Asignaturas pendientes: Aragón Bike Race 2019

Sabía que había alcanzado el punto clave de la carrera, el kilómetro 42,2 de la tercera y última etapa; sabía que desde aquel alto hasta la meta de la Aragón Bike Race 2019 solo quedaban 14 kilómetros y ni uno era cuesta arriba. Sabía que una asignatura pendiente en mi currículum de carreras estaba al borde del aprobado.

Sin embargo, estaba tan agotado físicamente que ni sonreí, tan agotado mentalmente que solo me quedaban neuronas para no caerme en aquel sendero estrecho en un bosque denso en lo alto de la Sierra de Alcubierre, la que marca el límite entre Zaragoza y Huesca. En realidad, estaba desfondado desde mitad de la mañana del día anterior, y el único objetivo que tenía desde hacía meses era llegar.

España es un paraíso para las bicis de montaña, especialmente si se compara con los países del centro y del norte de Europa, en los que el clima limita su uso durante bastantes meses del año. Los paisajes, más la infraestructura de hoteles, carreteras y aeropuertos, ha permitido que excelentes organizadores promuevan algunas de las mejores carreras por etapas para bicis de montaña que hay en el mundo: Andalucía Bike Race, La Rioja Bike Race, Mediterranean Epic, Costa Blanca Bike Race y unas cuantas más. El nivel es tan alto que las mejores son puntuables para el Campeonato del Mundo y, en todo caso, se encuentran muy lejos de las posibilidades de un aficionado como yo, con limitaciones por edad y tiempo disponible para entrenamiento. Estamos hablando de pruebas de hasta una semana de duración, en las que lo que más impresiona no son los kilometrajes diarios, si no los desniveles a salvar. La Rioja Bike Race está formada por una cronometrada y tres etapas, que totalizan 230 kilómetros de carreras y ¡5.215 m de desnivel acumulado!, una barbaridad que exige un nivel de forma muy alto. Y la Andalucía Bike Race está un escalón por encima, con una crono más cinco etapas, para sumar 381 kilómetros y 7.986 metros.

Por eso pasaban los años y seguía sin aprobar mi asignatura pendiente de participar y, claro, llegar a meta, en una carrera por etapas. Hasta que a finales del año pasado supe de la existencia de la Aragón Bike Race, una versión a escala y con organizadores no profesionales de todo lo anterior. No es que lo viera fácil, al contrario, es que en comparación, era posible, porque solo me venía un par de tallas grande. La edición de 2018 había estado formada por dos etapas y una crono, para sumar 128 km y 2.300 metros de desnivel acumulado, lo que puede suponer un paseo para los que participan con soltura en las pruebas del mundial, y un desafío duro para mí.

Uno de los puntos que me preocupaba la recuperación física entre etapa y etapa, por lo que hice dos simulaciones. Aun en Diciembre, rodé dos días seguidos para completar 85 kilómetros y 1.200 m de desnivel y no acabé en parihuelas, lo que me dio ánimos. Y lo repetí dos meses más tarde, añadiendo una sesión de bici estática para simular la cronometrada, y completé 134 kilómetros y casi 1.600 metros en poco más de 28 horas. Estaba contento con el resultado y me consideraba medianamente preparado para el desafío, solo que aun no sabía dónde me iba a meter.

Aragon Bike Race 2019

Comencé a enterarme mientras esperaba la salida de la primera etapa, en Lanaja, provincia de Huesca, corazón de la carrera. La mayoría de los participantes, agrupados y nerviosos tras el arco hinchable, por supuesto mucho más jóvenes que yo, llevaban bicis rígidas y un simple bidón de medio litro con bebida isotónica, mientras que yo confiaba en mi Orbea de doble suspensión y cargaba con un Camelback, un bidón y una colección de barritas de cereales y geles. Es decir, ellos prácticamente no iban a parar ni a comer, y yo estaba preparado para un recorrido de muchas horas con bastantes paradas; ellos preveían un recorrido tirando a rápido y no muy técnico, y yo me temía lo peor.

Aragon Bike Race 2019

Se dió la salida y salieron despavoridos, mientras me tomaba con calma los primeros 21 km., formados por pistas sencillas. Los había perdido de vista (en otras palabras, iba el último) cuando afronté los cinco kilómetros de subida a la Sierra de Alcubierre, desde cuyo alto me tiré, a veces por pistas, a veces por senderos estrechos y hasta peligrosos, hasta el kilómetro 40 de la etapa. Con 2h y 38’ de pedaleo sobre las piernas, afronté la segunda subida de la sierra, otros cinco kilómetros cuesta arriba, en lo que esperaba sería lo último duro de la etapa, porque quedaban 8 kilómetros más de sube-baja aparentemente suave por lo alto de la sierra, y doce más en descenso o llano hasta la meta de Lanaja. O eso me creía yo. Como consuelo estético, me encontré en este punto con el paisaje más bonito de los dos días de carrera: ya coronando la sierra, se veía a la derecha la llanura que alberga la ciudad de Zaragoza y lo que recordaba como recorridos iniciales de algunas ediciones de la Baja España; y a la izquierda, tras las llanuras del sur de la provincia de Huesca, los Pirineos nevados.

Después de coronar por segunda vez, y creyendo que la primera etapa estaba conseguida, me topé con la sorpresa desagradable de una carrera de verdad, del tipo de recorrido de las carreras de alto nivel: los ocho siguientes kilómetros se convirtieron en una pesadilla que me hizo sufrir durante 45 minutos, plagados de miedo. Necesité todo ese tiempo para recorrer un sendero de ladera con la anchura justa del manillar, las cumbres de la sierra a mi izquierda y precipicios infinitos a la derecha, los árboles y el monte bajo a punto de engancharse con las puntas del manillar, y temiendo que ese manillar enganchado me tirara monte abajo hasta acabar con más de un hueso roto. En medio del monte y lejos de cualquier ayuda médica. Durante esos 45 minutos repetí, una y otra vez, hasta más allá del hastío, la misma secuencia: bordear un cerro girando a la izquierda, cuidando de no enganchar el manillar ni caerme por el barranco del lado derecho; dejarme bajar por el sendero lleno de escalones y raíces hasta iniciar el giro a la derecha, en el punto donde termina un cerro y comienza el siguiente; parar en el escalón brusco del giro a la derecha para no arriesgarme a una caída, bajar de la bici, empujar hasta que me puedo volver a subir, y bordear otro cerro girando a la izquierda. ¿Cuántas veces me bajé de la bici, empujé y me volví a subir: cien, doscientas?, ¿cuántas me golpeé con ramas o los pedales, cuántas pensé en una caída por el barranco y sus consecuencias?

Aragon Bike Race 2019

Y el día, la tensión, no habían acabado cuando bordeé el último de los cerros e inicié el descenso: una parte eran pistas rápidas, y cuando digo rápidas quiero decir que daba miedo de lo rápidas que eran; y otra, senderos estrechos, retorcidos, con escalones amenazantes. En todo caso, y por comparación con los ocho kilómetros de pesadilla, y pensando en que acababa la etapa, tirando a relajante. Crucé la meta 4 horas y 46 minutos después de haber salido, desfondado, tras batir mi récord personal de horas sobre la bici, y con el tiempo justo para la contrarreloj de la tarde. Sí, porque su orden de salida era el contrario al de llegada de la etapa de la mañana. Eso quiere decir que hice unos estiramientos en los que me crujieron todas las articulaciones y se quejaron todos los músculos, engullí un plato de macarrones, y volví a subir a la bici.

El recorrido de esta contrarreloj individual eran 3,85 km alrededor del pueblo, aparentemente sin sorpresas. Solo que nunca hay que bajar la guardia. La falta de tiempo impidió que revisara la bici y el equipo de modo que, nada más salir, me sorprendió que fallaran los pedales automáticos. Por más que intenté solo conseguí que funcionara uno y con reticencias, y eso me daba miedo, porque una zapatilla que se engancha en el pedal automático es la diferencia entre salvar una dificultad poniendo el pie en el suelo, o acabar en revolcón.

Como la crono no iba a tener mucha importancia en la clasificación final, preferí no arriesgar y terminé sin casi usar los pedales. Ya tras la meta, comprobé que el barro calizo de los charcos de la etapa de la mañana se había solidificado en las zapatillas, hasta crear una especie de revoco alrededor de las calas, que las hacía inútiles. De modo que al repaso que había previsto para la bici (presiones, aprietes y engrase de cadena), añadí un rato de quitar yeso en las calas con la punta de un destornillador. Y después, una larga ducha, muchas horas tumbado en la cama, y nueve más durmiendo para afrontar con energía la tercera y última etapa.

Aragon Bike Race 2019

Sí, reconozco que, esperando la salida, me quedaban dudas sobre si iba a acabar. El esfuerzo del sábado, físico y mental, había sido mayor del que esperaba, y si la tercera etapa se torcía, quedaba la posibilidad de tirar la toalla. Moralmente me dolía solo imaginarlo, aunque por otro lado era consciente de que estaba participando en una prueba impropia de mis circunstancias. Le daba vueltas a estas posibilidades mientras rodaba sin forzar por los primeros 23 kilómetros de carrera, pistas sencillas y casi llanas entre campos de cereales, reservando energías para el resto. Subí por tercera vez hasta lo más alto de la Sierra de Alcubierre, y bajé de nuevo por pistas rápidas y por senderos estrechos. Ya en el kilómetro 34 encaré la última subida, por la llamada Senda de San Pancracio, ya que acaba en su ermita. La senda era una colección eterna de escalones de piedra, como de escalinata de catedral, flanqueados por pinos entre los que se veían paisajes de pinares eternos con los Pirineos al fondo. Y otra vez lo de bajarse y empujar la bici, montarse y pedalear hasta el siguiente escalón que requiere bajarse y empujar. Como un autómata, pero con dolores.

Al llegar a lo más alto, no pensé más que en el estrecho sendero entre matojos que iniciaba el descenso, menos aun en que, a esas alturas, llevaba 8 horas y 50 minutos de bici en las últimas 28 horas. No podía permitirme el lujo de una caída, por lo que no podía cometer el error de una pérdida de concentración. Seguí esquivando piedras, árboles, riachuelos y monte bajo, subiendo y sobre todo bajando, con la angustiosa y lenta cuenta atrás hasta la última meta.

A veces me encontraba con controles de carrera en los que los comisarios, voluntarios de los pueblos cercanos, daban consejos y sobre todo ánimo. Transmitían el optimismo sincero y noble de las gentes del campo, tan lejos del optimismo algo descreído y a veces artificioso de los urbanitas. Casi al final de esta última bajada, los dos chavales me dijeron, con una expresión seria que me hizo prestar mucha atención, que tuviera mucho cuidado (enfatizaron el mucho) con el siguiente tramo. “Mejor lo haces andando”, puntualizaron. Y entonces me asomé: el tramo de sendero por el que circulaba, en la cresta de un cerro tachonado de pinos, se descolgaba entre piedras sueltas y tierra seca en un ángulo de unos setenta grados, ¡setenta!, algo que en la vida había visto. Me resultó peligroso bajarlo sujetando la bici, con las suelas casi rígidas de las zapatillas deslizando entre las piedras y la tierra. No me quedó otra que preguntarles qué habían hecho los demás participantes, que era una manera indirecta de indagar si algún descerebrado se había tirado por aquel precipicio: “Solo los dos primeros, con el culo por detrás del sillín y el pecho pegado al manillar”, respondieron mezclando la admiración y el miedo.

Con el color volviéndome a la cara recorrí los kilómetros finales, de nuevo pistas rápidas por las cercanías de Lanaja, hasta que lo que quedaba de mí llegó a una meta en la que los organizadores ya empezaban a recoger.

Me daba igual porque yo participaba en una carrera en la que el triunfo era llegar, y porque no me quedaban ni músculos ni neuronas con los que expresar lo que sentía.

Primero necesité varios días para llenar los depósitos de energía del cuerpo, devastados tras el esfuerzo. Y en paralelo, calibrar la diferencia entre los profesionales o casi que subieron al estrado en la entrega de premios y quienes me miraron diciendo por dentro “¡qué necesidad!” cuando tras regresar les contaba a qué había dedicado el fin de semana. En el fondo, lo que en realidad había hecho era estimar dónde estaba mi límite, dónde empezaban mis miedos, y retarme a ir un poco más allá. Y lo había conseguido.


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