La carrera de Jaén comenzó para mí dos semanas antes de su fecha, cuando quedé con unos compañeros de trabajo a dar unas vueltas en un circuito de karts al salir de la oficina. Por supuesto la cita era solo para eso, para dar unas vueltas; por supuesto que se convirtió en un duelo cercano a una cuestión de honor. Desde mi lado, sin dejar la “honrilla”, me centré en evaluar la relación entre tiempos por vuelta y riesgo. En otras palabras, qué tiempos por vuelta salen sin arriesgar, y cuánto más deprisa se va rodando al borde de la pérdida de control. Esto nos conduce a un debate habitual en estas cuestiones: la dificultad de poner en práctica la teoría o eso de “ya sé que la curva de detrás de boxes es de fondo, y me han dicho cómo se hace y he visto a varios hacerla; ahora sólo me falta montarme y hacerlo yo. Y además hacerlo todas las vueltas”. Al que se haya dedicado a las carreras esto le sonará. Pues bien, el paso de entrar a correr riesgos supuso una mejora de tiempos de entre el 2 y el 4%. De vuelta a casa me senté frente al ordenador, abrí una hoja de Excel, y metí los tiempos de todos los participantes en mi categoría de todos los tramos de las cuatro carreras que había habido hasta el momento. Por último, simulé lo que habría pasado de haber rebajado mis tiempos entre un 2 y un 4%. La conclusión es que no tendría ni un punto más en el campeonato.
El segundo paso previo a la carrera fue asustarme al ver el pronóstico del tiempo para la zona: agua, agua y más agua. Estaba claro que no iba a haber polvo, pero el peligro de una carrera como la de Burgos no me hacía ninguna gracia. Por otro lado, si había logrado acabar en el barro de Burgos, ¿por qué no iba a hacer lo mismo en el de Jaén?
Y el tercero paso tuvo lugar al ver la lista de inscritos: diez en Históricos (más que nunca), varios debutantes, y no figuraba el piloto que iba cuarto en la provisional. Yendo quinto a solo 10 puntos de él, estaba claro que el objetivo era terminar a toda costa para avanzar un puesto.
Tras la dureza del raid de Melilla, en JRx4 Competición le dedicaron unas horas al Land Cruiser: se repararon tres amortiguadores y se fijaron los dos paragolpes; hubo sesión de refuerzos en los apoyos del capó; más un trapecio nuevo, con sus soportes para el segundo amortiguador, y al final se montó la caja de dirección que un alma caritativa donó hace unos meses.
Con todo eso salimos de viaje camino de Santisteban del Condado en medio del atasco del puente de Todos los Santos, con el KDJ 95 desenvolviéndose con soltura entre camiones y domingueros. Hasta que, a unos ochenta kilómetros de Madrid comenzó a perder potencia, de modo que aun con centralita, la velocidad máxima no pasaba de 110 Km/h. Los indicadores de a bordo no decían nada extraño, y no se habían encendido en el cuadro las luces que delatarían un fallo electrónico. Solo había una pista: el manómetro de presión del turbo no pasaba de 0,3 bar, cuando el tope es 0,7 sin centralita y casi 1,4 con ella. Nos paramos en uno de esos mesones desamparados que escoltan las carreteras de la zona, y nos pusimos a buscar una pérdida de presión en el circuito de admisión. Sin los ruidos mecánicos asociados a una rotura mecánica, sospechaba que se perdía presión de soplado por algún punto. Después de unos minutos de búsqueda vana, acompañada por pensamientos lúgubres del modelo “con esta potencia y un piloto de mi nivel, lo mejor es darse la vuelta”, encontramos el fallo: una fisura en el tubo de vacío que lleva señal al sensor de presión. Como siempre viajo con la Victorinox y la Leatherman fue fácil despejar la zona y desmontar el tubo en cuestión. Y si yo siempre viajo con las herramientas multiuso, Alvaro, como buen sanitario, lleva el botiquín del que sacamos el esparadrapo con el que reparamos la avería.
Bastante más contentos volvimos a la carretera, para ponernos muy serios a la mañana siguiente: cielo gris plomizo, frío antipático y amenaza de lluvia torrencial sobre un suelo arcilloso. Cuando salimos a la especial llevaba dos horas lloviendo y nos dedicamos a esquivar olivos que pasaban peligrosamente cerca, mientras comprobaba que el suelo unas veces agarraba poco y otras nada. Poco contentos recogimos la clasificación, en la que estábamos 42º de los 45 que habíamos acabado, décimos de diez en Históricos, y rigurosamente últimos de los que no habían ni roto ni volcado.
Y a la mañana siguiente fue peor: no había parado de llover desde el día anterior, y la organización aplazó la salida para comprobar el estado de los casi setenta kilómetros de tramo que habían preparado. Ya eran las nueve cuando nos convocaron: un vadeo peligroso obligaba a dejar el recorrido a la mitad en la primera pasada. ¿Y luego? Pues según avanzaran la mañana, la lluvia y el barro, se decidiría cómo continuar (o si suspender) la carrera. De modo que salimos en convoy neutralizado hasta el nuevo inicio de carrera, y al llegar al punto de partida los que salíamos de los últimos paramos los motores durante la más de media hora que esperamos para salir. Vale la pena ahora describir ese rato y empezamos por el escenario: valle entre cerros cubiertos de olivos, tierra arcillosa convertida en barro y el río que no se podía vadear deslizándose travieso por allí cerca, como orgulloso de habernos estropeado la carrera; cielo color panza de bombardero y nubes apretadas amenazando con más agua. Ahora los actores: pilotos y copilotos bromeando para conjurar los miedos o prefiriendo hablar de otra cosa; algún lugareño haciendo comentarios sobre la cosecha de la aceituna o, ya sobre el atril, respecto a las carreras; y un par de guardias civiles (de los de antes, con jersey verde, tripa y experiencia) mostrando con humildad su conocimiento sobre la zona.
A la hora de la verdad, el tramo no nos dejó aburrirnos: tras solo cuatro kilómetros fallaron los lavaparabrisas y empezamos a ver poco; los seis primeros kilómetros estaban muy rotos y rodé despacio, para luego subir el ritmo al encontrar pistas algo más rápidas, aunque nunca por encima de 80 Km/h. Nos perdimos en unos de esos olivares infinitos con los árboles dispuestos en cuadrícula perfecta, al seguir las huellas de un coche que se había confundido antes. En la reunión previa a la carrera nos habían advertido del peligro: “Entre los olivos nos se ve nada, no encontraréis la salida; es como perderse en el desierto”. Me permito un matiz, porque en el desierto se ve todo (un mar de dunas, una planicie infinita) pero no hay referencias que orienten; en un olivar no se ve nada, los árboles ocultan cualquier referencia posible, todas las filas de olivos son iguales, todos los cruces son calcados. Guiándonos por la orientación (“desde la última vez que estábamos seguros hemos ido cuesta abajo; luego tenemos que subir”) tiramos cerro arriba, con las ruedas embozadas en barro casi sin agarre, cuando vimos pasar un coche a unos 200 metros. ¡Habíamos encontrado la salida!
Poco después arreció la lluvia, lo que era una excelente noticia porque limpiaba el parabrisas embarrado. Algo más tarde llegamos a una curva de 90º a la izquierda, en las cercanías de un pueblo, con entrada en plano y giro brusco hacia un barbecho con talud a la izquierda y desnivel fuerte a la derecha. Por la cantidad, variedad y profundidad de las rodadas en seguida vimos que aquello estaba muy feo: las huellas de los que habían pasado antes habían dejado un abanico de casi 90º. Entramos en segunda y abrí a fondo para que los caballos evitaran que nos quedáramos empanzados. El coche avanzaba de lado, con las ruedas arañando la arcilla para sacarnos, y con contravolante al lado derecho. Cuando las ruedas delanteras encontraron algo de agarre, la izquierda se subió al talud y de repente, despacito, como a cámara lenta, volcamos y nos quedamos acostados sobre el lado derecho. De inmediato paré el motor y quité el contacto para evitar males mayores. Alvaro y yo estábamos bien, y como había gente en la curva anterior preferimos esperar sin movernos, porque de lado en una ladera es difícil salir solo del coche.
Como tenía claro que había hecho todo lo que sé hacer pero no había sido suficiente, y que si estaba en un coche volcado cerca de un pueblo cuyo nombre desconocía era por un error mío y también porque me había atrevido a correr, lo que más me hubiera gustado en ese momento era desaparecer. Vale, había sido culpa mía y asumía el castigo de lavar un coche rebozado en barro, pagar la reparación y quedarme sin puntos en esta carrera. Pero no, el castigo que me esperaba era mayor y más largo.
Debían ser las 11:15 h cuando volcamos. Por señas los que vinieron a ayudarnos nos preguntaron si estábamos bien, y a gritos nos dijeron que traían un tractor. Mientras, Alvaro y yo acordamos que si no se perdía mucho aceite al estar volcados, al volver a la posición echábamos un vistazo al coche y retornábamos a la carrera. Oíamos conversaciones y ruidos metálicos, y cuando el motor del tractor aceleró el coche volvió a estar vertical. Pero la rueda delantera derecha había desllantado, y todo el aceite del motor se había salido, por lo que el tractor nos sacó marcha atrás, en medio de un montón de lugareños que contemplaban el espectáculo a domicilio y a los que apenas veíamos, porque el retrovisor derecho había desaparecido, el parabrisas estaba empañado, y además maniobraba marcha atrás y cuesta abajo, arrastrado por un tractor, sin dirección asistida ni servofreno. Cuando por fin paramos y salimos del Land Cruiser nos rodeó un silencio entre expectante y respetuoso, entre “están locos estos romanos” e “hijo, qué necesidad”. Tras un vistazo al coche vimos que no quedaba más que retirarse, y llamé a la asistencia. Y después de revisar el coche y poner el aceite del motor a nivel, descubrimos que el circuito no cogía presión, y que lo más juicioso era que volviese a Madrid en grúa. Bajo una lluvia densa y pesada, dejamos al Land Cruiser en la grúa y llegamos, calados, al único sitio de Venta de los Santos (ya nos habíamos enterado de que se llamaba así el pueblo en cuestión) en que nos podían dar de comer. En lo que la compañía de asistencia en carretera organizó nuestro retorno vimos el final de la carrera de Moto GP de Estoril, comimos, vibramos con Marc Márquez en la de 125 cc y tomamos café. Cuatro horas después de volcar nos recogió un taxi, y una más tarde nos subimos a un tren en la fantasmagórica estación de Vilches, con sus carteles del kilómetro 295,566 de alguna línea ferroviaria.
Las tres horas largas de tren dieron para tomar estas notas y recordar una de esas canciones que son tratados de filosofía de las que hablé hace varias entradas. Me daba vueltas por la cabeza una estrofa de ese himno al optimismo, a la asertividad y al atrevimiento en las decisiones que es “Take it easy”, la joya que escribieron Jackson Browne y Glenn Frey hace casi cuarenta años. La estrofa, en traducción adaptada al estado de ánimo en un tren después de volcar dice: “Podemos perder o podemos ganar / pero nunca más estaremos aquí / Así que decídete, ponte a ello / y tómatelo con calma.” Cuando llegué a casa doce horas después de pasar un rato colgado como un murciélago dentro del Land Cruiser, tenía claro que habíamos perdido en Jaén por haber estado allí, y que nos pondríamos de nuevo a ello en Cuenca.
Me gusta como lo cuentas!!
Tengo claro que esto es lo que te gusta y ahora que han pasado dos semanas, estas deseando volver a correr
Si no has ido; no has estado y no lo podrías contar.
A por la siguiente!!! Y enhorabuena por el año.
Alberto Dorsch
Animo, sólo faltan 2 y hay que ganar puntos…Mis espías de Cuenca, me dicen que no ha llovido mucho, y que para el fin de semana espera estar despejado…Haber si por lo menos no hay barro!!!.
Un saludo