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Y sin embargo te quiero

El blog de Luis Carlos Alcoba

Y sin embargo
te quiero

El blog de Luis Carlos Alcoba

Un paseo en moto por Argelia (y II)

En la época del turismo masificado, viajar por un país no turístico es una vivencia intensa. Hacerlo solo y en moto le añade profundidad.

 

Recorrer un país que no es un destino turístico habitual es, para quien vive en un país turístico, pasarse el día abriendo una caja de sorpresas, porque lo que damos por hecho no sucede, y lo inesperado se convierte en habitual.

En España nos parece normal que haya una multitud de señales que indican no solo a dónde se dirige cada calle o carretera, también dónde se encuentran los hoteles o los museos; y todos los lugares que ofrecen servicios a los turistas, como bares, hoteles o restaurantes, cuentan con sus carteles bien visibles, luminosos y llenos de colores. Por no mencionar todos esos pequeños servicios adicionales que prestan las oficinas de los bancos, las empresas de cambio de moneda, los cajeros automáticos, las máquinas de venta de bebidas y las tiendas de conveniencia.

Mercado en el centro de Argel.
Callejuela en la kasbah de Argel.
Lo de que muchas de las casas de la kasbah de Argel están a punto de caerse no es una frase hecha.

Cuando llegué a Argel, la capital del país, con 3,3 millones de habitantes, me topé de repente con la ausencia de casi todo lo anterior. Cierto que en el centro los establecimientos de hostelería abundan y tienen carteles, pero en las ciudades del interior los pocos que hay carecen de identificación. No vi en dos semanas un negocio de cambio de moneda y solo los hoteles que pertenecen a cadenas occidentales tienen rótulos en el exterior.

Aprendí esto último porque me había encaprichado con alojarme en el Hotel El Djazaïr, el antiguo St. George, uno de los mejores de Argel e, indudablemente, el de mayor peso histórico. Se han alojado en él desde Edith Piaf al Che Guevara, el Barón Rothschild y Simone de Beauvoir, y lo que le hace más atractivo es que, durante las campañas africanas de la II Guerra Mundial, se convirtió en el cuartel general aliado y acogió a Winston Churchill y al General Eisenhower, entre otros. Pues bien, mi BMW y yo pasamos tres veces por delante de la puerta sin darnos cuenta, porque no hay un solo cartel identificador.

Varios días más tarde hicimos exactamente lo mismo en El Oued, porque tampoco el inmenso Hotel La Gazelle d’Or tiene carteles en el exterior. Así que cuando llegué a Ghardaïa no busqué los carteles del Hotel Belvedere; en su lugar, recurrí a un sistema más antiguo: memoricé que “es el edificio de color como amarillo que hay al subir la cuesta del cerro que conduce al hospital y que está a continuación de la entrada de Urgencias”; así lo encontré a la primera.

Otra obviedad en la que caí una vez sobre el terreno es que un país sin turistas es un país sin tiendas de recuerdos. Personalmente esas tiendas no me gustan, nada, pero en ocasiones son el único lugar en donde comprar algo típico del país. Sin embargo, en Argelia no hay, y lo poco que compré lo encontré en el lugar más auténtico de todos, el mercado en el que los locales se aprovisionan de lo que necesitan. En el mercado de Ghardaïa encontré unas jarras de barro forradas de tejido de esparto, en las que los argelinos beben agua fresca, porque funcionan con el mismo principio termodinámico que los botijos: el tejido humedecido, al evaporarse, reduce la temperatura de la jarra, y ésta, al ser de arcilla y por ello porosa, permite también una evaporación que enfría el agua.

El mercado de Ghardaïa, otra manera de entender el concepto de centro comercial.

Una herramienta a la que los occidentales nos hemos acostumbrado para conseguir información cuando estamos en un lugar que no nos es habitual es Google Maps, con sus buscadores de servicios (gasolineras, restaurantes, farmacias, …) y los enlaces que nos permiten ampliar la información, conocer el horario de apertura, las opiniones de otros usuarios, cómo llegar, … Pero, claro, si no hay turistas, no se alimenta esa base de datos, por lo que deja de ser útil: los horarios que aparecen no son los reales o figuran negocios que han cerrado; por eso, tras los primeros fracasos, lo abandoné.

En el fondo, hay otro motivo detrás de esta característica de país sin turistas, y es que tampoco los argelinos consumen los servicios que demandan los turistas, ellos simplemente por falta de dinero. La renta per cápita en Argelia es la sexta parte de la española, por lo que pocos argelinos “salen” a bares, restaurantes y hoteles. En conclusión, si no hay turistas y los argelinos salen poco, más de un día pasé apuros para encontrar algo que comer o cenar.

La cumbre de estas peripecias la alcancé ya al final del viaje, en Orán. Tenía interés en visitar el Fuerte de Santa Cruz, una fortaleza militar construida por los españoles en el siglo XVI, cuando Orán era nuestra, para proteger tanto la misma ciudad como el puerto. Se asienta en lo alto del monte Murdjadjo, en el lado oeste de la bahía, con vistas espectaculares sobre Orán desde un lado y sobre Mazalquivir desde el otro. Guiándome por Google Maps, comprobé que podía llegar hasta las cercanías del Fuerte si subía en el teleférico de la ciudad hasta su parada final, ya en la parte alta del Murdjadjo y, siempre según Google Maps, caminaba unos quince minutos. Una vez que me bajé del teleférico, los dos primeros minutos del supuesto paseo fueron eso, un paseo. A partir de ahí, Maps me hizo bajar por un sendero solo para cabras situado una ladera reseca por la que no habría bajado ni en la bici de montaña, y me obligó a caminar por el borde de una carretera estrecha a pleno sol y sin cartel indicador alguno que me guiara. Al llegar al “Parking Santa Cruz”, con el Fuerte ya a la vista, Maps me guio hacia un camino pavimentado que arrancaba del aparcamiento en dirección al propio Fuerte y lo abordé convencido de que, a pesar del calor, ya estaba llegando. Unos cien metros más adelante, al pie de la muralla, el camino se terminaba, de repente, en medio de la ladera. Se me ocurrió entonces que, estando tan cerca y por no dar la vuelta, podía trepar por esa ladera, ya que la entrada al Fuerte no podía estar lejos. Cuando ayudándome con las manos llegué a lo alto del desnivel, vi no solo que no había manera de llegar al Fuerte; además, lo que tenía delante, o para ser más preciso, unos quinientos metros más abajo, al fondo del precipicio al que me asomaba, era la base militar de Mazalquivir.

Renegando de Google Maps y del Ministerio de Turismo de Argelia, si es que existe, deshice el ascenso y el camino interrumpido, y seguí caminando por el borde de la carretera estrecha hasta finalmente llegar al Fuerte de Santa Cruz. Lo visité pensando en cómo iba a regresar, en si sería inevitable otra media hora caminando al sol por la carretera estrecha para luego subir por la ladera reseca que no podría hacer en la bici de montaña. Y, sin embargo, cuando salí del Fuerte, desde un Renault Clio negro, viejo y sin identificaciones me dijeron “¿Taxi?”, y por unos pocos dinares me llevaron hasta la estación del teleférico.

Las impresionantes ruinas de Timgad, sin un solo visitante.
Orán frente al Mediterráneo, con el Fuerte de Santa Cruz en lo alto.
Más puentes de Constantina.

Estas anécdotas propias de un país sin turistas se dan, por contraste, en un lugar plagado de atractivos que deberían reunir a muchos visitantes. Me encantaron Argel y de Orán como réplicas estropeadas de París al borde del Mediterráneo; en definitiva, lo que se construyó en la época colonial, ajado por años de dejadez. Disfruté de esas avenidas flanqueadas por edificios señoriales, ahora con las fachadas dañadas por el tiempo, faltas de una mano de pintura. Me enamoré de la vista de Orán desde el bulevar, con el puerto y el mar a la derecha y las fachadas blancas asomándose al agua, con las avenidas a distintos niveles y el Fuerte de Santa Cruz vigilando al fondo; me recordaba a Mónaco, en versión dejada y empobrecida, habitado por enjambres de Dacia y Hyundai en lugar de por manadas de Ferrari y Lamborghini.

El impacto de la visita a las ruinas de Timgad se debió tanto a su enormidad como a la soledad del lugar. Asociamos un resto de gran valor histórico con el hecho de que haya una multitud visitándolo, y la ciudad romana de Timgad es inmensa en superficie y la visité completamente solo. He repasado las fotos y los vídeos de mi estancia, y nada más que aparecen dos vigilantes escondidos en busca de una sombra. Paseé con calma bajo el Arco de Trajano, recorrí los baños y me senté en el teatro, siempre solo y en silencio.

Qué decir de los cientos de kilómetros que la BMW y yo recorrimos por el desierto, de la agobiante sensación de vacío que genera cruzarlo, especialmente en moto. La calma tensa cuando uno se para en el arcén, no oye más que la propia respiración, y mientras se bebe agua y se hacen unas fotos, se mira de soslayo a la moto y se le pregunta: “¿Ahora vas a arrancar, verdad?”

Estaba igualmente vacío Beni Isguem, una de las cinco ciudades de la pentápolis de Ghardaïa, en el valle de M’Zab. Allí surgió la rama mozabita del Islam, una interpretación estricta, aunque no violenta del Corán, que se manifiesta de modo claro en la ciudad: los infieles no podemos quedarnos a dormir dentro de la muralla, solo podemos recorrer la ciudad con un guía local, las mujeres van cubiertas de tal modo que solo se les ve un ojo, no se puede fotografiar a las personas, … En todo mi recorrido por la ciudad de Beni Isguem no vi un occidental, solo paseábamos el guía y yo por calles tan estrechas que si pasaba un burro no cabíamos los tres, y sentía que estaba en otro momento de la historia.

En ese sentido, deambular por un país sin visitantes permite percibir la realidad sin distorsión alguna, no como en los lugares adaptados para ofrecer al viajero lo que espera. Lo entendí la noche en que salí a cenar en Timgad, y acabé en el único lugar que estaba abierto, un local con un interior mínimo y caluroso, con dos mesas en la acera frente a una pequeña barbacoa de carbón. El dueño, con un inglés atropellado y un despliegue de amabilidad, me enseñó todo lo poco que había disponible para cenar, y escogí sopa de garbanzos y brochetas de pollo. Mientras el pollo se cocinaba en la barbacoa y disfrutaba de la sopa, intensa hasta ser picante, muy especiada, recordándome a la harira marroquí, miraba a un taxista joven y gordo que lavaba su coche en la acera, frente a mí. Se había traído unos cubos de agua, y estaba dejando impecable su baqueteado Hyundai Atoz. Daba igual que yo imaginara al pequeño Hyundai con sus ruedas de juguete por las carreteras argelinas, o que hiciera mentalmente el abultado presupuesto de reparación de los muchos golpes y roces que tenía; para el taxista era su joya y su herramienta de trabajo, y quería presentárselo limpio a sus clientes. También el del restaurante estaba orgulloso de su trabajo y sonreía agradecido cuando elogié la sopa y me servía satisfecho las brochetas, que en su inglés básico no eran de pollo (“chicken”) sino de algo que sonaba a cocina (“kitchen”).

El Fuerte de San Gregorio visto desde el Fuerte de Santa Cruz; abajo, Orán y su puerto.

En el barco de ida y en el de vuelta mi moto era la única y no había más occidental que yo; en los muchos kilómetros recorridos a pie y en moto, no me topé con otro viajero ni con su vehículo. Y sin embargo, nunca me sentí mirado, nunca generé la menor atención. Me había acostumbrado a que, de un modo u otro, la condición de viajero me convierte en atención bien de los curiosos, bien de quien me quiere vender algo. En Argelia solo me ofrecieron sus servicios los que cambian divisas en el mercado negro, nunca un restaurante o una tienda. Era como ser un voyeur cuando lo que quería era mimetizarme, ser espectador alejado en lugar de cercano.

Le daba vueltas a esta extraña conclusión mientras cerraba el equipaje en el hotel de Orán. Preparé el billete del barco y el pasaporte lleno de sellos, y saqué del fondo de la bolsa de viaje las llaves de casa. Ya a bordo, desmonté la SIM de Djezzy del móvil y monté la del operador español, mientras le daba vueltas a lo cerca que está Argelia en lo geográfico y la distancia que nos separa en todo lo demás.

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