Llegar a Ksar Jraa

La portada del libro me miraba fijamente. Incluso abierto, con la foto de su portada aplastada contra la mesa en la que trabajaba, sentía que me miraba fijamente. Me concentré en lo que estaba haciendo, organizar un viaje de un par de semanas por Túnez. Sobre la mesa estaban el mapa Michelin 744, la guía Lonely Planet y el libro en cuestión: “Pistes du Sud Tunisien a travers de l’histoire”, de Jacques Gandini. Era la época previa a Google Earth, Wikiloc y los foros, cuando la información no era digital, si no que se basaba en el papel y en el boca a boca. Un amigo, que había cruzado Marruecos en su Land Cruiser guiado por los cinco tomos de “Pistes du Maroc”, del mismo autor, me lo recomendó cuando supo de mi proyecto sobre Túnez.
Y ahí estábamos mi primitivo francés y yo, desentrañando las explicaciones de Monsieur Gandini, intentando confirmarlas sobre el mapa y convirtiéndolas después en un rutómetro. Mientras me miraba la portada.
Volví a ella. Aparecía un ksar (ksour en plural), una construcción fortificada para defenderse de cualquier tipo de peligro: bandidos, invasores, tormentas o insectos, y guardar grano, animales y familias. En este caso, eran almacenes de grano y alimentos más algunas habitaciones elementales, que se levantaban en el sur de Túnez. Se ubicaba sobre una ladera al pie de una cresta rocosa, y a su puerta se encontraba el Land Cruiser Serie 70 blanco del autor del libro. Los edificios aparecían abandonados y parcialmente en ruinas, y el vehículo apuntaba hacia abajo. Me asaltó el pensamiento práctico de si lo habían estacionado así para que la foto saliera más bonita, ¿había sitio en aquella ladera escarpada para dar la vuelta entre las piedras, o habían recorrido la pista marcha atrás y cuesta arriba?
Dejé la organización del viaje y me centré en ampliar la información sobre la zona de la foto de la portada. El interior del libro me ayudó: Photo de coverture: ksar berbère de Jraa, parcour H3. El recorrido H3 llevaba de Ghoumrassen a Matmata, en el sureste del país, una de las zonas que teníamos previsto visitar, y la página 157 entraba en detalles: “Ksar Jraa (33º 09,45’N, 10º 14,22’ E), un verdadero ksar de opereta, un decorado de teatro, construido sobre una línea de cerros. Un tanto deteriorado, tiene la particularidad de poseer una puerta con dintel bajo la habitación en bóveda del acceso. Atención, la parte superior del camino es demasiado estrecha para dar la vuelta. Si suben varios vehículos, prueba a aparcar cien metros más abajo, antes de llegar al ksar. Regresar por el mismo camino”. Me quedó claro: si el autor del libro, con un Land Cruiser de la Serie 70, había llegado a Ksar Jraa, también mi LJ70 y yo íbamos a llegar.
El día elegido para conseguirlo comenzó con madrugón, con el objetivo de hacer una visita previa a Chenini, una villa bereber ubicada en una ladera, a solo 18 kilómetros de Tataouine. Y esa era la clave, que al estar tan cerca de una ciudad turística, o se llega a Chenini a muy primera hora, o uno se topa con alrededores convertidos en un atasco de autobuses y las callejuelas del poblado fundado en el siglo XII en una sucursal de las playas españolas en verano. Gracias a esa previsión, cuando llegué a Chenini el Land Cruiser se quedó solo en el aparcamiento y pude vagar tranquilo por entre las ruinas.

Los restos de las casas, de piedra y adobe, parecían encaramarse en la ladera, agarrarse a las rocas para no caer pendiente abajo. Cansaba imaginar el esfuerzo de haber acarreado tanto material desde las llanuras cercanas, en burros o en carros arrastrados por mulas, y luego subirlo primero hasta las callejas y posteriormente hasta cada planta de las viviendas.

La soledad y el silencio invitaban a imaginar cómo habría sido la vida en la zona, y eso me llevó a trepar entre piedras y colarme por arcos semiderruidos para introducirme en lo que, en algún momento, fueron cocinas, silos, cuadras o dormitorios. En una de esas incursiones, pasando de estancia en estancia por entre muros caídos y huecos de puertas, me encontré con otro resto de la historia, de una historia mucho más reciente. Lo miré dos veces porque no llegaba a creer que, pasados más de sesenta años, aun quedara por allí un bidón de combustible del Afrika Korps, con sus escudos y sus textos estampados en la chapa: Kraftstoff, 20 l, Feuergefährlich, y algo más abajo el logotipo del fabricante. Otra muestra de la precisión alemana, que busca evitar los errores: los Wehrmachtkanister, que así se llamaban oficialmente estos bidones, llevaban claramente marcado su uso (combustible, kraftstoff, o agua, wasser), en el primer caso indicaban que su contenido era inflamable (Feuergefährlich), y la capacidad del envase.Por supuesto que evalué la posibilidad de llevármelo. Miré hacia abajo, hacia el Land Cruiser que me esperaba en el aparcamiento, y le vi lejos y ya no tan solitario. Comparé el volumen del bidón con el de la pequeña mochila que llevaba, y no me quedó más que suspirar. No había manera de esconderlo en la mochila y menos entre la ropa de verano que llevaba, me cruzaría con muchas personas bajando hasta el aparcamiento, y el coche ya estaba rodeado de otros vehículos. Así que me resigné, hice la foto que ahora publico, y seguí con la visita a Chenini.
Según comenzaban a trepar y a desperdigarse los turistas por las callejuelas, más me escondía yo para mantener la sensación de soledad de primera hora. Afronté el último trozo de calle solitaria y vi que albergaba un pequeño taller artesano. Entré para descubrir un telar manual para alfombras, al artesano que lo manipulaba y, amontonado a la derecha, el resultado de sus últimos trabajos. Alfombras de colores vivos, con motivos bereberes, se agolpaban con un orden que no acerté a entender, motivos geométricos, colores vivos unos y parduzcos otros y, en ningún lugar, una sospechosa caja de cartón con leyendas tipo “Made in Pakistan” o similares. Pegué la hebra con el tejedor, compartimos unas risas, y sus ganas de hacer negocios con extranjeros para él ricos se unieron a mi tendencia a llevarme recuerdos de los viajes. Repasamos las alfombras que me mostró y no resistí la tentación de un ejemplar en lana de cierto tamaño, que poco después envolvimos en bolsas negras de basura y guardé en el Land Cruiser. En lugar de un bidón del Afrika Korps, me llevé de Chenini una alfombra.
El aparcamiento situado al pie de las ruinas de Chenini estaba lleno de autocares de turistas cuando arranqué el Land Cruiser con su carga ya en el maletero. Había acertado con la hora de llegada y era el momento de irse. Encendí el GPS con las coordenadas de Ksar Jraa según el libro de Gandini y, pasado Guermessa, tomé la C207 hacia Matmata antes de llegar a Ghoumrassem. La carretera, estrecha, se cruzaba con valles paralelos entre sí, algunos de los cuales tenía que ser el de Ksar Jraa. Siguiendo la flecha en la pantalla del GPS y mi instinto, me metí por una de las pistas que encontré a la derecha para darme cuenta, poco después, de que no tenía salida y solo conducía a unos apriscos. Media vuelta y retorno a la carretera. Algo más adelante apareció otra pista a la derecha, candidata a albergar el ksar que buscaba. Avancé por el fondo del valle, recorriendo la pista en buen estado, pero ni rastro del ksar, a pesar de que la flecha del GPS insistía en que estaba llegando. Vi unas cabañas de piedra en la ladera izquierda, justo donde me indicaba el GPS y, a su alrededor, una familia y sus cabras. Con la transfer en reductora subí monte arriba hasta que las caras de susto de la familia me dejaron claro que tampoco era por allí. Bien, pues si ni el mapa Michelin ni el GPS me llevaban a Ksar Jraa, lo haría el método más antiguo de orientación de los viajeros: preguntar a los lugareños.
Me bajé del Land Cruiser y trepé por la ladera, sonriendo por amabilidad y porque me hacía gracia la situación a la que me habían llevado mis ganas de localizar, precisamente, ese ksar, una actitud entre la tenacidad y la terquedad. Tenía claro que los habitantes de aquellas cabañas no hablaban más que árabe, así que me limité a decir “Ksar Jraa” en tono de interrogación, mientras miraba monte arriba. La mujer me miró horrorizada, y con sus manos dijo claramente que no, que no se llegaba en la dirección que yo señalaba con la vista. Alcé la mirada y le di la razón: unos metros más arriba hacía falta equipo de escalada para seguir el rumbo.
Es muy posible que me lo explicara de modo geográficamente intachable en perfecto árabe, pero yo lo comprendí siguiendo sus gestos y fijándome dónde miraba: regresa al fondo del valle, me decían sus manos y sus ojos, y una vez allí, vuelve hasta la carretera. Tómala hacia la derecha y, cuando encuentres el siguiente valle, coge la pista de la derecha. Te encontrarás Ksar Jraa.
Dando las gracias de palabra y con la sonrisa, me subí al Land Cruiser y di la vuelta, cuidando de no volcar. Llegué al fondo del valle, luego a la carretera y giré a la derecha, como me había dicho mi guía improvisada. Y sí, unos cientos de metros más adelante aparecía a la derecha una pista que se internaba en un nuevo valle, paralelo al anterior. Entré con un ojo en el recorrido y otro mirando la pantalla del GPS, que insistía en que Ksar Jraa estaba cada vez más cerca. Finalmente apareció, sus ruinas encaramadas en la ladera reseca, al pie de los últimos riscos, lo que coronaban el valle. Recordando los consejos de Gandini en su libro, hice los metros finales marcha atrás, porque no había sitio para dar la vuelta en la puerta del ksar. Me bajé del coche con la satisfacción de haber llegado y con la duda de si habría valido la pena el esfuerzo, después de haber visitado ksour en buen estado en los últimos días. Comencé a caminar a trompicones entre las ruinas de la edificación, claramente deshabitada desde hacía mucho tiempo. Las piedras que se desprendían de la construcción hacían difícil avanzar por el patio central, que se había convertido en una mezcla de monte bajo y pedruscos. En el interior de las ghorfas, las construcciones alargadas que forman el ksar, no quedaban huellas de sus habitantes, y la escaleras y rampas para subir a las plantas altas se habían derrumbado.
Con un cierto pesar caminé hasta un cerro cercano, frente a la entrada, para reproducir la foto de la portada del libro de Gandini, la que me miraba mientras preparaba este viaje. Al ver el encuadre de la foto en el visor de la cámara, todavía una analógica, comprobé que el ksar en ruinas era el mismo que el del libro, solo cambiaba que el Land Cruiser aparcado era negro y con matrícula española.
Los años han pasado, los recuerdos permanecen y la alfombra también: la foto de la portada del libro de Jacques Gandini que aparece junto a este texto está hecha sobre esa alfombra, en la que apoyo los pies cuando estoy en el salón de casa. Y en la que pienso cuando analizo la sutil frontera que separa la terquedad de la tenacidad.


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