La soledad intermitente

Llevaba un tiempo buscando las palabras que sirvieran de etiqueta a un sentimiento que suelo tener en las carreras. Es la sensación que me produce el salir al tramo cronometrado en una zona con muchos espectadores, comisarios y hasta cámaras de televisión, y estar al poco solo en medio del campo. Tras un tiempo indefinido y de cuando en cuando, uno se encuentra a alguien, al pasar cerca de un pueblo o cruzar una carretera, y unos instantes después vuelve a estar solo en unos cerros en la Sierra de Filabres, en el fondo de una rambla en Almería o en una estepa de Burgos. Al encontrar las palabras de la etiqueta, la soledad intermitente, me he dado cuenta de que parece el título de una novela de Lorenzo Silva. Motivo de sobra para dejarlo así.

Puedo situar con precisión de lugar, día y hora la primera vez que tuve ese sentimiento, gracias a que a mi memoria la complementa la documentación que guardo en papel y en disco duro. Fue exactamente a primera hora de la mañana del sábado 7 de Enero de 2006, en un lugar de Mauritania llamado Amatil, a 34 Km. de Atar. Es decir, horriblemente lejos de cualquier parte. Hacía mucho frío, un frío seco y crudo. Era el lugar de salida de la etapa del día del Dakar de aquel año, que había arrancado con el enlace desde el campamento de Atar y terminaba en Nouakchott. El lugar en cuestión era una llanura pedregosa cercana a la carretera, en la que los pilotos esperaban turno antes de iniciar el tramo. En la línea de salida se encontraban los comisarios, y a su alrededor algunos periodistas y curiosos. Al estar cerca de Atar, que tiene algo parecido a un aeropuerto, y que hasta puede recibir vuelos del extranjero, el número tanto de periodistas como de curiosos era muy superior a lo habitual en una etapa mauritana del Dakar. Digamos que en la llanura estaríamos cincuenta vehículos y a razón de tres personas en cada uno, casi todos colocados por detrás de la línea de salida. Por delante de ésta, un par de fotógrafos y luego nada. Escribo “nada” con la rotundidad que esa palabra tiene en Mauritania, una nada ancha y profunda, intensa, inquietante, un exponerse a una naturaleza áspera y desabrida, como sin terminar. Hacia ese vacío, esa soledad, se lanzaban los pilotos tras tomar la salida, dejando atrás la relativa muchedumbre de la llanura pedregosa. Me ponía en su lugar e imaginaba la sensación de pilotos y copilotos al precipitarse a ese hueco deshabitado.

Cuando un año más tarde debuté como copiloto en raids, interioricé la sensación y la viví de primera mano. Los enlaces se suelen hacer por carretera abierta al público, y por ello con coches en los que hay personas. Se cruzan pueblos, se reciben saludos y, al llegar a la salida del tramo, hay hasta conversación, por breve que sea, con los comisarios. Vale, el asunto no suele llegar más allá de unos saludos educados y deseos de buena suerte, pero al menos es un diálogo con personas, mientras algunos lugareños miran expectantes. Unos segundos después, al zambullirse en el tramo, arranca una soledad que durará hasta que se pase cerca de un pueblo o una carretera, se llegue a un control de paso o simplemente se alcance el final del tramo.

En las carreras portuguesas, con afición abundante y tramos de varias horas, esta soledad que va y viene es especialmente evidente. En el Transibérico Vodafone de 2007 estábamos haciendo la última especial del sábado y rodábamos solos hacía rato por un bosque. Nos acercábamos a un cruce de caminos en el que desde lejos vi a un comisario que debía llevar allí muchas horas, simplemente viendo pasar coches y anotando dorsales. El estaba en su trabajo y nos veía venir, yo estaba al mío (“A 200 metros, en el cruce, giramos a la derecha”) y le imaginaba en su aburrimiento. Unos segundos después había salido del tedio y corría hacia nuestro coche volcado para ayudarnos: “¿Estáis bien? ¿Os ayudo a salir? ¿Necesitáis una ambulancia?”. Solo hizo falta un tirón con la eslinga para poner nuestro coche sobre las ruedas, comprobar que más o menos podíamos acabar el tramo y dar las gracias, para que él y nosotros volviéramos a nuestra soledad intermitente.

Una versión distinta de esta sensación la viví en mi época de las motos en los circuitos, y era especialmente intensa en el Mundial. La carrera, desde el punto de vista del trabajo y la organización, se inicia como función de equipo mucho antes de esas once de la mañana del domingo en que salen los de 125. Hay días de trabajo en la nave, en las tandas de entrenamientos libres y oficiales del viernes y el sábado, y además en el breve libre del domingo. Todos ellos suponen el esfuerzo de varias personas, entre ellas por supuesto el piloto. Pero cuando el comisario hacía la señal de abandonar la parrilla y me tocaba dejar allí al piloto (“¡Suerte, Jorge!”), sentía que mis posibilidades de colaborar habían acabado, que desde ese momento ya no podíamos hacer nada por él, que se quedaba solo frente a la carrera.

Ahora como piloto vivo la misma escena desde el otro lado y con un decorado algo diferente. Cuando el copiloto dice que ha llegado la hora de dejar la asistencia y dirigirse al enlace, nos despedimos de Julio y Walter. Al cerrar la puerta del Land Cruiser, sé que allí dentro me espera la soledad intermitente.


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