Uno de los aspectos más fascinantes del diseño de automóviles es la relación entre forma y función, cómo la primera oculta, disimula, enfatiza o ignora a la segunda.
En los primeros vehículos con motor la función, limitada por el nivel técnico de la época, era primordial por lo que la forma, más cercana a la estética, pasaba a un nivel secundario. Por ello que heredaron directamente características propias de los vehículos de tracción animal: el motor está delante, como los caballos, y el conductor se sitúa detrás de aquel y por encima, como para ver el camino por encima de las ahora inexistentes crines. Es más, el elemento que separa a ambos, que ya no evita que las salpicaduras de los cascos lleguen al pescante, se sigue llamando salpicadero.
A igualdad de potencia, un motor eléctrico es más pequeño que uno térmico, no necesita caja de cambios, y no está condicionado en su ubicación por una transmisión mecánica y rectilínea a las ruedas motrices. Es más, existe la alternativa de situar un motor eléctrico más pequeño en cada buje, lo que de una vez elimina transmisiones y sistemas de control de tracción, al ser una especie de autoblocante y “torque vectoring” a la vez. Entonces, ¿por qué los coches eléctricos siguen teniendo un morro que parece albergar un motor?
También el depósito de combustible tiene sus condicionantes: requiere de un volumen mínimo para obtener la autonomía deseada, si es demasiado plano la bomba se descebará cuando aún quede mucho combustible, y debe ir en una posición baja para no elevar el centro de gravedad. Solo este último punto es común con las baterías de un eléctrico, que pueden ser muy planas, ubicarse bajo el habitáculo o incluso repartirse por el vehículo.
Con todo ello, las últimas limitaciones técnicas serían las obligadas por las normativas, en especial las de protección de peatones y las de impacto, ya que no se entendería que un vehículo “del futuro” no alcanzara las cinco estrellas de EuroNCAP.
Sin embargo, un Nissan Leaf sigue teniendo el perfil de un “hatchback” tradicional, y un Tesla es un sedán ¡con dos maleteros!, igual por fuera que hace un siglo. Si la llegada (o el advenimiento) de los coches autónomos está replanteando los aspectos más básicos del diseño de interiores, ¿por qué los eléctricos no marcan una ruptura con los térmicos? No creo que sea falta de atrevimiento por parte de los diseñadores, y sí insuficiente valentía en sus directivos, más la nefasta influencia de los “focus groups”, esos grupos de clientes potenciales u objetivo que dan su opinión (generalmente iletrada y subjetiva) sobre conceptos, planes y prototipos. Esta práctica no existía en la época de Henry Ford, pero se le aplica perfectamente ese comentario que en realidad nunca hizo tras lanzar el Ford T: “Si hubiera preguntado a los clientes qué quieren, habría terminado fabricando caballos más rápidos”.
En las últimas semanas me he topado con dos artículos que abordan el mismo tema desde perspectivas similares. Aidan Walsh publicó el pasado mes de Junio en www.car design news.com un artículo de opinión titulado “Por qué importa el diseño honesto”. Y en su blog www.auto-didakt.com, Christopher Butt escribió sobre “Post-factual design”. Ambos comentan que, en los últimos años, la exageración en el diseño de automóviles ha pasado de ser excepción explícita a norma. Siempre ha habido coches cuyo interior tenía una imitación de madera que se notaba que era una imitación, o un amago de alerón, totalmente innecesario para las modestas prestaciones del vehículo que lo llevaba. Ahora esas mentiras formales han pasado a ser costumbre.
Los frontales están llenos de falsas entradas de aire que no refrigeran frenos ni radiadores; cada parte posterior de un automóvil actual tiene hasta cuatro salidas poliédricas de escape de mentira, y una pequeñita y redonda de verdad. La aerodinámica es una víctima estelar en este juego: ¿para qué necesita un utilitario urbano faldones delanteros, salidas de aire en las aletas delanteras y posteriores, y extractores de aire traseros como si fuera un coche del DTM? Y para colmo, también tiene un botoncito que permite “programar” un tipo pretencioso de ruido de motor, que se oye por los altavoces del equipo de sonido.
¿Ejemplos directos? Basta con pasear con atención por un aparcamiento para ver las entradas de aire del Honda Civic actual, la ventanilla lateral trasera del MX-5, y el abultamiento del capó de un Ford Fiesta. O el BMW X2, un tracción delantera de cinco puertas para llevar a los niños al colegio, que quiere parecer un TT.
La influencia del aspecto formal en nuestra percepción hace que incluso la madre naturaleza recurra a estas exageraciones: los pavos reales que se despliegan, los rugidos del león o la berrea de los ciervos para impresionar a las hembras son buenos ejemplos naturales. Los humanos aprendimos esto hace tiempo, y lo hemos reflejado, sin ir más lejos, en los uniformes militares: para impresionar al enemigo fingiendo mayor estatura o corpulencia se crearon las gorras de plato o las hombreras, respectivamente.
Sorprende que esta situación aparezca en un momento de cambio e indefinición para el sector del automóvil. El Dieselgate ha generado desconfianza, se asume implícitamente la culpa en la contaminación (de ahí los coches blancos), obviando que esa responsabilidad se debe compartir con otros sectores, y no están claras de cara al futuro cuestiones tan básicas como la propulsión y la posesión de los vehículos, lo que pone en duda la función (y el tamaño, los presupuestos, las plantillas y su propia existencia) de distribuidores nacionales y concesionarios locales.
¿Piensan los diseñadores de automóviles, o quienes aprueban su trabajo, que los clientes son tontos y se creen esas mentiras estéticas, o que no se dan cuenta, que les da igual o, peor aún, que les gustan? Consiguieron en su día, y tiene mérito, que un monovolumen no pareciera una furgoneta con ventanillas, y están logrando que un turismo familiar de cinco puertas y tracción delantera parezca un vehículo de aventuras, pero que un utilitario parezca un coche de carreras está más cerca de la mentira que del mérito.
Los textos sobre la menor sinceridad y mayor complejidad en el actual diseño de automóviles, en especial por parte de los fabricantes alemanes de prestigio, terminan recalando casi siempre en Dieter Rams. Fue el influyente director de diseño de Braun de 1961 a 1995, y acuñó sus “diez principios de diseño”, cada vez menos respetados por la mayoría y más venerados por una minoría. Claro que su lema “Weniger, aber wesser” (Menos, pero mejor) se choca de frente con la expectativa ampulosa y sobrecargada de muchos clientes, en especial los de los nuevos países de ricos.
Sinceridad sobre ruedas: Citroën 2 CV
Muchos de los mejores diseños de automóvil, como el Fiat Panda, Citröen 2CV o DS, Mini o Golf de la primera generación, son honestos. Lo que se ve es lo que hay. Lo que se ofrece es lo que se da. Hasta hace poco, una sólida excepción actual era el Dacia Duster, que había asumido el honesto papel de Land Rover o Lada Niva del siglo XXI. Pero también él nos ha decepcionado: las salidas de aire de las aletas delanteras de la versión que se lanza ahora son falsas.
Ya no nos queda ni Dacia: los pasos de rueda del Duster son falsos
El segmento D, eso que toda la vida hemos llamado “un coche de verdad”, agoniza en Europa. Ha pasado de líder espiritual del mercado a concepto viejuno, de ser “aspiracional” cuando no existía esa palabra a alojarse en la unidad de cuidados paliativos de una residencia de la tercera edad automovilística.
Repasemos los motivos que lo crearon y le condujeron al éxito, para entender por qué se nos muere y a dónde van a parar sus restos.
Durante los años cincuenta del siglo pasado sucedió un nuevo fenómeno económico y sociológico. En la Europa devastada tras la Segunda Guerra Mundial, y que se reconstruía a alta velocidad, surgió entre la burguesía el concepto de ocio activo. Entendemos por tal el hecho de que un determinado grupo social (en este caso, las clases medias especialmente alemanas y británicas) dispone de tiempo libre (la jornada laboral es más breve que al inicio de la Revolución Industrial) y de dinero para gastar tras cubrir sus necesidades básicas. No olvidemos que, tradicionalmente, los empleados del sector primario practicaban una economía de supervivencia, en la que no había tiempo libre ni dinero sobrante; y que los del sector terciario del siglo XIX trabajaban seis o siete días por semana en jornadas extenuantes, por lo que el poco tiempo libre se dedicaba a descansar, además de que no tenían renta disponible para el ocio.
Este fenómeno del ocio activo trajo consecuencias visibles en muchos campos, como la popularización de los viajes de veraneo, hasta el momento patrimonio de las clases altas, o la compra de la segunda residencia. En el sector del automóvil, se creó repentinamente la necesidad de un vehículo que satisficiera las necesidades del nuevo grupo social. No olvidemos lo que había en el momento: vehículos demasiado pequeños para transportar con comodidad a una familia, con espacio limitado para que estas personas transportaran su equipaje de fin de semana, y con una potencia escasa para mover con soltura ese peso por las nacientes autopistas europeas. Es decir, se seguían fabricando el Morris Minor y el Fiat 600, pero ya no valían.
El primer vehículo que cumple estos nuevos requisitos es el BMW Neue Klasse, que comenzó con el 1500 de 1962, y por tanto son los bávaros, con el apoyo de Giovanni Michelotti, autor del diseño, los que se anotan el tanto de crear lo que luego se llamó el segmento D. El punto clave del vehículo es el perfil en tres volúmenes, cada uno de los cuales tiene una función y un significado:
El primer volumen alberga el motor, ya demasiado grande y pesado para encajar en la parte posterior, como en un Fiat 500 o un Renault 4CV. Desde el punto de vista formal, la presencia visible del volumen ocupado por este motor enfatiza la potencia disponible y distingue al vehículo de los movidos por fuerza animal, aun disponibles y abundantes en la época.
El segundo volumen es el habitáculo, suficientemente amplio para dos adultos y hasta tres niños, y al que se accede mediante cuatro puertas. Deja bien claro que es un vehículo para transportar personas, no una herramienta de trabajo que traslada carga, y que las personas que van a bordo son una familia.
Y por último, el tercer volumen, el del maletero separado, el que demuestra que no se transporta carga, si no el equipaje de los pasajeros que viajan en su tiempo libre en busca del ocio del fin de semana.
Una vez creado el nuevo tipo de vehículo y cosechado el éxito, todos los fabricantes acudieron a poblarlo. Cada uno lo interpretó a su modo y lo adaptó a sus mercados principales, manteniendo los conceptos básicos. Renault desarrolló propuestas primero rectilíneas (R 12) y luego más redondeadas (R 18), mientras Citroën rompió moldes técnicos con el GS y luego pidió ayuda a Marcello Gandini para vestir con elegancia un interior más conservador, y surgió el BX. Por el otro lado francés, Peugeot creó sus “coches de notario”, llamados así porque parecía ser el vehículo corporativo de todo señor serio de Francia: 405 y 505. BMW mantuvo su presencia con la Serie 3, desde el E21 de 1975 en adelante, seguido de cerca por Mercedes desde el 190 (W201) de 1982. Cuando Audi se unió al club premium, entró en el segmento D con los Audi 80. La aportación de Fiat tuvo mucho peso en España por el acuerdo que mantenía entonces con Seat, y poblaron las carreteras del sur de Europa con los 1500 primero y los 124 y 1430 después. No podemos dejar de lado a los Ford (Taunus, Sierra y Mondeo), los Opel (Ascona, Vectra e Insignia), y otros como el Alfa Romeo 75 o los Volkswagen Santana y Passat.
Con el paso del tiempo el segmento D comenzó a generar interesantes ramificaciones. Por arriba surgieron vehículos más grandes, más lujosos o ambas características a la vez, comenzando a crear el mercado premium. Incluyo aquí los Fiat/Seat 131 y 132 (éste último también de Gandini), o derivaciones coupé como el Renault Fuego. Surgió igualmente una rama inferior, con un tamaño una talla menor, ligada a necesidades de mercados con menos poder adquisitivo: solo en España se vendía el Renault 7, un R5 con maletero; y también en España se creó el Seat Córdoba, que era un Ibiza igualmente con maletero. Esta tendencia de hacer coches con aspecto de D y tamaño de C continúa en países emergentes de América, Africa y Asia ya en el siglo XXI.
Pero las sociedades cambian, los grupos sociales evolucionan y, por ello, las modas pasan. En 2002 los vehículos del segmento suponían el 18,2% del mercado español, con una bajada del 10% respecto a 2001 en un mercado que sólo caía el 6,5%. En 2013 tenían la mitad de cuota (9,46%), y el cierre de 2017 ahonda la situación: son justo el 6% de un mercado que creció el 7,6%, mientras ellos bajan el 10,22%
Ante esta situación, muchos fabricantes han abandonado el segmento: ya no hay Toyota Avensis, ni Honda Accord, menos aun Fiat Croma o Lancia Lybra, ni Mitsubishi Galant, Nissan Primera, Seat Toledo o Citroën C5.
¿Y a dónde han ido a parar los tradicionales compradores del segmento D? o, mejor aun, ¿qué compran los hijos de quienes consideraban aspiracional un segmento D? Dependiendo de lo que buscan, de lo que hacen con el coche, de la imagen que quieren dar y de quién paga el coche, se han repartido más o menos así:
“Quiero un segmento D pero no parecer mi padre; al contrario, que parezca que soy moderno y dinámico”: Se compran un segmento D familiar, con nombre moderno y dinámico: Sportwagon, Touring Sports o SportsTourer.
“El segmento D es demasiado grande para mí” o “No me cabe en la plaza de garaje”: se van a un segmento C generalista muy equipado o un C premium, como un A3 o un Mercedes Clase B.
“Quiero un buen coche, pero viajo poco y casi siempre me muevo por ciudad”: Volvemos a la casilla anterior, con un segmento B o C muy equipado o su versión premium.
“Que se note que soy moderno y dinámico, pero que no sea grande”: Una de las mayores pérdidas de clientes del segmento D es ésta, los que se van a los todocamino B o C, como Renault Captur o Seat Arona.
“Quiero un coche que se note, y mucho, que me vean venir”: No hay duda de lo que busca este cliente, y tiene donde escoger, entre BMW X5 y X6, Mercedes GLS, Audi Q7, Porsche Cayenne, …
“Viajo mucho en el coche de empresa, pero el presupuesto ha bajado”: Tras muchos años con los Mondeo y los Vectra, ahora toca Ford Focus u Opel Astra. Cosas del recorte de gastos.
“Lo mismo que el anterior, salvo que en mi empresa hay que cuidar la imagen”: Generalmente se han ido al lado premium, sea C (BMW Serie 2, Audi A3) o D (Serie 3 o Clase C).
“Mi empresa quiere que se evidencia su preocupación por el medio ambiente”: Más atomización aun, al repartirse entre híbridos generalistas (Toyota Auris) o premium (Lexus IS), eléctricos pequeños (Renault Zoe), medianos (Nissan Leaf), pequeños premium (BMW i3), o grandes y vistosos (Teslas varios).
Le he dado vueltas a estos razonamientos en las semanas en las que he conducido asiduamente un segmento D que cumplía con los cánones de su grupo: tres volúmenes rotundamente definidos, interior serio, y motor diésel con cambio manual. Francamente, me sentía como habitando un museo del automóvil, como viviendo mi propio pasado automovilístico; es decir, conduciendo un coche de otro tiempo. Lo del ruido del diésel en frío, el pisar un embrague y accionar manualmente el cambio me llevaban al pasado; la tapa del maletero me parecía un atraso ante la comodidad de los portones, el interior era demasiado formal, … Sí, vale, seguía siendo un arma demoledora para viajes por autovía a ritmo superior al legal: entre 130 y 150 km/h de marcador mantenía el ritmo independientemente de la orografía entre quinta y sexta, el confort de los asientos y el escaso ruido interior permitían iniciar el viaje más tarde de lo deseado y llegar entero. Pero ofrecía poco más que una berlina de segmento D, no tenía la visibilidad de un todocamino, era más torpón que un deportivo y menos práctico que un familiar.
Lo que me conduce a la misma conclusión que al mercado: hay que definir claramente necesidades de uso y de imagen, y escoger en un catálogo cada vez más preciso.
Y en la hora de la despedida, le agradecemos a segmento D los viajes en familia y la capacidad del maletero, y le deseamos una feliz jubilación.
El sector de la automoción está atravesando la mayor transformación desde que existe, y ese cambio se realiza en diversos planos: se pone en duda el método de distribución, venta y mantenimiento de los vehículos; se propone el uso de varios métodos de propulsión; se cuestiona la mera propiedad de los vehículos. Otra modificación más, relacionada con la evolución de la sociedad compradora, es la deriva de muchas marcas, sean asentadas o recién llegadas o creadas a propósito, por incluirse en el denominado segmento premium, algo así como la burguesía del sector. Las marcas premium (actualmente BMW o Mercedes, por citar dos ejemplos) están por encima de las generalistas (Ford, Toyota o Renault) y por debajo de las de lujo (Ferrari, Aston Martin o Rolls Royce).
BMW Serie 3
El motivo económico para esforzarse en acceder a este club es el mayor margen por unidad vendida, y el mayor número de extras y opciones por vehículo, con más beneficio que el coche en sí; ambos factores de especial importancia si consideramos que el segmento generalista está cada vez más saturado y utiliza el descuento como uno de los argumentos básicos de venta.
El otro motivo, de orden estratégico, es la llegada por debajo de nuevos actores. La base de la pirámide del mercado, las marcas generalistas, vio con miedo cómo la llegada de los coreanos ponía en peligro su situación, con la posible invasión de coches sencillos y baratos. La mejor manera de evitar el riesgo, era trepar por la pirámide, y ofrecer mayor calidad y estatus, aunque subiera el precio.
A su vez, estos coreanos temían la llegada de los fabricantes chinos, con precios (y calidad) aun menores.
En medio de esta pelea por la supervivencia de enormes grupos industriales, no podemos caer en la simplificación de pensar que ser una marca premium consiste en poco más que proclamarlo en una reunión de concesionarios y en repetirlo en las notas de prensa, tras añadir cuero, madera y cromados a los modelos ya comercializados como generalistas. Ser premium, en automoción o en cualquier otro sector, es mucho más exigente, y se basa en:
El producto tiene una calidad, real y percibida, superior a la de los productos generalistas. Esta calidad se refiere a los materiales y sus ajustes, y se consigue mediante mejores métodos de producción.
El producto ofrece mejores prestaciones. Si es un automóvil, hablamos fundamentalmente de potencia y confort.
La imagen de marca es fuerte, y resulta visible en el producto.
El precio es superior.
El servicio del fabricante es igualmente de calidad superior a la media. No olvidemos que el cliente premium de automóviles también lo es de restaurantes, relojes, trajes y hoteles, y exige en su concesionario el mismo trato premium que en la tienda de Prada.
Ya que actualmente varias marcas pugnan por entrar en este mercado, no estará de más repasar cómo lo ha conseguido Audi, que en unos años ha borrado su mote de “Mercedes de los pobres” y se ha situado como rival de estos competidores.
Audi partía con dos ventajas. Por un lado, sus productos llevan la prestigiosa etiqueta “Made in Germany”, un punto a favor a la hora de mejorar la imagen de marca. Y por otro, disfruta de una larga historia, ya que proviene de Auto Union; esto, a su vez, le elimina la imagen negativa de arribista (mal visto entre las élites) y le añade la leyenda de la competición desde los años ’30.
Al principio basó su diferenciación en cuestiones técnicas, como la inyección directa Diésel (TDI), que impactaba claramente en los segmentos D y E con motores diésel, básicos en las ventas en Europa, y en la tracción Quattro de algunas versiones. En este punto los chicos de marketing bordaron su trabajo de crear imagen, porque el motivo técnico de esta tracción integral era muy otro: con motores longitudinales por delante del eje delantero, es muy difícil conseguir tracción por encima de ciertos niveles de potencia, ya que hablamos de un coche tan peculiar como un Porsche 911 puesto del revés. Para reducir el problema, los ingenieros de Audi añadieron la tracción delantera, y los de marketing lo elevaron a la categoría de mito técnico y atributo de marca.
Con el tiempo, han cimentado la imagen en la aerodinámica (no olvidemos el icónico Audi 100 de 1982), unos interiores impecables en ergonomía y materiales, y la parrilla inspirada en los Auto Union que lucen desde 2004. Y esa evolución de la imagen ha tenido una linealidad en su cambio, una homogeneidad que ha permitido entrever continuidad en la mejora. Lo contrario de las marcas generalistas, que cambian de imagen corporativa cada pocos años, y desmoronan su propia historia: un Ford, Renault o Toyota de hace diez años no tienen rasgos comunes con los actuales.
Ford Mondeo Vignale
En esa pretendida entrada en el mundo premium ha habido numerosos intentos fallidos, y en la actualidad hay varios que no terminan de cuajar. Un vistazo detenido indica claramente las causas. Ford pretendió mejorar su imagen colocando en el frontal de cada modelo el morro corporativo de Aston Martin: nadie se convierte en premium por copiarle un rasgo a quien lo es, por el mismo motivo por el que no se juega mejor al fútbol por llevar la camiseta de Ronaldo. El siguiente intento de Ford se basa en crear versiones mejoradas de sus modelos y darle el nombre de Vignale, en recuerdo de Carrozzeria Vignale, el pequeño carrocero de Turín que solo existió como tal de 1948 a 1969. Tuvo una vida breve y atormentada porque en ese año lo compró De Tomaso, que fue absorbida por Ford en 1973, que a su vez hibernó a Vignale durante décadas, y que ahora la resucita para darle empaque a algunos modelos. Solo que entienden por dar empaque llenar de cuero, madera y cromados modelos ya existentes bajo la marca Ford. Y eso no es suficiente para llegar a premium.
Algo muy parecido pretende Citroën con su nueva marca DS: bajo el recuerdo de uno de los coches más elegantes de la historia, quiere trepar por esta escalera del prestigio automovilístico añadiendo cromados y techos de otro color, y sobrecargando de formas modelos que ya nacieron como Citroën. Quizá la clave del error sea esa: añadiendo. No olvidemos que el lujo europeo es discreto (y el de los países emergentes, ostentoso) y no se llega a él añadiendo si no, a veces, simplificando.
Lexus IS 300h
Un ejemplo más de esta generación de arribistas es Infiniti, la marca premium del grupo Renault – Nissan. Aun no sabe qué quiere ser de mayor, con esa mezcla de berlinas, SUVs y coupés que utilizan tecnologías de Renault, Nissan y Mercedes, y una imagen más pretenciosa que elegante.
El único caso, junto con Audi, de llegada exitosa a esta élite del automóvil es Lexus. Nació hace más de 25 años y solo ahora comienza a tener una imagen asentada y firme, que arrancó con la tercera generación de IS, la de 2012, con el frontal en forma de doble punta de flecha (parrilla en huso, en el original en inglés), más definido desde el LC500 de 2017. Aun muestran los Lexus formas postizas, no totalmente integradas, como esos discutibles poliedros en los laterales traseros de RX y NX pero, ¿es imagen de marca o excentricidad? y, por otro lado, cuando BMW lanzó el primer vehículo con doble riñón en el morro, ¿se consideró imagen de marca o excentricidad?
Si en lugar de centrarnos en las características del vehículo que es premium o que pretende serlo, pensamos en lo que el cliente espera de la marca, la perspectiva es diferente. Al ser ya cliente de marcas premium de otros sectores, trae un prejuicio que no se puede decepcionar. Espera encontrar el mismo entorno arquitectónico y decorativo, el mismo trato, sentirse importante. No es solo el diseño del local de venta, es la actitud de todos los empleados. En este caso la aproximación de Lexus es especialmente acertada: en lugar de autodefinirse como un fabricante de vehículos premium (que le llevaría a compararse con quienes llevan décadas en ese olimpo, y no ser más que un aspirante a rival de los tres alemanes), lo hace como fabricante de productos de lujo. Luego sus colegas, rivales y referentes son Rolex, Carolina Herrera y los hoteles de cinco estrellas. Dado que hoy en día muchos clientes de BMW llevan una gorra puesta hacia atrás, quizá sea ésta la mejor estrategia.
El diseño de automóviles es algo de lo que casi todo el mundo opina y de lo que casi nadie sabe. Como de la alineación de la selección de fútbol o de la estrategia de carrera de Fernando Alonso.
Lo más afinado que se escucha es lo de “tiene un diseño agresivo” (anglicismo, por cierto) o “juvenil”, sin entrar siquiera en si tener un diseño agresivo o juvenil es bueno o malo, y en qué debe tener un diseño para ser calificado de “agresivo” o de “juvenil”.
Más allá de la subjetividad, para mí uno de los atractivos del diseño industrial en general y del de automoción en particular es que mezcla elementos tan lejanos como cálculo de estructuras, producción o aerodinámica con psicología, arte o su prima hermana la moda.
La trilogía de Paolo Tumminelli
Como hay poca bibliografía al respecto me alegró toparme con un libro titulado “Car Design Europe”, escrito por Paolo Tumminelli (teNeues, 2011, ISBN 978-3-8327-9459-0), que no era más que el primer tomo de una trilogía que más tarde comprendió “Car Design America (teNeues, 2012, ISBN: 9787-3-8327-9596-2) y “Car Design Asia (teNeues, 2014, ISBN: 978-3-8327-9538-2).
La lectura del primero de los libros me arrojó sobre una visión nueva del diseño de automóviles, al intrincarla con otras ciencias como la sociología, sin dejar la ingeniería. Tumminelli lo consigue haciendo un recorrido cronológico pero no estricto a través de los momentos que han marcado los por qués de las formas de los automóviles, y destacando los nombres propios de cada evento. Por ejemplo, la influencia en las formas de Paul Jaray y sus perfiles de gota de agua y de Wunibald Kamm y sus colas truncadas, que siguen viéndose en coches del siglo XXI. O el atrevimiento de André Citroën y su responsable de diseño Jean Pierre Boulanger al permitir que Flaminio Bertoni introdujera formas que aun hoy son icónicas: el Citroën 15 Traction Avant, el 2CV y el inolvidable DS, conocido al sur de los Pirineos como Tiburón.
No todos los que merecen el honor de una mención como importantes en el diseño europeo son conocidos por su nombre, aunque sí por sus vehículos y la huella que dejaron. Uno de ellos es Mario Revelli de Beaumont que, bajo la protección del mismísimo Agnelli, dio forma al sencillo Fiat Cinquecento de 1935 y al elegante Alfa Romeo 2500 SS de 1946.
También Alemania merece la atención de Tumminelli, con menciones a Rudolf Uhlenhaut y su Mercedes 300 SL (“ala de gaviota”) o Erwin Komenda, el austriaco desconocido que trabajó para Volkswagen y Porsche y que merece atención por dos creaciones tan significativas como el VW Escarabajo y el Porsche 356. En el Escarabajo, “combinaba la aerodinámica de Jaray con una decoración ornamental entre art decó y Secesión de Viena”, comenta Tumminelli, y muchas décadas más tarde esas formas se mantienen en la tercera generación del vehículo. El 356, el primer Porsche, se recuerda ahora como el antecesor, en arquitectura y diseño, del eterno 911, que sigue vivo y con futuro.
El texto pasea también por la presencia del coche en el cine, como esas formidables escenas de “Atrapa a un ladrón” (Alfred Hitchcock, 1955) que enmarcan la Riviera, Grace Kelly y un Sunbeam Alpine Sports.
La parte italiana del libro da una vuelta por los nombres sagrados del gremio y esas creaciones suyas que han marcado escuela y pueblan tanto los garajes como la imaginación de los aficionados. Por ejemplo, Battista “Pinin” Farina y su hijo Sergio, o Giovanni Michelotti, que con discreción ha trabajado para tantas marcas, como BMW, DAF o Triumph. Quizá su obra más influyente sea el BMW “Neue Klasse” de 1961, que marcó el nacimiento del segmento D, hoy agonizante. Claro que hay detenidas referencias en el libro de Tumminelli a Giorgetto Giugiaro, autor del primer Fiat Panda y del primer VW Golf, del Scirocco original, el Lotus Spirit, el Fiat Uno de 1983 o el Lancia Thema.
Según algunos, para que un diseñador de automóviles llegue a lo más alto debe ser responsable de un prototipo que cree escuela, de un coche de ensueño y de uno de venta masiva. Si es así, Marcello Gandini está entre los grandes de los grandes. De su buen gusto nacieron el Lancia Stratos Zero (1970) que dio pie al Stratos de rallies y rompió moldes con un único volumen afilado como un hacha, una única puerta situada en el frontal y una altura (1.240 mm) por debajo de lo razonable. La parte de los coches de ensueño la cubrió Gandini con un despliegue inusual: Lamborghini Miura, Countach y Diablo, No hay más que decir. Y además llenó las calles con el BMW Serie 5 (E12, de 1972), el Citroën BX (1982) y el Fiat 132 de 1972.
Hofmann Auto Show Room y Hofmann House, ambas obras de Frank Lloyd Wright
Otro aspecto que desarrolla Tumminelli en su libro es el de las relaciones personales entre los protagonistas del sector. Valga como muestra la historia de Alex Hoffman: su padre tenía un Concesionario Rolls Royce en Viena y él, en un intento de llegar más allá, abrió en 1954 el Hoffman Auto Showroom en el 430 de Park Avenue, Nueva York, bajo diseño del arquitecto Frank Lloyd Wright, en el que vendía Alfa, Jaguar, Austin Healey, Fiat y, sobre todo, BMW, Porsche y Mercedes. Hoffman, que vivía en una casa que también diseñó Lloyd Wright, era un maestro prediciendo tendencias; por eso intuyó que en EE. UU. triunfaría un coupé roadster fabricado por BMW, y convenció al diseñador (y conde) Albrecht Goertz para enviar unos bocetos a Munich. El resultado fue el BMW 507, una belleza ahora situada en la zona de clásicos económicamente inalcanzables, alguna de cuyas características (las branquias de la parte posterior de las aletas delanteras) se repiten en BMWs del siglo XXI, como el M3 E46, sin ir más lejos.
BMW 507, y Ford Sierra (1982)
El diseño discreto, menos noble, de las marcas alemanas, merece más menciones, como las dedicadas a Paul Bracq, responsable de ese área en Mercedes durante décadas, que dejó su huella en obras maestras como el 220 SEb coupé de 1961. O las que tratan sobre el entonces atrevido Ford Sierra (1983) de Uve Bahnsen y el Audi 100/200 (1988) de Harmut Warkuss.
El capítulo a mi juicio más esclarecedor del libro es el que se dedica a los todocamino, “crossover” o SUV; Tumminelli utiliza un enfoque sociológico y sentencia de este modo: “Los SUVs son menos automóviles y más fenómeno cultural. Su concepto de diseño refleja el completo espectro de miedos de la sociedad postmoderna. Vehículos todopoderosos que devuelven una sensación de libertad al prisionero urbano, y le confieren la seguridad de que está bien preparado para “el día siguiente”, e incluso para un desastre medioambiental. Sentado con seguridad en el interior, flota sobre el tráfico. El conductor del SUV puede ver sin ser visto, y aun así genera admiración. Berlina, furgoneta y deportivo, todos en uno; un coche para la señora y, a la vez, para el (no necesariamente educado) caballero, los SUVs son el castillo de la familia postnuclear. No importa si ocupan mucho o poco espacio, son el aspecto de la automoción del nuevo milenio.”
El segundo tomo de la trilogía se titula “Car Design America”, pero se dedica íntegramente a los Estados Unidos. Y comienza aclarando la diferencia del concepto de automóvil entre el Nuevo Continente y Europa: “América no inventó el automóvil, pero sí la cultura del automóvil. El coche era el invento definitivo para una nación nueva y que parecía abierta, que se encontró a sí misma en una agitación social al final del siglo XIX. Alrededor de 1900, más de la mitad de la población vivía fuera de las grandes ciudades, y como media vivían menos de diez personas por milla cuadrada; en el Reino Unido la densidad de población en la época era 17 veces mayor. La movilidad individual se podía considerar un lujo para los europeos, un entretenimiento, o se podía interpretar como una pesadez. Pero para la nación americana esa movilidad era vital. Los EE. UU. se desarrollaron rápidamente: en 1900, con una población superior a los 76 millones de personas, era más del doble que al final de la guerra civil de 1865. En 1920, la población alcanzó los 100 millones, y en 1970 pasó de 200”.
Hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, la industria estadounidense del automóvil y su diseño crecieron aislados. Sus propias marcas se centraron en sus necesidades, diferentes de las europeas. Marcas que permanecen (Ford, Chrysler, Cadillac) y otras que no (Duesenberg, La Salle) crearon formas y lenguajes que se mantuvieron en pie hasta finales de los ’40. La estancia de miles de estadounidenses en Europa durante el conflicto les hizo ver que la cultura del Viejo Continente se reflejaba en el diseño de los automóviles. Terminada la guerra y repatriadas las tropas, esa influencia caló en la industria del automóvil: “Millones de soldados americanos se habían ganado una gratificación. De hecho, para esos soldados que crecieron durante la Gran Depresión, experimentar Europa en primera persona había ampliado sus horizontes. Habían dejado sus granjas y, por primera vez, establecido contacto con otras culturas. Con poco dinero en el bolsillo y experiencias de guerra, pronto querían probar cosas nuevas.”
En 1951, al MoMA se le criticó porque en la exposición “Ocho Automóviles” solo tres eran de los Estados Unidos: Jeep, Cord y Lincoln Continental. A continuación, Nash contrató a “Pinin” Farina, GM permitió que hubiera influencia europea en el Corvette de 1953 y Virgil Exner, director de diseño de Chrysler, se alió con Ghia.
El otro punto clave del diseño de automóviles en América surgió igualmente en el cambio de década. Llegaron los primeros aviones a reacción y se inició la carrera espacial, y los conceptos que definían esas naves se trasladaron a los coches: tomas de aire, reactores simulados, carlingas, alerones y, sobre todo, planos verticales iban a caracterizar los coches americanos. Es curiosa la discreta presencia europea en algo tan americano: fue Virgin Exner, desde Chrysler, quien arrancó con más energía esta línea de diseño, y se inspiró en el Ghia Streamline-X de 1955, bautizado como Gilda y diseñado por Giovanni Savonuzzi.
La siguiente convulsión del sector llegó con la crisis del petróleo de 1973: hasta entonces lo importante había sido que el coche fuera grande y vistoso; ahora tenía que consumir poco combustible. Pero la enorme industria americana del automóvil reaccionó con lentitud, de modo que antes de reducir el peso y el tamaño, mejorar la aerodinámica y fabricar motores eficientes, los rivales japoneses y europeos les habían comido cuota de mercado.
Cuando se recuperó, o cuando aún estaba en ello, volvió a ser ella misma por la influencia de los atentados del 11-S y lo que vino más tarde: “Después del 11-S, los americanos buscaban seguridad y autoconfianza por encima de todo. Ambas características se convirtieron en temas básicos en el diseño de automóviles. Los SUV de aspecto rural trajeron el aspecto “coche familiar conoce a camión blindado” a las calles de América. Esos camiones fueron un gran éxito, con sus mandíbulas góticas de acero. Su mensaje: “estamos armados y listos para todo”. El Ford SYNus caracterizó a los coches como cajas fuertes sobre ruedas. La metáfora estaba clara: en lugar de en lingotes de oro, la gente buscaba seguridad protegiéndose a sí misma, incluso de sí misma. Verticales y angulosos, con mucho metal y ventanillas pequeñas y ruedas grandes, era el aspecto tanque el que dominaba la escena. Con nombres macho como Nitro, Caliber, Edge, Fusion, …”
El tercer tomo de la trilogía, el dedicado al diseño de los coches asiáticos, tiene y merece un enfoque diferente, a causa de lo difícil que es para los occidentales entender esas culturas, y más aún si nos centramos en elementos subjetivos, como algunos de los que rodean al diseño. Por ello Tumminelli insiste más en explicar por qué los coches asiáticos son como son, en las trastiendas de su industria y en la idiosincrasia local, como camino para entender los que desde Europa es difícil de asimilar.
Este motivo le hace arrancar en la época en que la industria japonesa del automóvil nació a base de acuerdos con sus homólogos occidentales: Nissan con Austin, Isuzu con Hillmann, Shin – Mitsubishi con Willys – Overland, o Hino con Renault. Esas alianzas, más la inspiración en Estados Unidos y Gran Bretaña, condujeron a los días en que se acusaba a los japoneses de que sus coches (y el resto de sus productos industriales) eran fotocopias de lo que se hacía en Occidente. No olvidemos, eso sí, que hablamos de un país sin experiencia industrial y además arrasado en 1945, que se esforzaba en reconstruirse mientras se actualizaba a un ritmo tal que terminó adelantando a los países que adoptó como modelos.
En principio, la fabricación de automóviles se destinaba fundamentalmente al mercado local, por lo que las calles estrechas y las muy malas carreteras obligaban a diseñar vehículos pequeños con elevados recorridos de suspensión, a lo que hay que añadir unos cromados al gusto local. Otro elemento que distinguía estos vehículos de los occidentales eran las largas series del mismo modelo, con una mayor calidad y fiabilidad que en Occidente.
El resultado, una vez que esta industria se abrió a la exportación, fueron ventas numerosas a precios bajos, con el margen necesario para poco beneficio y mucha reinversión. Cuando llegó la crisis del petróleo de 1973, arrasaron a los fabricantes de coches grandes y gastones.
Otra particularidad local viene marcada por la severidad de la ITV, tan dura desde el tercer año que es más fácil comprar un coche nuevo que mantener el antiguo. Este punto, unido a una gran flexibilidad en la producción, hace que no sea necesario mantener una fuerte imagen de marca, ya que no hay coches de hace unos años por las calles, solo en el recuerdo de los usuarios, por lo que se cambia la imagen para cada generación de vehículos. “Con los ojos cerrados, cualquiera puede recordar la imagen de un Volkswagen Golf”, dice Tumminelli. ”Eso es imposible para el Corolla, a pesar de ser, con más de cuarenta millones de unidades vendidas desde 1966, con mucho el vehículos más exitoso del mundo. Ninguna de sus diez generaciones muestra continuidad en el diseño; 41 variaciones de carrocería – excluyendo la familia Sprinter, a la venta solo en Japón – solo añaden vaguedad.”
El libro de Asia dedica más porcentaje de sus 304 páginas a fotos de vehículos que los de Europa y América, y también comenta las diferencias entre las fotos asiáticas y las occidentales. En las primeras abundan más las de estudio, con el coche solo, y casi siempre con el mismo ángulo de cámara y una iluminación similar, mientras que en las segundas es más habitual situar al coche en el escenario y con los clientes objetivos, buscando centrarse en lo que ahora se llama “life style”. Como remate, en las escasas fotos de automóviles japoneses en las que aparecen personas, los modelos son en muchos casos occidentales o, como mínimo, orientales con sus rasgos poco marcados. Esto se relaciona con la contradictoria tradición japonesa de distanciarse de lo occidental y a la vez admirarlo, que se refleja en esas fotos o en la iconografía manga. Su reflejo práctico se materializó de este modo en el mundo del automóvil, en lo que Tumminelli llama “Tokyorino”: “La relación entre el diseño de Japón y el de Italia es en realidad una historia de amor. El periodista Hideyuki Miyakawa, dando la vuelta al mundo en moto, llegó a Italia para ver las olimpiadas en 1960, y se enamoró de la maravillosa Marisa, se casó con ella y decidió quedarse. Habiendo reconocido el enorme potencial de los tres grandes carrozzieri – Bertone, Ghia y Pininfarina – se estableció como una especie de agente secreto del diseño. Su primer encargo fue el diseño de un nuevo sedán para Toyo Kogyo, el Luce 1500 de 1965, que fue realizado por Bertone. Allí, el joven Miyakawa conoció al joven Guigiaro, con quien más tarde colaboraría en nombre de Isuzu, Toyota, Nissan, Suzuki y Hyundai. A la estela de esta ola italiana, Pininfarina fue contratado por Nissan para el Cedric de 1965, Vignale trabajó para Daihatsu en la línea Compagno, y Giovanni Michelotti en encargos para Prince e Hino. A pesar de esta herencia turinesa clásica, estos diseños italo-japoneses en realidad creaban un estilo intermedio, para lo que podía haber diversas razones. En primer lugar, al ser una industria emergente, las habilidades japonesas en la fabricación de carrocerías no eran comparables a las europeas. Segundo, el mercado japonés de los ’60 era aún muy conservador, y se inclinaba más por las líneas discretas. Tercero, las proporciones reducidas generaban un aspecto distinto. Y cuarto y último, la brecha cultural influía en un proceso tan delicado y complejo como el diseño de un coche; para los italianos, perfectamente en armonía con su muy propio lenguaje de diseño y su dialecto piamontés, comunicarse con los japoneses debió ser una pesadilla”.
Otra barrera cultural es la estructura de los equipos. En Japón no hay individualidades, solo trabajo en equipo. Por eso se conocen tan pocos nombres propios de diseñadores locales. Hasta tal punto, que hay casos en que se desconoce el nombre del diseñador de un vehículo. Sirva como ejemplo uno de los coches japoneses más atractivos y significativos, el Toyota 2000 GT: “De este Gran Turismo al estilo de los europeos, es decir, con el morro largo y la cola corta de un Jaguar Tipo E, se dice que se basa en un concepto del diseñador italo americano Albert Goertz, que lo había dibujado por encargo de Yamaha, la empresa que luego fabricó el 2000 GT para Toyota. Pero el diseñador de ese coche había sido japonés y su nombre nunca se divulgó oficialmente. Cuando se presentó el 2000 GT, el primer coche de origen japonés que recibió ese tratamiento, Automobile Quarterly lo trató como “una máquina superlativa, … con prestacionessobresalientes”. El artículo de la prestigiosa revista comenzaba con un párrafo inusual: “El siguiente artículo fue preparado para AQ por el diseñador del Toyota 2000 GT. Es política de la compañía Toyota no destacar a ningún miembro del equipo de diseño, ya que se considera que todos los productos son fruto de los esfuerzos de la familia Toyota. Aunque nos gustaría hacerlo, debemos naturalmente respetar la solicitud de Toyota y omitir el nombre del autor.” A día de hoy los rumores dicen que el nombre del misterioso diseñador era Satoru Nozaki, del que no se sabe mucho”.
Hay muchos más ejemplos de esta peculiar interacción entre diseñadores italianos con nombres y apellidos, y diseñadores japoneses anónimos, como el de la segunda generación del Honda Prelude de 1982. El deseo (u orden) de Soichiro Honda era que nada debía ser simplemente copiado, todo debía ser rehecho en casa y mejorado, con la intención de aprender por un lado y de evolucionar las habilidades locales por otro. Su marca tenía entonces un acuerdo con Pininfarina, y Leonardo Fioravante, entonces su director de diseño, recuerda cómo los nuevos diseños se ideaban y modelaban en Turín y se enviaban a Hammamatsu, para servir de referencia a los diseñadores locales. Dice Fioravanti que “ninguno de los conceptos de Pininfarina se llevó a la producción sin cambios, pero por aquí y por allí se podían ver muchas de nuestras soluciones y, en general, se reconocían las líneas básicas que otorgaron a Honda un aspecto muy distinto en los ´80”. Así, el
Elegante Prelude del ´92 confirió una línea deportiva y un perfil afilado a Honda como marca, y afectó al posterior desarrollo del Accord, el Aerodeck y el Vigor.
El otro punto que marcó el diseño de los automóviles japoneses de la época fue el furor tecnológico que sacudió el país desde finales de los 70, los años en que marcas como Casio, Pioneer o Sony comenzaron a invadir el mundo con productos avanzados que destacaban no solo por su valor técnico, también por su envoltorio estético. Fueron los años de los relojes digitales de Casio, como el C-80 ¡que incluía calculadora!, el “hi-fi rack” de Sony, como un tótem de sonido, o los dos productos de Sony que se colaron en los hogares occidentales: el televisor Profeel Pro (1986) y, muy especialmente, el Walkmann (1979), que unió la libertad de escoger la música que cada uno escucha a la portabilidad: lo que antes solo se podía tener y hacer en casa ahora se llevaba en el bolsillo.
Después de evolucionar de la copia de productos occidentales en la postguerra a la invasión comercial de la producción en grandes series, a la industria japonesa del automóvil solo le quedaba una etapa por cubrir: ocupar el territorio de los fabricantes premium, hasta entonces 100% occidentales: BMW, Mercedes, Audi, Jaguar, Cadillac, … El inicio fue, no podía ser de otra manera, prudente, mediante diseños conservadores comercializados bajo marcas ya existentes, como el Nissan Cima de 1988. El siguiente paso fue crear las marcas específicas, como Acura (de Honda), Infiniti (de Nissan), o Lexus (de Toyota), y más tarde generar lenguajes de diseño específicos para ellas, tarea en la que, treinta años más tarde, aún están liados.
No podía faltar una detallada mención a los vehículos híbridos, por ahora exclusiva de la industria japonesa, “una obra maestra del marketing a través del diseño (…) sin el capó largo, las ruedas grandes o la estampa agazapada que han sido sinónimos de potencia y prestigio en las carreteras de todo el mundo durante décadas. Al contrario. Su forma sencilla y su actitud mandan señales muy diferentes: “No soy excesivamente rápido, no me sobra potencia, no estoy aquí para presumir. Soy sensato: mira mi capó pequeño, que esconde un motor pequeño. Soy eficaz: ¿has visto mi trasera Kamm tan aerodinámica?. Soy un coche responsable, y no un sustituto irracional de un pene””.
Pero Asia no es solo Japón, y el mayor impacto de la industria asiática del automóvil en Occidente en los últimos años ha venido desde Corea. Cierto que un crecimiento poco medido, en el país en general, desembocó en la crisis de Asia-Pacífico de 1997, y que sus marcas se han agrupado (Hyundai y Kia), absorbido (Daewoo) o desaparecido (Samsung y finalmente Daewoo), pero sigue siendo un gran productor que pretende tener diseño propio.
Su inicio se parece al japonés, buscando apoyo de diseñadores europeos para adaptar modelos extranjeros pasados de moda de los que habían comprado las patentes. Esta es una práctica muy compleja, ya que el diseñador occidental parte de un modelo antiguo, que debe modificar con bajo presupuesto, y a la vez crear una imagen de marca nueva. Los resultados son desiguales, por utilizar un término benévolo. El SsangYong Rexton, de 2001, tenía un diseño de Italdesign que pretendía destacar la relación técnica con Mercedes; a continuación SsangYong contrató al británico Ken Greenley (ex Aston Martin, ex Bentley) y los frutos fueron un todocamino que no lo parecía (Actyon, 2004) y un monovolumen (Rodius, también 2004) que ha sido catalogado por algunos como el coche más feo del mundo.
Y sí, claro que hay un capítulo en el libro dedicado a la industria china del automóvil. Pero al ritmo al que esta crece y se reinventa, y considerando que el libro está escrito en 2014, lo que se aparece en él ya es historia.
Durante muchos años, el crecimiento de una persona y su prosperidad social se reflejaban en la calidad y el empaque de su coche. Después de un Seat 600, de un Renault 4 L o de un Citroën 2CV, llegaban un 124, un R 12 o un GS. Incluso un Simca 1200. Eran más grandes y cómodos, tenían cuatro puertas y maletero o portón, y sus prestaciones dinámicas estaban muy por delante de las del coche al que sucedían en la familia. Por dentro, había hasta lujos: radio cassette, calefacción de agua caliente con la posibilidad de orientar el flujo de aire, asientos no diseñados para machacar la espalda, lavaparabrisas manual,… Para colmo de lujos, había alguna luz interior y guarnecidos que tapaban parcialmente la chapa.
Por encima se situaba una clase social superior, la del Seat 132, el R 18 y el Citroën CX, lo que creaba un escalonamiento claro, y sin superposición. Y los clientes de estos coches más grandes y caros buscaban lujo, y no pedían, es más les asustaba, un dinamismo siquiera remotamente deportivo.
Ahora hay clientes que necesitan coches de cierto tamaño pero no pueden pagar esos lujos, clientes que pueden pagar lujos pero quieren coches pequeños, y otros que quieren coches grandes y lujosos y esperan de ellos un comportamiento deportivo. Por eso las gamas más que superponerse se pisan, se entremezclan, cruzan sus precios y crean dos fenómenos que hace poco me han llamado la atención.
Repasaba recientemente los competidores actuales del segmento C, y recordaba los años en que sus antecesores remotos (124, R12 y similares) eran el primer coche decente al que accedía un español. Me sorprendió ver que en la actualidad, las versiones más baratas, esas que se anuncian por 12.000 €, me retraían a las sensaciones de sus antepasados: llantas de chapa con neumáticos estrechitos, techos tapizados con poco más que una lámina de plástico, un plafoncito de luz interior con un interruptor oscilante que parecía que se iba a romper en cualquier momento, interiores de chapa vista, mandos de calefacción de varillas y cables,.. Los guarnecidos eran poco más que una tela pegada sobre una lámina de plástico, y la única novedad de la radio era que tenía FM (no la encendí por temor a que me apareciera la voz de Matías Prats narrando un gol de Gento, o la de Bobby Deglané presentando una canción de Los Tres Sudamericanos).
Es admirable la flexibilidad que plantean ahora los fabricantes de automóviles en sus gamas: aquella misma carrocería, pobremente vestida y escuálidamente empujada por un motorcillo Diesel, se puede comprar por el triple de precio con un interior casi suntuoso y un motor con el triple de potencia. Por otro lado, mi sensación subjetiva era que el avance desde el Renault 12, considerando el cuarto de siglo largo que ha pasado, era hacia atrás.
Unas semanas después me topé con otro avance, esta vez hacia delante. Durante muchos años, el segmento E Premium estaba formado por “coches de abuelos”. Los 240D y 300 E, los Volvo grandotes, los Jaguar eran grandes, bonitos, cómodos, y también blandos de suspensión, con poco tacto de dirección, con asientos más butaca que bacquet y, por ello, territorio prohibido para quien buscara a la vez lujo y emoción.
Ahora los fabricantes han conseguido aunar las dos características: coches serios y formales, con corte de berlina clásica, acabados interiores lujosos y silencio monacal. Y, a la vez, motores, potentes que lo poco que suenan lo suenan bien, suspensiones cómodas aunque no blandas, cambios rápidos y prestaciones más que interesantes.
Estos E Premium que valen para quien se quiere divertir los inventó BMW con su Serie 5 y le siguieron Mercedes con algunas versiones de su Clase E y Audi con algunas de sus A6. Las marcas japonesas en unos casos ya llegan y en otros están aprendiendo. Un Infiniti M30d con motor Diesel V6 de 238 CV, interior presidencial y cambio secuencial de pulsadores demuestra lo segundo a base de contradicciones: el motor empuja y mucho, los pulsadores del cambio tienen forrada en cuero la parte que se toca con los dedos, para tener buen tacto, y son de algo que parece titanio en la cara que se ve. Pero las suspensiones blandísimas multiplican el balanceo y el cabeceo hasta hacer que el control de estabilidad haga horas extras en casi todas las rotondas. En resumen, sí pero no.
En el otro extremo me he encontrado con un Lexus GS450h en versión F-Sport; silencio, confort y lujo a velocidad de paseo dominical, que se daban la vuelta al buscarle las cosquillas: empuje contundente al juntarse en el sistema híbrido el V8 de gasolina y los dos motores eléctricos, aplomo en el slalom entre conos de las pista de pruebas y hasta la posibilidad, con el control de estabilidad desconectado, de poner de lado cinco metros de coche y dos toneladas de confort. Y eso no es propio de abuelos.