Existe un interesante paralelismo entre las clases sociales de los humanos y las de los automóviles: ambas se crean y se destruyen, tienen fronteras que se alzan y se difuminan, y las dos pasan por épocas, como la actual, de turbulencias e incertidumbres.
Cuando hace más de un siglo se inventó el automóvil, su fiabilidad era baja y sus precios, por la producción manual, eran altos. Por tanto, los primeros compradores debían reunir dos características, la primera de las cuales se etiqueta, hoy en día, con ese anglicismo de “early adopters”, o sea, los valientes que para ser los primeros en tener lo último asumen los riesgos necesarios. La segunda peculiaridad de esos primeros compradores era, obviamente, tener mucho dinero, por lo que sus automóviles debieron reproducir los ambientes, materiales y lujos por los que se movían los clientes iniciales. El despliegue de cuero y madera del Bentley de la foto de más arriba es un buen ejemplo, porque recuerda a los exclusivos clubes británicos propios de un usuario de Bentley de los años ’30.
Una vez que todos los “early adopters” con dinero que querían un coche ya se lo habían comprado, es decir, cuando se llenó ese nicho de mercado, la evolución lógica del sector del automóvil era iniciar la fabricación de vehículos más baratos para clases sociales menos pudientes o, en otras palabras, fabricar coches para la burguesía, y no solo para la aristocracia y la realeza. Culminado ese paso se arrancó el siguiente, de modo que primero Henry Ford y su Ford T y más tarde Adolf Hitler y su “coche del pueblo”, el Volkswagen “Escarabajo”, extendieron el uso de automóviles a la mayor cantidad posible de personas.
Con un espectro de posibilidades tan amplio, los fabricantes de automóviles tenían difícil ofrecer modelos para todas esas opciones, además de que ese abanico crearía una imagen de marca indefinida o hasta inexistente. Por eso cada uno prefirió especializarse en un solo lado del mercado.
Corriendo el peligro de toda simplificación, vamos a decir que entonces aparecieron tres niveles de fabricantes, cada uno de los cuales se dirigía a un estrato social determinado o a quien quería parecer miembro de ese grupo. Empezando por arriba se sitúan las marcas de lujo como Rolls Royce, Bentley, Ferrari o Lamborghini. Se distinguen por sus precios elevados, producciones bajas para mantener la exclusividad, y la posibilidad de configurar el vehículo a medida. Solo fabrican vehículos lujosos o deportivos, siempre grandes y caros. Sus clientes habituales son lo que damos en llamar “ricos”, o quienes quieren parecerlo.
Inmediatamente por debajo están los etiquetados como fabricantes “premium”, que son aquellos relativamente exclusivos, con producciones medias, precios altos, y muchos extras entre los que escoger para crear una cierta personalización. Los ejemplos habituales en Europa son los tres alemanes: Audi, BMW y Mercedes Benz. Se dirigen a un cliente que catalogaríamos como miembro de la burguesía, y solo fabricaban vehículos de tamaño grande o, como mínimo, medio.
Y por fin los generalistas, que ofrecen vehículos más sencillos, en series grandes para reducir costes, con menos posibilidades de elección, precios dentro de lo que cabe accesibles, y fundamentalmente pequeños o, como mucho, medianos. Los fabricantes más conocidos por estos lares son SEAT, Ford, Renault, Opel y Toyota.
Estas clases sociales se mantuvieron más o menos estables y separadas durante años, hasta que a principios de los ’90 del siglo pasado llegaron los fabricantes coreanos, como Hyundai o Kia. Gracias al bajo coste de la mano de obra de su país, y centrados en coches sencillos, muchas veces versiones de modelos occidentales ya descatalogados por los fabricantes originales, se situaron por debajo de los precios de los generalistas. La calidad de materiales y la innovación técnica no eran sus mejores bazas, claro, pero resultaban baratos y se hicieron un hueco en el mercado, que se bautizó como “low cost” o “value for money”, ya que su relación entre calidad y precio era buena.
Los fabricantes generalistas europeos vieron en esta situación un peligro a medio y largo plazo: era cuestión de tiempo que los coreanos se asentarían en Europa e igualarían su calidad con la de los europeos, por lo que les iban a comer su mercado. También esa mejora de calidad en los vehículos coreanos era necesaria porque años después iban a llegar al Viejo Continente primero los chinos (que están llegando ahora) y posteriormente indonesios, hindúes y vietnamitas, que no tardarán. Es decir, el mercado empuja desde abajo, y obliga a los que ya están a subir o a perder cuota.
La solución que se implantó desde el inicio por parte de los generalistas europeos consistió en elevar su nivel para acercarse a los “premium”, y ese fue el primer factor que diluyó la frontera que hasta ese momento separaba las dos categorías. La situación llegó al punto de que alguna marca generalista ha creado una sub – marca que se ubica en ese límite indefinido, como por ejemplo SEAT creando Cupra.
Hay quien también ha trabajado en el sentido contrario, es decir, una marca generalista que genera una sub – marca “low cost” para hacerse la competencia y, además, dotar a su concesionario de medios para satisfacer las necesidades de clientes con diferentes poderes adquisitivos. El ejemplo más claro es el de Renault, que compró la marca rumana Dacia para relanzarla con vehículos de nivel y precio inferior al propio.
Mientras tanto, los “premium” pensaban en lo contrario: introducirse en el mercado de los coches de tamaño medio, sin reducir la calidad, para ofrecer una gama más amplia en tamaños y precios. Este movimiento se puso en marcha en 1982, cuando se lanzó ¡un Mercedes pequeño! Esa fue la percepción del mercado, entonces más rígido y clasista que ahora, al anunciarse que Mercedes Benz, nada menos, iba a lanzar un modelo por debajo de su gama de la época, al que se bautizó como Mercedes 190, código interno W201. En contra de los vaticinios de los pesimistas, el 190 fue un éxito arrollador, debido en parte al excepcional trabajo de Bruno Sacco, el respetadísimo director de diseño de la marca.
A la vista del resultado de la apuesta, Mercedes ha ido ampliando su gama por abajo, lo mismo que los otros dos fabricantes alemanes “premium”: al 190 (luego llamado “Clase C”) han seguido las clases A y B, en BMW aparecieron las Series 1 y 2, y Audi ha multiplicado su oferta inferior al A4 con los A3, A2 y A1. Evidentemente, al llegar la moda de los SUV, todas las berlinas mencionadas han encontrado su paralelo “todocamino” en forma de la lista completa de X1 a X7 en BMW, de Q2 a Q8 en Audi, más sus equivalentes en Mercedes. Los que se han unido al club “premium”, como Volvo o Jaguar, han fotocopiado la iniciativa y las gamas.
En todo caso, para que una marca suba de clase social no solo debe desearlo, contarlo en los medios de comunicación y divulgarlo en redes sociales. Hay que adaptar el producto, la gama, el diseño, su línea de comunicación, la red de distribución, la atención al cliente y hasta la manera de hablar de los empleados de los concesionarios. Y todo ello obviamente sin dejar de cumplir con las exigencias de la clase social que deja más abajo. Es decir, si a un generalista se le presupone que el coche no se avería demasiado en sus primeros años de vida y que si sucediera se respetarían las condiciones de garantía, el “premium” y el de lujo como mínimo han de cumplir con eso. Y no vale decir que el cliente de un Aston Martin tiene varios coches más en casa, y una avería en el Vantage le obligará a ir en metro a trabajar; ha pagado por una exclusividad, puede entender que el coche se avería, pero habrá que disculparse, diagnosticar correctamente a la primera, y asegurarse de que el incidente no se repetirá.
En paralelo a estas cuestiones sociales e industriales, apareció en Europa una novedad fiscal que influyó de modo rotundo en el “emborronamiento” de estas clases sociales: el coche de empresa. Cuando un cliente privado compra un coche, sea al contado o financiado, la categoría y el precio del vehículo se relacionan con su capacidad económica, y por tanto le sitúa socialmente como imagen: en la España de finales de los ’80, en la era de los “yuppies”, no era lo mismo moverse en un Renault 18 que en un BMW Serie 3. Además, esa dificultad de acceso creada por la diferencia de precio, hace que una marca “premium” siga siendo exclusiva, un factor que se une al prestigio de ser visto conduciendo uno de esos coches.
Todo esto cambió cuando el coche de empresa comenzó a establecerse como forma de retribución en especie en muchas compañías, que lo incluían como gasto; también los profesionales independientes se acogieron a esta fórmula. Tanto los bancos como las financieras se unieron a la corriente, y crearon todo tipo de fórmulas más o menos complejas y siempre adaptadas a las necesidades de los clientes y a las variables políticas fiscales de cada país: “renting”, “leasing”, más o menos flexible u operativo, de duraciones variables, incluyendo o no seguros y mantenimientos, … las combinaciones son incontables.
La consecuencia sobre el mercado, que se mantiene hoy en día, es que la diferencia de cuota mensual entre un vehículo generalista y su equivalente “premium” ya es poco significativa. El motivo es que, si bien la diferencia de precio de compra es elevada, también lo es el valor residual, es decir, el precio de mercado del coche una vez que acaba el periodo de uso. La consecuencia lógica es que, medido en la cantidad de la cuota mensual, hay poco salto entre generalistas y “premium”, lo que ha generalizado (valga el juego de palabras) la presencia de los “premium” hasta situarlos, en muchos casos, por encima de los generalistas.
Puesto en cifras, vemos que en el mercado español de 2023 Mercedes Benz vendió más unidades que Citroën, y Audi y BMW estaban por encima de Fiat y Ford.
El fenómeno es más intenso en el mercado británico, donde en 2023 la tercera marca más vendida fue Audi y la cuarta BMW, con Mercedes Benz en noveno lugar encajada entre Nissan y Hyundai.
Esta situación elimina o, como mínimo, reduce el tamaño de una de las características que separan a las “premium” de las generalistas: la exclusividad. ¿Dónde está esa exclusividad si en número de unidades vendidas se igualan, si “cualquiera puede tener un BMW”?
Atendiendo a la situación en los concesionarios, no se pueden pretender muchas diferencias si el número de ventas se iguala. Por un lado, habrá tantos concesionarios de marcas “premium” como de marcas generalistas, otro factor en contra de la exclusividad, y el estilo de la venta será similar, al centrarse en el volumen de unidades a vender, y con ello en el precio. No puedo dejar de mencionar una visita que realicé a un concesionario BMW ubicado en una zona cara de Madrid en las cercanías de un “Black Friday”: sobre el parabrisas de cada coche expuesto había un enorme cartel de cartón, de colores vistosos, en el que con un rotulador gordo se había escrito el PVP y, con caracteres voluminosos, el descuento. Vistos en los Series 2 y 3 quedaba feo, en un Serie 7 o un Z4, era casi insultante.
Esto va en contra de lo que el cliente de lujo espera, que es una decoración sobria, y un ambiente delicado y relajante, con pocos colores y algunos detalles sencillos, música suave, flores naturales y ninguna presión de venta: el cliente quiere comprar, no que le vendan; suele ser un directivo o un profesional independiente acostumbrado negociar y cerrar acuerdos, que va al concesionario a hacer un negocio, en el que el objetivo es su propio transporte y su disfrute personal, y quiere transparencia, confianza, sinceridad y ninguna presión.
De cara a la postventa, se repite la situación, ya que la misma recepción del mismo concesionario atiene al BMW Serie 1 con motor diésel pequeño que se paga esforzadamente y por los pelos, que al Serie 7 de motor V8 del Vicepresidente Ejecutivo. Y además en unas instalaciones tan masificadas como las de un concesionario Renault.
Si los fabricantes chinos empujan hacia arriba a los generalistas europeos y coreanos, y éstos a los “premium”, era de esperar que los “premium” lanzaran productos de mayor nivel que traspasaran su frontera superior e invadieran el territorio de lujo. De ahí que aparecieran modelos como los sucesivos Audi R8 o que Mercedes lanzara Maybach como submarca. La consecuencia es que los propios fabricantes de lujo también han crecido por arriba, y han creado ramas aun más exclusivas, a través de las que lanzan series especiales muy cortas, o incluso pueden desarrollar modelos únicos. Al que le parezca poco un McLaren puede ponerse en contacto con MSO (McLaren Special Operations), si la exclusividad de Rolls Royce se le queda pequeña a alguien, siempre existe “Bespoke”, y el mismo tipo de división se ha creado ya en Ferrari, Lamborghini o Pagani.
En paralelo comienzan a abundar esas series limitadas que están vendidas en el momento de anunciarse, como el reciente Aston Martin Valiant o los coches con precios de siete dígitos.
Este nuevo fenómeno del “ultralujo” se asocia a la aparición de “súper-ricos” en países como China o la zona del Golfo Pérsico, y a la utilización de los automóviles como activos de inversión en épocas de baja inflación o de inestabilidad económica.
Estas indefiniciones en las clases sociales del automóvil continuarán en los próximos años por motivos variados. La llegada de nuevas marcas por abajo ya está forzando a los generalistas a subir, la minimización de la clase media impulsa a los tres “premium” alemanes a mirar cada vez más a China como mercado, y el subsector del ultralujo continuará creciendo. ¿Quién dijo que el mundo es estático?