Peregrinaciones (laicas) por Inglaterra

En el fondo, lo que busca un peregrino es comprobar si lo que encuentra en el lugar de peregrinación es lo que imaginaba antes de salir de casa. Si para los anglófilos aficionados al mundo del motor Inglaterra es tierra de peregrinación, ¿lo que he vivido en el viaje de este verano es lo que esperaba?

Hace una media hora que he recogido un Nissan Juke manual de alquiler de las oficinas de Avis cercanas a la terminal 5 del aeropuerto de Heathrow, y no me duelen los nudillos de la mano derecha. Esto funciona.

En anteriores experiencias conduciendo por la izquierda, todo había ido bien hasta el momento de cambiar de marcha. Por una reacción instintiva, tras décadas conduciendo con la palanca a mi derecha, cuando el oído me decía que había que cambiar de marcha la mano derecha salía disparada buscando la palanca de cambios y golpeaba con el guarnecido de la puerta. Después de tres o cuatro errores, el dolor en los nudillos me recordaba que la palanca estaba al lado izquierdo.

Esta vez no solo he aprendido, también conduzco concentrado para evitar este tipo de confusiones, y a la hora de cambiar de marcha solo me encuentro con una dificultad, simplemente ergonómica: el movimiento de la mano izquierda para reducir de marcha impar a par (5ª a 4ª, y 3 a 2ª) no es natural, y debo hacerlo con un cuidado especial: a la vez hacia abajo y alejándola del cuerpo, hacia la izquierda.

También centro la atención en las enormes y complejas rotondas británicas en las que además se circula en sentido horario, al revés que en el continente. Muchas de las que encuentro están en lo que por aquí llamamos autovías, lo que garantiza la existencia de muchos carriles y tráfico abundante, que además viene “por el otro lado”.

Solo hay un punto al que no me termino de acostumbrar: el retrovisor interior está, claro, a mi izquierda, y más de una vez, buscándolo a la derecha, me he topado con el oportuno adhesivo de Avis que me recuerda “Drive on the left”.

El otro punto que me llama la atención a la hora de rodar por las carreteras inglesas es el modo de conducción de los conductores locales: se respeta escrupulosamente la velocidad máxima autorizada en cada lugar, sean 20 millas por hora en zona urbana o 70 en autovías. Es más, cuando alguien se coloca en el carril derecho para adelantar (sí, que no se nos olvide que se adelanta por la derecha), los que vienen detrás no se pegan a él, agobiándole para que despeje de inmediato el carril. Al contrario, esperan con paciencia y a distancia, sin presionar, y solo cuando se acaba la maniobra de adelantamiento, aceleran para recuperar su ritmo.

También se respeta, y mucho, la distancia de seguridad, independientemente del tipo de calzada y de la velocidad a la que se ruede. Y al crearse estos amplios huecos entre coches, se facilita la incorporación de los que se unen a la carretera, porque tienen fácil ocupar esos huecos.

Hace tiempo que la prensa británica del motor insiste en el mal estado de sus carreteras; lo recuerdan especialmente cuando vienen a disfrutar de las vías españolas en las abundantes presentaciones a la prensa que se convocan por aquí. De ahí que no me sorprendiera toparme con tal cantidad de baches, agujeros, parches y ondulaciones, especialmente en las carreteras secundarias, lo que allí llaman “B-roads”.

Sí hubo otras dos peculiaridades que me llamaron la atención. En primer lugar, que muchas de esas carreteras no solo no tienen arcén, es que la calzada está limitada por un bordillo. Esto significa que, en caso de apuro, no solo no contamos con un metro más de anchura de calzada, es que el bordillo será un tope con el que chocarse si pilotamos una moto, o que puede ayudarnos a volcar si conducimos un coche.

El otro punto que me sorprendió es la casi ausencia de señalización horizontal, de líneas pintadas en el suelo. Estoy acostumbrado a utilizarlas como referencia para ubicar el vehículo en el carril, y me sirven de guía de cara a trazar las curvas, pero su práctica inexistencia me obligaba a tomar como referencia el bordillo, el coche que rodaba por delante (si había alguno y lo hacía bien) o mi intuición. La falta de línea central continua en las calzadas de un carril por sentido me preocupaba especialmente, porque esa es mi referencia al conducir por el otro lado: si me siento a la derecha del coche y conduzco por el carril izquierdo, debo ver con claridad esa línea y no pisarla nunca con las ruedas, porque eso significaría que estoy invadiendo el carril contrario. Usar el bordillo como referencia es más difícil y menos seguro, porque lo tapa el coche propio y su color no destaca contra el asfalto.

Para quienes alimentamos la pasión por las motos y los coches fundamentalmente a través del Reino Unido, recorrerlo ofrece la posibilidad de visitar esos lugares que nos muestran, por ejemplo, las revistas especializadas o “You Tube”. Uno de esos sitios es “Caffeine&Machine”, punto de reunión de los aficionados que necesitan pocas excusas para lucir sus juguetes con ruedas mientras cenan y toman unas cervezas.  El pretexto el día de mi pereginación a “The Hill”, el local de “Caffeine&Machine” cercano a Statford-upon-Avon, era una reunión de propietarios de Aston Martin.

Ver en España un coche de esta marca se etiqueta como sorpresa o acontecimiento; es de imaginar mi cara cuando, al llegar, conté más de veinte. A falta de los cotizadísimos DB5 y DB6, había unas cuantas unidades de cada uno de los modelos que se lanzaron después, incluyendo los últimos DB11 y DB12. Y hasta dos unidades de la recién lanzada serie limitada “DB11 F1 Edition”, uno en el verde metalizado de los Fórmula 1 de Alonso y Stroll, y otro en verde satinado. No fui capaz de decidir cuál me gustaba más.

Como remate de las rarezas, tres orgullosos propietarios aparecieron con unidades del Rapide, ¡tres! Para ser la primera ocasión en que me topo con un Rapide en vivo, ver tres juntos fue todo un choque. Y por cierto, es tan elegante por fuera como escaso de espacio en las plazas traseras.

En general, el entorno de “Caffeine&Machine” era una versión muy británica de eso que se llama “mezcla de tradición y modernidad”: el edificio de “The Hill” fue primero residencia familiar de un terrateniente local, y luego una venta, lo que por Inglaterra se llama “bed&breakfast”. Enclavado entre colinas perennemente verdes, está a solo dos millas de Stratford-upon-Avon, donde nació William Shakespeare. En las mesas de los alrededores del edificio, desde las que contemplo los Aston Martin, hay grabado un código QR que permite acceder a la carta del “pub”, realizar pedidos y pagarlos. Además funciona, porque sin moverme de la mesa y sin dejar de admirar los coches, me traen una pinta y unos sándwiches.

Parece obligatorio que una peregrinación automovilística por Inglaterra incluya una visita a una de esas fábricas desconocidas por la mayoría y adoradas por el resto, como Morgan. Aun conservan y utilizan la nave original en la que Harry Morgan arrancó la producción de sus coches allá por 1914. El resto de la zona de fabricación son igualmente naves de ladrillo oscuro, ideales para ambientar películas de la era de la revolución industrial, y ubicadas en las afueras de un pueblo llamado Malvern. Dentro de esas naves conviven tecnologías de muchas décadas diferentes. Por un lado, los motores, los cambios y la electrónica son de origen BMW, lo que significa que hay muchos, pero que muchos cables. Esos motores y sus transmisiones se montan sobre bastidores monocasco elaborados según técnicas aeronáuticas: chapas plegadas de aluminio que se unen entre sí mediante adhesivos y roblonado.

Hasta aquí la modernidad, porque ese conjunto se cubre con una carrocería de chapa de aluminio formada a mano sobre un bastidor de madera. De hecho, las naves en las que se fabrica y monta la carrocería utilizan los mismos utillajes de carpintero que un taller de carruajes y diligencias. Visualmente el resultado final es un coche de aspecto tradicional, solo que con luces de leds y tripas actuales.

A lo largo de la visita nos topamos con el prototipo terminado y las dos primeras unidades de producción del Midsummer, lo que empezó como una charla durante la visita de personal de Pininfarina a Morgan, y acabó como un proyecto conjunto limitado a cincuenta unidades. Que, por cierto, se habían vendido 48 después de anunciarse. Sobre la base del Morgan actual, Pininfarina ha creado una carrocería más envolvente y a la vez más sencilla, destacando el uso de la madera a base de dejarla vista en el habitáculo. Toda una delicia para los fanáticos, y una colección de dudas para quien juzgue estos coches desde un punto de vista objetivo, como iba a descubrir al día siguiente.

 

Me gusta mantenerme cerca de la realidad mezclando, en las proporciones adecuadas, la teoría con la práctica. Para ello había alquilado, durante un día, un Morgan Plus Four, el modelo actual con motor BMW de dos litros y 255 CV para solo 1.007 kilos.

A la hora de montarse se ha de salvar el ancho estribo lateral, y meter la pierna entre la banqueta del asiento y el volante. Una vez dentro, el codo derecho roza con el guarnecido de la puerta, y la rodilla de ese lado queda encajada entre la propia puerta y la columna de dirección.

Para facilitarme la conducción, había escogido la versión con cambio automático, que me ofrecía una ventaja adicional: en una unidad con volante a la derecha, como ésta, la presencia de la caja de cambios deja poco sitio en la zona de los pedales, y solo caben el del acelerador, el freno y un reposapié para el izquierdo. Si el cambio es manual, hace falta un pedal de embrague, y el pie izquierdo se queda sin apoyo.

Al acabar la visita a la fábrica el día anterior había confirmado la reserva del alquiler, y solicitado consejo sobre rutas de los alrededores en los que disfrutar del Morgan Plus Four. De modo que al recoger las llaves me encontré en recepción un sobre a mi nombre con rutas sugeridas, que incluían dos puntos de alto interés. El primero era recorrer “The Costwolds”, una zona que admite la definición de “todo lo que el que no sea inglés imagina como el típico pueblo inglés”. El área cubre cinco condados y efectivamente responde al tópico, como iba a comprobar en la ruta: casitas construidas en piedra color miel, rodeadas de pequeños jardines y enclavadas en pueblos tan idílicos, que estaban a punto de pasar a ser cursis. Lugares donde ancianitas bien arregladas pasean a sus perros y meriendan en grupos de amigas, calles en las que un Ranger Rover parece el coche ideal, un Aston Martin DB11 no desentona, y hasta un McLaren en color naranja papaya está en su ambiente.

El segundo punto a destacar en la ruta propuesta a través de “The Costwolds” es que incluía la recomendada carretera A 46 entre Stow-on-the-Wold y Tewksbury, sobre la que había encontrado elogios en la web “Driven to Write”.

Según me explicaron en la entrega del Morgan, la disposición de los faros y de las aletas delanteras tiene sus ventajas, aun cuando uno vaya sentado sobre el eje trasero y el morro del coche se vea lejos: desde el puesto de conducción los faros y las aletas, que son el punto más adelantado y el más ancho del coche, respectivamente, y son la referencia ideal para situar el Morgan en el carril y maniobrarlo a la hora de aparcar.

La primera sensación al arrancar es de crudeza, de sentir realmente el motor y la rodadura. Al ir sentado tan atrás, parece que hay muchos metros de coche por delante, como gobernando un buque desde el castillete de popa, con el largo capó oficiando de cubierta. Los apenas mil kilos y la estrechez hacen que el Morgan se sienta ágil y maniobrable al salir del aparcamiento de la fábrica y cruzar Malvern camino de las carreteras en las que se va a sentir a gusto.

 

Las millas van transcurriendo y, mientras disfruto de la conducción y de los paisajes de “The Costwolds”, pienso si conducir un Morgan por estas carreteras tan británicas es lo que imaginaba meses atrás, cuando organizaba el viaje. Las carreteras están tan descuidadas como me habían pintado, los conductores son más educados de lo que esperaba, y los pueblos que cruzo son exactamente lo que me habían anunciado, el pueblecito británico ideal entre colinas verdes.

Llueve durante casi todo el día (también lo esperaba de Inglaterra) y eso me permite comprobar el mal ajuste de la capota del Morgan, que genera ruido al agitarse con el viento. No olvidemos que es solo una simple capota de tela, de accionamiento manual, y no una de esas elaboradas cubiertas de muchas capas que protegen a algunos descapotables alemanes. Su ruido se suma al aerodinámico, al de rodadura y al de motor, causados por la falta de aislamiento del entorno. Todo ello, con la capota cerrada por culpa de la lluvia, genera una cierta sensación si no de claustrofobia sí de encierro.

Con los limpiaparabrisas continuamente activados, me doy cuenta de un detalle curioso: como el parabrisas es muy bajo, los limpias han de ser cortos para no salirse por arriba, y por ello hacen falta tres para barrer todo el parabrisas.

Por otro lado, el tamaño contenido del vehículo y la relación entre el peso y la potencia, junto con precisamente esa falta de aislamiento, hacen que la conducción sea ligera, viva y directa, que haya conexión entre la carretera, el coche y mis sentidos, y disfrute a bordo.

Para romper el tópico, y ya en plena A 46 saliendo de Stow-on-the-Wold, deja de llover. Tardo nada y menos en plegar y asegurar la capota, y conduzco las últimas millas hasta Tewksbury y la fábrica Morgan dejando que el olor a campo húmedo entre en el habitáculo, y con las nubes altas por techo. Ahora la sensación es otra, el habitáculo es menos opresivo y el coche parece hasta más ágil.

Aun así, ni con este retorno al aire libre dejo de pensar que su utilidad es tan limitada que no me compraría uno, aun teniendo el dinero necesario y pudiendo aguantar la lista de espera. Es demasiado crudo para viajes largos, vulnerable en tráfico urbano y seco en conducción deportiva. Eso sí, no hay nada más británico que un Morgan, ¿o sí?

Es lo que voy pensando mientras, unos días más tarde, conduzco el Nissan Juke de alquiler con rumbo a Hethel, la eterna sede de Lotus, esa marca que en su día fundó Colin Chapman y que, tras pasar por mil manos y otras tantas crisis, es ahora parte del grupo automovilístico chino Geely.

Lotus nación para la fabricación artesana, por el propio Chapman, de coches de carreras. Con los años entró en el mercado de los coches de calle, y su Esprit de 1976 llegó a ese alto honor de ser el coche de James Bond en una de sus películas: Roger Moore paseó a Barbara Bach en “La espía que me amó” en un Lotus Esprit S1.

También la rama de competición de la marca creció hasta llegar a la Fórmula 1, donde el equipo participó durante desde 1958 hasta 1994 con pilotos tan renombrados como Graham Hill, Sir Stirling Moss o Nigel Mansell.

Con el equipo de Fórmula 1 cerrado y la producción de vehículos de calle repartida entre Hethel y China, lo que se puede visitar son las naves de producción del Lotus Emira, porque las del Evija son confidenciales, y el resto de la gama (Eletre y Emeya) se fabrican en las plantas locales de Geely. También es visible el “Lotus Heritage Centre”, la cercana sede en las que se guarda y mantiene en uso una colección de Lotus de F1, propiedad de la marca o de clientes.

La primera impresión que se lleva el peregrino al entrar le deja sin palabras, por la calidad, cantidad, variedad y estado de los coches presentes. Nos recibe el Lotus 49 de finales de los ’60, con los colores de Gold Leaf, y frente a él están esas decoraciones que se han quedado grabadas en nuestra memoria de aficionados: el oro y negro de John Player Special, el amarillo apagado de Camel, …

Mientras Scott, el guía, nos va presentando cada coche, tengo la misma sensación que si estuviera leyendo un fabuloso libro ilustrado con la historia de Lotus, solo que en lugar de leerlo Scott me lo va contando, y en vez de mirar las fotos tengo delante de mí el coche real.

Nos rodean vitrinas con trofeos de carreras y monos de pilotos, maquetas de coches y estanterías llenas de piezas. Con todo, lo que más me atrae son unas hojas sueltas junto a unos lápices y un par de compases: son notas manuscritas de Colin Chapman, en concreto los cálculos de una barra de torsión de uno de sus F1, rodeadas por sus objetos de escritorio.

Después de este viaje a un episodio concreto de lo mejor del pasado de Lotus, recorrer las naves en las que se fabrica el Emira palidece. Sí, me encantan el coche, su tecnología y el método de producción, y me encantaría tener uno a pesar de que está vendida la producción de los dos próximos años. Pero es menos Lotus que un Esprit o un Elan. Claro, que es bastante más utilizable que un Morgan Plus Four.

Sea como fuere, no he ido a Inglaterra de compras sino de peregrinaje, y he regresado anglófilo y convencido. A pesar del estado de las carreteras y con los nudillos de la mano derecha enteros.


Comments are closed.