La realidad es esto

Las salidas de los tramos las da un comisario que se coloca frente al coche, un poquito a la derecha, de modo que sin molestar sea bien visible desde el interior para el copiloto y el piloto. Cuando, con el brazo derecho extendido a la altura del hombro, muestra el puño derecho cerrado, quiere decir que quedan diez segundos para la salida. Algo después extiende la mano abierta, y eso significa que faltan cinco segundos. Después retrae los dedos a razón de uno por segundo, y en el momento de la salida alza la mano. En nuestro caso es comisaria, y tiene unos ojos negros como para perder la concentración. Con su puño alzado frente a nosotros miro cómo se aleja el coche que acaba de tomar la salida. Avanza por una rambla, a veces por la orilla de guijarros, a veces por el lecho del río. Cuando entra en el agua, le rodea una explosión de espuma, que le oculta hasta que vuelve a trepar a la grava. En unos segundos estaremos ahí.
Se me han olvidado las prisas y los nervios, esas siete semanas y media (ver la entrada con ese nombre en este blog) de carreras para llegar a la primera carrera de verdad. Al final tengo coche, copiloto y preparador. Y además casi todo funciona. La comisaria de los ojos peligrosos extiende la mano: cinco segundos. Cojo aire, compruebo presiones y temperaturas en los relojes de a bordo. Cuatro segundos. Miro al frente, al río y a las piedras. Tres segundos. Piso el embrague, meto primera y acelero un poco el motor. Dos segundos. Motor a dos mil vueltas, mano derecha en el freno de mano. Un segundo. Y ahora me olvido de todo porque la comisaria ha alzado la mano y el coche con el dorsal 42 inicia la carrera.

Catorce minutos y dieciséis segundos después ya sé que la realidad es esto. Que los intercomunicadores que llegaron ayer no funcionan, y Edu me gritaba las notas. Que la humedad ha pegado las últimas hojas del rutómetro, y el kilómetro final se ha hecho a ciegas, justo cuando rodábamos aguas arriba por un río con medio metro de agua, y nos hemos saltado el desvío de salida. Por eso, ahora sé que se puede maniobrar un Land Cruiser dentro de un río con el agua por las puertas, dar media vuelta allí dentro y retornar al trazado. Pero hemos acabado, y ya solo importa el siguiente paso: reparar los intercomunicadores, revisar el rutómetro del tramo de la tarde y repasar el coche.
De manera que, cuando nos queremos dar cuenta, estamos otra vez dentro del Land Cruiser, esperando nuestro turno para salir del parque cerrado. Al principio no me fijé en que había un tipo pegado a mi ventanilla, mirando al interior del coche. Al verle, me dí cuenta de que, efectivamente, le miraba a él nada más. Bajé la ventanilla y sin cambiar la mirada, como escuchándose a sí mismo o hablándole al Land Cruiser dijo: “Yo corrí el Dakar de 2004 con este coche”. De pronto me olvidé de la carrera y me puse a hablar con él: “Me llamo Javier Herrador. Fue el Dakar del 2004, dicen que el más duro de todos”. Miré al interior del coche y entonces le ví con otros ojos, con el respeto con que se mira a un veterano que no presume de su experiencia y menos de sus cicatrices. La mala suerte es que se acercaba nuestra hora de salida y no había tiempo para tertulias. Vuelta a la acción.

Un tramo de un rallye TT se puede hacer de un tirón, sin salir del coche, o puede suceder lo suficiente como para escribir una novela. Generalmente de miedo. En nuestro caso, el tramo de la tarde, de casi 88 kilómetros, fue del primer tipo. Yo estaba obsesionado con acabar, así que pensaba más en entender al coche y al terreno que en buscarles las cosquillas a cualquiera de los dos para ir más deprisa y acabar en la lista de retirados. Me lo tomé como un cursillo acelerado de conducción deportiva, porque evidentemente rodar en carrera no tiene nada, pero que nada, que ver con cualquier otro tipo de conducción. Además, en tramos secretos, como los de los rallyes TT, hay que improvisar y adaptarse a los tipos de terreno que van apareciendo, desde la zona de colinas suaves del principio (segunda alto de vueltas o tercera a medio régimen, enlazando curvas entre rasantes ciegos), al tramo rápido cerca del final (cuarta a cien por hora de marcador por el fondo de una rambla seca, con el estómago algo encogido). La estrategia funcionó, porque de los 46 que habíamos pasado las verificaciones por la mañana, nada más que 33 dejamos los coches en el parque cerrado por la noche. Solo hubo dos momentos que destacar. Por una lado, cruzar una zona muy rota, como atravesando transversalmente un techo de Uralita. El coche sonaba como si fuera a romperse, el cuerpo se zarandeaba epilécticamente a pesar del “bacquet” y el hans y, si intentaba pasarlo en primera, las vibraciones eran tales que la caja de cambios escupía la marcha. No se podía enfocar la vista sobre el cuadro de mandos, los trips o el rutómetro. No quedó más remedio que aguantarse, hacerlo en segunda con cariño y esperar a que acabara.
El otro mal momento del tramo tuvo lugar en una rambla francamente estrecha, poco más que la anchura del Land Cruiser a la altura de los retrovisores más un pequeño margen de seguridad. El panorama con que nos topamos una vez dentro fue que un competidor había bloqueado el paso al quemar el embrague, y los que venían a continuación intentaban salir de allí marcha atrás. Reconozco que sacar el coche de allí me representó casi lo peor de la carrera: el paso era muy estrecho, el arco de seguridad limita bastante la visión por los retrovisores, y el hans casi no deja mover el cuello hacia los lados; eso supone que conducir marcha atrás sea una maniobra casi a ciegas, que me tocó hacer encajado entre los que volvían del atasco y me metían prisa por delante, y aquellos que estaban detrás de mí, a los que apenas veía, y a los que supongo metía prisa. A pesar del mucho frío del fin de semana acabé sudando dentro del mono ignífugo, pero sacamos el coche de allí solo con un golpe en la aleta delantera derecha.
Para el domingo quedaban dos pasadas al tramo para los T1 (prototipos) y T2 (de serie), pero solo una para los del Trofeo de Históricos. Nosotros comenzamos bien, recordando las trampas del día anterior, solo que esta vez en la primera mañana soleada en muchos días. La carrera se torció alrededor del kilómetro 20. Era un giro cerrado a la derecha, con escalón y maniobra, seguido de una curva larga a la izquierda, sin agarre ni escapatoria. En algún punto, no sé cuál, pinchamos o desllantamos. Inmediatamente nos echamos a un lado del camino para no molestar a los que venían detrás. Bajamos el gato hidráulico y nos dimos cuenta de que había perdido todo el aceite y no funcionaba. Cogimos la llave de ruedas y comprobamos que, por el calentamiento de los frenos, se habían dilatado los espárragos y no teníamos fuerzas para aflojar las tuercas. Empezaba la verdadera emoción.
A lo largo del invierno me he repetido tantas veces que el objetivo de la temporada es acabar todas las carreras, que ya es una obsesión. A lo largo de los años, he admirado tanto a los “dakarianos” por su capacidad para sortear cualquier dificultad, que en un mimetismo a escala reproduzco su comportamiento. Por eso, sin gato y sin poder sacar las tuercas, como en un reflejo automático, comenzaron a surgir alternativas. Gritando, maldiciendo, y a la vez cuidando no hacernos daño en la espalda, entre Edu y yo aflojamos la primera tuerca. Y luego la segunda. Un coche pasa de largo a pesar de nuestros gestos para que pare y nos deje el gato. Tercera tuerca. Me duelen las manos. Con la cuarta a pesar de los guantes se me clava el anillo, y anoto mentalmente: “Para la próxima carrera: reparar el gato, hacer más flexiones y correr sin anillo”. Pasa un Nissan Patrol y nos deja su gato. ¡Gracias! Cuando me doy cuenta, estoy tirado debajo del Land Cruiser, y rebozándome entre la tierra húmeda escarbo con la mano hasta hacer un hueco apropiado para el tablón en el que apoyo el gato, comenzamos a subir el coche,… y el terreno cede bajo su peso. Sacamos el gato y el tablón, me monto en el Land Cruiser, lo saco marcha atrás al camino porque ya ha pasado el último competidor y no molestamos a nadie, y volvemos a empezar: revolcarse por el suelo, tablón, gato, subir, aflojar las tuercas que quedan, cambiar la rueda,… Cuando acabamos, siento la boca seca, voy a beber algo, y resulta que se ha roto la boquilla del sistema para beber.
Lo que queda es de imaginar: el tramo más duro que el día anterior por el deterioro del paso de los coches, la boca seca, concentración para no equivocarse, y suspiros de alivio al entrar por fin en el parque cerrado. Y una vez que paro el motor del coche, satisfacción, mucha satisfacción. Hemos alcanzado los dos objetivos, acabar y divertirse, y el coche está entero. Para un novato no es mal balance. Ahora tenemos un mes para pensar en qué podemos mejorar: la Baja Almanzora del 17 y 18 de Abril nos espera.


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