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  • El parque móvil en 2016

    La estrella del parque móvil en 2016 ha sido el Toyota Prius de cuarta generación que llegó justo antes del verano para sustituir a un Auris Touring Sport, también híbrido. Quizá para los ajenos a los híbridos y a la marca, este Prius no sea más que otro Prius y un híbrido más; para los iniciados y los tecnófilos representa dos avances cuantitativos y cualitativos.

    Toyota ha sido desde su fundación, hace casi 80 años, una marca que ha triunfado gracias a su conservadurismo, camuflado por maniobras aparentemente atrevidas aunque muy racionales: la invención de los todocaminos con el RAV4, la creación de Lexus o la de los híbridos, la gama deportiva, …

    El actual presidente, Akio Toyoda, está dándole emoción tanto a Lexus como a Toyota, y los últimos productos lo demuestran. Para mejorar el dinamismo en la conducción (y reducir los costes de producción y también lograr flexibilidad de gamas) se estrena con el Prius de 4ª generación la fabricación por módulos TNGA (Toyota New Global Architecture). En principio, la tecnología híbrida de 4ª generación es, en su arquitectura, igual que las tres anteriores; sin embargo, de acuerdo con la tradición de la marca, no ha quedado un tornillo de la generación anterior. ¿Cuál es el resultado de todo esto en la vida diaria, tras unos doce mil kilómetros compartiendo viajes y atascos?

    Empecemos por lo bueno. Las ventajas de TNGA son palpables desde el inicio. Por fin un Toyota que no es un GT86 tiene buen tacto de dirección y, aun con mucha asistencia y de origen eléctrico, el Prius se nota asentado en las curvas rápidas y no subvira salvo a ritmo impropio de este coche y lejos de lo que permite el Código de la Circulación. En rotondas la mejora es espectacular: se puede entrar mucho más deprisa que en un Prius de 3ª generación o un Auris híbrido de 2ª, la velocidad de paso por curva es más alta y se abre gas mucho antes sin que te saque.

    Respecto al paso de tecnología híbrida de 3ª generación a 4ª, parece mentira que el sistema sea el mismo, porque la mejora te hace pensar que hablamos de algo fundamentalmente distinto. El punto clave es el aumento de potencia a medio régimen, que permite una mejor aceleración en la vida real (no necesariamente en las pruebas de aceleración desde parado ni en la aceleración desde velocidad media), lo que a su vez supone reducir la cantidad e intensidad de situaciones en que se generaba el efecto de resbalamiento de convertidor. Esa mejora de respuesta a medio régimen y la inmediatez de reacción del acelerador, sin necesidad de recurrir al modo “Power”, hacen que el Prius parezca mucho menos híbrido que sus antecesores.

    También el capítulo de consumos está lleno de alegrías. He hecho 64.000 km en Auris de 2ª generación con tecnología híbrida de 3ª anotando los consumos en función del tipo de vía y la velocidad. En el uso interurbano del día a día, el consumo está en el entorno de 5,4 l/100 km, y en autovía a velocidades algo por encima de lo legal, alrededor de 6,0. Los mismos recorridos a las mismas velocidades, con un Prius de 4ª generación, suponen 4,39 l/100 km y 5,30, respectivamente. Es decir, una rebaja del 18% en un caso y del 12 % en el otro. ¡Formidable! Para ponerlo en perspectiva, mi último Toyota moderno antes de hibridizarme fue un RAV4 2.0D de 2012, y en las mismas circunstancias los consumos eran 6,6 (-33%) y 6,8 l/100 km. (-22%)

    Los sistemas de seguridad que monta el Prius y que forman el embrión del vehículo autónomo son, en líneas generales, estupendos, aunque requieren matices. Por seguridad es mejor regular el PCS (“Pre Collision System”) con la máxima sensibilidad (que salte pronto, para evitar sustos) y sin embargo el ACC (“Active Cruise Control”) funciona mejor en carretera en la 2ª posición de las tres; el motivo es que esta tercera posición implica dejar demasiada distancia entre nuestro coche y el coche liebre, de modo que con asiduidad se cuelan otros coches en el hueco y eso hace que el sistema se active: corta la potencia, llega a frenar hasta que se abre la distancia necesaria, y solo entonces acelera de nuevo.

    Por su lado, el LDA (“Lane Departure Alert”) salta permanentemente en carreteras estrechas al ser casi inevitable pisar las líneas, por lo que el usuario suele desconectarlo. Y como el recordatorio de desconexión no es más que un testigo apagado en medio de un cuadro enorme lleno de luces, se suele olvidar de que está apagado. Además, cada vez que se apaga o la velocidad del vehículo baja de 50 km/h (algo muy frecuente en tráfico urbano) se superpone en la pantalla de TFT (“Thin Film Transistor”) un aviso que oculta a todos los demás, lo que resulta incómodo.

    El BSM (Detector de ángulo muerto) es todo un descubrimiento para quienes frecuentamos vías de tres y cuatro carriles generalmente atascadas, porque avisa sin error alguno si hay un vehículo oculto u ocultándose en el ángulo muerto. Hasta tal punto es útil el sistema, que ahora me siento indefenso cuando conduzco vehículos que no lo incorporan.

    Para terminar el capítulo, un detalle sorprendente: mi coche equipa neumáticos Toyo Nanoenergy R41 en medida 215/45 R17 87W, con un curioso reborde de caucho en el perfil. En uso urbano (aparcando con frecuencia entre bordillos de cemento o granito) y con neumáticos de perfil bajo, es habitual dañar las llantas de aleación, lo que afea y envejece al coche. Estos rebordes de los Toyo actúan como protectores de las llantas, que a estas alturas siguen impecables. Ojalá lo tuviera en el M3.

    Como se comprueba, la mayoría de los puntos positivos del coche han supuesto un gran esfuerzo en ingeniería y producción, tanto en horas hombre como en inversiones. Por eso sorprende (y decepciona) que los puntos de mejora que voy a citar a continuación no solo se refieran a cuestiones menores, si no que sean aspectos resueltos con brillantez en otros modelos de la marca.

    Empezamos por la visibilidad trasera. De acuerdo que el perfil Kamm y el portón trasero con dos lunetas son características de diseño de un Prius. Esta forma tan peculiar hace que la mitad de la visión del conductor a través del retrovisor interior tenga lugar a través de la luneta superior, muy inclinada y que sí tiene limpiaparabrisas, y la otra mitad por la luneta inferior, vertical y sin parabrisas.  Medidas en vertical, cada luneta tiene unos 12 cm de altura.

    Si pasamos de la teoría a la práctica, vemos que los reposacabezas traseros, en la posición más oculta, tapan la mitad de la luneta inferior, es decir, el 25% del campo de visión. Una silla para niños Römer para Toyota (accesorio original) cubre toda la luneta inferior y parte de la superior, y dos sillas dejan libre más o menos el 25% del campo de visión. Cuando llueve, esta luneta inferior recibe las salpicaduras de las ruedas traseras, por lo que pierde la transparencia en poco tiempo.

    El portón trasero es realmente grande, lo que facilita la carga del maletero. A cambio, una vez abierto alcanza una gran altura, por lo que puede golpear con el techo de muchos garajes: el portón de un Auris Touring Sports llega a 193 cm de altura, y el de un Prius a 215 cm.

    Una vez abierto el portón y cargado el maletero, hay que cerrarlo; este es un movimiento cuya dificultad para el cliente depende del espacio disponible y de su altura y fuerza. Un Auris Touring Sport tiene dos huecos en el portón para meter la mano y bajarlo, situados a 184 cm. del suelo; el Prius de 4ª generación tiene solo uno (el de 3ª tenía dos), a la derecha (¿y los zurdos?) ubicado a 193 cm.

    Con el portón trasero abierto nos encontramos las dos mayores decepciones del Prius, especialmente para quien hemos sido usuarios de Avensis y Auris TS. Empezamos por la rejilla: el Avensis y especialmente el Auris Touring Sport tienen una rejilla autoenrrollable de aspecto sólido, cómoda de uso y, en el caso del Auris, con posición de carga de maletero. Que además tiene la posibilidad de ser almacenada en el fondo del maletero, y encima añade una rejilla de separación de carga, que se puede plegar, o extender y anclar al techo, y hasta utilizarse cuando se han plegado los asientos al fijarse en el respaldo de los asientos traseros. Toda una demostración de ingenio y practicidad.

    Por su todo esto fuera poco, el Auris TS tiene fondo de maletero de madera forrada que da paso a un hueco enorme, en el que guardar un paraguas, las cadenas para la nieve, las bolsas del supermercado, las cinchas para atar la bici cuando se lleva en el maletero y mil pequeños objetos más. Y lo que no quepa ahí encuentra alojamiento en dos huecos laterales con tapa independiente. Todo esto significa que el cuerpo principal del maletero va siempre despejado, lo que reduce el ruido en curvas.

    Sin embargo, el novísimo Prius de 4ª generación tiene una rejilla fofa de posición única y difícil de fijar, no tiene rejilla de separación de carga, y ni un solo hueco bajo el maletero, que se tapa con una simple moqueta.

    Una buena manera de conocer un coche es lavarlo a mano, y en ese sentido las formas peculiares del Prius proporcionan sorpresas. Los limpiaparabrisas delanteros se ocultan en un hueco entre el capó y la base del parabrisas, con dos objetivos: reducir ruidos aerodinámicos y mejorar la estética, algo similar a lo que buscaba Seat en el Altea al esconderlos en el montante A. En el Prius la suciedad se acumula en ese hueco, y los rodillos de un túnel de lavado no llegan al fondo del hueco; solo desplegando los limpias y con algo de paciencia con la esponja se queda limpio en un lavado manual

    La parte posterior del coche merece otros dos comentarios. Como la base del portón está retranqueada respecto a los pilotos, se crea otra zona de acumulación de suciedad que solo se puede limpiar abriendo el portón, para limpiar por partes cada una de ellas. Y por último, el limpia de la luneta superior trasera ¡no es retráctil!, solo se puede levantar unos 10 cm y no se queda fijo por lo que limpiar esta luneta (no lo olvidemos, nos jugamos casi toda la visibilidad trasera con ella) es incómodo.

    Lo más destacado del año con el M3 fue un viaje de fin de semana por La Rioja, toda una prueba de versatilidad: ¿de verdad es, a la vez, una cómoda berlina para viajar como cualquier otro Serie 3, un Cabrio para pasear y un deportivo que merece llevar la letra M? Lo de cabrio se quedó en duda por la lluvia, el resto se aclaró favorablemente.

    A la hora de viajar por autovía a velocidades levemente ilegales, es delicioso. Las únicas críticas se refieren al ruido generado por la capota y al de rodadura de los enormes neumáticos traseros, a partir de 140 km/h de marcador. El consumo es bajo para ser una gasolina de más de tres litros, y bajo el agua en carreteras secundarias transmite confianza y seguridad, sin asomo de subviraje al entrar, y solo pierde tracción en horquillas de segunda en pendiente.

    Como todos los coupés, las puertas son más largas, lo que mejora la estética y facilita el acceso; a cambio, es más fácil golpearlas cuando se aparca en batería o en los aparcamientos subterráneos. El maletero es más que suficiente para fines de semana y admite equipajes de más de dos personas para más de dos días.

    El final del año vio el único incidente con el M3 Cabrio desde su compra, hace ahora dos años: una maniobra de aparcamiento rozó la punta derecha del paragolpes delantero, y se rompió el soporte inferior del paso de rueda. El uso en autovía lo presionó hacia atrás hasta que rozó con la rueda y terminó desapareciendo una parte de la pieza. Hasta que conseguí el recambio, no quedó otra que un remedio con cinta americana al estilo McGyver.

    Y como todo M3 E46 que se precie, hay que reponer medio litro del exquisito aceite Castrol Edge Titanium FST 10W-60 cada mil kilómetros. O arriesgarse a romper el motor.

    Gran parte de las andanzas de la Ghost en 2016 quedaron reflejadas en las entradas de este blog referidas a la Carrera Africana de La Legión en Melilla. Después de esos meses tan intensos (1.383 km de entrenamiento en la Ghost y 401 más en la bici estática), el resto del año fue más suave. Eso sí, gracias al cambio a neumáticos sin cámara, la caja de los parches no ha vuelto a salir de la mochila. ¡Bien!

    Justo antes de la Ruta Imperial, a finales de Octubre, le tocó cadena nueva por kilometraje, y ya está lista para muchos kilómetros más.

    El veterano Land Cruiser HDJ80 cumplió en 2016 los 25 años, y sigue estupendamente bien en lo principal, salvo ciertos achaques lógicos. La batería izquierda, con un borne sulfatado hace tiempo, terminó falleciendo y llevándose por delante a su compañera del lado derecho. Por fortuna, largas sesiones de cargador permitieron que ésta se recuperara, de modo que la avería se resolvió con una enorme batería nueva de 70 Ah, un borne también nuevo y una buena sesión de limpieza.


  • Melilla La Vieja y los siete edificios más altos de Madrid (2 de 2)

    Que el despertador suene a las cuatro de la mañana para conducir más de 500 kilómetros en solitario, la mitad de noche y todos aburridos, no es la mejor manera de empezar un desafío. Pero los desafíos son así. Me sentí raro y solo bajando a deshora hasta Motril, y únicamente me reconforté cuando, al llegar al aparcamiento de la entrada del puerto, vi más coches cargados con bicis y caras a la vez somnolientas e ilusionadas.

    El otro punto que me llamó la atención, y que sería una sensación prolongada hasta el domingo, era la heterogeneidad de los participantes en la Carrera Africana de Melilla. En primer lugar hay que decir que la prueba admite a los que queremos hacer los 75 km. en bici de montaña, y a los que optan por 50 a pie, y el perfil de ciclistas y marchadores es distinto. Por otro lado, al ser una prueba organizada por una unidad del ejército, hay un cierto porcentaje de participantes que llevan o han llevado uniforme, sea de militar, de policía o de guardia civil. De hecho, el domingo iba a ver a grupos de marchadores con camisetas que reproducían los distintivos de sus unidades militares, y algunos se acompañaban de banderolas, e iba a escuchar a ciclistas saludando a los policías nacionales de algunos cruces con un “Hola compi” muy cercano.

    El siguiente punto de esa variedad social de los participantes es el origen geográfico. Melilla está al sur del sur de España, por lo que no era de extrañar que entre los alrededor de dos mil participantes hubiera casi cien de Ceuta, más de 200 de Almería, 150 de Málaga, … y solo 25 madrileños.

    Todo esto marcaría las conversaciones y comportamientos de los tres días que íbamos a compartir y me sumergiría en una experiencia humana distinta a la de mi entorno personal y profesional, y a la que suelo vivir en las rutas y carreras en bici por Madrid y sus alrededores.

    Lo más destacado de las cuatro horas y media de travesía entre Motril y Melilla fue que recuperé parte del sueño perdido en el madrugón, y que reviví la experiencia de no tener cobertura de móvil. A la llegada al puerto comenzamos a disfrutar de la hospitalidad legionaria: una vez identificados y recogidas las acreditaciones, nos llevaron a los participantes en autocar al cuartel, y transportaron las bicis en un par de camiones. Para evitar que se golpearan o se rayaran, utilizaban un método sencillo y práctico: entre bici y bici colocaban un colchón viejo.

    Una vez hospedados en el pabellón de la 8ª Compañía y con las bicis alojadas en el pabellón contiguo, bajamos a la ciudad a recoger los dorsales. Empecé entonces a darme cuenta del impacto de la carrera en Melilla: dos mil participantes en una ciudad de 84.000 habitantes, 75 km. de recorrido en 12,5 km2. La plaza de las Culturas, punto de salida y llegada, ebullía con los preparativos, y encontré sosiego recorriendo el interior de Melilla La Vieja e imaginando, deseando, los que al día siguiente esperaba que fueran los últimos metros de carrera entre torreones, fosos y baluartes.

    Tomé pronto el autobús de regreso al acuartelamiento porque a las ocho tenía una cita ineludible con el pasado: visita guiada a la Sala Histórica, unas dependencias del Fuerte de Cabrerizas, dentro de las instalaciones del Tercio en que me alojaba, en las que se han agrupado recuerdos varios de la Legión.

    En una visita así a un lugar como ese es imprescindible dejar a la puerta conceptos ideológicos, prejuicios del siglo XXI y condicionantes morales. Las de Marruecos fueron guerras de finales del XIX y principios del XX, protagonizadas por países del pasado, bajo normas (cuando las había) ya en desuso, y protagonistas del lado español cuya interpretación actual tiene una elevada distorsión ideológica.

    Pues bien, dejamos todos esos filtros a la puerta del Fuerte de Cabrerizas Altas para entender la explicación del guía, un legionario cincuentón con experiencia en Mostar. Narró el cerco de Melilla de 1893, cuando varios miles de rifeños (¿cuatro mil, seis mil?) atacaron una posición pobremente defendida; en concreto, en el Fuerte de Cabrerizas había 380 defensores. El General Juan Margallo, abuelo del actual Ministro de Asuntos Exteriores, era el gobernador de la ciudad; el 28 de Octubre, en la explanada del fuerte, cayó de un tiro en la sien. El entonces joven teniente Miguel Primo de Rivera, destacó en combates como la recuperación, al mando de diez soldados, de piezas de artillería arrebatadas por el enemigo. Mereció la Laureada de San Fernando y el ascenso a capitán, y llegó a ser golpista, dictador y jefe del gobierno español. Otro nombre destacado fue el del entonces capitán Picasso, tío del pintor, cuya actuación esos días le valió una Laureada; años más tarde, ya como general, fue el Juez Instructor que elaboró el Expediente Picasso, el amargo informe que depuró las responsabilidades del desastre de Annual y pintó un paisaje de corrupción, cobardía y desorganización.

    Queda en el aire si la muerte de Margallo sucedió heroicamente en acto de servicio por fuego enemigo, se pegó un tiro para cerrar bruscamente su implicación en un asunto de contrabando de armas, o si el tiro llegó, precisamente por ese asunto, de la pistola del mismo Primo de Rivera.

    Al final, el cerco a Melilla se rompió por la valiente actuación de este último y porque el acorazado Numancia y las cañoneras Isla de Cuba (entonces era territorio español) y Conde de Venadito, ancladas en el puerto, abrieron fuego contra los barrios habitados por cabileños.

    La visita continua con permanentes recuerdos a Millán Astray, fundador de la Legión, y al comandante Franco, jefe del 1er Tercio, el que nos acoge. El tono elogioso que emplea el guía hacia ellos no parece que contenga carga política, es más bien el respeto de un subordinado al superior al que admira. Al pasar a la última sala la carga emocional aumenta: “Esta es la sala del Teniente Aguilar”. El breve silencio que sigue a la frase nos sirve para buscar en la memoria y comprobar que el nombre no nos suena. La aclaración que sigue es contundente: “Era mi superior. Cayó en misión humanitaria en Mostar”. Hemos saltado repentinamente de una guerra cruel, corrupta y politizada a otra igualmente cruel y más cercana; de un ejército clasista, atrasado y de reemplazo a uno profesional.

    Los asistentes a la visita guardaban un silencio respetuoso a veces, salpicados por comentarios que dejaban entrever una admiración velada, y otras revelaban abiertamente su condición de exlegionarios.

    Por si me quedaban dudas, a la hora de la cena ciclistas y marchadores compartimos la cantina con legionarios de servicio, con el armamento reglamentario encima.

    Nueve horas de sueño es un excelente prólogo para un día de carreras duras. Y si encima un legionario te dice que han preparado un desayuno fuerte, es obvio que se han acabado las bromas. Nos metimos entre pecho y espalda, a primera hora de la mañana, una enorme tortilla francesa y un plato de pasta regados con zumo de naranja, y un pozal de café con leche desbordado de cereales. En realidad, solo una fracción de las calorías que iba a gastar. Mientras desayunábamos, los camiones Pegaso, los Aníbal y los BMR recibían en la Explanada Gran Capitán el cargamento que nos iba a ser imprescindible a los participantes: cientos de litros de agua y de Aquarius y muchísimos kilos de fruta. Los legionarios seguían cargando sus vehículos cuando di el último retoque a la Ghost: repaso de presiones de neumáticos más engrase de cadena. Cargué cuatro barritas de cereales en la bolsa bajo el sillín, dos litros y medio de Isostar entre la mochila y un bidón, más herramientas, una cámara, un plátano para antes de la salida y crema de protección solar. Que en el frescor de primera hora de la mañana parecía que iba a sobrar.

    Tras la última comprobación, y ya vestido de ciclista, bajamos desde el acuartelamiento, en la parte alta de la ciudad, a la salida, junto al puerto.

    El ambiente de la salida entre los participantes, como suele ser habitual, era una mezcla de ilusión y preocupación, por la combinación obvia de diversión y sufrimiento de estas carreras. Me voy a saltar el griterío del público presente y las voces del comentarista para decir que, una vez tomada la salida, los primeros kilómetros, por dentro de la ciudad y en llano fueron rápidos a pesar de la multitud, entre 20 y 25 km/h de media. Paulatinamente los lentos que habían salido delante fueron perdiendo posiciones, y los rápidos que habían llegado tarde las ganaron. Al dejar el asfalto, en una zona fea de polígono, vi bastantes pinchazos porque había restos de cristales en el suelo, y mentalmente crucé los dedos y recordé la pesadilla de mis últimas salidas. Menos mal que los tubeless no me fallaron.

    Hacía calor, la carrera era muy larga y quería hacer solo dos paradas para comer, de modo que me marqué un ritmo ligero pero sostenible, confiando más en llegar con fuerza al final que en ir deprisa solo al principio. Por eso tiré sin desfondarme, y en 1 h 17’ llegué al avituallamiento del km. 23, al fondo de los acantilados del Aiguadú. Con el Mediterráneo batiendo unos metros más abajo comí y bebí para afrontar con ganas una subida perra de dos kilómetros, que se me hizo sencilla. El primer punto de dificultad se me planteó poco después, en un sube baja rompepiernas, cuatro km. que se me atragantaron. Cuando pensé que se acababan, y empujando la bici por una rampa reseca de tierra suelta de más del 20%, perdí pie, se me resbaló la bici, y me clavé con fuerza el Garmin donde uno no se debe golpear, ni con fuerza ni sin ella. Me dolía, y mucho, pero en una carrera uno no se detiene ni para quejarse. Además en aquella zona, como en todo el recorrido, había multitud de legionarios listos para ayudar, y si me paraba se acercarían, y si se acercaban me tocaría dar una explicación embarazosa. Miré adelante y vi que el recorrido continuaba por la pista de asfalto paralela a la valla de la frontera, en un descenso largo y amenazadoramente pronunciado. Como una sensación muy fuerte eclipsa a otra solo fuerte, me tiré pendiente abajo, y el miedo de rodar a 58,7 km/h (así quedó grabado en el Garmin) tapó el dolor.

    Algo más adelante viví uno de esos momentos insólitos que se disfrutan en las carreras solo desde dentro. Era otra de esas pistas ásperas y rotas, ya cansados, en las que no cunde. Repentinamente comencé a oír, en versión para corneta, aquella melodía de la banda sonora de “Rocky” que todos asociamos al sacrificio precio al éxito, al entrenamiento que nos conduce a la victoria. Sin dejar de pedalear vi que era un corneta de la banda del Tercio, que se había arrancado con esa pieza. Sus compañeros se reían, los corredores que pasábamos por allí nos mirábamos sin creerlo, y enseguida comenzó a hacer efecto: las piernas se aligeraron y las rampas perdieron desnivel.

    Paré de nuevo en el km. 38, a las 2 h y 26’ de carrera, para comer y beber de nuevo, con el fin de atacar con energía el tramo llano cercano al mar. Tenía la esperanza de subir la media en los siete km. de casco urbano y espigón, asfaltado y plano, y sin embargo me encontré con un enemigo inesperado: el viento. Se había levantado tras la salida, se ocultó mientras rodábamos por entre cerros, y ahora soplaba con ganas especialmente en el espigón y el paseo marítimo, así que no quedaba otra que seguir apretando los dientes.

    Salí de la ciudad para afrontar el tramo final de la carrera, con una subida desde el nivel del mar a los cerros que se me habían atragantado, rodear la ciudad por los cuarteles y repetir la zona del viento. Lo bueno al final de un maratón es que ya no hay que pensar ni que dosificarse; si uno se ha organizado bien, es la verdadera hora de la diversión. No quería correr el riesgo de venirme abajo al final por lo que me avituallé por tercera vez en el km. 58,6, ya con 3 h y 43’ de carrera, y tiré a fondo. Crucé por segunda vez, esta como una exhalación, el Acuartelamiento del Tercio y saludé de soslayo al pasado en la Explanada Millán Astray, frente al Fuerte de Cabrerizas Altas. La subida dolorosa de la primera pasada la hice sin incidentes, y me tiré por la bajada tan enrabietado que esta vez llegué a los 69,4 km/h. Nunca había olido a goma quemada en un neumático de bici de montaña, qué sensación de orgullo y de miedo. En esta hora final desesperada reconocí tramos que se usaron en el Raid de Melilla de 2010, cuando mi colega con ruedas en el desafío era un Land Cruiser de cinco metros y dos toneladas en vacío. Mantuve la concentración todo lo que pude, me esforcé para imponerme a la maldita subida, casi la última, del km. 59, y encaré la última de verdad, una rampa cercana al aeropuerto, ya con 4 h y 10’ de carrera pesando en las piernas.

    Desde ahí sabía que estaba hecho: recorrer de nuevo algunas calles entre un público disperso que no paraba de aplaudir, luego el espigón y la playa con público abundante y entusiasta, llegar a Melilla La Vieja entre un público ya desbordante y ruidoso, que me animaba como si fuera a ganar, cruzar patios de armas y túneles, zigzaguear entre torreones para, al final, salir por el Túnel de San Fernando a la Plaza de las Culturas y entrar en meta.

    No voy a presumir ni de que respiré hondo ni de que era consciente de que había conseguido mi objetivo, Estaba demasiado cansado para eso. Me dejé llevar a la carpa en la que me entregaron la medalla que recibe el que consigue terminar. Me dejé llevar a la carpa en la que recogí mi petate legionario con regalos, entre los que había un maillot conmemorativo que luciré cuando haya que hacer una declaración de intenciones. Y me dejé llevar hasta la carpa de comida. Despacio, muy despacio para no vomitar, me comí y me bebí todo lo que me dieron, mientras hacía estiramientos, enviaba algún WhatsApp de satisfacción y miraba con ojos de agradecimiento a la Ghost, ahora polvorienta. Aun no sabía que iba a seguir comiendo y bebiendo de modo exagerado dos días más. Tampoco sabía que había recorrido 74,9 km. en 4h 38’ y 44”, y que el desnivel acumulado era de 1.104 metros. Me quejaba por el calor y las quemaduras en las piernas sin saber que la temperatura media en carrera había sido de 28,3ºC. Sí sabía que me dolían las piernas, y que me iba a doler el cuerpo entero algunos días más; me faltaba cuantificar que el ritmo cardiaco medio había sido de 150 ppm y que me había dejado 2.300 calorías. Más tarde sabría que mi posición era la 389 de los 784 que iban a terminar de los 970 inscritos, el 52º de los 123 de mi categoría.

    Lo que tenía claro es que la satisfacción dura mucho más que el dolor muscular y las quemaduras.


  • Melilla La Vieja y los siete edificios más altos de Madrid (1 de 2)

    En 2015 me atreví, con más temeridad que conocimiento, a debutar en el Open de Madrid de Maratones en bici de montaña, XCM para los iniciados. De repente los recorridos de 30 kilómetros por pistas que realizaba hasta la fecha pasaron a ser calentamientos de pretemporada porque, sin saberlo, me había metido en un campeonato de nivel de un deporte duro.

    En este blog conté (“Cuando terminar no es suficiente”) penas, alegrías y dudas al respecto. Sobre todo dudas, las que surgen cuando el esfuerzo por alcanzar el objetivo genera más sufrimiento que la satisfacción que se obtiene al alcanzarlo. Había llegado a la meta en todas las carreras en las que me inscribí a cambio de grandes esfuerzos en las subidas de mayor pendiente y, debo confesarlo así, bastantes miedos en las bajadas trialeras. Descubrí que me encontraba cómodo en las pistas, especialmente si los desniveles no eran extremos, e incómodo en aquellos tramos complejos, precisamente los que distinguen las pruebas puntuables de las no puntuables.

    Más allá de todo esto había un logro tangible: el cambio de costumbres necesario para alcanzar el estado de forma tenía ventajas en mi salud. La mayoría de los días tomaba cinco comidas, todas ellas sanas y variadas, y el uso de los ascensores había pasado a ser anecdótico. Y por encima de esto, descubrí otros aprendizajes al correr maratones y su aplicación en el día a día. Porque en el entrenamiento y las carreras desarrollé habilidades como la autodisciplina, la planificación a medio plazo y la resistencia a la frustración.

    Y estaba en medio de esta mezcla de logros y fracasos, metas alcanzadas y otras aun lejanas, buscándole el sentido a los XCM en Madrid, cuando supe de la existencia de una carrera con aun menos sentido, tan poco sentido que era precisamente su ausencia lo que le daba encanto. Me explico.

    Madrid y sus alrededores reúnen escenarios variados para las bicis de montaña, desde trialeras estrechas en la sierra a pistas rápidas a la orilla de los ríos y en las vías pecuarias; entonces, ¿por qué irse hasta Melilla a montar en bici?

    La concentración de escenarios apropiados y afición ha creado un calendario de todo tipo de pruebas, con diferentes recorridos y durezas; entonces, ¿por qué inscribirse en una carrera tan larga, de 75 km?

    Y por último, si los escenarios y la afición han facilitado la existencia de profesionales que organizan carreras de bicis al lado de mi casa, ¿por qué irse al norte de Africa a sudar durante más de 75 kilómetros en una carrera organizada por el Tercio de la Legión?

    De modo que la conclusión a mis dudas del año pasado fue decidir firmemente que en 2016 participaría en la Carrera Africana de la Legión en Melilla.

    Se acababa de celebrar la tercera edición y los foros hablaban de lo bonito y a la vez duro del recorrido, y de una ciudad volcada en la carrera. Como africanófilo y amante de rarezas, la carrera me atrajo enormemente. Repasé vídeos en los que mi debilidad por la arquitectura se complació al ver pasar las bicis frente a algunas de las joyas modernistas de la ciudad y recorrer los últimos metros de la carrera por dentro de las murallas de Melilla La Vieja, cruzar la plaza de armas y salir por el puente levadizo al arco de meta.

    Al repasar las posibilidades de alojamiento descubrí que había un más allá sorprendente y peculiar, que quienes lo habían probado calificaban con elogios: la Legión habilita un pabellón en su cuartel para un número limitado de participantes que comparten instalaciones con los legionarios desde el viernes en que se llega a Melilla hasta la mañana del domingo, día posterior a la carrera.

    El plan estaba clarísimo: entrenarse, inscribirse, alojarse en el cuartel y, por supuesto, llegar a meta. El pasado octubre comenzó el trabajo que consistía no solo en hacer muchos kilómetros para estar en forma. Hasta ese momento utilizaba en la bici un ciclocomputador que simplemente medía distancia recorrida, velocidades máxima y media y ritmo cardiaco. Insuficiente para un entrenamiento serio, de modo que avancé varios pasos tecnológicos al hacerme con un Garmin Edge 810. Sentado frente a la pantalla del ordenador el día del estreno, viendo los resultados de la primera ruta grabada, me sentía como los ingenieros de un equipo de MotoGP en la reunión posterior a la carrera: velocidades instantáneas, perfil del recorrido relacionado con los desplazamientos marcados en Google Maps, y la posibilidad de estudiar secciones independientes eran algunas de las muchas posibilidades de análisis que ofrecía el sistema.

    Al repasar el recorrido de la Africana de años anteriores, comprobé que era más largo que mis rutas habituales, con tramos llanos y rápidos en el núcleo de la ciudad y sus alrededores, y bruscos desniveles al trepar por los cerros que separan Melilla de Marruecos. Me puse a buscar recorridos cercanos a mi casa que sirvieran como entrenamiento o que al menos representaran una dificultad equivalente, y descubrí el índice IBP (Interactive Bycicling Parameters index), que precisamente evalúa la dificultad de una ruta en ese sentido. Para calcular el IBP de una ruta no hay más que descargar su archivo en la página de Internet de IBP. El archivo puede ser el que se ha grabado en el navegador al realizar la ruta, en mi caso el Garmin, o uno que se encuentre en las páginas que los archivan, como Wikiloc. Así que empecé a cuantificar la dificultad a la que me enfrentaba: la Africana de 2015 había tenido un índice de 72, una de mis salidas de 40 km. se quedaba en 29, y el Rallye de Galapagar de 2015 que tanto esfuerzo me supuso solo llegaba a 59. Si pretendía acabar la Africana de 2016 y en menos de cinco horas, el desafío estaba cuantificado y tenía todos los medios para prepararme.

    Los viajes de trabajo hicieron que el entrenamiento con objetivo africano arrancara en Octubre en el gimnasio de un hotel de Viena. Unas semanas de esfuerzo después ya veía los primeros logros: una ruta de índice 62 había caído en menos de cuatro horas y media.

    El primer desafío duro de la pretemporada iba a ser la carrera inaugural del Open de Madrid de XCM 2016, con índice 60, y 59 km. de recorrido. (¡Qué cambio! Una carrera de ese campeonato era para mí un reto en 2015 y simplemente un entrenamiento en 2016). Hasta el kilómetro 30 había que aguantar la dura subida hasta el Cerro San Pedro, y desde ahí recuperar la velocidad media en el descenso. O al menos esa era la teoría. La realidad fue mejor al principio: llegué a mitad de carrera con una media prometedora de 14 km/h y no estaba tocado, y eso me animó de cara al resto. Pero las supuestas bajadas rápidas eran pedregales estrechos, trialeras complicadas o, directamente, descensos suicidas. Cualquiera de ellas suponía un ritmo bajo y un cansancio alto, lo que además repercutía en la concentración. Entre un fallo de concentración y una señalización no muy buena, me perdí más allá del km. 50, por lo que acumulé unos kilómetros de más, que incluían una subida francamente desagradable.

    Con el buen humor que me quedaba me reí en el kilómetro cincuenta y muchos: al final de un tramo plano me esperaban una señal de peligro y un miembro de Protección Civil para insistir en que tuviera cuidado con lo que había a continuación. Llegué al final del llano, me asomé, vi un descenso con una pendiente de las que te quitan el color de la cara y abajo, como esperando por si acaso, una ambulancia y la policía municipal. Unos minutos después, desbordado por las trialeras del final, llegué a meta muy cansado y rigurosamente último de los que acabamos. Lanzo esta puntualización para proteger mi autoestima. Eso sí, acabar en 4h 11’ 24” una carrera de índice 69 dejaba claro que el entrenamiento iba por buen camino.

    Esa tarde, dolorido en casa analizaba los resultados grabados en el Garmin y quería cuantificar el origen de mi cansancio. Lo grave no habían sido los casi sesenta kilómetros, que también, sino los 1.399 metros de desnivel acumulado. La Wikipedia reconfortó mis maltrechos músculos, porque esos metros equivalen a la altura acumulada de los siete edificios más altos de Madrid: Torre de Cristal (250 m.), Torre Cepsa (248 m.), Torre PwC (236 m.), Torre Espacio (224 m.), Torre Picasso (157 m.), la Torre de Madrid (142 m.) y Torre Europa (121 m.).

    No me lo pasé nada bien en la ruta de 30 km. del Maratón Sierra Oeste de Navalagamella unos días más tarde, porque el organizador, supongo que con la idea de mejorar sus resultados económicos, había admitido tantas inscripciones que las trialeras y los senderos parecían atascos madrileños.

    Sí que aprendí mucho en una ruta de 50 km. e índice 61 en Quijorna: con 37 provincias españolas en alerta por viento, lluvia, nieve y frío, no me quedaba duda alguna en la salida de que iba a ser una mañana intensa. Contra el viento no me quedaba más que resignación y apretar los dientes; no hay alternativa cuando se rueda con el pulsómetro disparado tirando de desarrollo corto en llano ¡a menos de 10 km/h! Lo del barro fue una buena lección comparativa, porque peleando por mantener a la vez el equilibrio y la dignidad, me di cuenta de que una bici de montaña se lleva igual en barro que el Land Cruiser en arena: desarrollo tirando a corto, siempre con tracción, y un derroche de delicadeza para cambiar o simplemente mantener la trayectoria.

    La trastienda de estos esfuerzos está muy lejos de ese montar en bici despreocupado y fácil de la infancia. Ya no es un transportarse y divertirse a la vez y sin más. Al contrario, es un agobiante despliegue de planificación y perfeccionamiento. Tras cada recorrido, solo después de los estiramientos y ansiando una ducha, anotaba escrupulosamente el trabajo a realizar en la bici antes de la siguiente salida: engrasar la cadena, subir una décima la presión del neumático delantero, un click más a extensión en el amortiguador trasero, repasar el desviador porque el plato grande entra despacio, … Me acordaba con cierto sonrojo de esa BH plegable de hace muchos años y no podía compararla con la Ghost actual porque pertenecen y pertenecemos a mundos distintos. Antes de cada entrenamiento hacía una puesta a punto, cargaba la mochila de agua con dos litros de Isostar, y llenaba su bolsillo con tantas barritas energéticas como paradas fuera a hacer en la siguiente ruta prevista y cronometrada, más una, por si acaso. Y a partir de cierto índice IBP, llenaba un bidón adicional con Isostar y lo sujetaba al cuadro de carbono. Repasaba en el ordenador la grabación de la última vez que había hecho la ruta prevista y cronometrada y me fijaba el objetivo. Luego sonreía satisfecho por dentro al recordar que en las 48 horas previas solo había comido lo que dicen las dietas: pasta, fruta, cereales, legumbres, …

    Si los preparativos eran para una carrera, aun añadía las consultas al pronóstico meteorológico en Internet para escoger con precisión la ropa. Y el análisis de la ruta en Wikiloc, y dibujarlo en un trozo de cinta de carrocero con rotuladores de colores, que luego pegaba al lado derecho del manillar, para que actuara más como un copiloto mudo que como un simple recordatorio.

    Luego llegaron rutas con salida en San Sebastián de los Reyes, Galapagar o Griñón. En esta última me inscribí porque su trazado, de pistas anchas y casi siempre planas, tenía parecido con tramos de la carrera de Melilla y podía ser un buen entrenamiento. Solo que las lluvias de los días anteriores los convirtieron en barrizales (¡otra vez!). De ese modo y siendo un maniático de las presiones de neumáticos, probé la desazonante sensación de ir pinchado de las dos ruedas, que es lo que parece al rodar sobre media cuarta de barro pegajoso apoyado en una pista de tierra dura. Había una cierta relación, no muy estrecha, entre girar el manillar y que la bici cambiara de dirección, y la rueda trasera deslizaba lateralmente, perdía tracción o todo a la vez. Aun así tuve tiempo de rodar deprisa por terrenos fáciles y el resultado no fue malo.

    El rallye de Galapagar me lo había arruinado un pinchazo, y tres semanas antes de la carrera africana otro pinchazo frustró un entrenamiento de fondo que prometía disparar mi autoestima. No quedaba otra posibilidad que pasarme a la eficacia contra los pinchazos de los neumáticos sin cámara. O, como se dice en la jerga, “tubelizarme”. Los Schwalbe Rocket Ron que montaba hasta el momento no eran válidos, así que me pasé a unos Maxxis Ardent Race 2,20 x 29” delante y Crossmark 2,10 x 29” detrás. Las pocas salidas que me quedaban hasta coger rumbo a Melilla las dediqué a hacerme con ellos. Son muy rodadores, y no terminaba de cogerle confianza al delantero a la entrada de las curvas ni de acertar con las presiones. Con los Schwalbe rodaba en invierno con 1,9 bar delante y 2,0 detrás, y se recomienda bajar una décima al pasarse a “tubeless”. Pero no me encontré cómodo hasta bajar a 1,7 y 1,8, respectivamente.

    Y ahora estoy en la salida de la Carrera Africana de la Legión en Melilla. Ayer salí de casa antes de las cinco de la mañana en coche, el barco zarpó de Motril a las once, y por la tarde recogí el dorsal y palpé el ambiente. Después de medio año de entrenamiento, más de mil kilómetros de pedaleo y doce meses de ilusión, ha llegado la hora.


  • El parque móvil en 2015

    El año 2015 se recordará en el parque móvil por ser el periodo en el que se fue el Toyota Celica Carlos Sáinz Réplica de principios de los ’90 y llegó el BMW M3 Cabrio de 2002. Me dio mucha pena dejar irse al Celica, un coche de coleccionista y un mito del Mundial de rallyes cunado no se llamaba WRC, pero soy consciente de que llego a poseedor temporal de coches, no a coleccionista. Además, el viaje por Marruecos que hicimos con él a finales de 2014 (ver “Celica to the Sahara” en este blog) le dio un significado al tiempo que lo tuve que le sobrevivirá.

    También se contaron en este blog (“Con 29 años de retraso”) la llegada del M3 y sus primeros meses en el garaje. Al final de esa entrada, el M3 estaba reparado de una avería inexistente y yo buscaba un cargador Pioneer de seis CDs. Como lo utilizaron varias marcas de coches y se caracterizaba por su baja fiabilidad, no fue difícil encontrar uno en el nutrido mercado de segunda mano en Internet. Temía que me vendieran un equipo tan defectuoso como el que tenía, de modo que desmonté el que fallaba y dejé todas las conexiones sueltas en el maletero, para que fuese sencillo probar, sobre el terreno y antes de pagarlo, el que encontrase. Acordé la cita con el vendedor a través de WhatsApp en un lugar que para mí era tan poco habitual como la plaza de toros de Parla, una ciudad del cinturón industrial de Madrid. Por centrar el asunto: los actuales propietarios de los M3 E46 se dividen en dos tipos. Unos son jovencitos aficionados al automóvil del género tunero, habitualmente con novia poligonera; otros son veteranos aficionados, casi siempre expilotos, y que peinan canas. Un miembro del primer grupo estaría en su salsa en el lugar de la cita; yo llegué con cierto reparo y los ojos muy abiertos. Y más que los abrí cuando vi llegar al vendedor: Skoda Octavia blanco cargado de años del que se baja un marroquí. Menos mal que el arranque de la conversación acabó con los prejuicios: era un chapista de Casablanca que, después de varios años desempeñando su profesión en España, se había quedado sin trabajo y explotaba un curioso nicho de mercado: al conocer los elementos electrónicos con mayor índice de fallo en las marcas Premium alemanas, recorría los desguaces desmontando esas piezas: unidades electrónicas de motor, transmisión y carrocería, navegadores y sus pantallas, motores de elevalunas y techos, unidades hidráulicas, cargadores de CDs, … El que sacó del maletero del Octavia era exactamente igual al de mi M3, y lo conectó con la soltura del que está acostumbrado a hacerlo. Y mientras me demostraba que el equipo cargaba y seleccionaba CDs, y que el clásico “Even in the quietest moments” sonaba de maravilla en el equipo Harman Kardon del M3, me ofrecía sus servicios: “Si te falla el techo plegable no te vuelvas loco, es la unidad hidráulica y yo te la consigo por la mitad de precio que la original. BMW te vende el conjunto del navegador y el equipo de sonido; yo te vendo la pantalla suelta si te hace falta”. Y así despiezó el M3 y sus posibles averías electrónicas.

    Ya con sonido de calidad a bordo, el resto del año ha visto cómo se disfruta con naturalidad un deportivo lujoso y descapotable. Salvo por la dureza del embrague, es cómodo en los atascos, y en el maletero se pueden transportar los regalos del día de Reyes camino de una reunión familiar.

    El mejor momento del M3 en 2015 fue una cita, entre gastronómica y rutera, con amigos propietarios de primos hermanos de mi coche. Los tres vehículos eran deportivos, lujosos y alemanes: un Mercedes SLK 55 AMG y un SL AMG, además de mi M3. Una vez establecida la similitud inicial, empiezan las diferencias. El SL es más un coupé de lujo que corre mucho que un deportivo. Por tamaño, tarados de suspensiones, tacto de dirección y entrega de potencia, te traslada con suavidad majestuosa a velocidades delictivas. Pero no le pidas maravillas si la carretera se estrecha y retuerce, porque no es ese su hábitat natural.

    El SLK está a mitad de camino entre ambos. Más pequeño y ligero que el SL, más potente que el M3, el V8 atmosférico le hace correr pero que mucho.

    Desde el volante del M3, los más de 200 kilómetros de curvas de aquella mañana fueron un desbordamiento de placer de conducción. El tacto de dirección y chasis permiten colocar las cuatro ruedas con precisión de láser, y la disponibilidad de potencia suave en un arco de casi cuatro mil vueltas genera una interacción con el conductor más que placentera. Salvo horquillas en que la segunda se quedaba larga, el M3 se movía con fluidez, con facilidad, dócil a los movimientos del volante. Con unos 24ºC, cielo azul y techo abierto, esa mañana por carreteras de Avila habituales en el Campeonato de España de Rallyes fue un placer intenso y suave a la vez, porque el motor es tan tratable y el chasis tan noble, que el conductor no se aturulla salvo error grave de conducción, a pesar de lo alto del ritmo.

    Para terminar la sesión, relajarse y hablar de coches, un festival gastronómico en el restaurante del Parador de Gredos, seguido de un café, solo y en taza pequeña, servido en la terraza de la fachada posterior, con vistas a pinares sin fin.

    Durante 2015 terminó su estancia en el garaje el Auris Touring Sport híbrido estrenado el año anterior. Los casi 25.000 km compartidos me reafirmaron en la creencia de que los híbridos son ideales en tráfico urbano y en los anillos de las grandes ciudades. La suavidad, el silencio y la agilidad son el antídoto ideal para los crecientes atascos de Madrid.

    En Noviembre le sustituyó la versión de 2015, lo que significa que viene equipado con las tecnologías que marcan la ruta hacia el coche autónomo: sistema de precolisión, aviso de cambio involuntario de carril, cambio automático de luces, y aparcamiento automático. El uso frecuente de un vehículo así (ya llevo más de 6.000 km) no genera las mismas sensaciones que una simple prueba en pista cerrada de esas tecnologías. Dedicaré una entrada exclusiva al asunto porque este equipamiento es el embrión nítido del coche autónomo, y la vida diaria con él genera curiosas reflexiones.

    El otro apartado que llama la atención al conducir un híbrido es que la obtención de un bajo consumo se convierte en una obsesión para el conductor. Queda claro que el objetivo real de los híbridos es reducir las emisiones, y reducir consumos no es más que una consecuencia. Pero el conductor se obsesiona, y se apoya con fervor peligrosamente cercano a la distracción en las cada vez más abundantes pantallas de información. Se pueden ver los flujos de energía, los consumos instantáneo, acumulado y desde el último arranque, así como el kilometraje desde el último repostaje y la autonomía remanente.

    Hasta tal punto es real esta obsesión que he decidido no comparar los consumos que obtengo con los híbridos con los que obtengo con los demás coches. Porque con los híbridos me apoyo en las inercias, redondeo las trazadas, abro con suavidad al salir de las curvas, me anticipo a los desniveles, levanto en los llanos, y mil trucos más para reducir el consumo. Mientras que ahora en el M3, y antes en el Celica, me limito a disfrutar.

    No recuerdo haber pisado a fondo en tráfico abierto un híbrido, al saber que hay una ganancia de velocidad inferior al aumento de consumo; pero qué festival de placer es, con los fluidos a temperatura de servicio y el agarre necesario, llevar hasta abajo el acelerador en el M3, y sentir la espalda pegada contra el respaldo del asiento mientras disfruto del sonido del seis en línea.

    El Land Cruiser HDJ80 de 1991 vivió dos episodios complicados, uno antes y otro después del viaje a Marruecos que se contó en este blog. Aproveché el repaso previo al viaje para reparar el aire acondicionado, que enfriaba poco. Afortunadamente se debía a una fisura en un tubo de aluminio que se pudo reparar, porque ya no hay recambio original.

    En Agosto, el paso anual por la misma ITV de siempre generó una gran sorpresa: esta vez al técnico se le ocurrió medir, y encontró una cantidad desmesurada de incumplimientos: altura total, altura del paragolpes trasero, peso, existencia de un cubrecárter, suspensiones modificadas, … No tenía mucho sentido discutir para no agravar la situación, así que me limité a preguntar por qué los años anteriores no se habían detectado incumplimientos y sí habían sellado la inspección. No hubo respuesta.

    Menos mal que un amigo que se dedica profesionalmente a estas lides me sacó del lodazal burocrático que supone el trance: pesamos el vehículo y medimos muchos de sus componentes, como el cubrecárter, las espiras de los muelles o el diámetro de los vástagos de los amortiguadores. Con eso se elaboró un proyecto, al que acompañaba un estudio técnico de un laboratorio autorizado, en este caso Idiada. Y todo ello abundantemente ilustrado con fotos y dibujos de llantas, neumáticos, separadores, más vistas de frente, de costado y de perfil, como si el pobre Land Cruiser fuera un concejal de Urbanismo presunto culpable de algo.

    Unos días después de entregar el cartapacio, comparecimos el Land Cruiser y yo en la ITV, donde se dedicaron durante casi dos horas a comprobar que las medidas consignadas en el proyecto y en el estudio coincidían con la realidad. Evito algunos detalles escabrosos y llego al final: vuelve a ser legal que ruede por vías públicas con un Land Cruiser que ahora sé que mide 2,02 m de alto y pesa 2.415 kg.

    Otra entrada en este blog narró la temporada de maratones en bici de montaña con la Ghost AMR 7 de 2015. Con 1.100 km recién cumplidos pasó por el taller de Cross Chicken para una revisión. Y salió con una cadena y unos cuantos retenes cambiados preventivamente en las suspensiones Fox. El neumático Schwalbe Rocket Ron trasero tenía 1 mm de profundidad, pero en un otoño anormalmente seco me había llevado algún susto y aproveché para cambiarlo. Al delantero aún le queda vida, quizá hasta más allá de la primavera.

    Los usuarios de vehículos con motor se guían mucho en la conducción por los ruidos que genera el coche o la moto. El motor, el cambio, las transmisiones, los frenos, el chasis o carrocería, hasta las suspensiones emiten sonidos que, correctamente interpretados, dan pistas válidas sobre el estado del vehículo, sus virtudes o defectos, o averías en ciernes. Y esos usuarios suelen criticar que las bicis son mudas a ese respecto. Pues siento decir que están confundidos.

    Sí es verdad que los sonidos son distintos, más sutiles y con muchos menos decibelios, pero igualmente esclarecedores. En una bici no emite el mismo ruido de arrastre una cadena recién lubricada, al iniciar una ruta, que una cadena poco engrasada o ya seca y sucia al final de un maratón. Y el desviador delantero o el cambio trasero hablan mucho de su estado de ajuste cada vez que se cambia de marcha. Cuando están limpios y engrasados, cada cambio suena como un disparo seco, un sonido nítido y rotundo. Una sesión de barro cambia el sonido a arrastrado y dubitativo, preludio de una marcha que no entra.

    También el sonido de rodadura de los neumáticos tiene su significado. Si es limpio y fino dice que las presiones son correctas; si la carcasa se deforma por falta de presión el ruido es más grave y arrastrado. Y si ese tono se escucha en un giro, es que hay insuficiente presión, el neumático necesita jubilarse, ¡o vas demasiado deprisa!


  • Cuando terminar no es suficiente

    En 2013 me planteé participar en recorridos organizados en bici de montaña y el resultado lo conté aquí bajo el título “Cinco de cinco más la propina”. Lo disfruté, y mucho, y los 1.253,6 kilómetros de entrenamiento y marchas me mantuvieron en forma todo el año.

    Pero faltaba algo. En medio de los senderos entre pinares y las pistas anchas enmarcadas por jaras, echaba de menos el factor que hizo nacer este blog, esa maravillosa sensación de pelear contra un cronómetro, contra los rivales y, especialmente, contra uno mismo. En 2014, liado con viajes por Marruecos en vehículos tan poco apropiados como un Seat Panda de 1989 y un Celica Sáinz Réplica de 1993, el asunto quedó postpuesto, no olvidado. Porque navegando por Google en ratos libres encontré que esa necesidad de pelear en una bici de montaña contra la naturaleza y un crono se etiqueta con las siglas XCM, de Cross Country Marathon, y toma forma en carreras de un mínimo de 50 km.

    Es más, los alrededores de Madrid son un paraíso de la especialidad, con pruebas de diverso nivel de exigencia todo el año, salvo en el hueco del verano. Como remate, la Federación Madrileña de Ciclismo organiza un Open Comunidad de Madrid con nueve carreras entre Febrero y Junio, un calendario apretado, con hasta cuatro carreras en cuatro semanas. Algunos de los recorridos, vistos desde el calorcito de casa en invierno, eran posibles, otros me sonaban a ciencia ficción, como los 88 km. y 2.100 metros de desnivel acumulado de la carrera de San Martín de Valdeiglesias.

    De inmediato me puse manos a la obra con los preparativos.

    Acababa de estrenar la Ghost AMR7, y solo necesitaba rematar la puesta a punto de suspensiones. En lo físico, mejoré el estado de forma en la medida en que los compromisos familiares y profesionales me permitieron. Para empezar, y a modo de pretemporada, me inscribí en la Clásica de Valdemorillo en la categoría MTB Tour, es decir, la versión en carrera no puntuable de una ruta que llegaba a su 24ª edición. Después de unos cuantos años participando en marchas, el ambiente de la salida me pareció distinto: las caras serias, la mayor calidad de las bicis y la ausencia de “fondones” eran de esperar. Me llamó la atención los que no llevaban comida y casi ni bebida, algo que solo entendí días más tarde; yo confiaba en los tres avituallamientos de la organización, más los dos litros largos de Isostar en la mochila y medio más en un bidón sujeto al cuadro, y la colección de barritas energéticas y pastillas de vitaminas con las que cargaba.

    Valdemorillo 2015 mapaNada más darse la salida empecé a entender dónde me había metido: mientras yo pensaba en casi 60 km. de sierra madrileña a 6º C, los de cabeza arrancaron a un ritmo que para mí era de sprint desesperado. El ganador solo necesitó 2 h, 7’ y 25” para llegar a la meta; a mí me hicieron falta 4 h, 33’ y 8”. Eso sí, paré cuatro veces a comer (las tres de la organización y una más por mi cuenta), bebí en todos los avituallamientos más lo que llevaba encima y todo ese esfuerzo me permitió acabar en el puesto 71º de mi categoría; en la general preferí no mirarlo. El único consuelo es que al día siguiente pude ir a trabajar, y que le saqué 40’ y 19” al último de mi categoría. La Ghost se había portado de maravilla, y solo se me ocurrió endurecer levemente la suspensión a compresión y extensión porque los indicadores de recorrido habían llegado casi al límite.

    Como el origen del mal resultado, o al menos no tan bueno como esperaba, estaba en mí, busqué la respuesta a la pregunta básica que se me vino a la mente: ¿qué hacen los otros para tardar menos de la mitad? Estudié las clasificaciones, leí los foros, analicé los datos colgados en Wikiloc, repasé la prensa especializada y la conclusión siempre fue la misma: entrenamiento de cuatro, cinco o seis días por semana.

    Sí, me gustan las bicis de montaña y quería participar en maratones, pero no es la única afición que tengo y menos la única ocupación de mi vida. De modo que, sin tiempo de reacción pero al menos sabiendo a lo que me enfrentaba, me presenté en la primera carrera puntuable: el Rallye BTT de Galapagar. Hacía mucho frío en la salida, me quedé helado esperando el arranque, y más helado cuando ví el ritmo de los participantes. Con los músculos congelados y obsesionado por los más de 60 km. que me esperaban, se alejaron a una velocidad incomprensible para mí.  Buscando un equilibrio entre no desfondarme y no hacer el ridículo, subí el ritmo y empecé a pasar a los que iban aun más perdidos que yo. Ya caliente en todos los sentidos, me tiré por un cortafuegos en un pinar y fui consciente de dos cosas. En primer lugar, nunca había rodado tan deprisa en un bici ¡y era de los últimos! Y en segundo lugar, los retoques de suspensión era un error: al ir más duro, en los rizados la suspensión trasera botaba sobre las crestas y la rueda se bloqueaba al frenar cada vez que se quedaba en el aire. Todo esto me hacía ir tan descentrado que cuando alcancé y pasé a un grupo en la siguiente bajada, me equivoqué con el cambio y me volvieron a pasar. Más tarde me alcanzaron los participantes en la marcha no puntuable que había salido media hora más tarde y empecé a sufrir los atascos en los pasos complicados. La conclusión es que el ganador terminó en 2 h, 12’ y 27”, y yo último riguroso de mi categoría en 4 h 20’ y 51”, y cuarto por la cola de los 434 que acabamos.

    Había disfrutado en la carrera de paisajes preciosos, el placer de rodar con la bici había sido enorme, pero me daba cuenta del nivel de mi entorno. Un nivel tal que salen a correr sin comida y casi sin bebida porque los avituallamientos de la organización son suficientes para cuerpos acostumbrados a esfuerzos elevados que se recuperan con rapidez.

    Así mentalizado aparecí por mi segunda carrera puntuable, el II Rallye BTT Robledo de Chavela, que prometía 52,4 km. y un desnivel de 1.067 m en un entorno frío de granito húmedo con poco agarre. Pasé miedo en los primeros kilómetros entre piedras resbaladizas y reservé fuerzas para las subidas duras de más allá del km. 37.

    La clave de la carrera, y del resto de la temporada, me esperaba alrededor del km. 46: salíamos de una torrentera en el fondo de un pinar. Emp2015-cartel-hoyo-mananares2ujando las bicis por una pendiente del 30% y dándonos ánimos entre los que sabíamos que íbamos a ser los últimos de algo que nos venía dos tallas grande. Al coronar tomamos un sendero que serpenteaba en bajada hasta que nos encontramos con un corredor accidentado, rodeado por sus amigos: estaba consciente y orientado, aunque dolorido (¿clavícula rota?). Ya habían llamado al teléfono de emergencia de la organización y la ambulancia estaba en camino, de modo que poco podíamos hacer allí. Antes de salir, unos de los conocidos ocasionales me comentó que no entendía una caída en un tramo tan sencillo; mi respuesta mencionó algo del agotamiento físico y mental que generan falta de concentración. Volvimos a las bicis, al sendero en bajada, y un par de minutos más tarde me encontré al del comentario por el suelo, semiinconsciente y quejándose del vientre y de un hombro. Mientras llamamos a la organización y coordinamos la llegada de la ambulancia, recuperó la consciencia y concentramos las sospechas en una lesión interna y en otra clavícula fracturada. Cuando me fui me había quedado frío en los dos sentidos, y llegué fuera de tiempo a una meta despoblada: los accidentes y el recorrido habían necesitado 4 h, 11’ y 11”, y me habían mostrado claramente dónde estaba y los riesgos que corría.

    Las incompatibilidades de fechas han impedido que participe en el resto del Open de Madrid, y así no enfrentarme a  dudas y miedos. Como sucedáneo, participé en el Rompepiernas de Hoyo de Manzanares, una ruta en principio sencilla que se complicó. Se anunció como un recorrido de 33 km con perfil tirando a inocente, que evolucionó a 42,9 km con casi mil metros de desnivel acumulado. Y el día de la prueba amaneció invitando a no salir de la cama: niebla húmeda y lluvia a ratos vaguetona y a ratos intensa, lo ideal para quedarse frío y resbalar sobre el granito. El agarre, incluso en las pistas anchas de tierra, resultó tan bajo que hubo tramos amplios en descenso que se hacían tirando delicadamente de frenos y entreviendo por las gotas de agua que empapaban las gafas.

    El peor momento, a mitad de la ruta, me tuvo angustiado las siguientes 24 horas: el mucho barro había bloqueado, sin que me hubiera dado cuenta, los pedales automáticos, de modo que cuando llegué a una zona de escalones de piedra deslizante y fui a soltar el pie para ayudarme a pasar, el pedal no se liberó y caí mal. Para proteger la clavícula puse la mano, que me empezó a doler de un modo preocupantemente parecido a como si tuviera roto el escafoides. Podía llegar a meta así, pero lo que me preocupaba era que seis días más tarde arrancaba un viaje a Marruecos. Un escafoides derecho fracturado me aseguraba quedarme sin viaje a Marruecos y sin la mayoría de los planes en un par de meses.

    Aguantando el dolor seguí haciendo kilómetros, con la duda de si lo originaba el hueso fracturado o simplemente el golpe. Como la duda me impedía concentrarme, me paré, abrí el guante empapado y me llevé una alegría al ver una herida abierta con su poquito de sangre y todo, en lugar de un hematoma presagio de algo peor. No sé cuánto tiempo pedaleé porque el ciclocomputador murió ahogado esa mañana; sí que el tiempo según la organización fueron 3 h, 20’ y 22”, lo que incluye tres paradas para comer.

    Necesité una ducha caliente, ropa seca y un día entero viendo cómo la mano no se hinchaba para tranquilizarme. Lavé la Ghost, cargué el Land Cruiser y comencé a pensar en los retos en bici para 2016. Que ya están en marcha.

    Foto 2


  • El parque móvil en 2014

    El año pasado fue intenso, extenso e interesante en mi parque móvil, con entradas, salidas, visitas y novedades. ¿Empezamos por los híbridos?

    El Auris híbrido cinco puertas que llegó en 2013 se despidió a la vuelta del verano de 2014 con casi 22.000 suaves kilómetros encima. En Mayo recibí una sesión de formación sobre conducción de híbridos que ayudó algo a mejorar el consumo que, en contra de lo que muchos esperan, no es el mejor punto de estos vehículos. El consumo bajó hasta acercarse a los cinco litros en condiciones urbanas y atascadas, donde sobresalen las virtudes que menos se esperan de un híbrido: silencio, suavidad y comodidad. En términos cuantitativos hablamos de consumos superiores a los de un diésel e inferiores a los de un gasolina equivalente; en términos subjetivos, después de usar con frecuencia un híbrido me parece medieval que un motor térmico siga consumiendo combustible y haciendo ruido cuando el vehículo está detenido, lo mismo que pisar un pedal y mover una palanca a ritmo de atasco madrileño.

    Al Auris cinco puertas le sustituyó su primo Touring Sports, igualmente híbrido. Siete mil kilómetros más tarde se mantienen las ventajas, y a cambio de una mayor longitud total disfruto de una capacidad de carga enorme y mucha flexibilidad: el asiento trasero se abate con palancas desde el maletero, la bandeja retráctil tiene dos posiciones y la red de separación de carga otras dos. Es decir, se adapta desde a ir solo y descargado a convertirlo en furgoneta tras una visita al Ikea o en transporte para las carreras de bicis, asunto sobre el que en su momento habrá entrada propia.

    Un tercer híbrido visitó temporalmente el garaje, con menor éxito que los Auris. El Yaris híbrido es suave, cómodo y relajante como cualquier híbrido, pero no tiene el tacto modulable del Auris, la capacidad de la batería es justa salvo para tráfico exclusivamente urbano, y el tacto del freno no permite controlar el paso entre regenerativo e hidráulico con facilidad. Sin salir de la ciudad es estupendo, más allá de sus circunvalaciones no está tan cómodo.

    El cuarto híbrido del año proviene de otra clase social, y es fruto de un matrimonio de conveniencia entre el sector potente de la tecnología híbrida y el segmento D Premium. La mejor consecuencia de llevar un Lexus IS300 h es el placer de conducir un buen coche, la solidez, el tacto de dirección que solo proporciona un vehículo cuyas ruedas delanteras se limitan a girar. Por otro lado, muestra una característica cada vez más habitual en los coches actuales, especialmente los lujosos, y es la presencia de varios mandos, hasta tres, para la misma función. Ahí va un ejemplo: el equipo de sonido se maneja, claro, desde los mandos del equipo de sonido, para que también el acompañante pueda manipularlo. Además se puede manejar desde el ratón que desplaza un cursor sobre la pantalla. Y encima se controla a través de los mandos del volante. Esto afecta a la ergonomía y a la estética. En primer lugar, se rompe la relación bidireccional entre una función y su mando, lo que a veces genera dudas, y hasta confusiones en el usuario. Y recarga el aspecto interior del coche con tantos actuadores, mecánicos o digitales, sin llegar a los extremos exagerados de marcas alemanas que han terminado dando marchas atrás ante cuadros de mandos dignos de productos de la NASA.

    La estancia del Seat Marbella Special como miembro del parque móvil ya se comentó con el merecido detenimiento en las entradas de este blog referidas al Panda Raid 2014. Al regreso de Marruecos nos limitamos a lavarlo y revisar los niveles, no necesitaba más, y se lo quedó el primero que apareció con dinero de entre los muchos que no tardaron nada en responder al anuncio.

    Otro miembro del parque móvil que ha disfrutado de presencia específica en el blog ha sido el Celica Sáinz Réplica, gracias al inusual viaje por Marruecos que realizamos con él. A falta de publicar la última entrada sobre el viaje, el resumen es que hizo todo lo que se espera de un Toyota clásico: cumplir con su deber sin hacerse notar.

    Y eso que la accesibilidad más que una virtud es una pesadilla: un día quise comprobar el estado del filtro del aire, del tipo de cartucho metido en un cajón de plástico cerrado con grapas metálicas. Solté las dos grapas que estaban visibles pero la tapa no salía, así que deduje que debía haber más. Con linterna y mano enguantada para no hacerme daño al meterla entre tubos, soportes y bridas, encontré y solté la tercera grapa. La tapa seguía sin salir. Con una linterna muy pequeña entreví una inaccesible cuarta grapa, de modo que para llegar a ella saqué el tubo que va del medidor de caudal a la admisión junto al propio caudalímetro. En la maniobra, se cayó una brida de presión al hueco que existe tras el faro retráctil izquierdo, y no se escuchó ruido alguno: es decir, si no había ruido no había caído al suelo, luego estaba dentro del faro. Para acceder al interior del faro, conecté el encendido para subirlo y, recurriendo al manual del usuario, quité el embellecedor del faro (tres tornillos de estrella), el aro metálico (cuatro tornillos pequeños) y la moldura de plástico negro que va de lado a lado del coche (tres de estrella y dos Torx). Saqué el faro y solo ví articulaciones y cables; metí la mano, metí linternas por delante, por detrás y por abajo, y de la brida ni rastro. Al final, la brida se quedó dentro, compré otra y cambié el filtro de aire.

    El episodio más ingrato del año cae del lado del Land Cruiser HDJ80. Aun mantenía la instalación de aire acondicionado original, con gas R12, que se dejó de usar hace años. En un momento dado el aire dejó de enfriar, y ví claramente que esa reparación era el momento de pasarlo a R134, el gas que sustituyó al R12. Recurrí a un taller especializado en estos trabajos en vías de extinción, aunque estaba lejos de mi casa y sabía que los desplazamientos iban a ser incómodos. En la primera visita simplemente quería preguntar por tiempos y costes: ni miraron el coche ni hicieron una estimación, se quedaron en “tráemelo el martes que viene”. En la segunda visita entregué el coche y afronté el complicado regreso a casa desde el desabrido y solitario polígono en que se encuentra el taller: quince minutos a pie por una acera inexistente, un rato de espera en una parada del autobús que media hora después me dejó donde había ido a recogerme mi mujer, muy fuera de su ruta habitual, y media hora de coche. Todo fuera por conseguir una buena reparación para el Land Cruiser. Unos días más tarde me telefonearon para darme la peor noticia posible, porque el origen del fallo era una pérdida por el elemento más caro y menos accesible del sistema: el evaporador. La broma se llamaba 642 €. El día prefijado, con un complicado despliegue para el traslado, recogí el coche sin que me dieran explicaciones sobre la intervención ni entregaran las piezas dañadas. Al menos, el aire funcionaba.

    Solo que unos días más tarde dejó de hacerlo, lo que indicaba que habían cargado el circuito sin comprobar la estanqueidad, el gas se había fugado, y volvía a no enfriar. Les llamé, en ningún momento hubo disculpas, y se quedaron en lo de “pásese por aquí y lo miramos”.

    Tampoco la cuarta visita, con otra dificultad de traslado, vio por ninguna parte disculpas ni sonrisas; simplemente se quedaron con el coche. Tras una llamada de teléfono que aseguraba que ya estaba reparado, fui por quinta vez al taller según el horario de trabajo publicado en su página de Internet. Me lo encontré cerrado. Llamé por teléfono y ni un contestador. El regreso a casa estuvo compuesto de taxi, metro, autobús y coche.

    Al día siguiente les llamé y confirmé que es una de esas empresas que se miran a sí mismas y no a sus clientes:

    • Cerramos a las seis.
    • En su página de Internet pone que a las ocho.
    • ¿Y qué quiere que yo le haga?

    La sexta y última visita fue la recogida, por supuesto sin sonrisas ni disculpas.

    El otro incidente del Land Cruiser, arrastrado desde hace tiempo, demuestra lo complicada que es la diagnosis, como decía el Doctor House. El amortiguador Koni Heavy Raid delantero derecho estaba manchado de aceite, de lo que erróneamente deduje que lo perdía. Sin embargo, el comportamiento dinámico no había variado. Entonces, ¿de dónde venía el aceite? Al Límite 4×4 descubrió que el respiradero del diferencial delantero estaba bloqueado, y que el exceso de presión de aceite en el interior del diferencial se liberaba por la válvula del bloqueo neumático, ubicada justo encima del amortiguador. No hubo más que desatascar el tubo del respiradero y limpiar el aceite del amortiguador.

    Pasando al lado de las dos ruedas la situación es más agradable. La Specialized Stumpjumper era una de las mejores bicis dobles cuando la compré ¡solo que en su día la pagué en pesetas! Reglajes de suspensión, cuadro de aluminio y buenos frenos en V, una maravilla de principios de siglo. Solo que la tecnología de las bicis de montaña ha avanzado inmensamente en este periodo, y la Specialized se ha quedado tan atrasada que ya no hay piezas para actualizarla ni para simplemente mantenerla al nivel. De ahí que a finales de Noviembre llegara al garaje todo lo que ha cambiado en las bicis en los últimos años en forma de Ghost AMR 7: cuadro de carbono, horquilla de 32 mm con bloqueo desde el manillar, discos de 180 mm y pinzas de anclaje radial, llantas de 29”,… La rigidez del cuadro, la horquilla y las llantas más la del eje delantero hacen que las bajadas rápidas y onduladas en las que antes la parte delantera se agitaba y mi cara perdía el color se hagan ahora con aplomo de tiralíneas; las llantas de 29” ponen más goma en contacto con el suelo, de modo que algunos apoyos en la rueda delantera que antes eran arriesgados ahora se hacen mirando al paisaje. Unos frenos en V, por buenos que sean, requieren hacer fuerza con dos dedos, por lo que quedan tres para agarrarse en las trialeras en bajada; con unos formidables Shimano XT de 180 mm y pinzas radiales basta acariciar las manetas con un dedo para frenar, y quedan cuatro dedos y toda la fuerza del antebrazo para descender a velocidades antes impensables.

    Las primeras salidas las dediqué a ajustar la posición y los muchos reglajes de suspensiones, y a partir de ahí, me he dedicado a machacar todas mis marcas conseguidas con la Specialized.

    Y el año se cerró con dos invitados excepcionales, parecidos en su definición y divergentes en su actuación. El mismo día llegaron a casa un Mercedes Benz SL 55 AMG de 2003 y un Jaguar Type F en versión R de 2014. Ambos tienen un V8 de cinco litros, con compresor por si acaso, de 500 CV, montado delante, y con propulsión trasera, solo que el Jaguar es un coupé y el Mercedes un descapotable de techo metálico con accionamiento automático. Y sin embargo son muy distintos.

    El Mercedes en color azul oscuro es discreto, serio, con las llantas clásicas de la marca y un interior suntuoso. Delata su origen alemán lo complejo de algunas soluciones técnicas, que se definen con un brillante término inglés, overengineered, que en español de andar por casa traduzco por cómo os habéis complicado la vida. Ahí va un ejemplo: la puerta de un coche, en la zona lateral que alberga la cerradura que ajusta con la carrocería, se suele pintar, lo que no impide que sea una zona tirando a fea. Soluciones para disimular hay muchas, pero la que ha escogido Mercedes en este caso es exagerada: una chapa de aluminio bruñido, con una compleja estampación que le hace abrazar desde la moldura de la parte superior interna de la puerta hasta su plano inferior, sujeta a la propia puerta con unos estupendos tornillos de cabeza Allen. El aspecto es de remate de arquitecto elitista o de diseñador sueco de muebles ultracaros. ¿Cuánto cuesta la pieza, cuánto tiempo lleva montarla en la cadena, no se os ha ocurrido nada más sencillo?

    Otro ejemplo: el interior es un 2+2, delicada manera de decir que salvo niños pequeños, detrás solo caben bolsos y maletines. Para acceder a ese hueco posterior en todos los coches se abate el respaldo del asiento delantero, a mano o mediante mandos eléctricos, como es el caso. La opción que ha escogido Mercedes es ubicar otro interruptor eléctrico más en la parte superior de cada respaldo, de modo que al accionar el botón (sin que el usuario se tenga que agachar hasta los botones que hay en la banqueta) se abate el respaldo para acceder con comodidad a la parte posterior; una nueva presión al botón hace que el respaldo retorne exactamente al punto en que estaba, gracias a la memoria de posición. Es decir, más botones, un mazo de cables más largo y complicado, y un programa más en la ECU.

    Una vez en marcha, se mueve con precisión de berlina de lujo, no con agilidad de deportivo; yendo suave es de verdad suave, untuoso, relajado, tranquilo, señorial; solo si le aprietas y escoges el modo Sport se vuelve coche deportivo sin perder las buenas maneras, y si le buscas los 500 CV corre mucho, pero que mucho. La otra opción, la de bajar el techo, conectar la calefacción de asientos, poner música suave y sacar el codo es igualmente formidable.

    El F-Type es más vistoso, casi ostentoso, con aletas traseras anchas y altas, como hombros de pandillero que busca pelea, neumáticos inmensos, 285 mm de ancho en llanta de 20 pulgadas; no lleva solo discos carbocerámicos, es que las pinzas ¡son amarillas! Dentro es bajito, casi claustrofóbico, en negro no funerario; al arrancar, él solito pega un acelerón que es una advertencia, una especie de rugido de inicio de película de la Metro Goldwyn Mayer que te dice que bromas las justas. Se puede conducir en automático o en manual con pulsadores, y por probar subo a 8ª (sí, he escrito octava, tiene ocho marchas), le dejo caer a 2.000 rpm, le doy un pisotón y salgo catapultado. Luego acelero en tercera hasta 4.500 rpm y me quedo a cuadros; en la siguiente oportunidad estiro hasta 5.500 y me río a carcajadas de placer dentro del coche. La mañana es fría y húmeda por la helada de la madrugada, en las umbrías el asfalto está mojado y no se puede jugar, pero me divierto en un tramo de curvas porque corre mucho y se controla bien, transmite confianza, credibilidad, da la sensación que si lo apuntas bien va a entrar en la curva, y si le pisas con decisión al salir te catapulta hasta la siguiente.

    Me gusta, y mucho, pero me parece incompleto como coche único, excesivo para uso diario, porque en lugar de acostumbrarte a la barbaridad de disponer de 500 CV, las ayudas electrónicas te hacen coger una confianza arriesgada que puede acabar mal. Sin embargo es el coche ideal para que lo tenga un amigo que haga viajes con frecuencia y te lo deje de vez en cuando.


  • El parque móvil en 2013 (2 de 2)

    Siento decir que el RAV4 de tercera generación que habitó temporalmente el garaje lo hizo sin pena ni gloria, porque es el miembro con menos personalidad de una saga que cumple ahora veinte años. No tuvo la originalidad del primero, que inventó el concepto de todocamino. Tampoco el encanto rebelde de la segunda generación, del que disfruté enormemente un dos litros de gasolina, en carrocería corta con ruedas gordas y tracción total, que era una delicia haciendo rotondas a velocidades inapropiadas. Como remate, también le ha superado la reciente cuarta generación, más práctica.
    Esta unidad de la tercera generación era una especie de segmento D familiar más alto y algo pijo. Eso sí, bonito, cómodo y fácil de cargar gracias al portón. El único día en un año largo de uso en que se encontró a gusto y enseñó lo que era capaz de hacer, fue en la ruta entre Rupit y Tavertet, al norte de la provincia de Barcelona, una pista pavimentada en su día, llena de agujeros ahora, con vistas a unos enormes barrancos con el pantano de Sau al fondo. Allí donde un turismo es demasiado bajo, un TT demasiado grande y hace falta un motor suave, el RAV4 se hizo querer.
    El más peculiar de los vehículos que en 2013 pasaron por el garaje fue un prototipo que nunca pasará a la serie, la versión totalmente eléctrica (no híbrida) del Toyota iQ. Para ser un prototipo estaba muy bien hecho y mejor acabado, y su uso admite todo tipo de comentarios aunque siempre se termina hablando de lo mismo: lo que en EE.UU. bautizaron con acierto como “range anxiety”, o la ansiedad en la que se vive pensando en que uno se va a quedar tirado en la cuneta sin batería.
    Sí, podemos hablar de una manejabilidad excepcional, en parte porque las baterías son planas y van en el piso, lo que deja un centro de gravedad bajísimo, y en parte por unas dimensiones mínimas: longitud total de 2.987 mm, casi como la distancia entre ejes del Land Cruiser 80 (2.850 mm), 370 mm más bajo que el 80, dos metros entre ejes y solo un pelín más de una tonelada en vacío.
    También hay que comentar la parte práctica de un coche eléctrico, lo que se aprende en el día a día. Por ejemplo, que el cable de recarga se arrastra por el suelo de garajes y aparcamientos al hacer su trabajo, se ensucia, y termina ensuciando las manos del usuario. ¿Por qué no se emplea un sistema enrollable? O el curioso detalle de que al guardar el coche en el garaje, tras usarlo en verano, el garaje no se calienta, como sí pasa con los coches “térmicos”.
    O que, al probar hasta dónde llega la autonomía rodando despacio, uno se da cuenta de las velocidades a las que de verdad se circula por el carril de la derecha: las furgonetas, sobre todo las viejas, van a 80 km/h; los turismos de cierta edad con conductores de cierta edad, al mismo ritmo, y cuando los camiones veteranos llegan a las cuestas, los adelantaba rodando a 70 km/h.
    Pero al final se vuelve a hablar del monotema, de la obsesión permanente por si llegaré o no, cuántas bajadas y cuántas subidas me quedan hasta el siguiente enchufe disponible, si quito o dejo el aire acondicionado, … Así como en un híbrido los ojos saltan de la carretera a la pantalla de flujos de energía, en un desafío interno e inocente por rebajar el consumo, en el eléctrico el cerebro se pierde en los vericuetos aritméticos de la autonomía restante en ciudad y carretera, con y sin aire acondicionado, subiendo y bajando, y el placer de conducir se transforma en la angustia por llegar.
    Lo siento, el coche era formidable pero inviable, y no me vale como alternativa a medio plazo. Sobre todo si lo comparo en términos de movilidad práctica con el coche que llegó en esos mismos días al garaje: un Auris híbrido 2013. El iQ llegaba a recorrer 75 km. entre recargas, tras los cuales necesitaba de hasta cuatro horas en el enchufe; al Auris híbrido viaja más deprisa durante 800 kilómetros, y después de parar solo diez minutos en cualquier gasolinera, puede hacer otros 800 km.
    Con todo, no es eso lo que resulta más agradable de vivir con un híbrido; es la suavidad, la ausencia de vibraciones, la facilidad de uso, el silencio, la sencillez del proceso. Al principio hice pruebas con las funciones “Eco” y “Power”, pero “Eco” se me hace fofa y perezosa, y “Power” le quita parte de esa suavidad, y a estas alturas, ya con más de nueve mil kilómetros a cuestas, funciono siempre en modo normal. El consumo de combustible en uso interurbano real está entre 5,0 y 5,6 l/100 km., donde con el RAV4 me movía entre 6,5 y 6,7. En autovía, el consumo está muy relacionado con las condiciones: velocidad, viento, uso de calefacción y aire acondicionado,… y oscila entre 5,6 y 6,0.
    Hay una maniobra en los atascos de las circunvalaciones que me parece especialmente incómoda, y que olvido con el híbrido: la caravana circula a unos 60 km/h, y el coche de delante frena con brusquedad. En un coche térmico, se da un pisotón al freno y la pierna izquierda, que reposaba tranquilamente, se levanta y se lanza sobre el pedal de embrague para evitar que el motor se cale. En el Auris híbrido todo el proceso se hace solo con el pie derecho, en silencio y sin tirones.
    Al hecho de ser híbrido, este Auris le añade incorporar algunos juguetitos que ayudan al conductor y que suponen sorpresas. El navegador incorpora una función de aviso de atascos, útil en un entorno poco predecible como el de Madrid. Los sensores de aparcamiento ayudan no solo a aparcar; el delantero izquierdo me dice si me he acercado lo suficiente a uno de esos artefactos en los que recoger un boleto de acceso, presionar un botón, o pasar una tarjeta, como los que hay en los peajes de las autopistas o en las entradas de los aparcamientos. Si el sensor pita suavemente, al bajar la ventanilla el brazo me llega con comodidad; si no pita, estoy demasiado lejos, y si pita con cierta histeria, estamos a punto de darnos.
    Los faros autodireccionales parecían una tontería hasta que una noche los desactivé para ver la diferencia: de verdad iluminan el interior de la curva, que es hacia donde va el coche, y no la parte delantera, que es adonde apunta el morro.
    Por fin, el sistema automático de aparcamiento es una delicia para aquellos patosos al maniobrar entre los que me cuento: lo mete al primer intento en huecos en que yo me lo pensaría dos veces y terminaría rayando los paragolpes.
    La Specialized Stumpjumper lleva ya muchos años en el garaje, y últimamente ha necesitado cuidados especiales. A finales de 2012 cambié los rodamientos de la columna de dirección y de la caja del pedalier, más la cadena y los piñones, y este año tocó una reparación del amortiguador Fox de gas por simple agotamiento. Aparte de eso, el uso por campo implica frecuentes lavados para eliminar polvo o barro (dependiendo de la época del año), engrases y ajustes, especialmente de los frenos por mi manía: me gusta que tengan poco recorrido de maneta. El resto de las vicisitudes de la Specialized en el año las conté en la entrada “Cinco de cinco más la propina”.
    Y el último en llegar al garaje fue un adorable Seat Marbella Special de 1989, con el que vamos a participar en el Panda Raid de 2014. Resulta simpático verlo tan pequeño al lado del Land Cruiser, tan tecnológicamente atrasado junto al Auris híbrido, y tan lento frente al Celica. Ya se sabe que los desafíos toman formas insospechadas.


  • El parque móvil en 2013 (1 de 2)

    El Land Cruiser HDJ80 comenzó el año fuera de uso, algo raro en un Land Cruiser. Fue culpa mía.
    Una placa de hielo nos había hecho “frenar” el invierno anterior contra una valla de piedra, y el enorme paragolpes metálico delantero se deformó. Me puse a repararlo durante las Navidades pasadas, y una vez desmontado me dí cuenta de lo complicado de la situación: la zona central es de chapa, se une al chasis mediante dos soportes y deja paso al cabestrante; las puntas son de plástico, se atornillan a la sección central y mediante silentblocks a unos soportes que a su vez se unen a la carrocería. Por detrás del paragolpes está la caja de relés de cabestrante, por encima los faros supletorios, delante la matrícula, y en todas partes las consecuencias de más de veinte años de golpes. Es decir, que una vez desmontado es difícil que vuelva a encajar.
    Cometí a continuación otro error, y fue intentar enderezar los soportes principales a base de engancharlos con una eslinga a una encina y tirar con reductora. Los dejé tan doblados que estaban irrecuperables, y el Land Cruiser se quedó inmovilizado hasta que llegaron las piezas nuevas.
    Una vez reparado, lo disfruté sin más novedad que repasarlo en casa antes de la ITV anual. Tensé el freno de mano, que se hace desde dentro del habitáculo y no por debajo como es habitual, y cuando estaba listo para el examen, falló el arranque. Esa repentina inmovilidad, más un ruido en la suspensión delantera derecha, me entristecieron, y de repente le ví como una persona que envejece y pierde facultades, alguien que no volverá a ser lo que fue ni a hacer lo que hizo. Solo que los coches no son personas, y las reparaciones pueden hacer que el tiempo corra hacia atrás.
    Los Land Cruiser 80, con su instalación de arranque de 24 voltios, son muy sensibles al estado de las baterías (llevan dos) y de la instalación eléctrica. El fallo del arranque se debía a un peculiar fenómeno de oxidación galvánica, que había corroído el borne positivo de la batería izquierda, por lo que no llegaban al motor de arranque todos los voltios necesarios. Y el ruido de la suspensión se debía a una arandela de protección de tacos de goma mal colocada en una intervención anterior. Al Límite 4×4 se encargó de resolver ambas cuestiones y hacerme recobrar la confianza: un diagnóstico claro y racional y una recuperación inmediata me hicieron ver al Land Cruiser de otro modo. Qué pena que no suceda lo mismo con las personas, que decaen de modo inapelable y casi siempre irreversible.
    En la ITV me señalaron que los silentblocks de la estabilizadora delantera estaban dañados, y me permitieron bajar al foso para comprobarlo. ¡Cuánto tiempo hacía que no bajaba a un foso! Claramente convencido, los cambié todos: los de la estabilizadora a su soporte, y los de éste al chasis, y de repente la dirección se volvió más ágil y perdió juego, dentro de lo que agilidad y juego significan en un coche de dos toneladas con neumáticos de perfil 85.
    Lo mejor vino a continuación, durante un viaje de verano que incluyó 150 kilómetros de pistas por Extremadura, entre pinares, castañares, alcornocales, olivares y jarales, moviéndonos entre 450 y 1.200 metros sobre el nivel del mar. Y lo mejor de lo mejor fue una tarde solitaria por pistas de ladera, por las que no encontré más seres vivos que algunos corzos buscando refugio de un calor asfixiante entre pinos pequeños, en una zona repoblada tras un incendio de hace unos cinco años. Las pistas estaban dañadas por una primavera de lluvias torrenciales, y parece que nadie había retirado las piedras y las ramas caídas. Disfruté con el coche, pero es largo y pesado, el suelo estaba duro y deslizante y los barrancos eran profundos, así que dejé mucho margen.
    Por el lado del Celica Sáinz Réplica, el año arrancó con una pregunta: tiene un intercambiador aire-agua, uno de los puntos que le distingue del modelo de serie. Pues bien, ¿cómo se comprueba el nivel de ese agua? No respondí a la duda mirando en el coche, así que hice lo que no se suele hacer: consulté el manual y descubrí que tiene un sensor de nivel independiente conectado a una luz del cuadro y a una bomba impulsora oculta tras el radiador, y que el nivel se comprueba en el propio intercambiador. Asunto resuelto.
    En los meses siguientes comencé a notar un ruido en la transmisión delantera derecha, que solo aparecía al girar y en caliente. El ruido no ha ido a más, y no hemos conseguido saber de qué punto exacto de la transmisión procede; como además ésta se vende despiezada, esperaré a que evolucione el daño, y con un diagnóstico más fino sustituiré solo lo que haga falta.
    También pasó por el garaje durante 2013 el bisnieto de mi Celica, el GT86. Y vino acompañado de las toneladas de placer de conducción que trae de serie. Dos ejemplos: nada más recogerlo, encaramos una de esas enorme rotondas talla XXL que ponen a prueba la paciencia del conductor al entrar y la aceleración salida parada del vehículo cuando se entra. Fue hacer el cambio hasta tercera con el volante girado y virando plano y neutro, y de repente oí mis propias carcajadas de disfrute dentro del coche. Un rato más tarde lo estacioné en el aparcamiento subterráneo de un centro comercial, y caí en que todas las personas con las que me cruzaba se me quedaban mirando. Era por la tarde, así que no podía ser que después de todo un día de trabajo nadie me hubiera dicho que estaba mal afeitado o que llevaba la camisa mal abotonada. Pero no era eso lo que llamaba la atención, era la sonrisa de oreja a oreja que lucía, algo poco frecuente con la que está cayendo.
    Tener en el garaje al Celica y al GT86 casi obliga a hacer comparaciones, que podrían terminar en un tratado de dinámica de automóviles, de lo distintos que son y de cómo su definición condiciona su comportamiento. El Celica es un dos litros con turbo gordo, por lo que solo corre de verdad cuando las dos agujas, la de cuentavueltas y la del manómetro del turbo apuntan a la derecha. Tiene tracción a las cuatro ruedas, lo que camufla desequilibrios y subvirajes. El GT86 es atmosférico y tiene propulsión trasera, con una respuesta lineal, y es predecible en el empuje y en el agarre.
    Rodando suave, el Celica gira plano y neutro, admite abrir pronto y no sabe lo que es subvirar. La sensación de conducción es relajante. Ahora, si se le empieza a apretar el panorama cambia, y me hace recordar aquellos gráficos de vectores, en los que muchas fuerzas de direcciones, sentidos y valores diversos terminaban anulándose mutuamente. Porque no subvira gracias a tener propulsión trasera, y no sobrevira porque tiene tracción delantera, y gira plano porque tiene estabilizadoras gordas, y mantiene la trayectoria por ser ligero y rígido, pero parece decirme permanentemente, sobre todo a través del volante, que ese equilibrio es inestable, y puede ser efímero, y que cuando se rompa, si se rompe, lo hará cuando la velocidad de paso por curva sea tal que no podré controlarlo.
    El carácter del GT86 es más franco, más noble y predecible, como si te dijera que bueno, que vale, que a este ritmo no hay pegas, pero te insinúo lo que puede pasar si me sigues apretando, puedo subvirar algo a la entrada y salir neutro si me tratas con dulzura, o recurrir a todo lo que puede hacer la electrónica si te pasas con el gas a la salida de la curva.


  • Cinco de cinco más la propina

    La oferta era demasiado tentadora como para no encabezonarme y admitirla entera: un torneo formado por cinco rutas de bici de montaña por la Sierra de Madrid, con el equilibrio justo entre dureza y disfrute, un buen organizador y la seguridad de desenvolverse entre paisajes preciosos.
    En Diciembre pasado comencé el entrenamiento y el 27 de Enero, tras una semana de lluvia, nieve y viento tomé la salida en la XXII Clásica de Valdemorillo. Por fortuna no llovió en toda la mañana, y el viento había dejado el terreno en condiciones ideales: la humedad justa para que no hubiera polvo, sin dejar los caminos blandos.
    Los 37,3 Km. eran un sube-baja interminable, con más subidas hasta el avituallamiento del Km. 19 y más bajadas de ahí en adelante. Las rampas de los Km. 3 y 5 me las tomé con calma, y en el 9 tuve que parar: el amortiguador Fox acusando el paso de los años, perdía presión en retención, por lo que el pedaleo se hacía incómodo. Generalmente ruedo con 180 psi, que son 12,4 kg/cm2, y me había quedado en unos 100 psi, 6,9 kg/cm2. En previsión llevaba la bomba pequeña que se emplea en estos menesteres, de modo que ajusté presiones y seguí hasta el avituallamiento. Comí, bebí, ajusté de nuevo al amortiguador y seguí moderando el esfuerzo hasta el barrizal del Km. 34. A partir de ahí, el barro hacía chirriar los frenos y fallar el cambio, hasta que el cruce de charcos o el vadeo de ríos lavaban las piezas, el cambio funcionaba y parecía que los frenos existían. Y así hasta el siguiente barrizal, el siguiente charco,… En la meta al amortiguador le quedaban 50 psi y ni a la bici ni a mí se nos reconocía bajo el barro.
    Después de reparar el amortiguador llegó la primera edición de La Rocosa, en Moralzarzal. El planteamiento era el mismo que en Valdemorillo: después de una semana de lluvia, nieve y viento,… solo que esta vez llovió durante la prueba. Y mucho. Los dos mil inscritos salimos de Moralzarzal mirando con miedo las nubes, que empezaron a descargar cuando estaba en el Km. 6, y no dejaron de hacerlo en todo el día.
    El inicio tenía desniveles suaves en pistas rodeadas de monte bajo, pero al llegar a Manzanares El Real comenzaba una subida que nos hizo resoplar hasta el avituallamiento del Km. 20. Solo que a esas alturas los desniveles eran lo de menos: la cantidad de barro era tal que hasta algunos tramos llanos eran impracticables, y se hacían empujando la bici mientras se chapoteaba. Y las subidas o bajadas sobre piedra húmeda o directamente embarrada eran una sucesión de equilibrios inciertos. En el Km. 15 se me habían calado las piernas y los pies. En el 20 los guantes. La chaquetilla es impermeable, pero el agua se colaba por el cuello y subía desde la ropa interior empapada. La bolsa en la que llevaba las herramientas y una cámara de fotos se mojó, así que los guardé en la mochila de agua: más incómodo, y más peligroso en caso de caída, pero no quería volver a casa con unas herramientas oxidadas y una cámara inútil.
    Más allá del Km. 30, y después de dos sustos gordos, me paré a mirar los frenos: el barro había erosionado las zapatas, de modo que las traseras habían desaparecido, y las delanteras estaban a menos de la mitad. El agua me caía por el casco, y los guantes chorreaban mientras, a la salida de un bosquecillo, pensaba en qué hacer. Alcé la vista en busca de una solución y, allí abajo, entre los árboles y la niebla, vi Moralzarzal. Me dejé bajar hasta la llegada con cuidado, anticipando las maniobras todo lo que mis manos entumecidas me permitían. Al menos, había acabado las dos primeras rutas.
    En los días siguientes lavé la ropa y los accesorios que utilicé, limpié el maletero del coche y las cinchas con las que dentro de él ato la bici. Y necesité varias horas para quitarle el barro con mangueras, esponja, cepillo y limpiador de contacto, sobre todo en los platos, piñones, frenos, pedales y articulaciones en general. Luego engrasé, ajusté, puse zapatas nuevas y volvió a ser la preciosa Specialized Stumpjumper roja, blanca y plata que me acompaña hace ya un montón de años.
    La tercera ruta llegó a mediados de Marzo, en una mañana soleada, sin viento ni casi nubes, en los alrededores de San Martín de Valdeiglesias. Después del invierno y la primavera más lluviosos desde que existen registros, los primeros días de sol habían dejado el terreno seco, duro y hasta polvoriento: gafas sucias, relojes pocos visibles y toses esporádicas fueron las consecuencias.
    Me equivoqué al no tomarme con calma la subida por un pinar entre los Km 7 y 17, por lo que en el avituallamiento del Km. 12 me pesaban las piernas. Comí, bebí, descansé y me mentalicé para afrontar el sube-baja entre pinares que me esperaba hasta el Km. 25. Desde allí se veía San Martín pequeñito y muy abajo, así que me tiré con ganas por un descenso de seis kilómetros de nuevo entre pinos, por caminos cubiertos, claro, por agujas de pino. Eso significa muy poquito agarre. Salvé una de esas derrapadas de rueda delantera que los de Moto GP evitan empujando con la rodilla, solo que no sé cómo lo hice yo. Y llegué a San Martín tras 2h 40’ 06” de pedaleo neto.
    La propina no llegó a final de año, si no a su mitad, porque unos días más tarde, hojeando la página de Internet de “Test The Best”, ví que incluían una ruta nocturna de 15 Km. por los alrededores de Cercedilla. Al principio me pareció un riesgo tonto, luego dudé, y a continuación me inscribí. Repasando las fotos de la edición de 2012, ví que la mayoría de los participantes se atrevieron solo con un faro de leds colocado en el manillar. Pocos llevaban otro en el casco, y la organización solo exige una luz blanca frontal y otra roja posterior.
    Compré una linterna frontal que fijé al manillar, y sujeté al casco con bridas una de las que se colocan en la frente con una cinta elástica. Salí una noche a probar así por una pista conocida, y me sorprendí al comprobar lo tremendamente despacio que se rueda incluso en las zonas más sencillas. ¡No se ve nada!
    El día de la ruta lo confirmé, y en lugar de disfrutar de las vistas de la ciudad de Madrid desde los inacabables pinares, me dediqué a esquivar en unos casos y a tropezar en otros con ramas, raíces y piedras. El miedo a caer rodando pendiente abajo no me dejó disfrutar lo suficiente de lo que podía haber sido una formidable experiencia.
    La cuarta ruta del año, a finales de Septiembre, era la prueba de Las Rozas, conocida por que incluye la subida de río Chico: 5 Km. resecos, con más de 200 metros de un desnivel formado por tramos de piedra suelta y tierra muy dura. Como ya había participado en la edición de 2012 me sabía la receta: con calma hasta el Km. 5, dosificar las fuerzas hasta coronar Río Chico, y disfrutar desde ahí los senderitos entre encinas y la bajada al río Guadarrama, sin olvidar los tres últimos kilómetros, que son cuesta arriba. Así lo hice, bajándome de la bici y empujando en río Chico, porque hacerse el machote es innecesario, disfrutando mucho de los senderos que serpentean entre los encinares que hay al pasar Colmenarejo, y corriendo los riesgos justos al bajar hasta el río Guadarrama, al que casi me caigo al vadearlo. Menos mal que lo evité, porque bajaba francamente frío.
    En realidad, todo lo que va contado hasta aquí no es más que el entrenamiento, el aperitivo, para la última prueba del calendario: la Ruta Imperial, que salía de la misma fachada del Monasterio de El Escorial. Me había inscrito en la edición de 2011, y conseguí terminarla por amor propio, no por haberme preparado adecuadamente. Eso convirtió al hecho de acabar y disfrutar de la edición de 2013 en un reto personal, y por ello aumenté el ritmo de entrenamiento el mes anterior, para presentarme en la mañana del 27 de Octubre listo para afrontar los 45 kilómetros Me esperaban cuatro subidas medias y dos fuertes, y sabía que el peor momento iba a ser la subida que venía tras el segundo avituallamiento, el de Robledo de Chavela.
    Usando tanto el cerebro como las piernas, rodé con tranquilidad entre bosques unas veces y monte bajo otras hasta llegar entero a la cota máxima de la prueba, en el Km. 25, y me tiré por la larga bajada hasta Robledo con mucho cuidado, entre arena y piedras sueltas por rampas descarnadas que bajaban al fondo del valle. Abajo comí y bebí con generosidad, y a continuación encaré la subida que tan mal me lo había hecho pasar dos años antes. Fueron muchos minutos con el pulsómetro por encima de 160, pero llevaba encima más de diez meses de preparación, y llegué arriba sin haberme levantado del sillín.
    Había llegado el momento de no bajar la guardia, porque lo peor había pasado pero quedaban más de diez kilómetros. Me caí por perder la concentración en la bajada hacia la vía del tren, y por supuesto no me salté el avituallamiento de Zarzalejo. A punto de culminar un año de trabajo no me iba a jugar una “pájara”. Me quedaban las dos últimas subidas: la primera dolió algo, y en la bajada posterior la horquilla maltrecha me lo hizo pasar mal. En la subida final el disfrute pudo con el dolor: a través del bosque se veían las líneas recias del Monasterio de El Escorial. Era el final del esfuerzo.
    Tras pasar la meta recogí con orgullo el maillot exclusivo para los que hemos participado en las cinco pruebas del MTB 4 Estaciones de 2013, y después de una buena ducha y una mejor comida, colgué el quinto dorsal en el garaje. ¡Prueba conseguida!