La próxima vez que conduzcas por una carretera en la civilizada Europa, fíjate en los límites que tienes a los lados. Primero hay una línea blanca continua, que te señala hasta dónde puedes llegar. Luego hay un guardarraíl incluso doble, que te impide físicamente ir más allá. Y por último una valla metálica, que te separa del entorno. No hay espacio para la iniciativa individual.
Es más, solo puedes abandonar tu condición de estabulado donde está permitido, y ni siquiera queda la opción de hacer en la cuneta lo que se solía hacer en la cuneta: los árboles tras los que esconderse están más allá de la valla.
El único lugar en que ir al baño o repostar o comer algo es una de esas pulcras y asépticas áreas de servicio, fotocopias unas de otras, que han sustituido a las gasolineras y bares de carretera.
El repostaje, por supuesto en régimen de autoservicio, parece un mero trasvase, por completo inodoro, que se hace hasta con guantes. La comida, si nos atrevemos a llamarla así, se basa en una batería de armarios refrigerados, en los que se apelmazan alimentos retractilados con aspecto de sintéticos, junto a refrescos de colores. Inodoro de nuevo.
Y tras el mostrador, una empleada obviamente inodora que sonríe porque lo dice la normativa de la compañía, y te pregunta si tienes la tarjeta de fidelidad, por ejemplo, la de Megaoil. No entienden que quiero sentirme libre cuando viajo, por lo que no quiero sntirme atado a nada ni a nadie, y además quiero oler dónde estoy.
¿Y los baños? No queda otro remedio que desahogarse en el lugar predeterminado en que la normativa te deja, y a eso se añade que a la entrada de los servicios hay un cartel que me dice que exactamente 18 minutos antes de que yo llegara, Irina los ha dejado pulcros para mí. ¿Hasta eso está previsto?
Ya no quedan empleados de mono azul que den caladas a un pitillo mientras te llenan el depósito de gasoil; que te dan el cambio que guardan en una carterilla de cuero en bandolera y dicen “¡Gracias, jefe!” si les dejas propina. Tipos que huelen a tabaco y, claro, a gasoil.
Ya no queda un bar grasiento al lado, con un cartel a medio oxidar que demuestra la falta de originalidad al bautizar el local: El Cruce, El Frenazo o simplemente el punto kilométrico de la carretera en la que se encuentra. Y con un interior presidido por cabezas de toros entre carteles de corridas locales, y bocadillos dudosos sobre la barra. Con la banda sonora del ruido de las fichas de dominó con las que juegan unos camioneros, el pasodoble que suena en la radio, el “¡Oído cocina!” que surge del fondo en respuesta a un grito desde la barra.
Y menos aun quedan esos baños de olor disuasorio, que no conocían el Ajax desde su instalación, en los que la cadena del inodoro no era tal, simplemente una cuerda que colgaba de una cisterna casi clavada en el techo, y en la que casi nunca había agua.
Por eso a uno le acompañaban en los viajes los olores y las sensaciones, los recuerdos de sonidos y personas y lugares, y con ello el sentimiento tan buscado de estar lejos de casa, de estar en un sitio distinto al habitual y poniéndose a prueba frente a él.
“El camino más corto”, de Manu Leguineche es un libro de cabecera para cualquier seguidor de la literatura de viajes. Narra una vuelta al mundo en un Land Cruiser antecesor del que voy a utilizar en unos días para bajar a Marruecos, y no se titula así como ironía sobre el largo recorrido sobre el que trata, no; la cosa va de metáforas: “El camino más corto para encontrarse uno a sí mismo da la vuelta al mundo” es una acertadísima frase de Hermann Keyserling, en su libro “Diario de viaje de un filósofo”. Keyserling, un alemán de origen lituano, es una curiosa mezcla de dos actividades que no suelen coincidir en la misma persona, y que para muchos hasta resultan contradictorias: era filósofo y viajero. Quien se encuentre con una foto suya, evidentemente en blanco y negro porque falleció en 1946, verá que tiene cara precisamente de eso, de filósofo. Mirada la foto más despacio es sencillo caer en el detalle de la piel curtida y las arrugas alrededor de los ojos de quien suele mirar muy lejos, estudiando desde la distancia un paisaje que dejará de ser virgen en cuanto se reanude el camino. Con algo de sorna, diría que la cara de Keyserling tiene la perilla de Lenin con algo de “Indiana” Jones. “Quiero anchura,” continua en la cita el filósofo y viajero, ”dilataciones donde mi vida tenga que transformarse por completo para subsistir, donde la intelección requiera una radical renovación de los recursos intelectuales, donde tenga que olvidar mucho – cuanto más, mejor – de lo que supe y fui”.
Por eso me alegra tanto volver a viajar por Africa, porque me obliga a olvidar mi comodidad europea y adaptarme a lo distinto y cambiante, y me permite sentirme pleno al cruzar el Atlas, al escuchar el eco del motor del coche rebotando en un valle, o mi propia respiración cuando me detengo a disfrutar del momento: “Siento en mí la beatitud de la libertad conquistada”. Qué bonita manera de poner en palabras la sensación de importancia, cuando a la vez uno se reconoce nadie ante la inmensidad de la Naturaleza que te envuelve en Africa.