Algunos fabricantes simplemente hacen coches o motos. Es decir, máquinas que sirven como medios de transporte. Otros cultivan leyendas que carecen de sustancia. Y algunos mantienen un equilibrio entre la calidad de lo que fabrican, el valor que le dan a su pasado y el modo en que cultivan su leyenda.
De estos pocos, tres nacieron y se mantienen geográficamente concentrados en Italia, un país que suele situarse más cerca del arte y la pasión que de la industria. Es más, no es que se junten los tres en la región de la Emilia Romaña, es que están en Bolonia o sus cercanías. Ducati se encuentra en Borgo Panigale, una barriada al NO de la ciudad; Ferrari está en Maranello, cincuenta kilómetros al oeste, y de Ducati a Sant’Agata Bolognese, sede de Lamborghini, hay poco más de veinte minutos conduciendo.
Cada uno de los tres recibe a su modo a quienes peregrinan a sus sedes en busca de la magia que le suponen al lugar donde se fabrican los vehículos que para ellos son bastante más que eso. Ducati lo hace de un modo rotundo, industrial e italiano: un cruce múltiple de carreteras, uno de esos nudos de asfalto que parecen espaguetis negros con arcenes, saliendo de Bolonia hacia Módena, tiene a la derecha una mole veterana, sólida, lo que uno imagina al pensar en una fábrica de los años ’30.
Visité el museo y la zona de producción cuando Ducati aun era propiedad de Investindustrial, la inversora de Carlo y Andrea Bonanomi, algo que cobró significado más tarde, como ya veremos. Me dio una sensación muy italiana, y siento caer en algunos tópicos: desorden controlado, calidez industrial, simpatía relajante, suciedad escasa y consentida, una especie de “ya sé que no es perfecto pero si me va bien así para qué hacer más”. Las líneas de montaje parecían reuniones de amigos para enredar en sus motos en el sótano de la casa de uno de ellos, aunque por otro lado no me imagino una fábrica al estilo de la de McLaren para hacer Monster, que es el chasis Verlicchi de siempre (acero soldado y pintado de rojo) y un concepto de motor evolucionado desde los ’70.
El museo son unas dependencias de la fábrica en que se han reunido todo tipo de recuerdos de la marca, desde los equipos eléctricos que empezaron a hacer Antonio Cavaliere Ducati y sus hijos Adriano, Marcello y Bruno en 1926, hasta las últimas motos del Mundial de Moto GP y Superbikes. Uno se emociona al contemplar las motos de Paul Smart y Mike Hailwwod, la 851 de Raymond Roche, la 888 de Doug Polen, el tablero de dibujo de Fabio Taglioni, o la moto con la que retornaron a Moto GP con Loris Capirossi en 2003. Hay motos, hay historias y hay personas.
La tienda de recuerdos es una dependencia dentro del museo en la que se vende material para motoristas: llaveros, cazadoras y camisetas.
Al otro lado del cruce de carreteras, con algo más de espacio, un concesionario reúne la gama actual al completo, algunas tentadoras versiones especiales, y más llaveros, cazadoras y camisetas.
Lamborghini debió ser similar, ahora ya no. El cuerpo principal de la fábrica, al borde de la carretera que sale de Sant’Agata Bolognese camino de Módena, es la que construyó Ferruccio Lamborghini. Su italianiedad parece acabar ahí, porque la compra de la marca por el grupo VAG (Volkswagen, Audi, Seat, Skoda, Bugatti, Porsche, Bentley,…) ha alemanizado hasta el espíritu. El museo, sí, está en la fachada principal, es grande, luminoso y alberga unas cuantas joyas. Sin embargo, las enseña con frialdad, como quien muestra con orgullo profesional unos datos de mejora de producción o un beneficio en bolsa. No hay menciones apasionadas al origen de la marca, esa cabezonería orgullosa que enfrentó a un exitoso fabricante de tractores que compraba y criticaba los deportivos que un exitoso fabricante de coches construía en la misma comarca. Ferruccio Lamborghini solo aparece en dos fotos, y Enzo Ferrari ni existe.
Hay expuestas dos unidades de Lamborghini Miura, pero en ningún lugar se menciona que para algunos es el coche más bonito de la historia, y que muchos le votaron como el coche mas sexy jamás construido. Y ni mención a la pelea sobre la paternidad de su diseño entre Giorgetto Giugiaro y Marcello Gandini.
En el rincón del fondo a la izquierda reposa un LM002, aquel megaTT de cuando no existían los megaTT, que antecedió muchos años al Hummer H1 y al Toyota MegaCruiser, y cuya carroceria casi nadie sabe que se construía en Irízar (Ormáiztegui, Guipúzcoa).
La única historia de coches y hombres que cuentan, y no el todo, es la del sucesor del Countach, así que la voy a contar yo. El Countach fue un concepto rompedor de Marcello Gandini que aun hoy, cuatro décadas después, sigue causando impacto, y no hay más que fijarse en la foto de la izquierda. Aguantó en producción de 1974 a 1990, y muchos años más en los pósters de las habitaciones de los adolescentes. Cuando Lamborghini se planteó su sucesión, encargó un estudio a Zagato y otro a Gandini, y ambos prototipos están en el museo. El de Zagato es el coche ocre de llantas negras, y el de Gandini es el rojo. Se tomó la decisión de llevar a la serie el segundo, pero el proyecto se paró: Chrysler, que acababa de comprar la marca, detuvo la iniciativa, retomó el diseño de Gandini y lo modificó tanto que cuando llegó a la línea de producción bajo el nombre de Diablo estaba tan reblandecido, que Gandini nunca lo reconoció como suyo. Esta vez negó su paternidad, en lugar de pelear por ella como en el Miura.
Con los cambios generados por la nueva propiedad, algunos técnicos salieron de la marca, entre ellos Claudio Zampolli, que se asoció con Giorgio Moroder, el productor discográfico que se había hecho de oro con la música disco de los ’80, Donna Summer, Irene Cara, ya sabes. De la asociación surgió el casi desconocido CiZeta Moroder, que se llamó así por las iniciales en italiano de Zampolli y el apellido del socio capitalista, y que partió del diseño desechado de Gandini para sustituir al Countach.
Hambriento de historias salí del museo y pasé a la tienda, donde me encontré a un grupo de concesionarios o clientes estadounidenses, agasajados y lisonjeados por ejecutivos de la marca, todos con traje oscuro, camisa blanca lisa y corbata corporativa, que hablaban inglés unos con acento alemán y otros con acento italiano. Me sentí tan lejos de ellos como les percibí a ellos lejos de la leyenda de Lamborghini. Curioseando por la tienda, confirmé que los precios de casi todo estaban destinados a ese tipo de nuevo rico que no tiene historia, y ni conoce ni le interesa la de los demás. Estaba mirando un bolso en bandolera para llevar el portátil, en fibra de carbono y cuero, por el que pedían 1.058 €, cuando me acordé de algo que días atrás me habían contado en Montalcino, en la vecina Toscana, donde se produce uno de los vinos más caros y mejores del mundo, el Brunello de Montalcino. Me hablaron de los nuevos ricos chinos y rusos que compran botellas de 300 a 500 €, sirven a sus invitados la copa hasta la mitad, y el resto hasta el borde lo llenan de agua. Les importa mostrar un vino caro, no el vino.
Salí de la tienda y me encaminé al Fiat Cinquecento de alquiler que me esperaba fuera rumiando todo esto, mientras repasaba lo que había en el aparcamiento de empleados, y vi un detalle que explica muchas cosas: alineados en una zona supuestamente reservada, una hilera de Audi con matrícula de Ingolstadt dejaba claro quién manda allí.
Conducía por carreteras secundarias bordeando Módena camino de Maranello, y pensaba con horror lo que podría pasar si Audi implanta el mismo modelo de gestión en Ducati: no se hablará de tres hermanos que empezaron a diseñar y construir aparatos eléctricos hace casi un siglo, que levantaron una fábrica que arrasaron los bombardeos, la reconstruyeron y se pusieron a hacer motos, y al final convirtieron en leyenda una extraña disposición de cilindros y una peculiar manera de cerrar las válvulas que tiene nombre griego. ¡Griego!, pero si para vender cualquier cosa lo básico es que tenga nombre en inglés.
Me tranquilicé al llegar a Maranello porque Ferrari da un paso más en categoría e italianiedad respecto a Lamborghini, y la ciudad es una mezcla de centro de peregrinaje y parque temático en las cercanías de una fábrica que conserva la antigua entrada principal y se ha ampliado con diseños de arquitectos de renombre como Renzo Piano (túnel de viento), Jean Nouvel (nueva línea de montaje) y Massimiliano Fuskas (centro de desarrollo de producto).
Vale la pena pararse un rato junto a esa puerta principal y mirar al otro lado, a los que la miran y la fotografían: tienen cara de haber llegado al sitio soñado, a una fábrica de leyendas. Se colocan orgullosos junto al logotipo y sonríen mirando a la cámara, con aspecto de “un día entraré a encargar un coche”. Vi llegar a un veinteañero con su Clio Sport de muchos caballos, con matrícula británica y volante a la derecha. Detuvo el coche en plena puerta, en medio de la Via Abetone Inferiore, se bajó e hizo la foto. Quedaba claro que había llegado, y que seguiría soñando con repetir la foto, esta vez con su Ferrari.
Justo frente a esta entrada se encuentra Cavallino, el restaurante en el que, según la leyenda, comía a diario Il Commendatore. Como adicto al trabajo, y a pesar de ser italiano, le dedicaba poco tiempo a los placeres del estómago, de modo que bajaba de su despacho de la primera planta, cruzaba la calle, y al rato estaba de nuevo en el trabajo. El interior del restaurante está decorado con fotos dedicadas, cascos de pilotos de la Scuderia y piezas de los F1 de la marca. Personalmente, me quedo con una foto grande, en blanco y negro, de tres pesos pesados del automovilismo, con egos tan notables como enormes: de izquierda a derecha, Enzo Ferrari, Niki Lauda y Luca Cordero de Montezemolo.
Después de un espresso como debe ser, solo un poco de café en una taza un poco mayor que un dedal, me acerqué al Museo Ferrari. Si junto a la fábrica hay una tienda oficial y alguna otra surtidísima de todo lo que un peregrino pueda desear, el entorno del museo es un festival de tiendas con todo lo imaginable y algo más, junto a varias empresas de alquiler de Ferrari por periodos cortos, de diez minutos en adelante. Los coches aparcados en espera de cliente, más los que van y vienen precedidos por su sonido impactante, generan una atmósfera de alegría y emoción, la propia del peregrino que, tras esfuerzos, ha llegado donde quería.
Muchos caen en la tentación de darse el paseo, otros se atreven a llevarse el coche a Monza y rodar allí, y hay quien se atreve con el fetichismo: comprar piezas de los F1 de temporadas pasadas, montadas sobre una peana y con certificado de autenticidad, o la botella de champán con la que tal piloto brindó desde el podio de tal circuito aquel año. También con certificado de autenticidad.
El museo, sin dejar de representar a una marca de lujo, mantiene la línea alegre, apasionada, contenta; habla de historias, de coches y de personas. Sin negar que Ferrari es una empresa industrial con ánimo de lucro.
De vuelta al Cinquecento y a la autostrada, repasaba los cambios de rumbo y de propiedad en Ducati y Lamborghini, los ciclos de éxitos y fracasos de Ferrari, y lo mucho que tienen en común las tres en su origen. Aunque a día de hoy, sus futuros se vean tan distintos.