La aparición de los relojes de cuarzo, baratos y precisos, obligó a la industria relojera tradicional a reinventarse. ¿Sucederá lo mismo con los coches deportivos a causa de la llegada de los eléctricos?
Hasta la invasión del cuarzo, los relojes eran mecánicos, ya fueran manuales (había que darles cuerda) o automáticos (se cargaban con el movimiento de la muñeca del usuario). Esto les convertía, si querían ser precisos, en objetos caros; a cambio, eran la única manera de saber la hora, excepción hecha de los grandes relojes de los campanarios de las iglesias o de los edificios oficiales.
Desde su llegada, los relojes de cuarzo fueron más pequeños, más precisos, más ligeros y más baratos que los mecánicos, lo que eliminó de repente la razón de ser de éstos. Solo que sus fabricantes crearon un nuevo motivo para su uso: ya no servían solo para saber la hora, se habían convertido en un complemento de moda, otro elemento del atuendo, como los zapatos, el cinturón o los gemelos.
Unos años más tarde hubo que intensificar esta tendencia, ya que aparecieron relojes digitales por todas partes, hasta tal punto que, si uno lo piensa, se está casi siempre delante de un dispositivo que dice la hora: el teléfono móvil, el ordenador, la tableta, el televisor, el microondas, el coche y muchas de las pantallas de publicidad callejera nos recuerdan a la vez qué hora es y que no hace falta fijarse un reloj a la muñeca para saberlo.
Por eso, a día de hoy la relojería de pulsera, en especial la de caballero, centra su diseño más en ser una declaración de intenciones que en envolver una máquina que dice la hora. Se comercializan relojes clásicos y réplicas de clásicos, cronógrafos discretos u ostentosos, fabricados en materiales tradicionales (acero), novedosos (titanio o fibra de carbono) o suntuosos (oro, platino, con añadidos de piedras preciosas), y se lucen lo mismo que las señoras pueden presumir de bolsos o chales.
La razón de ser de los coches deportivos es ofrecer unas prestaciones superiores a las de los demás, se midan en velocidad máxima, aceleración, frenada, manejabilidad o estabilidad. Esas capacidades superiores justifican sus precios elevados, que a su vez crean la siempre importante exclusividad.
A lo largo de los años hemos asociado ciertos valores relativos a esas prestaciones a determinados modelos, de modo que, por ejemplo, la velocidad máxima se asocia a Ferrari y Lamborghini, y la deceleración a Porsche. Y esos son los motivos que sitúan a sus fabricantes en una posición privilegiada de mercado. Hasta la aparición de los coches eléctricos.
Un motor térmico aumenta su potencia y su par con el régimen de giro, lo que proporciona una buena aceleración solo cuando el motor está alto de vueltas. Un motor eléctrico ofrece todo el par disponible desde el arranque, por lo que la aceleración de un vehículo eléctrico es casi siempre superior a la de un térmico.
Por otro lado, las circunstancias actuales del tráfico en Occidente (siento ser tan genérico) están dando cada vez más importancia a disfrutar de la conducción acelerando que por velocidad máxima. Esta se encuentra crecientemente limitada, lo que unido a la elevada densidad del tráfico y al mal estado de las carreteras, hace que no se pueda rodar deprisa de modo constante, y que se conduzca acelerando cuando se puede y despacio el resto del tiempo.
Es decir, que allí donde tradicionalmente los fanáticos de los coches los disfrutan, las circunstancias obran a favor de los eléctricos, reyes en prestaciones puras. Da igual que valores de aceleración queramos medir, los primeros lugares de las clasificaciones los ocupan siempre los eléctricos: un Rimac Nevera alcanza los 100 km/h en 1,8 segundos, mientras que un envidiable Ferrari SF 90 Stradale necesita un 27% más. Si medimos el tiempo hasta alcanzar los 200 km/h, la diferencia es aún un 14%. Ante esta pelea desigual, parece que en lugar de plantar cara o rendirse, los fabricantes tradicionales tantean otro camino, como en su día la industria relojera: prioridad a las sensaciones, a mostrar la maquinaria, a disfrutar del sonido, la vista y el tacto.
Ha sido la reciente presentación del Bugatti Tourbillon, el que sucede al Chiron, la que ha generado ese paralelismo entre la industria del automóvil y la relojera. Hasta la fecha, los Bugatti bajo la pertenencia al grupo VW basaban su existencia en un pliego de condiciones espectacular encaminado a conseguir unas prestaciones únicas. Un motor de 16 cilindros en W, de ocho litros de cubicaje, con cuatro turbos y toda la colección de radiadores, intercambiadores de calor y tubos necesarios para que ese despliegue termodinámico funcione sin autodestruirse. De acuerdo con que se alcanzaban las prestaciones deseadas, pero el peso total se acercaba a las dos toneladas, y había más de exhibición tecnológica que de sensaciones y disfrute.
El nuevo Tourbillon monta un motor, sí, de 16 cilindros y 8,3 litros, solo que atmosférico y en V sencilla, lo que deja al peso, al eliminar turbos y otros complementos voluminosos, en 252 kilos, más o menos la mitad que su antecesor en W.
Añade un funcionamiento híbrido a través de una batería, dos motores eléctricos en el eje delantero y uno en el trasero, para igualar las prestaciones del Rimac Nevera hasta 100 km/h, y dejar el peso total algo por debajo del que lastraba al Chiron.
Hasta ahora, con lo descrito, el Tourbillon ofrece la emoción y el sonido de un vehículo térmico, el silencio de un eléctrico y la versatilidad de un híbrido, ya que permite escoger el modo de conducción.
Y ahora añadimos el resto de las sensaciones: de cara a la vista, el motor térmico se puede admirar desde el exterior, al menos en la medida que lo permite la normativa de atropellos. Y el cuadro de mandos reproduce una tendencia reciente en la industria relojera, la de mostrar la maquinaria, móvil y en funcionamiento, como para evidenciar su dinamismo, la existencia de piezas mecánicas tangibles, al revés que en los elementos eléctricos, que son estáticos e invisibles, ya hablemos de relojes de cuarzo o de coches eléctricos. La tendencia a la que me refería se bautizó en inglés como “skeletonized” (¿”esqueletizado”?), porque parece una representación de un esqueleto humano, y en el Tourbillon está formado por 600 piezas fabricadas y montadas por relojeros suizos, en titanio, rubí y zafiros, que pesa solo 700 gramos, y tiene tolerancias de fabricación de entre 5 y 50 micras.
Y no olvidemos que para cerrar el paralelismo entre relojes y coches, Bugatti ha escogido a propósito el nombre del modelo, tomándolo de un invento de 1795 de Abraham Louis Breguet, de profesión, claro, relojero, y fundador de la marca que todavía lleva su nombre. En aquella época no se había inventado el reloj de pulsera, y los caballeros los utilizaban de bolsillo, que se guardan fijos y en posición vertical. Colocados de ese modo, la gravedad influye negativamente en su precisión. El invento de Breguet, menos necesario en los relojes de pulsera, compensaba esa influencia, y se bautizó como Tourbillon, torbellino en francés.
¿Será el nuevo Bugatti una excepción, o se mantendrá este paralelismo entre coches y relojes? Si lo basamos en conceptos como piezas a la vista y peso total, algunos últimos lanzamientos como los GMA T.50 y T.33 de Gordon Murray, el Aston Martin Valkyrie y el Red Bull RB17, parece que sí. Ojalá se confirme, y volvamos a disfrutar más de las sensaciones que de los números.