Celica to the Sahara: Lawrence de Arabia y Doña Rogelia

Desde que comenzamos a idear el viaje al Sahara con el Celica, sabía que uno de sus mejores momentos sería el cruce del Atlas por el paso del Tichka, que los mapas suelen escribir con el nombre bereber original :Tizi-n-Tichka. Gran parte del atractivo de la jornada residía en sus incertidumbres: ¿sería una lenta pesadilla detrás de camiones viejos y lentos?, ¿una experiencia peligrosa entre conductores descerebrados y precipicios?, ¿una descarga de adrenalina en carretera de montaña? Al final fue eso y más. Las llanuras al sur de Marrakech ya señalaron que el ritmo de conducción iba a ser irregular, porque los camiones viejos y sobrecargados rodaban a 30 km/h ante cualquier repecho, y los camiones rápidos les adelantaban sin contemplaciones, a ellos y a los que dudábamos detrás por prudencia. Pasado Aït Barba la carretera comenzó a retorcerse, y seguí pecando de prudencia: en más de una ocasión, rodando tras un vehículo lento al que no me atrevía a adelantar, nos pasó un Mercedes taxi, con más de treinta años de servicio sobre sus bielas. Poco a poco fui aprendiendo y mejoré mi técnica: a treinta por hora detrás de un camión achacoso, pero en primera o segunda con algo de gas para que el turbo tuviera carga y, al ver un hueco para adelantar, pisotón al gas sin piedad, aceleración brusca de 15 a 50 y, cuando el camión lento se ve en el retrovisor, frenazo para situarse detrás de la siguiente reliquia rodante.

En una de estas maniobras, al dejar atrás un poblado, nos pararon educadamente en un control: agente de la Gendarmerie Royale amable, correctamente uniformado, con ropa limpia y planchada, bien afeitado, y hasta hablando el suficiente inglés como para hacerme saber que había adelantado en línea continua y me iba a multar. No había nada que discutir, puesto que lo había hecho, salvo que esa práctica es costumbre en todas las carreteras comprendidas entre Ceuta y Namibia. Para alejar sospechas, me entregaron un completo formulario en árabe y francés, con el importe de la multa impreso (700 dh.), y la firma de los agentes.

A partir de ahí, con tráfico despejado, continuamos subiendo en tramos de segunda y tercera, con algunos puntos aislados de cuarta y secciones enteras de horquillas enlazadas de segunda, con los Dunlop buscando agarre en el asfalto gastado, un aire cada vez más frío entrando por las ventanillas bajadas, y el paisaje crecientemente seco y áspero, presagiando el desierto al otro lado de la cordillera. Paramos en el arcén a disfrutar del momento, suponiendo que iba a ser uno de esos instantes de ojos clavados en un paisaje infinito y por banda sonora el clic clic del motor y los frenos enfriándose. Y en efecto, la llanura estaba ahí, baldía y ocre, estirándose hasta que el inicio del Atlas la frena y retuerce la carretera, hasta entonces recta, como un spaghetti que se esfuerza por trepar. Pero la banda sonora era de discoteca de costa española, el atronador chunda chunda que provenía del Renault Megane de los negros que acababan de detenerse a nuestro lado. Si se oía la percusión antes de que se abrieran las puertas, al salir del coche nos desbordó y rompió la gracia del momento. Subimos de nuevo al Celica y retomamos el disfrute de la carretera hasta la siguiente parada, cerca de unas rocas que empleé arriesgadamente como mirador para darme cuenta de los trozos de humedad repentina que se vislumbraban desde allí arriba: en medio de la sequedad, las bolsas subterráneas de agua se manifiestan en forma de pequeños oasis, unas zonitas verdes que destacan en el marrón átono. Antes de que el ventarrón me tirase desde las rocas hasta el precipicio sin fondo, volvimos a la conducción y coronamos el Tichka, a 2.260 metros de altitud. En el alto, el eterno mercadillo de supuestos fósiles y sus vendedores acosando a los que se han parado a hacerse la foto junto al cartel. La mayoría la formaba un grupo de motoristas británicos, sesentones casi todos, lo que refrenda la tesis de que los jóvenes han cambiado la libertad de viajar en moto por la realidad virtual. Ellos se lo pierden.

Frente al cartel de “Col du Tichka. Alt. 2.260”, retrocedo mentalmente en el tiempo llevado por la placa que hay debajo, la que menciona a los funcionarios y a los militares franceses que entre 1925 y 1939 transformaron una pista caravanera en una carretera asfaltada. Cuando preparaban sus oposiciones unos y estudiaban en la academia otros, ¿pensaron alguna vez que el destino y las órdenes de sus superiores les iban a llevar tan lejos de la metrópoli? Y los obreros locales, a los que ignora la placa, ¿cómo se sentirían al pasar de hijos de camelleros a peones camineros de los franceses? Pensando en unos y en otros acometemos la larga bajada hasta que el hambre nos hizo detenernos en un local solitario con carteles de hotel, bar y restaurante. En el interior, grande, fresco y vacío, hablé (es un decir) con un tipo servicial que solo debía entender árabe y bereber, por lo que me largó un teléfono móvil en el que, en una mezcla poco respetuosa de inglés y francés, le hice saber a mi interlocutor desconocido que queríamos comer. A pesar de la dificultad, el resultado fue excelente: té a la menta, ensalada marroquí y un nutritivo tajine con aceitunas, tomates, guisantes y huevo escalfado. De fondo, el noticiario nos contaba en árabe lo mal que está el mundo, con los subtítulos, claro, deslizándose hacia la derecha.

Al llegar a Ouarzazate nos alojamos en el Dar Bladi, dentro del poblado de Talmasla, entre casas viejas de adobe y una kasbah que se cae. Tirando a básico, pero acogedor y un buen contrapunto al lujo del riad Djebel de Marrakech de las noches anteriores.

Charlando esa noche con europeos conocedores de la zona, nos comentaron algunas de esas peculiaridades de los locales que las mentes occidentales no se esfuerzan en entender, arrastradas por la comodidad del etnocentrismo. Por ejemplo, el turismo sexual al revés, el de las turistas con los marroquíes. El machismo de la zona implica que ellas deben llegar vírgenes al matrimonio, y que ellos tienen derecho a desfogarse. Y la televisión y el cine han hecho que la mayoría que las mujeres occidentales que veían los marroquíes eran las actrices que caían en los brazos, y en la cama, del galán. Luego, por extensión, todas las extranjeras están disponibles. Algunas de éstas, buscando una aventura o huyendo del tedio caen en el estereotipo, se dejan hacer, y quieren prolongar o cimentar la relación con regalos o directamente dinero, sin entender que las expectativas de la otra mitad son distintas. Esos camareros, conductores o empleados de hotel desaparecen, incluso abandonan el trabajo y la ciudad cuando han conseguido el dinero o los regalos que buscaban, ellas se frustran, y todo sirve de condimento a escenas de comedia, a base de guiños, gestitos, encuentros de madrugada en pasillos, y gemidos que no dejan dormir a los de la habitación de al lado.

Otro aspecto interesante de la actual sociedad marroquí es que se mantiene la fuerza de la familia, que permite salir adelante incluso cuando la crisis económica europea ha golpeado el turismo local. En cada familia, entendida ésta en un sentido amplio, hay alguien que trabaja en una ciudad grande de Marruecos o Europa, y un militar o un funcionario; de esos sueldos fijos, hay fracciones que se reparten entre los que están pasando una mala racha. Cuando éstos se recuperan recogiendo una cosecha o aprovechando un repunte del turismo, el flujo de capital se llega a invertir, o el favor se agradece enviando fruta o una cabra.

Los primeros kilómetros de la carretera entre Ouarzazate y Zagora me recordaron a los tramos del Tour de Corse, y disfrutamos en la curvas flanqueadas por un secarral que debe llegar hasta Malí. Circulamos luego por la N 9, paralela al palmeral, un millón de árboles a lo largo de más de cien kilómetros de las orillas del río Draa, que dan color y vida a quienes viven en el entorno. En las larguísimas subidas, los 205 CV del Celica venían de perlas para adelantar vehículos lentos y también para escuchar el sonido del motor a 7.000 vueltas rebotando contra las laderas yermas.

Ya estábamos en el sur y se notaba en que, al alojarnos en el Ma Villa de Zagora, nos dimos un baño en la piscina, enmarcada entre palmeras. Justo antes, en un largo paseo por el palmeral, recibimos un curso práctico y alimenticio sobre dátiles, a base de ver y probar diferentes tipos en distintos estados de maduración. Los redonditos, oscuros, feos, con menos azúcar, se emplean con frecuencia como alimento para los animales; los dorados, brillantes, carnosos, dulcísimos, se exportan para nutrir estómagos occidentales y arcas marroquíes. Refrescándome en la piscina, con el dulzor de los dátiles en la boca, sentía el aire de Africa; miré hacia arriba, a las palmeras que apuntaban al cielo y empecé a ser consciente de que el viaje que estábamos haciendo es de los que no se olvidan en muchos años.

Casi nunca me han decepcionado las guías “Lonely Planet”. Y si la edición que llevaba en la mochila insistía en que debíamos visitar el Musée des Arts et Traditions de la Vallée du Drâa, había que seguir el consejo. Vale que no es fácil de encontrar, apenas una señal oxidada entre las casas dispersas de Tissergate, luego una pista de tierra, una explanada que oficia de aparcamiento y unos tablones sobre un pasadizo en los que alguien escribió “Musée”. Caminamos por una galería interior del ksar de adobe, apenas iluminada, y casi me puse a tararear la banda sonora de Indiana Jones. Una vez dentro del museo, el deseo ferviente de ser antropólogo y saber árabe clásico para interpretar y revivir lo que se enseña: ropas, utensilios de agricultura, ganadería y cocina, ritos de las bodas de las diferentes tribus, armas blancas y antiquísimas armas de fuego, el procedimiento natural del parto,… Un muy ilustrativo viaje al pasado reciente de Marruecos que parece desmoronarse. Digo que parece porque ese mismo día lo vimos aun vivo en Rissani y eclipsándose en Erfoud. En Rissani visitamos con la calma que merece el mercado al aire libre, impecablemente clasificado. Un solar es el mercado de cabras. El siguiente el de ovejas. Algo más allá el de burros. Hay otro de frutas, bajo los soportales venden carne, cacharros de cocina, dulces, material escolar; lo bueno de visitar zonas poco turísticas es que nadie agobia al viajero, por lo que hacemos fotos con calma, charlamos con los vendedores, compramos algo de comer, como intentando con esa lentitud retener a través de la vivencia un Marruecos que siento que se nos va. Algunos productos a la venta no son artesanía local, salen de cajas con las letras “Made in China”; alguien vendrá algún día a pedir garantías sanitarias sobre esos animales, esas carnes y esas frutas, y los mercados callejeros desaparecerán.

Volvimos al Celica con la idea de hacer la foto cumbre de este viaje, uno de cuyos objetivos era llegar hasta donde se acaba el asfalto, ver un deportivo japonés clásico en el desierto, en ese punto en que lo más prudente sería cederle los trastos a su hermano de gama, el Land Cruiser. Desde Rissani tomamos la R13 hacia Merzouga, donde el horizonte se amplía, el azul del cielo se recorta contra el dorado de las dunas del Erg Chebbi. Brujuleamos por carreteras estrechas que parecen conducir unas a la nada, otras contra las dunas. Fotografié el Celica delante de camellos, junto a camellos, detrás de camellos, con las dunas a un lado o al fondo. Vimos en la lejanía un ksar de adobe y conseguimos llegar hasta el punto en que logramos el encuadre ideal: la tierra pedregosa de la hamada en primer plano, las dunas a la izquierda, la fortaleza a la derecha, el Celica rojo en el centro y el cielo de Africa encima. Tiré la foto, ví el resultado y respiré muy hondo: aquí se acababa el asfalto, hasta aquí queríamos llegar y habíamos llegado, y aun faltaban muchos días hasta ese barco que nos llevaría de Ceuta a Europa.

Unos kilómetros camino de Erfoud y nos tropezamos de nuevo con el pasado de Marruecos eclipsándose, como si la luz de Occidente o la de los turistas lo ocultase. La zona suele reunir un buen número de viajeros todoterreneros y sus juguetes, en forma de motos, quads, buggies y coches. Por supuesto, todos ellos llenos de adhesivos que pregonan las hazañas intercontinentales de sus aguerridos usuarios. Y éstos, engalanados de aventureros o de la iconografía que se supone al viajero valiente de la zona. Les miré con escepticismo mientras me bajaba de un coche que estaba fuera de lugar y además no lucía adhesivos ni colorines, vestido con unos vaqueros clásicos y un polo sin rayitas. Si estábamos en una ciudad, ¿por qué llevaban botas de cruzar la selva? Si refresca por la noche, ¿a qué viene el pantalón corto? Y las camisas, ¿necesitan esa sobredosis de bolsillos, trabillas y logotipos? Lucen algo más arriba lo que me remata, esos pañuelos que los tuaregs y Thierry Sabine empleaban con elegancia y sobriedad para protegerse del sol y la arena y estos aspirantes han convertido en el uniforme con el que juegan a ser Lawrence de Arabia. Lo siento mucho, pero con esos pañuelos por la cabeza me recuerdan más a Doña Rogelia. (Continuará).


2 Responses to Celica to the Sahara: Lawrence de Arabia y Doña Rogelia

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