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Mes: octubre 2010

La soledad intermitente

Llevaba un tiempo buscando las palabras que sirvieran de etiqueta a un sentimiento que suelo tener en las carreras. Es la sensación que me produce el salir al tramo cronometrado en una zona con muchos espectadores, comisarios y hasta cámaras de televisión, y estar al poco solo en medio del campo. Tras un tiempo indefinido y de cuando en cuando, uno se encuentra a alguien, al pasar cerca de un pueblo o cruzar una carretera, y unos instantes después vuelve a estar solo en unos cerros en la Sierra de Filabres, en el fondo de una rambla en Almería o en una estepa de Burgos. Al encontrar las palabras de la etiqueta, la soledad intermitente, me he dado cuenta de que parece el título de una novela de Lorenzo Silva. Motivo de sobra para dejarlo así.

Puedo situar con precisión de lugar, día y hora la primera vez que tuve ese sentimiento, gracias a que a mi memoria la complementa la documentación que guardo en papel y en disco duro. Fue exactamente a primera hora de la mañana del sábado 7 de Enero de 2006, en un lugar de Mauritania llamado Amatil, a 34 Km. de Atar. Es decir, horriblemente lejos de cualquier parte. Hacía mucho frío, un frío seco y crudo. Era el lugar de salida de la etapa del día del Dakar de aquel año, que había arrancado con el enlace desde el campamento de Atar y terminaba en Nouakchott. El lugar en cuestión era una llanura pedregosa cercana a la carretera, en la que los pilotos esperaban turno antes de iniciar el tramo. En la línea de salida se encontraban los comisarios, y a su alrededor algunos periodistas y curiosos. Al estar cerca de Atar, que tiene algo parecido a un aeropuerto, y que hasta puede recibir vuelos del extranjero, el número tanto de periodistas como de curiosos era muy superior a lo habitual en una etapa mauritana del Dakar. Digamos que en la llanura estaríamos cincuenta vehículos y a razón de tres personas en cada uno, casi todos colocados por detrás de la línea de salida. Por delante de ésta, un par de fotógrafos y luego nada. Escribo “nada” con la rotundidad que esa palabra tiene en Mauritania, una nada ancha y profunda, intensa, inquietante, un exponerse a una naturaleza áspera y desabrida, como sin terminar. Hacia ese vacío, esa soledad, se lanzaban los pilotos tras tomar la salida, dejando atrás la relativa muchedumbre de la llanura pedregosa. Me ponía en su lugar e imaginaba la sensación de pilotos y copilotos al precipitarse a ese hueco deshabitado.

Cuando un año más tarde debuté como copiloto en raids, interioricé la sensación y la viví de primera mano. Los enlaces se suelen hacer por carretera abierta al público, y por ello con coches en los que hay personas. Se cruzan pueblos, se reciben saludos y, al llegar a la salida del tramo, hay hasta conversación, por breve que sea, con los comisarios. Vale, el asunto no suele llegar más allá de unos saludos educados y deseos de buena suerte, pero al menos es un diálogo con personas, mientras algunos lugareños miran expectantes. Unos segundos después, al zambullirse en el tramo, arranca una soledad que durará hasta que se pase cerca de un pueblo o una carretera, se llegue a un control de paso o simplemente se alcance el final del tramo.

En las carreras portuguesas, con afición abundante y tramos de varias horas, esta soledad que va y viene es especialmente evidente. En el Transibérico Vodafone de 2007 estábamos haciendo la última especial del sábado y rodábamos solos hacía rato por un bosque. Nos acercábamos a un cruce de caminos en el que desde lejos vi a un comisario que debía llevar allí muchas horas, simplemente viendo pasar coches y anotando dorsales. El estaba en su trabajo y nos veía venir, yo estaba al mío (“A 200 metros, en el cruce, giramos a la derecha”) y le imaginaba en su aburrimiento. Unos segundos después había salido del tedio y corría hacia nuestro coche volcado para ayudarnos: “¿Estáis bien? ¿Os ayudo a salir? ¿Necesitáis una ambulancia?”. Solo hizo falta un tirón con la eslinga para poner nuestro coche sobre las ruedas, comprobar que más o menos podíamos acabar el tramo y dar las gracias, para que él y nosotros volviéramos a nuestra soledad intermitente.

Una versión distinta de esta sensación la viví en mi época de las motos en los circuitos, y era especialmente intensa en el Mundial. La carrera, desde el punto de vista del trabajo y la organización, se inicia como función de equipo mucho antes de esas once de la mañana del domingo en que salen los de 125. Hay días de trabajo en la nave, en las tandas de entrenamientos libres y oficiales del viernes y el sábado, y además en el breve libre del domingo. Todos ellos suponen el esfuerzo de varias personas, entre ellas por supuesto el piloto. Pero cuando el comisario hacía la señal de abandonar la parrilla y me tocaba dejar allí al piloto (“¡Suerte, Jorge!”), sentía que mis posibilidades de colaborar habían acabado, que desde ese momento ya no podíamos hacer nada por él, que se quedaba solo frente a la carrera.

Ahora como piloto vivo la misma escena desde el otro lado y con un decorado algo diferente. Cuando el copiloto dice que ha llegado la hora de dejar la asistencia y dirigirse al enlace, nos despedimos de Julio y Walter. Al cerrar la puerta del Land Cruiser, sé que allí dentro me espera la soledad intermitente.

La obsesión por terminar

Aunque la Baja Africa sea la carrera con menos kilómetros del calendario supone el viaje más largo y más pesado: tres días y una hora nos llevó a nosotros, desde que salimos del taller de JRx4 Competición el viernes a las doce del mediodía hasta que volvimos, cansados y satisfechos, el lunes a la una.

El viaje de ida, conocida la incomodidad del Land Cruiser por carretera, lo hicimos de tres tirones: cuando llevábamos unos 200 Km. estábamos en algún lugar de La Mancha de cuyo nombre no me enteré y paramos a comer. Doscientos kilómetros más tarde no aguantábamos más y nos bajamos a estirar las piernas. Y del siguiente empujón llegamos al puerto de Almería, con tiempo de charlar con otros equipos que ya estaban allí, cenar algo y echar una cabezada (Sí, se puede echar una cabezada en un coche de carreras. Todo consiste en pensar que a uno le espera un fin de semana duro e intenso, y que en el barco se va a dormir poco y mal).

Como a todo buen viajero, me encanta la sensación de meter el vehículo en un barco, porque supone que se va a saltar la barrera del agua y al atracar se estará al otro lado. Pero como había decidido pasar el fin de semana con el programa de ahorro de energía permanentemente conectado dejé lo poético, y cuando aun no habíamos zarpado de Almería ya estaba durmiendo en el camarote. Ese sueño más la cabezada del coche sumaron del orden de siete horas, suficientes para atracar en Melilla a las siete y media de la mañana del sábado lleno de energía.

Nada más desembarcar, visita a una gasolinera (¡el diesel estaba a 0,91 €/litro!), verificaciones administrativas, verificaciones técnicas y reunión previa a la carrera. En ese momento nos recordaron que Melilla es peculiar y su carrera más, y que por diversas dificultades la especial tendría 11,3 Km. de recorrido y el tramo solo 26. Considerando que en la categoría de Históricos le dábamos dos vueltas al tramo, acabábamos de hacer un viaje de más de 600 Km. de carretera y casi ocho horas de barco para competir en solo 63 Km. Y nos faltaba volver.

Eso sí, los comentarios dejaban claro que el recorrido era un verdadero “rompecoches”, que se confirmó con algo oído por ahí: los cinco últimos kilómetros de la especial, que son los primeros cinco del tramo, están en la pista de pruebas de carros de combate que hay frente al cuartel de la Legión. En Melilla. Pocas bromas.

Al llegar a la especial se acabaron las sonrisas: terreno pétreo, con polvo denso arrastrado por un viento desapacible, poco agarre en un recorrido artificioso y forzado, todo él marcado con cintas. Y sobre todo, agujeros y socavones del tamaño de los carros de combate que pasan por la zona. Terminamos la especial algo asustados, sextos de siete inscritos en nuestra categoría, y por delante de los tres que ya se habían retirado: dos averías y un vuelco con evacuación en ambulancia.

Alvaro Ortega, mi nuevo copiloto, debutaba en raids y estaba a cuadros: su mucha experiencia en los rallies de asfalto, tierra y regularidad le decía que esto no tiene nada que ver: son tramos de velocidad pero secretos; las viñetas solo marcan desvíos y peligros, ni agujeros, ni curvas; y encima hay que estar atento a los trips y al crono.

En la asistencia vimos un amortiguador de la rueda trasera izquierda reventado sin reparación posible y, como faltaban dos horas hasta salir a la especial, nos fuimos a la habitación del hotel a echarnos la siesta.

A media tarde salimos a dar la primera pasada al tramo de 26 Km. y entendimos eso que nos habían dicho por la mañana de que la carrera de Melilla es peculiar. Como prácticamente no hay sitio en la ciudad para un raid, nos metieron por cualquier parte: rodeamos polígonos industriales, cruzamos vertederos y escombreras, y recorrimos parte de la valla que nos separa de Marruecos. El recorrido (insisto, solo 26 Km.) se hizo largo, complicado, retorcido; mezclaba asfalto, cemento, pedregales, polvaredas, todo ello con un sinnúmero de agujeros y socavones entre medias. Y quedaba lo peor.

El rutómetro decía que en el Km. 23 empezaban las trialeras. La primera era una doble subida a unos 60º de unos cuatro metros de altura cada sección, y tras un tramo llano una bajada a 45º de unos quince metros de desnivel. Como ya veníamos calientes, es decir, a ritmo de carrera, lo hicimos sin pensarlo. Tras alguna que otra sorpresa de menor entidad, llegamos a una subida descarnada, de unos veinte metros de altura a 60º con escalones intermedios.

Cuando se está concentrado, por ejemplo en competición, el cerebro humano aumenta su rendimiento, tanto en capacidad y rapidez como en memorización. Gracias a este segundo punto, recuerdo que al llegar frente a la subida me surgieron cuatro ideas de modo consecutivo:

a)    Un coche no puede subir por ahí.

b)    Y si lo conduzco yo menos.

c)     Pero si la han puesto en la carrera es que se puede subir

d)    Y si yo estoy corriendo me toca lanzarme.

En ese instante ya había metido la primera y, con el motor en el corte de inyección, las ruedas saltando entre los escalones y el estómago francamente encogido, coronamos la subida. Solo nos quedaba una última trialera, algo más corta, pero camuflada tras una curva ciega en una ladera.

Finalmente hicimos el enlace hasta la asistencia resoplando aliviados, y reconozco que el único disfrute del tramo fue haber acabado; entre sustos y agujeros no me lo había pasado nada bien. De hecho, fueron solo 37’ 35” con poco más de 20º C de temperatura ambiente y acabé con la ropa ignífuga empapada en sudor.

Los escasos veinte minutos de la asistencia sirvieron para reparar algunos puntos y, sobre todo, preparar una larga lista de daños: otro amortiguador, esta vez en la rueda delantera derecha estaba reventado, y el trapecio inferior de la rueda delantera izquierda tenía una fisura. Es decir, de las cuatro ruedas solo una estaba ilesa. Además, los soportes de las puntas derechas de los dos paragolpes se habían roto, y el capó motor hubo que fijarlo con cinta americana. Al menos Alvaro ya se iba haciendo a las novedades, y hasta sobreponiéndose a algún error del rutómetro.

Salimos a la segunda y última pasada al tramo más relajados, obsesionados por terminar en un terreno que se iba deteriorando más por el paso de los coches. De modo que pilotaba algo más despacio, Alvaro iba más centrado, tirábamos en las zonas fáciles y cuidábamos el cLand Cruiser en las difíciles.

En ocasiones se dice que el coche cruje, gruñe, se queja, y en realidad no son metáforas. Un coche en definitiva es una estructura formada por piezas unidas entre sí mediante soldaduras, tornillos, remaches, pasadores y apoyos de goma. Las aceleraciones y las frenadas, la fuerza centrífuga de las curvas o las irregularidades del terreno generan cargas sobre esa estructura. Estas cargas provocan pequeñas deformaciones; si la carrocería se deforma por torsión, al retorcerse se puede oír el roce de una moldura de plástico presionada por la chapa desplazada; si hay un tope de suspensión, se oyen los trapecios golpeando contra los topes de goma; si las ruedas saltan por entre los baches tocando el suelo esporádicamente, los chillidos del neumático al tomar contacto con el suelo recuerdan las sobrecargas en la transmisión. También en la mecánica hay consecuencias: las torsiones creadas en el motor y la cadena cinemática cuando casi 200 CV pugnan por subir una pendiente en mal estado generan unas deformaciones por el principio de acción y reacción. Esas deformaciones en la carcasa de la caja de cambios pueden influir en el delicado mecanismo interno del selector, de modo que se salte la marcha y aparezca un falso punto muerto en plena trialera. Eso fue lo que nos pasó.

De modo que estábamos a unos 60º de inclinación, en medio de los agujeros, con 15 metros de caída por detrás, el motor girando en vacío y el Land Cruiser comenzando a bajar marcha atrás. Mi primera reacción fue, claro, inconsciente: pisar los dos pedales del lado izquierdo, meter marcha atrás, manotear en el volante para enderezar la carrocería, soltar los pedales y dejarlo bajar despacio. En más de una ocasión pensé que bajábamos rodando, pero al final llegamos al pie de la trialera con las cuatro ruedas en el suelo. Una vez allí, el tiempo justo para decir “¡Uff!”, primera a fondo, la mano izquierda agarrada con fuerza al volante y la derecha sujetando la palanca de cambio para que no se volviera a saltar la primera. Llegamos arriba por los pelos, con el morro asomándose por encima de la cuesta y los Cooper gruñendo sobre la tierra reseca mientras el motor daba las últimas bocanadas antes de calarse. Pero llegamos.

Nos quedaba la trialera final, más corta y más irregular que la anterior, por lo que me eran imprescindibles las dos manos sobre el volante, de modo que me tocó delegar: “Alvaro, ahora sujeta tú la palanca con la mano izquierda, que estamos llegando”. Medio kilómetro más allá estaba el cronometraje de final de tramo, y unos metros más adelante los suspiros de alivio mientras el comisario nos sellaba el cartón.

Habíamos acabado la carrera (van tres de cuatro) y los puntos nos colocan quintos en la provisional de la categoría no lejos de los cuartos. De modo que después de dejar el coche en el parque cerrado, nos dimos una buena ducha seguida de una mejor cena con unos cuantos compañeros de las carreras.

Pudimos dedicar parte de la mañana del domingo a ver algunos coches de las otras categorías hacer el tramo de la pista de pruebas, sí, justo frente al cuartel de la Legión, y de inmediato bajamos al puerto a coger el barco de las dos. Tras comer y disfrutar de la siesta a bordo, atracamos en Almería ya anochecido y condujimos un rato para llegar a dormir más acá de Granada. A la mañana siguiente alcanzamos Madrid y dejamos el Land Cruiser en JRx4 Competición con una lista de trabajos demasiado larga.

Como el calendario ha vuelto a cambiar (y no será la última vez) parece que tendremos unas cuatro semanas entre Melilla y Jaén para repasar el coche y prepararnos nosotros. Será una carrera más larga y más natural, a la que iremos con un triple objetivo: divertirnos, acabar y ganar otro puesto en la general.