El pasado mes de Septiembre se celebró en Madrid por primera vez Autopía, a la vez que se anunciaba que la edición de 2023 del Salón de Ginebra, que lleva sin celebrarse desde 2019, tendría lugar en Qatar. Por tanto, es un buen momento para reflexionar sobre las reuniones alrededor de los coches.
Los salones del automóvil nacieron con la necesidad de dar a conocer y de vender un producto que comenzaba a fabricarse en grandes cantidades y que, por tanto, ya no limitaba sus clientes a una élite. Era una época en que la comunicación gráfica prácticamente no existía: aún no había nacido la televisión y faltaban décadas para la llegada de Internet, las redes sociales y la prensa digital. La prensa en papel publicaba pocas fotos, de baja calidad y en blanco y negro, y su tirada era escasa. Por ello, la mejor manera de mostrar los vehículos a los clientes potenciales era hacerlo de modo físico, exponiéndolos en grandes pabellones en las ciudades más importantes. De este modo se transmitía además la imagen de marca de cada fabricante, y el envoltorio de la sala se asociaba a la imagen de prestigio y éxito social que por entonces tenía el automóvil.
Algunos de estos salones alcanzaron un nivel más alto por ubicarse en países cuya industria del sector era especialmente significativa, como los de París, Francfort o Tokio, o incluso por todo lo contrario: el Salón de Ginebra se hizo importante por ser un territorio neutral en el que no había marcas locales que eclipsaran a las demás, como pasaba con las francesas, alemanas o japonesas en los tres ejemplos que cité más arriba.
A rebufo de estos salones, en los que se solían presentar de modo vistoso las novedades más destacadas, aparecieron otros de menor entidad en el resto de las capitales, como Madrid, Barcelona o Bruselas. Y llegó a haber un nivel más local, con salones por ejemplo en Sevilla o Valencia, para acercar los modelos a la venta a un público más amplio.
Al llegar a este punto los salones se encontraron con dos problemas: ser víctimas de su propio éxito, y perder el monopolio de la comunicación visual, efectos que además se retroalimentaban.
La participación de una marca de automóviles en un salón supone un esfuerzo económico y humano cuantioso, sin una contraprestación directa en el concepto clásico de salón, en el que los coches se muestran pero no se venden. Para empezar, hay que abonar una cantidad abultada al organizador por los metros cuadrados ocupados y por los servicios añadidos, como consumo de electricidad, plazas de aparcamiento o invitaciones. A continuación, se diseña y construye la zona de exhibición, cuya complejidad creciente llevó a generar instalaciones con dos plantas, escaleras, bares, despachos y salas de reuniones. Y todo esto debe estar dotado de un amplio equipo humano: azafatas, limpiadores de coches, directivos que atienden a la prensa, comerciales que atienden a los clientes, camareros, … Considerando que la duración del evento se extiende por varios días, más el afán de cada marca por destacar sobre las demás, es fácil de entender la insoportable escalada de costes, que no se podían amortizar con la mejora en la imagen de marca y con los contactos establecidos. Es más, los estudios indicaban, desde mediados de los ’90, que el incremento de ventas en la zona de influencia de cada salón era casi equivalente a la caída de ventas en los meses previos: los clientes interesados en comprar un coche, los ya convencidos, esperaban a la facilidad de elección del salón y a sus ofertas.
El segundo problema que agobiaba a los salones era la pérdida del privilegio que los creó, el ser el único medio de mostrar los vehículos al público. La prensa, tanto la general como la especializada del sector, primero aumentó la calidad de sus fotografías en blanco y negro, y luego se paso al color. Igualmente la televisión y los noticiarios del cine empezaron a trasladar las novedades de los salones a quienes no habían acudido a visitarlos. Y finalmente, ya en los últimos años, fueron Internet y las redes sociales quienes eliminaron el monopolio.
Mientras los salones aun concitaban la atención de los medios, surgió un problema de competencia entre los fabricantes: cada novedad presentada en un salón podía eclipsar a las demás, lo que ponía en peligro amortizar con la repercusión en medios la inversión en el salón. Para evitarlo, los equipos de prensa de los fabricantes anunciaban con anticipación las novedades de cada salón, pensando con buen criterio que, si no conseguían las portadas de las revistas la semana del salón, conseguirían las de la semana anterior. A base de multiplicar esta estrategia, se llegó a que cada fabricante filtraba o dejaba que se filtrasen fotos de sus prototipos, luego permitía probarlos a algunos periodistas, más tarde enviaba fotos del modelo final, para luego invitar a la prensa a una presentación estática, y cerrar el ciclo con una prueba dinámica. Se evitaba así el riesgo de que un modelo nuevo que debutaba en un salón fuera eclipsado por otro más deslumbrante, a cambio de que pudiera debutar ya quemado por sus múltiples apariciones, o que el público se decepcionara al no verlo en un salón, porque aún no estaba listo.
Uno solución parcial en los salones de segundo nivel, como los de Madrid o Barcelona, fue convertirlos en comerciales, es decir, que se pudieran vender coches. Esto supuso crear una infraestructura en la instalación de cada marca, que permitiera cerrar las operaciones como en un concesionario, como mesas y sillas, o accesos informáticos para realizar las financiaciones. Se perdía parte del glamour, a la vez que se perdía menos dinero. La cascada de crisis y sobresaltos que vivimos desde 2008 ha agravado esta situación y, como consecuencia, la ha redefinido. Los grandes salones se han cancelado o se celebran cada dos años, en lugar de anualmente. Los salones locales son, como se dijo antes, comerciales, y en cada país se coordinan las fechas: en España, el de Madrid se celebra los años pares y el de Barcelona los impares. Y el resto de salones ha pasado a ser modestas ferias al aire libre.
Y, en paralelo, ha cobrado auge otro tipo de reuniones sobre coches que no lideran las marcas ni buscan necesariamente ventas, y se centran más en la afición y la diversión que rodean a los automóviles. Desde lo más sofisticado a lo más sencillo, y empezando por arriba, habría que citar primero a los que se asocian a concursos de elegancia y subastas de alto nivel, como Peeble Beach (en California, EE.UU.) o el Concorso d’Eleganza Villa d’Este (en las orillas del lago Como, en Italia). Se accede mediante invitación o tras el pago de varios cientos de euros, y permiten introducirse en ese mundo de lujo y coches exclusivos que la mayoría conocemos de lejos.
En España ya ha arrancado un equivalente, promovido por Magna Supercars, una empresa ubicada en Marbella y destinada al mantenimiento y pupilaje de vehículos de alto y muy alto nivel.
El escalón inmediatamente inferior permite el acceso a mayor cantidad de público. Si lo centramos en la competición y se permite exponer a las marcas, el mejor ejemplo son las actividades que Charles Gordon-Lennox, Duque de Richmond, organiza en su propiedad de Goodwood, como el Festival of Speed o el Goodwood Revival.
Despliegue de Lamborghini en Autobello Madrid 2021, y una preciosidad expuesta en Autopía 2022.
El equivalente español, a escala, claro está, son las convocatorias de AutoBello, que abarcan coches y relojes. En la actualidad, AutoBello celebra sus reuniones cada año en Madrid, Barcelona, La Toja y Marbella, asociadas siempre a las revistas de la editorial organizadora: Car, que evidentemente trata sobre coches, y Señor Marqués, que se refiere a todo lo relacionado con la buena vida, incluyendo coches y relojes.
Y el nivel de acceso a estas reuniones en torno al automóvil nació hace años en California bajo el sencillo nombre de Cars&Coffee, porque el objetivo no pasaba de reunir a algunos aficionados a los coches en el aparcamiento de un bar o restaurante, de modo que mostraran sus juguetes con ruedas y vieran los de los demás. A España llegó primero como Cars&Coffee y luego, en un tono más elaborado, bajo la compleja abreviatura IYLK, de If You Like Cars, para finalmente acabar en la primera edición de Autopía que se mencionaba al principio. Este nivel no congrega coches de muy alta gama, sus presentaciones, restauraciones y el público interesado en ellas; son reuniones con vehículos de menor nivel, que atraen a familias, ya que incluyen música al aire libre, comida a precios asequibles y hasta acceso para las mascotas.
La financiación de estas iniciativas consiste en algo tan simple como que el organizador cobra a todos: se cobra una entrada por persona y otra por vehículo privado que accede; también pagan quienes quieren exponer, sean marcas, preparadores o restauradores, y también pasan por caja los hosteleros que quieren dar de comer y beber a los asistentes.
Los precios van desde los cientos de euros de Peeble Beach o del Concorso Villa d’Este, a los alrededor de 60€ de AutoBello (más unos 80 por la cena) o los 15 de Autopía (más otro tanto por el vehículo).
Estas tarifas crean una selección natural, ya que 30 € puede ser poco para quien quiera lucir en público su Ferrari, o mucho para el dueño de un MX-5 de primera generación ya tuneado. La ventaja de esta selección es que simplifica la complicada convivencia de tuneros de polígono con coleccionistas estirados.
Otra consecuencia del peculiar método de financiación es la sensación que experimento cuando acudo a estos actos: he pagado por entrar y por ver los coches, lo mismo que ha pagado quien me los enseña, y lo mismo que a quien pago una bebida. Y el organizador cobra de todos.
De cara al futuro, su peligro reside en que los asistentes perciban que estas reuniones lúdicas son eso, y un no negocio para el organizador.
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