlo y vender el coche. Un par de interesados se han puesto en contacto, y a los dos les he contado con tristeza lo bien que va y lo contento que estoy con él. Casi siento que le traiciono.


  • Miedo, tensión y placer

    No voy a contar lo que sucedió en la tarde del viernes anterior a la carrera para no decepcionar a los que aun piensan que LCA Competición es un equipo bien organizado. Solo diré que el sábado a las ocho de la mañana, entre el frío y la neblina, estábamos listos. O casi.

    El vuelco en el barro de Jaén había dejado sus huellas. Las del Land Cruiser las habían hecho desaparecer en JRx4 con unos días de trabajo intenso, pero me daba miedo que yo le hubiera cogido miedo al barro. Porque el miedo paraliza, y lo que se necesita en una carrera es capacidad de improvisación asociada a valentía, el coraje que le permite al piloto utilizar todos sus recursos.

    Lo que nos esperaba el fin de semana era la 25ª edición, y muy probablemente la última, de la Montes de Cuenca, la prueba más veterana del calendario español. Si estamos de acuerdo en que España es el único país de Europa con un campeonato de raids que merece ese nombre, entre el frío y la niebla del sábado se colaba la sensación de que el telón de las carreras de verdad está cayendo y hay que disfrutar de las que quedan.

    Con ese ánimo salimos a la especial de la tarde del sábado, algo más de diez kilómetros junto a las últimas casas de la ciudad, y por tanto rodeados de gente. Las primeras curvas tenían mucho agarre y pudimos apretar, pero luego había barro intermitente, y uno no podía andarse con alegrías. A la salida de una curva a la izquierda pisamos uno de esos charcos embarrados, y el Land Cruiser sintió la tentación de deslizarse por el talud de la derecha y volcar en el sembrado que había más abajo. Antes de que el miedo al miedo se metiera en el coche, tiré el volante a la derecha, pisé a fondo y volamos, rectos y planos, hasta el sembrado. Una vez que aterrizamos, de nuevo acelerador a fondo para no atascarnos entre los surcos y ¡el coche no corría! Miré al cuadro y vi el testigo de fallo de motor encendido ;no solté el gas, buscamos entre Alvaro y yo la salida del sembrado y el retorno a la pista, cuando el motor se asfixiaba bajé a primera y seguí apretando con todas mis ganas el pie derecho, sin pasar de tres mil vueltas encontramos la manera de volver al recorrido y entonces empezamos a pensar en soluciones: en una especial de 10 Km, pararse e intentar una reparación es inútil, luego solo había solución si el motor volvía a su ser con el viejo truco de parar y volverlo a arrancar. Hicimos dos curvas más en la zona retorcida en la que estábamos, y al encarar una mínima recta apagué el motor, lo volví a arrancar, ¡y corría! ¡Qué delicia ver de nuevo el cuentavueltas llegando a las 4.400 rpm y el manómetro del turbo en 1,4 bar! Disfrutamos mucho lo que quedaba de tramo, y llegamos a meta resoplando aliviados, en séptima posición de los ocho de nuestra categoría.

    Lo del domingo iba a ser más largo y más serio, porque empezábamos con un tramo de 156 Km. y luego teníamos otro de 132. La novedad de la carrera era que pararse en la asistencia era voluntario, la zona de asistencia estaba dentro del primer tramo, y el tiempo de parada contaba; en conclusión, era mejor cuidar el coche y no pararse, y limitarse a revisarlo entre copiloto y piloto en el tiempo del enlace entre los dos tramos. Para compensar, sabíamos que los paisajes, los terrenos y la variedad de pistas son de lo mejor del campeonato, y los íbamos a disfrutar.

    Y de ese modo arrancamos la mañana, con una fantástica trialera en bajada, de tierra dura y erosionada, que encaramos poco después del Km. 6, cuando se estropearon los lavaparabrisas. Muy poco después llegamos a la zona más conocida de la carrera, que se conoce como “el viaducto”, una vaguada de unos veinte metros de profundidad y unos cien de anchura, cruzada por un viaducto por el que pasa la vía del tren. El recorrido para la carrera consiste en descolgarse por una pista que baja, dar unas vueltas abajo y trepar por la subida; como la zona está cerca de la ciudad de Cuenca y el viaducto es un balcón ideal, es el lugar de máxima aglomeración de público. Yo estaba algo preocupado por lo que había oído sobre esta zona, pero Alberto Dorsch me tranquilizó: “Si hiciste lo de Melilla, esto es una broma”, porque para el piloto resulta ser más espectacular que complicada. Por eso cuando llegamos únicamente me impresionó el colorido de los aficionados repartidos por los alrededores, y me limité a tirarme en segunda larga por una cuesta abajo más prolongada y vistosa que difícil. Desde el fondo tampoco la subida parecía gran cosa, y la atacamos con decisión igualmente en segunda larga. Faltaba poco para coronar cuando el maldito testigo de fallo de motor se volvió a encender y, faltos de potencia, nos quedamos parados en plena subida. Por supuesto no había tiempo para pensar en el miedo escénico de Valdano, y sí en como salir del trance: pisar los dos pedales del lado izquierdo, parar y arrancar el motor, y hacer la bajada marcha atrás y casi a ciegas, con Alvaro guiándome con tan poca visibilidad como yo. Se me hizo eterna. Una vez abajo, pensé que si el testigo se encendía al llevar el motor al máximo, lo mejor sería no forzar el motor, por lo que subimos, esta vez sin pegas, en segunda corta. (El episodio, visto desde fuera, no tiene más gracia que la de un coche que no remata una subida y lo vuelve a intentar. Es lo que se ve en el vídeo colgado en You Tube. Prometo que, desde dentro y con el volante en mis manos, las impresiones son muy otras).

    A partir de aquí los paisajes eran tan bonitos como cambiantes, y siento no entender de botánica o de geografía para explicar con propiedad las variedades de vegetación, formas, colores y perfiles por los que pasamos. De hecho, las dos frases que más repetí durante el tramo fueron “¡Qué paisaje más bonito!” y “¡Voy ciego!”, por el maldito barro pegado al parabrisas.

    Una constante del recorrido eran los pasos estrechos en bosques, unas veces de pinos y otras de encinas. Cuando el agarre del piso es uniforme se calcula bien la trazada y no hay peligro de tocar ningún árbol. Pero los charcos inesperados hacen que de repente el coche deslice más de lo previsto. Llevábamos ya muchos kilómetros pasando cerca de los árboles y nos habíamos acostumbrado a su cercanía, por lo que me sorprendió el ruido repentino que oímos, como una explosión dentro del coche. Miré a la derecha y vi cómo estallaba el cristal de la puerta de Alvaro, después de darnos contra un árbol al que no le había gustado que nos acercáramos tanto. Alvaro estaba bien y el coche no se quejaba, de modo que seguimos, con el aire fresco de los montes de Castilla entrando por el hueco de la puerta.

    En otras ocasiones rodamos por llanuras anchas y despejadas, cruzadas por pistas en las que la velocidad del vehículo no depende más que del valor de quien lo conduce. Cuando se encara una de estas rayas de tierra como trazadas por un tiralíneas, de tierra dura cubierta de arenilla deslizante, la sensación es de que todo irá bien mientras el mundo siga siendo recto y plano, pero si hay que girar, frenar o ambos, puede suceder lo mismo que a un colega de categoría, que acabó con tres vueltas de campana. Por eso no me atreví a pasar de cuarta a 120 de marcador, que visto ahora, en frío, es exagerado para carretera de pueblo, t casi demencial para pista de tierra.

    Con la relajación propia de los tramos largos continuamos sin más novedad que pararnos en el Km. 61 para limpiar el parabrisas, una vez que ya estaba harto de no ver la entrada de las curvas a la izquierda, porque el barro se había quedado a vivir en la parte inferior izquierda del cristal. Nos desconcentramos diez kilómetros más allá, cuando llegó al coche por la ventanilla rota el olor de la barbacoa de unos aficionados.

    Paramos en la asistencia solo para limpiar el parabrisas y coger papel de taller, y acabamos el tramo en poco más de 3 h 3’, más contentos que cansados. Tras el enlace por carretera nos quedaba apenas un cuarto de hora para repasar el coche por nosotros mismos, que es el tiempo justo para limpiar cristales, repasar las fijaciones de ruedas de repuesto y gato, repasar los niveles, y hacer en una cuneta lo que se suele hacer en una cuneta después de varias horas metido en un coche.

    El segundo tramo tenía un inicio mucho más lento que el primero; de hecho, en la primera hora solo hicimos 45 Km: zonas de mesetas, casi páramos, con monte bajo y mucha piedra suelta, lista para dañar los bajos y rajar los neumáticos. Poco después comenzamos a dudar en algunos cruces, a encontrar coches perdidos y a perdernos nosotros: rodábamos por zonas en las que los caminos o se entrecruzan o casi no se emplean, por lo que en muchas ocasiones o no se ven o al menos uno duda al tomarlos. En un momento dado, al alcanzar uno de estos páramos, salió por nuestra derecha un Hilux; iniciamos el descenso y nos encontramos, subiendo, un Montero; el Hilux, que venía detrás de nosotros, pensó que el Montero iba bien y se dio la vuelta; Alvaro y yo comenzamos a dudar y decidimos seguirles; en el siguiente cruce ellos siguieron recto y nosotros giramos a la izquierda, y no les volvimos a ver hasta el parque cerrado de Cuenca varias horas más tarde.

    La consecuencia del recorrido lento y duro, junto a los kilómetros de más por culpa de las pérdidas, es un incremento en el consumo de combustible. Cuando se encendió el testigo del cuadro, comencé a hacer cálculos: “se enciende cuando quedan 20 litros, y faltan 50 Km., luego no hay problemas. Salvo que…” Lo malo era, de nuevo el viaducto, que había que pasar en sentido inverso a solo 12 Km. de meta, y temía que si quedaba poco combustible en el depósito, el chupón se pudiera descebar en la bajada o en la subida. Mejor no pensar en las consecuencias.

    Nos concentramos de nuevo en el recorrido para no perdernos, pero fue inútil: estuvimos casi un cuarto de hora dando vueltas en un encinar cercano a una granja sin encontrar la pista buena. Más tiempo, más kilómetros y más gasoil en vano.

    Cuando encontramos el camino desconecté la centralita y pasé de pilotar a conducir como un taxista, sin olvidar que nos quedaban dos controles de paso y que éstos tienen hora límite: si se sobrepasa, no se puede continuar la carrera. De modo que mirábamos a la vez la aguja del depósito, el libro de ruta, el cronómetro y los árboles que seguían pasando cerca, llevando la cuenta atrás al viaducto, cuando un ruido persistente que venía de la rueda delantera derecha nos obligó a pararnos otra vez: el golpe de la mañana, el que había roto el cristal, había dañado la toma elevada. Entre su chimenea exterior y el filtro de aire circula, por dentro de la aleta, un tubo que los comunica; pues bien, el tubo se había terminado rompiendo, se había caído y rozaba con la rueda. Lo desmontamos por un método rápido y eficaz, aunque poco educado: Alvaro empujaba desde el vano motor, yo tiraba desde el paso de rueda, y los dos maldecíamos en voz baja.

    De vuelta al coche, de nuevo a controlar el consumo y el tiempo, y a esperar al viaducto. Cuando llegamos aun quedaba público, pero no les dimos espectáculo: para reducir al mínimo el consumo en la bajada, la hicimos en segunda corta sin centralita y una punta de gas. Con menos calma hicimos la parte de abajo y al llegar al inicio de la subida conecté la centralita, volví a segunda corta, confié en mi buena suerte y contuve la respiración. El motor respondió en esta subida, en otra que venía después, al trepar por la trialera que habíamos bajado al principio, y seguía girando redondo cuando acabamos el tramo.

    Mientras una comisaria de ojos peligrosamente bonitos (como la de la salida de Serón) nos sellaba la cartulina, me quité los guantes y me dí cuenta de que me temblaban las manos por la tensión acumulada. Unos minutos después vimos el triste espectáculo del parque cerrado: de los 38 coches de la salida quedábamos 25, y daban la misma imagen que un hospital de guerra o un regimiento de lisiados. El barro no terminaba de tapar paragolpes hundidos, aletas abolladas, faros colgando, capós desencajados… Al menos, sobrevivir a esta dureza nos había colocado cuartos de la carrera en la categoría, e igualmente cuartos en la provisional del Trofeo de Históricos del Nacional. Con la autoestima que no cabía en el Land Cruiser regresamos a casa pensando en lo bien que nos lo habíamos pasado, en el placer de las carreras largas y duras y en que esto hay que rematarlo adecuadamente en la última carrera, en Cádiz, en el último fin de semana de Noviembre.


  • “Podemos ganar o podemos perder / pero nunca más estaremos aquí”

    La carrera de Jaén comenzó para mí dos semanas antes de su fecha, cuando quedé con unos compañeros de trabajo a dar unas vueltas en un circuito de karts al salir de la oficina. Por supuesto la cita era solo para eso, para dar unas vueltas; por supuesto que se convirtió en un duelo cercano a una cuestión de honor. Desde mi lado, sin dejar la “honrilla”, me centré en evaluar la relación entre tiempos por vuelta y riesgo. En otras palabras, qué tiempos por vuelta salen sin arriesgar, y cuánto más deprisa se va rodando al borde de la pérdida de control. Esto nos conduce a un debate habitual en estas cuestiones: la dificultad de poner en práctica la teoría o eso de “ya sé que la curva de detrás de boxes es de fondo, y me han dicho cómo se hace y he visto a varios hacerla; ahora sólo me falta montarme y hacerlo yo. Y además hacerlo todas las vueltas”. Al que se haya dedicado a las carreras esto le sonará. Pues bien, el paso de entrar a correr riesgos supuso una mejora de tiempos de entre el 2 y el 4%. De vuelta a casa me senté frente al ordenador, abrí una hoja de Excel, y metí los tiempos de todos los participantes en mi categoría de todos los tramos de las cuatro carreras que había habido hasta el momento. Por último, simulé lo que habría pasado de haber rebajado mis tiempos entre un 2 y un 4%. La conclusión es que no tendría ni un punto más en el campeonato.

    El segundo paso previo a la carrera fue asustarme al ver el pronóstico del tiempo para la zona: agua, agua y más agua. Estaba claro que no iba a haber polvo, pero el peligro de una carrera como la de Burgos no me hacía ninguna gracia. Por otro lado, si había logrado acabar en el barro de Burgos, ¿por qué no iba a hacer lo mismo en el de Jaén?

    Y el tercero paso tuvo lugar al ver la lista de inscritos: diez en Históricos (más que nunca), varios debutantes, y no figuraba el piloto que iba cuarto en la provisional. Yendo quinto a solo 10 puntos de él, estaba claro que el objetivo era terminar a toda costa para avanzar un puesto.

    Tras la dureza del raid de Melilla, en JRx4 Competición le dedicaron unas horas al Land Cruiser: se repararon tres amortiguadores y se fijaron los dos paragolpes; hubo sesión de refuerzos en los apoyos del capó; más un trapecio nuevo, con sus soportes para el segundo amortiguador, y al final se montó la caja de dirección que un alma caritativa donó hace unos meses.

    Con todo eso salimos de viaje camino de Santisteban del Condado en medio del atasco del puente de Todos los Santos, con el KDJ 95 desenvolviéndose con soltura entre camiones y domingueros. Hasta que, a unos ochenta kilómetros de Madrid comenzó a perder potencia, de modo que aun con centralita, la velocidad máxima no pasaba de 110 Km/h. Los indicadores de a bordo no decían nada extraño, y no se habían encendido en el cuadro las luces que delatarían un fallo electrónico. Solo había una pista: el manómetro de presión del turbo no pasaba de 0,3 bar, cuando el tope es 0,7 sin centralita y casi 1,4 con ella. Nos paramos en uno de esos mesones desamparados que escoltan las carreteras de la zona, y nos pusimos a buscar una pérdida de presión en el circuito de admisión. Sin los ruidos mecánicos asociados a una rotura mecánica, sospechaba que se perdía presión de soplado por algún punto. Después de unos minutos de búsqueda vana, acompañada por pensamientos lúgubres del modelo “con esta potencia y un piloto de mi nivel, lo mejor es darse la vuelta”, encontramos el fallo: una fisura en el tubo de vacío que lleva señal al sensor de presión. Como siempre viajo con la Victorinox y la Leatherman fue fácil despejar la zona y desmontar el tubo en cuestión. Y si yo siempre viajo con las herramientas multiuso, Alvaro, como buen sanitario, lleva el botiquín del que sacamos el esparadrapo con el que reparamos la avería.

    Bastante más contentos volvimos a la carretera, para ponernos muy serios a la mañana siguiente: cielo gris plomizo, frío antipático y amenaza de lluvia torrencial sobre un suelo arcilloso. Cuando salimos a la especial llevaba dos horas lloviendo y nos dedicamos a esquivar olivos que pasaban peligrosamente cerca, mientras comprobaba que el suelo unas veces agarraba poco y otras nada. Poco contentos recogimos la clasificación, en la que estábamos 42º de los 45 que habíamos acabado, décimos de diez en Históricos, y rigurosamente últimos de los que no habían ni roto ni volcado.

    Y a la mañana siguiente fue peor: no había parado de llover desde el día anterior, y la organización aplazó la salida para comprobar el estado de los casi setenta kilómetros de tramo que habían preparado. Ya eran las nueve cuando nos convocaron: un vadeo peligroso obligaba a dejar el recorrido a la mitad en la primera pasada. ¿Y luego? Pues según avanzaran la mañana, la lluvia y el barro, se decidiría cómo continuar (o si suspender) la carrera. De modo que salimos en convoy neutralizado hasta el nuevo inicio de carrera, y al llegar al punto de partida los que salíamos de los últimos paramos los motores durante la más de media hora que esperamos para salir. Vale la pena ahora describir ese rato y empezamos por el escenario: valle entre cerros cubiertos de olivos, tierra arcillosa convertida en barro y el río que no se podía vadear deslizándose travieso por allí cerca, como orgulloso de habernos estropeado la carrera; cielo color panza de bombardero y nubes apretadas amenazando con más agua. Ahora los actores: pilotos y copilotos bromeando para conjurar los miedos o prefiriendo hablar de otra cosa; algún lugareño haciendo comentarios sobre la cosecha de la aceituna o, ya sobre el atril, respecto a las carreras; y un par de guardias civiles (de los de antes, con jersey verde, tripa y experiencia) mostrando con humildad su conocimiento sobre la zona.

    A la hora de la verdad, el tramo no nos dejó aburrirnos: tras solo cuatro kilómetros fallaron los lavaparabrisas y empezamos a ver poco; los seis primeros kilómetros estaban muy rotos y rodé despacio, para luego subir el ritmo al encontrar pistas algo más rápidas, aunque nunca por encima de 80 Km/h. Nos perdimos en unos de esos olivares infinitos con los árboles dispuestos en cuadrícula perfecta, al seguir las huellas de un coche que se había confundido antes. En la reunión previa a la carrera nos habían advertido del peligro: “Entre los olivos nos se ve nada, no encontraréis la salida; es como perderse en el desierto”. Me permito un matiz, porque en el desierto se ve todo (un mar de dunas, una planicie infinita) pero no hay referencias que orienten; en un olivar no se ve nada, los árboles ocultan cualquier referencia posible, todas las filas de olivos son iguales, todos los cruces son calcados. Guiándonos por la orientación (“desde la última vez que estábamos seguros hemos ido cuesta abajo; luego tenemos que subir”) tiramos cerro arriba, con las ruedas embozadas en barro casi sin agarre, cuando vimos pasar un coche a unos 200 metros. ¡Habíamos encontrado la salida!

    Poco después arreció la lluvia, lo que era una excelente noticia porque limpiaba el parabrisas embarrado. Algo más tarde llegamos a una curva de 90º a la izquierda, en las cercanías de un pueblo, con entrada en plano y giro brusco hacia un barbecho con talud a la izquierda y desnivel fuerte a la derecha. Por la cantidad, variedad y profundidad de las rodadas en seguida vimos que aquello estaba muy feo: las huellas de los que habían pasado antes habían dejado un abanico de casi 90º. Entramos en segunda y abrí a fondo para que los caballos evitaran que nos quedáramos empanzados. El coche avanzaba de lado, con las ruedas arañando la arcilla para sacarnos, y con contravolante al lado derecho. Cuando las ruedas delanteras encontraron algo de agarre, la izquierda se subió al talud y de repente, despacito, como a cámara lenta, volcamos y nos quedamos acostados sobre el lado derecho. De inmediato paré el motor y quité el contacto para evitar males mayores. Alvaro y yo estábamos bien, y como había gente en la curva anterior preferimos esperar sin movernos, porque de lado en una ladera es difícil salir solo del coche.

    Como tenía claro que había hecho todo lo que sé hacer pero no había sido suficiente, y que si estaba en un coche volcado cerca de un pueblo cuyo nombre desconocía era por un error mío y también porque me había atrevido a correr, lo que más me hubiera gustado en ese momento era desaparecer. Vale, había sido culpa mía y asumía el castigo de lavar un coche rebozado en barro, pagar la reparación y quedarme sin puntos en esta carrera. Pero no, el castigo que me esperaba era mayor y más largo.

    Debían ser las 11:15 h cuando volcamos. Por señas los que vinieron a ayudarnos nos preguntaron si estábamos bien, y a gritos nos dijeron que traían un tractor. Mientras, Alvaro y yo acordamos que si no se perdía mucho aceite al estar volcados, al volver a la posición echábamos un vistazo al coche y retornábamos a la carrera. Oíamos conversaciones y ruidos metálicos, y cuando el motor del tractor aceleró el coche volvió a estar vertical. Pero la rueda delantera derecha había desllantado, y todo el aceite del motor se había salido, por lo que el tractor nos sacó marcha atrás, en medio de un montón de lugareños que contemplaban el espectáculo a domicilio y a los que apenas veíamos, porque el retrovisor derecho había desaparecido, el parabrisas estaba empañado, y además maniobraba marcha atrás y cuesta abajo, arrastrado por un tractor, sin dirección asistida ni servofreno. Cuando por fin paramos y salimos del Land Cruiser nos rodeó un silencio entre expectante y respetuoso, entre “están locos estos romanos” e “hijo, qué necesidad”. Tras un vistazo al coche vimos que no quedaba más que retirarse, y llamé a la asistencia. Y después de revisar el coche y poner el aceite del motor a nivel, descubrimos que el circuito no cogía presión, y que lo más juicioso era que volviese a Madrid en grúa. Bajo una lluvia densa y pesada, dejamos al Land Cruiser en la grúa y llegamos, calados, al único sitio de Venta de los Santos (ya nos habíamos enterado de que se llamaba así el pueblo en cuestión) en que nos podían dar de comer. En lo que la compañía de asistencia en carretera organizó nuestro retorno vimos el final de la carrera de Moto GP de Estoril, comimos, vibramos con Marc Márquez en la de 125 cc y tomamos café. Cuatro horas después de volcar nos recogió un taxi, y una más tarde nos subimos a un tren en la fantasmagórica estación de Vilches, con sus carteles del kilómetro 295,566 de alguna línea ferroviaria.

    Las tres horas largas de tren dieron para tomar estas notas y recordar una de esas canciones que son tratados de filosofía de las que hablé hace varias entradas. Me daba vueltas por la cabeza una estrofa de ese himno al optimismo, a la asertividad y al atrevimiento en las decisiones que es “Take it easy”, la joya que escribieron Jackson Browne y Glenn Frey hace casi cuarenta años. La estrofa, en traducción adaptada al estado de ánimo en un tren después de volcar dice: “Podemos perder o podemos ganar / pero nunca más estaremos aquí / Así que decídete, ponte a ello / y tómatelo con calma.” Cuando llegué a casa doce horas después de pasar un rato colgado como un murciélago dentro del Land Cruiser, tenía claro que habíamos perdido en Jaén por haber estado allí, y que nos pondríamos de nuevo a ello en Cuenca.


  • La soledad intermitente

    Llevaba un tiempo buscando las palabras que sirvieran de etiqueta a un sentimiento que suelo tener en las carreras. Es la sensación que me produce el salir al tramo cronometrado en una zona con muchos espectadores, comisarios y hasta cámaras de televisión, y estar al poco solo en medio del campo. Tras un tiempo indefinido y de cuando en cuando, uno se encuentra a alguien, al pasar cerca de un pueblo o cruzar una carretera, y unos instantes después vuelve a estar solo en unos cerros en la Sierra de Filabres, en el fondo de una rambla en Almería o en una estepa de Burgos. Al encontrar las palabras de la etiqueta, la soledad intermitente, me he dado cuenta de que parece el título de una novela de Lorenzo Silva. Motivo de sobra para dejarlo así.

    Puedo situar con precisión de lugar, día y hora la primera vez que tuve ese sentimiento, gracias a que a mi memoria la complementa la documentación que guardo en papel y en disco duro. Fue exactamente a primera hora de la mañana del sábado 7 de Enero de 2006, en un lugar de Mauritania llamado Amatil, a 34 Km. de Atar. Es decir, horriblemente lejos de cualquier parte. Hacía mucho frío, un frío seco y crudo. Era el lugar de salida de la etapa del día del Dakar de aquel año, que había arrancado con el enlace desde el campamento de Atar y terminaba en Nouakchott. El lugar en cuestión era una llanura pedregosa cercana a la carretera, en la que los pilotos esperaban turno antes de iniciar el tramo. En la línea de salida se encontraban los comisarios, y a su alrededor algunos periodistas y curiosos. Al estar cerca de Atar, que tiene algo parecido a un aeropuerto, y que hasta puede recibir vuelos del extranjero, el número tanto de periodistas como de curiosos era muy superior a lo habitual en una etapa mauritana del Dakar. Digamos que en la llanura estaríamos cincuenta vehículos y a razón de tres personas en cada uno, casi todos colocados por detrás de la línea de salida. Por delante de ésta, un par de fotógrafos y luego nada. Escribo “nada” con la rotundidad que esa palabra tiene en Mauritania, una nada ancha y profunda, intensa, inquietante, un exponerse a una naturaleza áspera y desabrida, como sin terminar. Hacia ese vacío, esa soledad, se lanzaban los pilotos tras tomar la salida, dejando atrás la relativa muchedumbre de la llanura pedregosa. Me ponía en su lugar e imaginaba la sensación de pilotos y copilotos al precipitarse a ese hueco deshabitado.

    Cuando un año más tarde debuté como copiloto en raids, interioricé la sensación y la viví de primera mano. Los enlaces se suelen hacer por carretera abierta al público, y por ello con coches en los que hay personas. Se cruzan pueblos, se reciben saludos y, al llegar a la salida del tramo, hay hasta conversación, por breve que sea, con los comisarios. Vale, el asunto no suele llegar más allá de unos saludos educados y deseos de buena suerte, pero al menos es un diálogo con personas, mientras algunos lugareños miran expectantes. Unos segundos después, al zambullirse en el tramo, arranca una soledad que durará hasta que se pase cerca de un pueblo o una carretera, se llegue a un control de paso o simplemente se alcance el final del tramo.

    En las carreras portuguesas, con afición abundante y tramos de varias horas, esta soledad que va y viene es especialmente evidente. En el Transibérico Vodafone de 2007 estábamos haciendo la última especial del sábado y rodábamos solos hacía rato por un bosque. Nos acercábamos a un cruce de caminos en el que desde lejos vi a un comisario que debía llevar allí muchas horas, simplemente viendo pasar coches y anotando dorsales. El estaba en su trabajo y nos veía venir, yo estaba al mío (“A 200 metros, en el cruce, giramos a la derecha”) y le imaginaba en su aburrimiento. Unos segundos después había salido del tedio y corría hacia nuestro coche volcado para ayudarnos: “¿Estáis bien? ¿Os ayudo a salir? ¿Necesitáis una ambulancia?”. Solo hizo falta un tirón con la eslinga para poner nuestro coche sobre las ruedas, comprobar que más o menos podíamos acabar el tramo y dar las gracias, para que él y nosotros volviéramos a nuestra soledad intermitente.

    Una versión distinta de esta sensación la viví en mi época de las motos en los circuitos, y era especialmente intensa en el Mundial. La carrera, desde el punto de vista del trabajo y la organización, se inicia como función de equipo mucho antes de esas once de la mañana del domingo en que salen los de 125. Hay días de trabajo en la nave, en las tandas de entrenamientos libres y oficiales del viernes y el sábado, y además en el breve libre del domingo. Todos ellos suponen el esfuerzo de varias personas, entre ellas por supuesto el piloto. Pero cuando el comisario hacía la señal de abandonar la parrilla y me tocaba dejar allí al piloto (“¡Suerte, Jorge!”), sentía que mis posibilidades de colaborar habían acabado, que desde ese momento ya no podíamos hacer nada por él, que se quedaba solo frente a la carrera.

    Ahora como piloto vivo la misma escena desde el otro lado y con un decorado algo diferente. Cuando el copiloto dice que ha llegado la hora de dejar la asistencia y dirigirse al enlace, nos despedimos de Julio y Walter. Al cerrar la puerta del Land Cruiser, sé que allí dentro me espera la soledad intermitente.


  • La obsesión por terminar

    Aunque la Baja Africa sea la carrera con menos kilómetros del calendario supone el viaje más largo y más pesado: tres días y una hora nos llevó a nosotros, desde que salimos del taller de JRx4 Competición el viernes a las doce del mediodía hasta que volvimos, cansados y satisfechos, el lunes a la una.

    El viaje de ida, conocida la incomodidad del Land Cruiser por carretera, lo hicimos de tres tirones: cuando llevábamos unos 200 Km. estábamos en algún lugar de La Mancha de cuyo nombre no me enteré y paramos a comer. Doscientos kilómetros más tarde no aguantábamos más y nos bajamos a estirar las piernas. Y del siguiente empujón llegamos al puerto de Almería, con tiempo de charlar con otros equipos que ya estaban allí, cenar algo y echar una cabezada (Sí, se puede echar una cabezada en un coche de carreras. Todo consiste en pensar que a uno le espera un fin de semana duro e intenso, y que en el barco se va a dormir poco y mal).

    Como a todo buen viajero, me encanta la sensación de meter el vehículo en un barco, porque supone que se va a saltar la barrera del agua y al atracar se estará al otro lado. Pero como había decidido pasar el fin de semana con el programa de ahorro de energía permanentemente conectado dejé lo poético, y cuando aun no habíamos zarpado de Almería ya estaba durmiendo en el camarote. Ese sueño más la cabezada del coche sumaron del orden de siete horas, suficientes para atracar en Melilla a las siete y media de la mañana del sábado lleno de energía.

    Nada más desembarcar, visita a una gasolinera (¡el diesel estaba a 0,91 €/litro!), verificaciones administrativas, verificaciones técnicas y reunión previa a la carrera. En ese momento nos recordaron que Melilla es peculiar y su carrera más, y que por diversas dificultades la especial tendría 11,3 Km. de recorrido y el tramo solo 26. Considerando que en la categoría de Históricos le dábamos dos vueltas al tramo, acabábamos de hacer un viaje de más de 600 Km. de carretera y casi ocho horas de barco para competir en solo 63 Km. Y nos faltaba volver.

    Eso sí, los comentarios dejaban claro que el recorrido era un verdadero “rompecoches”, que se confirmó con algo oído por ahí: los cinco últimos kilómetros de la especial, que son los primeros cinco del tramo, están en la pista de pruebas de carros de combate que hay frente al cuartel de la Legión. En Melilla. Pocas bromas.

    Al llegar a la especial se acabaron las sonrisas: terreno pétreo, con polvo denso arrastrado por un viento desapacible, poco agarre en un recorrido artificioso y forzado, todo él marcado con cintas. Y sobre todo, agujeros y socavones del tamaño de los carros de combate que pasan por la zona. Terminamos la especial algo asustados, sextos de siete inscritos en nuestra categoría, y por delante de los tres que ya se habían retirado: dos averías y un vuelco con evacuación en ambulancia.

    Alvaro Ortega, mi nuevo copiloto, debutaba en raids y estaba a cuadros: su mucha experiencia en los rallies de asfalto, tierra y regularidad le decía que esto no tiene nada que ver: son tramos de velocidad pero secretos; las viñetas solo marcan desvíos y peligros, ni agujeros, ni curvas; y encima hay que estar atento a los trips y al crono.

    En la asistencia vimos un amortiguador de la rueda trasera izquierda reventado sin reparación posible y, como faltaban dos horas hasta salir a la especial, nos fuimos a la habitación del hotel a echarnos la siesta.

    A media tarde salimos a dar la primera pasada al tramo de 26 Km. y entendimos eso que nos habían dicho por la mañana de que la carrera de Melilla es peculiar. Como prácticamente no hay sitio en la ciudad para un raid, nos metieron por cualquier parte: rodeamos polígonos industriales, cruzamos vertederos y escombreras, y recorrimos parte de la valla que nos separa de Marruecos. El recorrido (insisto, solo 26 Km.) se hizo largo, complicado, retorcido; mezclaba asfalto, cemento, pedregales, polvaredas, todo ello con un sinnúmero de agujeros y socavones entre medias. Y quedaba lo peor.

    El rutómetro decía que en el Km. 23 empezaban las trialeras. La primera era una doble subida a unos 60º de unos cuatro metros de altura cada sección, y tras un tramo llano una bajada a 45º de unos quince metros de desnivel. Como ya veníamos calientes, es decir, a ritmo de carrera, lo hicimos sin pensarlo. Tras alguna que otra sorpresa de menor entidad, llegamos a una subida descarnada, de unos veinte metros de altura a 60º con escalones intermedios.

    Cuando se está concentrado, por ejemplo en competición, el cerebro humano aumenta su rendimiento, tanto en capacidad y rapidez como en memorización. Gracias a este segundo punto, recuerdo que al llegar frente a la subida me surgieron cuatro ideas de modo consecutivo:

    a)    Un coche no puede subir por ahí.

    b)    Y si lo conduzco yo menos.

    c)     Pero si la han puesto en la carrera es que se puede subir

    d)    Y si yo estoy corriendo me toca lanzarme.

    En ese instante ya había metido la primera y, con el motor en el corte de inyección, las ruedas saltando entre los escalones y el estómago francamente encogido, coronamos la subida. Solo nos quedaba una última trialera, algo más corta, pero camuflada tras una curva ciega en una ladera.

    Finalmente hicimos el enlace hasta la asistencia resoplando aliviados, y reconozco que el único disfrute del tramo fue haber acabado; entre sustos y agujeros no me lo había pasado nada bien. De hecho, fueron solo 37’ 35” con poco más de 20º C de temperatura ambiente y acabé con la ropa ignífuga empapada en sudor.

    Los escasos veinte minutos de la asistencia sirvieron para reparar algunos puntos y, sobre todo, preparar una larga lista de daños: otro amortiguador, esta vez en la rueda delantera derecha estaba reventado, y el trapecio inferior de la rueda delantera izquierda tenía una fisura. Es decir, de las cuatro ruedas solo una estaba ilesa. Además, los soportes de las puntas derechas de los dos paragolpes se habían roto, y el capó motor hubo que fijarlo con cinta americana. Al menos Alvaro ya se iba haciendo a las novedades, y hasta sobreponiéndose a algún error del rutómetro.

    Salimos a la segunda y última pasada al tramo más relajados, obsesionados por terminar en un terreno que se iba deteriorando más por el paso de los coches. De modo que pilotaba algo más despacio, Alvaro iba más centrado, tirábamos en las zonas fáciles y cuidábamos el cLand Cruiser en las difíciles.

    En ocasiones se dice que el coche cruje, gruñe, se queja, y en realidad no son metáforas. Un coche en definitiva es una estructura formada por piezas unidas entre sí mediante soldaduras, tornillos, remaches, pasadores y apoyos de goma. Las aceleraciones y las frenadas, la fuerza centrífuga de las curvas o las irregularidades del terreno generan cargas sobre esa estructura. Estas cargas provocan pequeñas deformaciones; si la carrocería se deforma por torsión, al retorcerse se puede oír el roce de una moldura de plástico presionada por la chapa desplazada; si hay un tope de suspensión, se oyen los trapecios golpeando contra los topes de goma; si las ruedas saltan por entre los baches tocando el suelo esporádicamente, los chillidos del neumático al tomar contacto con el suelo recuerdan las sobrecargas en la transmisión. También en la mecánica hay consecuencias: las torsiones creadas en el motor y la cadena cinemática cuando casi 200 CV pugnan por subir una pendiente en mal estado generan unas deformaciones por el principio de acción y reacción. Esas deformaciones en la carcasa de la caja de cambios pueden influir en el delicado mecanismo interno del selector, de modo que se salte la marcha y aparezca un falso punto muerto en plena trialera. Eso fue lo que nos pasó.

    De modo que estábamos a unos 60º de inclinación, en medio de los agujeros, con 15 metros de caída por detrás, el motor girando en vacío y el Land Cruiser comenzando a bajar marcha atrás. Mi primera reacción fue, claro, inconsciente: pisar los dos pedales del lado izquierdo, meter marcha atrás, manotear en el volante para enderezar la carrocería, soltar los pedales y dejarlo bajar despacio. En más de una ocasión pensé que bajábamos rodando, pero al final llegamos al pie de la trialera con las cuatro ruedas en el suelo. Una vez allí, el tiempo justo para decir “¡Uff!”, primera a fondo, la mano izquierda agarrada con fuerza al volante y la derecha sujetando la palanca de cambio para que no se volviera a saltar la primera. Llegamos arriba por los pelos, con el morro asomándose por encima de la cuesta y los Cooper gruñendo sobre la tierra reseca mientras el motor daba las últimas bocanadas antes de calarse. Pero llegamos.

    Nos quedaba la trialera final, más corta y más irregular que la anterior, por lo que me eran imprescindibles las dos manos sobre el volante, de modo que me tocó delegar: “Alvaro, ahora sujeta tú la palanca con la mano izquierda, que estamos llegando”. Medio kilómetro más allá estaba el cronometraje de final de tramo, y unos metros más adelante los suspiros de alivio mientras el comisario nos sellaba el cartón.

    Habíamos acabado la carrera (van tres de cuatro) y los puntos nos colocan quintos en la provisional de la categoría no lejos de los cuartos. De modo que después de dejar el coche en el parque cerrado, nos dimos una buena ducha seguida de una mejor cena con unos cuantos compañeros de las carreras.

    Pudimos dedicar parte de la mañana del domingo a ver algunos coches de las otras categorías hacer el tramo de la pista de pruebas, sí, justo frente al cuartel de la Legión, y de inmediato bajamos al puerto a coger el barco de las dos. Tras comer y disfrutar de la siesta a bordo, atracamos en Almería ya anochecido y condujimos un rato para llegar a dormir más acá de Granada. A la mañana siguiente alcanzamos Madrid y dejamos el Land Cruiser en JRx4 Competición con una lista de trabajos demasiado larga.

    Como el calendario ha vuelto a cambiar (y no será la última vez) parece que tendremos unas cuatro semanas entre Melilla y Jaén para repasar el coche y prepararnos nosotros. Será una carrera más larga y más natural, a la que iremos con un triple objetivo: divertirnos, acabar y ganar otro puesto en la general.


  • Salimos en los papeles

    El número de Octubre de la revista Fórmula Todo Terreno publica la prueba de nuestro Toyota Land Cruiser. ¡Qué alegría! Para cualquiera que la lea, parecemos lo que no somos: un equipo con infraestructura, experiencia y medios que desarrolla un plan ambicioso.
    Como el objetivo de este blog es contar las interioridades y las emociones de una temporada de carreras, toca hablar de cómo se hace una de estas pruebas. Que es mucho más sencillo de lo que parece.
    Quedamos para la sesión de fotos en un lugar precioso cuya ubicación no puedo revelar, ya que aun está a salvo de talibanes del CO2 (también llamados ecologistas) y del Seprona, pero que era muy conocido por el probador de la revista. Un terreno ideal para las fotos, con pistas rápidas y duras con poco agarre, pinares con fondo de arena y algún desnivel fotogénico.
    Una sesión de fotos consiste en hacer el recorrido de unos 300 metros que indica el fotógrafo, dar media vuelta y repetirlo en sentido contrario. Luego otra media vuelta y repetirlo. Y otra y otra vez. En cada pasada el fotógrafo está en un sitio diferente, para obtener fotos distintas con fondos distintos, y lo más importante es no mirarle nunca, porque entonces la foto queda fea. Se repiten las pasadas hasta que en una de ellas uno se encuentra al fotógrafo haciendo señas y al parar le dice: “Aquí ya tengo algunas buenas. Vamos a otro sitio”.
    El dar muchas pasadas a los mismos 300 metros puede resultar aburrido salvo que se contemple como un entrenamiento, que es lo que hice. Unas veces estiraba la segunda y otras cambiaba a tercera, unas pasadas las hacía con el diferencial central suelto y otras bloqueado,… Y así todas las combinaciones que se me ocurrieron. Aprendí dos cosas útiles: una, que al salir de curvas lentas no vale la pena llevar la primera hasta la zona roja, sino que es más rápido cambiar antes a segunda (más o menos lo que hacía “Rocket” Ron Haslam con las 500 de GP). La segunda es que en terreno arenoso con el diferencial central bloqueado el coche es angustiosamente subvirador, y me tocó ver algunos pinos demasiado cerca hasta convencerme. Esta prueba me vino muy bien ante los rumores de que la especial de la Baja Africa se iba a disputar en la arena de la playa, y ya sé cómo actuar.
    Aprovechamos también la sesión para grabar algunos vídeos con una sencilla cámara compacta, ya que la revista ofrece un curioso sistema: al acercar un teléfono móvil a determinada zona de la página de la prueba, se descarga automáticamente un vídeo sobre el teléfono. Inserto junto a esta entrada dos de esos vídeos, porque creo que ambos son interesantes y merecen un comentario.
    Vídeo 3El primero está grabado en una de las zonas ya mencionadas, de pinar con fondo de arena, rodando entre 2ª y 3ª con centralita, a un ritmo que sería el 80% del de carrera. Cuando veía vídeos de pilotos de verdad rodados con cámaras a bordo, me admiraba esa velocidad de manoteo, ese permanente movimiento de manos. Al ver este vídeo concluyo que no soy Walter Röhrl, pero que manoteo bastante más de lo que esperaba.
    Vídeo 8El segundo vídeo es sorprendente por lo contrario: parece que voy parado. En realidad estiraba la segunda hasta 4.200 rpm y pasaba a tercera, al llegar al zig-zag que casi no se ve en el vídeo, frenaba y reducía a segunda. La curva a la derecha la tomaba aun con agarre, pero al girar a la izquierda pisaba fuerte y el Land Cruiser salía deslizando. En cuanto estaba recto, tercera a fondo y apretaba los dientes, para pasar a tercera casi de pie sobre el acelerador, con el motor rugiendo, para llegar a unos 80 km/h a la subida de arena, con la sensación de que iba de frente contra la Gran Muralla China. Como ví el vídeo en la pantalla de la cámara nada más grabarlo, no me podía creer la sensación de lentitud que transmite.
    Una vez acabada la sesión de fotos y vídeos, volvimos al pueblo, donde recibí un regalo que los urbanitas de estómago exquisito sabemos apreciar: tomates, pepinos, calabacines, zanahorias, acelgas y una enorme sandía, todos recién cogidos de la huerta. La sandía y las zanahorias encontraron acomodo en la red portacascos de la parte trasera del Land Cruiser; los calabacines, los tomates y los pepinos se situaron entre la parte trasera de los bacquets y el refuerzo del piso. Y el mejor sitio para que las acelgas llegaran enteras a casa era entre el extintor del copiloto y el pedal de los trips. Y así acabó la sesión de pruebas: cociendo acelgas y preparando crema de zanahorias.