En 2017, el ingeniero de Fórmula 1 Adrian Newey escribió su autobiografía bajo el título original en inglés de “How to make a car”. Se publicó en 2018, y su edición en español fue lanzada con una traducción directa, “Cómo hacer un coche”, en 2019. Acabo de leerla y disfrutarla, por la amena mezcla de contenidos personales y profesionales de un personaje conocido y a veces polémico en el campo de la ingeniería de los coches de competición.
Por ser autobiográfico está redactado en orden cronológico, y combina episodios de su vida privada con otros de las carreras, algunos ya conocidos y otros que revelan la cara interna de la competición. Sorprende la sinceridad, y a veces hasta la crudeza de Newey cuando narra hechos íntimos, especialmente viniendo de un británico, a los que según el tópico se les supone discretos en ese campo. Por ejemplo, en ocasiones durante su infancia las relaciones entre sus padres eran tensas, con episodios esporádicos de violencia, que el autor describe así: “Digamos que (mi madre) a menudo se veía obligada a usar gafas de sol durante varios días”.
Como la afición a los coches, y a “enredar” en ellos la heredó de su padre, cita los vehículos que había en casa hasta con la matrícula: Riley RMF VCD256, Ducati 900 SS CNP617S o Lotus Elan amarillo GWD214K.
Otras referencias duras a su vida personal se refieren a las dificultades para conciliar la vida familiar con las exigencias propias de un ingeniero puntero en la competición, no solo en el número de horas de trabajo, sino en la cantidad y la duración de los viajes, que describe así: “(Estaba) en la ingeniería de Michael Andretti en las carreras de la IndyCar (en EE.UU.), volando de regreso, conduciendo hacia Heathrow para investigar y diseñar el coche de 1987 y yendo a las carreras de Fórmula 1 para ser ingeniero de Patrick Tambay; además, haciendo grandes esfuerzos para mantener mi matrimonio unido e intentando ser un buen padre primerizo.” Estas situaciones no siempre conducen al éxito, como señala unas páginas más adelante: “Corría el mes de Julio de 1989 cuando volví a mi casa en Marsh Gibbon, y la encontré vacía. Solo una nota de Amanda, que comenzaba con un “Querido Adrian” y en la que me decía que se había ido a casa de sus padres en Devon. Me dejaba”.
La parte profesional de Adrian Newey es la más conocida, especialmente su habilidad para encontrar rendijas en los reglamentos técnicos que le permiten desarrollar soluciones que a otros ingenieros no se les ocurren También se sabe que sigue dibujando a mano en tablero de dibujo, en plena era de ordenadores, CAD y CFD; de hecho, el libro se ilustra con algunos de esos dibujos realizados a lo largo de los años, de los que se han escogido los de esta reseña. Su capacidad de generación de ideas, y por tanto de elaboración de dibujos, es elevada: “Un ejemplo de lo rápido que puedo trabajar cuando estoy agotado es que puedo tener al menos a dos personas ocupadas en pasar mis dibujos en papel al CAD. Y me refiero solo a los dibujos que creo que vale la pena transcribir. Por lo general, se necesitan varios caminos para llegar a ese punto; mi consumo de gomas de borrar solo es comparable a mi consumo de minas de lápiz”.
No se deja de lado un episodio destacadamente triste en la vida profesional de Newey: el horrible fin de semana del GP de San Marino, en el circuito de Imola, en 1994. En los entrenamientos del viernes, Rubens Barrichello, a bordo de un Jordan, sufrió un grave accidente del que salió ileso. El sábado, en el entrenamiento oficial, Roland Ratzenberger, con un Simtek, tuvo un accidente mortal. Y el domingo, en la carrera, Ayrton Senna, sobre un Williams diseñado por Adrian Newey, falleció. Aparecen en el libro numerosas menciones a la responsabilidad de ingenieros y mecánicos de competición en relación con los accidentes en general; hay también comentarios sobre el análisis técnico que se hizo en Williams sobre el accidente de Senna, y sobre las complejas cuestiones legales relacionadas, tanto desde el punto de vista de la FIA como ante los juzgados italianos.
Resultan interesantes los planteamientos de Newey a lo largo del libro sobre cómo resolvió las dificultades de cada coche en cada temporada, dependiendo del reglamento técnico vigente, del presupuesto disponible y, por supuesto, de la tecnología de cada momento. La aerodinámica es su especialidad, y por ello dedica muchos comentarios al trabajo en el túnel de viento. En 1989, su Leyton House AN 881 no daba el rendimiento esperado, y varios meses de trabajo duro en el túnel de viento de Southampton no resolvieron el problema. Hasta que a principios de 1990 se fueron a trabajar al túnel de Comtec en Brackley y los resultados fueron distintos por completo, lo que le lleva a dar esta explicación: “Todos los buenos túneles de viento para coches de carreras tenían una cinta transportadora en movimiento, parecida a la del supermercado. El motivo de ello es el marco de referencia. En la vida real, un automóvil pasa a través del aire estacionario y el suelo. En el túnel de viento, el modelo se mantiene estacionario, por lo que, para poder reproducir correctamente la realidad, tanto el aire como el suelo deben moverse a la misma velocidad, independientemente de la maqueta. Debajo de la cinta transportadora debía de haber una placa perforada con muchos agujeros pequeños, con la parte inferior de la placa conectada a una caja de succión. El objetivo era evitar que la baja presión generada bajo el modelo succionara la correa hacia arriba alejándola de la placa. En Southampton la placa era de aluminio, pero lo que no sabíamos era que debajo de ésta había tablas de roble atornilladas, a través de las cuales se habían perforado los agujeros de succión. Con el tiempo, la madera se había arqueado, creando un listón bimaterial. El resultado neto era que el plano de tierra, en vez de ser plano, era ligeramente cóncavo. Esta forma, naturalmente, había descargado el difusor, lo que nos llevó a desarrollar una forma más agresiva que no podía hacer frente a la realidad”.
No deja de lado Newey la vida interior de las carreras, lejos del encanto y la perfección organizativa que desde fuera se les supone. Valga como ejemplo un desplazamiento al túnel de viento de Kensington, con la maqueta del prototipo en el maletero de un viejo Chevette: “Madrugábamos, porque toda la operación se debía hacer bastante deprisa. Una mañana particularmente helada, atravesé el Chevette en el cruce de la salida a la M4, y di en el guardarraíl con la parte externa del coche. Retiramos el paso de rueda para que no rozara con el neumático, volvimos a montarnos en el coche tiritando y seguimos adelante.”
O los primitivos sistemas de seguimiento de las carreras en sus inicios, concretamente en las 24 Horas de Daytona de 1983: “En esos días no teníamos un sistema de cronometraje oficial. En vez de eso, los equipos dependían de esposas y novias para apuntar los dorsales de los coches cuando pasaban por los boxes y, así mantener un control de las vueltas. Las esposas y novias buenas eran increíbles. Desafortunadamente las nuestras no eran buenas, y en una hora de carrera ya no teníamos ni idea de nuestra posición”.
Es de esperar que un coche de Fórmula 1 sea una máquina perfecta, en la que no hay detalle que no se haya pensado una y mil veces. Solo que no es así, y puede que el Leyton House AN 881 tenga la peculiaridad de que no queda hueco para que la mano de Iván Capelli, el piloto, quepa entre el monocasco y la palanca de cambio, y ¡no pueda cambiar de marcha!. Era la primera carrera de la temporada, en Imola, y esto es lo que sucedió la noche del sábado: “Recuerdo muy bien esa noche. Practicamos un boquete en el costado del monocasco, hicimos que Iván se sentara dentro y fuimos expandiendo el agujero para que tuviera suficiente espacio para cambiar de marcha. Cuando lo logró, cogí un poco de cera y la moldeé sobre sus nudillos, le mandé salir del coche y reforcé la cera colocando temporalmente fibra de vidrio por dentro, y luego una fina malla de fibra de vidrio y relleno en el exterior para suavizar la forma”. Y continúa: “Cuando se veía armoniosa y con buen aspecto, saqué el molde. Ya eran las dos de la madrugada, así que envié a todos a su casa mientras hacía una nueva ampolla con fibra de carbono, usando todo el conocimiento y experiencia que había acumulado trabajando en mis maquetas y en el Lotus de mi padre, sin mencionar un trabajo de verano en Southampton donde en una ocasión me tocó hacer peceras de fibra de vidrio. El sol estaba a punto de salir en Bolonia cuando soldé la nueva ampolla a un lado del habitáculo, le puse un poco de pintura azul Miami, y me aparté para admirar mi trabajo. Cuando los mecánicos llegaron por la mañana, me elogiaron silenciosamente, ¡lo que en la mecánica de la Fórmula 1 es un gran cumplido!”
Y también se hace mención a las fiestas posteriores a las carreras, que no siempre acaban bien, como la del GP de Mónaco del mismo año ’88: “Esa noche se celebró una fiesta en el barco de Akagi (propietario y patrocinador del equipo). Algo típico de la Fórmula 1; las cosas pronto se salieron de madre. Debido a la dificultad de moverse por Mónaco, alquilamos algunos scooters pequeños en una empresa de alquiler local. Eran bastantes viejos y estaban hechos polvo, pero esa noche, habiendo bebido demasiado y debido a un reto con los mecánicos, me lo llevé al puerto. No fue lo más inteligente que pude hacer. En primer lugar, el agua estaba muy fría; y en segundo lugar, no soy buen nadador, especialmente si voy completamente vestido y borracho”.
El único punto negativo del libro es la baja calidad de la traducción al español. Un libro sobre algo tan concreto como ingeniería de monoplazas de competición utiliza, como es obvio, una jerga concreta, que se debe traducir con precisión para no caer en errores, imprecisiones, pérdidas de credibilidad o, directamente, para no confundir. Algunos de estos errores de traducción se deben al uso de términos del español de América, como “parte” por “pieza”. Otras son traducciones directas que resultan incorrectas, porque un monoplaza tiene un “habitáculo”, no una “cabina”; en inglés es “cockpit”, pero se traduce como cabina en aeronáutica y habitáculo en automoción. Por último, aunque es español el término revista es femenino, las referencias a una edición determinada se hacen en masculino: “¿Has leído el “Autopista” de esta semana?”. En el libro se hacen muchas referencias a la biblia semanal de las competiciones, la revista británica “Autosport”, a la que el traductor se refiere siempre como ”la Autosport”.
La autobiografía de Newey detalla los cuatro dobletes, títulos de piloto y de fabricantes, conseguidos con Red Bull y Sebastian Vettel, así como las ofertas rechazadas de Mercedes y Ferrari, en la época de Luca di Montezemolo. Y termina con el proyecto de lo que luego se bautizó como Aston Martin Valkyrie, la ilusión de Newey por aplicar sus conocimientos a un coche de calle, que se materializó a través de RBAT (Red Bull Advanced Technologies) y mediante un acuerdo entre el director deportivo del equipo, Christian Hormer, el propio Newey, y Andy Palmer, por entonces consejero delegado de Aston Martin.
En conclusión, y dejando de lado la baja calidad de la traducción, la casi 400 páginas de la autobiografía se hacen breves y amenas, los episodios anecdóticos quitan glamour al mito de la F1, y las explicaciones técnicas de Newey son todo un curso de ingeniería de automoción.