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Autor: [email protected]

El Gran Cañón no era tan colorado

Empecemos por una obviedad: cuando se rueda en moto de noche y por carreteras desconocidas, solo se ve lo que ilumina el faro, y uno no se da mucha cuenta de lo que hay más allá de las cunetas, como el color de la tierra o de la vegetación, el tipo de árboles o su altura. Por eso no le dí importancia a que me parecieran blanquecinas las cunetas de la carretera 89, a la altura de Chino Valley, en Nevada, Estados Unidos.
Hacía unos cuantos días que, tras dar una vuelta por Los Angeles y sus inacabables alrededores, habíamos alquilado tres motos y recorríamos la Costa Oeste. Empezamos por San Diego, y el día de las cunetas blanquecinas nos metimos un buen montón de millas con la idea de subir a primera hora de la mañana siguiente a ver el Gran cañón. Y esperábamos seguir viaje por Yosemite, Las Vegas y San Francisco, para cerrar el bucle devolviendo las Yamaha XJ en la siniestra oficina de American Motorcycle Rentals and Sales, Inc., en Los Alamitos, entre Anaheim y Long Beach, California.
El caso es que, llegando a Williams, hacía mucho frío, el asfalto estaba mojado y las cunetas blancas, y solo un rato más tarde enlacé todo eso. Cualquier ropa de moto, como el Goretex que llevaba esa noche, forma pliegues al ir sentado, que desaparecen al ponerse de pie. Y según avanzaba aquella noche de Noviembre de 1991, los pliegues del Goretex se llenaban de nieve, la que había pintado de blanco las cunetas y nos congelaba las manos. Pensaba, igual que los dos amigos con los que viajaba, en llegar a Williams, encontrar un motel de esos que hay en todas partes en el que entrar en calor y un restaurante en el que recuperar energías. En ocasiones los estereotipos son reales, y nada más entrar en Williams localizamos un motel con su enorme aparcamiento. El frío y las muchas horas encima de la moto nos habían dejado medio rígidos, y cuando paramos los motores frente a la cristalera de la oficinilla del motel, nos quedamos sentados, cubiertos a trazos por la nieve, mientras el recepcionista nos miraba, calentito él, desde su cubículo, sin entender a cuento de qué venía eso de pasar frío en moto. Apoyamos las motos en las patas de cabra, y al ponernos de pie y erguirnos, la nieve acumulada en los pliegues de la ropa cayó al piso del aparcamiento. Nosotros miramos la nieve, como si diera forma o cuantificara el frío y el cansancio que llevábamos encima. Y el de recepción nos miró de nuevo y se reafirmó en su opinión inicial. Unos minutos después, ya en una habitación del motel, nos congregamos los tres frente a un radiador, y pasó mucho tiempo hasta que nos empezamos a quitar guantes, sotoguantes y el resto de las muchas capas de ropa que llevábamos encima.
Por mañana, prontito y con un desayuno acorde con lo que nos esperaba, afrontamos las 60 millas que hay de Williams a la entrada al Parque Nacional del Gran Cañón. En Williams había medio metro de nieve, y la carretera era una colección de placas de hielo, y nieve derretida y sin derretir, aunque esas adversidades nos daban igual, pensando en la maravilla que nos íbamos a encontrar. Que no nos decepcionó.

La imagen que solemos conservar del Gran Cañón es básicamente colorada, por el tipo de terreno de los alrededores, y sin embargo aquel día era fundamentalmente blanco, de una blancura impactante y casi sólida, pura y fría como el aire que respirábamos desde el mirador a más de 2.000 metros de altitud. Nos sentíamos muy pequeños al reconocer que veíamos una parte minúscula del cañón: tiene más de 300 kilómetros de largo, la anchura mínima es de 6 km. y la máxima de 27. Asomarse a ver el fondo es de lo más parecido que hay a mirar por la ventanilla de un avión en vuelo, solo que esta vez sin despegar: la profundidad llega a los 2.500 metros. La ventisca solo nos dejaba disfrutar de la vista a ratos, y esa intermitencia aumentaba la impresión de grandeza. Ya que estábamos allí decidimos disfrutar del entorno y tomamos el único tramo de carretera practicable por una moto en aquel momento, el recorrido de 25 millas por la cara sur que lleva al mirador de Desert View. Una vez allí aprovechamos para llenar el estómago de algo caliente en el bar del refugio, donde nos atendió Roberto, uno de los muchos hispanos que nos contaron su vida. Estaba contento porque ya tenía permiso de trabajo, disfrutaba de su Honda CX 500 y prefería servirles hamburguesas a los turistas japoneses en el Gran Cañón que pasar hambre en su Méjico natal. Allí recordé que el primero en llegar al Gran Cañón, como a tantos otros sitios, fue un español que también venía de Méjico, el capitán García López de Cárdenas. Le había mandado a explorar la zona su jefe, Francisco Vázquez de Coronado, quien a su vez había sido enviado por el virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza. El virrey había leído sobre la leyenda de las siete ciudades de Cíbola, ya se sabe, una de esas de ciudades misteriosas plenas de riquezas sin fin. Vázquez de Coronado, trescientos españoles y más de ochocientos indígenas salieron de Culiacán, en Méjico, en 1540, y no encontraron ninguna de las riquezas de las que hablaba la leyenda. A uno de sus capitanes, López de Cárdenas, los indios zuñi le hablaron de un caudaloso río que corría por el fondo de un cañón, y fue a explorarlo. Unos de sus hombres, el capitán Jaramillo, lo contó así: “Halló una barranca de un río que fue imposible, por una parte, ni otra, hallarle bajada para caballo, ni aun para pie, sino por una parte muy trabajosa, por donde tenía casi dos leguas de bajada. Estaba la barranca tan acantilada de peñas que apenas podían ver el río, el cual, aunque es, según dicen, tanto o mucho mayor que el de Sevilla, desde arriba aparecía un arroyo.” Sin agua ni medios dieron marcha atrás, y durante 225 años ningún blanco volvió al cañón. Los relatos no dejan claro el punto exacto por donde López de Cárdenas y sus hombres llegaron, y se especula que fueron Moran Point o Desert View, donde Roberto nos atendía.

Por la noche, de regreso a Williams y entrados en calor, nos sumergimos en lo que a nosotros nos parecía una película y no es más que el día a día de los habitantes de la zona: bares en los que tipos con camisa de franela a cuadros, sombrero Stetson y botas de montar beben cervezas que les sirven camareras que deberían llamarse MaryJo, mientras la música de fondo la ponen tipos vestidos de la misma guisa cantando “country”.

Una de hielo y nieve

Este “blog” es más de tomar rumbo sur y recorrer Africa, y por eso suele incluir estampas de dunas, baobabs y acacias, y habla de sed y calor. De ahí que me pareciera tan interesante una experiencia de conducción en Suecia el pasado mes de Enero, entre hielo y nieve a 5 grados bajo cero. La primera sorpresa para el sureño es la naturalidad con que se desenvuelven los nativos en ese ambiente: los niños van al colegio y los adultos a trabajar, sacan a pasear a los perros y hasta se ve a alguien en bici. Sí, hay nieve en las aceras, y placas de hielo ocasionales, pero se consideran lo normal porque es el ambiente en el que han crecido. El tráfico rodado, segunda sorpresa, se desarrolla sin pegas. Por un lado está el hecho de que han aprendido a conducir con hielo y nieve, y han interiorizado los trucos para hacerlo con éxito. Y no hay que pensar que un ejército de máquinas quitanieve deja impoluto cualquier tramo asfaltado; las vías principales están bastante limpias, y en las demás se tira de excavadora o cada uno de su pala. El segundo punto clave son los neumáticos de invierno, obligatorios por ley y de efectos casi mágicos. El autocar que nos llevaba desde el centro de Estocolmo a la pista de pruebas de las afueras parecía ágil sobre la mezcla de nieve que caía y nieve medio fundida, una combinación poco de fiar. Me asusté cuando encaró la salida de la autopista a una velocidad aparentemente exagerada para el agarre que suponía, y sin embargo trazó la raqueta limpiamente, sin dudas y menos aun deslizamientos.
La primera pista de pruebas que utilizamos tenía una serie de maniobras lentas marcadas con conos y piquetas sobre una ladera nevada. A baja velocidad, la nieve que caía se acumulaba sobre el parabrisas y los retrovisores, no había fuerza del viento que la eliminase, y la visibilidad disminuía poco a poco. Además, la suma de forros polares, guantes y gorro le dejaba a uno medio rígido al volante y nuevamente limitaba la visión. Mis antiguos guantes BMW para moto, largos y con Goretex, son muy cómodos y me mantienían las manos calientes, pero suprimían el tacto de la dirección. Y casi me daba vergüenza ver el estado del piso del coche, cubierto de un chocolate derretido formado por el cóctel de agua, nieve y barro.
Lo que quedaba de la segunda pista de pruebas era un lugar ideal para probar neumáticos de invierno y controles de estabilidad: era un circuito de asfalto, debía andar por el kilómetro y medio de longitud, con desniveles y curvas lentas y rápidas, y la quitanieves lo había dejado medianamente limpio, aunque enmarcado entre bordillos de hielo y nieve. La adherencia era engañosa, porque unas veces se rodaba sobre asfalto mojado, en otras había hielo o nieve que caídos de los laterales al paso de los coches, o hasta charcos medio congelados. Y estas circunstancias cambiaban cada vuelta, lo que obligaba a conducir a la descubierta y a improvisar. Aun así, me maravillaban los neumáticos de invierno en una frenada de tercera a segunda en bajada, a la que se llegaba tras una curva rápida para las circunstancias. Donde esperaba entrar medio cruzado y tirando de ABS, todos los coches llegaban con limpieza y hasta se abría gas sin traumas. Vuelta a vuelta me sorprendía de lo que son capaces unos neumáticos casi desconocidos en el sur de Europa, con su goma específica para el frío y sus laminillas casi mágicas en el dibujo.
Otro punto del circuito les superaba, y allí el éxito dependía del control de estabilidad del vehículo o de la delicadeza del conductor: una curva de noventa grados a la izquierda con salida en subida, que daba paso a un recta, donde si aceleraba con franqueza todos los coches subviraban mientras la electrónica intentaba llevarles por el buen camino. Con algo de práctica, y solo llevando los coches con motores más suaves, fui capaz de hacer bien la curva: trazada amplia y redondita, ni una corrección con el volante, entrar con el gas ya abierto y pisar con delicadeza.
Me sentí como en casa en la tercera pista de pruebas: una zona sin asfaltar en medio de un bosque, y por completo cubierta de nieve. El único truco era llevar la iniciativa a base de mantener siempre el gas y casi siempre una marcha menos de lo previsto, como en barro o en arena. Disfruté los cruces de puentes, las inclinaciones laterales y la peligrosa cercanía de los árboles, y nada más que la blancura de la nieve me hizo sentir distinto que en algunas andanzas africanas.

Si es mentira, no me importará

El río Senegal desemboca en el Atlántico, su orilla derecha está en Mauritania y la izquierda en el país del que toma el nombre. Miles de años arrastrando lodos han hecho que forme una lengua de arena, de 40 kilómetros de longitud, paralela a la costa. En el hueco entre la tierra firme y la lengua hay una pequeña isla, de apenas 400 metros de anchura y dos kilómetros de longitud. Esta islita es el lugar que escogió Louis Caullier en 1659 para funda una ciudad y llamarla Saint Louis, no por su nombre, si no por el de Luis XIV, Rey de Francia en ese momento.

La ciudad se convirtió con el tiempo en la capital de la AOF, Afrique Occidentale Française, la colonia gala que englobaba los actuales territorios de Mauritania, Senegal, Malí, Guinea, Costa de Marfil, Níger, Alto Volta (ahora Burkina Fasso) y Dahomey (ahora Benin). El crecimiento hizo que St-Louis ocupara toda la isla, se extendiera por el continente, y saltara hasta la lengua de arena que ofrece su costa oriental a la desembocadura del Senegal y la occidental al océano. A pesar de lo que dice Google Earth, la lengua de arena se llama N’Dar en wolof y Langue de Barbarie en francés, la isla casi rectangular es St. Louis, y la zona continental de la ciudad se conoce como Sor.

Habíamos llegado a Saint Louis como se ha de llegar a las ciudades con encanto: anochecido y cansados, así que las modestas cabañas del Hotel Cap St-Louis, con aire acondicionado, eso sí, nos parecieron un lujo desmedido. Y pronto por la mañana salimos a ver la flotilla pesquera, con un número de piraguas y pescadores que depende de a quién se pregunte, pero que debe andar alrededor de tres mil de las primeras y cinco mil de los segundos. Las barcas duermen en la playa occidental de la Langue de Barbarie, frente al Atlántico, y aquel día era el tercero consecutivo sin salir a faenar por culpa de lo embravecido del mar. Las barcas eran poco más que piraguas grandes de madera, las mayores de unos quince metros de eslora, que los mismos pescadores reparaban en la playa. Emplean motores fuera borda, (japoneses, claro) y lo más destacado es la pintura del casco, con la brillantez y diversidad de colores propias de Senegal, salpicada de frases en árabe y en wolof, dos de las lenguas oficiales del país. En aquella época las barcas solo se utilizaban para pescar; faltaban unos años para que llegara la inmigración ilegal a Canarias y al continente europeo, y que bastantes de ellas sirvieran para iniciar el último viaje de algunos desesperados, y el próspero negocio de unos faltos de escrúpulos.

Al pie del faro y en la otra orilla de la barra se terminaba de vender el pescado secado al sol, y se encontraba la bulliciosa parada de los autobuses que comunican península, isla y tierra firme. No eran más viejas camionetas, la mayoría Renault y Mercedes, empleadas como minibuses en Europa, que llegadas aquí se pintan de naranja y blanco, se decoran abundantemente y transportan, apretados sí, hacinados no, a los locales.

Los mercados callejeros de St-Louis son alegres, ruidosos, amplios, bulliciosos y bien surtidos. Al viajero que llega de la parca Mauritania le sorprende todo ello, por el contraste con la seriedad y adustez vividas días atrás, aunque quizá lo que más sorprenda sean las mujeres, y por varios motivos. En primer lugar, porque las hay por la calle, por lo colorista de sus vestidos, los pañuelos en la cabeza, los hombros desnudos, la piel muy negra y muy brillante, y la sonrisa siempre lista. Y además por su elegancia y su coquetería, expresada en las miradas de perfil, las sonrisas directas, los cuellos erguidos y majestuosos, el andar sereno con caderas suaves, las telas algo ceñidas; después de muchos días vemos mujeres que hacen de mujeres, mujeres orgullosas de serlo, que quieren que los hombres se enteren de que lo son, que se arreglan y presumen.

En aquella época de la aviación que se ha dado en llamar heroica, la pequeña península de St-Louis desempeñó un papel modesto pero imprescindible. Los hidroaviones que se encargaban del servicio postal desde Francia a las colonias africanas y América del Sur hacían aquí escala, y de hecho una parte de la península aún se llama hidrobase. Hay recuerdos en el coqueto y veterano Hôtel de la Poste, cuyo nombre señala que la carga inicial de los aviones era el correo. El hotel se fundó en 1850, y a principios del siglo XX era el lugar de estancia habitual de los pocos adinerados que hacían noche en Sant Louis, en el largo recorrido desde Europa hasta el sur de Africa o América. En el bar del hotel, el recargado Safari Bar, hay una abrumadora colección de objetos de aquella época en que solo los pudientes volaban, y lo hacían con baúles y aire aguerrido, despegando de aeródromos en los que desafiaban a la vez el destino terrenal del hombre y la ley de la gravedad; no como hoy, cuando los aeropuertos parecen estaciones de autobús de provincias o empigorotadas réplicas de estaciones espaciales.

La imagen más repetida en las paredes del Safari Bar es la de Jean Mermoz, que tras jugarse la vida en la fuerza aérea francesa en la Primera Guerra Mundial, se convirtió en piloto civil. Pasó a la pequeña historia de Saint Louis al ser el piloto de la línea aérea que traía el correo desde Toulouse sin escalas, hazaña que se inició en 1927. Como le debía saber a poco, tres años más tarde abrió la línea de correo de Toulouse hasta Natal, en Brasil, siempre con escala en St. Louis. Contribuye al halo heroico de Mermoz que, tras despegar un día de Diciembre de 1936 desde Dakar, lanzara un mensaje por radio sobre un fallo en el motor, y no se volviera a saber más de él. Lo de “vive deprisa, muere joven, y harás un bonito cadáver” está en vigor desde mucho antes de James Dean. El resto de la iconografía del Safari Bar se consagra a los carteles de Air France, mapas de la ciudad en la época colonial, y otros añejos documentos de tiempos sepias que resultaron agradables siempre que fueras blanco.

En el extremo sur de la isla hay un pequeño museo que no tiene ni nombre, en un edificio alejado del bullicio y de la gente, con un interior de viejo hospital abandonado. Lo más reseñable es una colección de fotografías en blanco y negro de la época colonial. Se ven el palacio del gobernador en su época de esplendor, los automóviles llegados de la metrópoli, la construcción del puente Faidherbe, el que une la isla con el continente. Lo que más me llamó la atención fueron unas fotografías, dispersas en varios paneles, sobre el apoyo de los senegaleses al ejército francés en las dos guerras mundiales: veteranos negros con un uniforme salpicado de medallas, soldados desfilando con orgullo antes de partir hacia el frente, o cementerios cuajados de senegaleses muertos por Francia. Me planteé entonces por qué alguien puede luchar para defender a su opresor colonial de quien a su vez le oprime. ¿Sería una versión bélica y antigua del Síndrome de Estocolmo? ¿Sería que no hay peor convencido que un arrepentido? ¿Sería el fervor del converso? Y, por otro lado, ¿qué pensaría el soldado alemán al ver en la trinchera de enfrente a un negro con el uniforme de su enemigo? A qué extrañas mezclas conducen los caprichos del hombre.

         Los mercados de Saint Louis eran demasiado atractivos como para no hacer un intento más y localizar algo de artesanía local. En la Plaza Faidherbe nos hablaron del lugar donde se agolpan las tiendas de los artesanos locales, a pocos kilómetros de distancia, en tierra firme. Nos decepcionó a la llegada, porque resultó ser un descampado con unas cabañas de adobe con techo de paja, en las que íbamos a dar un varapalo a nuestra economía. ¿Cómo resistirse a ese cofrecillo de madera, con cerradura metálica, de diseño típico del sur de Mauritania? ¿Y qué de los pendientes de plata, al estilo de los tuaregs de Níger? Más dura fue la negociación del precio de una cajita de caoba con incrustaciones de plata repujada, aunque lo que pagamos no fue más que una fracción de lo que cobraría una tienda en Europa. Bajo el sol africano, y acosados por los pocos comerciantes, no era el momento más apropiado para acordarse de Oscar Wilde; pero no se debe olvidar que la mejor manera de evitar la tentación es caer en ella: durante la preparación del viaje había leído algo sobre las sillas senegalesas de pesada madera tropical, fabricadas en dos piezas para transportarse plegadas en el camello; y allí estaban, esperándome, listas para regatear y cargarlas en el Land Cruiser. Las excusas sobre cómo las podríamos llevar allí dentro hasta España sin que se estropeasen ellas ni que espachurrasen al resto de las cosas eran eso, excusas, de modo que no tardamos en salir del recinto de los artesanos con sillas, caja, cofre, pendientes y una sonrisa de comprador satisfecho.

La comunicación entre la isla y la tierra firme representó durante muchos años una dificultad. Hasta 1858 se hacía con barcazas, que transportaban personas, mercancías, animales, y todo aquello que movía el ejército colonial francés. En 1858, Louis Faidherbe, gobernador de la colonia, botó el Bauteville, un barco capaz de trasladar 150 personas a la vez, que hacía el viaje diez veces al día. Un año más tarde era insuficiente, y se botó un segundo barco. No tardaron en quedarse cortos, y en 1865 se inauguró un puente flotante, formado por pontones que soportaban una plataforma de madera. De los pontones, tres se separaban del puente para crear un hueco de veinte metros por el que pasaban los barcos que navegaban por el río Senegal.

Pocos años después, la apertura del tren Dakar – St. Louis aumentó el tráfico en la zona, y también el puente flotante se quedó pequeño, por lo que se decidió construir un puente metálico fijo, aunque con una sección móvil que permitiera la navegación río arriba. Llegados a este punto se mezclan realidades, leyendas y mentiras, que voy a contar en orden descendiente de veracidad.

El puente se inauguró el 14 de Julio de 1897, mide 507,35 metros, y la sociedad constructora fue Nouguier, Kessler et Cie. Hay una sección central capaz de girar 90 grados.

A pesar de lo que se dice, el diseño no fue de Gustav Eiffel. La confusión surge porque la otra compañía que se presentó al concurso fue la Société de Construction de Levallois-Perret, propiedad de Monsieur Eiffel.

Tampoco es verdad que se aprovechara el diseño de un proyecto anterior, un puente sobre el Danubio bien entre Austria y Hungría, quizá en Viena o Budapest, o en Rumanía. Tanto en Austria como en Hungría era frecuente la navegación por el Danubio, y un puente tan bajo como el Faidherbe dificulta el paso de los barcos. Y por el lado rumano, solo hubo negociaciones iniciales con compañías extranjeras para construir un puente sobre el Danubio, del que finalmente se encargó una empresa local.

La leyenda más atractiva e inverosímil de todas es tan bonita que si es mentira, no me importará. Dice que el puente fue diseñado y construído en Francia para Saint Louis, Missouri, Estados Unidos, y que las piezas se embalaron para transportarlas en barco a través del Atlántico. Pero un error, quizá al redactar la documentación de embarque, llevó el cargamento al otro Saint Louis, el de Africa. Y los senegaleses, a toda prisa, lo montaron allí donde todavía permanece.

Mis recuerdos del puente son vivos y coloristas como la ciudad en las que se asienta. Recuerdos de cruzarlo en el Land Cruiser para moverme por la zona, fuera por necesidad o para comprar sillas de madera. Y de atravesarlo a pie para llegar al mercado que hay en tierra firme, atendido por mujeres sonrientes con vestidos llamativos, donde comprábamos plátanos grandes y jugosos. Desde esa orilla continental miraba la isla y sentía un sabor colonial similar al del otro lado del océano, porque el clima, las casas, las gentes y sus sonrisas me recordaban el malecón de La Habana. Al fin y al cabo, sus habitantes vienen del mismo sitio.

Avanzamos, a veces hacia atrás

Durante muchos años, el crecimiento de una persona y su prosperidad social se reflejaban en la calidad y el empaque de su coche. Después de un Seat 600, de un Renault 4 L o de un Citroën 2CV, llegaban un 124, un R 12 o un GS. Incluso un Simca 1200. Eran más grandes y cómodos, tenían cuatro puertas y maletero o portón, y sus prestaciones dinámicas estaban muy por delante de las del coche al que sucedían en la familia. Por dentro, había hasta lujos: radio cassette, calefacción de agua caliente con la posibilidad de orientar el flujo de aire, asientos no diseñados para machacar la espalda, lavaparabrisas manual,… Para colmo de lujos, había alguna luz interior y guarnecidos que tapaban parcialmente la chapa.

Por encima se situaba una clase social superior, la del Seat 132, el R 18 y el Citroën CX, lo que creaba un escalonamiento claro, y sin superposición. Y los clientes de estos coches más grandes y caros buscaban lujo, y no pedían, es más les asustaba, un dinamismo siquiera remotamente deportivo.

Ahora hay clientes que necesitan coches de cierto tamaño pero no pueden pagar esos lujos, clientes que pueden pagar lujos pero quieren coches pequeños, y otros que quieren coches grandes y lujosos y esperan de ellos un comportamiento deportivo. Por eso las gamas más que superponerse se pisan, se entremezclan, cruzan sus precios y crean dos fenómenos que hace poco me han llamado la atención.

Repasaba recientemente los competidores actuales del segmento C, y recordaba los años en que sus antecesores remotos (124, R12 y similares) eran el primer coche decente al que accedía un español. Me sorprendió ver que en la actualidad, las versiones más baratas, esas que se anuncian por 12.000 €, me retraían a las sensaciones de sus antepasados: llantas de chapa con neumáticos estrechitos, techos tapizados con poco más que una lámina de plástico, un plafoncito de luz interior con un interruptor oscilante que parecía que se iba a romper en cualquier momento, interiores de chapa vista, mandos de calefacción de varillas y cables,.. Los guarnecidos eran poco más que una tela pegada sobre una lámina de plástico, y la única novedad de la radio era que tenía FM (no la encendí por temor a que me apareciera la voz de Matías Prats narrando un gol de Gento, o la de Bobby Deglané presentando una canción de Los Tres Sudamericanos).

Es admirable la flexibilidad que plantean ahora los fabricantes de automóviles en sus gamas: aquella misma carrocería, pobremente vestida y escuálidamente empujada por un motorcillo Diesel, se puede comprar por el triple de precio con un interior casi suntuoso y un motor con el triple de potencia. Por otro lado, mi sensación subjetiva era que el avance desde el Renault 12, considerando el cuarto de siglo largo que ha pasado, era hacia atrás.

Unas semanas después me topé con otro avance, esta vez hacia delante. Durante muchos años, el segmento E Premium estaba formado por “coches de abuelos”. Los 240D y 300 E, los Volvo grandotes, los Jaguar eran grandes, bonitos, cómodos, y también blandos de suspensión, con poco tacto de dirección, con asientos más butaca que bacquet y, por ello, territorio prohibido para quien buscara a la vez lujo y emoción.

Ahora los fabricantes han conseguido aunar las dos características: coches serios y formales, con corte de berlina clásica, acabados interiores lujosos y silencio monacal. Y, a la vez, motores, potentes que lo poco que suenan lo suenan bien, suspensiones cómodas aunque no blandas, cambios rápidos y prestaciones más que interesantes.

Estos E Premium que valen para quien se quiere divertir los inventó BMW con su Serie 5 y le siguieron Mercedes con algunas versiones de su Clase E y Audi con algunas de sus A6. Las marcas japonesas en unos casos ya llegan y en otros están aprendiendo. Un Infiniti M30d con motor Diesel V6 de 238 CV, interior presidencial y cambio secuencial de pulsadores demuestra lo segundo a base de contradicciones: el motor empuja y mucho, los pulsadores del cambio tienen forrada en cuero la parte que se toca con los dedos, para tener buen tacto, y son de algo que parece titanio en la cara que se ve. Pero las suspensiones blandísimas multiplican el balanceo y el cabeceo hasta hacer que el control de estabilidad haga horas extras en casi todas las rotondas. En resumen, sí pero no.

En el otro extremo me he encontrado con un Lexus GS450h en versión F-Sport; silencio, confort y lujo a velocidad de paseo dominical, que se daban la vuelta al buscarle las cosquillas: empuje contundente al juntarse en el sistema híbrido el V8 de gasolina y los dos motores eléctricos, aplomo en el slalom entre conos de las pista de pruebas y hasta la posibilidad, con el control de estabilidad desconectado, de poner de lado cinco metros de coche y dos toneladas de confort. Y eso no es propio de abuelos.

Operación Impala cincuenta años después

Vivimos en un mundo en el que te puedes hacer amigo de cuatro mil desconocidos sin salir de casa ni haberles visto la cara. Pero no hay manera de ir a visitarles a la mayoría de ellos. Es la principal reflexión que se me ha venido a la cabeza al leer la preciosa edición conmemorativa del cincuentenario de la Operación Impala, aquel excepcional viaje que cinco barceloneses desarrollaron en cien días de 1962. El motivo fue que Montesa iba a lanzar un nuevo modelo, y Oriol Regás sugirió a Pedro Permanyer, directivo de la marca, que una buena manera de promocionar la resistencia del modelo sería realizar un viaje duro y vistoso. Se decidió cruzar Africa, partiendo de Ciudad de El Cabo, a donde se enviaron tres motos por avión, y donde se compró un Land Rover, que sería el vehículo de apoyo. Ahí comienza la aventura de Oriol Regás, Tei Elizalde, Enrique Vernis, Rafa Marsáns y Manuel Maristany, autor del libro. Desde ese punto, el viaje recorre Africa y su pasado, y el libro retrata un mundo más sencillo y más inocente que el actual. Cierto que aparecen el “apartheid” de Suráfrica, la pobreza generalizada, la desorganización de los países recién descolonizados,… Pero no hay guerra, guerrilla ni terroristas, no hay extremistas ni salvapatrias, y con más o menos dificultades cruzan la Unión Surafricana, Rodesia del Sur y del Norte, Tanganika, Kenia, Uganda, Etiopía, Eritrea, Sudán, Egipto, Libia, Túnez, Francia y España. Un repaso rápido dice que cuatro países han cambiado de nombre en el tiempo transcurrido y un quinto se ha dividido: la Unión Surafricana en ahora la República de Suráfrica, Rodesia del Sur es Zimbabwe y la de Norte es Zambia, y Tanganika se llama ahora Tanzania. Recientemente, en 2012, el inmenso Sudán Anglo-Egipcio se escindió en Sudán del Norte y Sudán del Sur. Respecto al estado actual de estos países, ahora Suráfrica es un lugar violento, hay revueltas en Kenia, desde donde no se puede pasar a Etiopía por los bandidos somalíes, a ninguno de los dos Sudán deben uno acercarse, también Egipto anda revuelto, de Libia mejor ni hablar y Túnez no termina de tranquilizarse.
El retrato que de Africa hace el libro tiene un adorable toque naïf propio de la época, como en los episodios con blancos que viven en la zona, sean misioneros, diplomáticos o directores de hoteles de lujo: “Jesús Uranga y José Salas, los españoles cuyas direcciones nos había facilitado don Mario Ponce de León [cónsul de España en Ciudad de El Cabo], estuvieron encantados de recibirnos, hacernos de cicerones y cambiar con nosotros noticias de la patria lejana. Jesús Uranga, como he dicho antes, era el representante de una fábrica de armas de Eibar, fan del Athletic de Bilbao y ex miembro del Orfeón Donostiarra. En un céntrico restaurante [de Johanesburgo] donde nos invitaron a cenar, comentamos el tema del apartheid. José Salas estaba en contra pero no le veía salida. Jesús Uranga, tampoco. ¿Entonces, qué? Si se daba libertad a los negros y el derecho de voto, ¿qué ocurriría después? ¿El país se iría a la mierda? ¿Los negros acabarían con la minoría blanca? Para poner punto final a estas tristes reflexiones, Jesús Uranga pidió una botella de whisky y nos animó a cantar Maitetxu mía y otros zorcicos norteños”
Tampoco hay que perderse el episodio, en la misma ciudad, “con el primer secretario de nuestra embajada, José Navarro Rubio quien, juntamente con Pilar, su mujer, nos acogieron con los brazos abiertos y organizaron un picnic en nuestro honor en el jardín de su chalet en las afueras de la ciudad. Y, entre otras gollerías, nos obsequiaron con una tortilla de patatas de tamaño natural, la obra maestra de la ingeniería culinaria española desconocida es estas latitudes australes”. Los hechos quedaron ilustrados con la foto de la izquierda, que retrata una época: matrícula delantera de las motos pintada sobre el guardabarros metálico y cromado, señora sentada de lado en la Impala con vestido de falda de vuelo, collar de varias vueltas y pelo cardado, señores aventureros con camisa blanca y corbata, y a la izquierda la aleta de un Volkswagen Escarabajo de primera generación (¿Te has dado cuenta de que están lanzando la tercera?).
El viaje ve continuos cambios de paisaje, vegetación y fauna según sigue hacia el norte, e incluso casi la desaparición de flora y fauna al llegar al desierto. Antes de eso se cruza la selva, cuya humedad genera unas cuantas caídas entre los expedicionarios, y la sabana. También sufren los lógicos cambios de clima: el calor del desierto, las muchas lluvias en las zonas tropicales (añadimos alguna caída más), y el frío, lo propio de recorrer las tierras altas de, por ejemplo, Kenia. Reproduzco la foto de uno de esos momentos fríos, al cruzar el Ecuador a 9.109 pies (2.776 metros) en la carretera de Nairobi a Nakuru, y aprovecho para decir que pasé por allí casi cuarenta años más tarde que la Operación Impala, y el cartel que se ve al fondo sigue igual.
El viaje aporta también sus dosis de aventura viajera, algo inevitable en un recorrido africano de 20.000 km. Se atreven a cruzar el norte de Kenia para entrar en Etiopía por Moyale y son capaces de hacer los más de 300 kilómetros de lo que entonces era una pista infernal entre Jartúm y Atbara, en Sudán, paralela al Nilo y al tren que construyeron los ingleses. Pero seguir por el desierto de Nubia hasta Wadi Halfa es excesivo: más de 600 km. de pista poco marcada, con un único pozo en los 369 km. entre Abu Hamed y Wadi Halfa, está más cerca de la sinrazón que de la aventura, y por eso hacen el recorrido en un tren de mercancías. Los vehículos se atan a un vagón plataforma, y los cinco viajeros montan su campamento en un vagón de carga; sí, dentro del vagón instalan mesa, sillas y catres para hacer algo cómodo lo que es su casa durante dos días. Según los gustos, el paisaje es desolador o formidable: “En Abu Hamed, el Nilo vira hacia el Oeste, hacia el lejano Sahara, mientras, el ferrocarril enfila hacia el Norte, en línea recta, un atajo de unos 400 kilómetros a través del desierto, dividido en diez etapas de unos 50 kilómetros aproximadamente cada una, al final de las cuales se levanta una escueta estación equipada con reservas de carbón y de agua para aprovisionar las locomotoras de los trenes. Estas estaciones solo tienen un número, del uno al diez, menos la once, sin número, que corresponde a Wadi Halfa, principio de trayecto. Final, en nuestro caso.”
“La vegetación desaparece por completo. Ni la más mínima mata de esparto. Ni una triste brizna de paja. Nada. Empieza el desierto implacable. Da la impresión de que el sol ha calcinado la superficie vegetal que antaño cubriría este enorme ámbito geográfico, dejando al descubierto los huesos de la tierra, reduciéndolos a menudos fragmentos, que luego el kasmin, el abrasador viento del desierto, convirtió en granos de arena, formando dunas, por las que asoman cortantes crestas de basalto negro, contra las que no han podido las mandíbulas de fuego del sol.”
Tampoco en Wadi Halfa pudieron montarse en las motos, porque la pista era peligrosa, y porque la policía egipcia no quería que se viera el apoyo de los soviéticos en la construcción de la presa de Assuan. De modo que se bajaron del tren y se subieron al Amenofis IV, un barco mixto de carga y pasajeros que les dejó en Shellal, unos 100 km. al sur de Luxor.
Tras las fotos en las pirámides y la esfinge, en las cercanías de El Cairo, abordaron un recorrido que hoy es de ciencia ficción: Alejandría y El Alamein en Egipto; Tobruk, Bengasi y Trípoli en Libia, y de allí a Túnez para coger el barco a Marsella.
Las noticias que con los medios de la época habían enviado los viajeros a España les habían convertido, sin que ellos lo supieran, en unos héroes. La recepción en Barcelona tuvo ese carácter, con la Diagonal plagada de pancartas, periodistas y fotógrafos, y las tres Impala y el Land Rover (de mote “Kiboko”), escoltados por motoristas y aficionados. Hubo discursos de bienvenida, brindis y un Te Deum en la iglesia de La Merced, patrona de la ciudad. Uno de los párrafos que más me ha impresionado del libro, por lo realista y humano viene a continuación: tras los discursos, las fotos, las entrevistas y los abrazos, tras cruzar 20.000 km. de Africa y Europa entre el 13 de Enero y el 16 de Abril de 1962, hay que ir a dormir a casa; y ese cierre de la aventura, ese último episodio sencillo e íntimo, que convierte al aventurero en humano, se narra así: “Operación Impala finalizó materialmente en el garaje de los padres de Tei [Elizalde] en la barcelonesa calle de Alfonso XII, donde dejamos las tres Impalas a la espera de que mañana las vendrían a buscar los mecánicos de Montesa para darles un repaso a fondo y redactar un informe. Descargamos a Kiboko del peso de nuestros baúles metálicos y el resto del equipo expedicionario, que dejamos apilado junto a la pared del fondo. Kiboko exhaló un largo suspiro de alivio. […] Nosotros cargamos con nuestras maletas y bolsas de mano y nos despedimos con sendos apretones de mano. […] A Enrique [Vernis] y Oriol [Regás] los vino a buscar un amigo suyo con su coche. Rafa y yo pillamos un taxi. Nuestras carreras coincidían bastante. El taxista me dejó primero a mí en Pau Clarís esquina Mallorca, y luego siguió calle abajo hasta Gran Vía. […] Mis padres, mis hermanos y mi cuñada Consuelo, me acogieron calurosamente en el hogar familiar y me agasajaron con una cena exquisita y yo tuve que resumirles mi aventura africana y contestar a sus preguntas”. Un final simple para un viaje que ahora parece que recorre más la historia que la geografía.