El sector de la automoción está atravesando la mayor transformación desde que existe, y ese cambio se realiza en diversos planos: se pone en duda el método de distribución, venta y mantenimiento de los vehículos; se propone el uso de varios métodos de propulsión; se cuestiona la mera propiedad de los vehículos. Otra modificación más, relacionada con la evolución de la sociedad compradora, es la deriva de muchas marcas, sean asentadas o recién llegadas o creadas a propósito, por incluirse en el denominado segmento premium, algo así como la burguesía del sector. Las marcas premium (actualmente BMW o Mercedes, por citar dos ejemplos) están por encima de las generalistas (Ford, Toyota o Renault) y por debajo de las de lujo (Ferrari, Aston Martin o Rolls Royce).
El motivo económico para esforzarse en acceder a este club es el mayor margen por unidad vendida, y el mayor número de extras y opciones por vehículo, con más beneficio que el coche en sí; ambos factores de especial importancia si consideramos que el segmento generalista está cada vez más saturado y utiliza el descuento como uno de los argumentos básicos de venta.El otro motivo, de orden estratégico, es la llegada por debajo de nuevos actores. La base de la pirámide del mercado, las marcas generalistas, vio con miedo cómo la llegada de los coreanos ponía en peligro su situación, con la posible invasión de coches sencillos y baratos. La mejor manera de evitar el riesgo, era trepar por la pirámide, y ofrecer mayor calidad y estatus, aunque subiera el precio.
A su vez, estos coreanos temían la llegada de los fabricantes chinos, con precios (y calidad) aun menores.
En medio de esta pelea por la supervivencia de enormes grupos industriales, no podemos caer en la simplificación de pensar que ser una marca premium consiste en poco más que proclamarlo en una reunión de concesionarios y en repetirlo en las notas de prensa, tras añadir cuero, madera y cromados a los modelos ya comercializados como generalistas. Ser premium, en automoción o en cualquier otro sector, es mucho más exigente, y se basa en:
El producto tiene una calidad, real y percibida, superior a la de los productos generalistas. Esta calidad se refiere a los materiales y sus ajustes, y se consigue mediante mejores métodos de producción.
El producto ofrece mejores prestaciones. Si es un automóvil, hablamos fundamentalmente de potencia y confort.
La imagen de marca es fuerte, y resulta visible en el producto.
El precio es superior.
El servicio del fabricante es igualmente de calidad superior a la media. No olvidemos que el cliente premium de automóviles también lo es de restaurantes, relojes, trajes y hoteles, y exige en su concesionario el mismo trato premium que en la tienda de Prada.
Ya que actualmente varias marcas pugnan por entrar en este mercado, no estará de más repasar cómo lo ha conseguido Audi, que en unos años ha borrado su mote de “Mercedes de los pobres” y se ha situado como rival de estos competidores.
Audi partía con dos ventajas. Por un lado, sus productos llevan la prestigiosa etiqueta “Made in Germany”, un punto a favor a la hora de mejorar la imagen de marca. Y por otro, disfruta de una larga historia, ya que proviene de Auto Union; esto, a su vez, le elimina la imagen negativa de arribista (mal visto entre las élites) y le añade la leyenda de la competición desde los años ’30.
Al principio basó su diferenciación en cuestiones técnicas, como la inyección directa Diésel (TDI), que impactaba claramente en los segmentos D y E con motores diésel, básicos en las ventas en Europa, y en la tracción Quattro de algunas versiones. En este punto los chicos de marketing bordaron su trabajo de crear imagen, porque el motivo técnico de esta tracción integral era muy otro: con motores longitudinales por delante del eje delantero, es muy difícil conseguir tracción por encima de ciertos niveles de potencia, ya que hablamos de un coche tan peculiar como un Porsche 911 puesto del revés. Para reducir el problema, los ingenieros de Audi añadieron la tracción delantera, y los de marketing lo elevaron a la categoría de mito técnico y atributo de marca.
Con el tiempo, han cimentado la imagen en la aerodinámica (no olvidemos el icónico Audi 100 de 1982), unos interiores impecables en ergonomía y materiales, y la parrilla inspirada en los Auto Union que lucen desde 2004. Y esa evolución de la imagen ha tenido una linealidad en su cambio, una homogeneidad que ha permitido entrever continuidad en la mejora. Lo contrario de las marcas generalistas, que cambian de imagen corporativa cada pocos años, y desmoronan su propia historia: un Ford, Renault o Toyota de hace diez años no tienen rasgos comunes con los actuales.
En esa pretendida entrada en el mundo premium ha habido numerosos intentos fallidos, y en la actualidad hay varios que no terminan de cuajar. Un vistazo detenido indica claramente las causas. Ford pretendió mejorar su imagen colocando en el frontal de cada modelo el morro corporativo de Aston Martin: nadie se convierte en premium por copiarle un rasgo a quien lo es, por el mismo motivo por el que no se juega mejor al fútbol por llevar la camiseta de Ronaldo. El siguiente intento de Ford se basa en crear versiones mejoradas de sus modelos y darle el nombre de Vignale, en recuerdo de Carrozzeria Vignale, el pequeño carrocero de Turín que solo existió como tal de 1948 a 1969. Tuvo una vida breve y atormentada porque en ese año lo compró De Tomaso, que fue absorbida por Ford en 1973, que a su vez hibernó a Vignale durante décadas, y que ahora la resucita para darle empaque a algunos modelos. Solo que entienden por dar empaque llenar de cuero, madera y cromados modelos ya existentes bajo la marca Ford. Y eso no es suficiente para llegar a premium.
Algo muy parecido pretende Citroën con su nueva marca DS: bajo el recuerdo de uno de los coches más elegantes de la historia, quiere trepar por esta escalera del prestigio automovilístico añadiendo cromados y techos de otro color, y sobrecargando de formas modelos que ya nacieron como Citroën. Quizá la clave del error sea esa: añadiendo. No olvidemos que el lujo europeo es discreto (y el de los países emergentes, ostentoso) y no se llega a él añadiendo si no, a veces, simplificando.
Un ejemplo más de esta generación de arribistas es Infiniti, la marca premium del grupo Renault – Nissan. Aun no sabe qué quiere ser de mayor, con esa mezcla de berlinas, SUVs y coupés que utilizan tecnologías de Renault, Nissan y Mercedes, y una imagen más pretenciosa que elegante.
El único caso, junto con Audi, de llegada exitosa a esta élite del automóvil es Lexus. Nació hace más de 25 años y solo ahora comienza a tener una imagen asentada y firme, que arrancó con la tercera generación de IS, la de 2012, con el frontal en forma de doble punta de flecha (parrilla en huso, en el original en inglés), más definido desde el LC500 de 2017. Aun muestran los Lexus formas postizas, no totalmente integradas, como esos discutibles poliedros en los laterales traseros de RX y NX pero, ¿es imagen de marca o excentricidad? y, por otro lado, cuando BMW lanzó el primer vehículo con doble riñón en el morro, ¿se consideró imagen de marca o excentricidad?
Si en lugar de centrarnos en las características del vehículo que es premium o que pretende serlo, pensamos en lo que el cliente espera de la marca, la perspectiva es diferente. Al ser ya cliente de marcas premium de otros sectores, trae un prejuicio que no se puede decepcionar. Espera encontrar el mismo entorno arquitectónico y decorativo, el mismo trato, sentirse importante. No es solo el diseño del local de venta, es la actitud de todos los empleados. En este caso la aproximación de Lexus es especialmente acertada: en lugar de autodefinirse como un fabricante de vehículos premium (que le llevaría a compararse con quienes llevan décadas en ese olimpo, y no ser más que un aspirante a rival de los tres alemanes), lo hace como fabricante de productos de lujo. Luego sus colegas, rivales y referentes son Rolex, Carolina Herrera y los hoteles de cinco estrellas. Dado que hoy en día muchos clientes de BMW llevan una gorra puesta hacia atrás, quizá sea ésta la mejor estrategia.
El diseño de automóviles es algo de lo que casi todo el mundo opina y de lo que casi nadie sabe. Como de la alineación de la selección de fútbol o de la estrategia de carrera de Fernando Alonso.
Lo más afinado que se escucha es lo de “tiene un diseño agresivo” (anglicismo, por cierto) o “juvenil”, sin entrar siquiera en si tener un diseño agresivo o juvenil es bueno o malo, y en qué debe tener un diseño para ser calificado de “agresivo” o de “juvenil”.
Más allá de la subjetividad, para mí uno de los atractivos del diseño industrial en general y del de automoción en particular es que mezcla elementos tan lejanos como cálculo de estructuras, producción o aerodinámica con psicología, arte o su prima hermana la moda.
Como hay poca bibliografía al respecto me alegró toparme con un libro titulado “Car Design Europe”, escrito por Paolo Tumminelli (teNeues, 2011, ISBN 978-3-8327-9459-0), que no era más que el primer tomo de una trilogía que más tarde comprendió “Car Design America (teNeues, 2012, ISBN: 9787-3-8327-9596-2) y “Car Design Asia (teNeues, 2014, ISBN: 978-3-8327-9538-2).
La lectura del primero de los libros me arrojó sobre una visión nueva del diseño de automóviles, al intrincarla con otras ciencias como la sociología, sin dejar la ingeniería. Tumminelli lo consigue haciendo un recorrido cronológico pero no estricto a través de los momentos que han marcado los por qués de las formas de los automóviles, y destacando los nombres propios de cada evento. Por ejemplo, la influencia en las formas de Paul Jaray y sus perfiles de gota de agua y de Wunibald Kamm y sus colas truncadas, que siguen viéndose en coches del siglo XXI. O el atrevimiento de André Citroën y su responsable de diseño Jean Pierre Boulanger al permitir que Flaminio Bertoni introdujera formas que aun hoy son icónicas: el Citroën 15 Traction Avant, el 2CV y el inolvidable DS, conocido al sur de los Pirineos como Tiburón.
No todos los que merecen el honor de una mención como importantes en el diseño europeo son conocidos por su nombre, aunque sí por sus vehículos y la huella que dejaron. Uno de ellos es Mario Revelli de Beaumont que, bajo la protección del mismísimo Agnelli, dio forma al sencillo Fiat Cinquecento de 1935 y al elegante Alfa Romeo 2500 SS de 1946.
También Alemania merece la atención de Tumminelli, con menciones a Rudolf Uhlenhaut y su Mercedes 300 SL (“ala de gaviota”) o Erwin Komenda, el austriaco desconocido que trabajó para Volkswagen y Porsche y que merece atención por dos creaciones tan significativas como el VW Escarabajo y el Porsche 356. En el Escarabajo, “combinaba la aerodinámica de Jaray con una decoración ornamental entre art decó y Secesión de Viena”, comenta Tumminelli, y muchas décadas más tarde esas formas se mantienen en la tercera generación del vehículo. El 356, el primer Porsche, se recuerda ahora como el antecesor, en arquitectura y diseño, del eterno 911, que sigue vivo y con futuro.
El texto pasea también por la presencia del coche en el cine, como esas formidables escenas de “Atrapa a un ladrón” (Alfred Hitchcock, 1955) que enmarcan la Riviera, Grace Kelly y un Sunbeam Alpine Sports.
La parte italiana del libro da una vuelta por los nombres sagrados del gremio y esas creaciones suyas que han marcado escuela y pueblan tanto los garajes como la imaginación de los aficionados. Por ejemplo, Battista “Pinin” Farina y su hijo Sergio, o Giovanni Michelotti, que con discreción ha trabajado para tantas marcas, como BMW, DAF o Triumph. Quizá su obra más influyente sea el BMW “Neue Klasse” de 1961, que marcó el nacimiento del segmento D, hoy agonizante. Claro que hay detenidas referencias en el libro de Tumminelli a Giorgetto Giugiaro, autor del primer Fiat Panda y del primer VW Golf, del Scirocco original, el Lotus Spirit, el Fiat Uno de 1983 o el Lancia Thema.Según algunos, para que un diseñador de automóviles llegue a lo más alto debe ser responsable de un prototipo que cree escuela, de un coche de ensueño y de uno de venta masiva. Si es así, Marcello Gandini está entre los grandes de los grandes. De su buen gusto nacieron el Lancia Stratos Zero (1970) que dio pie al Stratos de rallies y rompió moldes con un único volumen afilado como un hacha, una única puerta situada en el frontal y una altura (1.240 mm) por debajo de lo razonable. La parte de los coches de ensueño la cubrió Gandini con un despliegue inusual: Lamborghini Miura, Countach y Diablo, No hay más que decir. Y además llenó las calles con el BMW Serie 5 (E12, de 1972), el Citroën BX (1982) y el Fiat 132 de 1972.
Hoffman Auto Show Room …
… y Hoffman House, ambas obras de Frank Lloyd Wright.
Otro aspecto que desarrolla Tumminelli en su libro es el de las relaciones personales entre los protagonistas del sector. Valga como muestra la historia de Alex Hoffman: su padre tenía un Concesionario Rolls Royce en Viena y él, en un intento de llegar más allá, abrió en 1954 el Hoffman Auto Showroom en el 430 de Park Avenue, Nueva York, bajo diseño del arquitecto Frank Lloyd Wright, en el que vendía Alfa, Jaguar, Austin Healey, Fiat y, sobre todo, BMW, Porsche y Mercedes. Hoffman, que vivía en una casa que también diseñó Lloyd Wright, era un maestro prediciendo tendencias; por eso intuyó que en EE. UU. triunfaría un coupé roadster fabricado por BMW, y convenció al diseñador (y conde) Albrecht Goertz para enviar unos bocetos a Munich. El resultado fue el BMW 507, una belleza ahora situada en la zona de clásicos económicamente inalcanzables, alguna de cuyas características (las branquias de la parte posterior de las aletas delanteras) se repiten en BMWs del siglo XXI, como el M3 E46, sin ir más lejos.
BMW 507
Ford Sierra
El diseño discreto, menos noble, de las marcas alemanas, merece más menciones, como las dedicadas a Paul Bracq, responsable de ese área en Mercedes durante décadas, que dejó su huella en obras maestras como el 220 SEb coupé de 1961. O las que tratan sobre el entonces atrevido Ford Sierra (1983) de Uve Bahnsen y el Audi 100/200 (1988) de Harmut Warkuss.
El capítulo a mi juicio más esclarecedor del libro es el que se dedica a los todocamino, “crossover” o SUV; Tumminelli utiliza un enfoque sociológico y sentencia de este modo: “Los SUVs son menos automóviles y más fenómeno cultural. Su concepto de diseño refleja el completo espectro de miedos de la sociedad postmoderna. Vehículos todopoderosos que devuelven una sensación de libertad al prisionero urbano, y le confieren la seguridad de que está bien preparado para “el día siguiente”, e incluso para un desastre medioambiental. Sentado con seguridad en el interior, flota sobre el tráfico. El conductor del SUV puede ver sin ser visto, y aun así genera admiración. Berlina, furgoneta y deportivo, todos en uno; un coche para la señora y, a la vez, para el (no necesariamente educado) caballero, los SUVs son el castillo de la familia postnuclear. No importa si ocupan mucho o poco espacio, son el aspecto de la automoción del nuevo milenio.”
El segundo tomo de la trilogía se titula “Car Design America”, pero se dedica íntegramente a los Estados Unidos. Y comienza aclarando la diferencia del concepto de automóvil entre el Nuevo Continente y Europa: “América no inventó el automóvil, pero sí la cultura del automóvil. El coche era el invento definitivo para una nación nueva y que parecía abierta, que se encontró a sí misma en una agitación social al final del siglo XIX. Alrededor de 1900, más de la mitad de la población vivía fuera de las grandes ciudades, y como media vivían menos de diez personas por milla cuadrada; en el Reino Unido la densidad de población en la época era 17 veces mayor. La movilidad individual se podía considerar un lujo para los europeos, un entretenimiento, o se podía interpretar como una pesadez. Pero para la nación americana esa movilidad era vital. Los EE. UU. se desarrollaron rápidamente: en 1900, con una población superior a los 76 millones de personas, era más del doble que al final de la guerra civil de 1865. En 1920, la población alcanzó los 100 millones, y en 1970 pasó de 200”.
Hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, la industria estadounidense del automóvil y su diseño crecieron aislados. Sus propias marcas se centraron en sus necesidades, diferentes de las europeas. Marcas que permanecen (Ford, Chrysler, Cadillac) y otras que no (Duesenberg, La Salle) crearon formas y lenguajes que se mantuvieron en pie hasta finales de los ’40. La estancia de miles de estadounidenses en Europa durante el conflicto les hizo ver que la cultura del Viejo Continente se reflejaba en el diseño de los automóviles. Terminada la guerra y repatriadas las tropas, esa influencia caló en la industria del automóvil: “Millones de soldados americanos se habían ganado una gratificación. De hecho, para esos soldados que crecieron durante la Gran Depresión, experimentar Europa en primera persona había ampliado sus horizontes. Habían dejado sus granjas y, por primera vez, establecido contacto con otras culturas. Con poco dinero en el bolsillo y experiencias de guerra, pronto querían probar cosas nuevas.”
En 1951, al MoMA se le criticó porque en la exposición “Ocho Automóviles” solo tres eran de los Estados Unidos: Jeep, Cord y Lincoln Continental. A continuación, Nash contrató a “Pinin” Farina, GM permitió que hubiera influencia europea en el Corvette de 1953 y Virgil Exner, director de diseño de Chrysler, se alió con Ghia.
El otro punto clave del diseño de automóviles en América surgió igualmente en el cambio de década. Llegaron los primeros aviones a reacción y se inició la carrera espacial, y los conceptos que definían esas naves se trasladaron a los coches: tomas de aire, reactores simulados, carlingas, alerones y, sobre todo, planos verticales iban a caracterizar los coches americanos. Es curiosa la discreta presencia europea en algo tan americano: fue Virgin Exner, desde Chrysler, quien arrancó con más energía esta línea de diseño, y se inspiró en el Ghia Streamline-X de 1955, bautizado como Gilda y diseñado por Giovanni Savonuzzi.
La siguiente convulsión del sector llegó con la crisis del petróleo de 1973: hasta entonces lo importante había sido que el coche fuera grande y vistoso; ahora tenía que consumir poco combustible. Pero la enorme industria americana del automóvil reaccionó con lentitud, de modo que antes de reducir el peso y el tamaño, mejorar la aerodinámica y fabricar motores eficientes, los rivales japoneses y europeos les habían comido cuota de mercado.
Cuando se recuperó, o cuando aún estaba en ello, volvió a ser ella misma por la influencia de los atentados del 11-S y lo que vino más tarde: “Después del 11-S, los americanos buscaban seguridad y autoconfianza por encima de todo. Ambas características se convirtieron en temas básicos en el diseño de automóviles. Los SUV de aspecto rural trajeron el aspecto “coche familiar conoce a camión blindado” a las calles de América. Esos camiones fueron un gran éxito, con sus mandíbulas góticas de acero. Su mensaje: “estamos armados y listos para todo”. El Ford SYNus caracterizó a los coches como cajas fuertes sobre ruedas. La metáfora estaba clara: en lugar de en lingotes de oro, la gente buscaba seguridad protegiéndose a sí misma, incluso de sí misma. Verticales y angulosos, con mucho metal y ventanillas pequeñas y ruedas grandes, era el aspecto tanque el que dominaba la escena. Con nombres macho como Nitro, Caliber, Edge, Fusion, …”
El tercer tomo de la trilogía, el dedicado al diseño de los coches asiáticos, tiene y merece un enfoque diferente, a causa de lo difícil que es para los occidentales entender esas culturas, y más aún si nos centramos en elementos subjetivos, como algunos de los que rodean al diseño. Por ello Tumminelli insiste más en explicar por qué los coches asiáticos son como son, en las trastiendas de su industria y en la idiosincrasia local, como camino para entender los que desde Europa es difícil de asimilar.
Este motivo le hace arrancar en la época en que la industria japonesa del automóvil nació a base de acuerdos con sus homólogos occidentales: Nissan con Austin, Isuzu con Hillmann, Shin – Mitsubishi con Willys – Overland, o Hino con Renault. Esas alianzas, más la inspiración en Estados Unidos y Gran Bretaña, condujeron a los días en que se acusaba a los japoneses de que sus coches (y el resto de sus productos industriales) eran fotocopias de lo que se hacía en Occidente. No olvidemos, eso sí, que hablamos de un país sin experiencia industrial y además arrasado en 1945, que se esforzaba en reconstruirse mientras se actualizaba a un ritmo tal que terminó adelantando a los países que adoptó como modelos.
En principio, la fabricación de automóviles se destinaba fundamentalmente al mercado local, por lo que las calles estrechas y las muy malas carreteras obligaban a diseñar vehículos pequeños con elevados recorridos de suspensión, a lo que hay que añadir unos cromados al gusto local. Otro elemento que distinguía estos vehículos de los occidentales eran las largas series del mismo modelo, con una mayor calidad y fiabilidad que en Occidente.
El resultado, una vez que esta industria se abrió a la exportación, fueron ventas numerosas a precios bajos, con el margen necesario para poco beneficio y mucha reinversión. Cuando llegó la crisis del petróleo de 1973, arrasaron a los fabricantes de coches grandes y gastones.
Otra particularidad local viene marcada por la severidad de la ITV, tan dura desde el tercer año que es más fácil comprar un coche nuevo que mantener el antiguo. Este punto, unido a una gran flexibilidad en la producción, hace que no sea necesario mantener una fuerte imagen de marca, ya que no hay coches de hace unos años por las calles, solo en el recuerdo de los usuarios, por lo que se cambia la imagen para cada generación de vehículos. “Con los ojos cerrados, cualquiera puede recordar la imagen de un Volkswagen Golf”, dice Tumminelli. ”Eso es imposible para el Corolla, a pesar de ser, con más de cuarenta millones de unidades vendidas desde 1966, con mucho el vehículos más exitoso del mundo. Ninguna de sus diez generaciones muestra continuidad en el diseño; 41 variaciones de carrocería – excluyendo la familia Sprinter, a la venta solo en Japón – solo añaden vaguedad.”
El libro de Asia dedica más porcentaje de sus 304 páginas a fotos de vehículos que los de Europa y América, y también comenta las diferencias entre las fotos asiáticas y las occidentales. En las primeras abundan más las de estudio, con el coche solo, y casi siempre con el mismo ángulo de cámara y una iluminación similar, mientras que en las segundas es más habitual situar al coche en el escenario y con los clientes objetivos, buscando centrarse en lo que ahora se llama “life style”. Como remate, en las escasas fotos de automóviles japoneses en las que aparecen personas, los modelos son en muchos casos occidentales o, como mínimo, orientales con sus rasgos poco marcados. Esto se relaciona con la contradictoria tradición japonesa de distanciarse de lo occidental y a la vez admirarlo, que se refleja en esas fotos o en la iconografía manga. Su reflejo práctico se materializó de este modo en el mundo del automóvil, en lo que Tumminelli llama “Tokyorino”: “La relación entre el diseño de Japón y el de Italia es en realidad una historia de amor. El periodista Hideyuki Miyakawa, dando la vuelta al mundo en moto, llegó a Italia para ver las olimpiadas en 1960, y se enamoró de la maravillosa Marisa, se casó con ella y decidió quedarse. Habiendo reconocido el enorme potencial de los tres grandes carrozzieri – Bertone, Ghia y Pininfarina – se estableció como una especie de agente secreto del diseño. Su primer encargo fue el diseño de un nuevo sedán para Toyo Kogyo, el Luce 1500 de 1965, que fue realizado por Bertone. Allí, el joven Miyakawa conoció al joven Guigiaro, con quien más tarde colaboraría en nombre de Isuzu, Toyota, Nissan, Suzuki y Hyundai. A la estela de esta ola italiana, Pininfarina fue contratado por Nissan para el Cedric de 1965, Vignale trabajó para Daihatsu en la línea Compagno, y Giovanni Michelotti en encargos para Prince e Hino. A pesar de esta herencia turinesa clásica, estos diseños italo-japoneses en realidad creaban un estilo intermedio, para lo que podía haber diversas razones. En primer lugar, al ser una industria emergente, las habilidades japonesas en la fabricación de carrocerías no eran comparables a las europeas. Segundo, el mercado japonés de los ’60 era aún muy conservador, y se inclinaba más por las líneas discretas. Tercero, las proporciones reducidas generaban un aspecto distinto. Y cuarto y último, la brecha cultural influía en un proceso tan delicado y complejo como el diseño de un coche; para los italianos, perfectamente en armonía con su muy propio lenguaje de diseño y su dialecto piamontés, comunicarse con los japoneses debió ser una pesadilla”.
Otra barrera cultural es la estructura de los equipos. En Japón no hay individualidades, solo trabajo en equipo. Por eso se conocen tan pocos nombres propios de diseñadores locales. Hasta tal punto, que hay casos en que se desconoce el nombre del diseñador de un vehículo. Sirva como ejemplo uno de los coches japoneses más atractivos y significativos, el Toyota 2000 GT: “De este Gran Turismo al estilo de los europeos, es decir, con el morro largo y la cola corta de un Jaguar Tipo E, se dice que se basa en un concepto del diseñador italo americano Albert Goertz, que lo había dibujado por encargo de Yamaha, la empresa que luego fabricó el 2000 GT para Toyota. Pero el diseñador de ese coche había sido japonés y su nombre nunca se divulgó oficialmente. Cuando se presentó el 2000 GT, el primer coche de origen japonés que recibió ese tratamiento, Automobile Quarterly lo trató como “una máquina superlativa, … con prestacionessobresalientes”. El artículo de la prestigiosa revista comenzaba con un párrafo inusual: “El siguiente artículo fue preparado para AQ por el diseñador del Toyota 2000 GT. Es política de la compañía Toyota no destacar a ningún miembro del equipo de diseño, ya que se considera que todos los productos son fruto de los esfuerzos de la familia Toyota. Aunque nos gustaría hacerlo, debemos naturalmente respetar la solicitud de Toyota y omitir el nombre del autor.” A día de hoy los rumores dicen que el nombre del misterioso diseñador era Satoru Nozaki, del que no se sabe mucho”.
Hay muchos más ejemplos de esta peculiar interacción entre diseñadores italianos con nombres y apellidos, y diseñadores japoneses anónimos, como el de la segunda generación del Honda Prelude de 1982. El deseo (u orden) de Soichiro Honda era que nada debía ser simplemente copiado, todo debía ser rehecho en casa y mejorado, con la intención de aprender por un lado y de evolucionar las habilidades locales por otro. Su marca tenía entonces un acuerdo con Pininfarina, y Leonardo Fioravante, entonces su director de diseño, recuerda cómo los nuevos diseños se ideaban y modelaban en Turín y se enviaban a Hammamatsu, para servir de referencia a los diseñadores locales. Dice Fioravanti que “ninguno de los conceptos de Pininfarina se llevó a la producción sin cambios, pero por aquí y por allí se podían ver muchas de nuestras soluciones y, en general, se reconocían las líneas básicas que otorgaron a Honda un aspecto muy distinto en los ´80”. Así, el Elegante Prelude del ´92 confirió una línea deportiva y un perfil afilado a Honda como marca, y afectó al posterior desarrollo del Accord, el Aerodeck y el Vigor.
El otro punto que marcó el diseño de los automóviles japoneses de la época fue el furor tecnológico que sacudió el país desde finales de los 70, los años en que marcas como Casio, Pioneer o Sony comenzaron a invadir el mundo con productos avanzados que destacaban no solo por su valor técnico, también por su envoltorio estético. Fueron los años de los relojes digitales de Casio, como el C-80 ¡que incluía calculadora!, el “hi-fi rack” de Sony, como un tótem de sonido, o los dos productos de Sony que se colaron en los hogares occidentales: el televisor Profeel Pro (1986) y, muy especialmente, el Walkmann (1979), que unió la libertad de escoger la música que cada uno escucha a la portabilidad: lo que antes solo se podía tener y hacer en casa ahora se llevaba en el bolsillo.
Después de evolucionar de la copia de productos occidentales en la postguerra a la invasión comercial de la producción en grandes series, a la industria japonesa del automóvil solo le quedaba una etapa por cubrir: ocupar el territorio de los fabricantes premium, hasta entonces 100% occidentales: BMW, Mercedes, Audi, Jaguar, Cadillac, … El inicio fue, no podía ser de otra manera, prudente, mediante diseños conservadores comercializados bajo marcas ya existentes, como el Nissan Cima de 1988. El siguiente paso fue crear las marcas específicas, como Acura (de Honda), Infiniti (de Nissan), o Lexus (de Toyota), y más tarde generar lenguajes de diseño específicos para ellas, tarea en la que, treinta años más tarde, aún están liados.
No podía faltar una detallada mención a los vehículos híbridos, por ahora exclusiva de la industria japonesa, “una obra maestra del marketing a través del diseño (…) sin el capó largo, las ruedas grandes o la estampa agazapada que han sido sinónimos de potencia y prestigio en las carreteras de todo el mundo durante décadas. Al contrario. Su forma sencilla y su actitud mandan señales muy diferentes: “No soy excesivamente rápido, no me sobra potencia, no estoy aquí para presumir. Soy sensato: mira mi capó pequeño, que esconde un motor pequeño. Soy eficaz: ¿has visto mi trasera Kamm tan aerodinámica?. Soy un coche responsable, y no un sustituto irracional de un pene””.
Pero Asia no es solo Japón, y el mayor impacto de la industria asiática del automóvil en Occidente en los últimos años ha venido desde Corea. Cierto que un crecimiento poco medido, en el país en general, desembocó en la crisis de Asia-Pacífico de 1997, y que sus marcas se han agrupado (Hyundai y Kia), absorbido (Daewoo) o desaparecido (Samsung y finalmente Daewoo), pero sigue siendo un gran productor que pretende tener diseño propio.
Su inicio se parece al japonés, buscando apoyo de diseñadores europeos para adaptar modelos extranjeros pasados de moda de los que habían comprado las patentes. Esta es una práctica muy compleja, ya que el diseñador occidental parte de un modelo antiguo, que debe modificar con bajo presupuesto, y a la vez crear una imagen de marca nueva. Los resultados son desiguales, por utilizar un término benévolo. El SsangYong Rexton, de 2001, tenía un diseño de Italdesign que pretendía destacar la relación técnica con Mercedes; a continuación SsangYong contrató al británico Ken Greenley (ex Aston Martin, ex Bentley) y los frutos fueron un todocamino que no lo parecía (Actyon, 2004) y un monovolumen (Rodius, también 2004) que ha sido catalogado por algunos como el coche más feo del mundo.
Y sí, claro que hay un capítulo en el libro dedicado a la industria china del automóvil. Pero al ritmo al que esta crece y se reinventa, y considerando que el libro está escrito en 2014, lo que se aparece en él ya es historia.
Durante muchos años, el crecimiento de una persona y su prosperidad social se reflejaban en la calidad y el empaque de su coche. Después de un Seat 600, de un Renault 4 L o de un Citroën 2CV, llegaban un 124, un R 12 o un GS. Incluso un Simca 1200. Eran más grandes y cómodos, tenían cuatro puertas y maletero o portón, y sus prestaciones dinámicas estaban muy por delante de las del coche al que sucedían en la familia. Por dentro, había hasta lujos: radio cassette, calefacción de agua caliente con la posibilidad de orientar el flujo de aire, asientos no diseñados para machacar la espalda, lavaparabrisas manual,… Para colmo de lujos, había alguna luz interior y guarnecidos que tapaban parcialmente la chapa.
Por encima se situaba una clase social superior, la del Seat 132, el R 18 y el Citroën CX, lo que creaba un escalonamiento claro, y sin superposición. Y los clientes de estos coches más grandes y caros buscaban lujo, y no pedían, es más les asustaba, un dinamismo siquiera remotamente deportivo.
Ahora hay clientes que necesitan coches de cierto tamaño pero no pueden pagar esos lujos, clientes que pueden pagar lujos pero quieren coches pequeños, y otros que quieren coches grandes y lujosos y esperan de ellos un comportamiento deportivo. Por eso las gamas más que superponerse se pisan, se entremezclan, cruzan sus precios y crean dos fenómenos que hace poco me han llamado la atención.
Repasaba recientemente los competidores actuales del segmento C, y recordaba los años en que sus antecesores remotos (124, R12 y similares) eran el primer coche decente al que accedía un español. Me sorprendió ver que en la actualidad, las versiones más baratas, esas que se anuncian por 12.000 €, me retraían a las sensaciones de sus antepasados: llantas de chapa con neumáticos estrechitos, techos tapizados con poco más que una lámina de plástico, un plafoncito de luz interior con un interruptor oscilante que parecía que se iba a romper en cualquier momento, interiores de chapa vista, mandos de calefacción de varillas y cables,.. Los guarnecidos eran poco más que una tela pegada sobre una lámina de plástico, y la única novedad de la radio era que tenía FM (no la encendí por temor a que me apareciera la voz de Matías Prats narrando un gol de Gento, o la de Bobby Deglané presentando una canción de Los Tres Sudamericanos).
Es admirable la flexibilidad que plantean ahora los fabricantes de automóviles en sus gamas: aquella misma carrocería, pobremente vestida y escuálidamente empujada por un motorcillo Diesel, se puede comprar por el triple de precio con un interior casi suntuoso y un motor con el triple de potencia. Por otro lado, mi sensación subjetiva era que el avance desde el Renault 12, considerando el cuarto de siglo largo que ha pasado, era hacia atrás.
Unas semanas después me topé con otro avance, esta vez hacia delante. Durante muchos años, el segmento E Premium estaba formado por “coches de abuelos”. Los 240D y 300 E, los Volvo grandotes, los Jaguar eran grandes, bonitos, cómodos, y también blandos de suspensión, con poco tacto de dirección, con asientos más butaca que bacquet y, por ello, territorio prohibido para quien buscara a la vez lujo y emoción.
Ahora los fabricantes han conseguido aunar las dos características: coches serios y formales, con corte de berlina clásica, acabados interiores lujosos y silencio monacal. Y, a la vez, motores, potentes que lo poco que suenan lo suenan bien, suspensiones cómodas aunque no blandas, cambios rápidos y prestaciones más que interesantes.
Estos E Premium que valen para quien se quiere divertir los inventó BMW con su Serie 5 y le siguieron Mercedes con algunas versiones de su Clase E y Audi con algunas de sus A6. Las marcas japonesas en unos casos ya llegan y en otros están aprendiendo. Un Infiniti M30d con motor Diesel V6 de 238 CV, interior presidencial y cambio secuencial de pulsadores demuestra lo segundo a base de contradicciones: el motor empuja y mucho, los pulsadores del cambio tienen forrada en cuero la parte que se toca con los dedos, para tener buen tacto, y son de algo que parece titanio en la cara que se ve. Pero las suspensiones blandísimas multiplican el balanceo y el cabeceo hasta hacer que el control de estabilidad haga horas extras en casi todas las rotondas. En resumen, sí pero no.
En el otro extremo me he encontrado con un Lexus GS450h en versión F-Sport; silencio, confort y lujo a velocidad de paseo dominical, que se daban la vuelta al buscarle las cosquillas: empuje contundente al juntarse en el sistema híbrido el V8 de gasolina y los dos motores eléctricos, aplomo en el slalom entre conos de las pista de pruebas y hasta la posibilidad, con el control de estabilidad desconectado, de poner de lado cinco metros de coche y dos toneladas de confort. Y eso no es propio de abuelos.